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Caillaux, Joseph Clase Social Con objetos digitales
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Notas de la Primera Conferencia

Transcripción:

  • Objeto de la primera conferencia: exponer el programa y algunas consideraciones sobre la necesidad del estudio de la crisis.
  • falta prensa decente; faltan grupos con instrumentos propios de cultura popular.
  • única cátedra de educación popular con espíritu renovador: la universidad popular
  • en la crisis el proletariado no es un espectador; es un actor.
  • el proletariado necesita, como nunca, saber lo que pasa en el mundo.
  • el Perú está dentro de la órbita de la civilización europea.
  • europea es nuestra cultura y europeas son nuestras instituciones.
  • la civilización ha internacionalizado la vida de los pueblos.
  • un periodo de reacción en Europa será de reacción en América.
  • cuando la vida de la humanidad no era tan solidaria la revolución francesa repercutió enseguida.
  • las nuevas doctrinas llegan con la misma prontitud que los nuevos elementos materiales.
  • mayor obligación de la vanguardia del proletariado de estudiar la crisis.
  • a ella está dedicado el curso. Programa.
  • la cultura revolucionaria anterior a la guerra está en revisión.
  • división de las fuerzas proletarias europeas; dos concepciones diferentes del momento histórico, dos interpretaciones distintas de la crisis.
  • antes: sindicalistas y socialistas
  • ahora: social-democráticos y comunistas.
  • sindicalistas que han seguido al comunismo: Jorge Sorel.
  • antes de la guerra, fuerza de las tesis colaboracionistas: producción superabundante, capitalismo en apogeo.
  • hoy, riqueza social destruida, un millón trescientos mil millones de pasivo. Servicio de esta deuda: noventa mil millones. Palabras de Cailleaux.
  • La colaboración sería distinta. El capitalismo no puede hacer concesiones al socialismo. Esperanza: el proletariado colonial. Pero las colonias se agitan.
  • La reacción no soluciona los problemas y desprestigia las instituciones democráticas.
  • además satura de chauvinismo la política internacional, tendencias imperialistas, lucha por la hegemonía. Ejemplo: el Ruhr.
  • crisis ideológica
  • Palabras de Ferrero
  • Palabras de Keynes.
  • El socialismo regimen de distribución, más que de producción.
  • La ruina económica de la burguesía ruina de la civilización burguesa.
  • el socialismo no puede todavía. Palabras del reportaje de "La Crónica".
  • Presenciamos la disgregación de la sociedad vieja; la gestación, la formación, la elaboración lenta e inquieta de la sociedad nueva.
  • todos los hombres a quienes las ideas nos vinculan con esta debemos fijar hondamente la mirada en este periodo trascendental, agitado e intenso de la historia humana.

José Carlos Mariátegui La Chira

La crisis de la democracia

Los propios fautores de la democracia -el término democracia es empleado como equivalente del término Estado demo-liberal-burgués- reconocen la decadencia de este sistema político. Convienen en que se encuentra envejecido y gastado y aceptan su reparación y su compostura. Mas, a su parecer, lo que está deteriorado no es la democracia como idea, como espíritu, sino la democracia como forma.
Este juicio sobre el sentido y valor de la crisis de la democracia se inspira en la incorregible inclinación a distinguir en todas las cosas cuerpo y espíritu. Del antiguo dualismo de la esencia y la forma, que conserva en la mayoría de las inteligencias sus viejos rasgos clásicos, se desprenden diversas supersticiones.
Pero una idea realizada no es ya válida como idea sino como realización. La forma no puede ser separada, no puede ser aislada de su esencia. La forma es la idea realizada, la idea actuada, la idea materializada. Diferenciar independizar la idea de la forma es un artificio y una convención teóricas y dialécticas. No es posible renegar la expresión y la corporeidad de una idea sin renegar la idea misma. La forma representa todo lo que la idea animadora vale práctica y concretamente. Si se pudiese desandar la historia, se constataría que la repetición de un mismo experimento político tendría siempre las mismas consecuencias. Vuelta una idea a su pureza. A su virginidad originales, y a las condiciones primitivas del tiempo y lugar, no daría una segunda vez más de lo que dio la primera. Una fórmula política constituye, en suma, todo el rendimiento posible de la idea que la engendró. Tan cierto es esto que el hombre, prácticamente, en religión y en política, acaba por ignorar lo que en su iglesia o su partido es esencial para sentir únicamente lo que es formal y corpóreo.
Esto mismo les pasa a los fautores de la democracia que no quieren creerla vieja y gastada como idea sino como organismo. Lo que estos políticos defienden, realmente, es la forma perecedera y no el principio inmortal. La palabra democracia no sirve ya para designar la idea abstracta de la democracia pura, sino para designar como digo, al principio de este artículo, el Estado demo-liberal-burgués. La democracia de los demócratas contemporáneos es la democracia capitalista. Es la democracia-forma y no la democracia-idea.
I esta democracia se encuentra en decadencia y disolución. El parlamento es el órgano, es el corazón de la democracia. I el parlamento ha cesado de corresponder a esos fines y ha perdido su autoridad y su función en el organismo democrático. La democracia se muere de mal cardiaco.
La reacción confiesa, explícitamente, sus propósitos anti-parlamentarios. El fascismo anuncia que no se dejará expulsar del poder por un voto del parlamento. El consenso de la mayoría parlamentaria es para el fascismo una cosa secundaria: no es una cosa primaria. La mayoría parlamentaria, un artículo de lujo; no un artículo de primera necesidad. El parlamento es bueno si obedece; malo si protesta o regaña. Los fascistas se proponen reformar la carta política de Italia, adaptándola a sus nuevos usos. El fascismo se reconoce anti-democrático anti-liberal y anti-parlamentario. A la fórmula jacobina de la Libertad, Igualdad y la Fraternidad oponen la fórmula fascista de la jerarquía. Algunos fascistas se entretienen en especulaciones teóricas, definen el fascismo como un renacimiento del espíritu de la contra-reforma. Asignan al fascismo un ánima medio-eval y católica. Mussolini suele decir que “indietro non si torna” los propios fascistas se complacen de encontrar sus orígenes espirituales en la Edad Media.
El fenómeno fascista no es sino un síntoma de la situación. Desgraciadamente para el parlamento, el fascismo no es su único ni es siquiera su principal enemigo. El parlamento sufre, de un lado, los asaltos de la Reacción, y de otro lado, los de la Revolución. Los reaccionarios y los revolucionarios de todos los climas coinciden en la descalificación de la vieja democracia Los unos y los otros propugnan métodos dictatoriales.
La teoría y la praxis de ambos bandos ofende el pudor de la Democracia, por mucho que la democracia no se haya comportado nunca con excesiva casidad. Pero la Democracia sede alternativa o simultáneamente, a la atracción de la derecha y de la izquierda. No escapa a un campo de gravitación sino para en el otro. La desgarran dos fuerzas antítéticas, dos amores antagónicos. Los hombres más inteligentes de la democracia se empeñan en renovarla y enmendarla. El régimen democrático resalta sometido a un ejercicio de crítica y de revisión internas, superior a sus años y a sus achaques.
Nitti no cree que sea el caso de hablar de una democracia a seca sino, más bien, de una democracia social. El autor de “La Tragedia de Europa” es un demócrata dinámico y heterodoxo. Caillaux preconiza “una síntesis de la democracia de tipo occidental y del sovietismo ruso” No consigue Caillaux indicar el camino que conduciría a ese resultado. Pero admite, explícitamente, que se reduzca las funciones del parlamento. El parlamento, según Caillaux no debe tener sino derechos y no desempeñarse una misión de control superior. La dirección completa del Estado económico debe ser transferida a nuevos organismos.
Estas concesiones a la teoría del Estado sindical expresan hasta qué [punto ha envejecido la antigua concepción] del parlamento. Abdicando una parte de su autoridad, el parlamento entra en una vía que lo llevará a la pérdida de sus poderes. Ese Estado económico, que Caillaux quiere subordinar al Estado político en una realidad superior a la voluntad y a la coerción de los estadistas que aspiran a aprehenderlo dentro de sus impotentes principios. El poder político es una consecuencia del poder económico. La plutocracia europea y norte-americana no tiene ningún medio a los ejercicios dialécticos de los políticos demócratas. Cualquiera de los “trusts” o de los carteles industriales de Alemania y Estados Unidos influyen en la política de su nación respectiva más que toda la ideología democrática. El plan Dawes y el acuerdo de Londres han sido dictados a sus ilustres signatarios por los intereses de Morgan, Loucheur, etc.
La crisis de la democracia es el resultado del crecimiento y el concentramiento simultáneo del capitalismo y del proletariado. Los resortes de la producción están en manos de estas dos fuerzas. La clase proletaria lucha por reemplazar en el poder a la clase burguesa. Le arranca, en tanto, sucesivas concesiones. Amblas clases pactan sus treguas, sus armisticios y sus compromisos directamente, sin intermediarios. El parlamento en estos debates, y en estas transacciones no es aceptado como árbitro. Poco a poco, la autoridad parlamentaria ha ido, por consiguiente, disminuyendo. Todos los sectores políticos tienden, actualmente, a reconocer la realidad del Estado económico. El sufragio universal y las asambleas parlamentarias, se avienen a ceder muchas de sus funciones a las agrupaciones sindicales. La derecha al centro y la izquierda, son más o menos filo-sindicalistas. El fascismo por ejemplo trabaja por la restauración de las corporaciones medioevales y constriñe a obreros y patrones a convivir y cooperar dentro de un mismo sindicato. Los teóricos de la “camisa negra” en sus bocetos del futuro Estado fascista, lo califican como Estado sindical. Los social democráticos pugnan por injertar en el mecanismo de la democracia los sindicatos y asociaciones profesionales. Walter Rathenau, uno de los más conspicuos y originales teóricos y realizadores de la burguesía, soñaba con un desdoblamiento del Estado en Estado Industrial, Estado Administrativo, Estado Educador, etc. En la organización concebida por Rathenau, las diversas funciones del Estado serían transferidas a las asociaciones profesionales.
¿Cómo ha llegado la democracia a la crisis que acusan todas estas inquietudes y conflictos? El estudio de las raíces de la decadencia del régimen democrático no cabe en los últimos acápites de un artículo como este. Hay que suplirlo con una definición incompleta y sumaria. La forma democrática ha cesado, gradualmente, de corresponder a la nueva estructura económica de la sociedad. El Estado demo-liberal-burgués fue un efecto de la ascensión de la burguesía a la posición de la clase dominante. Constituyó una consecuencia de la acción de fuerzas económicas y productoras que no podían desarrollarse dentro de los diques rígidos de una sociedad gobernada por la aristocracia y la iglesia. Ahora como entonces el nuevo juego de las fuerzas económicas y productoras reclama una nueva organización política. Las formas políticas, sociales y culturales son siempre previsoras, son siempre interinas. En su entraña contienen, invariablemente, el germen de una forma futura. Anquilosada, petrificada, la forma democrática, como las que la han precedido en la historia, no puede contener ya la nueva realidad humana.

José Carlos Mariátegui La Chira

Política y economía en Francia

El voto del último congreso radical-socialista de Niza revalida, contra las esperanzan y los augurios de la derecha, la alianza entre los dos mayores partidos de izquierda de Francia. La guerra de Marruecos y la política financiera de Caillaux han sometido a una dura prueba, en los últimos meses, la solidez del bloque de izquierdas. El partido socialista conducido por sagaces y dúctiles estrategas, ha tenido que hacer un esfuerzo enorme para no retirar su apoyo al ministerio Painlevé, constreñido a actuar una política opuesta al programa y al espíritu socialistas, así en la cuestión de Marruecos como en los problemas de la hacienda pública. Este esfuerzo no ha sido, sin embargo bastante para ahorrar al partido socialista el trance de votar en el parlamento contra el gobierno del bloque de izquierdas. Se ha dado así el caso de que Painlevé y sus ministros resulten sostenidos en el parlamento por los votos de los partidos de la derecha, contra los del socialismo y aún contra uno que otro del partido radical-socialista.
Este incidente pareció señalar la liquidación del bloque de izquierdas. Se planteaba una grave cuestión. ¿Cuál era la política del gabinete Painlevé? Por el momento, Painlevé aparecía, inequívocamente, desarrollando, más o menos atenuada, la misma política del bloque nacional. Pero, contra esta política, se había organizado el cartel de izquierdas. Contra esta política, sobre todo, había ganado el cartel la mayoría de los sufragios en las elecciones de mayo. La conducta de Painlevé, en el poder, significaba prácticamente la quiebra y el desahucio del programa por el cual habían votado el 11 de mayo los electores socialistas y radicales-socialistas.
Para esclarecer esta cuestión, se han reunido, primero, los socialistas en Marsella y, luego, los radicales-socialistas en Niza. El debate fue áspero y ácido en el congreso socialista. Una numerosa minoría se declaró vehementemente adversa al sostenimiento del régimen. León Blum logró agrupar una mayoría como siempre abrumadora en torno de su fórmula ecléctica. Pero, de toda suerte, el voto del congreso, en esta misma fórmula, reclamaba el mantenimiento de las promesas hechas a los electores en las elecciones de mayo.
El partido radical-socialista no ha tenido más remedio que reafirmar también, en su congreso, los principios del cartel. De estos principios, los que más interesan a las masas son los relativos a la solución de la crisis financiera. Y entre estos, particularmente, el del impuesto o del cupo al capital. El bloque de izquierdas queda, de este modo, ratificado y convalidado. Painlevé, disciplinadamente, no puede ni debe hacer otra cosa que la voluntad de su partido que es también la voluntad del cartel o sea la de su mayoría parlamentaria.
Pero la cuestión en sí misma es muy compleja. No la resuelven realmente los votos de los congresos socialista y radical-socialista. La complica, de un lado, la posición de Caillaux tenazmente opuesto al cupo al capital. Caillaux es el financista máximo de su partido. Su designación como ministro de finanzas en un momento en que su amnistía moral no era aún completa, se ha fundado, precisamente, en la razón de su capacidad técnica. Se decía, antes de este nombramiento, que las finanzas francesas necesitaban un Necker. Y el optimismo de los diputados radicales-socialistas se mostraba persuadido de que la Francia actual tenía un Necker y que este Necker no era otro que Caillaux. Por consiguiente, la discrepancia entre el ministro de finanzas y los dos grupos sustantivos del bloque de izquierdas reviste una importancia señalada y única. No se trata de un ministro de finanzas corriente a quien, sin ningún sacrificio, se puede licenciar y reemplazar. Se trata de un ministro de finanzas que, por su pasado y por su presente, como administrador de la hacienda francesa, tiene una extraordinaria autoridad personal. Llamado al ministerio casi como un taumaturgo, Caillaux no puede ser despedido y sustituido fácilmente. Su partido y el cartel saben que Caillaux goza de la confianza de la banca y, en general, de la mayor parte de los capitalistas franceses. Los socialistas y los radicales-socialistas no componen, por otra parte, la totalidad del cartel. El cartel está integrado por los grupos parlamentarios de Briand y de Loucheur. Esta gente es también contraria al impuesto al capital, como a todas las orientaciones demasiado radicales de la izquierda. Y si, numéricamente, este sector del parlamento no tiene mucha significación, los intereses que representa otorgan a su actitud y a su voto una influencia nada negligible. No en balde Briand es uno de los más astutos y sagaces parlamentarios y Loucheur uno de los más poderosos capataces de la industria y la finanza de Francia. Su defección reforzaría considerablemente a las derechas.
Los radicales-socialistas no pueden haber considerado insuficientemente ninguna de estas circunstancias. Para que se hayan decidido, en su asamblea de Niza, por la ratificación del programa de mayo, en el punto más cálidamente propugnado por los socialistas, tienen que haber sentido, de un modo demasiado vivo que su política, a menos que se resigne a ser la misma del bloque nacional, necesita ser una política apoyada en la fuerza parlamentaria del socialismo. La ruptura y la caída del cartel, no perjudicaría a ningún grupo tanto como al radical-socialista. Dentro de una coalición totalmente burguesa, los radicales-socialistas se verían obligados a aceptar un sitio secundario. El jefe del gobierno no sería, por ningún motivo, ninguno de sus hombres. En el más favorable de los casos sería un Briand. Abdicando su programa, renunciando su papel en la política francesa, el partido radical-socialista resultaría prácticamente absorbido por el campo conservador. Los radicales-socialistas han experimentado ya una situación análoga. La “unión sagrada” de la guerra se hizo a sus expensas. Las derechas se beneficiaron de la atmósfera de la guerra y del armisticio. El partido radical-socialista fue impotente para salvar a Caillaux y a Malvy de una condena injusta. Solo desde que se resolvió a distinguirse y separarse del bloque nacional, declarándolo una necesidad de la guerra, empezó a recuperar sus antiguas posiciones. Su programa no es una consecuencia de su resurgimiento. Su resurgimiento es, más bien, una consecuencia de su programa.
De análisis en análisis, se arriba a los intereses, más que a los sentimientos, que el partido radical-socialista representa. Se arriba, mejor dicho, al estrato, a la capa social que dio en mayo del año pasado sus sufragios a los candidatos radicales. Esa capa social es la pequeña burguesía. El partido radical-socialista recluta sus electores en la pequeña burguesía, en la clase media, en un estrato social, cuyos intereses económicos se diferencian de los intereses de los gruesos industriales, de los ricos latifundistas, etc. Y que, por consiguiente, no aborda ni contempla las cuestiones de la economía francesa desde los mismos puntos de vista. En esta capa social, el partidos radical-socialista y el partido socialista son concurrentes; y, -aunque a primera vista no parezca lógico,- justamente por esta competición, en el parlamento, son aliados. Si el partido radical-socialista abandonara su programa de mayo, una gran parte de sus electores dejaría sus filas para engrosar las del partido socialista.
Así, lo primero que, una vez más, descubren las palabras y las posturas del radicalismo, es la subordinación de la política a la economía. Existe una ideología reformista, existe un programa centrista, porque existe una capa social intermedia, con intereses e impulsos distintos tanto de los de la burguesía conservadora como de los del proletariado revolucionario. El partido radical-socialista es el órgano de esta clase. Y su fuerza depende de la adhesión que las ideas de la reforma y del compromiso, hondamente arraigadas en la pequeña burguesía, encuentran en el partido socialista francés (S. F. I. O.), esto es en una gran parte del proletariado, conducido y dominado por intelectuales pequeño-burgueses.
¿Quiénes pagarán las deudas, quiénes saldarán los déficits acumulados de la hacienda francesa? En esta pregunta se condensa toda la cuestión política de Francia. Los programas de los partidos no traducen sino las diversas respuestas de las clases a esta pregunta. Pero esclarecidos y simplificados así los términos de la cuestión, una nueva interrogación emerge de su examen. ¿Es posible, es practicable, efectivamente, dentro de sus propios lineamientos, una política típicamente centrista? La experiencia del ministerio Painlevé es un resultado negativo. Painlevé y sus ministros, en el gobierno, han acabado por hallarse de acuerdo con las derechas y en desacuerdo consigo mismos o, al menos, con sus electores. Y han ofrecido el espectáculo de un ministerio reformista sostenido, en un momento dado, por una coalición conservadora.
Es posible que los haya satisfecho o consolado la certidumbre de que sus adversarios ofrecían, a su vez, el espectáculo de una coalición conservadora sosteniendo un ministerio reformista.

José Carlos Mariátegui La Chira

La crisis ministerial en Francia

Como estaba anunciado, el gabinete Briand ha zozobrado al primer choque con la marea parlamentaria. Era un ministerio interino, que en su propio seno portaba sus elementos de destrucción. André Tardieu, su Ministro del Interior, aspira demasiado visiblemente a la presidencia del gabinete. Su ofensiva policial contra el proletariado revolucionario daba el tono al gobierno de Briand en la política interna. Tardieu, además, es uno de los hombres de Versailles. El hecho de que un antiguo clemencista como Handel, haya participado destacadamente en el ataque parlamentario a la política de Briand, no carece de significación. Tardieu, probablemente, no lleva su solidaridad con la gestión de Briand, en los negocios extranjeros, sino hasta un límite prudente. Si en la derecha y el centro del parlamento prevalece un humor nacionalista, Tardieu no podrá dejar de conformar a él su actitud. Es ya jefe, el ministro de la reacción. Personalmente, está ligado a las garantías militares y territoriales del pacto de Versailles.
Briand ha sido batida por el ataque simultáneo de Marin, Handel y Montigny, esto es de dos líderes de su propia mayoría y uno del grupo radical-socialista. El grupo de Louis Marin votó a favor del ministerio; pero ya este estaba en minoría. Todo esto entre en las reglas de juego parlamentario.
El papel de los socialistas, bajo la dirección refinadamente jesuítica de León Blum no parece ser otro que el del salvataje del ministerio. El partido socialista francés hace, desde el 11 de mayo de 1924, una política de “soutien”. No importa que en el gobierno se encuentren los radicales-socialistas o el bloque nacional, Herriot o Poincaré. La política de sostén es actuada en el primer caso como táctica de partido ministerial; en el segundo caso como de partido de oposición. No cambian sino los nombres, las formas; la estrategia y sus objetivos son los mismos. Los socialistas temen que el ministerio futuro sea más reaccionario, más adverso a los intereses de su partido, que el ministerio presente. Este miedo al porvenir, los paraliza para la lucha. El gobierno de Briand les parece, probablemente, el único medio de postergar el gobierno de Tardieu. Pero Tardieu gobierna ya, aún con Briand en el ministerio de negocios extranjeros, con la desventaja por el indumento y el tocado democráticos y legales. En todo caso, para un partido como el socialista, que se imaginaba no hace mucho, cuando la creciente revolucionaria le consentía infinitas ilusiones sobre su porvenir próximo, que pronto estaría en grado de asumir íntegramente en sus manos el poder, es un rol bien pobre el de condenarse, en el parlamento, a una táctica de salvataje de Poincaré o Briand.
Con esta política se espera, sin duda, que Briand conserve el poder, organizando el nuevo gabinete, que Briand suceda a Briand. Pero, amotinados por Caillaux contra toda forma de poincarismo, muchos de los radicales-socialistas son un obstáculo para que Briand ensanche a izquierda las bases parlamentarias del gabinete de León Blum a hacer una política ministerial como partido de oposición.
Pero Tardieu aguarda su hora. Puede avenirse a una renovación de la fórmula interina Briand, si su instituto parlamentario le indica que no ha llegado todavía. Es difícil que Briand, en un nuevo período, prescinda de los servicios de un ministro del interior tan del gusto y la confianza de la burguesía. Un gabinete de Briand-Tardieu es quizá el que más conviene a los intereses y sentimientos de la burguesía francesa, aún de la más conservadora. De esta suerte, a política de represión, los métodos fascistas, son aplicados por el más agresivo parlamentario de la reacción, dentro de un ministerio de unión nacional, a la que el propio partido socialista presta su apoyo, con la convicción de que así hace su propio juego y sirve maquiavélicamente sus propios intereses.

José Carlos Mariátegui La Chira

La urbe y el campo

Todos los episodios de la crisis contemporánea denuncian la propagación, centro de la sociedad occidental, de un humor contrario a la convivencia y a la colaboración. A través de esos episodios constatamos que el organismo de la civilización se fractura y se desintegra. Los diversos interese y pasiones que dan vida a una forma social cesen de tolerarse recíprocamente. Se mueven con propio impulso, hacia una propia meta.
La lucha de clases llena el primer plano de la crisis mundial; pero ésta contiene, además, otro contrastes y otros conflictos. Crece, por ejemplo, la desavenencia entre la urbe y la provincia, entre la ciudad y el campo. Existen numerosas señales de una agria discrepancia entre el espíritu urbano y el espíritu campesino. Los hombres del campo tienden actualmente a aislarse, a diferenciarse. Se juntan en partidos y facciones que oponen a la política industrial una política agraria. En algunos países Hungría, Rumania brotan gobiernos de raíces y conciencia casi exclusivamente rurales. EL fascismo italiano se complace de reconocerse y sentirse provinciano. Mussolini ha saludado a los delegados del último Consejo Nacional Fascista como a hombres de la provincia, "de la buena, la sólida, la cuadrada provincia". Los ha invitado a llevar a las ciudades "demasiado populosas y con frecuencia faltas de médula", su rudeza, su rusticidad, su efluvio y su energía agrarias. "Hay que hacer del fascismo –ha dicho– un fenómeno prevalentemente rural. En el fondo de las ciudades se anidan los residuos de los viejos partidos, de las viejas sectas, de los viejos institutos". Los capitanes de la reacción tratan así de utilizar en su favor la ojeriza de la provincia contra la urbe.
La marea campesina parece, en verdad, movida por una voluntad reaccionaria hacia fines reaccionarios. El campo ama demasiado la tradición. El conservador y supersticioso. Conquistan fácilmente su ánimo la antipatía y la resistencia al espíritu herético e iconoclasta del progreso. El nacionalismo alemán, como el fascismo italiano, se abastece de hombres en la provincia, en las campiñas.
La revolución comunista, en tanto, no ha penetrado hondamente todavía en los estratos agrarios de Rusia. Los campesinos la sostienen porque le deben la posesión de las tierras; pero la doctrina comunista es ininteligible aún para su mentalidad e inconciliable con su codicia. Los soviets tienen que cosificar su radicalismo a la atrasada conciencia campesina. Gorki mira en el campesino el enemigo de la revolución rusa y de sus creaciones. Caillauz, por su parte, se alarma de la tendencia de los campesinos de la Europa Central a boicotear la industria urbana y a reconstruir una economía medioeval. Hombre de la metrópoli, sin nostalgias poéticas, teme el renacimiento de los tiempos del huso y de la rueca.
Cierto que este no es todo el panorama político agrario. En otro países, en Bulgaria verbigracia, agrarios y comunistas se confunden en una misma multitud revolucionaria. Radich, el leader de los campesinos yugoeslavos, acaba de visitar Rusia, atraído por sus hombre y sus métodos. Progresa la organización novísima de una Internacional Campesina o Internacional Verde.
Pero el espíritu revolucionario reside siempre en la ciudad. Y este hecho tienen claros motivos históricos. Es en la ciudad donde el capitalismo ha llegado a su plenitud y donde se libra la batalla actual entre el orden individualista y la idea socialista. Berlín en las últimas elecciones, ha dado medio millón de votos a los comunistas; París, trescientos mil. Milán sigue siendo la plaza fuerte del proletariado de Italia. La teoría y la práctica del socialismo son un producto urbano. La aspiración de la propiedad colectiva nace espontáneamente en la fábrica, en la usina; no en la alquería. El campesino y el artesano ambicionan la adquisición de una pequeña propiedad individual. Mientras la ciudad educa al hombre para el colectivismo, el campo excita su individualismo. En el campo se vive demasiado disperso e individualmente; no es facil, por tanto, sentir una grande, intensa y generosa emoción social. La ciudad, en cambio ha alojado perennemente un fuerte afán de creación. A su calor se han incubado las actuales corrientes políticas. El propio fascismo nación en Milán, en una urbe industrial y opulenta. Sus raíces encontraron luego un suelo más propicio en la provincia; pero su germen fue genuinamente ciudadano.
Hablar de ciudad revolucionaria y provincia reaccionaria sería, sin embargo, aceptar una clasificación demasiado simplista para ser exacta. En la urbe y en el campo, la sociedad se divide en dos clases. La beligerancia entre ambas clases suele ser menor en la provincia; pero su oposición recíproca es idéntica que en la urbe. Si no existe mucha solidaridad entre las reivindicaciones de los trabajadores agrarios y los obreros urbanos, es a causa, en parte, de que el socialismo ha descuidado la conquista del campo. Finalmente, en algunos países, el capitalismo no ha puesto una resistencia intransigente a la reivindicaciones de los campesinos. Les ha abandonado la propiedad de las tierras.
Al capitalismo le basta la posesión de la ciudad, de los bancos, de las fábricas y de los mercados para dominar toda la economía de un país. Bien puede pues, dejarles a los campesinos la ilusión de ser dueños del campo.
Lo que distingue y separa a la ciudad del campo no es, por ende, la revolución ni la reacción. Es, sobre todo, una diferencia de mentalidad y de espíritu que emana de una diferencia de función. En el panorama de una sociedad, la ciudad es la cima y el campo es la llanura. La ciudad es la sede de la civilización. A medida que la civilización se perfecciona, se acentúan las distancias espirituales y psicológicas entre el hombre de la urbe y el hombre del agro. El hombre de la urbe vive a prisa. (La velocidad es una invención urbana, una cosa moderna). El campesino vie monótona y lentamente. Su trabajo y su producción están gobernados por las estaciones. Arada por el buey o la máquina, la tierra da en el mismo tiempo y en la misma estación sus espigas . La urbe y la campiña producen dos distintas psicologías, dos ánimos diversos.
Según Spengler –a quien no se puede hoy olvidar en ningún intento de interpretación de la historia– la última etapa de una cultura es urbana y cosmopolita. "La urbe mundial –dice Spengler– significa el cosmopolitalismo ocupando el puesto del "terruño", el sentido frío de los hechos sustituyendo a la veneración de lo tradicional; significa la irreligión científica como petrificación de la anterior religión del alma, "la sociedad" en lugar del Estado, los derechos naturales en lugar de adquiridos".
La ciudad ha sido injustamente tratada y escasamente comprendida por los literatos románticos o neo-románticos. Todos los que hemos respirado intensa y ávidamente la atmósfera de la urbe hemos leído acaso "La Ciudad y las Sierras" de Eça de Queiroz; pero es difícil que alguien se solidarice, en este tiempo, con su ingenua tendencia. Eça de Queiroz, en esa novela, no sintió ni entendió la ciudad. Su personaje, su Jacinto, es un hidalgo de provincia incapaz de asimilarse al verdadero espíritu urbano. Su vida y la de las demás "dramatis personae" no es sino una vida ociosa, aburrida, elegante, superflua. Y esa no es la vida de la Urbe. De la Urbe el pobre Jacinto no vio sino la "non chalance", el placer, el fastidios, el confort y el esplín. Era natural, por consiguiente, que encontrase, luego, mucho más poéticos y mejores el queso fresco y el cándido pan de la aldea. Ni a Hugo Stinnes, ni a Pierpont Morgan les habría acontecido lo mismo.
¿Hasta qué punto se puede predecir el porvenir de la Ciudad? Hay algunos presagios de su decadencia. Anatole France prevé un desplazamiento de los hombre hacia el campo. La urbe gigantesca es, a su juicio, una consecuencia del orden capitalista. El advenimiento del colectivismo, que distribuirá las funciones y las cosas con más equidad sobre la superficie de la tierra, detendrá el crecimiento mastodóntico de las ciudades. Otros agüeros son más pesimistas. Anuncian implícitamente que la ciudad será reasorbida por el campo innumerable y anónimo.
Pero estos presagios son sin duda exagerados. La ciudad que adopta a los hombres a la convivencia y a la solidaridad, no puede morir. Seguirá alimentándose de la rica savia rural. El campo, a su vez, seguirá encontrando en ella su foro su meta y su mercado.
Y lo ideal para los hombres será por mucho tiempo un tipo de vida un poco urbano y otro poco campesino.

José Carlos Mariátegui La Chira