Imprimir vista previa Cerrar

Mostrando 3 resultados

Descripción archivística
José Carlos Mariátegui La Chira Variedades Italia Estado Español
Opciones avanzadas de búsqueda
Imprimir vista previa Hierarchy Ver :

3 resultados con objetos digitales Muestra los resultados con objetos digitales

La liquidación de la cuestión romana

El fascismo concluye, en estos momentos, uno de los trabajos para que se sintió instintivamente predestinado desde antes, acaso, de su ascensión al poder. Ni sus orígenes anti-clericales, agresivamente teñidos de paganismo marinettiano y futurista -el programa de Marinetti comprendía la expulsión del Papa y su corte y la venta del Vaticano y sus museos-; ni las reyertas entre campesinos católicos y legionarios fascistas en los tiempos de beligerancia del partido de don Sturzo; ni las violentas requisitorias de Farinacci contra el anti-fascismo -nittiano addiritura- del Cardenal Gasparri; ni la condena por los tribunales fascistas de algunos curas triestinos; ni la terminante exclusión del “scoutismo” católico como concurrente de la organización mussolinista de la adolescencia; ninguno de los actos o conceptos, individuos o situaciones que han opuesto tantas veces el “fascio littorio” y el cetro de San Pedro, ha frustrado la ambición del Dux de reconciliar el Quirinal y el Vaticano, el Estado y la Iglesia.
¿Quien ha capitulado, después de tantos lustros de intransigente reafirmación de sus propios derechos? Verdaderamente, la cuestión romana, como montaña casi insalvable entre el Quirinal y el Vaticano, había desaparecido poco a poco. Incorporada la Italia del Risorgimento en la buena sociedad europea, el Vaticano había visto tramontar, año tras año, la esperanza de que un nuevo ordenamiento de las relaciones internacionales consintiese la reivindicación del Estado pontificio. Dictaba su ley no solo a la buena sociedad europea, sino a la sociedad mundial, naciones protestantes y sajonas con muy pocos motivos de aprecio por la ortodoxia romana; le imponía su etiqueta diplomática una nación latina, entregada, desde su revolución, a la más severa y formalista laicidad franc-masona. La Iglesia Romana, en el curso del ochocientos, había dado muchos pasos hacia la democracia burguesa, separando teórica y prácticamente su destino del de la feudalidad y la autocracia. El liberalismo italiano, a su vez, no había osado tocar el dogma, llevando a su pueblo al protestantismo, a la iglesia nacional. La cuestión romana había sido reducida por los gobernantes del “transformismo” italiano a las proporciones de una cuestión jurídica. En realidad, descartados sus aspectos político, religioso y moral, no era otra cosa. Si el Vaticano aceptaba el dogma de la soberanía popular y, por ende, el derecho del pueblo italiano en su organización a adoptar los principios del Estado moderno, no tenía que reclamar sino contra la unilateralidad arbitraria de la Ley “delle Guarentigie”. Esta ley era inválida por haber pretendido resolver, sin preocuparse, del consenso ni las razones del Papado, una cuestión que afectaba a sus derechos.
Pero, en tiempos de parlamentarismo demo-liberal, un arreglo estaba excluido por el juego mismo de la política de cámara y pasillos. Aparte de que todos los líderes coincidían tácitamente con la tendencia giolittiana a aplazar, por tiempo indefinido, cualquier solución. La política -o la administración- giolittiana tenía que “menager”, de una parte, a los clericales, gradualmente atraídos a una democracia sosegada, progresista, tolerante, exenta de todo excesivo sectarismo, de toda peligrosa duda teológica; y de otra parte, a los demo-liberales y demo-masones, empeñados en sentirse legítimos y vigilantes herederos del patrimonio ideal del Risorgimento.
La crisis post-bélica, la transformación cada día más acentuada de la política de partidos en política de clases, la consiguiente aparición del partido popular italiano bajo la dirección de don Sturzo, cambiaron después de la guerra los términos de la situación. La catolicidad, que políticamente había carecido hasta entonces de representación propia, comenzó a disponer de una fuerza electoral y parlamentaria que pesaba decisivamente, dada la actitud de los socialistas, en la composición de la mayoría y el gobierno.
Pero estaba vigente aún la tradición del Estado liberal y laico surgido del Risorgimento. La distancia entre el Estado y la Iglesia se había acortado. Mas el Estado no podía dar, por su parte, el paso indispensable para salvarla. La Iglesia, a su vez, esperaba la iniciativa del Estado. Histórica y diplomáticamente, no le tocaba abrir las negociaciones.
Mussolini ha operado en condiciones diversas. En primer lugar, el gobierno fascista, como he recordado ya en otra ocasión, tratando este mismo tópico, no se considera vinculado a los conceptos que inspiraron invariablemente a este respecto a la política de los anteriores gobiernos de Italia. Frente a la “cuestión romana”, como frente a todas las otras cuestiones de Italia, el fascismo no se siente responsable del pasado. El fascismo pregona su voluntad de construir el Estado fascista sobre bases y principios absolutamente diversos de los que durante tantos años ha sostenido el Estado liberal. Al mismo tiempo, el fascismo desenvuelva, con astuto oportunismo, una política de acercamiento a la iglesia, cuyo rol como instrumento de italianidad y latinidad ha sido imperialistamente exaltado por Mussolini. En materia religiosa, el fascismo ha realizado el programa del partido popular o católico fundado de 1919 por don Sturzo. Lo ha realizado a tal punto que ha hecho inútil la existencia en Italia de un partido católico. (Hay que agregar que, en ningún caso, después del Aventino, la habría permitido como existencia de un partido democrático). “El Papa puede despedir a don Sturzo”, escribía ya hace cinco años Mario Missiroli. El acercamiento del fascismo a la Iglesia, no solo se ha operado en el orden práctico, mediante una restauración más o menos política del catolicismo en la escuela. También se ha intentado la aproximación en el orden teórico. Los intelectuales fascistas de Gentile, a Ciusso y Pellizzi, se han esmerado en el elogio de Iglesia. Los más autorizados teóricos del “fascio littorio”, han encontrado en el tomismo no poco de los fundamentos filosóficos de su doctrina. La ex-comunión de “L’Action Francaise”, ha comprometido un poco esta “demarche” reaccionaria. Frente al mismo fascismo, el Vaticano ha reivindicado discretamente el concepto católico del Estado, incompatible con el dogma fascista del Estado ético y soberano.
Mas, si a este respecto el acuerdo resultará siempre difícil, no ocurriría los mismo con la “cuestión romana”. Precisamente en este terreno, el fascismo podía ceder sin peligro. I reconocer al Papado la soberanía sobre los palacios vaticanos, una indemnización y otras prerrogativas, no es ceder demasiado. Lo mismo habría dado, presuroso, Cavour. Solo que entonces habría parecido muy poco.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Austria, caso pirandelliano

A propósito de la escaramuza polémica entre Italia y Alemania sobre la frontera del Breunero, no se ha nombrado casi a Austria. Pero de toda suerte ese último incidente de la política europea, nos invita a dirigir la mirada a la escena austriaca. El diálogo Mussolini-Stresseman sugiere necesariamente a los espectadores lejanos del episodio una pregunta: ¿Por qué se habla de la frontera ítalo-austriaca como si fuese una frontera ítalo-alemana? Para explicarse esta compleja cuestión es indispensable saber hasta que punto Austria existe como Estado autónomo e independiente.
El Estado Austriaco aparece, en la Europa post-bélica, como el más paradójico de los Estados. Es un Estado que subsiste a pesar suyo. Es un Estado que vive porque los demás lo obligan a vivir. Si se nos consiente aplicar a los dramas de las naciones el léxico inventado para los dramas de los individuos, diremos que el caso de Austria se presenta como un caso pirandelliano.
Austria no quería ser un Estado libre. Su independencia, su autonomía, representan un acto de fuerza de las grandes potencias del mundo. Cuando la victoria aliada produjo la disolución del imperio astro-húngaro. Austria que después de haberse sentido por mucho tiempo desmesuradamente grande, se sentía por primera vez insólitamente pequeña, no supo adaptarse a su nueva situación. Quiso suicidarse como nación. Expresó su deseo de entrar a formar parte del Imperio alemán. Pero entonces las potencias le negaron el derecho de desaparecer y en previsión de que Austria insistiera más tarde en su deseo, decidieron tomar todas las medidas posibles para garantizarle su autonomía.
El famoso principio wilsoniano de la libre determinación de los pueblos sufrió aquí, precisamente, el más artero golpe. El más artero y el más burlesco. Wilson había prometido a los pueblos el derecho de disponer de si mismos. Los artífices del tratado de paz quisieron, sin duda, poner en la formulación de este principio una punta de ironía. La independencia de un Estado no debía ser solo un derecho; debía ser una obligación.
El tratado de paz prohíbe prácticamente a Austria la fusión con Alemania. Establece que, en cualquier caso, esta fusión requiere para ser sacionada el voto unánime del Consejo de la Sociedad de Naciones.
Ahora bien, de este consejo forman parte Francia e Italia, dos potencias naturalmente adversas a la unión de Alemania y Austria. Las dos vigilan, en la Sociedad de las Naciones, contra toda posible tentativa de incorporación de Austria en el Reich.
A Francia, como es bien sabido, la desvela demasiado la pesadilla del problema alemán. Para muchos de sus estadistas la única solución lógica de este problema es la balkanización de Alemania. Bajo el gobierno del bloque nacional Francia ha trabajado ineficaz pero pacientemente por suscitar en Alemania un movimiento separatista. Ha subsidiado elementos secesionistas de diversas calidades, empeñada en hace prosperar un separatismo bávaro o un separatismo rhenano. La autonomía de Baviera, sobre todo, parecía uno de los objetivos del poincarismo. El imperialismo francés soñaba como cerrar el paso a la anexión de Austria al Reich mediante la constitución de un Estado compuesto por Baviera y Austria. Se tenía en vista el vínculo geográfico y el vínculo religioso. (Baviera y Austria son católicas mientras Prusia es protestante. I aún étnicamente Austria se identifica más con Baviera que con Prusia). Pero se olvidaba que su economía y su educación industriales habían generado un cambio, en el pueblo austriaco, una tendencia a confundirse y consustanciarse con la Alemania manufacturera y siderúrgica, más bien que con la Alemania rural. En todo caso, para que el proyecto del Estado bávaro-austriaco prosperase hacía falta que prendiese, previamente en Baviera. I esta esperanza, como es notorio, ha tramontado antes que el poincarismo. [Para Francia, por consiguiente, como un anexo] o una secuela del problema alemán, existe un problema austriaco. “Basta hachar una mirada sobre el mapa -escribe Marcel Duan en un libro sobre Austria- para comprender toda la importancia del problema austriaco, llave de la mayor parte de las cuestiones políticas que interesan a la Europa Central. Libre y abierta a la influencia de las grandes potencias occidentales, el Austria asegura sus comunicaciones con sus aliados y clientes del cercano Oriente danubiano y balkánico; abandonada por nosotros a las sugestiones de Berlín, se halla en grado de aislarlos de nuestros amigos eslavos. Corredor abierto a nuestra expansión o muro erguido contra ella. El Austria confirma o amenaza la seguridad de nuestra victoria y aún la de la paz europea”.
Italia a su vez no puede pensar, sin inquietud y sin sobre salto, en la posibilidad de que resurja, más allá de Breunero, un Austria poderosa. El propósito de restauración de los Hapsburgo en Hungría tuvieron su más obstinado enemigo en la diplomacia italiana, preocupada por la probabilidad de que esa restauración produjese a la larga la reconstitución de un Estado austro-húngaro.
Pero, teórica y prácticamente, ninguna de las precauciones del tratado de Paz y de sus ejecutores logra separar a Austria de Alemania. I, es por esto, cuando se trata de las minorías nacionales encerradas dentro de los nuevos límites de Italia, no es Austria sino Alemania la que reivindica sus derechos o apadrina sus aspiraciones. Austria, en su último análisis, no es sino un Estado alemán temporalmente separado del Reich.
La política de los dos partidos que, desde la caída de los Hapsburgo, comparten la responsabilidad del poder de Austria, se encuentran estrechamente conectada con la de los partidos alemanes del mismo ideario y la misma estructura. El partido social cristiano, que tiene Monseñor Seipel su político más representativo, se mueve evidentemente en igual dirección que el centro católico alemán. I entre el socialismo alemán y el socialismo austriaco la conexión y la solidaridad son, como es natural, más señaladas todavía. Otto Bauer, por no citar sino un nombre es una figura común, por lo menos en el terreno de la polémica socialista, a las dos social-democracia germanas. I el partido socialista austriaco, de otro lado, es el que más significadamente tiene en Austria a la unión política con Alemania.
Concurre aumentar lo paradójico del caso austriaco el hecho de que este Estado funciona, presentemente, más o menos como una dependencia de la Sociedad de las Naciones. Destinado por la raza y la lengua a vivir bajo la influencia política y sentimental de Alemania, el Estado austriaco se halla, financieramente, bajo la tutela de la Sociedad de las Naciones o sea, hasta ahora, de los enemigos de Alemania.
El Austria contemporánea, es lo que no quisiera ser. Aquí reside el pirandellismo de su drama. Los seis personajes en busca de autor, afirman exasperadamente, en la farsa pirandelliana, su voluntad de ser. Austria guarda en el fondo de su alma, su voluntad, más pirandelliana si se quiere de no ser. Pero el drama, hasta donde cabe un parecido entre individuos y naciones, es sustancialmente el mismo.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Anti-reforma y fascismo

Anti-reforma y fascismo

Pertenece a Paul Morand esta observación, que prueba cómo un novelista de la decadencia, puede tener un sentido más realista y concreto de la defensa de occidente que un metafórico de la reacción. “Massis, -dice Morand- ha examinado el problema con su inteligencia aguda y abstracta, pero después de una exposición muy brillante ha arribado a una solución católica, jurídica, romana y medioeval del universo, que es preciso respetar puesto que es su fin, pero que no me parece una evidente imposibilidad en 1927- En la hora actual, el Occidente no es verdaderamente defendido sino por las sociedades puritanas y anglosajonas, los bolchevistas no se han equivocado en este punto y, por mi parte, cada vez que yo me he hallado en los confines del mundo blanco, California, México, lo he fuertemente sentido. Ahora bien, Massís, no solamente lo dice, sino que en dos palabras ejecuta a la Reforma; a la Reforma, madre de Inglaterra y de Estados Unidos. Ve uno de los orígenes de la decadencia occidental en quien sostiene todavía efectivamente nuestro mundo blanco. Pero esta ejecución sumaria de la Reforma no es exclusiva de Massis. La encontramos también en los más autorizados y explícitos documentos de teorización fascista. En su discurso de la Universidad de Perugia, el Ministro Rocco, imputó a la Reforma así la responsabilidad del liberalismo y de la democracia como del socialismo. “el pensamiento político moderno, -afirma Rocco-, ha estado hasta ayer, en Italia y fuera de Italia, bajo el dominio absoluto de aquellas doctrirnas que tuvieron su origen próximo en la Reforma protestante, encontraron su desarrollo con los jus-naturalistas de los siglo XVII y XVIII fueron consagrados, por la Revolución Inglesa, la Americana y la Francesa y, con diversas formas, a veces contrastantes entre sí, han caracterizado todas las teorías políticas y sociales de los siglos XIX y XX hasta el fascismo”. Este discurso constituyó, en primer término, una severa requisitoria contra la era liberal burguesa de la civilización occidental, denunciada como una poco menos absurda elaboración del espíritu protestante. La tendencia a unimismar en este espíritu todos los movimientos anteriores al fascismo, condujo a Rocco a atribuir al socialismo la concepción atomística o individualista del Estado, propia del liberalismo. ¿Cómo había podido generarse el fascismo, definido no sólo como antítesis del liberalismo sino como una negación radical de la modernidad? Para explicar su génesis, Rocco se acoge a una presunta continuación autónoma del pensamiento italiano contra las filtraciones y obstáculos de la modernidad, a través de una cadencia de geniales renovadores de la tradición romana que va de Maquiavelo a Vico y a Cuoco, para rematar, probablemente, en el propio Rocco. El Patrimonio espiritual del romanismo, celosa y activamente conservado por Italia, representaría la milagrosa y excepcional reserva que le consiente afrontar con mejor fortuna que ninguna otra nación, la crisis de la civilización occidental.
El parentesco espiritual de Rocco, Federzoni, Corradini y otros nacionalistas italianos, con Maurras, Daudet y otros monarquistas de “L’Actión Francaise” que profesan notoriamente la fórmula simplista de la Anti-Reforma, no daría íntegra la clave de esta artificiosa destilación del pensamiento fascista si el mismo Mussolini, tan poco sospechoso de escolasticismo, no hubiese aceptado tácitamente los puntos de vista de Rocco en un telegrama de congratulación por el discurso de Perugia. Tanto por su formación intelectual como por su método empírico y realista, Mussolini no puede adherir a una condena sumaria de la modernidad. Menos todavía a suponer la premisa cardinal del fascismo. Esta adhesión lo coloca en abierto conflicto con lo que precisamente pensaba poco tiempo atrás. “Si por relativismo debe entenderse -escribía entonces- el desprecio de las categorías fijas por los hombres que se creen los portadores de una verdad objetiva inmortal, por los estáticos que se acomodan, en vez de renovarse incesantemente, entre los que se jactan de ser siempre iguales a sí mismos; nada es más relativista que la mentalidad y la actividad fascistas. Si el relativismo y movilismo universal equivalen, nosotros los fascistas hemos manifestado siempre nuestra despreocupada independencia por los nominalismos en los cuales se clava -como murciélagos a las vigas- los gazmoños de los otros partidos; nosotros somos verdaderamente los relativistas por excelencia y nuestra acción se reclama directamente de los más actuales movimientos del pensamiento europeo”. ¿Qué entendimiento cabe entre este relativismo que franquea el camino de todas las herejías y el dogmatismo de los nacionalistas franceses o italianos que nada reprochan tanto al pensamiento como su movilidad y su pluralidad? Los metafísicos tomistas dedican sus más acres ironías al empirismo anglo-sajón al cual desdecían ante todo por su filiación protestante. (¿No ha execrado una vez León Daudet al Kaiser Guillermo como una encarnación del espíritu luterano, sin acordarse, como le objetaron luego sus críticos, que los Hohenzollern eran calvinistas?). El hecho es que, indiferente al tamaño de su contradicción, el Dux del fascismo ha otorgado su venia y su aplauso al ministro, por el arte con que enlaza la doctrina fascista con la ortodoxia romana.
Es cierto que en la manifestación del espíritu fascista intervienen intelectuales como Giovanni Gentile que no pueden renegar del difamado pensamiento moderno sin renegar de sí mismo. Gentiles para los escolásticos de la reacción debe ser siempre el propagador del idealismo hegelianos, filosofía de inconfundible estirpe herética y protestante hacia la cual no puede moverlos a la indulgencia ni aún su mérito de valla contra el materialismo positivista. Además, Gentile propugna la tesis de que el fascismo desciende espiritual y aún doctrinariamente de la Diestra histórica del Risorgimento, sin cuidarse mucho de la parentela liberal y protestante que el fascismo se vería entonces obligado a reconocer, dado que los hombres de la famosa derecha del Risorgimento, fieles a la idea del Estado Unitario o Estado épico, como lo ha estudiado Mario Missireli, tendieron francamente a la ruptura con la Iglesia romana. Y otros exégetas, avanzando mucho más en la tentativa de relacionar el fascismo con el pensamiento moderno, señalan la influencia de Bergson, James y Sorel en la preparación espiritual de este movimiento, inexplicable según ellos sin una fecunda asimilación de las corrientes pragmatista, activista y relativista.
Pero, con excepción de Gentile, que insiste en la genealogía liberal del fascismo -liberal no democrática, ya que si la democracia contiene liberalismo, este solo la antecede- no son estos intelectuales, empeñados en atribuir al fascismo una esencia absolutamente moderna, quienes le dan entonación y fisionomía doctrinales. Son, más bien, los que, como Rocco, o con mayor ultraísmo, arremeten contra la Reforma y en general contra la modernidad, verbigracia, Curzio Suckert, autor de la fórmula “Fascismo igual Anti-reforma”. Y Ardengo Soffici que mira en el romanticismo un movimiento de puro origen protestante. El ex-compañero de Marinetti coincide con Maurrás en el odio al romanticismo y lo excede en el esfuerzo de repudiarlo como un producto genuinamente germano.

José Carlos Mariátegui La Chira