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Idealismo y decadentismo [Recorte de Prensa]

Idealismo y decadentismo

Las clases que se han sucedido en el dominio de la sociedad, han disfrazado siempre sus móviles materiales con una mitología que abonada largamente el idealismo de su conducta. Como el socialismo, consecuente con sus premisas filosóficas, renuncia a este indumento anacrónico; todas las supersticiones espiritualistas se amotinan contra él, en un cónclave del fariseísmo universal, a cuyas sagradas decisiones sienten el deber de mostrarse atentos, sin reparar en su sentido reaccionario, intelectuales pávidos y universitarios ingenuos.

Pero, porque el pensamiento filosófico burgués, ha perdido esa seguridad, ese estoicismo conque quiso caracterizarse en su época afirmativa y revolucionaria, ¿debe el socialismo imitarlo en su retiro al claustro tomista, o en su peregrinación a la pagoda del Budha viviente, siguiendo el itinerario parisién de Jean Cocteau o turístico de Paúl Morand? ¿Quiénes son más idealistas, en la acepción superior abstracta de este vocablo, los idealistas del orden burgués o los materialistas de la revolución socialista? Y si la palabra idealismo está desacreditada y comprometida por la servidumbre de los sistemas que ella designa a todos los pasados intereses y privilegios de clase, ¿qué necesidad histórica tiene el socialismo de acogerse a su amparo? La filosofía idealista, históricamente, es la filosofía de la revolución liberal y del orden burgués. Y ya sabemos los frutos que desde que la burguesía se ha hecho conservadora, da en la teoría y en la práctica. Por un Benedetto Croce que, continuando lealmente esta filosofía, denuncia la enconada conjuración de la cátedra contra el socialismo, como idea que surge del desenvolvimiento del liberalismo, ¡cuántos Giovanni Gentile, al servicio de un partido cuyos ideólogos, fautores sectarios de una restauración espiritual del Medio Evo, repudian en bloque, la modernidad? La burguesía, historicista y evolucionista dogmática y estrechamente, en los tiempos en que, contra el racionalismo y el utopismo igualitarios, le bastaba la fórmula: “todo lo real es racional”, dispuso entonces de casi la unanimidad de los “idealistas”. Ahora que no sirviéndole ya los mitos de la Historia y la Evolución para resistir al socialismo, deviene anti-historicista, se reconcilia con todas las iglesias y todas las supersticiones, favorece el retorno a la trascendencia y a la teología y adopta los principios de los reaccionarios que mas sañudamente la combatieron cuando era revolucionaria y liberal, otra vez encuentra en los sectores y en las capillas de una filosofía idealista “bonne a tout faire”, —neo-kantistas, neo-pragmatistas, etc.—solícitos proveedores, ora dandys y elegantes como el conde Keyserling, ora panfletarios y provinciales a lo León Bloy como Domenico Giulxiotti, de todas las prédicas útiles al remozamiento de los más viejos mitos.

Es posible que universitarios vagamente simpatizantes de Marx y Lenin, pero sobre todo de Jaurés y Mac Donald, echen de menos una teorización o una literatura socialista, de fervoroso espiritualismo, con abundantes citas de Keyserling, Scheler, Stammler y aún de Steiner y Krishnamurti. Entre estos elementos, ayunos a veces de una seria información marxista, es lógico que el revisionismo de Henri de Man, y hasta otro de menor cuantía, encuentre discípulos y admiradores. Pocos entre ellos, se preocuparán de averiguar si las ideas de “Más allá del marxismo” son al menos originales o si, como lo certifica el propio Vandervelde, no agregan nada a la antigua crítica revisionista.

Tanto Henri de Man como Max Eastman, extraen sus mayores objeciones de la crítica de la concepción materialista de la historia formulada hace varios años por el profesor Brandenburg en los siguientes términos: “Ella quiere fundar todas las variaciones de la vida en común de los hombres en los cambios que sobrevienen en el dominio de las fuerzas productivas; pero ella no puede, explicar porqué éstas últimas deben cambiar constantemente y por qué este cambio debe necesariamente efectuarse en la dirección del socialismo”. Bukharin responde a esta crítica en un apéndice a “La theorie du materialisme historique”. Pero más fácil y cómodo es contentarse con la lectura de Henri de Man que indagar sus fuentes y enterarse de, los respectivos argumentos de Bukharin y el profesor Brandenburg, menos difundidos por los distribuidores de novedades.

Peculiar y exclusiva de la tentativa de espiritualización del socialismo de Henri de Man es, en cambio, la siguiente proposición: “Los valores vitales son superiores a los materiales, y entre los vitales, los más elevados son los espirituales. Lo que en el aspecto eudomonológico podría expresarse así: en condiciones iguales, las satisfacciones más apetecibles son las que uno siente en la conciencia cuando refleja lo más vivo de la realidad del yo y del medio que lo rodea”. Esta arbitraria categorización de los valores no está destinada a otra cosa que a satisfacer a los pseudo-socialistas deseosos de que se les provea de una fórmula equivalente a la de los neo-tomistas: “primacía de lo espiritual”. Henri de Man no podría explicar jamás satisfactoriamente en qué se diferencian los valores vitales de los materiales. Y al distinguir los valores materiales de los espirituales tendría que atenerse al más arcaico dualismo.

En el apéndice ya citado de su libro sobre el materialismo histórico, Bukharin enjuicia así la tendencia dentro de la cual se clasifica de Man: "Según Marx las relaciones de producción son la base material de la sociedad. Sin embargo, en numerosos grupos marxistas (o más bien, pseudo-marxistas), existe una tendencia irresistible a espiritualizar esta base material. Los progresos de la escuela y del método psicológico en la sociología burguesa no podían dejar de "contaminar" los medios marxistas y semi-marxistas. Este fenómeno marchaba a la par con la influencia creciente de la filosofía académica idealista. Se pusieron a rehacer la construcción de Marx, introduciendo en su base material la base psi­cológica "ideal", la escuela austriaca (Bohm-Ba­wark), L. Word y tutti quanti. En este menester, la iniciativa volvió al austro-marxismo, teó­ricamente, en decadencia. Se comenzó a tratar la base material en el espíritu del Pickwick Club. La economía, el modo de producción, pasaron a una categoría inferior a la de las reacciones psí­quicas. El cimiento sólido de lo material desa­pareció del edificio social".

Que Keyserlingy Spengler, sirenas de la decadencia, continúen al margen de la especula­ción marxista. El más nocivo sentimiento que podría turbar al socialismo, en sus actuales jornadas, es el temor de no parecer bastante intelec­tualistas y espiritualista a la crítica universitaria, "Los hombres que han recibido una educación primaria —escribía Sorel en el prólogo de Reflexiones sobre la Violencia— tienen en general la superstición del libro y atribuyen fácilmente genio a las gentes que ocupan mucho la atención del mundo letrado; se imaginan que tendrían mucho que aprender de los autores cuyo nombre es citado frecuentemente con elogio en los periódicos; escuchan con un singular respeto los comentarios que los laureados de los concursos vienen a aportarles. Combatir estos prejuicios no es cosa fácil; pero es hacer obra útil. Consideramos este trabajo como absolutamente capital y podemos llevarlo a buen término sin ocupar jamás la dirección del mundo obrero. Es necesario que no le ocurra al proletariado lo que les sucedió a los germanos que conquistaron el imperio romano: tuvieron vergüenza e hicieron sus maestros a los rectores de la decadencia latina, pero no tuvieron que alabarse de haberse querido civilizar". La admonición del hombre de pensamiento y de estudio que mejor partido sacó para el socialismo de las enseñanzas de Bergson, no ha sido nunca tan actual como en estos tiempos interinos de estabilización capitalista.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

"La literatura peruana" por Luis Alberto Sánchez

"La literatura peruana" por Luis Alberto Sánchez

Nueva contribución a la crítica de Valdelomar

Valdelomar no es todavía, en nuestra literatura, el hombre matinal. Actuaban sobre él demasiadas influencias decadentistas. Entre “las cosas inefables e infinitas” que intervienen en el desarrollo de sus leyendas incaicas, con la Fe, el Mar y la Muerte, pone al Crepúsculo. Desde su juventud, su arte estuvo bajo el signo de D’Annunzio. En Italia, el tramonto romano, el atardecer voluptuoso del Janiculum, la vendimia autumnal, Venecia anfibia -marítima y palúdica- exacerbaron en Valdelomar las emociones crepusculares de “Il Fuoco”.

Pero a Valdelomar lo preserva de una excesiva intoxicación decadentista su vivo y puro lirismo. El “humor” esa nota frecuente de su arte, es la senda por donde se evade del universo d’annunziano. El “humor” da el tono al mejor de sus cuentos: “Hebaristo, el sauce que se murió de amor”. Cuento pirandelliano, aunque Valdelomar acaso no conociera a Pirandello que, en la época de la visita de nuestro escritor a Italia, estaba muy distante de la celebridad ganada para su nombre por sus obras teatrales. Pirandelliano por el método: identificación panteísta de las vidas paralelas de un sauce y un boticario: pirandelliano por el personaje: levemente caricaturesco, mesocrático, pequeño burgués, inconcluso; pirandelliano por el drama; el fracaso de una existencia que, en una tentativa superior a su ritmo sórdido, siente romperse su resorte con grotesco y risible traquido.
Un sentimiento panteísta, pagano, empujaba a Valdelomar a la aldea, a la naturaleza. Las impresiones de su infancia, transcurrida en una apacible caleta de pescaderos, gravitan melodiosamente en su subconsciencia. Valdelomar es singularmente sensible a las cosas rústicas. La emoción de su infancia está hecha de hogar, de playa y de campo. El “soplo denso, perfumado del mar”, la impregna de una tristeza tónica y salobre:
“y lo que él me dijera aún en mi alma persiste; mi padre era callado y mi madre era triste y la alegría nadie me la supo enseñar”.
(“Tristitia”)
Tiene, empero, Valdelomar, la sensibilidad cosmopolita y viajera del hombre moderno. New York, Times Square, son motivos que lo atraen tanto como la aldea encantada y el “caballero carmelo”. Del piso 54 del Woolworth pasa sin esfuerzo a la yerbasanta y a la verdolaga de los primeros soledosos caminos de su infancia. Sus cuentos acusan la movilidad caleidoscópica de su fantasía. El dandismo de sus cuentos yanquis o cosmopolitas, el exotismo de sus imágenes china y orientales (“mi alma tiembla como un junco débil”), el romanticismo de sus leyendas incaicas el impresionismo de sus relatos criollos, son en su obra estaciones que se suceden, se repiten, se alternan en el itinerario del artista, sin transición y sin ruptura espirituales.
Su obra es esencialmente fragmentaria y escisípara. La existencia y el trabajo del artista se resentían de indisciplina y exuberancia criolla. Valdelomar reunía, elevadas a su máxima potencia, las cualidades y los defectos del mestizo costeño. Era un temperamento excesivo que del más exasperado orgasmo creador caía en el más asiático y fatalista renunciamiento de todo deseo. Simultáneamente ocupaban su imaginación un ensayo estético, una divagación humorística, una tragedia pastoril (“Verdolaga”), una vida romanesca (“La Mariscala”). Pero poseía el don del creador. Los gallinazos del Martinete, la Plaza del Mercado, las riñas de gallos, cualquier tema podía poner en marcha su imaginación, con fructuosa cosecha artística. De muchas cosas, Valdelomar es descubridor. A él se le revoló, primero que a nadie en nuestras letras, la trágica belleza agonal de las corridas de toros. En tiempos en que este asunto estaba reservado aún a la prosa pedestre de los iniciados en la tauromaquia, escribió su “Belmonte, el trágico”.
La “greguería” empieza con Valdelomar en nuestra literatura. Me consta que los primeros libros de Gómez de la Serna que arribaron a Lima, gustaron sobre manera a Valdelomar. El gusto atomístico de la “greguería” era, además, innato en él, aficionado a la pesquisa original y a la búsqueda microcósmica. Pero, en cambio Valdelomar no sospechaba aún en Gómez de la Serna al descubridor del Alba. Su retina de criollo impresionista era experta en gozar voluptuosamente, desde la ribera dorada, los colores ambiguos del crepúsculo.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Estaciones de la crítica anti-marxista o revisionista

Estaciones de la crítica anti-marxista o revisionista

Karl Marx inició un tipo de hombre de acción y de pensamiento, de hombre pensante y operante. Pero en los líderes de la revolución rusa aparece, con rasgos más definidos, el ideólogo realizador. Lenin, Trotsky, Bukharin, Lunatcharsky, filosofan en la teoría y la praxis. Lenin deja, al lado de sus trabajos de estratega de la lucha de clases, su “Materialismo y Empirio-criticismo”. Trotzky, en medio del trajín de la guerra civil y de la discusión de partido, se da tiempo para sus meditaciones sobre “Literatura y Revolución”. ¿Y en Rosa Luxemburgo, acaso no se unimisman, a toda hora, la combatiente y la artista? ¿Quién entre los profesores que Henri de Manfel autor de “Más allá del Marxismo” admira, vive con más plenitud e intensidad de idea y de creación? Vendrá un tiempo en que a despecho de los engreídos catedráticos que acaparan hoy la representación oficial de la cultura, la asombrosa mujer que escribió desde la prisión esas maravillosas cartas a Luisa Kaustky —declaro que pocas compilaciones de cartas me han emocionado tanto— despertará la misma devoción y encontrará el mismo reconocimiento que una Teresa de Avila. Espíritu más filosófico y moderno que toda la caterva pedante que la ignora, —activo y contemplativo al mismo tiempo— y Unamuno si la conoce bien, la amará por esto —y la llamará espíritu quijotesco y agónico— puso en el poema trágico de su existencia el heroísmo, la belleza, la tensión, el gozo que no enseña ninguna escuela de la sabiduría.

En vez de procesar el marxismo por retraso e indiferencia respecto a la filosofía contemporánea, sería el caso, mas bien, de procesar a esta por deliberada y miedosa incomprensión de la lucha de clases y del socialismo. Ya un filósofo liberal como Benedetto Croce —verdadero filósofo y verdadero liberal— ha abierto este proceso, en términos de inapelable justicia, antes de que otro filósofo, idealista y liberal también, y continuador y exégeta del pensamiento hegeliano, Giovanni Gentile, aceptase un puesto en las brigadas del fascismo, en promiscua sociedad con los más dogmáticos neo-tomistas y los más incandescentes anti-intelectualistas. (Marinetti y su patrulla futurista).

Indagando las culpas de las generaciones precedentes, Croce las define y denuncia así: “Dos grandes obras: una contra el Pensamiento, cuando por protesta contra la violencia ocasionada a las ciencias empíricas, (que era el motivo en cierto modo legítimo) y por la ignavia mental (que el ilegítimo) se quiso, después de Kant, Fichte y Hegel, tornar atrás, y se abandonó el principio de la potencia del pensamiento para abarcar y dominar toda la realidad, la cual no es, y no puede ser otra cosa, sino espiritualidad y pensamiento. Al principio no se desconoció propia y abiertamente la potencia del pensamiento para abarcar y dominar toda la realidad, la cual no es, y no puede ser otra cosa, sino espirtiualidad y pensamiento. Al principio no se desconoció propia y abiertamente la potencia del pensamiento y solamente se la cambió en la de la observación y el experimento; pero, puesto que estos procedimientos empíricos debían necesariamente probarse insuficientes, la realidad real apareció como un más allá inaprehensible, un incognoscible, un misterio, y el positivismo generó de su seno el misticismo y las renovadas formas religiosas.

Por esta razón he dicho que los dos períodos, tomados en examen, no se pueden separar netamente y poner en contraste entre sí: de este lado el positivismo, al frente el misticismo; porque éste es hijo de aquel. Un positivista, después de la gelatina de los gabinetes, no creo que tenga otra cosa más cara que el incognoscible, esto es la gelatina en la cual se cultiva el microbio del misticismo.

Pero la otra culpa requeriría el análisis de las condiciones económicas y de las luchas sociales del siglo décimo nono y en particular de aquel gran movimiento histórico que es el socialismo, o sea la entrada de la clase obrera en la arena política. Hablo desde un aspecto general; y trasciendo las pasiones y las contingencias del lugar y del momento. Como historiador y como observador político, no ignoro que tal o cual hecho que toma el nombre de socialismo, en tal o cual otro lugar y tiempo, puede ser con mayor o menor razón contrastado, como por lo demás sucede con cualquier otro programa político, que es siempre contingente y puede ser más o menos extravagante e inmaduro y celar un contenido diverso de su forma aparente. Más, bajo el aspecto general, la pretensión de destruir el movimiento obrero, nacido del seno de la burguesía, sería como pretender cancelar la revolución francesa, la cual creó el dominio de la burguesía; mas aún, el absolutismo iluminado del siglo décimo octavo, que preparó la revolución; y poco a poco suspirar por la restauración del feudalismo y del sacro imperio romano, y por añadidura, por el regreso de la historia a sus orígenes: donde no sé si se encontraría el comunismo primitivo de los sociólogos (la lengua única del profesor Trombetti), pero no se encontraría, ciertamente, la civilización. Quien se pone, a combatir al socialismo, no ya en este o aquel momento de la vida de un país, sino en general (digamos así, en su exigencia), está constreñido a negar la civilización y el mismo concepto moral en que la civilización se funda. Negación imposible; negación que la palabra rehúsa pronunciar y que por esto ha dado origen a los inefables ideales de la fuerza por la fuerza, del imperialismo, del aristocraticismo, tan feos que sus mismos asertores no tienen ánimo de proponerlos en toda su rigidez y ora los moderan mezclándoles elementos heterogéneos, ora los presentan con cierto aire de bizarría fantástica o de paradoja literaria, que debería servir a hacerlos aceptables. O bien ha hecho surgir, por contragolpe, los ideales, peor que feos tontos, de la paz, del quietismo y de la no resistencia al mal. (“Crítica”, 1927, y “La letteratura della nuova Italia”, vol. IV).

La bancarrota del positismo y del cientifismo no compromete absolutamente la posición de los marxistas. La teoría y la política de Marx se cimentan invariablemente en la ciencia, no en el cientifisismo. Y en la ciencia, quieren reposar hoy, como lo observa Julien Beenda, en su “Trahison des Glares”, todos los programas políticos, sin excluir a los más reaccionarios y anti-históricos (el de la “Action Francaise”, por ejemplo). Brunetiere, que proclamaba la quiebra de la ciencia, ¿no se complacía acaso en maridar catolicismo y positivismo? ¿Y Maurras no se reclama igualmente del pensamiento científico? La religión del porvenir, como piensa Waldo Frank, descansará en la ciencia o se elevará sobre ella. “Copérnico, Newton, Galileo, Einstein, Espinoza, Leibnitz, Kant, los pensadores en psicología, política y leyes sociales —escribe Frank en el segundo de sus estudios sobre “The Re-Discovery of America” en “The New Republic”— edifican desde la ruina de los mundos una nueva fundamentación para que culmine el futuro conjunto —nuestra verdadera religión. ¿Será también esto cientificismo superado?

Análogas a las especiosas razones que se emplean para hablar de divorcio entre el marxismo y la nueva filosofía—y la nueva ciencia—son las que sirven para lamentar la despreocupación o indiferencia del socialismo marxista respecto a las bases éticas de un nuevo orden social.

La culpa, en parte, la tienen ciertos marxistas ortodoxos, demasiado ortodoxos, a lo Lafargue, en los cuales sin duda pensó Marx cuando, con su habitual ironía, dijo aquello de “en cuanto a mí, no soy marxista”. Pero también, a este respecto Marx ha sido reivindicado enérgicamente por Croce, con argumentos semejantes a los que usa en la defensa de Maquiavelo.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira