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Herriot, Edouard
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Política francesa. La crisis ministerial

En la crisis política francesa se constata, sobre todo, un conflicto entre dos métodos diferentes, entre dos concepciones antagónicas, en el campo económico. El contraste de los intereses económicos domina y decide el rumbo de los acontecimientos políticos y parlamentarios. Las “dramatis personae” de la crisis, -Herriot, Poincaré, Briand, Millerand- se mueven en la superficie versátil de una marea histórica superior a la influencia de sus personalidades y de sus ideas. Ni el bloque nacional ni el cartel de izquierdas, no obstante la variedad de los matices que en uno y otro se mezclan, representan una contingente y arbitraria combinación parlamentaria. En su composición más que la afinidad o la simpatía de los grupos se percibe la afinidad o la simpatía de los intereses. La actitud de uno y otro conglomerado, ante los problemas económicos de Francia, se inspira en los intereses de distintas capas sociales. Por esto, sus puntos de vista resultan inconciliables. La base electoral de las derechas se compone de la alta burguesía y de los residuos feudales y aristocráticos. En cambio, el cartel de izquierdas se apoya en la pequeña burguesía y en una gruesa parte del proletariado. El enorme pasivo fiscal de Francia debe pesar, particularmente, sobre una u otra capa social. Al bloque nacional y al cartel de izquierdas les toca defender a su respectiva clientela. El bloque nacional se opone a que los nuevos tributos, reclamados por el servicio de la deuda francesa, sean pagados por los capitalistas. El cartel de izquierdas se resiste, a su vez, a que sean pagados por los pequeños propietarios y la clase trabajadora.
En los primeros años de la post-guerra, el gobierno del bloque nacional adormeció al pueblo francés con la categórica promesa de que la que pagaría los platos rotos de la guerra sería Alemania. La capacidad financiera de Alemania no fue absolutamente calculada. Klotz, ministro de finanzas de Clemenceau, estimó el monto de las reparaciones debidas por Alemania a los aliados en quince mil millones de libras esterlinas. Alemania, según Klotz, debía satisfacer esta indemnización y sus intereses en treinta y cuatro anualidades de mil millones. Francia recibiría quinientos cincuenta millones de libras anualmente.
Poco a poco, esta ilusión, contrastada por la realidad, tuvo que debilitarse. Pero, mientras conservó el poder, el bloque nacional reposaba, casi íntegramente, sobre el miraje de una pingüe indemnización alemana. Sus ministros saboteaban, por eso, todo intento de fijarla en una cifra razonable. El acuerdo de Francia con sus aliados sufría las consecuencias de este sabotaje. Francia se aislaba más cada día en Europa. Alemania no pagaba. Mas nada de esto parecía importarle al bloque nacional obstinado en su rígida fórmula: “Alemania pagará”.
Mientras tanto el pasivo fiscal de Francia crecía exorbitantemente. El Estado francés tenía que hacer frente a los gastos de la restauración de las zonas devastadas. Al lado del presupuesto ordinario existía un presupuesto extraordinario. El déficit fiscal se mantenía en cifras fantásticas. En 1919 ascendía a veinticuatro mil millones de francos; en 1920 a diecinueve mil millones; en 1921 a trece mil millones; en 1922 a once mil quinientos millones; en 1923 a ocho mil millones. Para cubrir este déficit, el Estado no podía hacer otra cosa que recurrir a su crédito interno. Las emisiones de empréstitos y de bonos del tesoro se sucedían. Las condiciones de estos empréstitos eran cada vez más onerosas. Había que ofrecer al capital y al ahorro elevados réditos. De otra suerte, resultaba imposible captarlos. Pero a este recurso no se podía apelar ilimitada e indefinidamente. La tesorería del Estado se veía obligada a suscribir obligaciones a corto plazo que muy pronto urgiría atender. Y, por otra parte, la absorción de una parte considerable del ahorro nacional por el déficit del fisco sustraía ese capital a las inversiones industriales y comerciales necesarias a la reconstrucción de la economía del país. El fisco drenaba imprudentemente las reservas públicas. La balanza comercial se presentaba también deficitaria. El desequilibrio amenazaba, en fin, la estabilidad del franco asaz desvalorizado ya.
En estas condiciones arribó el pueblo francés a las elecciones de mayo de 1924. Poincaré había jugado, sin fortuna, en la aventura del Ruhr, su última carta. A pesar de esta política de extorsión de Alemania, no habían empezado aún a ingresar al tesoro francés los quinientos cincuenta millones anuales de libras esterlinas anunciados para 1921 por la optimista previsión del ministro Klotz. El Ruhr producía una suma bastante más modesta. Alemania, en suma, no pagaba. Y no era, absolutamente, el caso de hablar de debilidad y de indecisión de la política de Francia. El piloto de la política francesa, Poincaré, había demostrado, con la ocupación del Ruhr, su energía guerrera y su temperamento marcial.
La mayoría del electorado, cansada de los fracasos de las derechas, se pronunció a favor del cartel de izquierdas. El programa del cartel le prometía: una política exterior que liquidase, con un criterio realista y práctico, el problema de las reparaciones; una política económica que, mediante un impuesto extraordinario al capital, obligase a las clases ricas a contribuir en proporción a sus recursos al saneamiento de las finanzas públicas; una política interior de inspiración republicana y democrática que asegurase al país un mínimo satisfactorio de paz social eliminando, en lo posible, las causas de descontento que empujaban a las masas hacia el comunismo.
El cartel de izquierdas obtuvo una fuerte mayoría parlamentaria. Pero en la composición de esta mayoría no consiguió una suficiente homogeneidad. Presintiendo el tramonto de la política de las derechas se había aliado oportunamente a las izquierdas una parte de la alta burguesía industrial y financiera. Briand, actor y cómplice en un tiempo de la política del bloque nacional, se había declarado de nuevo hombre de izquierdas desde que la fortuna de las derechas había empezado a declinar. Loucheur, representante máximo de la gran industria, se había trasladado también al cartel. El desplazamiento del poder de la derecha a la izquierda no había podido efectuarse sin un congruo desplazamiento de conspicuos y ágiles elementos oportunistas. El bloque de izquierdas no era, electoral ni parlamentariamente, un bloque compacto. Los radicales-socialistas y los socialistas constituían sus bases sustantivas; pero la política parlamentaria de estos núcleos, cuya coalición significaba ya un compromiso y una transacción, tenía además que hacer no pocas concesiones a los grupos más o menos alógenos de Briand y de Loucheur. La composición un tanto heteróclita de la mayoría se reflejó en la formación y en el espíritu del gabinete Herriot. Clementel, el ministro de finanzas, no participaba de la opinión de las izquierdas sobre el tributo extraordinario al capital. En la cámara, el ministerio tenía que tomar en cuenta la oposición de Loucheur al impuesto al capital y la resistencia de Briand al retiro de la embajada en el Vaticano. En el senado, la política de Herriot dependía del sector centrista que pugnaba por imponerle su tutela conservadora.
Herriot, en el gobierno, como he tenido alguna vez ocasión de remarcarlo, daba una sensación de interinidad. No parecía destinado a actuar el programa del cartel de izquierdas, sino, más bien, a preparar el terreno a este experimento. En remover del camino del cartel la cuestión de las reparaciones, la cuestión de la amnistía, la cuestión del reconocimiento de los soviets, etc., el ministerio Herriot usó y consumió su fuerza. No era posible que, con las exiguas energías que le quedaron después de cumplir estas fatigas, pretendiese remover también la cuestión financiera. Sobre esta cuestión los intereses en contraste están decididos a librar una obstinada batalla. Los financistas y los industriales, aliados de cartel, que aceptarían en materia económica la autoridad de Caillaux, no aceptan, en cambio, la autoridad de Herriot, más expuesto, a su juicio, a la influencia de la “demagogia socialista”. Herriot estaba condenado a ser batido en la primera escaramuza grave de la cuestión financiera.
Nadie puede sostener seriamente que Herriot sea responsable de la situación fiscal de Francia. En materia de responsabilidades financieras, Poincaré es, evidentemente, mucho más vulnerable. Herriot ha heredado la crisis actual de sus antecesores. No ha caído por haberla producido, sino por haber intentado resolverla. Su mayoría no se ha mostrado de acuerdo respecto a su aptitud para esta empresa. ¿Por qué Herriot no ha diferido por más tiempo una discusión en la cual tenía que ser forzosamente batido? Todos los incidentes de la caída de Herriot indican que esta discusión no podía ya ser diferida. El partido socialista urgía al ministerio a que empeñase la batalla. El Banco de Francia exigía la legalización del aumento de la moneda fiduciaria. Se estrechaban, en fin, día a día, los plazos de los vencimientos que el tesoro francés debe atender este año. Porque ahora el problema no es el desequilibrio del presupuesto. El déficit del año último no fue sino de dos mil quinientos millones de francos. Los ingresos y los egresos de 1925, por primera vez desde la guerra, se presentaron balanceados. El déficit de este año, según las previsiones del gobierno, será solo de treintaicuatro millones. La reconstrucción de los territorios liberados está casi terminada. La balanza del comercio exterior ha recobrado su equilibrio. Las exportaciones superan en mil trescientos millones a las importaciones. Ahora el problema son los vencimientos. Las obligaciones a corto plazo contraídas por los antecesores de Herriot comienzan a llamar a las ventanillas del tesoro. El monto de las obligaciones que se vencen en este año pasa de veintidós mil millones. Una parte de estas obligaciones podrá ser convertida; pero otra parte tendrá que ser saldada en moneda contante. El fisco necesita, de toda suerte, encontrar veintidós mil millones de francos. Y no concluirá aquí el problema. Los acreedores de la guerra y de la post-guerra continuarán por muchos años presentando sus cuentas y sus cupones. La deuda interna de Francia asciende a 277,870 millones de francos-papel. La deuda exterior de guerra, a cuya condonación tanto Estados Unidos como Inglaterra se manifiestan muy poco inclinados, suma 110,000 millones. En cuanto Francia comience el servicio de esta deuda, una nueva carga pesará sobre su tesoro. Francia tiene también deudores. Pero sus acreencias son menores y mucho menos realizables. A Francia le deben sus aliados o ex-aliados quince mil millones de francos; mas una parte de esta suma, prestada a Polonia, Tcheco-Slavia, Rumania, etc. a trueque de servicios políticos, no es fácilmente exigible. La acreencia más gruesa de Francia es la que el plan Dawes le reconoce en Alemania: 103.900 millones de francos-papel.
Estas cifras expresan, mejor que cualquier otra explicación, la gravedad de la situación financiera de Francia. El Estado francés se halla frente a un pasivo imponentemente mayor que su activo. La solución de este equilibrio podría ser dejada al porvenir, si una gran parte del pasivo no estuviese compuesta de obligaciones a plazo corto y perentorio. ¿Dónde encontrar el dinero o el crédito necesarios para afrontar estas obligaciones? El contribuyente francés paga demasiados tributos. Su resistencia está colmada. “Nous prendrons l’argent ou il est” -he ahí, expresada en una frase de Renaudel, la formula socialista. “Tomaremos el dinero donde se halle”. Bien. Pero el dinero no se decide a dejarse capturar. El dinero, que cuando persigue al socialismo se siente rabiosamente nacionalista, cuando es perseguido por el socialismo deviene en el acto internacionalista. La amenaza del cartel de izquierdas ha inducido a muchos capitalistas del más ortodoxo patriotismo a expatriar su capital. En la mayoría de los casos el dinero naturalmente no puede emigrar. Tiene que quedarse en el país donde por hábito o por interés o por patriotismo trabaja; pero entonces moviliza todos sus medios para defenderse de las amenazas de la “demagogia socialista”. Apenas el cartel de izquierdas ha bosquejado seriamente su intención de realizar, muy moderada y atenuadamente, el proyecto de cupo al capital, Loucheur ha insurgido contra su política y ha abierto la primera brecha en su mayoría.
¿Volverá entonces, más o menos pronto, el poder a las derechas? Los fautores de Poincaré y Millerand exultan demasiado temprano. Ni aún la conversión en masa de todos los elementos movedizos y fluctuantes, oportunísticamente plegados al cartel, podría dar a las derechas la mayoría indispensable para gobernar. ¿No se romperá, al menos, en estas crisis, la alianza de los socialistas y los radicales-socialistas? Es poco probable que los radicales-socialistas resuelvan suicidarse electoralmente. En una coalición con las derechas acabarían absorbidos y dominados. El abandono de su programa les haría perder, en beneficio de los socialistas, la mayor parte de su clientela electoral. Los dos principales grupos del cartel tienen por ende, que seguir coaligados. El experimento radical-socialista no ha concluido. Por el momento, ya hemos visto cómo el veto de los socialistas ha cerrado el paso a una combinación ministerial dirigida y presidida por Briand. Al partido socialista francés la colaboración en el cartel le ha hecho beber muchos amargos cálices. Pero este cáliz de un ministerio Briand le ha parecido, sin duda, amargo en demasía.
La solución de la crisis no marcará, probablemente, sino un intermezzo, en el episodio radical-socialista. Herriot ha caído antes de que Caillaux pueda sustituirlo. El político del Rubicón no ha tenido aún tiempo de reincorporarse en el parlamento. La interinidad, en suma, recomienza con otro nombre.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Millerand y las derechas

Las elecciones de mayo último liquidaron en Francia el bloque nacional. Briand, que desde su caída del gobierno empezó a virar a izquierda, se colocó en mayo al flanco de Herriot. Loucheur, ministro de Poincaré, se sintió también en mayo hombre de izquierda. Todo el sector más o menos intermedio, movedizo, fluctuante, del parlamento francés se apresuró a romper sus vínculos con el bloque nacional.
Por consiguiente, las derechas de la cámara francesa quedaron casi decapitadas. Poincaré maniobraba en el senado. Sobre él recaía, además, oficialmente, la responsabilidad de la derrota. Esto lo descalificaba un poco para conservar el comando del bloque conservador. Tardieu, el lugarteniente de Clemenceau, vencido en las elecciones, como el gordo y virulento León Daudet, después de una tensa jornada electoral, sufría taciturnamente su ostracismo del parlamento. Mr. Alexandre Millerand, arrojado de la presidencia de la república, por la nueva mayoría, resultaba el único condottiere disponible. Las derechas tuvieron que saludarlo y reconocerlo como su jefe.
Millerand, ex-socialista, ex-radical, ex-presidente de la república, acecha hoy, a la cabeza de sus eventuales mesnadas, la oportunidad de volver a ser algo, presidente del consejo de ministros, verbigracia. Por ahora se contenta con ser el leader convicto y confeso de la reacción. A nombre de un heterogéneo conglomerado, en el cual se confunden y combinan residuos del régimen feudal y elementos de la Tercera República, Millerand condena la política social-democrática y francmasona de Herriot y bloque de izquierdas.
Como Mussolini, Millerand procede de los rangos del socialismo. Pero el caso Millerand no se parece absolutamente al caso Mussolini. Mussolini fue un socialista incandescente; Millerand fue un socialista tibio. Entre ambos hombres hay diferencias de educación, de mentalidad y de temperamento. Mussolini [ni] tiene un alma exuberante, explosiva, efervescente; Millerand tiene un alma pacata, linfática, burguesa. Mussolini es un agitador; Millerand es un rábula. Mussolini militó en la extrema izquierda del socialismo; Millerand en su extrema derecha.
La trayectoria política de Millerand carece de oscilaciones violentas. Millerand debutó en el socialismo con prudencia y con mesura. No profesó nunca una fe revolucionaria. En 1893 figuró entre los diputados del polícromo socialismo de ese tiempo. Pertenecía al grupo de socialistas independientes. Su escenario, desde esa época, no era el comicio ni el agora. Era el parlamento o el periódico. Pronunció su máximo discurso en un banquete político. Un discurso en el cual, bajo un socialismo superficial y abstracto, [latía] un temperamento ministerial y parlamentario. A Millerand no se le puede clasificar, por tanto, entre los socialistas domesticados por el capitalismo. Millerand nació a la vida política perfectamente domesticado.
No representaba Millerand, a la manera de Jaurés, un socialismo idealista y democrático, reacio a la concepción marxista de la lucha de clases. Representaba únicamente un socialismo burocrático y oportunista. A través de Millerand, de Briand y de Viviani, la pequeña burguesía de la Tercera República realizaba un inocuo ejercicio de dillettantismo socialista.
En 1899, malgrado el veto de sus principales compañeros del socialismo, Millerand aceptó una cartera en el gabinete de Waldeck Rousseau. Los radicales franceses sentían la necesidad de teñirse un tanto de socialismo para encontrar apoyo en las masas. Inscribieron, por esto, en su programa, algunas reformas sociales. Y, como una garantía de su voluntad de actuarlas, solicitaron los servicios profesionales de un diputado socialista, en quien su perspicacia les permitía adivinar un candidato latente a un ministerio. No se equivocaban. Las masas concedieron un largo favor al gobierno de Waldeck Rousseau. La conducta de Millerand tuvo fautores dentro de las propias filas del socialismo. Se calificaba al gobierno radical de entonces como un gobierno de defensa republicana. Más o menos como se califica al gobierno radical-socialista de ahora. La participación de un socialista en el gobierno era explicada y justificada como una consecuencia de la lucha contra la reacción clerical y conservadora.
Pero vino el congreso de Ámsterdam de la Segunda Internacional. La tesis colaboracionista fue ahí debatida y rechazada. El movimiento socialista francés se orientó hacia una táctica intransigente. Se produjo la fusión de los varios grupos de filiación socialista. Nació el Partido Socialista (S. F. I. O.), síntesis del socialismo marxista de Jules Guesde y del socialismo idealista de Jean Jaurés. Todos los puentes teóricos y prácticos entre Millerand y el socialismo quedaron así cortados. Segregado de las filas de la revolución, Millerand fue definitivamente reabsorbido por las filas de la burguesía. Había paseado por el campo socialista con un pasaje de ida y vuelta. El socialismo no había sido para Millerand una pasión sino, más bien, una aventura.
Eliminado de la extrema izquierda, se mantuvo, durante algún tiempo, a una discreta distancia de la derecha. Conservó su condición de funcionario de la República. Siguió, formalmente, al servicio de su dama, la Democracia. El movimiento de traslación de Mr. Alexandre Millerand del sector revolucionario al sector reaccionario se cumplía lenta, gradual, pausadamente. La guerra consiguió acelerarlo.
La “unión sagrada” borró un poco los confines de los diversos partidos franceses. El estado de ánimo creado por la contienda favorecía la hegemonía espiritual de los grupos de derecha. A esta corriente reaccionaria no pudieron ser insensibles los políticos que ya habían empezado su aproximación a las ideas y los hombres del conservantismo. Millerand, por ejemplo, se consustanció totalmente con la derecha. La atmósfera tempestuosa de la post-guerra acabó su conversión.
Millerand desenvolvió, en la presidencia del consejo de ministros, la misma agresiva política reaccionaria de Clemenceau. Reprimió marcialmente la agitación obrera. Licenció a varios millares de ferroviarios. Trabajó por la disolución de la Confederación General del Trabajo. Armó a Polonia contra la Rusia sovietista. Reconoció al general Wrangel, vulgarísimo aventurero, instalado en Crimea, como gobernante de Rusia. Estas fueron las benemerencias que lo condujeron a la presidencia de la república. El bloque nacional encontró en Mr. Alexandre Millerand su hombre más representativo.
La presidencia de Millerand tenía, además, en la intención de algunos elementos de la derecha, un sentido más preciso. Millerand era un asertor de una tesis adversa a la ortodoxia parlamentaria de la Tercera República. Quería que se atribuyese al presidente de la república mayores poderes. Que se le permitiese ejercer una influencia activa en la política del Estado. Por tanto, Millerand resultaba singularmente indicado para una eventual ofensiva contra el régimen parlamentario y contra el sufragio universal. Las derechas no se hacían demasiadas ilusiones sobre su posición electoral. Sabían que el éxito de las elecciones tenía que serles contrario. El ejemplo fascista las animaba a pensar en la vía de la violencia. Los hombres de las derechas, sin exceptuar al propio Millerand según notorias acusaciones, tendían al golpe de Estado. Así lo denunciaba inequívocamente su lenguaje. Uno de los amigos más conspicuos de Millerand, Gustave Hervé, director de la “Victoire” escribía en el verano de 1923 al escritor italiano Curzio Suckert, teórico del fascismo, las siguientes líneas: “Yo soy en el fondo un fascista de izquierda. Y, en efecto, pensé en 1918 hacer en Francia, o mejor dicho intentar en Francia, lo que Mussolini ha actuado tan bien en Italia. Las polémicas de “L’Action Française” y el equívoco creado por esta nos obligaron a renunciar a nuestro plan, o por lo menos a aplazarlo y a sustituir un movimiento fascista con nuestro movimiento del bloque nacional, del cual he sido, creo, uno de los animadores y uno de los fundadores”.
El bloque de izquierdas, triunfador en las elecciones de mayo, no se conformó, por eso, con desalojar del poder a Poincaré y a sus colaboradores. Sintió el deber de echar, además, a Millerand, de la presidencia de la república. Herriot se negó a recibir de Millerand el encargo de organizar el ministerio. Boycoteado por la mayoría parlamentaria, Millerand se vio forzado a dimitir. En medio de una tempestad de invectivas y de clamores, se retiró del Elíseo. Quienes lo creían capaz de un gesto atrevido, tascaron malhumoradamente su agria desilusión.
Ahora, sin embargo, vuelven a rodear a Millerand. La reacción carece en Francia de hombres propios. Se abastece de conductores y de animadores entre los disidentes ancianos de la extrema izquierda o entre los viejos funcionarios de la Troisiéme République. La aserción de los derechos de la victoria está a cargo de un ex-antimilitarista, de un ex-internacionalista como Gustave Hervé. El caso no es único. También la defensa de los derechos de la catolicidad tiene uno de sus más ilustres y sustantivos corifeos en un literato de mentalidad pagana, anticristiana y atea como Charles Maurras y en un escritor de literatura pornográfica, inverecunda y obscena como León Daudet.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El ministerio de concentración republicana de Poincaré

El ministerio de concentración republicana de Poincaré

El drama del franco ha decidido a la burguesía francesa a reconciliarse. Este gabinete de concentración republicana que encabeza Poincaré se reduce, en último análisis, a un gabinete de concentración burguesa. Todos los cuerpos y todos los líderes burgueses de la cámara están ahí. El bélico Tardieu y el ambiguo Briand, el opaco Leygues y el pávido Painlevé, el anodino Barthou y el desventurado Herriot, han aceptado la jefatura de Poincaré en un ministerio que pretende tener el aire de un ministerio de unión sagrada. Fuera de este gabinete, solo están, a la derecha la minúscula patrulla monarquista y a la izquierda, algunos radicales-socialistas, los socialistas y los comunistas.

¿Qué ha pasado en el parlamento francés, dividido antes -sin contar las dos extremas, monarquista y comunista,- en dos campos, en dos coaliciones aparentemente inconciliables, el bloque nacional y el cartel de izquierdas?

La cámara nacida de las elecciones de 11 de Mayo es, materialmente, por su composición y su estructura, la misma que ahora preside Raoul Peret y que se dispone a acordar al hombre de la ocupación del Ruhr los votos de confianza que necesite su política de estabilización del franco. Pero, psicológica y espiritualmente, no es ya la Cámara que, encontrando insuficiente el licenciamiento del ministerio de Poincaré, reclamó y obtuvo en mayo de 1924 la renuncia de Millerand, presidente de la república. En dos años, de los más tormentosos de la política parlamentaria francesa, se ha cumplido, con éxito negativo, el experimento político propugnado por la mayoría del 11 de mayo. El cartel de izquierdas, vencedor en las elecciones, roído desde su nacimiento por un mal insidioso y congénito, se ha disgregado gradualmente en estos dos años. Desde mucho antes de la caída del primer gabinete Herriot, asistimos al proceso dramático de su disolución. El último gabinete Herriot ha sido una postrera tentativa por mantener aún a flote por algún tiempo la esperanza y la ficción de un gobierno de las izquierdas. Hoy, naufragada en pocas horas esta tentativa tímida y tardía, vemos a una parte del cartel reunida al antiguo bloque nacional, mientras la otra parte -el partido socialista- se siente de nuevo casi sola en la oposición.

El retorno de Poincaré representa simplemente un fracaso del reformismo. Pero no únicamente, -como querrán hacer creer los enemigos a ultranza de la idea socialista- un fracaso del reformismo socialista, sino también, y sobre todo, del reformismo burgués. El cartel de izquierdas -coalición de los partidos avanzados de la burguesía, radical-socialista y republicano-socialista, con el partido moderado de la clase obrera- era una fórmula reformista. Se combinaban y entendían en esta fórmula dos evolucionismos: el de la burguesía y el del proletariado. Ninguna crítica de buena fe podía identificar lealmente al cartel de izquierdas como una fórmula revolucionaria. Los comunistas franceses, antes y después del 11 de mayo, denunciaron incansablemente el verdadero carácter del cartel.

La quiebra de esta híbrida alianza no es, pues, una derrota de la revolución sino tan solo una derrota de la democracia. Con el cartel naufraga exclusivamente la reforma. Los excelentes y optimistas burgueses que, guiados por un risueño retor, se creyeron capaces el 11 de mayo de combatir a fondo por la democracia, contra su propia clase, regresan ahora, desilusionados y maltrechos, bajo la bandera equívoca de una concentración republicana, a la teoría y la práctica de la unión sagrada de la burguesía. El partido socialista, por su parte, -liquidado desastrosamente el experimento reformista,- vuelve a asumir, en el parlamento, su función de partido del proletariado.

No hay otra cosa sustancial en la solución de la última crisis ministerial francesa. El éxito personal de Poincaré es una cosa adjetiva. Si Herriot, Painlevé, etc., se han visto obligados a aceptar la dirección del “gran lorenés”, no es menos cierto que este, a su turno, se ha visto obligado a aceptar la colaboración de esos políticos que, en mayo de 1924, lo arrojaron estrepitosamente del poder, achacándole casi toda la responsabilidad de la situación de Francia en la post-guerra. El bloque nacional poincarista no puede suprimir definitivamente al radicalismo o, mejor dicho, al reformismo, sino a costa de digerirlo y asimilarlo.

De otro lado, es absurdo aguardar de Poincaré una obra de taumaturgo. El drama del franco comenzó al día siguiente de la victoria francesa. Poincaré cayó en mayo de 1924, precisamente por haberse mostrado impotente para resolverlo. Antes que los precarios ministerios que se han sucedido del 11 de mayo a la fecha, trató de reordenar las finanzas francesas un sólido ministerio del bloque nacional dirigido por Poincaré. Los resultados de su gestión son demasiado notorios.

Poincaré no tiene un programa propio de restauración del franco. Su programa toma en préstamo algo a todos los programas del parlamento. El “gran lorenés” no posee siquiera dotes de dictador. Crecido y formado en la atmósfera parlamentaria de la Tercera República, no puede romper con sus “inmortales” principios. Tiene la mentalidad y el espíritu de la pequeña burguesía francesa. Y es por esto que la pequeña burguesía lo adora.

Espíritu de clase media, impregnado de todos los prejuicios del parlamentarismo, Poincaré sabe muy bien que no es a él, en todo caso, a quien le tocará jugar en Francia el rol de dictador o condotiere. León Blum lo ha definido agudamente en una interview. “Poincaré, -ha dicho- ha menester de sentir en torno suyo el afecto y la devoción de los hombres. Para obtenerlos usa, en lo privado, la afabilidad y hasta la coquetería. Pero hay en él algo que detiene el impulso de los otros: una sequedad íntima, una meticulosidad excesiva y desconfiada, un amor propio siempre herido. Lo tiene a punto de que cuando toma una resolución, piensa en el artículo que escribirá Tardieu al día siguiente y de que su resolución es influenciada por este pensamiento. Hay en él algunos lados imprevistos. Así, por ejemplo, la fuerza física lo atrae. Una alta estatura lo impresiona, le da miedo. No busquéis en otra cosa la extraña influencia que ejerce sobre él Maginot. Su ascendiente es exactamente el mismo que el gigante Gastón Bonvalot ejercía sobre el pobre Lemaitre”. Blum completa su juicio, reconociendo a Poincaré grandes cualidades -orden, potencia intelectual y vasta cultura-, pero negándole el sentido de lo real, de la aplicación concreta, y declarando que sería admirable en el papel de segundo de un hombre de genio”.

El dinero, la burguesía, han dado a Poincaré, para el ministerio que acaba de constituir, un crédito de confianza. He ahí toda la clave de su ascensión al poder en traje de salvador de la patria.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Rusia vista por Herriot y de Monzie

Rusia vista por Herriot y de Monzie

Dos Libros.

Se predecía que Francia sería la última en reconocer de jure a lo Soviets. La historia no ha querido conformarse a esta predicción. Después de seis años de ausencia, Francia ha retornado, finalmente a Moscou. Su embajador, Mr. Herbette, acaba de instalarse en la capital de todas las Rusias y de los todos los Soviets. Hace más de un mes que Krassin y su séquito bolchevique funcionan en París en el antiguo palacio de la embajada zarista que, casi hasta la víspera de llegada de los representantes de la Rusia nueva, alojada a algunos emigrados y diplomáticos de la Rusia de los zares.

Francia ha liquidado y cancelado en pocos meses la política agresivamente anti-rusa de los gobiernos del bloque nacional. Estos gobiernos habían colocado a Francia a la cabeza de la reacción anti-sovietista. Clemenceau definió la posición de la burguesía francesa a los soviets en una frase histórica: "La cuestión entre los bolcheviques y nosotros es una cuestión de fuerza". El gobierno francés reafirmó, en diciembre de 1919, en un debate parlamentario, su intransigencia rígida, absoluta categórica. Francia no quería ni podía tratar ni discutir con los Soviets. Trabajaba, con todas sus fuerzas, por aplastarlos. Millerand continuó esta política. Polonia fue armada y dirigida por Francia en su guerra con Rusia. El sedicente gobierno del general Wrangel, aventurero asalariado que depredaba Crimea con sus turbias mesnadas, fue reconocido por Francia como gobierno de hecho de Rusia. Briand intentó en Cannes, en 1922, una mesurada rectificación de la política del bloque nacional respecto a los Soviets y de Alemania. Esta tentativa le costó la pérdida del poder. Poincaré, sucesor de Briand, saboteó en las conferencia de Génova y de la Haya toda inteligencia con el gobierno ruso. Y hasta el último día de su ministerio se negó a modificar su actitud. La posición teórica y práctica de Francia, había, sin embargo, mudado poco a poco. El gobierno de Poincaré no pretendía ya que Rusia abjurase su comunismo para obtener su readmisión en la sociedad europea. Convenía en que los rusos tenían derecho para darse el gobierno que mejor les pareciese. Solo se mostraba intransigente en cuanto a las deudas rusas. Exigía, a este respecto, una capitulación plena de los soviets. Mientras esta capitulación no viniese, Rusia debía seguir excluida, ignorada, segregada de Europa y de la civilización occidental. Pero Europa no podía prescindir indefinidamente de la cooperación de un pueblo de ciento treinta millones de habitantes dueño de un territorio de inmensos recursos agrícolas y mineros. Los peritos de la política de reconstrucción europea demostraban cotidianamente la necesidad de reincorporar a Rusia en Europa. Y los estadistas europeos menos sospechosos de ruso-filia aceptaban gradualmente, esta tesis. Eduardo Benés, ministro de negocios extranjeros de Checoslovaquia, notoriamente situado bajo la influencia francesa, declaraba, a la cámara checo-eslava: "Sin Rusia, una política y una paz europeas no son posibles". Inglaterra, Italia y otras potencias concluían por reconocer de jure el gobierno de los Soviets. Y el móvil de esta actitud no era por cierto, un sentimiento filo bolchevista. Coincidían en la misma actitud el laborismo inglés y el fascismo italiano. Y si los laboristas tienen parentesco ideológico con los bolcheviques, los fascistas, en cambio, aparecen en la historia contemporánea como los representantes característicos del anti-bolchevismo. A Europa no la empujaba hacia Rusia sino la urgencia de readquirir marcados indispensables para el funcionamiento normal de la economía europea. A Francia sus intereses le aconsejaban no sustraerse a este movimiento. Todas las razones de la política de bloqueo de Rusia habían prescrito. Esta política no podía conducir al aislamiento de Rusia sino, mas bien, al aislamiento de Francia.

Propugnadores eficaces de esta tesis han sido Herriot, actual jefe del gobierno francés, y De Monzie, leader de los senadores radicales. Herriot desde 1922 y De Manzie desde 1923 emprendieron una enérgica y vigorosa campaña por modificar la opinión de la burguesía y la pequeña burguesía francesas respecto a la cuestión rusa. Ambos visitaron Rusia, interrogaron a sus hombres, estudiaron su régimen. Vieron con sus propios ojos la nueva vida rusa. Constataron, personalmente, la estabilidad y la fuerza del régimen emergido de la revolución. Herriot ha reunido en un libro, "La Rusia nueva", las impresiones de su visita. De Monzie ha juntado en otro libro, "Del Kremlin al Luxemburgo", con las notas de su viaje, todas las piezas de su campaña por un acuerdo franco-ruso.

Estos libros son dos documentos sustantivos de la nueva política de Francia frente a los Soviets. Y son también dos testimonios burgueses de la rectitud y la grandeza de los hombres y las ideas de la difamada revolución. Ni Herriot, ni De Monzie aceptan, por supuesto, la doctrina comunista. La juzgan desde sus puntos de vista burgueses y franceses. Ortodoxamente fieles a la democracia burguesa, se guardan de incurrir en la más leve herejía. Pero, honestamente, reconocen la vitalidad de los soviets y la capacidad de los leaders sovietistas. No proponen todavía en sus libros, a pesar de estas constataciones, el reconocimiento inmediato y completo de los Soviets. Herriot, cuando escribía las conclusiones de su libro, no pedía sino que Francia se hiciese representar en Moscou: "No se trata absolutamente decía de abordar el famoso problema del reconocimiento de jure que seguirá reservado". De Monzie, más prudente mesurado aún, en sus discurso de abril en el senado francés, declaraba, pocos días antes de las elecciones destinadas a arrojar del poder a Poincaré, que el reconocimiento de jure de los Soviets no debía proceder al arreglo de la cuestión de las deudas rusas. Proposiciones que, en poco tiempo, han resultado demasiado tímidas e insuficientes. Herriot, en el poder, no solo ha abordado el famoso problema de reconocimiento de jure: los ha resuelto. De Monzie ha sido uno de los colaboradores de esta solución.

Hay en el libro de Herriot mayor comprensión histórica que en el libro de De Monzie. Herriot considera el fenómeno ruso con un espíritu más liberal. En las observaciones de De Monzie se constata, a cada rato, la técnica y la mentalidad del abogado que no puede prescribir de sus hábitos el gusto de chicanear un poco. Revelan, además, una exagerada aprensión de llegar a conclusiones demasiado optimistas. De Monzie confiesa su "temor exasperado de que se le impute haber visto de color de rosa la Rusia roja". Y, ocupándose de la justicia bolchevique, hace constar que describiéndola "no ha omitido ningún trazo de sombra". El lenguaje de De Monzie es el de un jurista; el lenguaje de Herriot es, más bien, el de un rector de la democracia saturado de la ideología de la revolución francesa.

Herriot explora, rápidamente, la historia rusa. Encuentra imposible comprender la revolución bolchevique sin conocer previamente sus raíces espirituales e ideológicas. “Un hecho tan violento como la revolución rusa —escribe— supone una larga serie de acciones anteriores. No es, a los ojos del historiador, sino una consecuencia”. En la historia de Rusia sobre todo en la historia del pensamiento ruso, descubre Herriot claramente las causas de la revolución. Nada de arbitrario, nada de anti-histórico, nada de romántico ni artificial en este acontecimiento. La revolución rusa, según Herriot, ha sido "una conclusión y una resultante". ¡Qué lejos está el pensamiento de Herriot de la tesis grosera y estúpidamente simplista que calificaba el bolchevismo como una trágica y siniestra empresa semita, conducida por una banda de asalariados de Alemania, nutrida de rencores y pasiones disolventes, sostenida por una guardia mercenaria de lansquenetes chinos! "Todos los servicios de la administración rusa —afirma Herriot– funcionan, en cuanto a los jefes, honestamente. ¿Se puede decir lo mismo de muchas democracias occidentales? Herriot no cree, como es natural en su caso, que la revolución pueda seguir una vida marxista. ‘‘Fijo todavía en su forma política, el régimen sovietista a evolucionado ya ampliamente en el orden económico bajo la presión de esta fuerza invencible y permanente: la vida”. Busca Herriot las pruebas de su aserción en las modalidades y consecuencias de la nueva política económica rusa. Las concesiones hechas por los soviets a la iniciativa y al capital privados, en el comercio, la industria y la agricultura, son anotadas por Herriot con complacencia. La justicia bolchevique en cambio le disgusta. No repara Herriot en que se trata de una justicia revolucionaria. A una revolución no se le puede pedir tribunales ni códigos modelos. La revolución formula los principios de un nuevo derecho; pero no codifica la técnica de su aplicación. Herriot además no puede explicarse ni este ni otros aspectos del bolchevismo. Como él mismo agudamente lo comprende, la lógica francesa pierde en Rusia sus derechos. Más interesantes son las páginas en que su objetividad no encalla en tal escollo. En estas páginas Herriot cuenta sus conversaciones con Kamenef, Trotsky, Krassin, Rykoff, Djerzinski, et. En Djerzinski reconoce un Saint Just eslavo. No tiene inconveniente en comparar al jefe de la Checa, al ministro del interior de la revolución rusa con el célebre personaje de la Convención francesa. En este hombre, de quien la burguesía occidental nos ha ofrecido tantas veces la más sombría imagen, Herriot encuentra un aire de asceta una figura de icono. Trabaja en un gabinete austero, sin calefacción, cuyo acceso no defiende ningún soldado. El ejército rojo impresiona favorablemente a Herriot. No es ya un enorme ejército de seis millones de soldados como en los días críticos de la contra revolución. Es un ejército de menos de ochocientos mil soldados, número modesto para un país tan vasto tan acechado. Y nada más extraño a su ánimo que el sentimiento imperialista y conquistador que frecuentemente se le atribuye. Remarca Herriot una disciplina perfecta, una moral excelente. Y observa, sobre todo, un gran entusiasmo por la instrucción, una gran sed de cultura. La revolución afirma en el cuartel su culto por la ciencia. En el cuartel Herriot advierte profusión de libros y periódicos; ve un pequeño museo de historia natural, cuadros de anatomía halla a los soldados inclinados sobre sus libros. “Malgrado la distancia jerárquica en todo observado —agrega— se siente circular una sincera fraternidad. Así concebido el cuartel se convierte en un medio social de primera importancia. El ejército rojo es, precisamente, una de las creaciones más originales y más fuertes de la joven revolución”. Estudia Herriot las fuerzas económicas de Rusia. Luego se ocupa de sus fuerzas morales. Expone, sumariamente, la obra de Lunatcharsky. “En su modesto gabinete de trabajo del Kremlin, más desnudo que la celda de un monje, Lunatcharsky, gran maestro de la universidad sovietista", explica a Herriot el estado actual de la enseñanza y de la cultura en la Rusia nueva. Herriot describe su visita a una pinacoteca “Ningún cuadro, ningún, mueble de arte ha sufrido, a causa de la Revolución. Esta colección de pintura moderna rusa se ha acrecentado, más bien, en los últimos años”. Constata Herriot los éxitos de la política de los soviets en el Asia, que “presenta a Rusia como la gran libertadora de los pueblos del Oriente”. La conclusión esencial del libro es esta: “La vieja Rusia ha muerto, muerto para siempre. Brutal pero lógica, violenta más consciente de su fin se ha producido una Revolución, hecha de rencores, de sufrimientos, de colleras desde hacía largo tiempo, acumuladas”.

De Monzie empieza por demostrar que Rusia no es ya el país bloqueado, ignorado aislado de hace algunos años. Rusia recibe todos los días ilustres visitas. Norte-América es una de las naciones que demuestra más interés por explorarla y estudiarla. El elenco de huéspedes norte-americanos de los últimos tiempos es interesante; el profesor Johnson, el ex-gobernador Goodrich, Meyer Blonfield, los senadores Wheeler, Brookhart, Wiliam King, Edin Ladde, los obispos Blake y Nuelsen, el ex-ministro del interior Sécy Fall, el diputado Frear, Jhon Sinclar, el hijo de Rossevelt, Irving Bush, Doge y Dellin de la Standard Oil. El cuerpo diplomático residente en
Moscou es numeroso. La posición de Rusia en el Oriente se consolida, día a día. Sun Yat Sen es uno de los mejores amigos de los Soviets. Chang So Lin tiene también un embajador en Moscou. De Monzie entra, enseguida, a examinar las manifestaciones del resurgimiento ruso. Teme a veces, engañarse; pero, confrontando sus impresiones con las de los otros visitantes, se ratifica en su juicio. El. representante de la Compañía General Transatlántica, Maurice Longue, piensa como De Monzie. “La resurrección nacional de Rusia es un hecho, su renacimiento económico es otro hecho y su deseo de reintegrarse en la civilización occidental es innegable”. De Monzie reconoce también a Lunatcharsky el mérito de haber salvado, los tesoros del arte ruso, en particular del arte religioso. “Jamás una revolución —declara— fue tan respetuosa, de los monumentos”. La leyenda de la dictadura le parece a De Monzie muy exagerada. “Si no hay en Moscou control parlamentario, mi libre opinión para suplir este control, ni sufragio, universal, ni nada equivalente al referéndum suizo, no es menos cierto que el sistema no inviste absolutamente de plenos poderes a los comisarios del pueblo u otros dignatarios de la República”. Lenin, ciertamente, hizo figura de dictador; pero “nunca un dictador se manifestó más preocupado de no serlo, de no hablar en su propio nombre, de sugerir en vez de ordenar”. El senador francés equipara, Lenin con Cromwell. “Semejanzas entre los dos jefes —exclama— parentesco, entre las dos revoluciones. Su crítica de la política francesa frente
a Rusia es robusta. L a confronta y compara con la política inglesa. Halla en la historia un antecedente de ambas políticas. Recuerda la actitud de Inglaterra y de Francia, ante la revolución americana. Canning interpretó entonces el tradicional buen sentido político de los ingleses. Inglaterra se apresuró a reconocer las repúblicas revolucionarias de América y a comerciar con ellas. El gobierno francés, en tanto, miró hostilmente las nuevas repúblicas hispano-americanas y usó este lenguaje: “Si Europa es obligada a reconocer los gobiernos de hecho de América, toda su política debe tender a hacer nacer monarquías en el nuevo mundo, en lugar de esas repúblicas revolucionarias que nos enviarán sus principios con los productos de su suelo”. La reacción francesa soñaba con enviarnos uno o dos príncipes desocupados. Inglaterra se preocupaba de trocar sus mercaderías con nuestros productos y nuestro oro. La Francia republicana de Clemenceau y Poincaré había heredado indudablemente, la política de la Francia monárquica del vizconde Chateaubriand.

Los libros De Monzie y Herriot son dos sólidas e implicables requisitorias contra esa política francesa, obstinada en renacer, no obstante su derrota de mayo. Y son al mismo tiempo, dos documentados y sagaces fallos de la burguesía intelectual sobre la revolución bolchevique.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Herriot y el bloc de izquierdas

Este año inaugura un período de política social-democrática. Vuelven al poder, después de un largo exilio, radicales y radicaloides de todos los tintes. La marea reaccionaria declina en toda Europa. En los tres mayores países de Europa occidental -Inglaterra, Alemania y Francia- dominan hombres y tendencias liberales. La burguesía no ha encontrado en el experimento fascista, en la praxis conservadora, la solución de sus problemas. En cambio, se ha cansado de la difícil postura guerrera a que se ha sentido obligada. Torna, por eso, de buena gana, a una posición centrista, oportunista y democrática. La vieja democracia, más o menos guarnecida de socialismo, desaloja del poder a la reacción y sus tartarines. Sobreviven aún las dictaduras de Mussolini y Primo de Rivera, pero una y otra están también condenadas a una próxima caída.

El método reaccionario prevaleció a continuación de una agresiva y tumultuosa ofensiva revolucionaria. Se impuso a la turbada consciencia de Europa en una hora de miedo y desconcierto. El ensayo ha sido breve. Los capitanes de la reacción no han sabido restaurar el orden viejo ni reorganizar la economía capitalista. Han agravado, al contrario, la crisis. Hoy la burguesía, desencantada de las tundentes armas reaccionarias, desiste poco a poco de su empleo. Al mismo tiempo renace en la pequeña y media burguesía la decaída fe democrática.

La ascensión de Herriot y del bloc de izquierdas al gobierno de Francia forma parte de este extenso fenómeno político. El éxito de las elecciones de mayo estaba previsto. Era evidente un nuevo orientamiento de la mayoría de la opinión francesa. Curada parcialmente de la intoxicación y las ilusiones de la victoria esa mayoría de pequeños burgueses deseaba la organización de un gobierno ponderado y razonable. El programa de Herriot merecía, por ende, su adhesión y su confianza. Herriot era además, para una parte de las masas electoras, un leader nuevo, un estadista no probado ni usado aún en el gobierno, contra quien no existía, por consiguiente, prejuicio ninguno.

La pequeña burguesía francesa espera de Herriot -pequeño burgués típico- una administración discreta y práctica que disminuya las cargas del contribuyente, que modere los gastos militares, que obtenga de Alemania garantías y pagos seguros y que reconcilie a Francia con Rusia y salve los ahorros franceses invertidos en empréstitos rusos. Se pide a Herriot una administración prudente que se guarde de las aventuras marciales de Poincaré, aunque se engalane, en cambio, de algunos ideales generosos e inocuos.
Con Herriot se ha operado en la escena política francesa un vasto cambio de decoración, de actores y de argumento. El gobierno [del alcalde de Lyon es, en verdad, renacimiento de la Francia radical y laica de Waldeck-Rousseau, de Combes y de Caillaux. La actualidad francesa ofrece diversas señales de tal mudanza. Mientras de un lado se constata una disminución de la retórica chauvinista, de otro lado se ve a Herriot inaugurar, lleno de respeto, el monumento a Zola. El Eliseo suspende de nuevo sus relaciones con el Vaticano reanudadas por el bloc nacional después de la guerra]. Se reclama el traslado de los restos del tribuno socialista Jaurés, víctima de una bala reaccionaria, al panteón de los grandes hombres. Y, sobre todo, Francia rectifica su actitud ante Alemania y concede una adhesión real y fervorosa a la Sociedad de las Naciones, en la cual desea colaborar con los pueblos vencidos y con la república bolchevique.

El programa del leader del bloc de izquierdas hace, ciertamente, muchas concesiones al nacionalismo poincarista. Con este motivo, una parte de la opinión internacional ha creído ver en Herriot casi un continuador de la política del bloc nacional frente a Alemania. Pero esto no es exacto. El gobierno del bloc de izquierdas, por su mentalidad y su composición, no puede abandonar súbitamente ninguna de las reivindicaciones esenciales de Poincaré. Más aún, depende en mucho de los mismos prejuicios y compromisos que el conservadorismo. Y tiene que acomodar sus movimientos a su situación en las cámaras. Las bases parlamentarias del ministerio de Herriot no son muy anchas ni homogéneas. El bloc nacional tiene todavía una numerosa representación parlamentaria en la cámara de diputados; en el Senado persiste un humor chauvinista. Herriot necesita, tanto en las cuestiones internas como en las externas, graduar su radicalismo a la temperatura parlamentaria. Finalmente, no puede olvidar que la plutocracia es dueña de una poderosa prensa experta en el arte de impresionar y excitar a la opinión pública.

Pero, con todo, los fines de Herriot son fundamentalmente distintos de los de Poincaré y las derechas. Herriot aspira lealmente a una cooperación, a una inteligencia franco-alemana. Poincaré, en cambio, se proponía la expoliación y la opresión sistemáticas de Alemania. Recientemente, en una conversación con el escritor Norman Angell, publicada en la revista “The New Leader”, Herriot ha anunciado categóricamente y explícitamente su intención de asociar a Alemania a un amplio pacto de garantía y asistencia que asegure la paz europea.

Ante Rusia, la posición de Herriot es análoga. Herriot es autor de un honrado libro, “La Russie Nouvelle”, en el cual ha reunido las impresiones de su visita de hace dos años a la república de los soviets. Este libro -que es uno de los testimonios burgueses de la solidez y la probidad del régimen bolchevique y de su obra- se preocupa de demostrar la necesidad económica francesa de comerciar con Rusia. Contiene también algunas opiniones sobre el comunismo, al cual se opone Herriot no desde puntos de vista técnicos como Caillaux, sino, más bien, desde puntos de vista filosóficos. Su condición de buen francés, ortodoxamente patriota, lo induce a preferir Jaurés a Marx. Y su condición de hombre de letras, nutrido de clasicismo, lo lleva a preferir el comunismo de Platón al comunismo marxista.

La política democrática, la política de la reforma y del compromiso, está así puesta a prueba en Francia y en otros países de Europa. Cuenta con la adhesión de un extenso y activo sector social. Su porvenir, sin embargo, aparece muy incierto y oscuro. Este método de gobierno vive de transacciones y compromisos con dos bandos inconciliables. Sufre los asaltos y las presiones de los reaccionarios y de los revolucionarios. Los ministerios de Herriot, de Mac Donald y de Marx deben guardar un difícil y angustioso equilibrio parlamentario. En cualquier instante, un paso atrevido, una actitud aventurada, pueden causar su caída. Esta situación constriñe a los leaders democráticos a abstenerse de una política verdaderamente propia. Les toca, en realidad, actuar la política que les consienten los altos intereses financieros e industriales. Los resultados de la conferencia de Londres no son debidos estrictamente al pacifismo de Mac Donald y Herriot. Han sido posibles por su concomitancia con urgentes necesidades y propósitos de la finanza y la industria. El pacifismo y la democracia prosperan actualmente porque el capitalismo ha menester de la cooperación internacional. La teoría y la práctica nacionalistas aíslan medioevalmente a los pueblos, contrariamente a lo que conviene a la expansión y a la circulación del capital.

Cuando Herriot supone actuar su propia política, realiza, en verdad, la del capital financiero anglo-franco-americano. El plan Dawes, por ejemplo, no es formalmente siquiera una concepción de políticos. Lo han elaborado directamente banqueros y negociantes. A los políticos no les ha sido acordada sino la función de adoptar sus conclusiones. La democracia, sin el estruendo ni la brutalidad de la reacción, continúa haciendo, en suma, la política de la clase capitalista. No es exagerada, por consiguiente, la previsión de que acabará por desacreditarse totalmente a los ojos de la clase proletaria. A la pacificación social no podría llegarse, democráticamente, sino a través de una colaboración verdadera. Y, como dice Mussolini, que ama las frases lapallissianas, “per la colaborazione bisogna essere in due”.

Herriot, naturalmente, trata de servir sus propios fines democráticos mediante estos compromisos y transacciones. Sus palabras son, generalmente, las de un político de criterio y método realistas. A Normann Angell le ha dicho entre otras cosas: “Un pacifismo simplemente abstracto no basta”. Los argumentos que ha usado en su campaña eleccionaria han sido idénticamente los de un hombre práctico y, por tanto, los más apropiados para ganarse el favor de los electores prudentes y utilitarios. Hombre del pueblo, hay que creerle provisto del tradicional buen sentido popular. Sus ideales mismos no lo embarazan nunca demasiado. Son los ideales cautos y modestos de un pequeño-burgués. Herriot quiere sentirse a igual distancia de la reacción y de la revolución. Es, a la manera pre-bélica, un enamorado y un fautor sincero del progreso, de la democracia, de la civilización y de los “inmortales principios” de la Revolución francesa. Teme los saltos violentos y las transiciones rápidas y no tiene el gusto de la aventura ni del peligro.
Todo en Herriot rebosa “bon sens”. Mas es el caso que el buen sentido no basta en estos tiempos. Se trata, según todos los síntomas, de tiempos de excepción que reclaman hombres de excepción. Herriot es tu hombre de talento, pero de un talento un poco provinciano y pasado de moda. Spengler diría tal vez de Herriot que no es hombre de la Urbe sino el hombre de la Ciudad. En efecto, Herriot no tiene el temperamento complejo de la Urbe. Su cara gorda, redonda y risueña es más la del Alcalde de Lyon que la de un primer ministro de la Francia contemporánea. Es la cara de un ciudadano liberal, pacifista, obeso y republicano. ¿Estas simples, honestas y simpáticas condiciones, serán suficientes para reorganizar una nación y un continente cuyo destino ha arrancado a Caillaux una interrogación tan angustiada y dramática?

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La nueva Rusia y los emigrados

La nueva Rusia y los emigrados

Hace tres años que Herriot, de regreso de una visita a los soviets, certificó en su libro "La Russie Nouvelle”, el deceso de la vieja Rusia zarista. “La vieja Rusia ha muerto para siempre”, declaró Herriot categórica y rotundamente. Su testimonio no era recusable ni sospechoso para la familia demócrata. Provenía de uno de sus más voluminosos y autorizados líderes. Próximo al gobierno, cauto y ponderado por temperamento, no podía suponerse a Herriot capaz de una aserción imprudente respecto a Rusia.

En el discurso de estos tres años la Rusia nueva ha seguido creciendo. Después del de Herriot, otros testimonios burgueses han confirmado su vitalidad.

Para reanimar su decaída campaña de prensa contra los soviets, la plutocracia francesa ha recurrido a un novelista y polemista, el señor Henri Beraud. Los novelistas no tienen ordinariamente más imaginación que los políticos. Pero, aunque parezca imposible, tienen casi siempre menos escrúpulos. El señor Beraud, digno espécimen de una categoría venal y arribista, lo ha demostrado con un libro mendaz sobre Rusia, en cuya capital el obeso autor del “Martyr de l’Obese” ha pasado unos pocos días que le han parecido suficientes para fallar inapelablemente sobre la gran revolución.

Pero el propio libro del señor Beraud -a cuyo testimonio amoral podemos oponer el honesto testimonio de Julio Álvarez del Vayo- no se atreve a negar la nueva Rusia. (No se propone sino deformarla y difamarla). Y, por supuesto, menos aún se atreve a creer en la supervivencia o en la resurrección de la vieja Rusia de los grandes duques.

Los únicos seres que osan, a este respecto, negar la evidencia, son los “emigrados” rusos. Claro está, que todos no. La mayoría se ha resignado, finalmente, con su derrota. La sabe definitiva desde hace mucho tiempo. Es una minoría de políticos desalojados y licenciados la que, inocua y dispersamente, protesta todavía contra el régimen establecido por la revolución de octubre.

Esta minoría se fracciona en diversas corrientes y obedece a distintos caudillos. El frente anti-bolchevique es abigarradamente pluricolor y heteróclito. Se compone de zaristas ortodoxos, liberales monárquicos, demócratas constitucionales o “cadetes”, mencheviques, socialistas revolucionarios, anarquistas, etc. Agrupadas estas facciones según sus afinidades teóricas, la oposición resulta dividida en tres tendencias: una tendencia que aspira a la restauración del zarismo, una tendencia que sueña con una monarquía constitucional y una tendencia que propugna una república más o menos social-democrática.

La más desvaída y gastada de estas fuerzas, la monárquica, es la que ha adunado recientemente en París a sus corifeos. Sus deliberaciones no tienen ninguna trascendencia. El mismo lenguaje tartarinesco de este congreso de mayordomos y tinterillos de los primos y tíos del último zar, carece absolutamente de novedad. Los residuos del zarismo se han reunido muchas veces en análogas asambleas para discurrir bizarramente sobre los destinos de Rusia. La amenaza de una expedición decisiva contra los soviets ha sido pronunciada con idéntico énfasis desde muchos otros escenarios.

Los “emigrados” no logran engañarse, seguramente, a sí mismos. No es probable que logren engañar tampoco a los banqueros de New York que, según sus planes, deben financiar la campaña. El pobre gran duque Nicolás que anuncia su intención de marchar marcialmente a Rusia, no ha tenido ánimo para marchar burguesamente a Paris a asistir a la asamblea. El cable dice que corría el peligro de ser asesinado por los agentes del bolchevismo. Pero el bolchevismo no tiene probablemente interés en suprimir a un personaje tan inofensivo y estólido.

Los soberanos y los banqueros de Occidente, que han armado contra los soviets en el período 1918-1923 una serie de expediciones, conocen demasiado a esta gente. Conocen, sobre todo, su incapacidad y su impotencia. Se dan cuenta clara de que lo que los ejércitos de Denikin, Judenitch, Kolchak, Wrangel, Polonia, etc., bien abastecidos de armas y de dinero, no pudieron conseguir en días más propicios, menos todavía puede conseguirlo ahora un ejército del gran duque Nicolás.

El caso Boris Savinkov esclarece muy bien el drama de los emigrados. (De los únicos emigrados que es dable tomar en cuenta), Savinkov, ministro del gobierno de Kerensky, socialista revolucionario, con una larga foja de servicios de conspirador y terrorista, fue el adversario más frenético y encarnizado de los soviets. Desde la primera hora luchó sin tregua contra el bolchevismo. Participó en todas las conspiraciones y todos los complots anti-sovietistas. Organizó atentados contra los jefes del régimen. Colaboró con monarquistas y extranjeros. Pero en estas campañas y fracasos acumuló una dolorosa experiencia. Y, después de obstinarse mil veces en su rencor rabioso contra los soviets, acabó por reconocer que estos representaban realmente los dos ideales de su larga vida de conspirador: la Revolución y la Patria. Temerario, intrépido, Boris Savinkov no se contentó con una constatación melancólica de su error. Quiso repararlo heroicamente. Y se presentó en Rusia. Sabía que en Rusia no podía encontrar sino la muerte. Mas su destino lo empujaba implacablemente.

El proceso de Savinkov es uno de los episodios más emocionantes y dramáticos de la revolución. El jefe terrorista, el líder revolucionario, confesó a sus jueces todas sus responsabilidades. Pero reivindicó su derecho a renegar su error, a abjurar su herejía: “Ante el tribunal proletario de los representantes del pueblo ruso -dijo- yo declaro que me equivocaba. Yo reconozco el poder de los soviets. Yo digo a todos los emigrados: el que ame al pueblo ruso debe reconocer su gobierno. Esta declaración me es más penosa de lo que me será vuestro veredicto. He comprendido que el pueblo está con vosotros no ahora, cuando los fusiles me apuntan, sino hace un año, en París. Espero una condena a muerte. No demando piedad. Vuestra conciencia revolucionaria os recordará que fui revolucionario”. El tribunal condenó a muerte a Savinkov, pero gestionó, enseguida, la conmutación de la pena. El gobierno la conmutó por diez años de reclusión. Luego, convencido de la sinceridad de la conversión de su adversario, le acordó el indulto. Mas a Savinkov esto no le bastaba. Su vida de revolucionario incansable se resistía a concluir pasiva y oscuramente en la inacción. Savinkov se había sentido siempre nacido para servir a la revolución social. Si la revolución lo repudiaba, ¿para qué quería su perdón? La amnistía, el olvido, eran un castigo peor que la muerte. Demasiado impetuoso, demasiado impaciente para esperar silencioso o inerte, Boris Savinkov se suicidó en la cárcel.

La vida romancesca y tormentosa de este personaje compendia y resume el drama de la contra-revolución. Las bufas balandronadas de los grandes duques son solo su anécdota cómica.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El gabinete Briand [Incompleto]

(...) do a negar sus votos en el parlamento a algunos actos del gabinete.
Con Briand en la presidencia del consejo esta crisis tiene que entrar en una fase aguda. El partido socialista francés no conserva muchos escrúpulos clasistas. Pero, al menos en sus masas, subsiste todavía la tendencia a tratar y a mirar a Briand como un renegado. Briand en la presidencia del consejo indica además un desplazamiento del eje del poder. Por muy grande que sea su destreza parlamentaria, Briand no conseguirá que su política resulte aceptable para el socialismo.
El actual gabinete tiene así toda la traza de una solución provisoria. El pacto de Locarno ha ayudado a Briand a subir a la presidencia del consejo. Pero, firmado el pacto, el gobierno francés se encontrará de nuevo frente a su tremendo problema financiero. Y es justamente este problema el que domina la situación política de Francia. Es este problema el que determina la posición de cada partido. Si los radicales-socialistas abandonan su programa, perderán irremediablemente a la mayor parte de su electorado pequeño burgués. Las derechas y el centro pretenden que el peso de las deudas de Francia no caiga sobre las clases ricas. Las clases pobres exigen a sus partidos, por su parte, una defensa eficaz y enérgica. El socialismo propugna la fórmula del impuesto al capital. Los radicales-socialistas se han visto obligados a admitirla y sancionarla también en su último congreso. Mas no va a ser ciertamente un ministerio con Briand en la presidencia y Loucheur en la cartera de finanzas el que la aplique.
A los socialistas les habría gustado un ministerio presidido por Herriot. El líder radical-socialista goza de la confianza de los parlamentarios de la S. F. I. O. Pero, precisamente, por culpa de los socialistas no ha vuelto Herriot al poder. Herriot no se contentaba con el apoyo parlamentario de los socialistas. Quería su cooperación dentro del ministerio. Y, a pesar de la risa de algunos parlamentarios socialistas como Vincent Auriol o Paul Boncour por ocupar un sillón ministerial, el partido socialista no ha considerado aún posible su participación directa en el gobierno. Están todavía muy próximos los votos de castidad del último congreso de la S. F. I. O. Hace solo cuatro meses León Blum se ratificó en ese congreso en su posición categóricamente adversa a una colaboración de tal género. La fracción colaboracionista se presentó en el congreso engrosada por el voluminoso Renaudel y sus secuaces. Pero, diplomática y sagazmente, Blum salió una vez más victorioso. Supo aplacar, al mismo tiempo, a la derecha y a la izquierda de su partido. A la derecha con la promesa de que, absteniéndose de una participación prematura, el socialismo acaparará finalmente todo el poder. A la izquierda, con la garantía de que el socialismo no comprometerá su tradición ni su programa en una cooperación demasiado ostensible con plutócratas como Loucheur y políticos como Briand.
La crisis, pues, subsiste. No es una crisis de gobierno. Es una crisis de régimen. No cabe la esperanza de una solución electoral. Las crisis de régimen no se resuelven jamás electoralmente. Las elecciones no darían ni a las derechas ni a las izquierdas una mayoría todopoderosa. Una mayoría, cualquiera que sea, no puede ser, de otro lado, ganada por un partido sino por una coalición. El partido socialista, completamente incorporado en la democracia, volvería en las elecciones a constituir el núcleo de una coalición de izquierdas. Y esta coalición dispondría siempre de fuerzas suficientes, sino para asumir el gobierno, al menos para impedir que gobierne, verdadera y plenamente, una coalición adversaria. En suma, los términos del problema se invertirían acaso. Pero el problema en si mismo no se modificaría absolutamente.

Un libro de José Carlos Mariátegui.
En mis manos el libro de José Carlos Mariátegui, “Escena Contemporánea”. Este libro indispensable de este hombre claro, inteligente, varonil y puro. Sobre todo puro. Con esa pureza simple, no ostentada, no declamada a los cuatro vientos como bandera o como affiche. José Carlos es un espíritu de cristal. Sí, pero cristal de roca. Facetado, limpio, noble, devuelve la imagen ambiente sin fijarse nunca en la boca abierta de la charca. José Carlos ignora que la charca existe. Y hace bien en ignorarla. Y esta es la tortura de la charca. No existir. Por eso grita, por eso se exaspera y cría batracios. Para afirmar su existencia. Pero...
Asombra el don de equilibrio, de sobriedad, de mesura en este hombre joven que no tuvo nunca postura doctoral. Y este don de equilibrio se traduce en la palabra justa. Ni consideraciones de amistad, ni simpatías o antipatías de credo, o diferencias de actitud le hacen proferir la palabra descomedida o indignada o torcer su criterio. No es un espectador indiferente, pero es un juez leal. Tiene la pasión que vivifica, pero tiene el don de mesura y de comprensión que equilibra y persuade.
Espíritu nuevo, su sensibilidad recoge el latido ambiente con una precisión, con una justeza, con una cordialidad que delatan artista y al hombre nuevo.
Por eso Mariátegui es un guía y un conductor.
Por eso, por su imparcialidad, por su don de comprensión y de mesura, por la pureza vertical de su espíritu por su criterio abierto a todos los vientos y a todos los ismos.
Y es que Mariátegui no es solo una cultura sino una mentalidad. Vibra con la emoción de su tiempo y el problema social le merece sus mejores afanes. Es el intelecto típico de nuestra hora. Está vinculado a su época por todos los poros abiertos de su espíritu dúctil y cordial. Es nuestro intelectual moderno, nuestro más puro sembrador de idea.
Su estilo es preciso, ágil, nervioso y de cristalina concisión. Jamás aparece en él el orador ni el declamador. Es rotundo como la idea, preciso como el cristal.
Mal hace, pues, José Carlos en decir que su vida es “una nerviosa serie de inquietos preparativos”. Su obra atalayante es nuestra antena sobre el mundo. Y su vida clara, fértil, abnegada es un ejemplo, una lección y un camino.
Alberto Guillén.

José Carlos Mariátegui La Chira