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Marx, Karl Con objetos digitales
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El hombre y el mito

I.
Todas las investigaciones de la inteligencia contemporánea sobre la crisis mundial desembocan en esta unánime conclusión; la civilización burguesa sufre de la falta de un mito, de una fe, de una esperanza. Falta que es la expresión de su quiebre material. La experiencia racionalista ha tenido esta paradójica eficacia de conducir a la humanidad a la desconsolada convicción de que la Razón no puede darle ningún camino. El racionalismo no ha servido sino para desacreditar la razón. A la idea Libertad, ha dicho Mussolini, la han muerto los demagogos. Más exacto es, sin duda, que la idea de Razón la han muerto los racionalistas. La Razón ha extirpado del alma de la civilización burguesa los residuos de los antiguos mitos. El hombre occidental ha colocado, durante algún tiempo, en el retablo de los dioses muertos, a la Razón y a la Ciencia. Pero ni la Razón ni la Ciencia pueden ser un mito. Ni la Razón ni la Ciencia pueden satisfacer toda la necesidad de infinito que hay en el hombre. La propia Razón se ha encargado de demostrar a los hombres que ella no les basta. Que únicamente el Mito posee la preciosa virtud de llenar su yo profundo.
La Razón y la Ciencia han corroído y han disuelto el prestigio de las antiguas religiones. Eucken en su libro sobre el sentido y el valor de la vida, explica clara y certeramente el mecanismo de este trabajo disolvente. Las creaciones de la ciencia han dado al hombre una sensación nueva de su potencia. El hombre, antes sobrecogido ante lo sobrenatural, se ha descubierto de pronto un exorbitante poder para corregir y rectificar la Naturaleza. Esta sensación ha despojado de su alma las raíces de la vieja metafísica.
Pero el hombre, como la filosofía lo define, es un animal metafísico. No se vive fecundamente sin una concepción metafísica de la vida. El mito mueve al hombre en la historia. Sin un mito la existencia del hombre no tiene ningún sentido histórico. La historia la hacen los hombres poseídos e iluminados por una creencia superior, por una esperanza super-humana; los demás hombres son el coro anónimo del drama. La crisis de la civilización burguesa apareció evidente desde el instante en que esta civilización constató su carencia de un mito. Renán remarcaba melancólicamente, en tiempos de orgulloso positivismo, la decadencia de la religión y se inquietaba por el provenir de la civilización europea. "Las personas religiosas -escribía- viven de una sombra. ¿De qué se vivirá después de nosotros?". La desolada interrogación aguarda una respuesta todavía.
La civilización burguesa ha caído en el escepticismo. La guerra pareció reanimar los mitos de la revolución liberal: la Libertad, la Democracia, la Paz. Mas la burguesía aliada los sacrificó, enseguida, a sus intereses y a sus rencores en la conferencia de Versalles. El rejuvenecimiento de esos mitos sirvió, sin embargo, para que la revolución liberal concluyese de cumplirse en Europa. Su invocación condenó a muerte los rezagos de la feudalidad y de absolutismo sobrevivientes aún en Europa Central, en Rusia y en Turquía. Y, sobretodo, la guerra probó una vez más, fehaciente y trágica, el valor del mito. Los pueblos capaces de la victoria fueron los pueblos capaces de un mito multitudinario.
II.
El hombre contemporáneo siente la perentoria necesidad de un mito. El escepticismo es infecundo y el hombre no se conforma con la infecundidad. Una exasperada y a veces impotente "voluntad de creer", tan aguda en el hombre post-bélico, era ya intensa y categórica en el hombre pre-bélico. Un poema de Henri Frank "La Danza delante del Arca", es el documento que tengo más a la mano respecto del estado de ánimo de la literatura de los últimos años pre-bélicos. En este poema late una grande y onda emoción. Por esto, sobretodo, quiero citarlo. Henri Frank nos dice su profunda "voluntad de creer". Israelita, trata, primero, de encender en su alma la fe en el dios de Israel. El intento es vano. Las palabras del Dios de sus padres suenan extrañas en esta época. El poeta no las comprende. Se declara sordo a su sentido. Hombre moderno, el verbo del Sinaí no puede captarlo. La fe muerta no es capaz de resucitar. Pesan sobre ella veinte siglos. Israel ha muerto de haber dado un Dios al mundo. La voz del mundo moderno propone su mito ficticio y precario: la Razón. Pero Henri Frank no puede aceptarlo. "La Razón, dice, la razón no es el universo".
"La raison sans Dieu c'est la chambre sans lampe".
El poeta parte en busca de Dios. Tiene urgencia de satisfacer su sed de infinito y de eternidad. Pero la peregrinación en infructuosa. El peregrino querría contentarse con la ilusión cotidiana. "¡Ah! sache franchement saisir de tout moment la fuyante fumée et le suc éphémère". Finalmente piensa que "la verdad es el entusiasmo sin esperanza". El hombre porta su verdad en sí mismo.
"Si la Arche et vide où tu pensais trouver la loi, rien n'est réel que ta danse".
III.
Los filósofos nos aportan una verdad análoga a los poetas. La filosofía contemporánea ha barrido el mediocre edificio positivista. Ha esclarecido y demarcado los modestos confines de la razón. Y ha formulado las actuales teorías del Mito y de la Acción. Inútil es, según estas teorías, buscar una verdad absoluta. La verdad de hoy no será la verdad de mañana. Una verdad es válida sólo para una época. Contentémonos con una verdad relativa.
Pero este lenguaje relativista no es asequible, no es inteligible para el vulgo. El vulgo no sutiliza tanto. El hombre se resiste a seguir una verdad mientras no la crea absoluta y suprema. Es en vano recomendarle la excelencia de la fe, del mito, de la acción. Hay que proponerle una fe, un mito, una acción. ¿Donde encontrar el mito capaz de reanimar espiritualmente el orden que tramonta?
La pregunta exaspera a la anarquía intelectual, a la anarquía espiritual de la civilización burguesa. Algunas almas pugnan por restaurar el Medio Evo y el ideal católico. Otras trabajan por un retorno al Renacimiento y al ideal clásico. El fascismo, por boca de sus teóricos, se atribuye una mentalidad medioeval y católica; cree representar el espíritu de la Contra-Reforma; aunque por otra parte, pretende encarnar la idea de la Nación, idea típicamente liberal. La teorización parece complacerse en la invención de los más alambicados sofismas. Mas todos los intentos de resucitar mitos pretéritos resultan, en seguida, destinados al fracaso. Cada época quiere tener un intuición propia del mundo. Nada más estéril que pretender reanimar un mito extinto. Jean R. Block, en un artículo publicado últimamente en la revista "Europe", escribe a este respecto palabras de profunda verdad. En la catedral de Chartres ha sentido la voz maravillosamente creyente del lejano Medio Evo. Pero advierte cuánto y cómo esa voz es extraña a las preocupaciones de esta época. "Sería una locura -escribe- pensar que la misma fe repetiría el mismo milagro. Buscad a vuestro alrededor, en alguna parte, una mística nueva, activa, susceptible a milagros, apta a llenar a los desgraciados de esperanza, a suscitar mártires y a transformar el mundo con promesas de bondad y de virtud. Cuando la habréis encontrado, designado, nombrado, no seréis absolutamente el mismo hombre".
Ortega y Gasset habla del "alma desencantada". Romain Rolland habla del "alma encantada". ¿Cuál de los dos tiene razón? Ambas almas coexisten. El "alma desencantada" de Ortega y Gasset es el alma de la decadente civilización burguesa. El "alma encantada" de Romain Rolland es el alma de los forjadores de la nueva civilización. Ortega y Gasset no ve sino el ocaso, el tramonto, der Untergang. Romain Rolland ve el otro, el alba, der Aufgang. Lo que más neta y claramente diferencia en esta época a la burguesía y al proletariado es el mito. La burguesía no tiene ya mito alguno. Se ha vuelto incrédula, escéptica, nihilista. El mito liberal, renacentista, ha envejecido demasiado. El proletariado tiene un mito: la revolución social. Hacia ese mito se mueve con una fe vehemente y activa. La burguesía niega; el proletariado afirma. La inteligencia burguesa se entretiene en una crítica racionalista del método, de la teoría de los revolucionarios. ¡Qué incomprensión! La fuerza de los revolucionarios no está en su ciencia; está en su fe, en su pasión, en su voluntad. Es una fuerza religiosa, mística, espiritual. Es la fuerza del Mito. La Emoción revolucionaria, como escribí en un artículo sobre Ghandi, es una emoción religiosa. Los motivos religiosos se han desplazado del cielo a la tierra. No son divinos; son humanos, son sociales.
Hace algún tiempo que se constata el carácter religioso, místico, metafísico del socialismo. Jorge Sorel, uno de los más altos representantes del pensamiento francés del siglo XX, decía en sus Reflexiones sobre la Violencia: "Se ha encontrado una analogía entre la religión y el socialismo revolucionario, que se propone la preparación y aún la reconstrucción del individuo para una obra gigantesca. Pero Bergson nos ha enseñado que no sólo la religión puede ocupar la región del yo profundo; los mitos revolucionarios pueden también ocuparla con el mismo título. Renan, como el mismo Sorel lo recuerda, advertía la fe religiosa de los socialistas, constatando su inexpugnabilidad a todo desaliento. "A cada experiencia frustrada, recomienzan. No han encontrado la solución; la encontrarán. Jamás los asalta la idea de que la solución no exista. He ahí su fuerza".
La misma filosofía que nos enseña la necesidad del mito y de la fe, resulta incapaz generalmente de comprender la fe y el mito de los nuevos tiempos. "Miseria de la filosofía" como decía Marx. Los profesionales de la Inteligencia no encontrarán el camino de la fe; lo encontrarán las multitudes. A los filósofos les tocará más tarde, codificar el pensamiento que emerja de la gran gesta multitudinaria. ¿Supieron acaso los filósofos de la decadencia romana comprender el lenguaje del cristianismo? La filosofía de la decadencia burguesa no puede tener mejor destino.

José Carlos Mariátegui La Chira

Carta de Miguel de Unamuno, 28/11/1926

Hendaya, 28 de noviembre de 1926
Sr. D. José Carlos Mariátegui
Lima
He recibido y leído, mi buen amigo ––creo poder desde luego llamarle así, y es un consuelo–– los dos primeros números de Amauta. Ante todo, y para despacharlo pronto, lo que individual y también personalmente, a mí se refiere. A Juan Parra del Riego las gracias por la Marcha que me dedica. Y en nombre de mi pobre España, que es ––lo sé–– la de ustedes. Y cuando él me viene gritando “¡alegría!”––no la hay más honda que la nacida de las entrañas de la desesperación honrada–– y recordando a Don Quijote y al padre–padre, sí, y no sólo Hijo–Jesús, preparo una nueva acción escrita ––no quiero llamarla libro— sobre el misterio cristiano de Don Quijote. A usted, por lo que dice de mi L’agonie du christianisme ¿qué le he de decir? No es cosa de que nos pongamos a discutir. Acabaríamos en que ambos tenemos verdad, que es mucho mejor que tener razón. Sí, en Marx había un profeta; no era un profesor (Y vea usted como estos dos términos, profesor y profeta, latino el uno y el otro griego, que etimológicamente son parientes, han venido a significar cosas tan distintas y hasta opuestas. Mucho de mi vida íntima ha sido una lucha contra el oficio oficial, contra la profesorería académica) ¡Qué bien está lo de César Falcón sobre la dictadura española! ¡Qué justo, qué preciso, qué claro, qué concreto! Esa es la verdad. Pero más que dictadura, tiranía y tiranía pretoriana, que es la peor. Más aún así y todo, con tiranía, no ya dictadura, volvería yo a mi patria si los tiranuelos fueran personas honradas, que no lo son. El primero de ellos, el M. Anido —pues el trío es: M. Anido = Borbón Habsburgo = Primo de Rivera y en este orden; Primo el pelele que tapa a los otros que le tiran de los hilos— es un loco, pero con locura moral ––o inmoral si se quiere. Y lo que quiero hacer constar que en mi caso ––porque constituyo un caso— no se trata de pleito individual, que como a individuo aislado me toque, sino de algo personal y la persona es lo representativo y social, lo humano común. Al defenderme atacando, defiendo el alma eterna y universal de mi pueblo; a toda una iglesia civil libre. Ni me importa que alguien encuentre ridícula mi posición. Aprendí en mi Señor Don Quijote lo que vale la pasión de la risa y que no se pierde ni el dar al aire zapatetas en camisa o medio desnudo.
Lo que está agonizando en España viene de lejos. Con la muerte del príncipe Don Juan ––¡en Salamanca!–– único hijo varón de los Reyes Católicos, a fines del siglo XV, cuando se descubrió América, desapareció la posibilidad de una dinastía española, indígena, castellano-aragonesa. Carlos I. ––V. de Alemania— hijo del Hermoso de Borgoña, un Habsburgo, y de la Loca de Castilla, llegó a ésta sin saber apenas castellano, rodeado de flamencos, y trayendo la política habsburgiana, la hegemonía de la Casa de Austria en Europa y la Contra— Reforma. La América, que se acababa de descubrir, no era sino una mina de donde sacar recursos, oro, ya que no hombres para esa fatídica política. Y así de espaldas a América ––y a África–– vertióse la sangre española en Italia, Francia, Países Bajos por asegurar la hegemonía habsburgiana y contra los reformados. Y así siguieron los Felipe II, III y IV y Carlos II, que nunca se españolizaron. Y le siguieron los Borbones, tan extranjeros en España como los Austrias. Y hoy sufrimos a un Borbón-Habsburgo, más Habsburgo que Borbón y tan Carlos II como Fernando VII. ¿Y el pueblo?— se dirá. Mi amor a la verdad, que es la justicia, y en mi amor a la verdad, mi amor casi desesperado a mi pueblo me obliga a confesar, a profesar ––pero como profeta y no como profesor–– que el pueblo fue seducido y arrastrado por Habsburgos y Borbones y que se le hizo creer que continuaba la cruzada de la reconquista. Y lo digo por patriotismo, por aquel ardiente y desesperado patriotismo que a mi inolvidable Guerra Junqueiro, le hizo al final de su magnífico evangelio Patria crucificar al pueblo portugués con este inri: “Portugal, rey de Oriente”. Sí, la terrible envidia frailuna y castrense ––conventos y cuarteles son ciénagas de envidia misológica–– la que creó la Inquisición es la que alentaba en no pocos conquistadores, más sanson-carrasqueños que quijotescos. Sí, sí, mi pueblo, el pueblo de mis entrañas, tiene que expiar sus pecados. No ha sabido resistir a esa infame cruzada de Marruecos y al “¡guerra, guerra al infiel marroquí!”. Y por fin le han puesto encima, como enseña de baldón, ese Primo de Rivera, que por terrible contraste se llama.. . Pero no, en la escuela le conocían por Miguelón, luego Miguelito, ¿mas Miguel? Miguel, ¡no! Porque vea usted; Miguel es uno de los tres o cuatro nombres cristianos que tienen por patrono no a hombre que fue de carne y hueso, sino a espíritu puro; Miguel es nombre arcangélico. Y luego, vea los cuatro Migueles de la España eterna y universal: Miguel de Cervantes, soldado, que vuelto manco en Lepanto, de su manquera sacó a Don Quijote, como Iñigo de Loyola, soldado, vuelto cojo en Pamplona, de su cojera sacó la Compañía de Jesús. Miguel de Legazpi, escribano vasco ––¡de los míos!–– en Méjico, que con la pluma, sin derramar una gota de sangre, políticamente, ganó para la corona de los Habsburgos de España las Islas Filipinas, esas islas en que siglos después, en tiempos de D. Fernando Primo de Rivera, primer marqués de Estrella y grandísimo ladrón, su sobrino Miguelón ––Miguelito–– que le heredó marquesado y ladronería intervino en el pacto de Biacuabató. Y a propósito el crimen mayor de la España de la Regencia y de la Regencia habsburgiana de España, fue el asesinato del noble Rizal, el indio, y espero que un día el pueblo español contrito haga elevar por suscripción en Manila un monumento expiatorio a la memoria de Rizal como los calvinistas han hecho elevar en Ginebra uno a la memoria de Miguel Servet. Nuestro tercer Miguel, mártir de la libertad de conciencia, a quien Calvino, al hacerlo quemar, le ahorró el que acaso hubiera sido quemado, si lo cogen, por sus compatriotas. Y el cuarto, Miguel de Molinos, héroe también de la pluma, como los otros tres, el que enseñó la doctrina de auto–disciplina, de heroica obediencia a sí misma, de vigoroso individualismo anti-jesuítico. Y junto a Cervantes, Legazpi, Servet y Molinos, ¿le vamos a llamar Miguel a ese fantoche hueco? ¡claro que no, hombre! Mas sus días de tapar la tiranía están contados. El muy mentecato no hace sino pedir merced. Entrevé todo lo perverso de su fatuidad. Y detrás de él tiembla su Maese Pedro; su amo, el que le maneja, ese tenebroso M. Anido, símbolo de la barbarie jesuítico-pretoriana. Y también tiembla, no sé porqué, esa cuitada burguesía que por miedo cerval al incendio bolchevique ––¡el espantajo!–– ha entregado su casa y sus bienes a los bomberos para que se la desvalijen y destrocen.
Pero basta, que el seguir esto sería el cuento de nunca acabar. Gracias, amigo mío, y adentro con Amauta.
Le desea a ésta, vida fecunda aunque sea corta ––Revista que envejece, degenera–– y a su Perú justicia en la libertad.
Miguel de Unamuno

Unamuno, Miguel de

La heterodoxia de la tradición

He escrito al final de mi artículo “la reivindicación de Jorge Manrique”: Con su poesía tiene que ver la tradición, pero no los tradicionistas. Porque la tradición es contra lo que desean los tradicionalistas viva y móvil. La crean los que la niegan para renovarla y enriquecerla. La matan los que la quieren muerta y fija, prolongación de un pasado en un presente sin fuerzas, para incorporar en ella su espíritu y para meter en ella su sangre.
Estas palabras merecen ser solícitamente replicadas y explicadas. Desde que las he escrito me siento convidado a estrenar una tesis revolucionaria de la tradición. Hablo, claro está de la tradición entendida como patrimonio y continuidad histórica.
¿Es cierto que los revolucionarios la reniegan y la repudian en bloque? Esto es lo que pretenden quienes se contentan con la gratuita fórmula: revolucionarios iconoclastas. Pero, ¿no son más iconoclastas los revolucionarios? Cuando Marinetti invitaba a Italia a vender sus museos y sus monumentos, quería solo afirmar la potencia creadora de su patria demasiado oprimida por el peso de un pasado abrumadoramente glorioso. Habría sido absurdo tomar al pie de la letra su vehemente extremismo. Toda doctrina revolucionaria actúa sobre la realidad por medio de negaciones intransigentes que no es posible comprender sino interpretándolas en su papel dialéctico.
Los verdaderos revolucionarios, no proceden nunca como si la historia empezara con ellos. Saben que representan fuerzas históricas, cuya realidad no les permite complacerse con la ultraísta ilusión verbal de inaugurar todas las cosas. Marx extrajo del estudio completo de la economía burguesa, sus principios de política socialista. Toda la experiencia industrial y financiera del capitalismo está en su doctrina anticapitalista. Proudhon, de quien todos conocen la frase iconoclasta, mas no la obra prolija, cimentó sus ideales en un arduo análisis de las instituciones y costumbres sociales, examinando desde sus raíces hasta el suelo y el aire de que se nutrieron. Y Sorel, en quien Marx y Proudhon, se reconcilian, se mostró profundamente preocupado no solo de la formación de la consciencia júrica del proletariado, sino de la influencia de la organización familiar y de sus estímulos morales, así el mecanismo de la producción como en el entero equilibrio social.
No hay que identificar a la tradición con los tradicionalistas. El tradicionalismo -no me refiero a la doctrina filosófica sino a una actitud política o sentimental que se resuelve invariablemente en fuero conservantismo- es en verdad el mayor enemigo de la tradición. Porque se obstina interesadamente en definirla como un conjunto de reliquias inertes y símbolos extintos. Y en compendiarla en una receta escueta y única.
Hay tradición, en tanto se caracteriza precisamente su resistencia a dejarse aprehender en una fórmula hermética. Como resultado de una serie de experiencias, esto es de sucesivas transformaciones de la realidad bajo la acción de un ideal que la supera consultándolas y la modela obedeciéndola. La tradición es heterogénea y contradictoria en su composición. Para reducirla a un concepto único es preciso contentarse con su esencia, renunciando a sus cristalizaciones.
Los monarquistas franceses construyen toda su doctrina, sobre la creencia de que la tradición de Francia, es fundamentalmente aristocrática y monárquica, idea concebible únicamente por gentes enteramente hipnotizadas por la imagen de la Francia de Carlo Magno. René Johannet, reaccionario también, pero de otra extirpe, sostiene que la tradición de Francia es, absolutamente burguesa y que la nobleza, en la que depositan su recalcitrante esperanza Maurras y sus amigos, está descartada como clase dirigente desde que, para subsistir ha tenido que aburguesarse. Pero el cimiento social de Francia son sus familias campesinas, su artesanado laborioso. Está averiguando el papel de los descamisados en el período culminante de la revolución burguesa. De manera que si en la praxis del socialismo francés entrará a declamación nacionalista, el proletariado de Francia podría también descubrirle a su país sin demasiada fatiga una cuantiosa tradición obrera.
Lo que esto nos revela es que la tradición aparece particularmente invocada y aun facticiamente acaparada por los menos aptos para recrearla. De lo cual nadie debe asombrarse. El pasadista tiene siempre el paradójico destino de entender el pasado muy inferiormente futurista. La facultad de pensar la historia y la facultad de hacerla y crearla, se identifican. El revolucionario, tiene del pasado una imagen un poco subjetiva acaso, pero animada y viviente, mientras que el pasadista es incapaz de representársela en su inquietud y su fluencia. Quien no puede imaginar el futuro, tampoco puede imaginar el pasado.
No existe, pues, un conflicto real entre el revolucionario y la tradición, sino para los que conciben la tradición como un museo o una momia. El conflicto es efectivo solo con el tradicionalista. Los revolucionarios encarnan la voluntad de la sociedad de no petrificarse en un estadio, de no inmovilizarse en una actitud. A veces la sociedad pierde esta voluntad creadora paralizada por una sensación de acabamiento o desencanto. Pero entonces se constata, inexorablemente, su envejecimiento y su decadencia.
La tradición de esta época la están haciendo los que parecen a veces negar, iconoclastas, toda tradición. De ellos, es, por lo menos, la parte activa. Si ellos, la sociedad acusaría el abandono, la abdicación de la voluntad de vivir renovándose, superándose incesantemente.
Maurice Barrés, legó a sus discípulos una definición algo fúnebre de la Patria. “La Patria es la tierra y los muertos”. Barrés mismo era un hombre de aire fúnebre y mortuorio, que, según Valle Inclán semejaba físicamente un cuervo mojado. Pero las generaciones post-bélicas están frente al dilema de enterrar con los despojos de Barrés su pensamiento de labriego solitario dominado por el culto excesivo del suelo de sus difuntos o de resignarse a ser enterrada ella misma después de haber sobrevivido sin un pensamiento propio nutrido de su sangre y de su esperanza. Idéntica es su situación ante el tradicionalismo.
No he hablado hasta aquí del tradicionalismo peruano en particular sino de tradición y de tradicionalismo en general. Me sobra el tema para un próximo artículo.
José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La tentativa revisionista de "Más allá del Marxismo"

La tentativa revisionista de "Más allá del marxismo"

Ha habido siempre entre los intelectuales el tipo de Henri de Man una tendencia peculiar a aplicar al análisis de la política o de la economía, los principios de la ciencia más en boga. Hasta hace poco la biología imponía sus términos a especulaciones sociológicas e históricas, con un rigor impertinente y enfadoso. En nuestra América tropical, tan propensa a ciertos- contagios, esta tendencia ha hecho muchas víctimas. El escritor cubano Lamar Sehweyer, autor de una “Biología de la Democracia”, que pretende entender y aplicar los fenómenos de la democracia latino-americana sin el auxilio de la ciencia económica, puede ser citado entre estas víctimas. Es obvio recordar que esta adaptación de una técnica científica a temas que escapan a su objeto, constituye un signo de diletantismo intelectual. Cada ciencia tiene su método propio y las ciencias sociales se cuentan entre las que reivindican con mayor derecho esta autónoma.

Henri de Man representa, en la crítica socialista, la moda de la psicología y del psicoanálisis. La razón más poderosa de que el marxismo le parezca una concepción retrasada y ochocentista, reside sin duda en su disgusto de sentirlo anterior y extraño a los descubrimientos de Freud, Yung, Adler, Ferenzi, etc. En esta inclinación se trasluce también su experiencia individual. El proceso de su reacción antimarxista es, ante todo, un proceso psicológico. Sería fácil explicar toda la génesis de “Más allá del Marxismo” psicoanalíticamente. Para esto, no urge internarse en las últimas etapas de la biografía del autor. Basta seguir, paso a paso, su propio análisis, en el cual se encuentra invariablemente en conflicto su desencanto de la práctica reformista y su recalcitrante y apriorística negativa a aceptar la concepción revolucionaria, no obstante la lógica de sus conclusiones acerca de la degeneración de los móviles de aquella. En la subconsciencia de “Más allá del Marxismo” actúa un complejo. De otra suerte, no sería posible explicarse la línea dramáticamente contradictoria, retorcida, arbitraria, de su pensamiento.

Esto no es un motivo para que el estudio de los elementos psíquicos de la política obrera no constituye la parte más positiva y original del libro, que contiene a este respecto, observaciones muy sagaces y buidas. Henri de Man emplea con fortuna en este terreno la ciencia psicológica, aunque extreme demasiado el resultado de" sus inquisiciones cuando encuentra el resorte principal de la lucha anti-capitalista en un “complejo de inferioridad social”. Contra lo que de Man presupone, su psicoanálisis no obtiene ningún esclarecimiento contrario a las premisas esenciales del marxismo. Así, por ejemplo, cuando sostiene que “el resentimiento contra la burguesía obedece, más a que a su riqueza, a su poder”, no dice nada que contradiga la praxis marxista que propone precisamente la conquista del poder político como base de la socialización de la riqueza. El "error se atribuye a Marx al extraer de sus reivindicaciones sociales y económicas una tesis política —y Henri de Man se cuenta entre los que usan este argumento— no existe absolutamente. Marx colocaba la captura del poder en la cima de su programa, no porque subestimase la acción sindical, sino que consideraba la victoria sobre la burguesía como hecho político. Igualmente inocua, es esta otra aserción: “Lo que impulsó a los obreros de la fábrica a la lucha defensiva, no fue tanto una disminución de salario como de independencia social, de alegría en el trabajo, de la seguridad en el vivir; era una tensión creciente entre las necesidades rápidamente multiplicadas y un salario que aumentaba muy lentamente y era, en fin, la sensación de una contradicción entre las bases morales y jurídicas del nuevo sistema de trabajo y las tradiciones del antiguo”. Ninguna de esta comprobaciones disminuye la validez del método marxista que busca la causa económica “en último análisis, —y esto es lo que nunca han sabido entender los que reducen arbitrariamente el marxismo a una explicación puramente económica de los fenómenos.—

De Man está enteramente en lo justo cuando reclama una mayor valoración de los factores psíquicos del trabajo. Es una verdad. incontestable la que se resume en estas proposiciones: “aunque nos dediquemos a una labor utilitaria, no ha cambiado nuestra disposición original que nos impulsó a buscar el placer del trabajo expresando en él los valores psíquicos que nos son más personales”; “el hombre puede hallar la felicidad no solamente por el trabajo, sino también en el trabajo”; “hoy la mayor parte de la población de todos los países industriales se halla condenada a vivir mediante un trabajo que, aún creando más bienes útiles que antes, proporciona menos placer que nunca a los que trabajan”; “el capitalismo ha separado al productor de la producción: al obrero, de la obra”. Pero ninguno de estos conceptos es un descubrimiento del autor de “Más allá del marxismo”, ni justifican en alguna forma una tentativa revisionista. Están expresados no sólo en la crítica del “taylorismo” y demás consecuencias de la civilización industrial, sino, ante todo, en la nutridísima obra de Sorel, que acordó la atención más cuidadosa a los elementos espirituales del trabajo. Sorel sintió, mejor acaso que ningún otro teórico del socialismo, no obstante su filiación netamente “materialista”, —en la acepción que tiene este término como antagónico del de “idealista” —el desequilibrio espiritual a que condenaba al trabajador el orden capitalista. El mundo espiritual del trabajador, su personalidad moral, preocuparon al autor de “Reflexiones sobre la Violencia”, tanto como sus reivindicaciones económicas. En este plano, su investigación continúa la de Le Play y Prudhon, tan frecuentemente citados en algunos de sus trabajos, entre los cuales el que esboza las bases de una teoría sobre el dolor testimonia su fina y certera penetración de psicólogo. Mucho antes de que el freudismo cundiera, Sorel reivindicó todo el valor del siguiente pensamiento de Renan: “Es sorprendente que la ciencia y la filosofía, adoptando el partido frívolo de las gentes de mundo de tratar la causa misteriosa por excelencia como una simple materia de chirigotas, no hayan hecho del amor el objeto capital de sus observaciones y de sus especulaciones. Es el hecho más extraordinario y sugestivo del universo. Por una gazmoñería que no tiene sentido en el orden de la reflexión filosófica, no se habla de él o se adapta a su respecto algunas ingenuas vulgaridades. No se quiere ver que se está ante el mundo de las cosas, ante el más profundo secreto del mundo”. Sorel, profundizando, como él mismo dice, esta opinión de Renan, se siente movido “a pensar que los hombres manifiestan en su vida sexual todo lo que hay de más esencial en su psicología; si esta ley psicoerótica ha sido tan descuidada por los psicólogos de profesión, ha sido en cambio casi siempre tomada en seria consideración por novelistas y dramaturgos.”

Para Henri de Man es evidente la decadencia del marxismo por la poca curiosidad que, según él, despiertan ahora sus tópicos en el mundo intelectual, en el cual encuentran en cambio extraordinario favor los tópicos de psicología, religión, teosofía, etc. He aquí otra reacción del más específico tipo psicológico intelectual. Henri de Man probablemente siente la nostalgia de tiempos como los del proceso Dreyffus, en que un socialismo gaseoso y abstracto, administrado en dosis inocuas a la neurosis de una burguesía blanda y linfática, o de una aristocracia esnobista, lograba las más impresionantes victorias mundanas. El entusiasmo por Jean Jaurés, que colora de delicado galicismo su llassalliana —y no marxista— educación social-democrática, depende sin duda de una estimación excesiva y “tout a fait” intelectual de los sufragios obtenidos en el gran mundo de su época por el idealismo humanista del gran tribuno. Y la observación misma, que motiva estas nostalgias, no es exacta. No hay duda que la reacción fascista primero y la estabilización capitalista y democrática después, han hecho estragos remarcables en el humor político de literatos y universitarios. Pero la revolución rusa, que es la expresión culminante del marxismo teórico y práctico, conserva intacto su interés para los estudiosos. Lo prueban los libros de Duhamel y Durtain, recibidos y comentados por el público con el mismo interés que, en los primeros años del experimento soviético, los de H. G. Wells y Bertrand Russell. La más inquieta y valiosa falanje vanguardista de la literatura francesa —el suprarrealismo— se ha sentido espontáneamente empujada a solicitar del marxismo una concepción de la revolución que los esclareciera política e históricamente el sentido de su protesta. Y la misma tendencia asoma en otras corrientes artísticas e intelectuales de vanguardia, así de Europa como de América. En el Japón, el estudio del marxismo ha nacido en la universidad; en la China se repite este fenómeno. Poco significa que el socialismo no consiga la misma clientela que en un público versátil el espiritismo, la metapsíquica y Rodolfo Valentino.

La investigación psicológica de Henri de Man, por otra parte, lo mismo que su gación doctrinal, han tenido como sujeto el reformismo. El cuadro sintomático que nos ofrece en su libro del estado afectivo de la obrera industrial corresponde a su experiencia individual en los sindicatos belgas. Henri de Man conoce el campo de la Reforma; ignora el campo de la Revolución. Su desencanto no tiene nada que ver con ésta. Y puede decirse que en la obra de este reformista decepcionado se reconoce, en general el ánima pequeño-burguesa de un país […]pón, prisionero de la Europa capitalista, al cual sus límites prohíben toda autonomía de movimiento histórico. Hay aquí otro complejo y otra represión por esclarecer. Pero no será Henri de Man quien la esclarezca

José Carlos Mariátegui La Chira

Motivos polémicos. La crítica revisionistas y los problemas de la reconstrucción económica.

Motivos polémicos. La crítica revisionistas y los problemas de la reconstrucción económica

No se concibe una revisión -y menos todavía una liquidación- del marxismo que no intente, ante todo, una rectificación documentada y original de la economía marxista. Henri de Man, sin embargo, se contenta en este terreno con chirigotas como la de preguntarse “porqué Marx no hizo derivar la evolución social de la evolución geológica o cosmológica”, en vez de hacerla depender, en último análisis, de las causas económicas. De Man no nos ofrece ni una crítica ni una concepción de la economía contemporánea. Parece conformarse, a este respecto, con las conclusiones a que arribó Vandervelde en 1898, cuando declaró caducas las tres siguientes proposiciones de Marx: ley de bronce de los salarios, ley de la concentración del capital y ley de la correlación entre la potencia económica y la política. Desde Vandervelde, que como agudamente observaba Sorel no se consuela, (i aún con las satisfacciones de su gloriola internacional) de la desgracia de haber nacido en un país demasiado chico para su genio, hasta Antonio Graziadei, que pretendió independizar la teoría del provecho de la teoría del valor; y desde Berstein, líder del revisionismo alemán, hasta Hilferding, autor del “Finanzkapital”, la bibliografía económica socialista encierra una copiosa especulación teórica, a la cual el novísimo y espontáneo albacea de la testamentaría marxista no agrega nada de nuevo.

Henri de Man se entretiene en chicanear acerca del grado diverso en que se han cumplido las previsiones de Marx sobre la descalificación del trabajo a consecuencia del desarrollo del maquinismo. “La mecanización de la producción -sostiene De Man- produce dos tendencias opuestas: una que descalifica el trabajo y otra que lo recalifica”. Pero este hecho es obvio. Lo que importa es saber la proporción en que la segunda tendencia compensa la primera. Y a este respecto De Man no tiene ningún dato que darnos. Únicamente se siente en grado de “afirmar que por regla general las tendencias descalificadoras adquieren carácter al principio del maquinismo, mientras que las recalificadoras son peculiares de un estado más avanzado del progreso técnico”. No cree De Man que el taylorismo, que “corresponde enteramente a las tendencias inherentes a la técnica de la producción capitalista, como forma de producción que rinda todo lo más posible con ayuda de las máquinas y la mayor economía posible de la mano de obra”, imponga sus leyes a la industria. En apoyo de esta conclusión afirma que “en Norteamérica, donde nació el taylorismo, no hay una sola empresa importante en que la aplicación completa del sistema no haya fracasado a causa de la imposibilidad psicológica de reducir a los seres humanos al estado del gorila”. Esta puede ser otra ilusión de teorizante belga, muy satisfecho de que a su alrededor sigan hormigueando tenderos y artesanos; pero dista mucho de ser una aserción corroborada por los hechos. Es fácil comprobar que los hechos desmienten a De Man. El sistema industrial de Ford, del cual esperan los intelectuales de la democracia toda suerte de milagros, se basa como es notorio en la aplicación de los principios tayloristas. Ford, en su libro “Mi Vida y mi Obra”, no ahorra esfuerzos por justificar la organización taylorista del trabajo. Su libro es, a este respecto, una defensa absoluta del maquinismo, contra las teorías de psicólogos y filántropos. “El trabajo que consiste en hacer sin cesar la misma cosa y siempre de la misma manera constituye una perspectiva terrificante para ciertas organizaciones intelectuales. Lo sería para mí. Me sería imposible hacer la misma cosa de un extremo del día al otro; pero he debido darme cuenta de que para otros espíritus, tal vez para la mayoría, este género de trabajo no tiene nada de aterrante: Para ciertas inteligencias, al contrario, lo temible es pensar. Para estas, la ocupación ideal es aquella en que el espíritu de iniciativa no tiene necesidad de manifestarse”. De Man confía en que el taylorismo se desacredite, por la comprobación de que “determina en el obrero consecuencias psicológicas de tal modo desfavorables a la productividad que no pueden hallarse compensadas con la economía de trabajo y de salarios teóricamente probable”. Mas, en esta como en otras especulaciones, su razonamiento es de psicólogo y no de economista. La industria se atiene, por ahora, al juicio de Ford mucho más que al de los socialistas belgas. El método capitalista de racionalización del trabajo ignora radicalmente a Henri de Man. Su objeto es el abaratamiento del costo mediante el máximo empleo de máquinas y obreros no calificados. La racionalización tiene, entre otras consecuencias, la de mantener, con un ejército permanente de desocupados, un nivel bajo de salarios. Esos desocupados provienen, en buena parte, de la descalificación del trabajo por el régimen taylorista, que tan prematura y optimistamente De Man supone condenado.

De Man acepta la colaboración de los obreros en el trabajo de reconstrucción de la economía capitalista. La práctica reformista obtiene absolutamente su sufragio. “Ayudando al restablecimiento de la producción capitalista y a la conservación del estado actual, -afirma- los partidos obreros realizan una labor preliminar de todo progreso ulterior”. Poca fatiga debía costarle, entonces, comprobar que entre los medios de esta reconstrucción, se cuenta en primera línea el esfuerzo por racionalizar el trabajo perfeccionando los equipos industriales, aumentado el trabajo mecánico y reduciendo el empleo de mano de obra calificada.
Su mejor experiencia moderna, la ha sacado, sin embargo, Norteamérica tierra de promisión cuya vitalidad capitalista lo ha hecho pensar que “El socialismo europeo en realidad, no ha nacido tanto de la oposición contra el capitalismo como entidad económica como de la lucha contra ciertas circunstancias que han acompañado al nacimiento del capitalismo europeo: tales como la pauperización de los trabajadores, la subordinación de clases sancionada por las leyes, los usos y costumbres, la ausencia de democracia política, la militarización de los Estados, etc”. En los Estados Unidos el capitalismo se ha desarrollado libre de residuos feudales y monárquicos. A pesar de ser ese un país capitalista por excelencia, “no hay un socialismo americano que podamos considerar como expresión del descontento de las masas obreras”. El socialismo, como conclusión lógica viene a ser algo así como el resultado de una serie de taras europeas, que Norteamérica no conoce.

De Man no formula explícitamente este concepto, porque entonces quedaría liquidado no solo el marxismo sino el propio socialismo ético que, a pesar de sus muchas decepciones, se obstina en confesar. Pero he aquí una de las cosas que el lector podría sacar en claro de su alegato. Para un estudioso serio y objetivo -no hablemos ya de un socialista- habría sido fácil reconocer en Norteamérica una economía capitalista vigorosa que debe una parte de su plenitud e impulso a las condiciones excepcionales de libertad en que le ha tocado nacer y crecer, pero que no se sustrae, por esta gracia original, al sino de toda economía capitalista. El obrero norteamericano es poco dócil al taylorismo. Más aún, Ford constata su arraigada voluntad de ascensión. Más la industria yanqui dispone de obreros extranjeros que se adaptan fácilmente a las exigencias de la taylorización. Europa puede abastecerla de los hombres que necesita para los géneros de trabajo que repugnan al obrero yanqui. Por algo los Estados Unidos es un imperio; y para algo Europa tiene un fuerte saldo de población desocupada y famélica. Los inmigrantes europeos no aspiran generalmente a salir de maestros obreros remarca Mr. Ford. De Man, deslumbrado por la prosperidad yanqui, no se pregunta al menos si el trabajador americano encontrará siempre las mismas posibilidades de elevación individual. No tiene ojos para el proceso de proletarización que también en Estados Unidos se cumple. La restricción de la entrada de inmigrantes no le dice nada.

El neo-revisionismo se limita a unas pocas superficiales observaciones empíricas que no aprehenden el curso mismo de la economía, ni explican el sentido de la crisis post-bélica. Lo más importante de la previsión marxiana -la concentración capitalista- se ha realizado. Social-demócratas como Hilferding, a cuya tesis se muestra más atento un político burgués como Vaillaux. (“¡Ou va la franse?” que un teorizante socialista como Henri de Man, aportan su testimonio científico a la comprobación de este fenómeno. ¿Qué valor tienen al lado del proceso de concentración capitalista, que confiere el más decisivo poder a las oligarquías financieras y a los trusts industriales, los menudos y parciales reflujos escrupulosamente registrados por un revisionismo negativo, que no se cansa de rumiar mediocre e infatigablemente a Bernstein, tan superior evidentemente, como ciencia y como mente, a sus pretensos continuadores? En Alemania, acaba de acontecer algo en que deberían meditar con provecho los teorizantes empeñados en negar la relación de poder político y poder económico. El partido populista, castigado en las elecciones, no ha resultado, sin embargo, mínimamente disminuido en el momento de organizar un nuevo ministerio. Ha parlamentado y negociado de potencia a potencia con el partido socialista, victorioso en los escrutinios. Su fuerza depende de su carácter de partido de la burguesía industrial y financiera; y no puede afectarla la pérdida de algunos asientos en el Reichstag, ni aún si la social-democracia los gana en proporción triple.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Estaciones de la crítica anti-marxista o revisionista

Estaciones de la crítica anti-marxista o revisionista

Karl Marx inició un tipo de hombre de acción y de pensamiento, de hombre pensante y operante. Pero en los líderes de la revolución rusa aparece, con rasgos más definidos, el ideólogo realizador. Lenin, Trotsky, Bukharin, Lunatcharsky, filosofan en la teoría y la praxis. Lenin deja, al lado de sus trabajos de estratega de la lucha de clases, su “Materialismo y Empirio-criticismo”. Trotzky, en medio del trajín de la guerra civil y de la discusión de partido, se da tiempo para sus meditaciones sobre “Literatura y Revolución”. ¿Y en Rosa Luxemburgo, acaso no se unimisman, a toda hora, la combatiente y la artista? ¿Quién entre los profesores que Henri de Manfel autor de “Más allá del Marxismo” admira, vive con más plenitud e intensidad de idea y de creación? Vendrá un tiempo en que a despecho de los engreídos catedráticos que acaparan hoy la representación oficial de la cultura, la asombrosa mujer que escribió desde la prisión esas maravillosas cartas a Luisa Kaustky —declaro que pocas compilaciones de cartas me han emocionado tanto— despertará la misma devoción y encontrará el mismo reconocimiento que una Teresa de Avila. Espíritu más filosófico y moderno que toda la caterva pedante que la ignora, —activo y contemplativo al mismo tiempo— y Unamuno si la conoce bien, la amará por esto —y la llamará espíritu quijotesco y agónico— puso en el poema trágico de su existencia el heroísmo, la belleza, la tensión, el gozo que no enseña ninguna escuela de la sabiduría.

En vez de procesar el marxismo por retraso e indiferencia respecto a la filosofía contemporánea, sería el caso, mas bien, de procesar a esta por deliberada y miedosa incomprensión de la lucha de clases y del socialismo. Ya un filósofo liberal como Benedetto Croce —verdadero filósofo y verdadero liberal— ha abierto este proceso, en términos de inapelable justicia, antes de que otro filósofo, idealista y liberal también, y continuador y exégeta del pensamiento hegeliano, Giovanni Gentile, aceptase un puesto en las brigadas del fascismo, en promiscua sociedad con los más dogmáticos neo-tomistas y los más incandescentes anti-intelectualistas. (Marinetti y su patrulla futurista).

Indagando las culpas de las generaciones precedentes, Croce las define y denuncia así: “Dos grandes obras: una contra el Pensamiento, cuando por protesta contra la violencia ocasionada a las ciencias empíricas, (que era el motivo en cierto modo legítimo) y por la ignavia mental (que el ilegítimo) se quiso, después de Kant, Fichte y Hegel, tornar atrás, y se abandonó el principio de la potencia del pensamiento para abarcar y dominar toda la realidad, la cual no es, y no puede ser otra cosa, sino espiritualidad y pensamiento. Al principio no se desconoció propia y abiertamente la potencia del pensamiento para abarcar y dominar toda la realidad, la cual no es, y no puede ser otra cosa, sino espirtiualidad y pensamiento. Al principio no se desconoció propia y abiertamente la potencia del pensamiento y solamente se la cambió en la de la observación y el experimento; pero, puesto que estos procedimientos empíricos debían necesariamente probarse insuficientes, la realidad real apareció como un más allá inaprehensible, un incognoscible, un misterio, y el positivismo generó de su seno el misticismo y las renovadas formas religiosas.

Por esta razón he dicho que los dos períodos, tomados en examen, no se pueden separar netamente y poner en contraste entre sí: de este lado el positivismo, al frente el misticismo; porque éste es hijo de aquel. Un positivista, después de la gelatina de los gabinetes, no creo que tenga otra cosa más cara que el incognoscible, esto es la gelatina en la cual se cultiva el microbio del misticismo.

Pero la otra culpa requeriría el análisis de las condiciones económicas y de las luchas sociales del siglo décimo nono y en particular de aquel gran movimiento histórico que es el socialismo, o sea la entrada de la clase obrera en la arena política. Hablo desde un aspecto general; y trasciendo las pasiones y las contingencias del lugar y del momento. Como historiador y como observador político, no ignoro que tal o cual hecho que toma el nombre de socialismo, en tal o cual otro lugar y tiempo, puede ser con mayor o menor razón contrastado, como por lo demás sucede con cualquier otro programa político, que es siempre contingente y puede ser más o menos extravagante e inmaduro y celar un contenido diverso de su forma aparente. Más, bajo el aspecto general, la pretensión de destruir el movimiento obrero, nacido del seno de la burguesía, sería como pretender cancelar la revolución francesa, la cual creó el dominio de la burguesía; mas aún, el absolutismo iluminado del siglo décimo octavo, que preparó la revolución; y poco a poco suspirar por la restauración del feudalismo y del sacro imperio romano, y por añadidura, por el regreso de la historia a sus orígenes: donde no sé si se encontraría el comunismo primitivo de los sociólogos (la lengua única del profesor Trombetti), pero no se encontraría, ciertamente, la civilización. Quien se pone, a combatir al socialismo, no ya en este o aquel momento de la vida de un país, sino en general (digamos así, en su exigencia), está constreñido a negar la civilización y el mismo concepto moral en que la civilización se funda. Negación imposible; negación que la palabra rehúsa pronunciar y que por esto ha dado origen a los inefables ideales de la fuerza por la fuerza, del imperialismo, del aristocraticismo, tan feos que sus mismos asertores no tienen ánimo de proponerlos en toda su rigidez y ora los moderan mezclándoles elementos heterogéneos, ora los presentan con cierto aire de bizarría fantástica o de paradoja literaria, que debería servir a hacerlos aceptables. O bien ha hecho surgir, por contragolpe, los ideales, peor que feos tontos, de la paz, del quietismo y de la no resistencia al mal. (“Crítica”, 1927, y “La letteratura della nuova Italia”, vol. IV).

La bancarrota del positismo y del cientifismo no compromete absolutamente la posición de los marxistas. La teoría y la política de Marx se cimentan invariablemente en la ciencia, no en el cientifisismo. Y en la ciencia, quieren reposar hoy, como lo observa Julien Beenda, en su “Trahison des Glares”, todos los programas políticos, sin excluir a los más reaccionarios y anti-históricos (el de la “Action Francaise”, por ejemplo). Brunetiere, que proclamaba la quiebra de la ciencia, ¿no se complacía acaso en maridar catolicismo y positivismo? ¿Y Maurras no se reclama igualmente del pensamiento científico? La religión del porvenir, como piensa Waldo Frank, descansará en la ciencia o se elevará sobre ella. “Copérnico, Newton, Galileo, Einstein, Espinoza, Leibnitz, Kant, los pensadores en psicología, política y leyes sociales —escribe Frank en el segundo de sus estudios sobre “The Re-Discovery of America” en “The New Republic”— edifican desde la ruina de los mundos una nueva fundamentación para que culmine el futuro conjunto —nuestra verdadera religión. ¿Será también esto cientificismo superado?

Análogas a las especiosas razones que se emplean para hablar de divorcio entre el marxismo y la nueva filosofía—y la nueva ciencia—son las que sirven para lamentar la despreocupación o indiferencia del socialismo marxista respecto a las bases éticas de un nuevo orden social.

La culpa, en parte, la tienen ciertos marxistas ortodoxos, demasiado ortodoxos, a lo Lafargue, en los cuales sin duda pensó Marx cuando, con su habitual ironía, dijo aquello de “en cuanto a mí, no soy marxista”. Pero también, a este respecto Marx ha sido reivindicado enérgicamente por Croce, con argumentos semejantes a los que usa en la defensa de Maquiavelo.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Moral de productores y lucha socialista [Recorte de prensa]

Moral de productores y lucha socialista

Cuando Henri de Man, reclamando al socialismo un contenido ético, se esfuerza en demostrar que el interés de clase no puede ser por si solo motor suficiente de un orden nuevo, no va absolutamente “más allá del marxismo”, ni repara en cosas que no hayan sido ya advertidas por la crítica revolucionaria. Su revisionismo ataca al sindicalismo reformista, en cuya práctica el interés de ciase se contenta con la satisfacción de limitadas aspiraciones materiales.

Una moral de productores, como la concibe Sorel, como la concebía Kautsky, no surge mecánicamente del interés económico: se forma en la lucha de clase, librada con ánimo heroico, con voluntad apasionada. Es absurdo buscar el sentimiento ético del socialismo en los sindicatos aburguesados, en los cuales una burocracia domesticada ha enervado la consciencia de clase,— o en los grupos parlamentarias, espiritualmente asimilados al enemigo que combaten con discursos y mociones. Henri de Man dice algo perfectamente ocioso cuando afirma: “El interés de clase no lo plica todo. No crea móviles éticos”. Estas constataciones pueden impresionar a cierto género de intelectuales novecentistas que, ignorando clamorosamente el pensamiento marxista, ignorando la historia de la lucha de clases, se imaginan fácilmente, como Henri de Man, rebasar los límites de Marx y su escuela.

La ética del socialismo se forja en la lucha de clase. Para que el proletariado cumpla, en el progreso moral de la humanidad, su misión histórica, es necesaria que adquiera consciencia previa de sus interés de clase; pero el interés de clase, por si solo, no basta. Mucho antes que Henri de Man, los marxistas lo han entendido y sentido perfectamente. De aquí, precisamente, arrancan su acérrimas críticas contra el reformismo poltrón. “Sin teoría revolucionaria, no hay acción revolucionaria”, repetía Lenin, aludiendo a la tendencia amarilla a olvidar el finalismo revolucionario por entender solo a las circunstancias presentes.

La lucha por el socialismo, eleva a los obreros, que con extrema energía y absoluta convicción toman parte en ella, a un ascetismo, al cual es totalmente ridículo echar en cara su credo materialista, en el nombre de una moral de teorizantes y filósofos. Luc Durtain, después de visitar una escuela soviética, preguntaba si no podría encontrar en Rusia una escuela laica, a tal punto le parecía religiosa la enseñanza marxista. El materialista, si profesa y sirve su fe religiosamente, solo por una convención del lenguaje puede ser opuesto o distinguido del idealista. Ya Unamuno, tocando otro aspecto de la oposición entre idealismo y materialismo, ha dicho que “como eso de la materia no es para nosotros más que una idea, el materialismo es idealismo”.

El trabajador, indiferente a la lucha de clase, contento con su tenor de vida, satisfecho de su bienestar material, podrá llegar a una mediocre moral burguesa, pero no alcanzará jamás a elevarse a una ética socialista. Y es una impostura pretender que Marx quería señalar al obrero de su trabajo, privarlo de cuanto espiritualmente lo une a su oficio, para que se adueñase mejor de él el demonio de la lucha de clase. Esta conjetura solo es concebible en quienes se atienen a las especulaciones de marxistas como Lafargue, el apologista del derecho a la pereza.

La usina, la fábrica, actúan en el trabajador psíquica y mentalmente. El sindicato, la lucha de clase, continúan y completan el trabajo de educación que ahí empieza. “La fábrica —apunta Gobetti— da la precisa visión de la coexistencia de los intereses sociales: la solidaridad del trabajo. El individuo se habitúa a sentirse parte de un proceso productivo, parte indispensable en el mismo modo que es insuficiente. He aquí la más perfecta escuela de orgullo y humildad. Recordaré siempre la impresión que tuve de los obreros, cuando me ocurrió visitar las usinas de la Fiat, uno de los pocos establecimientos anglosajones, modernos, capitalistas, que existen en Italia. Sentía en ellos una actitud de dominio, una seguridad sin pose, un desprecio por toda suerte de dilettantismo. Quien vive en una fábrica, tiene la dignidad del trabajo, el hábito al sacrificio y a la fatiga. Un ritmo de vida que se funda severamente en el sentido de tolerancia y de interdependencia, que habitúa a la puntualidad, al rigor, a la continuidad. Estas virtudes del capitalismo, se resienten de un ascetismo casi árido; pero en cambio el sufrimiento contenido alimenta con la exasperación el coraje de la lucha y el instinto de la defensa política. La madurez anglo-sajona, la capacidad de creer en ideologías precisas, de afrontar los peligros por hacerlas prevalecer, la voluntad rígida de practicar dignamente la lucha política nacen de este noviciado, que significa la más grande revolución sobrevenida después del Cristianismo”. En este ambiente severo, de persistencia, de esfuerzo, de tenacidad, se han templado las energías del socialismo europeo que, aún en los países donde el reformismo parlamentario prevalece sobre las nasas, ofrece a los indo-americanos un ejemplo de continuidad y de duración. Cien derrotas han sufrido en esos países los partidos socialistas, las masas sindicales. Sin embargo; cada nuevo año, la elección, la protesta, una movilización cualquiera, ordinaria o extraordinaria, las encuentra siempre acrecidas y obstinadas.

Si el socialismo no debiera realizarse como orden social, bastaría esta obra formidable de educación y elevación para justificarlo en la historia. El propio de Man admite este concepto al decir, aunque con distinta intención, que “lo esencial en el socialismo es la lucha por él”, frase que recuerda mucho aquellas en que Berstein aconsejaba a los socialistas preocuparse del movimiento y no del fin, diciendo según Sorel una cosa mucho más filosófica de lo que el líder revisionista pensaba.

De Man no ignora la función pedagógica y espiritual del sindicato y la fábrica, aunque su experiencia sea mediocremente social-democrática. “Las organizaciones sindicales — observa— contribuyen, mucho más de lo que suponen la mayor parte de los trabajadores y casi todos los patronos, a estrechar los lazos que unen al obrero el trabajo. Obtienen este resultado casi sin saberlo, procurando sostener la aptitud profesional y desarrollar la enseñanza industrial, al organizar el derecho de inspección de los obreros y democratizar la disciplina del taller por el sistema de delegados y secciones, etc. De este modo prestan al obrero un servicio mucho menos problemático, considerándolo como ciudadano de una ciudad futura, que buscando el remedio en la desaparición de todas las relaciones psíquicas entre el obrero y el medio ambiente del taller”. Pero el neo-revisionista belga, no obstante sus alardes idealistas', encuentra la ventaja y el mérito de éste en el creciente apego del obrero a este bienestar material y en la medida en que hace de él un filisteo. ¡Paradojas del idealismo pequeño-burgués!

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Freudismo y marxismo [Recorte de prensa]

Freudismo y marxismo

El reciente libro de Max Eastman, ''La Ciencia de la Revolución"; que acaba de ser traducido al español, coincide con el de Henri de Man en la tendencia a estudiar el marxismo con los datos de la nueva Psicología. Pero Eastman que, resentido con los bolcheviques, no está exento de móviles revisionistas, parte de puntos de vista distintos de los que del escritor belga y, bajo varios aspectos, aporta a la crítica del marxismo, una contribución mucho más original y sugestiva. Henri de Man es un hereje del reformismo o la socialdemocracia; Marx Eastman es un hereje de la revolución. Su criticismo de intelectual super-trotskista, lo divorció de los Soviets, a cuyos jefes, en especial Stalin, atacó violentamente en su libro Apres la morte de Lenin.

Max Eastman está lejos de creer que la psicología contemporánea en general y la psicología freudiana en particular, disminuyan la validez del marxismo como ciencia práctica de la revolución. Todo lo contrario: afirma que la refuerzan y señala interesantes afinidades entre el carácter de los descubrimientos de Freud, así como de las reacciones provocadas en la ciencia oficial por uno y otro. Marx demostró que las clases idealizaban o enmascaraban sus móviles y que, detrás de sus ideologías, esto es de sus principios políticos, filosóficos o religiosos, actuaban sus intereses y necesidades económicas. Esta aserción formulada con el rigor y el absolutismo que en su origen tiene siempre toda teoría revolucionaria, y que se acentúan por razones polémicas en el debate con sus contradictores, hería profundamente el idealismo de los intelectuales, reacios hasta hoy a admitir cualquier noción científica que implique una negación o una reducción de la autonomía y majestad del pensamiento, o, más exactamente, de los profesionales o funcionarios del pensamiento.

Freudismo y marxismo, aunque los discípulos de Freud y de Marx no sean todavía los más propensos a entenderlo y advertirlo, se emparentan no solo por lo que en sus teorías había de "humillación", como dice Freud, para las concepciones idealistas de la humanidad, sino por su método frente a los problemas que abordan. "Para curar los trastornos individuales —observa Max Eastman— el psico-análisis presta una atención particular a las deformaciones de la conciencia producidas por los móviles sexuales comprimidos. El marxista, que trata de curar los trastornos de la sociedad, presta una atención particular a las deformaciones engendradas por el hambre y el egoísmo". "El vocablo "ideología" de Marx es simplemente un nombre que sirve para designar las deformaciones del pensamiento social y político producidas por los móviles comprimidos. Este vocablo traduce la idea de los freudianos, cuando hablan de racionalización, de substitución, de traspaso, de desplazamiento, de sublimación. La interpretación económica de la historia no es más que un psicoanálisis generalizado del espíritu social y político. De ellos tenemos una prueba en la resistencia espasmódica e irrazonada que opone el paciente. La diagnosis marxista es considerada como un ultraje, mas bien que como una constatación científica. En vez de ser acogida con espíritu crítico verdaderamente comprensivo, tropieza con racionalizaciones y "reacciones de defensa" del carácter más violento e infantil".

Freud, examinando las resistencias al Psicoanálisis, ha descrito ya estas reacciones, que ni en los médicos ni en los filósofos han obedecido a razones propiamente científicas ni filosóficas. El Psicoanálisis era objetado, ante todo, porque contrariaba y soliviantaba una espesa capa de sentimientos y supersticiones. Sus afirmaciones sobre subconciencia, y en especial sobre la libido inflingían a los hombres una humillación tan grave como la experimentada con la teoría de Darwin y con el descubrimientos de Copérnico. A la humillación biológica y a la humillación cosmológica, Freud podría agregado un tercer precedente: el de la humillación ideológica, causada por el materialismo económico, en pleno auge de la filosofía idealista.

La acusación de pan-sexualismo que encuentra la teoría de Freud tiene un exacto equivalente en la acusación pan-economicismo que halla todavía la doctrina de Marx. Aparte de que el concepto de economía es en Marx tan amplio y profundo como en Freud el de libido, el principio dialéctico en que se basa toda la concepción marxista excluía la reducción del proceso histórico a una pura mecánica económica. Y los marxistas pueden refutar y destruir la acusación de paneconomicismo, con la misma lógica con que Freud defendiendo el Psicoanálisis dice que "se le reprochó su pansexualismo, aunque el estudio psico-analítico de los instintos hubiese sido siempre rigurosamente dualista y no hubiese jamás dejado de reconocer, al lado de los apetitos sexuales, otros móviles bastante potentes para producir el rechazo del instinto sexual". En los ataques al Psicoanálisis no ha influído más que en las resistencias al marxismo, el sentimiento anti-semita. Y muchas de las ironías y reservas con que en Francia se acoge al Psicoanálisis por proceder de un germano, cuya nebulosidad se aviene poco con la claridad y la mesura latinas y francesas, se parecen sorprendentemente a las que ha encontrado siempre el marxismo, y no solo entre los antisocialistas, de ese país, donde subconsciente nacionalismo ha inclinado habitualmente a las gentes a ver en el pensamiento de Marx el de un boche oscuro y metafísico. Los italianos no le han ahorrado, por su parte, los mismos epítetos ni han sido menos extremistas y celosos en oponer, según los casos, el idealismo o el positivismo latino al materialismo o la abstracción germanas de Marx.

A los móviles de clase y de educación intelectual que rigen la resistencia al método marxista, no consiguen sustraerse, entre los hombres de ciencia, como lo observa Max Eastman, los propios discípulos de Freud, proclives a considerar la actitud revolucionaria como una simple neurosis. El instinto de clase determina este juicio de fondo reaccionario.

El valor científico, lógico, del libro de Max Eastman, —y esta es la curiosa conclusión a la que se arriba al final de la lectura recordando los antecedentes de su "Apres la Mort de Lenin" y de su ruidosa ex-comunión por los comunistas rusos, —resulta muy relativo, a poco que se investigue en los sentimientos que inevitablemente lo inspiran. El psicoanálisis, desde este punto, puede ser perjudicial a Max Eastman como elemento de crítica marxista. Al autor de "La Ciencia de la Revolución" le sería imposible probar que en sus razonamientos neo-revisionistas, en su posición herética y, sobre todo, en sus conceptos sobre el bolchevismo, no influyen sus resentimientos personales. El sentimiento se impone con demasiada frecuencia al razonamiento de este escritor que tan apasionadamente pretende situarse en un terreno objetivo y científico.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La economía y Piero Gobetti

Prometí un croquis conciso de las ideas de Piero Gobetti, el original y sustancioso ensayista que, precisamente por su escaso título a la atención siempre oportunista de las gacetas literarias y a la consideración generalmente pedante de las tesis doctorales, quiero señalar entre los más vivos y fecundos valores de la cultura italiana contemporánea. Y justamente porque Piero Gobetti no fue específicamente un economista, me parece oportuno empezar por referirme al peso que en sus juicios morales, políticos, filosóficos, estéticos e históricos tuvo, en último análisis, la economía. Esta sagaz y constante preocupación de lo económico me parece uno de los signos más significativos de la modernidad y del realismo de Gobetti, que la debió, no a una hermética educación marxista, sino a una autónoma y libérrima maduración de su pensamiento. Gobetti llegó al entendimiento de Marx y de la economía, por la vía de un agudo y severo análisis de las premisas históricas de los movimientos ideológicos, políticos y religiosos de la Europa moderna en general y de Italia, en particular. En su juventud, la filosofía griega y oriental, escolástica y moderna, la tradición intelectual italiana de Machiavelli a Vico y de Spaventa a Gentile, la indagación estética, ejercitada con idéntica agilidad en el Museo Británico y en la literatura rusa, lo acaparaban demasiado para que se insinuasen en su especulación y en su crítica los móviles de la interpretación económica de la historia. Pero la más perfecta familiaridad con Parménides y Empédocles, con Heráclito y Aristóteles, con Descartes y Kant, con Hegel y Croce, no estorbó a Piero Gobetti para reconocer la rigurosa justificación de la teoría que busca en el movimiento de la economía el impulso decisivo de las transformaciones políticas e ideológicas. La enseñanza austera de Croce, que en su adhesión a lo concreto, a la historia, concede al estudio de la economía liberal y marxista y de las teorías del valor y del provecho un interés no menor que al de los problemas de lógica, estética y política, influyó sin duda poderosamente en el gradual orientamiento de Gobetti hacía el examen del fondo económico de los hechos cuya explicación deseaba rehacer o iniciar. Mas decidió, sobre todo, este orientamiento, el contacto con el movimiento obrero turinés. En su estudio de los elementos históricos de la Reforma, Gobetti había podido ya evaluar la función de la economía en la creación de nuevos valores morales en el surgimiento de un nuevo orden político. Su investigación se transportó con su acercamiento a Gramsci y su colaboración en “L’Ordine Nuovo”, al terreno de la experiencia actual y discreta. Gobetti comprendió, entonces, que una nueva clase dirigente no podía formarse sino en este campo social, donde su idealismo concreto se nutría moralmente de la disciplina y la dignidad del productor. Y, confrontando el proceso religioso y social de Italia con el de los países de desarrollo capitalista, formuló así este juicio: “En la historia italiana los tipos de productores resultaron de las transacciones a que constriñe la dura lucha con la miseria. El artesano y el mercader decayeron después de las comunas. El Agricultore es el antiguo siervo que cultiva por cuenta de los patrones de la curia y tiene en la enfiteusis su única defensa. La civilización más característica es luego la que se forma en las cortes o en los empleos y que habitúa a las astucias, a los funambulismos de la diplomacia y de la adulación, al gusto de los placeres y de la retórica. El pauperismo italiano se acompaña con la miseria de las conciencias: quien no se siente cumplir una función productiva en la civilización contemporánea, no tendrá confianza en si mismo, ni culto religioso de la propia dignidad. He aquí en qué sentido el problema político italiano, entre los oportunismos y la caza descarada de los puestos y la abdicación frente a la clase dominante, es un problema moral”.
Y siempre que ahonda en la explicación del retardo de la consciencia política de Italia, Gobetti retorna a este concepto. El retraso de su economía impide a Italia acompasar su avance al de los grandes Estados capitalistas de Europa. Un brillante ensayo sobre la cultura política, comienza con estas consideraciones: “La economía nacional está todavía demasiado retrasada, el país es pobre y no concede tregua a los individuos, no les permite la dignidad de ciudadanos. Dos tercios de la población comparte la suerte de una agricultura atrasada y condenada por muchos años a no devenir moderna. Se trata de pequeños propietarios, arrendatarios, aparceros, que aspiran solamente a la paz y a la conservación del Estado presente, ostentando indiferencia por toda más amplia preocupación. La aristocracia industrial y obrera, a la cual está ligada la posibilidad de una transformación moderna de Italia, está apenas en su nacimiento y no logra distinguirse de las sobreposiciones y confusiones parasitarias, no logra vencer el pauperismo y el diletantismo”.
La lucha del Risorgimento, que tiene en Gobetti a uno de sus intérpretes más sagaces, se resiente de este peso muerto. Falta a la batalla liberal de Italia el estímulo de una vigorosa afirmación de las clases obreras. El absolutismo pacta incesantemente con la plebe indiferenciada para tener a raya el espíritu liberal y republicano. “Las plebes -escribe Gobetti- continúan viviendo en torno de los conventos y de los institutos de beneficencia, todos católicos; y permanecen católicos por instinto, por educación y por interés. La iniciativa toca a la nueva clase burguesa que actúa con Cavour la política anti-feudal del liberalismo económico, para poderse dedicar a los tráficos, a las industrias y a los ahorros y formar la primera riqueza y el primer capital circulante en Italia”. En el siglo dieciocho, no prospera en Italia el movimiento laico y liberal por la acción de este mismo factor negativo y retardatario. “Se tiene el fenómeno de plebes resueltamente anti-liberales, domesticadas por la política de filantropía de la Iglesia, la cual para hacer prevalecer su socialismo reaccionario cuenta sobre todo con turbas de parásitos”. “El pauperismo en Piamonte era la garantía del viejo régimen: quien vive de limosna no podrá participar en la lucha política; una libre clase trabajadora no tendrá ciudadanía en esta tierra; el Estado seguirá siendo un aparato administrativo en manos de pocos privilegiados”. Y este pauperismo se refleja en el carácter de la emigración italiana que no es, ni puede ser, dado su origen, una emigración de intrépidos colonizadores. De Italia no salen a colonizar tierras lejanas, arrojados por la persecución política, puritanos de fe intransigente, templados en la lucha de la herejía, precursores de la civilización industrial y capitalista, sino campesinos y artesanos desterrados de su suelo por la pobreza. “Las turbas más numerosas de la emigración temporal -apunta Gobetti- eran de gente humilde y mísera sin arte ni parte, estrechadas por la desesperación, casadas de resistir al hambre y en tierras nuevas debían buscar piedad más bien que trabajo. De la Savoya y del Valle de Acosta llegaban a París deshollinadores y lustrabotas”.
Este aspecto de las meditaciones de Gobetti tiene un excepcional interés, que casi es innecesario subrayar, para los estudiosos de la evolución social de España y de sus colonias. Las consecuencias morales, políticas ideológicas del pauperismo, de la beneficencia, de las cortes y las administraciones apoyadas en la domesticidad de las clases parasitarias, del servilismo de las plebes menesterosas, no son menos visibles ni menos trágicas, en la España de Fernando VII y en la América de García Moreno, que en la Italia setecentista o neo-güelfa.

José Carlos Mariátegui La Chira

La crisis dinástica rumana. El 3er. Congreso Internacional de la Reforma Sexual

La crisis dinástica rumana
Cuando Maniu, líder de una gran agitación popular, asumió el poder en Rumania como jefe del gabinete, muchas voces expectantes le pidieron, desde todas las latitudes de la democracia, que arrancara con mano firme las raíces de la feudalidad contra la cual insurgía su pueblo. Pero Maniu, como la gran mayoría de los jefes de pequeña burguesía, no es un político dispuesto [a] llevar a sus últimas consecuencias su programa. Entre barrer definitivamente la monarquía y gobernar como su cancillar, juzgó más discreto este último partido. Hoy, la dinastía, que llegara a un grado tan estrecho y patente de mancomunidad con la política reaccionaria de los Bratianu, se siente bastante fuerte para intentar la ofensiva contra el gobierno de Maniu. El nombramiento de un nuevo miembro del Consejo de la Regencia ha provocado un conflicto entre la dinastía y el gobierno, que plantea pese a la voluntad de Maniu, la cuestión monárquica. La reina María, según los cablegramas, se muestra combativa. Ella y su corte sueñan, seguramente, con la restauración de un regimen policial como el sedicentemente policial de los Bratianu, que les devuelva todos sus fueros. Las aspiraciones populares reconocen como su más irreconciliable adversario el poder aristocrático.
También según el cable, Maniu ha hecho protestas de lealtad al orden monárquico. Pero él mismo lo sabe, probablemente, hasta qué punto los acontecimientos le permitirán ser fiel a ese empeño. Toda la política de Rumania, de los años de post-guerra, se reduce en último análisis a la afirmación de los derechos y sentimientos populares contra los privilegios de la aristocracia. El pueblo no tiennde a otra cosa que a la liquidación de la feudalidad. Y este es un resultado de que la política de los partidos y estadistas monárquicos se muestra impotente de obtener. La reforma agraria no ha resuelto la cuestión social rumana. Pero ha fortalecido social y políticamente al campesinado, a cuya fuerza, enérgicamente rebelada contra la dictatura de Bratianu, tan cara a la reina María, debe Maniu la jefatura del gobierno.

El 3er. Congreso Internacional de la Reforma Sexual
Nunca se debatió, con la libertad y la extensión que hoy la cuestión sexual. El imperio de los tabús religiosos reservó esta cuestión a la casuística eclesiástica hasta mucho después del Medio Evo. La sociología restituyó, en la edad moderna, al régimen sexual la atención de la ciencia y de la política. Se ha cumplido, en el curso del siglo pasado, algo así como un proceso de laicización de lo sexual, Engels, entre los grandes teóricos del socialismo, se distinguió por la convicción de que hay que buscar en el orden sexual la explicación de una serie de fenómenos históricos y sociales. I Marx extrajo importantes conclusiones de la observación de las consecuencias de la economía industrial y capitalista en las relaciones familiares. Se sabe la importancia que para Sorel, continuador de Proudhon en este y otros aspectos, tenía este factor. Sorel se asombraba de la insensibilidad y gazmoñería con que negligían su apreciación estadistas y filósofos que se proponían arreglar: desde su nacimiento, la organización social. En la preocupación de la literatura y del arte por el tema del amor, veía un signo de sensibilidad y no de frivolidad como se inclinaban probablemente a sentenciar graves doctores.
Pero la universalización del debate de la cuestión sexual es de nuestros días. A mediados de setiembre se ha celebrado en Londres el 3er. Congreso Internacional de la reforma sexual, en el que se han discutido tesis de Bernard Shaw, Bertrand Russel, Alexandra Kollontay y otros intelectuales conspicuos. Este congreso ha sido convocado por la “Liga Mundial para la reforma sexual”, fundada en el segundo congreso, en Copenhague en julio del año último. En el segundo congreso se consideraron las cuestiones siguientes: reforma del matrimonio; situación de la mujer en la sociedad; control de los nacimientos; derecho de los solteros; libertad de las relaciones sexuales; eugenesia; lucha contra la prostitución y las enfermedades venéreas; las aberraciones del deseo; establecimiento de un código de leyes sexuales; necesidad de la educación sexual. En el tercer congreso, se ha discutido ponencias sobre sexualidad y censura, la educación sexual, la adolescencia, la reforma de la unión marital, el aborto en la URSS, etc.
No habrá dentro de poco país civilizado donde no se estudie y siga estos trabajos por grupos, en los que será siempre indispensable y esencial la presencia de la mujer. Los estadistas, los sociólogos, los reformadores del mundo entero se dan cuenta hoy de que el destino de un pueblo depende, en gran parte, de su educación sexual. Alfred Fabre Luce acaba de publicar un libro “Pour une politique sexuelle”, que en verdad no propugna una idea absolutamente nueva en esta época de la URSS y de la Liga Mundial por la reforma sexual. El Estado soviético tiene una política sexual, como tiene una política pedagógica, una política económica, etc. I los otros Estados modernos, aunque menos declarada y definida, la tiene también. El Estado fascista, imponiendo un impuesto al celibato y abriendo campaña por el aumento de la natalidad, no hace otra cosa que intervenir en el dominio antes privado o confesional, de las relaciones sexuales. Francia, protegiendo a la madre soltera y situándose así en un terreno de realismo social y herejía religiosa, hace mucho tiempo que había sentido la necesidad de esta política.
No se estudia, en nuestro tiempo, la vida de una sociedad, sin averiguar y analizar su base: la organización de la familia, la situación de la mujer. Este es el aspecto de la Rusia soviética que más interesa a los hombres de ciencia y de letras que visitan ese país. Sobre él se discurre, con prolija observación, en todas las impresiones de viaje de la URSS. Singularmente sagaces son las páginas escritas al respecto por Teodoro Dreisser y Luc Durtain.
I la actitud ante la cuestión sexual es en sí, generalmente, una actitud política. Como lo observará inteligentemente hace ya algunos años nuestro compatriota César Falcón, Marañón, desde que condenara el donjuanismo, había votado ya contra Primo de Rivera y su régimen.

José Carlos Mariátegui La Chira

Carta de Ramón Alzamora Ríos, 13/12/1929

Santiago, 13 de diciembre de 1929
Señor:
José Carlos Mariátegui
Lima
Estimado camarada:
A los pocos días de mi arribo le dirigí unas cuántas líneas, con las mala suerte de no haber recibido su respuesta hasta este momento.
Mis deseos son, mi bien camarada, que mantengamos intercambio de correspondencia a fin de estar informándonos mutuamente cosas de interés para la causa.
Yo estoy fuera del Congreso; el gobierno prohibió mi asistencia a las sesiones, después de haber actuado por [...]. Los boletines correspondientes se los remito por separado.
[...] llegó este mes; lo expulsaron de México, pasándolas mil y unas a través de su viaje.
Aquí nos encontramos en pleno movimiento electoral. El gobierno ha pasado unas reformas electorales por medio de las que se permite a los organismos gremiales presentar candidaturas; se entiende que sean organismos "legalmente constituidos". Haciendo la lucha por meternos para formar parte de la próxima campaña.
Camarada: como aquí está todo por el suelo la labor cultural de las entidades revolucionarias de antes, yo deseo se agente de Amauta; además, deseo que usted me enviara los siguiente libros:

  • Escena Contemporánea: J. C. Mariátegui
  • Kyra Kyralina: Panait Istrati
  • El libro de la revolución: Upton Sinclair
  • El cemento: Fedor Gladkov
  • El teatro de la revolución: R. Rolland
  • La revolución española - Carlos Marx
  • Máquinas y Cosas: LARISA REISSNER
  • El arte y la vida social: Gueorgui Plejánov
    Usted puede mandarme este envío contra-reembolso o me da el valor para remitírselo.
    Fraternalmente suyo
    R. Alzamora Rios
    (Santos Dumont Nº 787)

Alzamora Ríos, Ramón

Notas de la conferencia Nacionalismo e Internacionalismo

[Transcripción completa]

He explicado ya hasta qué punto se ha conectado la vida de la humanidad. Entré las naciones incorporadas en esta civilización se han establecido lazos nuevos en la historia. El internacionalismo existe vigorosamente como ideal porque es la realidad nueva, la realidad naciente. Es aquel ideal que Marx y Engels definen como la nueva y superior realidad histórica que, encerrada dentro de las vísceras de la realidad, actual, pugna por actuarse y que, mientras no está actuada, mientras se va actuando, aparece como ideal frente a la realidad envejecida y decadente. Un gran ideal humano no brota del cerebro ni emerge de la imaginación sino de la realidad histórica. La humanidad marcha tras de aquellos ide les cuya realización presiente madura, cercana, posible.

Veamos, por ejemplo, como aparecieron las ideas socialistas y cómo apasionaron a las muchedumbres, Katusky enseñaba que la voluntad de realizar el socialismo nació de la creación de la gran industria. Donde prevalece la pequeña industria, el ideal de los desposeídos no es la socialización de la propiedad sino la adquisición de una pequeña propiedad. La pequeña industria genera siempre la voluntad de conservar la propiedad privada de los medios de producción y no la voluntad de socializar la propiedad, de instituir el socialismo. Esta voluntad surge allí donde la gran industria está desarrollada, donde ya no existe duda acerca de superioridad sobre la pequeña industria, donde el retorno a la pequeña industria seria un retroceso. La fabrica reúne a una gran masa de obreros y crea en ellos el deseo de la explotación colectiva y asociada de ese instrumento de riqueza.

Desde hace casi un siglo se constata en la civilización la tendencia a preparar una organización internacional. Esta tendencia no tiene solo manifestaciones proletarias; tiene también manifestaciones burguesas. Ninguna de ellas se ha producido porque si; ha sido el reconocimiento de un estado de cosas nuevo o latente. El régimen burgués libertó de toda traba los intereses económicos. El capitalista, dentro del régimen burgués produce para el mercado internacional. Los grandes bancos resultan entidades complejamente internacionales y cosmopolitas.

Es por este, por esta constatación de un hecho histórico que las clases trabajadoras tienden a asociarse en organismos de solidaridad internacional que vinculen su acción y unifiquen su ideal.

Pero al mismo efecto de la vida económica moderna no son insensibles, en el campo opuesto, los intereses capitalistas. Pero el capitalismo no puede ser internacionalista porgue su naturaleza es necesariamente imperialista. Provoca los conflictos entre los bloques de intereses económicos. Este conflicto entre dos capitalismos, adversarios condujo a Europa a la gran guerra. De ella la sociedad burguesa ha salido minada precisamente a causa del contraste en las pasiones nacionalistas y la necesidad de la solidaridad y la cooperación entre ellos como único medio de reconstrucción común. La crisis reside justamente en la contradicción entre la economía y la política de la sociedad capitalista. La política y la economía han cesado de coincidir. La política es nacionalista, la economía internacionalista. El Estado está construido sobre una base, nacional; la economía necesita una base internacional. El Estado, además ha educado al hombre en el culto de la nacionalidad. Este contraste entre la estructura económica y la estructura política del régimen capitalista es el síntoma más hondo de la disolución de este orden social. La organización política de la sociedad no puede subsistir porque dentro de sus moldes y sus formas no pueden desarrollarse las nuevas tendencias económicas y productivas.

Pero esta incapacidad de la sociedad capitalista para transformarse no impide que aparezcan en ella las señales preliminares de la organización internacionalista. Dentro del régimen burgués se teje una densa red de solidaridad internacional que prepara el porvenir. La burguesía no puede abstenerse de forjar con sus manos institutos que atenúan la rigidez de su teoría y su práctica. Hemos visto así aparece la Sociedad de las Naciones.

La existencia de la idea de la Sociedad es un reconocimiento de la verdad histórica del internacionalismo de la vida contemporánea. Todo tiende a vincular en este siglo a los hombres. En otro tiempo el escenario de una civilización era reducido. En este abarca casi todo el mundo.

En todas las actividades asoma la tendencia a constituir órganos internacionales de comunicación y coordinación. Entre estos movimientos se esboza uno paradójico. La internacional fascista.

Pasemos a un aspecto del internacionalismo que os interesa más que ningún otro. Veamos en qué consisten las organizaciones internacionales de las clases trabajadoras.

La I Internacional nació en Londres en 1864, murió en Filadelfia en 1876.

La II Internacional nació en Paris en 1889 y acordó la celebración internacional de 1 de Mayo.

La crisis de la 2a Internacional. Su orientación fue reformista porque la situación histórica así lo imponía.

Los orígenes de la III Internacional. La reunión de Zimmerwald en setiembre de 1915. Kiental en abril de 1916. El 1er congreso de la Internacional se reunió en Moscú en 1919, marzo. La Internacional de la Juventud en 1920, junio.

La 2a Internacional se reconstituyó en Ginebra en julio de 1920.

En Viena en 1921 se reunieron los organizadores de la Internacional dos y media. Este ano, en Hamburgo, volvieron a la 2a Internacional.

En Berlin se fundó en este año una tercera internacional sindical: la anarquista. Su numero y su influencia son mucho menores.

El internacionalismo no niega la nación; el nacionalismo niega la prevalencia de los intereses humanos o universales sobre los nacionales. Sostiene la identidad de estos y aquellos. El nacionalismo es paradójico. En el nombre de la nación ataca al obrero que es parte de ella.

José Carlos Mariátegui La Chira