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El hombre y el mito

I.
Todas las investigaciones de la inteligencia contemporánea sobre la crisis mundial desembocan en esta unánime conclusión; la civilización burguesa sufre de la falta de un mito, de una fe, de una esperanza. Falta que es la expresión de su quiebre material. La experiencia racionalista ha tenido esta paradójica eficacia de conducir a la humanidad a la desconsolada convicción de que la Razón no puede darle ningún camino. El racionalismo no ha servido sino para desacreditar la razón. A la idea Libertad, ha dicho Mussolini, la han muerto los demagogos. Más exacto es, sin duda, que la idea de Razón la han muerto los racionalistas. La Razón ha extirpado del alma de la civilización burguesa los residuos de los antiguos mitos. El hombre occidental ha colocado, durante algún tiempo, en el retablo de los dioses muertos, a la Razón y a la Ciencia. Pero ni la Razón ni la Ciencia pueden ser un mito. Ni la Razón ni la Ciencia pueden satisfacer toda la necesidad de infinito que hay en el hombre. La propia Razón se ha encargado de demostrar a los hombres que ella no les basta. Que únicamente el Mito posee la preciosa virtud de llenar su yo profundo.
La Razón y la Ciencia han corroído y han disuelto el prestigio de las antiguas religiones. Eucken en su libro sobre el sentido y el valor de la vida, explica clara y certeramente el mecanismo de este trabajo disolvente. Las creaciones de la ciencia han dado al hombre una sensación nueva de su potencia. El hombre, antes sobrecogido ante lo sobrenatural, se ha descubierto de pronto un exorbitante poder para corregir y rectificar la Naturaleza. Esta sensación ha despojado de su alma las raíces de la vieja metafísica.
Pero el hombre, como la filosofía lo define, es un animal metafísico. No se vive fecundamente sin una concepción metafísica de la vida. El mito mueve al hombre en la historia. Sin un mito la existencia del hombre no tiene ningún sentido histórico. La historia la hacen los hombres poseídos e iluminados por una creencia superior, por una esperanza super-humana; los demás hombres son el coro anónimo del drama. La crisis de la civilización burguesa apareció evidente desde el instante en que esta civilización constató su carencia de un mito. Renán remarcaba melancólicamente, en tiempos de orgulloso positivismo, la decadencia de la religión y se inquietaba por el provenir de la civilización europea. "Las personas religiosas -escribía- viven de una sombra. ¿De qué se vivirá después de nosotros?". La desolada interrogación aguarda una respuesta todavía.
La civilización burguesa ha caído en el escepticismo. La guerra pareció reanimar los mitos de la revolución liberal: la Libertad, la Democracia, la Paz. Mas la burguesía aliada los sacrificó, enseguida, a sus intereses y a sus rencores en la conferencia de Versalles. El rejuvenecimiento de esos mitos sirvió, sin embargo, para que la revolución liberal concluyese de cumplirse en Europa. Su invocación condenó a muerte los rezagos de la feudalidad y de absolutismo sobrevivientes aún en Europa Central, en Rusia y en Turquía. Y, sobretodo, la guerra probó una vez más, fehaciente y trágica, el valor del mito. Los pueblos capaces de la victoria fueron los pueblos capaces de un mito multitudinario.
II.
El hombre contemporáneo siente la perentoria necesidad de un mito. El escepticismo es infecundo y el hombre no se conforma con la infecundidad. Una exasperada y a veces impotente "voluntad de creer", tan aguda en el hombre post-bélico, era ya intensa y categórica en el hombre pre-bélico. Un poema de Henri Frank "La Danza delante del Arca", es el documento que tengo más a la mano respecto del estado de ánimo de la literatura de los últimos años pre-bélicos. En este poema late una grande y onda emoción. Por esto, sobretodo, quiero citarlo. Henri Frank nos dice su profunda "voluntad de creer". Israelita, trata, primero, de encender en su alma la fe en el dios de Israel. El intento es vano. Las palabras del Dios de sus padres suenan extrañas en esta época. El poeta no las comprende. Se declara sordo a su sentido. Hombre moderno, el verbo del Sinaí no puede captarlo. La fe muerta no es capaz de resucitar. Pesan sobre ella veinte siglos. Israel ha muerto de haber dado un Dios al mundo. La voz del mundo moderno propone su mito ficticio y precario: la Razón. Pero Henri Frank no puede aceptarlo. "La Razón, dice, la razón no es el universo".
"La raison sans Dieu c'est la chambre sans lampe".
El poeta parte en busca de Dios. Tiene urgencia de satisfacer su sed de infinito y de eternidad. Pero la peregrinación en infructuosa. El peregrino querría contentarse con la ilusión cotidiana. "¡Ah! sache franchement saisir de tout moment la fuyante fumée et le suc éphémère". Finalmente piensa que "la verdad es el entusiasmo sin esperanza". El hombre porta su verdad en sí mismo.
"Si la Arche et vide où tu pensais trouver la loi, rien n'est réel que ta danse".
III.
Los filósofos nos aportan una verdad análoga a los poetas. La filosofía contemporánea ha barrido el mediocre edificio positivista. Ha esclarecido y demarcado los modestos confines de la razón. Y ha formulado las actuales teorías del Mito y de la Acción. Inútil es, según estas teorías, buscar una verdad absoluta. La verdad de hoy no será la verdad de mañana. Una verdad es válida sólo para una época. Contentémonos con una verdad relativa.
Pero este lenguaje relativista no es asequible, no es inteligible para el vulgo. El vulgo no sutiliza tanto. El hombre se resiste a seguir una verdad mientras no la crea absoluta y suprema. Es en vano recomendarle la excelencia de la fe, del mito, de la acción. Hay que proponerle una fe, un mito, una acción. ¿Donde encontrar el mito capaz de reanimar espiritualmente el orden que tramonta?
La pregunta exaspera a la anarquía intelectual, a la anarquía espiritual de la civilización burguesa. Algunas almas pugnan por restaurar el Medio Evo y el ideal católico. Otras trabajan por un retorno al Renacimiento y al ideal clásico. El fascismo, por boca de sus teóricos, se atribuye una mentalidad medioeval y católica; cree representar el espíritu de la Contra-Reforma; aunque por otra parte, pretende encarnar la idea de la Nación, idea típicamente liberal. La teorización parece complacerse en la invención de los más alambicados sofismas. Mas todos los intentos de resucitar mitos pretéritos resultan, en seguida, destinados al fracaso. Cada época quiere tener un intuición propia del mundo. Nada más estéril que pretender reanimar un mito extinto. Jean R. Block, en un artículo publicado últimamente en la revista "Europe", escribe a este respecto palabras de profunda verdad. En la catedral de Chartres ha sentido la voz maravillosamente creyente del lejano Medio Evo. Pero advierte cuánto y cómo esa voz es extraña a las preocupaciones de esta época. "Sería una locura -escribe- pensar que la misma fe repetiría el mismo milagro. Buscad a vuestro alrededor, en alguna parte, una mística nueva, activa, susceptible a milagros, apta a llenar a los desgraciados de esperanza, a suscitar mártires y a transformar el mundo con promesas de bondad y de virtud. Cuando la habréis encontrado, designado, nombrado, no seréis absolutamente el mismo hombre".
Ortega y Gasset habla del "alma desencantada". Romain Rolland habla del "alma encantada". ¿Cuál de los dos tiene razón? Ambas almas coexisten. El "alma desencantada" de Ortega y Gasset es el alma de la decadente civilización burguesa. El "alma encantada" de Romain Rolland es el alma de los forjadores de la nueva civilización. Ortega y Gasset no ve sino el ocaso, el tramonto, der Untergang. Romain Rolland ve el otro, el alba, der Aufgang. Lo que más neta y claramente diferencia en esta época a la burguesía y al proletariado es el mito. La burguesía no tiene ya mito alguno. Se ha vuelto incrédula, escéptica, nihilista. El mito liberal, renacentista, ha envejecido demasiado. El proletariado tiene un mito: la revolución social. Hacia ese mito se mueve con una fe vehemente y activa. La burguesía niega; el proletariado afirma. La inteligencia burguesa se entretiene en una crítica racionalista del método, de la teoría de los revolucionarios. ¡Qué incomprensión! La fuerza de los revolucionarios no está en su ciencia; está en su fe, en su pasión, en su voluntad. Es una fuerza religiosa, mística, espiritual. Es la fuerza del Mito. La Emoción revolucionaria, como escribí en un artículo sobre Ghandi, es una emoción religiosa. Los motivos religiosos se han desplazado del cielo a la tierra. No son divinos; son humanos, son sociales.
Hace algún tiempo que se constata el carácter religioso, místico, metafísico del socialismo. Jorge Sorel, uno de los más altos representantes del pensamiento francés del siglo XX, decía en sus Reflexiones sobre la Violencia: "Se ha encontrado una analogía entre la religión y el socialismo revolucionario, que se propone la preparación y aún la reconstrucción del individuo para una obra gigantesca. Pero Bergson nos ha enseñado que no sólo la religión puede ocupar la región del yo profundo; los mitos revolucionarios pueden también ocuparla con el mismo título. Renan, como el mismo Sorel lo recuerda, advertía la fe religiosa de los socialistas, constatando su inexpugnabilidad a todo desaliento. "A cada experiencia frustrada, recomienzan. No han encontrado la solución; la encontrarán. Jamás los asalta la idea de que la solución no exista. He ahí su fuerza".
La misma filosofía que nos enseña la necesidad del mito y de la fe, resulta incapaz generalmente de comprender la fe y el mito de los nuevos tiempos. "Miseria de la filosofía" como decía Marx. Los profesionales de la Inteligencia no encontrarán el camino de la fe; lo encontrarán las multitudes. A los filósofos les tocará más tarde, codificar el pensamiento que emerja de la gran gesta multitudinaria. ¿Supieron acaso los filósofos de la decadencia romana comprender el lenguaje del cristianismo? La filosofía de la decadencia burguesa no puede tener mejor destino.

José Carlos Mariátegui La Chira

La emoción de nuestro tiempo. Dos concepciones de la vida

I.
La guerra mundial no ha modificado ni facturado únicamente la economía y la política de occidente. Ha modificado y fracturado, también su mentalidad y su espíritu. Las consecuencias económicas, definidas y precisadas por John Maynard Keynes, no son más evidentes ni sensibles que las consecuencias espirituales y psicológicas. Los políticos, los estadistas, hallarán, tal vez, a través de una serie de experimentos, una fórmula y un método para resolver las primeras; pero no hallarán, seguramente, una teoría y una práctica adecuada para anular las segundas. Más probablemente parece que deban acomodar sus programas a la presión de la atmósfera espiritual, a cuya influencia su trabajo no puede sustraerse. Lo que diferencia a los hombres de esta época no es tan sólo la doctrina, sino sobretodo el sentimiento. Dos opuestas concepciones de la vida, una prebélica, otra postbélica, impiden la inteligencia de los hombres que aparentemente, sirven el mismo interés histórico. He aquí el conflicto central de la crisis contemporánea.
La filosofía evolucionista, historicista, racionalista, unía en los tiempos prebélicos, por encima de las fronteras políticas y sociales, a las dos clases antagónicas. El bienestar material, la potencia física de las urbes habían engendrado un respeto supersticioso por la idea del progreso. La humanidad parecía haber hallado una vía definitiva. Conservadores y revolucionarios aceptaban prácticamente las consecuencias de la tesis evolucionista. Unos y otros coincidían en la misma adhesión a la idea del progreso y en la misma aversión a la violencia.
No faltaban hombres a quienes esta chata y acomodada filosofía no lograba seducir ni captar. Jorge Sorel denunciaba, por ejemplo, las ilusiones del progreso. Don Miguel de Unamuno predicaba quijotismo. Pero la mayoría de los europeos habían perdido el gusto de las aventuras y de los mitos históricos. La democracia conseguía el favor de las masas socialistas y sindicales, complacidas de sus fáciles conquistas graduales, orgullosas de cooperativas, de su organización, de sus "casas del pueblo" y de su burocracia. Los capitanes y los oradores de la lucha de clases gozaban de una popularidad, sin riesgos, que adormecía en sus almas toda veleidad. La burguesía se dejaba conducir por líderes inteligentes y progresistas que, persuadidos de la estolidez y la imprudencia de una política de persecución de las ideas y los hombres del proletariado, preferías una política dirigida a domesticarlos y ablandarlos con sagaces transacciones.
Un humor decadente y estetista se difundía, sutilmente, en los estratos superiores de la sociedad. El crítico italiano Adriano Tilgher, en unos de sus remarcables ensayos, define así la última generación de la burguesía parisense: "Producto de una civilización muchas veces secular, saturada de experiencia y de reflexión analítica e introspectiva, artificial y libresca, a esta generación crecida antes de la guerra le tocó vivir en un mundo que parecía consolidado para siempre y asegurado contra toda posibilidad de cambio. Y en este mundo se adaptó sin esfuerzo. Generación toda nervios y cerebro, gastados y cansados por las grandes fatigas de sus genitores, no soportaba los esfuerzos tenaces, las tensiones prolongadas, las sacudidas bruscas, los rumores fuertes, las luces vivas, el aire libre y agitado; amaba la penumbra y los crepúsculos, las luces dulces y discretas, los sonidos apagados y lejanos, los movimientos mesurados y regulares. El ideal de esta generación era vivir dulcemente".
II.
Cuando la atmósfera de Europa, próxima la guerra, se cargó demasiado de electricidad, los nervios de esta generación sensual, elegante e hiperestética, sufrieron un raro malestar y una extraña nostalgia. Un poco aburridos de "vivre avec douceur", se estremecieron con una apetencia morbosa, con un deseo enfermizo. Reclamaron casi con ansiedad, casi con impaciencia, la guerra. La guerra no aparecía como una tragedia, como un cataclismo, sino más bien como un deporte, como un alcaloide o como un espectáculo. ¡Oh!, la guerra, como en una novela de Jean Bernier, esta gente la presentía y la auguraba, "elle serait trés chic la guerre".
Pero la guerra no correspondió a esta previsión frívola y estúpida. La guerra no quiso ser tan mediocre. París sintió en su entraña, la garra del drama bélico. Europa conflagrada, lacerada, mudó de mentalidad y de psicología.
Todas las energías románticas del hombre occidental, anestesiadas por largos lustros de paz confortable y pingüe, renacieron tempestuosas y prepotentes. Resucitó el culto de la violencia. La Revolución Rusa insufló en la doctrina socialista un ánima guerrera y mística. Y el fenómeno bolchevique siguió el fenómeno fascista. Bolcheviques y fascistas no se parecían a los revolucionarios y conservadores pre-bélicos. Carecían de la antigua superstición del progreso. Eran testigos conscientes e inconscientes de que la guerra había demostrado a la humanidad que aún podían sobrevivir hechos superiores a la previsión de la ciencia y también hechos contrarios al interés de la civilización.
La burguesía, asustada por la violencia bolchevique, apeló a la violencia fascista. Confiaba muy poco en que sus fuerzas legales bastasen para defenderla de los asaltos de la revolución. Más, poco a poco, ha aparecido luego en su ánimo la nostalgia de la crasa tranquilidad pre-bélica. Esta vida de alta tensión la disgusta y la fatiga. La vieja burocracia socialista y sindical comparte esta nostalgia. ¿Por qué no volver -se pregunta- al buen tiempo pre-bélico? Un mismo sentimiento de la vida vincula y acuerda espiritualmente a estos sectores de la burguesía y el proletariado que trabajan en comandita, por descalificar, al mismo tiempo, el método bolchevique y el método fascista. En Italia, este episodio de la crisis contemporánea tiene los más nítidos y precisos contornos. Ahí, la vieja guardia burguesa ha abandonado el fascismo. Y se ha concertado en el terreno de la democracia, con la vieja guardia socialista. El programa de toda esta gente se condensa en una sola palabra: normalización. La normalización sería la vuelta a la vida tranquila, el desahucio o el sepelio de todo romanticismo, de todo heroísmo, de todo quijotismo de derecha y de izquierda. Nada de regresar, con los fascistas, al Medio Evo. Nada de avanzar, con los bolcheviques, hacia la Utopía.
El fascismo habla un lenguaje beligerante y violento que alarma a quieres no ambicionan sino la normalización. Mussolini, en un discurso dijo: "No vale la pena vivir como hombres y como partido y sobretodo no valdría la pena de llamarse fascista, si no se supiese que se está en medio de la tormenta. Cualquiera es capaz de navegar en mar de bonanza, cuando los vientos inflan las velas, cuando no hay olas ni ciclones. Lo bello, lo grande: y quisiera decir lo heroico es navegar cuando la tempestad arrecia. Un filósofo alemán decía: vive peligrosamente. Yo quisiera que ésta fuese la palabra de orden del joven fascismo italiano: vivir peligrosamente. Esto significa estar pronto a todo, a cualquier sacrificio, a cualquier peligro, a cualquier acción, cuando se trate de defender a la patria y al fascismo". El fascismo no concibe la contra-revolución como una empresa vulgar y policial sino como una empresa épica y heroica. Tesis excesiva, tesis incandescente, tesis exorbitante para la vieja burguesía, que no quiere absolutamente ir tan lejos. Que se detenga y se frustre la revolución, claro, pero si es posible con buenas maneras. La cachiporra no debe ser empleada sino en caso extremo. Y no hay que tocar, en ningún caso, la Constitución ni el Parlamento. Hay que dejar las cosas como estaban. La vieja burguesía anhela vivir dulce y parlamentariamente. "Libre y tranquilamente", escribía polemizando con Mussolini, "Il Corriere della Sera" en Milán. Pero uno y otro términos designan el mismo anhelo.
Los revolucionarios, como los fascistas, se proponen, por su parte, vivir peligrosamente. En los revolucionarios, como los fascistas, se advierte análogo impulso romántico, análogo al humor quijotesco.
La nueva humanidad, en sus dos expresiones antitéticas, acusa una nueva intuición de la vida. Esta intuición de la vida no asoma, exclusivamente, en la prosa beligerante de los políticos. En una de las divagaciones de Luis Bello encuentro esta frase: "Conviene corregir a Descartes: combato, luego existo". La corrección resulta, en verdad, oportuna. La fórmula filosófica de una edad racionalista tenía que ser: "Pienso, luego existo". Pero a esta edad romántica, revolucionaria, quijotesca, no le sirve ya la misma fórmula. La vida más que pensamiento quiere ser hoy acción, esto es combate. El hombre contemporáneo tiene necesidad de fe. Y la única fe que puede ocupar su yo profundo es una fe combativa. No volverán, quién sabe hasta cuando, los tiempo de vivir con dulzura. La de este escepticismo y de este nihilismo, nace la ruda, la fuerte, la perentoria necesidad de una fe y de un mito que mueva a los hombres a vivir peligrosamente.

José Carlos Mariátegui La Chira