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Austria, caso pirandelliano

A propósito de la escaramuza polémica entre Italia y Alemania sobre la frontera del Breunero, no se ha nombrado casi a Austria. Pero de toda suerte ese último incidente de la política europea, nos invita a dirigir la mirada a la escena austriaca. El diálogo Mussolini-Stresseman sugiere necesariamente a los espectadores lejanos del episodio una pregunta: ¿Por qué se habla de la frontera ítalo-austriaca como si fuese una frontera ítalo-alemana? Para explicarse esta compleja cuestión es indispensable saber hasta que punto Austria existe como Estado autónomo e independiente.
El Estado Austriaco aparece, en la Europa post-bélica, como el más paradójico de los Estados. Es un Estado que subsiste a pesar suyo. Es un Estado que vive porque los demás lo obligan a vivir. Si se nos consiente aplicar a los dramas de las naciones el léxico inventado para los dramas de los individuos, diremos que el caso de Austria se presenta como un caso pirandelliano.
Austria no quería ser un Estado libre. Su independencia, su autonomía, representan un acto de fuerza de las grandes potencias del mundo. Cuando la victoria aliada produjo la disolución del imperio astro-húngaro. Austria que después de haberse sentido por mucho tiempo desmesuradamente grande, se sentía por primera vez insólitamente pequeña, no supo adaptarse a su nueva situación. Quiso suicidarse como nación. Expresó su deseo de entrar a formar parte del Imperio alemán. Pero entonces las potencias le negaron el derecho de desaparecer y en previsión de que Austria insistiera más tarde en su deseo, decidieron tomar todas las medidas posibles para garantizarle su autonomía.
El famoso principio wilsoniano de la libre determinación de los pueblos sufrió aquí, precisamente, el más artero golpe. El más artero y el más burlesco. Wilson había prometido a los pueblos el derecho de disponer de si mismos. Los artífices del tratado de paz quisieron, sin duda, poner en la formulación de este principio una punta de ironía. La independencia de un Estado no debía ser solo un derecho; debía ser una obligación.
El tratado de paz prohíbe prácticamente a Austria la fusión con Alemania. Establece que, en cualquier caso, esta fusión requiere para ser sacionada el voto unánime del Consejo de la Sociedad de Naciones.
Ahora bien, de este consejo forman parte Francia e Italia, dos potencias naturalmente adversas a la unión de Alemania y Austria. Las dos vigilan, en la Sociedad de las Naciones, contra toda posible tentativa de incorporación de Austria en el Reich.
A Francia, como es bien sabido, la desvela demasiado la pesadilla del problema alemán. Para muchos de sus estadistas la única solución lógica de este problema es la balkanización de Alemania. Bajo el gobierno del bloque nacional Francia ha trabajado ineficaz pero pacientemente por suscitar en Alemania un movimiento separatista. Ha subsidiado elementos secesionistas de diversas calidades, empeñada en hace prosperar un separatismo bávaro o un separatismo rhenano. La autonomía de Baviera, sobre todo, parecía uno de los objetivos del poincarismo. El imperialismo francés soñaba como cerrar el paso a la anexión de Austria al Reich mediante la constitución de un Estado compuesto por Baviera y Austria. Se tenía en vista el vínculo geográfico y el vínculo religioso. (Baviera y Austria son católicas mientras Prusia es protestante. I aún étnicamente Austria se identifica más con Baviera que con Prusia). Pero se olvidaba que su economía y su educación industriales habían generado un cambio, en el pueblo austriaco, una tendencia a confundirse y consustanciarse con la Alemania manufacturera y siderúrgica, más bien que con la Alemania rural. En todo caso, para que el proyecto del Estado bávaro-austriaco prosperase hacía falta que prendiese, previamente en Baviera. I esta esperanza, como es notorio, ha tramontado antes que el poincarismo. [Para Francia, por consiguiente, como un anexo] o una secuela del problema alemán, existe un problema austriaco. “Basta hachar una mirada sobre el mapa -escribe Marcel Duan en un libro sobre Austria- para comprender toda la importancia del problema austriaco, llave de la mayor parte de las cuestiones políticas que interesan a la Europa Central. Libre y abierta a la influencia de las grandes potencias occidentales, el Austria asegura sus comunicaciones con sus aliados y clientes del cercano Oriente danubiano y balkánico; abandonada por nosotros a las sugestiones de Berlín, se halla en grado de aislarlos de nuestros amigos eslavos. Corredor abierto a nuestra expansión o muro erguido contra ella. El Austria confirma o amenaza la seguridad de nuestra victoria y aún la de la paz europea”.
Italia a su vez no puede pensar, sin inquietud y sin sobre salto, en la posibilidad de que resurja, más allá de Breunero, un Austria poderosa. El propósito de restauración de los Hapsburgo en Hungría tuvieron su más obstinado enemigo en la diplomacia italiana, preocupada por la probabilidad de que esa restauración produjese a la larga la reconstitución de un Estado austro-húngaro.
Pero, teórica y prácticamente, ninguna de las precauciones del tratado de Paz y de sus ejecutores logra separar a Austria de Alemania. I, es por esto, cuando se trata de las minorías nacionales encerradas dentro de los nuevos límites de Italia, no es Austria sino Alemania la que reivindica sus derechos o apadrina sus aspiraciones. Austria, en su último análisis, no es sino un Estado alemán temporalmente separado del Reich.
La política de los dos partidos que, desde la caída de los Hapsburgo, comparten la responsabilidad del poder de Austria, se encuentran estrechamente conectada con la de los partidos alemanes del mismo ideario y la misma estructura. El partido social cristiano, que tiene Monseñor Seipel su político más representativo, se mueve evidentemente en igual dirección que el centro católico alemán. I entre el socialismo alemán y el socialismo austriaco la conexión y la solidaridad son, como es natural, más señaladas todavía. Otto Bauer, por no citar sino un nombre es una figura común, por lo menos en el terreno de la polémica socialista, a las dos social-democracia germanas. I el partido socialista austriaco, de otro lado, es el que más significadamente tiene en Austria a la unión política con Alemania.
Concurre aumentar lo paradójico del caso austriaco el hecho de que este Estado funciona, presentemente, más o menos como una dependencia de la Sociedad de las Naciones. Destinado por la raza y la lengua a vivir bajo la influencia política y sentimental de Alemania, el Estado austriaco se halla, financieramente, bajo la tutela de la Sociedad de las Naciones o sea, hasta ahora, de los enemigos de Alemania.
El Austria contemporánea, es lo que no quisiera ser. Aquí reside el pirandellismo de su drama. Los seis personajes en busca de autor, afirman exasperadamente, en la farsa pirandelliana, su voluntad de ser. Austria guarda en el fondo de su alma, su voluntad, más pirandelliana si se quiere de no ser. Pero el drama, hasta donde cabe un parecido entre individuos y naciones, es sustancialmente el mismo.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Política y economía en Francia

El voto del último congreso radical-socialista de Niza revalida, contra las esperanzan y los augurios de la derecha, la alianza entre los dos mayores partidos de izquierda de Francia. La guerra de Marruecos y la política financiera de Caillaux han sometido a una dura prueba, en los últimos meses, la solidez del bloque de izquierdas. El partido socialista conducido por sagaces y dúctiles estrategas, ha tenido que hacer un esfuerzo enorme para no retirar su apoyo al ministerio Painlevé, constreñido a actuar una política opuesta al programa y al espíritu socialistas, así en la cuestión de Marruecos como en los problemas de la hacienda pública. Este esfuerzo no ha sido, sin embargo bastante para ahorrar al partido socialista el trance de votar en el parlamento contra el gobierno del bloque de izquierdas. Se ha dado así el caso de que Painlevé y sus ministros resulten sostenidos en el parlamento por los votos de los partidos de la derecha, contra los del socialismo y aún contra uno que otro del partido radical-socialista.
Este incidente pareció señalar la liquidación del bloque de izquierdas. Se planteaba una grave cuestión. ¿Cuál era la política del gabinete Painlevé? Por el momento, Painlevé aparecía, inequívocamente, desarrollando, más o menos atenuada, la misma política del bloque nacional. Pero, contra esta política, se había organizado el cartel de izquierdas. Contra esta política, sobre todo, había ganado el cartel la mayoría de los sufragios en las elecciones de mayo. La conducta de Painlevé, en el poder, significaba prácticamente la quiebra y el desahucio del programa por el cual habían votado el 11 de mayo los electores socialistas y radicales-socialistas.
Para esclarecer esta cuestión, se han reunido, primero, los socialistas en Marsella y, luego, los radicales-socialistas en Niza. El debate fue áspero y ácido en el congreso socialista. Una numerosa minoría se declaró vehementemente adversa al sostenimiento del régimen. León Blum logró agrupar una mayoría como siempre abrumadora en torno de su fórmula ecléctica. Pero, de toda suerte, el voto del congreso, en esta misma fórmula, reclamaba el mantenimiento de las promesas hechas a los electores en las elecciones de mayo.
El partido radical-socialista no ha tenido más remedio que reafirmar también, en su congreso, los principios del cartel. De estos principios, los que más interesan a las masas son los relativos a la solución de la crisis financiera. Y entre estos, particularmente, el del impuesto o del cupo al capital. El bloque de izquierdas queda, de este modo, ratificado y convalidado. Painlevé, disciplinadamente, no puede ni debe hacer otra cosa que la voluntad de su partido que es también la voluntad del cartel o sea la de su mayoría parlamentaria.
Pero la cuestión en sí misma es muy compleja. No la resuelven realmente los votos de los congresos socialista y radical-socialista. La complica, de un lado, la posición de Caillaux tenazmente opuesto al cupo al capital. Caillaux es el financista máximo de su partido. Su designación como ministro de finanzas en un momento en que su amnistía moral no era aún completa, se ha fundado, precisamente, en la razón de su capacidad técnica. Se decía, antes de este nombramiento, que las finanzas francesas necesitaban un Necker. Y el optimismo de los diputados radicales-socialistas se mostraba persuadido de que la Francia actual tenía un Necker y que este Necker no era otro que Caillaux. Por consiguiente, la discrepancia entre el ministro de finanzas y los dos grupos sustantivos del bloque de izquierdas reviste una importancia señalada y única. No se trata de un ministro de finanzas corriente a quien, sin ningún sacrificio, se puede licenciar y reemplazar. Se trata de un ministro de finanzas que, por su pasado y por su presente, como administrador de la hacienda francesa, tiene una extraordinaria autoridad personal. Llamado al ministerio casi como un taumaturgo, Caillaux no puede ser despedido y sustituido fácilmente. Su partido y el cartel saben que Caillaux goza de la confianza de la banca y, en general, de la mayor parte de los capitalistas franceses. Los socialistas y los radicales-socialistas no componen, por otra parte, la totalidad del cartel. El cartel está integrado por los grupos parlamentarios de Briand y de Loucheur. Esta gente es también contraria al impuesto al capital, como a todas las orientaciones demasiado radicales de la izquierda. Y si, numéricamente, este sector del parlamento no tiene mucha significación, los intereses que representa otorgan a su actitud y a su voto una influencia nada negligible. No en balde Briand es uno de los más astutos y sagaces parlamentarios y Loucheur uno de los más poderosos capataces de la industria y la finanza de Francia. Su defección reforzaría considerablemente a las derechas.
Los radicales-socialistas no pueden haber considerado insuficientemente ninguna de estas circunstancias. Para que se hayan decidido, en su asamblea de Niza, por la ratificación del programa de mayo, en el punto más cálidamente propugnado por los socialistas, tienen que haber sentido, de un modo demasiado vivo que su política, a menos que se resigne a ser la misma del bloque nacional, necesita ser una política apoyada en la fuerza parlamentaria del socialismo. La ruptura y la caída del cartel, no perjudicaría a ningún grupo tanto como al radical-socialista. Dentro de una coalición totalmente burguesa, los radicales-socialistas se verían obligados a aceptar un sitio secundario. El jefe del gobierno no sería, por ningún motivo, ninguno de sus hombres. En el más favorable de los casos sería un Briand. Abdicando su programa, renunciando su papel en la política francesa, el partido radical-socialista resultaría prácticamente absorbido por el campo conservador. Los radicales-socialistas han experimentado ya una situación análoga. La “unión sagrada” de la guerra se hizo a sus expensas. Las derechas se beneficiaron de la atmósfera de la guerra y del armisticio. El partido radical-socialista fue impotente para salvar a Caillaux y a Malvy de una condena injusta. Solo desde que se resolvió a distinguirse y separarse del bloque nacional, declarándolo una necesidad de la guerra, empezó a recuperar sus antiguas posiciones. Su programa no es una consecuencia de su resurgimiento. Su resurgimiento es, más bien, una consecuencia de su programa.
De análisis en análisis, se arriba a los intereses, más que a los sentimientos, que el partido radical-socialista representa. Se arriba, mejor dicho, al estrato, a la capa social que dio en mayo del año pasado sus sufragios a los candidatos radicales. Esa capa social es la pequeña burguesía. El partido radical-socialista recluta sus electores en la pequeña burguesía, en la clase media, en un estrato social, cuyos intereses económicos se diferencian de los intereses de los gruesos industriales, de los ricos latifundistas, etc. Y que, por consiguiente, no aborda ni contempla las cuestiones de la economía francesa desde los mismos puntos de vista. En esta capa social, el partidos radical-socialista y el partido socialista son concurrentes; y, -aunque a primera vista no parezca lógico,- justamente por esta competición, en el parlamento, son aliados. Si el partido radical-socialista abandonara su programa de mayo, una gran parte de sus electores dejaría sus filas para engrosar las del partido socialista.
Así, lo primero que, una vez más, descubren las palabras y las posturas del radicalismo, es la subordinación de la política a la economía. Existe una ideología reformista, existe un programa centrista, porque existe una capa social intermedia, con intereses e impulsos distintos tanto de los de la burguesía conservadora como de los del proletariado revolucionario. El partido radical-socialista es el órgano de esta clase. Y su fuerza depende de la adhesión que las ideas de la reforma y del compromiso, hondamente arraigadas en la pequeña burguesía, encuentran en el partido socialista francés (S. F. I. O.), esto es en una gran parte del proletariado, conducido y dominado por intelectuales pequeño-burgueses.
¿Quiénes pagarán las deudas, quiénes saldarán los déficits acumulados de la hacienda francesa? En esta pregunta se condensa toda la cuestión política de Francia. Los programas de los partidos no traducen sino las diversas respuestas de las clases a esta pregunta. Pero esclarecidos y simplificados así los términos de la cuestión, una nueva interrogación emerge de su examen. ¿Es posible, es practicable, efectivamente, dentro de sus propios lineamientos, una política típicamente centrista? La experiencia del ministerio Painlevé es un resultado negativo. Painlevé y sus ministros, en el gobierno, han acabado por hallarse de acuerdo con las derechas y en desacuerdo consigo mismos o, al menos, con sus electores. Y han ofrecido el espectáculo de un ministerio reformista sostenido, en un momento dado, por una coalición conservadora.
Es posible que los haya satisfecho o consolado la certidumbre de que sus adversarios ofrecían, a su vez, el espectáculo de una coalición conservadora sosteniendo un ministerio reformista.

José Carlos Mariátegui La Chira

Millerand y las derechas

Las elecciones de mayo último liquidaron en Francia el bloque nacional. Briand, que desde su caída del gobierno empezó a virar a izquierda, se colocó en mayo al flanco de Herriot. Loucheur, ministro de Poincaré, se sintió también en mayo hombre de izquierda. Todo el sector más o menos intermedio, movedizo, fluctuante, del parlamento francés se apresuró a romper sus vínculos con el bloque nacional.
Por consiguiente, las derechas de la cámara francesa quedaron casi decapitadas. Poincaré maniobraba en el senado. Sobre él recaía, además, oficialmente, la responsabilidad de la derrota. Esto lo descalificaba un poco para conservar el comando del bloque conservador. Tardieu, el lugarteniente de Clemenceau, vencido en las elecciones, como el gordo y virulento León Daudet, después de una tensa jornada electoral, sufría taciturnamente su ostracismo del parlamento. Mr. Alexandre Millerand, arrojado de la presidencia de la república, por la nueva mayoría, resultaba el único condottiere disponible. Las derechas tuvieron que saludarlo y reconocerlo como su jefe.
Millerand, ex-socialista, ex-radical, ex-presidente de la república, acecha hoy, a la cabeza de sus eventuales mesnadas, la oportunidad de volver a ser algo, presidente del consejo de ministros, verbigracia. Por ahora se contenta con ser el leader convicto y confeso de la reacción. A nombre de un heterogéneo conglomerado, en el cual se confunden y combinan residuos del régimen feudal y elementos de la Tercera República, Millerand condena la política social-democrática y francmasona de Herriot y bloque de izquierdas.
Como Mussolini, Millerand procede de los rangos del socialismo. Pero el caso Millerand no se parece absolutamente al caso Mussolini. Mussolini fue un socialista incandescente; Millerand fue un socialista tibio. Entre ambos hombres hay diferencias de educación, de mentalidad y de temperamento. Mussolini [ni] tiene un alma exuberante, explosiva, efervescente; Millerand tiene un alma pacata, linfática, burguesa. Mussolini es un agitador; Millerand es un rábula. Mussolini militó en la extrema izquierda del socialismo; Millerand en su extrema derecha.
La trayectoria política de Millerand carece de oscilaciones violentas. Millerand debutó en el socialismo con prudencia y con mesura. No profesó nunca una fe revolucionaria. En 1893 figuró entre los diputados del polícromo socialismo de ese tiempo. Pertenecía al grupo de socialistas independientes. Su escenario, desde esa época, no era el comicio ni el agora. Era el parlamento o el periódico. Pronunció su máximo discurso en un banquete político. Un discurso en el cual, bajo un socialismo superficial y abstracto, [latía] un temperamento ministerial y parlamentario. A Millerand no se le puede clasificar, por tanto, entre los socialistas domesticados por el capitalismo. Millerand nació a la vida política perfectamente domesticado.
No representaba Millerand, a la manera de Jaurés, un socialismo idealista y democrático, reacio a la concepción marxista de la lucha de clases. Representaba únicamente un socialismo burocrático y oportunista. A través de Millerand, de Briand y de Viviani, la pequeña burguesía de la Tercera República realizaba un inocuo ejercicio de dillettantismo socialista.
En 1899, malgrado el veto de sus principales compañeros del socialismo, Millerand aceptó una cartera en el gabinete de Waldeck Rousseau. Los radicales franceses sentían la necesidad de teñirse un tanto de socialismo para encontrar apoyo en las masas. Inscribieron, por esto, en su programa, algunas reformas sociales. Y, como una garantía de su voluntad de actuarlas, solicitaron los servicios profesionales de un diputado socialista, en quien su perspicacia les permitía adivinar un candidato latente a un ministerio. No se equivocaban. Las masas concedieron un largo favor al gobierno de Waldeck Rousseau. La conducta de Millerand tuvo fautores dentro de las propias filas del socialismo. Se calificaba al gobierno radical de entonces como un gobierno de defensa republicana. Más o menos como se califica al gobierno radical-socialista de ahora. La participación de un socialista en el gobierno era explicada y justificada como una consecuencia de la lucha contra la reacción clerical y conservadora.
Pero vino el congreso de Ámsterdam de la Segunda Internacional. La tesis colaboracionista fue ahí debatida y rechazada. El movimiento socialista francés se orientó hacia una táctica intransigente. Se produjo la fusión de los varios grupos de filiación socialista. Nació el Partido Socialista (S. F. I. O.), síntesis del socialismo marxista de Jules Guesde y del socialismo idealista de Jean Jaurés. Todos los puentes teóricos y prácticos entre Millerand y el socialismo quedaron así cortados. Segregado de las filas de la revolución, Millerand fue definitivamente reabsorbido por las filas de la burguesía. Había paseado por el campo socialista con un pasaje de ida y vuelta. El socialismo no había sido para Millerand una pasión sino, más bien, una aventura.
Eliminado de la extrema izquierda, se mantuvo, durante algún tiempo, a una discreta distancia de la derecha. Conservó su condición de funcionario de la República. Siguió, formalmente, al servicio de su dama, la Democracia. El movimiento de traslación de Mr. Alexandre Millerand del sector revolucionario al sector reaccionario se cumplía lenta, gradual, pausadamente. La guerra consiguió acelerarlo.
La “unión sagrada” borró un poco los confines de los diversos partidos franceses. El estado de ánimo creado por la contienda favorecía la hegemonía espiritual de los grupos de derecha. A esta corriente reaccionaria no pudieron ser insensibles los políticos que ya habían empezado su aproximación a las ideas y los hombres del conservantismo. Millerand, por ejemplo, se consustanció totalmente con la derecha. La atmósfera tempestuosa de la post-guerra acabó su conversión.
Millerand desenvolvió, en la presidencia del consejo de ministros, la misma agresiva política reaccionaria de Clemenceau. Reprimió marcialmente la agitación obrera. Licenció a varios millares de ferroviarios. Trabajó por la disolución de la Confederación General del Trabajo. Armó a Polonia contra la Rusia sovietista. Reconoció al general Wrangel, vulgarísimo aventurero, instalado en Crimea, como gobernante de Rusia. Estas fueron las benemerencias que lo condujeron a la presidencia de la república. El bloque nacional encontró en Mr. Alexandre Millerand su hombre más representativo.
La presidencia de Millerand tenía, además, en la intención de algunos elementos de la derecha, un sentido más preciso. Millerand era un asertor de una tesis adversa a la ortodoxia parlamentaria de la Tercera República. Quería que se atribuyese al presidente de la república mayores poderes. Que se le permitiese ejercer una influencia activa en la política del Estado. Por tanto, Millerand resultaba singularmente indicado para una eventual ofensiva contra el régimen parlamentario y contra el sufragio universal. Las derechas no se hacían demasiadas ilusiones sobre su posición electoral. Sabían que el éxito de las elecciones tenía que serles contrario. El ejemplo fascista las animaba a pensar en la vía de la violencia. Los hombres de las derechas, sin exceptuar al propio Millerand según notorias acusaciones, tendían al golpe de Estado. Así lo denunciaba inequívocamente su lenguaje. Uno de los amigos más conspicuos de Millerand, Gustave Hervé, director de la “Victoire” escribía en el verano de 1923 al escritor italiano Curzio Suckert, teórico del fascismo, las siguientes líneas: “Yo soy en el fondo un fascista de izquierda. Y, en efecto, pensé en 1918 hacer en Francia, o mejor dicho intentar en Francia, lo que Mussolini ha actuado tan bien en Italia. Las polémicas de “L’Action Française” y el equívoco creado por esta nos obligaron a renunciar a nuestro plan, o por lo menos a aplazarlo y a sustituir un movimiento fascista con nuestro movimiento del bloque nacional, del cual he sido, creo, uno de los animadores y uno de los fundadores”.
El bloque de izquierdas, triunfador en las elecciones de mayo, no se conformó, por eso, con desalojar del poder a Poincaré y a sus colaboradores. Sintió el deber de echar, además, a Millerand, de la presidencia de la república. Herriot se negó a recibir de Millerand el encargo de organizar el ministerio. Boycoteado por la mayoría parlamentaria, Millerand se vio forzado a dimitir. En medio de una tempestad de invectivas y de clamores, se retiró del Elíseo. Quienes lo creían capaz de un gesto atrevido, tascaron malhumoradamente su agria desilusión.
Ahora, sin embargo, vuelven a rodear a Millerand. La reacción carece en Francia de hombres propios. Se abastece de conductores y de animadores entre los disidentes ancianos de la extrema izquierda o entre los viejos funcionarios de la Troisiéme République. La aserción de los derechos de la victoria está a cargo de un ex-antimilitarista, de un ex-internacionalista como Gustave Hervé. El caso no es único. También la defensa de los derechos de la catolicidad tiene uno de sus más ilustres y sustantivos corifeos en un literato de mentalidad pagana, anticristiana y atea como Charles Maurras y en un escritor de literatura pornográfica, inverecunda y obscena como León Daudet.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La crisis de la democracia en Francia

En Francia no ha prosperado ninguna de las tentativas de fascismo, más o menos directamente inspiradas en el modelo italiano. Los equipos de “L’Action Francaise” han sufrido sucesivas derrotas. El estado francés ha reprimido sus más belicosas efervescencias, aplicando el código a León Daudet; la Iglesia romana ha puesto a Charles Maurras en el “index” de los autores heréticos. Las patrullas fascistas de George Vaulois y del renegado Gustavo Nervé no han tenido más fortuna. Las derechas, en busca de un dictador, han creído encontrarlo, por momentos, en un general: Castelnau el católico, Lyautey el africano; pero todos estos preludios de fascitización de la Tercera República han durado poco y han tenido un final chafado y pobre.
La reacción, el fascismo, como movilización de todas las fuerzas del Estado y de la burguesía contra la agitación revolucionaria, sin embargo, no ha cesado de ganar terreno. Los fascistas de estilo netamente escuadrista y dictatorial han fracasado en sus empeños; pero el fascismo, -un fascismo francés, leguleyo, poincarista, que ha hablado siempre el lenguaje de la legalidad aunque por esto no haya blandido menos rabiosamente el bastón reaccionario- ha conquistado lentamente al gobierno, instalando en el ministerio del interior a André Tardieu, el lugarteniente de Clemenceau, el negociador de Versailles, el reaccionario bochado en las elecciones del 11 de Mayo reintegrado al Palacio Borbón por una elección suplementaria, apenas desencadenada la contra-ofensiva de las derechas. Desde el momento en que el cartel de izquierdas, dirigido por Herriot, se reveló incapaz de actuar el programa victorioso en las urnas eleccionarias del 11 de Mayo, la restauración de Poincaré, aunque realizada con algunas concesiones a los radicales-socialistas, era evidente este “ricorso”. El gabinete del franco no era otra cosa que un retorno al bloque nacional, a una política de concentración burguesa, actuando conforme a los principios de Poincaré y Clemenceau bélicos. La Tercera República no se avenía a que la crisis del régimen demo-liberal y parlamentario le impusiera una dictadura personal y facciosa: se conformaba, por el momento, con una dictadura de clase, de estilo estrictamente legal y republicano, amparada por una mayoría parlamentaria. Las invocaciones reaccionarias no habías llevado el poder al Dictador, aguardado con impaciencia por la burguesía tomista y católica a nombre de la cual René Johannet escribió su “Elogio del burgués francés”. Regresaba al gobierno Poincaré, un político de tradición netamente parlamentaria, aferrado a la convenciones jurídicas y republicanas, con obstinación y ergotismo de abogado. La estabilización capitalista, en Francia como en otros países, aportaba formalmente la estabilización democrática. Pero, bajo este ropaje, se inauguraba en verdad una política cerradamente reaccionaria, enderezada a la represión fascista del proletariado. Con Poincaré, llegaba al gobierno André Tardieu, el más agresivo y ambicioso líder de las derechas.
Esta fisionomía y esta práctica reaccionarias se han acentuado con el gabinete Briand-Tardieu, ministro del interior, se esmera en la ofensiva anti-proletaria. Emplea contra la organización y propaganda comunista una especie de fascismo policial, en el que los polizontes hacen el trabajo de los “Camisas negras”, con menos estridencia y alaridos que estos. Pero con los mismos objetivos. Briand, a quien su vejez no ha ahorrado ninguna claudicación, ni aún la de su laicismo de parlamentario de escuela demo-masónica, suscribe y auspicia esta política con su eterno escepticismo. Está demasiado habituado a las contradicciones de su destino, para que su función de presidente de un ministerio derechista le cause algún disgusto. Teorizante de la huelga general en su debut de abogado socialista, le tocó reprimir una gran huelga en el gobierno. El más intransigente y celoso prefecto de Francia no lo hubiese superado en el método. Briand, además, ocupa la presidencia del consejo, pero es, sobre todo, en el gabinete precario que encabeza, un ministro de negocios extranjeros. ¿Qué política interna, por otro parte, se le podría pedir? Briand nunca ha tenido ninguna. La de Tardieu, como ministro del interior, no se diferencia sustancialmente de la de Sarrault. Briand está pronto a suscribir cualquiera: la que las circunstancias y la mayoría parlamentaria consientan.
Los radicales-socialistas, según los cablegramas de los últimos días, se aprestan a la batalla parlamentaria contra este gabinete. El partido radical-socialista es de un humor perennemente “frondeur”, cuando se sienta en los bandos de la oposición. Bajo este aspecto, sus preparativos de combate no tienen por qué suscitar excepcional preocupación. Pero la tendencia a coaligar otra vez los votos parlamentarios del partido radical socialista y del partido socialista, reanudando el experimento del cartel de izquierdas, coincide con la presión reaccionaria por aumentar los poderes de Tardieu hasta colocar en sus manos la dirección misma del gobierno. Los socialistas pudieron llevar a las últimas consecuencias, hace cinco años, la táctica colaboracionista que consintió la constitución del cartel de izquierdas. No se sabe, exactamente, qué misterioso pudor o qué ambicioso cálculo detuvo entonces, al líder de los socialistas Leon Blum, en la antesala de la colaboración ministerial. Blum no admitía que el Partido Socialista fuese más allá de la política de apoyo parlamentario de un gabinete radical-socialista. El partido debía reservar sus hombres para la hora, que Blum anunciaba próxima, en que conquistada la mayoría parlamentaria asumiese íntegramente el poder. El vaticinio de este augur escéptico, comentador agudo de Sthendal sirena asmática del reformismo, no se ha cumplido aún. El Labour Party británico ha precedido a sus colegas del socialismo reformista francés en la asunción total del gobierno, vemos ya con qué resultados. La social-democracia alemana encabeza un ministerio de coalición, en el que más que rectora resulta prisionera de la aleatoria mayoría que preside. I, en el actual parlamento francés, las fuerzas del cartel de izquierdas son menores que en el parlamente del 11 de mayo. -La ofensiva radical-socialista bien podría tener como desenlace el apresuramiento de un gabinete Tardieu.
La persecución policial del comunismo es la nota dominante de la política gubernamental francesa desde hace algún tiempo. Pero, acaso por esto mismo, el tema de la revolución es más debatido que nunca. Comentando un último escrito de André Chamson, escribe Jean Guehenno: “Estamos obsedidos por la Revolución. Desde hace seis meses, los escritores no hablan en París sino de ella. Esto no quiere decir que la harán ellos, sino a lo más que temen que se haga sin ellos, lo que sería igualmente lesivo para su amor propio. Chamson está obsedido como todo el mundo. Se quiere revolucionario, pero no llega a ser sin dificultades”. I Jean Richard Bloch, en todo desencantado y pesimista, constata la paganización del pensamiento moderno y ve a Francia encaminarse a grandes pasos hacia la situación dictatorial de Italia, España y otros países, entre los cuales Bloch incluye a Rusia, que con la estabilización stalinista del régimen soviético ha dejado de representar para él, abstractista y romántico, el mito revolucionario.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira