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Anti-reforma y fascismo

Anti-reforma y fascismo

Pertenece a Paul Morand esta observación, que prueba cómo un novelista de la decadencia, puede tener un sentido más realista y concreto de la defensa de occidente que un metafórico de la reacción. “Massis, -dice Morand- ha examinado el problema con su inteligencia aguda y abstracta, pero después de una exposición muy brillante ha arribado a una solución católica, jurídica, romana y medioeval del universo, que es preciso respetar puesto que es su fin, pero que no me parece una evidente imposibilidad en 1927- En la hora actual, el Occidente no es verdaderamente defendido sino por las sociedades puritanas y anglosajonas, los bolchevistas no se han equivocado en este punto y, por mi parte, cada vez que yo me he hallado en los confines del mundo blanco, California, México, lo he fuertemente sentido. Ahora bien, Massís, no solamente lo dice, sino que en dos palabras ejecuta a la Reforma; a la Reforma, madre de Inglaterra y de Estados Unidos. Ve uno de los orígenes de la decadencia occidental en quien sostiene todavía efectivamente nuestro mundo blanco. Pero esta ejecución sumaria de la Reforma no es exclusiva de Massis. La encontramos también en los más autorizados y explícitos documentos de teorización fascista. En su discurso de la Universidad de Perugia, el Ministro Rocco, imputó a la Reforma así la responsabilidad del liberalismo y de la democracia como del socialismo. “el pensamiento político moderno, -afirma Rocco-, ha estado hasta ayer, en Italia y fuera de Italia, bajo el dominio absoluto de aquellas doctrirnas que tuvieron su origen próximo en la Reforma protestante, encontraron su desarrollo con los jus-naturalistas de los siglo XVII y XVIII fueron consagrados, por la Revolución Inglesa, la Americana y la Francesa y, con diversas formas, a veces contrastantes entre sí, han caracterizado todas las teorías políticas y sociales de los siglos XIX y XX hasta el fascismo”. Este discurso constituyó, en primer término, una severa requisitoria contra la era liberal burguesa de la civilización occidental, denunciada como una poco menos absurda elaboración del espíritu protestante. La tendencia a unimismar en este espíritu todos los movimientos anteriores al fascismo, condujo a Rocco a atribuir al socialismo la concepción atomística o individualista del Estado, propia del liberalismo. ¿Cómo había podido generarse el fascismo, definido no sólo como antítesis del liberalismo sino como una negación radical de la modernidad? Para explicar su génesis, Rocco se acoge a una presunta continuación autónoma del pensamiento italiano contra las filtraciones y obstáculos de la modernidad, a través de una cadencia de geniales renovadores de la tradición romana que va de Maquiavelo a Vico y a Cuoco, para rematar, probablemente, en el propio Rocco. El Patrimonio espiritual del romanismo, celosa y activamente conservado por Italia, representaría la milagrosa y excepcional reserva que le consiente afrontar con mejor fortuna que ninguna otra nación, la crisis de la civilización occidental.
El parentesco espiritual de Rocco, Federzoni, Corradini y otros nacionalistas italianos, con Maurras, Daudet y otros monarquistas de “L’Actión Francaise” que profesan notoriamente la fórmula simplista de la Anti-Reforma, no daría íntegra la clave de esta artificiosa destilación del pensamiento fascista si el mismo Mussolini, tan poco sospechoso de escolasticismo, no hubiese aceptado tácitamente los puntos de vista de Rocco en un telegrama de congratulación por el discurso de Perugia. Tanto por su formación intelectual como por su método empírico y realista, Mussolini no puede adherir a una condena sumaria de la modernidad. Menos todavía a suponer la premisa cardinal del fascismo. Esta adhesión lo coloca en abierto conflicto con lo que precisamente pensaba poco tiempo atrás. “Si por relativismo debe entenderse -escribía entonces- el desprecio de las categorías fijas por los hombres que se creen los portadores de una verdad objetiva inmortal, por los estáticos que se acomodan, en vez de renovarse incesantemente, entre los que se jactan de ser siempre iguales a sí mismos; nada es más relativista que la mentalidad y la actividad fascistas. Si el relativismo y movilismo universal equivalen, nosotros los fascistas hemos manifestado siempre nuestra despreocupada independencia por los nominalismos en los cuales se clava -como murciélagos a las vigas- los gazmoños de los otros partidos; nosotros somos verdaderamente los relativistas por excelencia y nuestra acción se reclama directamente de los más actuales movimientos del pensamiento europeo”. ¿Qué entendimiento cabe entre este relativismo que franquea el camino de todas las herejías y el dogmatismo de los nacionalistas franceses o italianos que nada reprochan tanto al pensamiento como su movilidad y su pluralidad? Los metafísicos tomistas dedican sus más acres ironías al empirismo anglo-sajón al cual desdecían ante todo por su filiación protestante. (¿No ha execrado una vez León Daudet al Kaiser Guillermo como una encarnación del espíritu luterano, sin acordarse, como le objetaron luego sus críticos, que los Hohenzollern eran calvinistas?). El hecho es que, indiferente al tamaño de su contradicción, el Dux del fascismo ha otorgado su venia y su aplauso al ministro, por el arte con que enlaza la doctrina fascista con la ortodoxia romana.
Es cierto que en la manifestación del espíritu fascista intervienen intelectuales como Giovanni Gentile que no pueden renegar del difamado pensamiento moderno sin renegar de sí mismo. Gentiles para los escolásticos de la reacción debe ser siempre el propagador del idealismo hegelianos, filosofía de inconfundible estirpe herética y protestante hacia la cual no puede moverlos a la indulgencia ni aún su mérito de valla contra el materialismo positivista. Además, Gentile propugna la tesis de que el fascismo desciende espiritual y aún doctrinariamente de la Diestra histórica del Risorgimento, sin cuidarse mucho de la parentela liberal y protestante que el fascismo se vería entonces obligado a reconocer, dado que los hombres de la famosa derecha del Risorgimento, fieles a la idea del Estado Unitario o Estado épico, como lo ha estudiado Mario Missireli, tendieron francamente a la ruptura con la Iglesia romana. Y otros exégetas, avanzando mucho más en la tentativa de relacionar el fascismo con el pensamiento moderno, señalan la influencia de Bergson, James y Sorel en la preparación espiritual de este movimiento, inexplicable según ellos sin una fecunda asimilación de las corrientes pragmatista, activista y relativista.
Pero, con excepción de Gentile, que insiste en la genealogía liberal del fascismo -liberal no democrática, ya que si la democracia contiene liberalismo, este solo la antecede- no son estos intelectuales, empeñados en atribuir al fascismo una esencia absolutamente moderna, quienes le dan entonación y fisionomía doctrinales. Son, más bien, los que, como Rocco, o con mayor ultraísmo, arremeten contra la Reforma y en general contra la modernidad, verbigracia, Curzio Suckert, autor de la fórmula “Fascismo igual Anti-reforma”. Y Ardengo Soffici que mira en el romanticismo un movimiento de puro origen protestante. El ex-compañero de Marinetti coincide con Maurrás en el odio al romanticismo y lo excede en el esfuerzo de repudiarlo como un producto genuinamente germano.

José Carlos Mariátegui La Chira

Las elecciones italianas y la decadencia del liberalismo

La hora es de fiesta para los fautores y admiradores de Mussolini y las “camisas negras”. Los filofascistas de todos los climas y todas las latitudes recogen, exultantes, los ecos fragmentarios de las elecciones italianas que, exultante también, les trae el cable. Aclaman estruendosa y delirantemente la victoria del fascismo. El júbilo de los reaccionarios es natural y es lícito. No hay interés en contrastarlo. No hay interés en remarcarlo siquiera. Pero ocurre que en este coro filofascista se mezclan y confunden con los secuaces de la reacción muchos adherentes de la democracia. Una buena parte del centro se asocia al regocijo de la derecha. Y esta actitud sí es acreedora de atención y estudio. Sus raíces y sus orígenes son muy interesantes.

El liberalismo y la democracia han renegado, ante el fascismo, su teoría y su praxis. Su capitulación ha sido plena. Su apostasía ha sido total. El liberalismo y la democracia se han dejado desalojar, dominar y absorber por el fascismo. El fascismo, en sus métodos, en su programa y en su función, es esencialmente anti-democrático. Los extremistas del fascismo propugnan abiertamente el absolutismo y la dictadura. Mussolini se ha apoderado del poder mediante la violencia y ha anunciado su intención de conservarlo sin cuidarse de la voluntad del parlamento ni del sufragio. Y los partidos de la democracia, sin embargo, no le han negado ni le han regateado casi su adhesión. Se han entregado incondicional y rendidamente al dictador. La mayoría de la cámara extinta era liberal-democrática. Mussolini la tuvo, no obstante esto, a sus órdenes. Consiguió de ella los poderes extraordinarios que necesitaba para gobernar dictatorialmente, la sanción de los desmanes y desbordes de su política represora y reaccionaria y una ley electoral adecuada a la formación de un parlamento fascista. Y obtuvo del liberalismo y de la democracia la misma obediencia en todas partes. La prensa liberal, seducida o asustada por los fascistas, cayó, poco a poco, en la más categórica retractación de su ideario. Apenas si el “Corriere della Sera” de Milán, el “Mondo” de Roma y algún otro órgano del liberalismo opusieron alguna resistencia al régimen fascista.
La actitud de los liberales y demócratas de fuera de Italia coincide, pues, con la de los liberales y demócratas de dentro. El liberalismo y la democracia tienen el mismo gesto ante la fuerza y el bastón fascistas, tanto si sufren como si no sufren la coacción de sus amenazas y de sus golpes.

Las elecciones italianas, en verdad, significan, más que una derrota de la revolución, una derrota del liberalismo y la democracia. Constituyen una fecha de su decadencia, un instante de su tramonto. Marcan una rendición explícita de los liberales italianos al fascismo. Los partidos liberal-democráticos han concurrido a estas elecciones uncidos mansa y resignadamente al carro de la dictadura fascista. Orlando, después de algunas coqueterías y reservas, ha figurado en la lista de candidatos ministeriales. Una parte de los demócratas cristianos ha desertado de las filas de don Sturzo para enrolarse en las de Mussolini. Giolitti, con su solícita astucia, ha querido diferenciar su candidatura de las del fascismo, presentándose con sus amigos piamonteses en una lista independiente; pero ha hecho previas protestas de su confianza en el régimen fascista. La oposición liberal ha estado representada únicamente por Bonomi, leader de un pequeño grupo reformista y Amendola, uno de los tenientes de Nitti. Nitti se ha abstenido de intervenir en las elecciones.

La victoria fascista, aparece, pues, en primer lugar, como una consecuencia de la descomposición y la abdicación del liberalismo. Los liberales italianos no solo no han sabido ni han querido distinguirse en las elecciones de los fascistas sino que, como estos, se han uniformado de “camisa negra”. Su proselitismo, por consiguiente, se ha desbandado o se ha confundido con el del régimen fascista. La mayoría de aquellos electores antiguos y habituales clientes de la democracia se ha sentido inclinada a dar su voto al fascismo. El liberalismo se ha presentado esta vez a sus ojos como una doctrina exangüe, superada, vacilante.
Pero este no ha sido sino uno de los elementos de la victoria fascista. Otro elemento principal ha sido la nueva ley de elecciones. Las elecciones de 1919 y 1921 se efectuaron en Italia conforme al régimen proporcional. Este régimen asegura a cada partido en el parlamento una posición que refleja matemáticamente su posición en la masa electora. El fascismo lo consideró contrario a sus intereses. Y, en la nueva ley electoral, tornó Italia al antiguo sistema, que garantiza a la mayoría un predominio aplastante en el parlamento.

Las elecciones, además, se han realizado dentro de un ambiente preparado por varios años de coacción y de violencia. Antes de la “marcha a Roma” los fascistas destruyeron una gran parte de las cooperativas, periódicos, sindicatos y demás instrumentos de propaganda socialista. Inaugurada su dictadura, usaron y abusaron de todos los resortes del poder para sofocar esa propaganda. El fascismo, por ejemplo, ha puesto la libertad de la prensa en manos de sus prefectos. La libertad de opinión en general ha tenido los límites que le han fijado el bastón y el aceite de ricino abundantemente empleados por los fascistas contra sus adversarios. Mientras el fascismo ha movilizado para estas elecciones todas sus fuerzas legales y extra-legales, la oposición casi no ha dispuesto de medios de organización ni de propaganda.

Por consiguiente, tiene mucho valor el hecho de que, en este período de retirada y retroceso revolucionarios, los socialistas hayan conquistado sesentaicinco asientos en la cámara. (Veintiseis asientos han sido ganados por los socialistas unitarios, veintidós por los socialistas maximalistas y dieciseite por los comunistas.) Los tres partidos socialistas han alcanzado, en total, un millón cien mil votos. Trescientos mil de estos votos pertenecen a los comunistas que en la nueva cámara tienen uno o dos puestos más que en la vieja. Más disminuida que la representación socialista ha salido la representación católica. Los socialistas, en conjunto, eran 136 en la cámara vieja; son 65 en la cámara nueva. Los católicos eran 109 en la cámara vieja; en la cámara nueva no son sino 39. Y los grupos liberales-democráticos no incorporados en el bloque ministerial han conquistado una representación menor todavía. Además, tanto estos grupos como la democracia cristiana de don Sturzo, no son verdaderos partidos de oposición. En la democracia cristiana, solo la fracción de izquierda Mauri-Miglioli tiene un tinte acentuadamente anti-fascista.

Las fuerzas de la democracia y del liberalismo italianos resultan, así, plegadas y rendidas al fascismo. Pero el fascismo se encuentra sometido al trabajo de digerirlas y asimilarlas. Y la absorción de los liberales y demócratas no es para los fascistas una función fácil ni inocua. Los fascistas, que en sus días de ardimiento demagógico, proclamaban su propósito de desalojar radicalmente del gobierno a los políticos del antiguo régimen, no se atreven ahora a prescindir de su colaboración. Acontece, a este respecto, en Italia, algo de lo que acontece en España. La dictadura ha anunciado estruendosamente, en un principio, el ostracismo, la segregación definitiva de los viejos políticos; pero ha concluido, después, por recurrir a los más fosilizados y arcaicos de ellos. Los fascistas, en las elecciones recientes, no han querido ni han podido formular una lista de candidatos neta y exclusivamente fascista. Han tenido que incluir entre sus candidatos a muchos liberales, demócratas y católicos. La lista vencedora es una lista ministerial; pero no es íntegramente una lista fascista. Ciento veinte de los cuatrocientos diputados de la mayoría fascista no están afiliados al fascismo. A todos estos diputados el fascismo les ha impuesto sus tesis reaccionarias; pero no puede incorporarlos en su cortejo sin adquirir y sin contagiarse de algunos de sus hábitos mentales. La asimilación de la burocracia liberal y democrática modificará la estructura y la actitud del fascismo. Se advierte, desde hace algún tiempo, en el fascismo, la existencia de una tendencia acentuadamente revisionista. Esta tendencia ha sido, en los primeros momentos, excomulgada por el estado mayor fascista. Pero ha aparecido tácitamente amparada por el propio Mussolini. El caso de Massimo Rocca es el incidente más notorio de este proceso revisionista, Massimo Rocca, ex-anarquista, conspicuo teniente de Mussolini, publicó algunos artículos que preconizaban la vuelta a la legalidad y condenaban la persistencia en el fascismo de un humor beligerante y demagógico. El directorio fascista censuró y expulsó del fascismo a Massimo Rocca; pero bajo la presión de Mussolini tuvo que reconsiderar su acuerdo. La tendencia revisionista, posteriormente, se ha acentuado. El fascismo tiende cada día más a adaptarse a las formas que antes quiso romper. Y si hoy exulta es, en parte, porque siente que estas elecciones legalizan, regularizan su ascensión al poder. Se habla, actualmente, de que el fascismo va cediendo el puesto al mussolinismo. Y de que el actual gobierno de Italia es más mussolinista que fascista.

Este rumbo de la política fascista era fatal. El fascismo no es una doctrina; es un movimiento. Por más esfuerzos que ha hecho, no ha conseguido trazarse un programa ni una vía netamente fascistas. No hay ni puede haber un ideario fascista. Los fascistas, naturalmente, creen que el fascismo contiene no solo una nueva concepción política sino hasta una nueva concepción filosófica. (La marcha a Roma tiene para ellos una importancia cósmica.) Mas una opinión tan autorizada para el fascismo, como la de Benedetto Croce, se ha burlado exquisitamente de esa pretensión. Interrogado por un órgano fascista “Il Corriere Italiano”, Benedetto Croce ha declarado: “En verdad, no me parece que se haya presentado hasta aquí otra cosa que algunas vagas indicaciones de designios políticos y de constituciones nuevas. Lo que existe es más bien la fórmula genérica del Estado fascista y el deseo de llenarla con un contenido adecuado. Yo he oído hablar del pensamiento nuevo, de la nueva filosofía que estaría implícitamente contenida en el fascismo, Y bien, yo he tratado, por simple curiosidad intelectual, de deducir de los actos del fascismo la filosofía o la tendencia filosófica que, según se dice, deberían encerrar; y aunque yo tengo algún hábito y alguna habilidad en estos análisis y estas síntesis lógicas, en este arte de encontrar y formular principios, confieso que no he logrado mi objeto. Temó que esa filosofía no exista y que no exista porque no puede existir”.

La dictadura fascista, por ende, tendrá una fisonomía menos característicamente fascista cada día. Sostenida por la sólida mayoría parlamentaria que ha ganado en las elecciones últimas, adquirirá un perfil análogo al de otras dictaduras de esta Italia de la Unidad y de la dinastía de Saboya. Crispí, Pelloux, el propio Giolitti gobernaron Italia dictatorialmente. Sus dictaduras estuvieron desprovistas de todo gesto demagógico y se conformaron con un rol y un carácter burocráticos. Y bien, la dictadura de Mussolini, estruendosa, retórica, olímpica y d’annunziana en sus orígenes, como conviene en esta época tempestuosa, acabará por contentarse con las modestas proporciones de una dictadura burocrática. Perderá poco a poco su énfasis heroico y su acento épico. Empleará para conservar el poder los recursos y expedientes oportunistas de la vieja democracia. (Ya Mussolini ha invitado a colaborar en su gobierno a la Confederación General del Trabajo y a los leaders reformistas).

A las “camisas negras” les aguarda, en suma, la misma suerte que a las “camisas rojas” de Garibaldi. Dejarán de ser una prenda de moda aún entré los fascistas. Y su ocaso será, en verdad, el ocaso del fascismo. Porque este estrepitoso estremecimiento político no significa, realmente, para la “terza Italia” 'un cambio de doctrina sino apenas un cambio de camisa.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La liquidación de la cuestión romana

El fascismo concluye, en estos momentos, uno de los trabajos para que se sintió instintivamente predestinado desde antes, acaso, de su ascensión al poder. Ni sus orígenes anti-clericales, agresivamente teñidos de paganismo marinettiano y futurista -el programa de Marinetti comprendía la expulsión del Papa y su corte y la venta del Vaticano y sus museos-; ni las reyertas entre campesinos católicos y legionarios fascistas en los tiempos de beligerancia del partido de don Sturzo; ni las violentas requisitorias de Farinacci contra el anti-fascismo -nittiano addiritura- del Cardenal Gasparri; ni la condena por los tribunales fascistas de algunos curas triestinos; ni la terminante exclusión del “scoutismo” católico como concurrente de la organización mussolinista de la adolescencia; ninguno de los actos o conceptos, individuos o situaciones que han opuesto tantas veces el “fascio littorio” y el cetro de San Pedro, ha frustrado la ambición del Dux de reconciliar el Quirinal y el Vaticano, el Estado y la Iglesia.
¿Quien ha capitulado, después de tantos lustros de intransigente reafirmación de sus propios derechos? Verdaderamente, la cuestión romana, como montaña casi insalvable entre el Quirinal y el Vaticano, había desaparecido poco a poco. Incorporada la Italia del Risorgimento en la buena sociedad europea, el Vaticano había visto tramontar, año tras año, la esperanza de que un nuevo ordenamiento de las relaciones internacionales consintiese la reivindicación del Estado pontificio. Dictaba su ley no solo a la buena sociedad europea, sino a la sociedad mundial, naciones protestantes y sajonas con muy pocos motivos de aprecio por la ortodoxia romana; le imponía su etiqueta diplomática una nación latina, entregada, desde su revolución, a la más severa y formalista laicidad franc-masona. La Iglesia Romana, en el curso del ochocientos, había dado muchos pasos hacia la democracia burguesa, separando teórica y prácticamente su destino del de la feudalidad y la autocracia. El liberalismo italiano, a su vez, no había osado tocar el dogma, llevando a su pueblo al protestantismo, a la iglesia nacional. La cuestión romana había sido reducida por los gobernantes del “transformismo” italiano a las proporciones de una cuestión jurídica. En realidad, descartados sus aspectos político, religioso y moral, no era otra cosa. Si el Vaticano aceptaba el dogma de la soberanía popular y, por ende, el derecho del pueblo italiano en su organización a adoptar los principios del Estado moderno, no tenía que reclamar sino contra la unilateralidad arbitraria de la Ley “delle Guarentigie”. Esta ley era inválida por haber pretendido resolver, sin preocuparse, del consenso ni las razones del Papado, una cuestión que afectaba a sus derechos.
Pero, en tiempos de parlamentarismo demo-liberal, un arreglo estaba excluido por el juego mismo de la política de cámara y pasillos. Aparte de que todos los líderes coincidían tácitamente con la tendencia giolittiana a aplazar, por tiempo indefinido, cualquier solución. La política -o la administración- giolittiana tenía que “menager”, de una parte, a los clericales, gradualmente atraídos a una democracia sosegada, progresista, tolerante, exenta de todo excesivo sectarismo, de toda peligrosa duda teológica; y de otra parte, a los demo-liberales y demo-masones, empeñados en sentirse legítimos y vigilantes herederos del patrimonio ideal del Risorgimento.
La crisis post-bélica, la transformación cada día más acentuada de la política de partidos en política de clases, la consiguiente aparición del partido popular italiano bajo la dirección de don Sturzo, cambiaron después de la guerra los términos de la situación. La catolicidad, que políticamente había carecido hasta entonces de representación propia, comenzó a disponer de una fuerza electoral y parlamentaria que pesaba decisivamente, dada la actitud de los socialistas, en la composición de la mayoría y el gobierno.
Pero estaba vigente aún la tradición del Estado liberal y laico surgido del Risorgimento. La distancia entre el Estado y la Iglesia se había acortado. Mas el Estado no podía dar, por su parte, el paso indispensable para salvarla. La Iglesia, a su vez, esperaba la iniciativa del Estado. Histórica y diplomáticamente, no le tocaba abrir las negociaciones.
Mussolini ha operado en condiciones diversas. En primer lugar, el gobierno fascista, como he recordado ya en otra ocasión, tratando este mismo tópico, no se considera vinculado a los conceptos que inspiraron invariablemente a este respecto a la política de los anteriores gobiernos de Italia. Frente a la “cuestión romana”, como frente a todas las otras cuestiones de Italia, el fascismo no se siente responsable del pasado. El fascismo pregona su voluntad de construir el Estado fascista sobre bases y principios absolutamente diversos de los que durante tantos años ha sostenido el Estado liberal. Al mismo tiempo, el fascismo desenvuelva, con astuto oportunismo, una política de acercamiento a la iglesia, cuyo rol como instrumento de italianidad y latinidad ha sido imperialistamente exaltado por Mussolini. En materia religiosa, el fascismo ha realizado el programa del partido popular o católico fundado de 1919 por don Sturzo. Lo ha realizado a tal punto que ha hecho inútil la existencia en Italia de un partido católico. (Hay que agregar que, en ningún caso, después del Aventino, la habría permitido como existencia de un partido democrático). “El Papa puede despedir a don Sturzo”, escribía ya hace cinco años Mario Missiroli. El acercamiento del fascismo a la Iglesia, no solo se ha operado en el orden práctico, mediante una restauración más o menos política del catolicismo en la escuela. También se ha intentado la aproximación en el orden teórico. Los intelectuales fascistas de Gentile, a Ciusso y Pellizzi, se han esmerado en el elogio de Iglesia. Los más autorizados teóricos del “fascio littorio”, han encontrado en el tomismo no poco de los fundamentos filosóficos de su doctrina. La ex-comunión de “L’Action Francaise”, ha comprometido un poco esta “demarche” reaccionaria. Frente al mismo fascismo, el Vaticano ha reivindicado discretamente el concepto católico del Estado, incompatible con el dogma fascista del Estado ético y soberano.
Mas, si a este respecto el acuerdo resultará siempre difícil, no ocurriría los mismo con la “cuestión romana”. Precisamente en este terreno, el fascismo podía ceder sin peligro. I reconocer al Papado la soberanía sobre los palacios vaticanos, una indemnización y otras prerrogativas, no es ceder demasiado. Lo mismo habría dado, presuroso, Cavour. Solo que entonces habría parecido muy poco.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La emoción de nuestro tiempo. Dos concepciones de la vida

I.
La guerra mundial no ha modificado ni facturado únicamente la economía y la política de occidente. Ha modificado y fracturado, también su mentalidad y su espíritu. Las consecuencias económicas, definidas y precisadas por John Maynard Keynes, no son más evidentes ni sensibles que las consecuencias espirituales y psicológicas. Los políticos, los estadistas, hallarán, tal vez, a través de una serie de experimentos, una fórmula y un método para resolver las primeras; pero no hallarán, seguramente, una teoría y una práctica adecuada para anular las segundas. Más probablemente parece que deban acomodar sus programas a la presión de la atmósfera espiritual, a cuya influencia su trabajo no puede sustraerse. Lo que diferencia a los hombres de esta época no es tan sólo la doctrina, sino sobretodo el sentimiento. Dos opuestas concepciones de la vida, una prebélica, otra postbélica, impiden la inteligencia de los hombres que aparentemente, sirven el mismo interés histórico. He aquí el conflicto central de la crisis contemporánea.
La filosofía evolucionista, historicista, racionalista, unía en los tiempos prebélicos, por encima de las fronteras políticas y sociales, a las dos clases antagónicas. El bienestar material, la potencia física de las urbes habían engendrado un respeto supersticioso por la idea del progreso. La humanidad parecía haber hallado una vía definitiva. Conservadores y revolucionarios aceptaban prácticamente las consecuencias de la tesis evolucionista. Unos y otros coincidían en la misma adhesión a la idea del progreso y en la misma aversión a la violencia.
No faltaban hombres a quienes esta chata y acomodada filosofía no lograba seducir ni captar. Jorge Sorel denunciaba, por ejemplo, las ilusiones del progreso. Don Miguel de Unamuno predicaba quijotismo. Pero la mayoría de los europeos habían perdido el gusto de las aventuras y de los mitos históricos. La democracia conseguía el favor de las masas socialistas y sindicales, complacidas de sus fáciles conquistas graduales, orgullosas de cooperativas, de su organización, de sus "casas del pueblo" y de su burocracia. Los capitanes y los oradores de la lucha de clases gozaban de una popularidad, sin riesgos, que adormecía en sus almas toda veleidad. La burguesía se dejaba conducir por líderes inteligentes y progresistas que, persuadidos de la estolidez y la imprudencia de una política de persecución de las ideas y los hombres del proletariado, preferías una política dirigida a domesticarlos y ablandarlos con sagaces transacciones.
Un humor decadente y estetista se difundía, sutilmente, en los estratos superiores de la sociedad. El crítico italiano Adriano Tilgher, en unos de sus remarcables ensayos, define así la última generación de la burguesía parisense: "Producto de una civilización muchas veces secular, saturada de experiencia y de reflexión analítica e introspectiva, artificial y libresca, a esta generación crecida antes de la guerra le tocó vivir en un mundo que parecía consolidado para siempre y asegurado contra toda posibilidad de cambio. Y en este mundo se adaptó sin esfuerzo. Generación toda nervios y cerebro, gastados y cansados por las grandes fatigas de sus genitores, no soportaba los esfuerzos tenaces, las tensiones prolongadas, las sacudidas bruscas, los rumores fuertes, las luces vivas, el aire libre y agitado; amaba la penumbra y los crepúsculos, las luces dulces y discretas, los sonidos apagados y lejanos, los movimientos mesurados y regulares. El ideal de esta generación era vivir dulcemente".
II.
Cuando la atmósfera de Europa, próxima la guerra, se cargó demasiado de electricidad, los nervios de esta generación sensual, elegante e hiperestética, sufrieron un raro malestar y una extraña nostalgia. Un poco aburridos de "vivre avec douceur", se estremecieron con una apetencia morbosa, con un deseo enfermizo. Reclamaron casi con ansiedad, casi con impaciencia, la guerra. La guerra no aparecía como una tragedia, como un cataclismo, sino más bien como un deporte, como un alcaloide o como un espectáculo. ¡Oh!, la guerra, como en una novela de Jean Bernier, esta gente la presentía y la auguraba, "elle serait trés chic la guerre".
Pero la guerra no correspondió a esta previsión frívola y estúpida. La guerra no quiso ser tan mediocre. París sintió en su entraña, la garra del drama bélico. Europa conflagrada, lacerada, mudó de mentalidad y de psicología.
Todas las energías románticas del hombre occidental, anestesiadas por largos lustros de paz confortable y pingüe, renacieron tempestuosas y prepotentes. Resucitó el culto de la violencia. La Revolución Rusa insufló en la doctrina socialista un ánima guerrera y mística. Y el fenómeno bolchevique siguió el fenómeno fascista. Bolcheviques y fascistas no se parecían a los revolucionarios y conservadores pre-bélicos. Carecían de la antigua superstición del progreso. Eran testigos conscientes e inconscientes de que la guerra había demostrado a la humanidad que aún podían sobrevivir hechos superiores a la previsión de la ciencia y también hechos contrarios al interés de la civilización.
La burguesía, asustada por la violencia bolchevique, apeló a la violencia fascista. Confiaba muy poco en que sus fuerzas legales bastasen para defenderla de los asaltos de la revolución. Más, poco a poco, ha aparecido luego en su ánimo la nostalgia de la crasa tranquilidad pre-bélica. Esta vida de alta tensión la disgusta y la fatiga. La vieja burocracia socialista y sindical comparte esta nostalgia. ¿Por qué no volver -se pregunta- al buen tiempo pre-bélico? Un mismo sentimiento de la vida vincula y acuerda espiritualmente a estos sectores de la burguesía y el proletariado que trabajan en comandita, por descalificar, al mismo tiempo, el método bolchevique y el método fascista. En Italia, este episodio de la crisis contemporánea tiene los más nítidos y precisos contornos. Ahí, la vieja guardia burguesa ha abandonado el fascismo. Y se ha concertado en el terreno de la democracia, con la vieja guardia socialista. El programa de toda esta gente se condensa en una sola palabra: normalización. La normalización sería la vuelta a la vida tranquila, el desahucio o el sepelio de todo romanticismo, de todo heroísmo, de todo quijotismo de derecha y de izquierda. Nada de regresar, con los fascistas, al Medio Evo. Nada de avanzar, con los bolcheviques, hacia la Utopía.
El fascismo habla un lenguaje beligerante y violento que alarma a quieres no ambicionan sino la normalización. Mussolini, en un discurso dijo: "No vale la pena vivir como hombres y como partido y sobretodo no valdría la pena de llamarse fascista, si no se supiese que se está en medio de la tormenta. Cualquiera es capaz de navegar en mar de bonanza, cuando los vientos inflan las velas, cuando no hay olas ni ciclones. Lo bello, lo grande: y quisiera decir lo heroico es navegar cuando la tempestad arrecia. Un filósofo alemán decía: vive peligrosamente. Yo quisiera que ésta fuese la palabra de orden del joven fascismo italiano: vivir peligrosamente. Esto significa estar pronto a todo, a cualquier sacrificio, a cualquier peligro, a cualquier acción, cuando se trate de defender a la patria y al fascismo". El fascismo no concibe la contra-revolución como una empresa vulgar y policial sino como una empresa épica y heroica. Tesis excesiva, tesis incandescente, tesis exorbitante para la vieja burguesía, que no quiere absolutamente ir tan lejos. Que se detenga y se frustre la revolución, claro, pero si es posible con buenas maneras. La cachiporra no debe ser empleada sino en caso extremo. Y no hay que tocar, en ningún caso, la Constitución ni el Parlamento. Hay que dejar las cosas como estaban. La vieja burguesía anhela vivir dulce y parlamentariamente. "Libre y tranquilamente", escribía polemizando con Mussolini, "Il Corriere della Sera" en Milán. Pero uno y otro términos designan el mismo anhelo.
Los revolucionarios, como los fascistas, se proponen, por su parte, vivir peligrosamente. En los revolucionarios, como los fascistas, se advierte análogo impulso romántico, análogo al humor quijotesco.
La nueva humanidad, en sus dos expresiones antitéticas, acusa una nueva intuición de la vida. Esta intuición de la vida no asoma, exclusivamente, en la prosa beligerante de los políticos. En una de las divagaciones de Luis Bello encuentro esta frase: "Conviene corregir a Descartes: combato, luego existo". La corrección resulta, en verdad, oportuna. La fórmula filosófica de una edad racionalista tenía que ser: "Pienso, luego existo". Pero a esta edad romántica, revolucionaria, quijotesca, no le sirve ya la misma fórmula. La vida más que pensamiento quiere ser hoy acción, esto es combate. El hombre contemporáneo tiene necesidad de fe. Y la única fe que puede ocupar su yo profundo es una fe combativa. No volverán, quién sabe hasta cuando, los tiempo de vivir con dulzura. La de este escepticismo y de este nihilismo, nace la ruda, la fuerte, la perentoria necesidad de una fe y de un mito que mueva a los hombres a vivir peligrosamente.

José Carlos Mariátegui La Chira