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Fondo José Carlos Mariátegui Mussolini, Benito Clase Obrera Avec objets numériques Espagnol
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La urbe y el campo

Todos los episodios de la crisis contemporánea denuncian la propagación, centro de la sociedad occidental, de un humor contrario a la convivencia y a la colaboración. A través de esos episodios constatamos que el organismo de la civilización se fractura y se desintegra. Los diversos interese y pasiones que dan vida a una forma social cesen de tolerarse recíprocamente. Se mueven con propio impulso, hacia una propia meta.
La lucha de clases llena el primer plano de la crisis mundial; pero ésta contiene, además, otro contrastes y otros conflictos. Crece, por ejemplo, la desavenencia entre la urbe y la provincia, entre la ciudad y el campo. Existen numerosas señales de una agria discrepancia entre el espíritu urbano y el espíritu campesino. Los hombres del campo tienden actualmente a aislarse, a diferenciarse. Se juntan en partidos y facciones que oponen a la política industrial una política agraria. En algunos países Hungría, Rumania brotan gobiernos de raíces y conciencia casi exclusivamente rurales. EL fascismo italiano se complace de reconocerse y sentirse provinciano. Mussolini ha saludado a los delegados del último Consejo Nacional Fascista como a hombres de la provincia, "de la buena, la sólida, la cuadrada provincia". Los ha invitado a llevar a las ciudades "demasiado populosas y con frecuencia faltas de médula", su rudeza, su rusticidad, su efluvio y su energía agrarias. "Hay que hacer del fascismo –ha dicho– un fenómeno prevalentemente rural. En el fondo de las ciudades se anidan los residuos de los viejos partidos, de las viejas sectas, de los viejos institutos". Los capitanes de la reacción tratan así de utilizar en su favor la ojeriza de la provincia contra la urbe.
La marea campesina parece, en verdad, movida por una voluntad reaccionaria hacia fines reaccionarios. El campo ama demasiado la tradición. El conservador y supersticioso. Conquistan fácilmente su ánimo la antipatía y la resistencia al espíritu herético e iconoclasta del progreso. El nacionalismo alemán, como el fascismo italiano, se abastece de hombres en la provincia, en las campiñas.
La revolución comunista, en tanto, no ha penetrado hondamente todavía en los estratos agrarios de Rusia. Los campesinos la sostienen porque le deben la posesión de las tierras; pero la doctrina comunista es ininteligible aún para su mentalidad e inconciliable con su codicia. Los soviets tienen que cosificar su radicalismo a la atrasada conciencia campesina. Gorki mira en el campesino el enemigo de la revolución rusa y de sus creaciones. Caillauz, por su parte, se alarma de la tendencia de los campesinos de la Europa Central a boicotear la industria urbana y a reconstruir una economía medioeval. Hombre de la metrópoli, sin nostalgias poéticas, teme el renacimiento de los tiempos del huso y de la rueca.
Cierto que este no es todo el panorama político agrario. En otro países, en Bulgaria verbigracia, agrarios y comunistas se confunden en una misma multitud revolucionaria. Radich, el leader de los campesinos yugoeslavos, acaba de visitar Rusia, atraído por sus hombre y sus métodos. Progresa la organización novísima de una Internacional Campesina o Internacional Verde.
Pero el espíritu revolucionario reside siempre en la ciudad. Y este hecho tienen claros motivos históricos. Es en la ciudad donde el capitalismo ha llegado a su plenitud y donde se libra la batalla actual entre el orden individualista y la idea socialista. Berlín en las últimas elecciones, ha dado medio millón de votos a los comunistas; París, trescientos mil. Milán sigue siendo la plaza fuerte del proletariado de Italia. La teoría y la práctica del socialismo son un producto urbano. La aspiración de la propiedad colectiva nace espontáneamente en la fábrica, en la usina; no en la alquería. El campesino y el artesano ambicionan la adquisición de una pequeña propiedad individual. Mientras la ciudad educa al hombre para el colectivismo, el campo excita su individualismo. En el campo se vive demasiado disperso e individualmente; no es facil, por tanto, sentir una grande, intensa y generosa emoción social. La ciudad, en cambio ha alojado perennemente un fuerte afán de creación. A su calor se han incubado las actuales corrientes políticas. El propio fascismo nación en Milán, en una urbe industrial y opulenta. Sus raíces encontraron luego un suelo más propicio en la provincia; pero su germen fue genuinamente ciudadano.
Hablar de ciudad revolucionaria y provincia reaccionaria sería, sin embargo, aceptar una clasificación demasiado simplista para ser exacta. En la urbe y en el campo, la sociedad se divide en dos clases. La beligerancia entre ambas clases suele ser menor en la provincia; pero su oposición recíproca es idéntica que en la urbe. Si no existe mucha solidaridad entre las reivindicaciones de los trabajadores agrarios y los obreros urbanos, es a causa, en parte, de que el socialismo ha descuidado la conquista del campo. Finalmente, en algunos países, el capitalismo no ha puesto una resistencia intransigente a la reivindicaciones de los campesinos. Les ha abandonado la propiedad de las tierras.
Al capitalismo le basta la posesión de la ciudad, de los bancos, de las fábricas y de los mercados para dominar toda la economía de un país. Bien puede pues, dejarles a los campesinos la ilusión de ser dueños del campo.
Lo que distingue y separa a la ciudad del campo no es, por ende, la revolución ni la reacción. Es, sobre todo, una diferencia de mentalidad y de espíritu que emana de una diferencia de función. En el panorama de una sociedad, la ciudad es la cima y el campo es la llanura. La ciudad es la sede de la civilización. A medida que la civilización se perfecciona, se acentúan las distancias espirituales y psicológicas entre el hombre de la urbe y el hombre del agro. El hombre de la urbe vive a prisa. (La velocidad es una invención urbana, una cosa moderna). El campesino vie monótona y lentamente. Su trabajo y su producción están gobernados por las estaciones. Arada por el buey o la máquina, la tierra da en el mismo tiempo y en la misma estación sus espigas . La urbe y la campiña producen dos distintas psicologías, dos ánimos diversos.
Según Spengler –a quien no se puede hoy olvidar en ningún intento de interpretación de la historia– la última etapa de una cultura es urbana y cosmopolita. "La urbe mundial –dice Spengler– significa el cosmopolitalismo ocupando el puesto del "terruño", el sentido frío de los hechos sustituyendo a la veneración de lo tradicional; significa la irreligión científica como petrificación de la anterior religión del alma, "la sociedad" en lugar del Estado, los derechos naturales en lugar de adquiridos".
La ciudad ha sido injustamente tratada y escasamente comprendida por los literatos románticos o neo-románticos. Todos los que hemos respirado intensa y ávidamente la atmósfera de la urbe hemos leído acaso "La Ciudad y las Sierras" de Eça de Queiroz; pero es difícil que alguien se solidarice, en este tiempo, con su ingenua tendencia. Eça de Queiroz, en esa novela, no sintió ni entendió la ciudad. Su personaje, su Jacinto, es un hidalgo de provincia incapaz de asimilarse al verdadero espíritu urbano. Su vida y la de las demás "dramatis personae" no es sino una vida ociosa, aburrida, elegante, superflua. Y esa no es la vida de la Urbe. De la Urbe el pobre Jacinto no vio sino la "non chalance", el placer, el fastidios, el confort y el esplín. Era natural, por consiguiente, que encontrase, luego, mucho más poéticos y mejores el queso fresco y el cándido pan de la aldea. Ni a Hugo Stinnes, ni a Pierpont Morgan les habría acontecido lo mismo.
¿Hasta qué punto se puede predecir el porvenir de la Ciudad? Hay algunos presagios de su decadencia. Anatole France prevé un desplazamiento de los hombre hacia el campo. La urbe gigantesca es, a su juicio, una consecuencia del orden capitalista. El advenimiento del colectivismo, que distribuirá las funciones y las cosas con más equidad sobre la superficie de la tierra, detendrá el crecimiento mastodóntico de las ciudades. Otros agüeros son más pesimistas. Anuncian implícitamente que la ciudad será reasorbida por el campo innumerable y anónimo.
Pero estos presagios son sin duda exagerados. La ciudad que adopta a los hombres a la convivencia y a la solidaridad, no puede morir. Seguirá alimentándose de la rica savia rural. El campo, a su vez, seguirá encontrando en ella su foro su meta y su mercado.
Y lo ideal para los hombres será por mucho tiempo un tipo de vida un poco urbano y otro poco campesino.

José Carlos Mariátegui La Chira

Giovanni Giolitti

Los días que corren no son propicios para una equitativa valoración de Giolitti. El fascismo no puede mostrarse demasiado indulgente con el político que más conspicua y específicamente representa la Italia liberal, positivista, tendera, burocrática de los últimos lustros pre-bélicos. El anti-fascismo, aunque grato a la firmeza con que Giolitti votó en el Parlamento contra la política anti-liberal del fascismo, no puede perdonar al estadista piamontés su parte en los errores tácticos que consintieron la marcha sobre Roma y la abdicación y desmoronamiento del Estado liberal. La apología de Francesco Crispi y de los hombres de la antigua derecha, se acomoda al gusto y al interés de la dictadura fascista mucho más que el reconocimiento de la bemerencias de Giolitti, que debió su fortuna política a la derrota del método crispiano.
Nunca se ha despotricado tanto en Italia contra la democracia sanchopancesca, utilitaria, negociante, giolittiana en una palabra de la “monarquía socialista” como desde que Mussolini, en la necesidad de sofocar toda protesta contra su régimen, anunció su intención de reemplazar definitiva y formalmente al viejo Estado liberal por el Estado fascista. Giolitti ha escuchado sin inmutarse, en sus postreros años, las más exorbitantes y estruendosas requisitorias contra su sentido prudente, realista, práctico, administrativo de la política.
La Italia de Victorio Veneto, que el fascismo siente espiritual e históricamente tan suya, debe a la obra giolittiana, ordenadora y parsimoniosa, los elementos fundamentales de su costosa victoria. En largos años de administración, que sacrificó los tópicos clásicos del Risorgimento a los hechos prosaicos de un trabajo de crecimiento y equilibrio capitalistas Giolitti, el neutralista, preparó a Italia para la guerra, capacitándola para ascender del desastre de Adua al triunfo de Vittorio Veneto.
El rencor de la Italia d’annunziana, retórica, militarista, contra el sobrio y parco estadista piamontés, se ha tomado la más exultante y completa revancha con el régimen fascista. Sería fácil, sin embargo, probar que el fascismo debe su persistencia y estabilización, más que a sus medidas de violencia, a su método oportunista, a su estrategia social, a una praxis, en suma, heredada del giolittismo, con la diferencia de que este prescindía de la declamación idealista y asignaba a su función fines más modestos e inmediatos,
Giolitti era la antítesis del político programático y doctrinario. Profesaba, sin duda, íntimamente un ideal, que ahora se destaca más netamente que nunca como el resorte espiritual de su obra; el ideal de hacer de Italia un estado moderno, apto para superar definitivamente una pesada tradición clerical, comunal, güelfa, anti-unitario, surgido de las luchas del Risorgimento, Giolitti comprendió que era necesario abandonar el dogmatismo y la intransigencia de Crispi y licenciar definitivamente una buena parte de las frases e ideas del Risorgimento mismo. La política del Estado, en la medida en que podía ser reformadora y progresista, en el orden político, tenía que apoyarse en las masas obreras, cada vez más ganadas al socialismo. El ideario liberal significaba un constante fermento de tendencias e impulsos republicanos. Giolitti, liquidó la cuestión institucional acordando a las masas el derecho de huelga, el sufragio universal el mejoramiento económico. Críticos liberales como Mario Missiroli no le han ahorrado invectivas por su empirismo oportunista, exento al parecer de toda convicción doctrinal. Pero precisamente Missiroli, que acusaba a Giolitti de haber destruido el patrimonio ideal del Risorgimento con su política transformista y compromiso, ha acabado por reconocer, el fondo voluntarista e ideal de la política giolittiana. La experiencia de la crisis post-bélica, lo obligó a admitir que “la política giolittiana era la sola conveniente a un pueblo incapaz de superar y las contradicciones de su historia milenaria”. “Fue después de la catástrofe del socialismo y de la democracia -escribe Missiroli- cuando comprendí la ineluctabilidad de la política giolittiana y la grandeza de Giolitti. Fue entonces cuando intuí su profundo pesimismo, su patriotismo ascético, su infalible sentido de la historia. No se comprende la política de Giolitti sin el subsidio de una filosofía de la historia, que parece confluir con su obra en virtud de una milagrosa adivinación. Es una cuestión de la más alta psicología moral saber como haya conseguido creer y obrar, no obstante sus íntimos convencimientos sobre la historia, la naturaleza, las costumbres de los italianos. La grandeza de Giolitti consiste en haber sabido gobernar, según los modos de la civilización occidental, un pueblo que había permanecido extraño a las formaciones espirituales de la modernidad y en el haberlo elevado, merced de una obra exclusivamente personal por encima de su propia consciencia moral y de sus hábitos atrasados”.
Piero Gobetti no anda muy lejos de Missiroli cuando define a Giolitti como “la sublimación más rara y casi única de la ordinaria administración”. Giolitti, realmente, resolvía la política en la administración; pero sin perder de vista los fines superiores del Estado liberal. Incorporando a las masas en la vida política, como partido de clase, opuso a las inclinaciones conservadoras de la burguesía el contrapeso indispensable para que no condujesen al Estado al renegamiento gradual de los principios del liberalismo. El socialismo le permitió salvar al Estado de la reacción ultramontana. La función del socialismo, como Missiroli también lo acepta en el prefacio de su segunda edición de “La Monarquía Socialista”, que rectifica en parte las aserciones originales de la obra, fue eminentemente liberal en el período giolittiano.
Pero esta política solo podía desenvolverse libremente en la época en que las masas se acomodaban con facilidad a una acción reformista. Desde que la guerra abrió un período revolucionario, el socialismo se tornó amenazados e inquietante. Giolitti, siguiendo su estrategia equilibrista de contrapesos y antinomias, pensó que podía servirse de las brigadas fascistas para volver a la razón a los socialistas. Luego, sería fácil reducir al orden a los “fasci di combatimento”. Su último gran servicio a la burguesía y al orden fue su actitud contemporizadora ante la ocupación de las fábricas. La resistencia del gobierno a la reivindicación obrera del control de las fábricas, habría provocado probablemente la revolución. Giolitti prefirió ceder a la demanda de las masas, quitándoles de este modo el móvil concreto que las impulsaba a la lucha. Pero erró, en cambio, en su cálculo cuando disolvió a la cámara en 1921, con la esperanza de asegurarse, con el concurso de la violencia fascista, una mayoría manejable. Este error franqueó el camino del poder. Mussolini le debe toda su fortuna política. Si el Ministro “de la mala vida” como le llamaban algunos por su concomitancias con la plutocracia sententrional y las oligarquías y caciquizmos meridionales, hubiese acertado en su maniobra electoral, la conquista de Roma por el fascismo habría quedado conjurada. Giolitti no se daba cuenta de la naturaleza extraordinaria, excepcional, de los nuevos tiempos. Con su calma y su socarronería piamontesas, creía que todas las efervescencias y exuberancias post-bélicas acabarían por apaciguarse y desvanecerse. Presentía más próxima de lo que en verdad estaba la estabilización. Este error histórico, esta falla política, han puesto a dura prueba su fatigosa obra de parlamentario y gobernante; y le han restado, en su última hora la satisfacción de verse continuado.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira