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Poincare y la política francesa [Recorte de prensa]

Poincare y la política francesa

Europa continua movilizada, conflagrada, beligerante. El régimen, las disciplinas y la atmósfera de la guerra pugnan por sobrevivir. Los ejércitos han sido desmovilizados; los espíritus, no. De la prolongación psicológica de la guerra brotan dictaduras marciales de Mussolini, de Horthy, de Primo de Rivera. El estadista europeo Francesco Saverio Nitti nos describía, hace dos años, esta Europa seza pace. Su resonante libro nos demuestra que la paz no ha sido pactada todavía. El tratado de Versalles no es sino una reglamentación provisionaria de la rendición de Alemania. Varias conferencias europeas —Spa, Génova, La Haya— han intentado ser una verdadera conferencia de paz. Pero ninguna de ellas ha conseguido elaborar una paz válida, una paz definitiva. Subsiste, por esto, en Europa una situación guerrera.

La ocupación del Ruhr es un acto de guerra. Francia la titula una sanción. Pero todas la invasiones de la historia se han atribuido una intención punitiva. Un pueblo que ha vejado o extorsionado a otro pueblo, no ha confesado nunca la arbitrariedad, ni la injusticia de su acto.

Esta política francesa significa una persistencia de estado de ánimo del periodo bélico. Mr. Raymond Poincaré ha sido uno de los artífices, uno de los creadores de ese estado de ánimo. Y cuatro años febriles de guerra lo han desadaptado para las labores de la paz. Tal como los instrumentos de guerra no pueden transformarse automáticamente en instrumentos de paz, los conductores de una guerra moderna no pueden transformarse tampoco en conductores de la paz. La guerra los inficiona, los satura de agresividad y de beligerancia. Y habitúa sus espíritus a una porfiada y tenaz actitud de combate. Este es el caso de Poincaré. Poincaré se ha sistematizado en la arenga y en la proclama. Su voz suena como un clarín. Su frase tiene un ritmo marcia. Es su oratoria —entrenada hebdomadariamente en la inauguración de algún nuevo monumento a los caídos de la guerra— late la exultación de la victoria y la voluptuosidad de la represalia.

Y la situación espiritual del parlamento francés corresponde a la situación espiritual de Poincaré. Este parlamento fue elegido en 1919 en una época de excitación y de hiperestesia nacionalistas. Su elección constituyó un número solemne del programa de festejos de la victoria. Una apoteosis de la "unión sacrée". Y, por tanto, la mayoría cayó en poder de los grupos de derecha y de centro que componían el bloc nacional. Algunos hombres del radicalismo, algunos hombres de izquierda, que se filtraron en este parlamento, tuvieron que esconder o atenuar su filiación y enmascararse de chauvinismo. El sector socialista de la cámara quedó reducido y aislado. La nueva cámara proclamó la infalibilidad y la intangibilidad del tratado de Versalles. Más aún, algunos diputados incandescentemente extremistas lo declararon blando y tímido e insuficiente como instrumentos de tortura de Alemania. Y, primero el gabinete de Leygues, después el gabinete de Briand, vacilantes o tardíos en la aplicación severa y rígida del Tratado, fueron abatidos por los votos del bloc nacional, que encontró su leader en Poincaré. Poincaré, desde las crónicas políticas de "La Revue des Deux Mondes", denunciaba entonces la debilidad y la abulia de la política de Briand. Poincaré resultaba el caudillo natural del "bloc". Inicialmente, la política de Poincaré, pareció, sin embargo, demasiado contemporizadora y suave a Andrés Tardieu, leader clemencista, y a otros diputados de la derecha. Pero, muy pronto, Poincaré acalló todos los descontentos, adoptando ante Alemania una actitud implacable, polemizando briosamente con Inglaterra y acomentiendo la aventura de Ruhr. Tardieu y dos suyos se han visto obligados a reconocer en los rumbos de Poincaré sus propios rumbos. Poincaré se ha se asegurado, indefinidamente, la confianza unánime del bloc nacional y los sectores afines. El pequeño y pálido grupo radical, dirigido por Herriot, es el único grupo burgués ausente de su mayoría parlamentaria.

Pero esta cámara representa un estado de ánimo contingente y pretérito de la gran nación francesa. Representa el estado de la opinión en 1919. De entonces a hoy, los ardimientos nacionalistas se han atenuado mucho, malgrado la intensa y perseverante acción tóxica de una prensa "chauvine". Todas las elecciones parciales de Seine-et Oise, las izquierdas infringieron una bulliciosa derrota al bloc nacional. Hubo cuatro juegos de candidatos: ministerial, radical, socialista y comunista. La primera votación no dio mayoría suficiente a ningún bando. Los candidatos de Poincaré, batidos por los radicales, desistieron a favor de éstos. Los socialistas, igualmente faltos de "chance", se retiraron también. En la segunda votación alcanzaron 77,000 votos Franklin-Bouillon y Goust, candidatos radicales, y 54,000 votos Marty y Paquereaux, candidatos comunistas. Estos resultados electorales, en un circunscripción de acentuada filiación nacionalista, son un síntoma de que el estado de ánimo del país no es ya el mismo de 1919. El bloc nacional lo advierte. De aquí que sus ministerios no hayan convocado a nuevas elecciones generales. Y de aquí que hayan resuelto el funcionamiento de esta cámara hasta la extinción de su duración máxima de cinco años.

Poincaré, rigurosamente, no personifica a la actual opinión francesa. Es el leader del sector más saturado de chauvinismo, más intoxicado de belicosidad. Su gobierno se apoya, primeramente, sobre los grupos, obsesionados por el miedo a la revancha enemiga, que tienden a la mutilación y al aniquilamiento de Alemania. Se apoya, luego, sobre las masas de contribuyentes, fuertemente interesadas en que las deudas de guerra no graven su bolsa y honestamente convencidas de la necesidad de que Francia constriña a pagar a Alemania o se apodere de sus valores negociables. Y se apoya, finalmente, en el grupo plutocrático que aspira a la posesión de las minas de carbón alemanas y a la hegemonía metalúrgica en Europa. Este grupo plutocrático es el que ha discutido con Stinnes y la industria alemana las bases de una cooperación industrial franco-alemana. Si la vía de esta cooperación se allanase, la plutocracia metalúrgica francesa reclamaría a otros hombres en el gobierno. Ni Poincaré ni Tardieu podrían dirigir la nueva política. La actuación de ésta podría ser confiada, en cambio, a los radicales, a las izquierdas. La plutocracia industrial dispone de la mayor parte de los grandes rotativos. Todos estos instrumentos de propaganda serían puesto al servicio electoral del bloc de izquierdas. Y serían empleados en la destrucción, en el socabamientos de la vitalidad del bloc nacional. Sin embargo, no en vano toda la prensa francesa, con las solas excepciones de "L'Oeuvre", "L'Ere Nouvelle" y los periódicos socialistas, ha predicado la extorsión de Alemania. Esta predicación constante ha alimentado en el espíritu del pueblo francés innumerables gérmenes nacionalistas. La plutocracia metalúrgica podría encontrar, pues, en la opinión, muchas resistencias a un compromiso con Alemania forjadas por sus propios instrumentos de orientamiento y seducción del público. Pero, de toda suerte, de las elecciones generales del año próximo saldrá un nuevo gobierno. Hasta entonces, hasta octubre o noviembre, durará probablemente la política de Poincaré. ¿Cuáles serán las consecuencias de un año más de esta política? Alemania extenuada y agotada por los subsidios a la población del Ruhr, ha abandonado la resistencia pasiva. Pero no ha renunciado a la lucha. Antes bien, Stressemann ha usado reiteradamente un lenguaje arrogante. Y ha dicho que, en caso necesario, la resistencia pasiva puede trocarse en resistencia activa. Los últimos cablegramas anuncian la ruptura de Stressemann con los socialistas y la posibilidad de que reorganice el gobierno con la colaboración de los pangermanistas. El gobierno alemán asimilaría, así, una buena dosis de la intransigencia de la extrema derecha. Francia, en este caso, se instalaría en el Ruhr. Pero esto no constituiría sustancialmente una situación nueva. Francia ha declarado su intención de no moverse del Ruhr mientras Alemania no le pague. ¿Y cómo podría Alemania, con un presupuesto deficitario, una balanza comercial deficitaria también y una moneda totalmente desvalorizada, obligarse a ingentes pagos inmediatos?

Poincaré explica su política en un lenguaje forense. Francia es un acreedor que protesta las letras vencidas de Alemania y traba embargo de sus bienes. Esta dialéctica es muy propia de la psicología y de la mentalidad del leader lorenés. Poincaré usa en la política métodos de abogado, ideas de jurista. Su técnica verbal y su técnica conceptual son las de un abogado. En este capítulo de la historia humana, Poincaré da la sensación de un abogado, de un jurista, intransigente en la aplicación del viejo derecho y de los viejos códigos. La política y la economía del mundo ha cambiado. La paz ha revelado la solidaridad y la interdependencia de las naciones occidentales. La paz ha bosquejado las direcciones de un derecho nuevo. Poincaré, desdeñoso de las notificaciones de la realidad nueva, sigue esgrimiento su jurisprudencia tradicionalista y rígida. Y juzga posible, en estos tiempos, una política napoleónica, una política bismarkiana. Poincaré es integralmente reaccionario. Pero no es un reaccionario tempestuoso, tumultuario y violento del tipo de Mussolini. No es un reaccionario místico y despótico sino un reaccionario burocrático y republicano. Moviliza, como elementos de reacción, el parlamento, la burocracia, los tribunales, las leyes. Acaso, por esto, su tramonto es inevitable. Porque, si Europa se pacifica, si se inaugura una política de cooperación internacional, una política de reforma y de compromiso, Poincaré no podrá volver al poder. Y si, por el contrario, se acentúa en Europa una política reaccionaria y guerrera, tampoco podrá conservarlo. Lo reemplazará, entonces, un reaccionario ultraísta, un reaccionario exento de sus prejuicios de abogado y de funcionaria de la Tercera República Francesa. Lo reemplazará un "camelot du roi", un caudillo de arnés medioeval. O, para estar más a tono con la moda, un caudillo de masa.

Jose Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La derrota de los conservadores en Inglaterra [Recorte de prensa]

La derrota de los conservadores en Inglaterra

El Labour Party ha logrado, en las últimas elecciones, la revancha que pacientemente preparaba desde que el Partido Conservador, ganando con el auxilio del falso documento de Zinovieff una mayoría, puso término en noviembre de 1924, al breve experimento del primer ministerio laborista. Los laboristas, en esas elecciones, no obtuvieron menor número de votos que en las de abril del mismo año. Perdieron puestos por la concentración de los votos de la burguesía, antes divididos entre dos partidos, a favor de los candidatos conservadores, en todos los distritos electorales donde no había otro medio de hacer frente a los candidatos laboristas; pero, numéricamente, su electorado aumentó, continuando, por consiguiente, el partido su ascensión en la estadística eleccionaria de la Gran Bretaña. Y mayor derrota sufrió, sin duda, en tal ocasión, el Partido Liberal que, como consecuencia de un fenómeno de polarización de la burguesía y la pequeña burguesía británicas alrededor de la bandera conservadora, perdía definitivamente su rol tradicional en el parlamento y la política inglesas. Mas, el Labour Party, en noviembre de 1924, no había ido a las elecciones simplemente para mantener y acrecentar sus posiciones eleccionarias, sino para ganar la mayoría. Y el electorado concedió esta mayoría a los conservadores, asegurándoles cinco años de gobierno sólidamente garantizados contra la agitación parlamentaria. El Labour Party, en minoría en el parlamento por el voto adverso de los liberales, había consultado al país si contaba o no con su confianza para continuar en el poder; con efectiva facultad de administrar. Y la mayoría había respondido votando por los conservadores.

Sin duda, el Labour Party había llegado al poder prematura y accidentalmente. La primera votación de 1924 no había dado la mayoría a los laboristas, sino la había negado a todos los partidos, y en primer lugar al que ejercía el poder, el conservador. Aunque los conservadores retenían el primer lugar en el parlamento, el escrutinio significaba la censura. Los laboristas, que por primera vez ocupaban el segundo lugar en el parlamento, fueron llamados, conforme a la práctica inglesa, a constituir el gobierno. Pero los laboristas no podían mantenerse en el poder, sin los votos de los liberales. La duración del experimento gubernamental del Labour Party, dependía del consenso parlamentario de un partido de principios diversos e intereses propios, poco dispuesto a admitir que el desplazamiento de las fuerzas electorales tuviese un carácter definitivo, propenso a intentar de nuevo la prueba electoral, dirigido por un político esencialmente oportunista como Lloyd George de humor un tanto versátil y afición un tanto aventurera. Lloyd George y su hueste parlamentaria en servicio de sus propios principios e intereses, sostuvieron el ministerio laborista el tiempo necesario para que, con asuntos de ordinaria administración, resolviera la cuestión del presupuesto. El criterio hacendario del laborismo coincidía en este apunto con el de los liberales. Todos los factores eran adversos a la prolongación del experimento laborista. El mismo Labour Party no tenía motivos para sentirse muy seguro y cómodo en el poder, antes de haber confirmado su avance en una nueva votación.
Durante los cinco años de administración conservadora trascurridos desde entonces, el Labour Party no ha llegado a adoptar una nueva línea política, decidida y segura. El personal de intelectuales y funcionarios que sigue a Mc Donald y Thomas, ha desenvuelto su actividad bajo el influjo de dos opuestas preocupaciones: la de ganarse a las capas fluctuantes del electorado, reacias a suscribir un programa insuficientemente evolucionista y británico; y la de anular los efectos de la crítica de los elementos de izquierda del partido en las masas obreras, cuyos intereses de clase reclaman del laborismo una dirección más explícitamente antiburguesa y proletaria. Los líderes laboristas, obsecuentes a un criterio electoral y parlamentario, han tendido a hacer las mayores concesiones a la primera imprecisa y aleatoria clientela. Pero, esta estrategia, por una parte comprometía la unidad de acción y doctrina del Labour Party, con el engrosamiento de la corriente Cox-Maxton y la justificación de sus cargos contra el grupo dirigente y por otra parte, disminuía la energía combativa del laborismo y sus medios morales y programáticos de agitar vigorosamente a la opinión media, resolviéndola a un cambio. El Labour Party se presentaba casi asustado de la gravedad de sus objetivos y de la trascendencia de sus principios. Y no era este, ciertamente, el mejor modo de infundir al pueblo confianza en su voluntad y aptitud de solucionar los problemas vitales de Inglaterra. La concurrencia de un político tan diestro como Lloyd George en el arte de impresionar a la opinión, resultaba, no obstante la visible decadencia teórica y práctica del liberalismo singularmente inoportuna.

La estruendosa derrota sufrida por el Partido Conservador, a pesar de todas estas circunstancias, demuestra la evidencia absoluta del fracaso de la política de Baldwin. Los laboristas no han necesitado sino insistir en la mediocridad gubernamental de los conservadores frente a la crisis económica e industrial de la Gran Bretaña, para afirmarse como partido de oposición pronto para confrontar, con mejor éxito, las dificultades del gobierno. Cinco años de administración, han debilitado al Partido Conservador, con más eficacia quizá que el crecimiento natural y la madurez histórica del partido del proletariado. La crisis de la industria y el comercio ingleses, que causa la desocupación de millón y medio de hombres, onerosa y enervante para el fisco y la producción, se ha manifestado superior a la técnica conservadora. La crisis de la economía británica es una crisis de capitalismo; y es lógico que la autoridad y el crédito de las fuerzas y teorías de gobierno de este sistema se resientan con su prolongamiento y complicaciones. El pueblo inglés empieza a desconfiar de la eficiencia política y administrativa del capitalismo. No es tiempo todavía de que conceda un crédito firme al socialismo. Pero se inclina ya a favorecer el ensayo de sus métodos, muy atenuados por supuesto en la solución de los problemas nacionales. Los líderes reformistas del Labour Party han hecho, además, muy poco por conseguir un consenso más decidido para la política socialista.

El partido liberal sale, por segunda vez, de las elecciones, reducido a un elemento de equilibrio y de combinación. Está en la situación adjetiva, secundaria, del Partido Laborista, antes de que entrara en su mayor edad, con la diferencia de que se encuentra en ella por envejecimiento. El tiempo no trabaja a su favor, como en el caso del Labour Party, cuando, vivo aún en Inglaterra el sistema bipartito, la juventud del laborismo significaba por si sola una esperanza. Baldwin ha experimentado una gran derrota; pero Lloyd George no ha experimentado una derrota menor.

A los liberales les toca votar en el nuevo parlamento contra Baldwin. No serían coherentes de otro modo con su campaña eleccionaria. El Labour Party reasumirá el poder. ¿Qué actitud tomarán entonces los liberales? Una inmediata disolución del parlamento, una segunda consulta al sufragio universal, no sería, por ningún motivo, favorable a los liberales. Lloyd George y su facción afrontarían la prueba con menos elementos que nunca. La lucha sería un duelo entre laboristas y conservadores. A los liberales no les interesa precipitar ese duelo.

Las izquierdas recobran, en Europa, con el triunfo del Labour Party, el terreno que han parecido perder incesantemente desde que comenzó con una fuerte marejada reaccionaria, el actual período de estabilización capitalista. Después de cinco años de política conservadora, Inglaterra retorna, con más convicción que en 1924, al experimento laborista. Muy pronto sabremos a qué atenernos respecto a la duración y alcances de este segundo tiempo de reforma.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

"La ciencia de la revolución" por Max Eastman [Recorte de prensa]

"La ciencia de la revolución" por Max Eastman

“La Ciencia de la Revolución” de Max Eastman -uno de los libros de resonancia de la literatura política última- se contrae casi a la aserción de que Marx, en su pensamiento, no consiguió nunca emanciparse de Hegel. Si este hegelianismo incurable hubiese persistido solo en Marx y Engels, preocuparía sin duda muy poco al autor de “La Ciencia de la Revolución”. Pero como lo encuentra subsistente en la teorización marxista de sus continuadores y, sobre todo, dogmáticamente profesado por los ideólogos de la Revolución Rusa, Max Eastman considera urgente y esencial denunciarlo y combatirlo. Hay que entender sus reparos a Marx como reparos al marxismo.

Pero lo que “La Ciencia de la Revolución” demuestra, más bien que la imposibilidad de Marx de emanciparse de Hegel, es la incapacidad de Max Eastman para emanciparse de William James. Eastman se muestra particularmente fiel a William James en su antihegelianismo. William James, después de reconocer a Hegel como uno de los pocos pensadores que propongan una solución de conjunto de los problemas dialécticos, se apresura a agregar: “escribía de una manera tan abominable que no lo he comprendido jamás”. (“Introducción a la Filosofía”) Max Eastman no se ha esforzado más por comprender a Hegel. En su ofensiva contra el método dialéctico, actúan todas sus resistencias de norte americano -proclive a un practicismo flexible e individualista, permeado de ideas pragmatistas- contra el panlogismo germano, contra el sistema de una concepción unitaria y dialéctica. En apariencia, el "americanismo” de la tesis de Max Eastman está en su creencia de que la revolución no necesita una filosofía sino solamente una ciencia, muy técnica; pero, en el fondo, está verdaderamente, en su tendencia muy anglo-sajona a rechazar en el nombre del puro “buen sentido” toda difícil construcción ideológica chocante a una educación pragmatista.

Max Eastman, al reprochar a Marx el no haberse liberado de Hegel, le reprocha en general el no haberse liberado de toda metafísica, de toda filosofía. No cae en cuenta de que si Marx se hubiera propuesto y realizado únicamente, con la prolijidad de un técnico alemán, el esclarecimiento científico de los problemas de la revolución tales como se presentaban empíricamente en su tiempo, no habría alcanzado sus más eficaces y valiosas conclusiones científicas, ni habría mucho menos elevado al socialismo al grado de disciplina ideológica y de organización práctica que lo han convertido en la fuerza constructora de un nuevo orden social, Marx pudo ser un técnico de la revolución, lo mismo que Lenin, precisamente porque no se detuvo en la elaboración de unas cuantas recetas de efecto estrictamente verificable. Si hubiese rehusado o temido confrontar las dificultades de la creación de un “sistema” para no disgustar más tarde al pluralismo irreductible de Max Eastman, su obra teórica, no superaría en trascendencia histórica a la de Proudhom o Kropotkin.

No advierte tampoco Max Eastman que, sin la teoría del materialismo histórico, el socialismo no habría abandonado el punto muerto del materialismo filosófico y, en el envejecimiento inevitable de este por su incomprensión de la necesidad de fijar las leyes de la evolución y el movimiento, se habría contagiado más fácilmente en todo linaje de “idealismos” reaccionarios. Para Max Eastman el hegelianismo es un demonio que hay que hacer salir del cuerpo del marxismo exorcizándolo en nombre de la ciencia. ¿En qué razones se apoya su tesis para afirmar que en la obra de Marx alienta, hasta el fin, el hegelianismo más metafísico y tudesco? Es verdad, Max Eastman no tiene más pruebas de esta convicción, que las que tenía antiguamente un creyente de la presencia del demonio en el cuerpo del individuo que debía ser exorcizado. He aquí su diagnosis del caso Marx: “Al declarar alegremente que no hay tal Idea, que no hay Empíreo alguno que arda en el centro del universo, que la realidad última es, no el espíritu, sino la materia, puso de lado toda emoción sentimental y, en una disposición que parecía ser completamente realista, se puso a escribir la ciencia de la revolución del proletariado. Pero, a pesar de esta profunda transformación emocional por él experimentada, sus escritos siguen teniendo un carácter metafísico y esencialmente animista. Marx no había examinado este mundo material, del mismo modo que un artesano examina sus materiales, a fin de ver la manera de sacar el mejor partido de ellos. Marx examinó el mundo material del mismo modo que un sacerdote examina el mundo ideal, con la esperanza de encontrar en él sus propias aspiraciones creadoras y, en caso contrario, para ver de qué modo podría trasplantarlas en él. Bajo su forma intelectual, el marxismo no representaba el pasaje del socialismo utópico al socialismo científico; no representaba la sustitución del evangelio nada práctico de un mundo mejor por un plan práctico, apoyado en un estudio de la sociedad actual e indicando los medios de reemplazarlo por una sociedad mejor. El marxismo constituía el pasaje del socialismo utópico a una religión socialista, un esquema destinado a convencer al creyente de que el universo mismo engendra automáticamente una sociedad mejor y que él, el creyente, no tiene más que seguir el movimiento general de este universo”. No le bastan a Max Eastman, como garantía del sentido totalmente nuevo y revolucionario que tiene en Marx el empleo de la dialéctica, las proposiciones que él mismo copia en ‘'La Ciencia de la Revolución” de la “Tesis sobre Feuerbach”. No recuerda, en ningún momento, esta terminante afirmación de Marx: “El método dialéctico, no solamente difiere en cuanto al fondo del método de Hegel, sino que le es, aún más, del todo contrario. Para Hegel el proceso del pensamiento, que él transforma, bajo el nombre de idea, en un sujeto independiente, es el demiurgo (creador) de la realidad, no siendo esta última sino su manifestación exterior. Para mí, al contrario, la idea no es otra cosa que el mundo material traducido y transformado por el cerebro humano”. Sin duda, Max Eastman pretenderá que su crítica no concierne a la exposición teórica del materialismo histórico, sino a un hegelianismo espiritual e intelectual -a cierta conformación mental del profesor de metafísica- de que a su juicio Marx no supo nunca desprenderse a pesar del materialismo histórico, y cuyos signos hay que buscar en el tono dominante de su especulación y de su prédica. Y aquí tocamos su error fundamental: su repudio de la filosofía misma, su mística convicción de que todo absolutamente todo, es reducible a ciencia, y de que la revolución socialista no necesita filósofos sino técnicos. Emmanuel Berl, se burla acerbamente de esta tendencia, aunque sin distinguirla, como es de rigor, de las expresiones auténticas del pensamiento revolucionario. “La agitación revolucionaria misma -escribe Berl- acaba por ser representada como una técnica especial que se podría enseñar en una Escuela Central. Estudio del marxismo superior, historia de las revoluciones, participación más o menos real en los diversos movimientos que pueden producirse en tal o cual punto, conclusiones obtenidas de estos ejemplos de los cuales hay que extraer una fórmula abstracta que se podrá aplicar automáticamente a todo lugar donde aparezca una posibilidad revolucionaria. Al lado del comisario del caucho el comisario de propaganda, ambos politécnicos”.

El cientificismo de Max Eastman no es tampoco rigurosamente original. En tiempos en que pontificaban aún los positivistas, Enrico Ferri dando al término “socialismo científico” una acepción estricta y literal, pensó también que era posible algo así como una ciencia de la revolución. Sorel se divirtió mucho, con este motivo, a expensas del sabio italiano, cuyos aportes a la especulación socialista no fueron nunca tomados en serio, de otro lado, por los jefes del socialismo alemán. Hoy los tiempos son menos que antes favorables para -no ya desde los puntos de vista de la escuela positivista, sino desde los del practicismo yanqui- renovar la tentativa. Max Eastman, además, no esboza ninguno de los principios de una ciencia de la Revolución. A este respecto, la intención de su libro, que coincide con el de Henri de Man en su carácter negativo, se queda en el título.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Un libro de Emile Vandervelde [Recorte de prensa]

Un libro de Emile Vandervelde

El sumo líder de la social-democracia belga Emile Vandervelde, en su reciente libro "Le marxisme a-t-il fait faillite" que reúne varios estu­dios, algo dispares, sobre teoría y po­lítica socialistas, examina principal­mente la tesis expuesta por Henri de Man en su notorio volumen (que en su edición alemana tiene el título me­surado de "Zur Psychologie des Sozialismus" y en su menos notoria conferencia a los estudiantes socialis­tas de París.

Vandervelde, que como ya lo he re­cordado, participó temprano en el re­visionismo, comienza por rememorar, no sin cierta intención irónica, la an­tigüedad de la tendencia a fáciles y apresuradas sentencias a muerte del socialismo. Cita la frase del académi­co Reybaud, después de las jornadas de junio de 1848: “El Socialismo ha muerto; hablar de él, es pronunciar su oración fúnebre”. Mezcla, a renglón seguido, con evidente fin confusionis­ta, las críticas de Menger y Andler con las de Sorel. Opone, en cierta for­ma, la tentativa revisionista también, de Nicholson, que prudentemente se contenta con anunciar el renovamiento del marxismo, a la tentativa de Henri de Man, que proclama su li­quidación, Pero, después de un capí­tulo en que deja a salvo su propio revisionismo, se declara en desacuer­do con ciertos jóvenes e impresiona­bles lectores que han creído ver en la obra de Henri de Man la revelación de una doctrina nueva. La reacción del autor de “Más allá del Marxismo”, en general, le parece excesiva.

Si se tiene en cuenta que la propa­ganda del libro de Henri de Man ha explotado el juicio de Vandervelde so­bre esta obra, considerada por él co­mo la más importante que se ha pu­blicado después de la guerra sobre el socialismo, sus reservas y sus críti­cas cobran una oportunidad y un va­lor singulares. Vandervelde, en el cur­so de su carrera política, ha abandonado reiteradamente la línea marxista. En su época de teorizante, su posición fue la de un revisionista; y en sus tiempos de parlamentario y ministro lo ha sido mucho más. Todos los argumentos del revisionismo viejo y nuevo le son familiares. En caso de que de Man hubiera encontrado, efectivamente, los principios de un nuevo socialismo no marxista o post-marxista, Vandervelde, por mil razones especulativas, prácticas y sentimentales, no habría dejado de regocijarse. Pero de Man no ha descubierto nada, ya que no se puede tomar como un descubrimiento los resultados de un ingenioso, y a veces feliz, empleo de la psicología actual en la indagación de algunos resortes psíquicos de la acción obrera. Y Vandervelde, advertido y cauteloso, debe tomar tiempo sus preocupaciones, contra cualquier súper-estimación exorbitante de la tesis de su compatriota. Reconoce así, de modo categórico, que no hay “nada absolutamente de esencial en el libro de de Man que no se encuentre ya, al menos en germen, en Andler, en Merger, en Jaurés y aun en ese buen viejo Benoit MalIon”. Y esto equivale a desautorizar, a desvanecer completamente, por parte de quien más importancia ha atribuido al libro de Henri de Man, la hipótesis de su novedad u originalidad.

Mas Vandervelde contribuye con varios otros argumentos a la refutación de Henri de Man. El esquema del estado afectivo de la clase obrera industrial que Henri de Man ofrece, y que lo conduce a un olvido radical del fondo económico de su movimiento, no prueba absolutamente, con sus solos elementos psicológicos, lo que el revisionista belga se imagina probar. “Yo puedo admitir— escribe Vandervelde a este respecto— que el instinto de clase es anterior a la consciencia de clase, que no es indispensable que los trabajadores hayan dilucidado el problema de la plusvalía para luchar contra la explotación y la dominación de que son víctimas, que no es únicamente el “instinto adquisitivo” lo que determina sus voliciones sociales; pe­ro en definitiva, después de haber dado con él un rodeo psicológico, interesante del resto, regresamos a lo que, desde el punto de vista socialista, es verdaderamente esencial en
el Marxismo: es decir la primacía de lo económico, la importancia primordial del progreso de la técnica, el desarrollo autónomo de las fuerzas productivas, en el sentido de una concentración que tiende a eliminar o a subordinar las pequeñas empresas, a acrecentar el proletariado, a transformar la concurrencia en monopolio y a crear finalmente una contradicción ostensible entre el carácter social de
la producción y el carácter privado de la apropiación capitalista.” La afirmación de Henri de Man de que “en último análisis, la inferioridad social de las clases laboriosas no reposa en una injusticia política, ni en un prejuicio económico, sino en un estado psíquico”, es para Vandervelde una “enormidad”. De Man ha superpuesto la psicología a la economía, en un trabajo realizado sin objetividad científica, sin rigor especulativo, con el propósito extra y anti-científico de escamotear la economía. Y Vandervelde no tiene más remedio que negar que "su interpretación psicológica del movimiento obrero cambie algo que sea esencial en lo que hay de realmente sólido en las concepciones económicas y sociales del Marxismo".

Paralelamente al libro de Henri de Man, Vandervelde examina la “Theorie du Materialisme historique" de Bukharin. Y su conclusión comparativa es la siguiente: "Si hubiese que caracterizar con una palabra —excesiva por lo demás— las dos obras que acaban de ser analizadas, talvez se podría decir que Bukharin descarna al marxismo so pretexto de depurarlo , en tanto que de Man lo desosa, le quita su osamenta económica, so capa de idealizarlo." De esta comparación Bukharin sale, sin duda, mucho mejor parado que de Man, aun­ que todas las simpatías de Vandervelde sean para este último. Sobre todo si se considera que la “Theorie du
Materialisme historique” es un manual popular, un libro de divulgación, en el que por fuerza el marxismo debía quedar reducido a un esquema elemental. El marxismo descarnado, esquelético de Bukharin, se manten­dría siempre en pie, llenando el ofi­cio didáctico de un catecismo, como esas osamentas de museo que dan una idea de las dimensiones, la estructura y la fisiología de la especie que representan, mientras el marxis­mo desolado de Henri de Man, inca­paz de sostenerse un segundo, está condenado a corromperse y disgregar­se, sin dejar un vestigio duradero.

Henri de Man resulta, pues, descalificado por el reformismo, por boca de quien entre sus corifeos se sentía, ciertamente, más propenso a tratarlo con simpatía. Y esto es perfectamente lógico, no solo porque una buena parte de “Más allá del Marxismo” constituye una crítica disolvente de las contradicciones y del sistema reformista, sino porque la base económica y clasista del marxismo no es menos indispensable, prácticamente, a los reformistas que a los revolucionarios. Si el socialismo, reniega, como pretende de Man, su carácter y su función clasistas, para atenerse a las revelaciones inesperadas de los intelectuales y moralistas, dispuestos a prohijarlo o renovarlo, ¿de qué resortes dispondrían los reformistas para encuadrar en sus marcos a la clase obrera, para movilizar en las batallas del sufragio a un imponente electorado de clase y para ocupar, a título distinto de los varios partidos burgueses, una fuerte posición parlamentaria? La social democracia no puede suscribir absolutamente las conclusiones del revisionista belga, sin renunciar a su propio cimiento. Aceptar, en teoría, la caducidad del materialismo económico, sería el mejor modo de servir toda suerte de maniobras fascistas y reaccionarias. Vandervelde, interesado como el que más en apuntalar la democracia, es todo lo cauto que hace falta para comprenderlo.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Rasgos y espíritu del socialismo belga [Recorte de prensa]

Rasgos y espíritu del socialismo belga

Vandervelde, máximo líder del socialismo belga, opera como amigable componedor entre las fracciones socialistas de la República Argentina. Su visita a Buenos Aires, en misión diplomática de la IIa. Internacional, es una ocasión de considerar algunos aspectos y personas del más céntrico y típico de los partidos europeos de esta Internacional, a la que su último congreso de Bruselas ha tratado de rejuvenecer un poco.

Bélgica es el país de Europa con el que se identifica más el espíritu de la IIa. Internacional. En ninguna ciudad encuentra mejor su clima que en Bruselas, el reformismo occidental. Berlín, París, significarían una sospechosa y envidiada hegemonía de la social-democracia alemana o de la S. F. I. O. La IIa. Internacional ha preferido habitualmente para sus asambleas Bruselas, Ámsterdam, Berna. Sus sedes características son Bruselas y Ámsterdam. (El Labour Party británico, ha guardado en su política mucho de la situación insular de Inglaterra).

Vandervelde, De Brouckere, Huysman, han hecho temprano su aprendizaje de funcionarios de la IIa. Internacional. Este trabajo les ha comunicado, forzosamente, cierto aire diplomático, cierto hábito de mesura y equilibrio, fácilmente asequibles a su psicología burocrática y pequeño-burguesa de socialistas belgas.

Porque Bélgica no debe a su función de hogar de la IIa. Internacional el tono menor de su socialismo. Desde su origen el movimiento socialista un propietario de Bélgica, se resiente del influjo de la tradición pequeño-burguesa de un pueblo católico y agrícola, apretado entre dos grandes nacionalidades rivales, fiel todavía en sus burgos a los gustos del artesanado, insuficientemente conquistado por la gran industria. Sorel no ahorra, en su obra, duros sarcasmos sobre Vandervelde y sus correligionarios.

“Bélgica-escribe en ’'‘Reflexiones sobre la Violencia” es uno de los países donde el movimiento sindical es más débil; toda la organización del socialismo está fundada sobre la panadería, la pulpería y la mercería, explotadas por comités del partido; el obrero, habituado largo tiempo a una disciplina clerical, es siempre un “inferior” que se cree obligado a seguir la dirección de las gentes que le venden los productos de que ha menester, con una ligera rebaja, y que lo abrevan con arengas sea católicas, sea socialistas. No solamente encontramos el comercio de especias erigido en sacerdocio, sino que es de Bélgica de donde nos vino la famosa teoría de los servicios públicos, contra la cual Guesde escribió en 1883 un tan violento folleto y que Deville llamaba al mismo tiempo, una deformación belga del colectivismo. Todo el socialismo belga tiende al desarrollo de la industria de Estado, a la constitución de una clase de trabajadores-funcionarios, sólidamente disciplinada bajo la mano de hierro de los jefes que la democracia aceptaría”. Max, juzgaba a Bélgica el paraíso de los capitalistas.

En la época de tranquilo apogeo de la social-democracia lassalliana y jauresiana, estos juicios no eran, sin duda, muy populares. Entonces, se miraba a Bélgica como al paraíso de la reforma, más bien que del capital. Se admiraba el espíritu progresista de sus liberales, alacres y vigilantes defensores de la laicidad; de sus católico-sociales, vanguardia del Novarum Rerum; de sus socialistas, sabiamente abastecidos de oportunismo lassalliana y de elocuencia jauressiana. Eliseo Reclus, había definido a Bélgica como “el campo de experiencia de Europa”. La democracia occidental sentía descansar su optimismo en este pequeño Estado en que parecían dulcificarse todos los antagonismos de clase y de partido.

El proceso de la guerra quiso que en esta beata sede de la IIa. Internacional, la política de la “unión sagrada” llevara a los socialistas al más exacerbado nacionalismo. Los líderes del internacionalismo, se convirtieron en excelentes ministros de la monarquía. A esto se debe, evidentemente, en gran parte, la desilusión de Henri de Man respecto al internacionalismo de los socialistas. Sus inmediatos puntos de referencia están en Bruselas, la capital donde Jaurés, pronunciara inútilmente dos días antes del desencadenamiento de la guerra, su última arenga internacionalista.

En su erección nacionalista, Bélgica mostró mucho más grandeza y coraje que en su oficio pacifista e internacional. “El sentimiento de la falta de heroísmo -afirma Piero Gobetti- nos debe explicar los improvistos gestos de dignidad y de altruismo en este pueblo utilitarista y calculador que, en 1830 como en 1914, en todos los grandes cruceros de su historia sabe comportarse con desinterés señorial”. Para Gobetti, a quien no se puede atribuir el mismo tumor de polémica con Vandervelde que a Sorel, la vida normal de Bélgica sufre de la falta de sublime y de heroico. Gobetti completa la diagnosis sorelliana. “La fuerza de Bélgica -observa- está en el equilibrio realizado entre agricultura, industria y comercio. Resulta de esto la feliz mediocridad de las tierras fértiles y cerradas. Las relaciones con el exterior son extremadamente delicadas; ninguna audacia le es consentida impunemente; todas las crisis mundiales repercuten con gran sensibilidad en su comercio, en su capacidad de expansión, amenazando a cada rato constreñirlo en las posiciones seguras, pero insoportables, de su equilibrio casero. Bélgica es un pueblo de tipo casero y provincial, empujado por la situación absurda y afortunada, a jugar siempre un rol superior a sus fuerzas en la vida europea.” A las consecuencias de la tradición y la mecánica de la vida belga, no podía escapar el movimiento obrero y socialista. “La práctica de la lucha de clases -apunta Gobetti- no era consentida por las mismas exigencias idílicas de una industria experimental y de una agricultura que acerca y adapta a todas las clases. La mediocridad es también enemiga de la desesperación. Un país en el cual se experimenta no puede, no, cultivar la discreción de los gestos, la quietud modesta y optimista. Además, aunque del 1848 al 1900 han desaparecido casi completamente en Bélgica los artesanos y la industria a domicilio, el instinto pequeño burgués ha subsistido en el operario de la gran industria, que a veces es contemporáneamente agricultor y obrero y siempre, habitando a treinta o cuarenta kilómetros de la fábrica, se substrae a la vida y a la psicología de la ciudad, escuela de socialismo intransigente”. A juicio de Gobetti, los líderes del socialismo belga, “han conducido a los obreros de Bélgica a la vanguardia del cooperativismo y del ahorro, pero los han dejado sin un ideal de lucha. Después de treinta años de vida política se hallan de representantes naturales de un socialismo áulico y oligárquico, y continuador de las funciones conservadoras”.

La consideración de estos hechos nos explica no solo la entonación general de la larga obra de Vandervelde, el actual huésped del socialismo argentino, sino también la inspiración del libro derrotista y desencantado de Henri de Man, que poco antes de la guerra fundara una “central de educación” de la que proceden justamente los animadores del primer movimiento comunista belga. Henri de Man, como él mismo lo dice en su libro, no pudo acompañar a sus amigos, en su trayectoria heroica. Malhumorado y pesimista, regresa, por esto, al lado de Vandervelde, que lo acoge con sus más zalameros y comprometedores elogios.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Idealismo y decadentismo [Recorte de Prensa]

Idealismo y decadentismo

Las clases que se han sucedido en el dominio de la sociedad, han disfrazado siempre sus móviles materiales con una mitología que abonada largamente el idealismo de su conducta. Como el socialismo, consecuente con sus premisas filosóficas, renuncia a este indumento anacrónico; todas las supersticiones espiritualistas se amotinan contra él, en un cónclave del fariseísmo universal, a cuyas sagradas decisiones sienten el deber de mostrarse atentos, sin reparar en su sentido reaccionario, intelectuales pávidos y universitarios ingenuos.

Pero, porque el pensamiento filosófico burgués, ha perdido esa seguridad, ese estoicismo conque quiso caracterizarse en su época afirmativa y revolucionaria, ¿debe el socialismo imitarlo en su retiro al claustro tomista, o en su peregrinación a la pagoda del Budha viviente, siguiendo el itinerario parisién de Jean Cocteau o turístico de Paúl Morand? ¿Quiénes son más idealistas, en la acepción superior abstracta de este vocablo, los idealistas del orden burgués o los materialistas de la revolución socialista? Y si la palabra idealismo está desacreditada y comprometida por la servidumbre de los sistemas que ella designa a todos los pasados intereses y privilegios de clase, ¿qué necesidad histórica tiene el socialismo de acogerse a su amparo? La filosofía idealista, históricamente, es la filosofía de la revolución liberal y del orden burgués. Y ya sabemos los frutos que desde que la burguesía se ha hecho conservadora, da en la teoría y en la práctica. Por un Benedetto Croce que, continuando lealmente esta filosofía, denuncia la enconada conjuración de la cátedra contra el socialismo, como idea que surge del desenvolvimiento del liberalismo, ¡cuántos Giovanni Gentile, al servicio de un partido cuyos ideólogos, fautores sectarios de una restauración espiritual del Medio Evo, repudian en bloque, la modernidad? La burguesía, historicista y evolucionista dogmática y estrechamente, en los tiempos en que, contra el racionalismo y el utopismo igualitarios, le bastaba la fórmula: “todo lo real es racional”, dispuso entonces de casi la unanimidad de los “idealistas”. Ahora que no sirviéndole ya los mitos de la Historia y la Evolución para resistir al socialismo, deviene anti-historicista, se reconcilia con todas las iglesias y todas las supersticiones, favorece el retorno a la trascendencia y a la teología y adopta los principios de los reaccionarios que mas sañudamente la combatieron cuando era revolucionaria y liberal, otra vez encuentra en los sectores y en las capillas de una filosofía idealista “bonne a tout faire”, —neo-kantistas, neo-pragmatistas, etc.—solícitos proveedores, ora dandys y elegantes como el conde Keyserling, ora panfletarios y provinciales a lo León Bloy como Domenico Giulxiotti, de todas las prédicas útiles al remozamiento de los más viejos mitos.

Es posible que universitarios vagamente simpatizantes de Marx y Lenin, pero sobre todo de Jaurés y Mac Donald, echen de menos una teorización o una literatura socialista, de fervoroso espiritualismo, con abundantes citas de Keyserling, Scheler, Stammler y aún de Steiner y Krishnamurti. Entre estos elementos, ayunos a veces de una seria información marxista, es lógico que el revisionismo de Henri de Man, y hasta otro de menor cuantía, encuentre discípulos y admiradores. Pocos entre ellos, se preocuparán de averiguar si las ideas de “Más allá del marxismo” son al menos originales o si, como lo certifica el propio Vandervelde, no agregan nada a la antigua crítica revisionista.

Tanto Henri de Man como Max Eastman, extraen sus mayores objeciones de la crítica de la concepción materialista de la historia formulada hace varios años por el profesor Brandenburg en los siguientes términos: “Ella quiere fundar todas las variaciones de la vida en común de los hombres en los cambios que sobrevienen en el dominio de las fuerzas productivas; pero ella no puede, explicar porqué éstas últimas deben cambiar constantemente y por qué este cambio debe necesariamente efectuarse en la dirección del socialismo”. Bukharin responde a esta crítica en un apéndice a “La theorie du materialisme historique”. Pero más fácil y cómodo es contentarse con la lectura de Henri de Man que indagar sus fuentes y enterarse de, los respectivos argumentos de Bukharin y el profesor Brandenburg, menos difundidos por los distribuidores de novedades.

Peculiar y exclusiva de la tentativa de espiritualización del socialismo de Henri de Man es, en cambio, la siguiente proposición: “Los valores vitales son superiores a los materiales, y entre los vitales, los más elevados son los espirituales. Lo que en el aspecto eudomonológico podría expresarse así: en condiciones iguales, las satisfacciones más apetecibles son las que uno siente en la conciencia cuando refleja lo más vivo de la realidad del yo y del medio que lo rodea”. Esta arbitraria categorización de los valores no está destinada a otra cosa que a satisfacer a los pseudo-socialistas deseosos de que se les provea de una fórmula equivalente a la de los neo-tomistas: “primacía de lo espiritual”. Henri de Man no podría explicar jamás satisfactoriamente en qué se diferencian los valores vitales de los materiales. Y al distinguir los valores materiales de los espirituales tendría que atenerse al más arcaico dualismo.

En el apéndice ya citado de su libro sobre el materialismo histórico, Bukharin enjuicia así la tendencia dentro de la cual se clasifica de Man: "Según Marx las relaciones de producción son la base material de la sociedad. Sin embargo, en numerosos grupos marxistas (o más bien, pseudo-marxistas), existe una tendencia irresistible a espiritualizar esta base material. Los progresos de la escuela y del método psicológico en la sociología burguesa no podían dejar de "contaminar" los medios marxistas y semi-marxistas. Este fenómeno marchaba a la par con la influencia creciente de la filosofía académica idealista. Se pusieron a rehacer la construcción de Marx, introduciendo en su base material la base psi­cológica "ideal", la escuela austriaca (Bohm-Ba­wark), L. Word y tutti quanti. En este menester, la iniciativa volvió al austro-marxismo, teó­ricamente, en decadencia. Se comenzó a tratar la base material en el espíritu del Pickwick Club. La economía, el modo de producción, pasaron a una categoría inferior a la de las reacciones psí­quicas. El cimiento sólido de lo material desa­pareció del edificio social".

Que Keyserlingy Spengler, sirenas de la decadencia, continúen al margen de la especula­ción marxista. El más nocivo sentimiento que podría turbar al socialismo, en sus actuales jornadas, es el temor de no parecer bastante intelec­tualistas y espiritualista a la crítica universitaria, "Los hombres que han recibido una educación primaria —escribía Sorel en el prólogo de Reflexiones sobre la Violencia— tienen en general la superstición del libro y atribuyen fácilmente genio a las gentes que ocupan mucho la atención del mundo letrado; se imaginan que tendrían mucho que aprender de los autores cuyo nombre es citado frecuentemente con elogio en los periódicos; escuchan con un singular respeto los comentarios que los laureados de los concursos vienen a aportarles. Combatir estos prejuicios no es cosa fácil; pero es hacer obra útil. Consideramos este trabajo como absolutamente capital y podemos llevarlo a buen término sin ocupar jamás la dirección del mundo obrero. Es necesario que no le ocurra al proletariado lo que les sucedió a los germanos que conquistaron el imperio romano: tuvieron vergüenza e hicieron sus maestros a los rectores de la decadencia latina, pero no tuvieron que alabarse de haberse querido civilizar". La admonición del hombre de pensamiento y de estudio que mejor partido sacó para el socialismo de las enseñanzas de Bergson, no ha sido nunca tan actual como en estos tiempos interinos de estabilización capitalista.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Sentido heroico y creador del socialismo [Recorte de prensa]

Sentido heroico y creador del socialismo

Todos los que como Henri de Man predican y anuncian un socialismo ético, basado en principios humanitarios, en vez de contribuir de algún modo a la elevación moral del proletariado, trabajan inconscientemente, paradójicamente, contra su afirmación como una fuerza creadora y heroica, vale decir, contra su rol civilizador. Por la vía del socialismo “moral”, y de sus pláticas anti-materialistas, no se consigue otra cosa que recaer en el más estéril y lacrimoso romanticismo humanitario, en la más decante apologética del “paria”, en el más inepto plagio de la frase evangélica de los “pobres de espíritu”.

Y esto equivale a retroceder al socialismo a su estación romántica, utopista, en que sus reivindicaciones se alimentaban, en gran parte, del resentimiento y la divagación de esa aristocracia que. después de haberse entretenido idílica y dieciochescamente en disfrazarse de pastores y zagalas y en convertirse a la enciclopedia y el liberalismo, soñaba con acaudillar bizarra y caballerescamente una revolución de descamisados y de ilotas. Obedeciendo a una tendencia de sublimación de su resentimiento, este género de socialistas, —al cual nadie piensa en negar sus servicios y en el cual descollaron a gran altura espíritus extraordinarios y admirables— recogía del arroyo los clisés sentimentales y las imágenes demagógicas de una epopeya de “sans culottes”, destinada a instaurar en el mundo una edad paradisiacamente rousseauniana.

Pero, como sabemos desde hace mucho tiempo, no era ese absolutamente el camino de la revolución socialista. Marx descubrió y enseñó que había que empezar por comprender la fatalidad de la etapa capitalista y, sobre todo, su valor. El socialismo, a partir de Marx, aparecía como la concepción de una nueva clase, como una doctrina y un movimiento que no tenían nada, de común con el romanticismo de quienes repudiaban, cual una abominación, la obra capitalista. El proletario sucedía a la burguesía en la empresa civilizadora. Y asumía esta misión, consciente de su responsabilidad y su capacidad —adquiridas en la acción revolucionaria y en la usina capitalista— cuan­do la burguesía, cumplido su destino, cesaba de ser una fuerza de progreso y cultura. Por esto, la obra de Marx tiene cierto acento de admiración de la obra capitalista, y “El Capital”, al parque las bases de una ciencia socialista, es la mejor versión de la epopeya del capitalismo, (algo que no escapa exteriormente a la observación de Henri de Man, pero sí en su sentido profundo)...

El socialismo ético, pseudocristiano, humanitario, que se trata anacrónicamente de oponer al socialismo marxista, puede ser un ejercicio más o menos lírico e inocuo de una burguesía fatigada y decadente, pero no la teoría de una clase que ha alcanzado su mayoría de edad superando los más altos objetivos de la clase capitalista. El marxismo es totalmente extraño y contrario a estas mediocres especulaciones altruistas y filantrópicas. Los marxistas no creemos que la empresa de crear un nuevo orden social, superior al orden capitalista, incumba a una amorfa masa de parias ni de oprimidos, guiada por evangélicos predicadores del bien. La energía revolucionaria del socialismo no se alimenta ni de compasión ni de envidia. En la lucha de clases, donde re­siden todos los elementos de lo sublime y heroico de su ascensión, el proletariado debe elevarse a una “moral de productores”, muy distante y distinta de la “moral de esclavos” de que oficiosamente se empeñan en proveerlo sus gratuitos profesores de moral, horrorizados de su materialismo. Una nueva civilización no puede surgir de un triste y humillado mundo de ilotas y de miserables, sin más título ni más aptitud que la de su ilotismo y su miseria. El proletariado ingresa en la historia, como clase nueva, en el instante en que descubre su misión de edificar con los elementos allegados por el esfuerzo humano, moral o amoral, justo o injusto, un orden social superior. Y a esta capacidad no ha arribado por milagro. La adquiere situándose sólidamente en el terreno de la economía, de la producción. Su moral de clase depende de la energía y heroísmo conque opere en este terreno y de la amplitud conque domine y trascienda la economía burguesa.

De Man roza, a veces, esta verdad; pero en general se guarda de adoptarla. Así, por ejemplo, escribe: “Lo esencial en el socialismo es la lucha por él. Según la fórmula de un representante de la “Juventud Socialista” alemana, el objeto de nuestra existencia no es paradisiaco sino heroico”. Pero no es esta precisamente la concepción en que se inspira el pensamiento del revisionista belga quien, algunas páginas antes, confiesa: “Me siento más cerca del práctico reformista que del extremista y estimo en más una alcantarilla nueva en un barrio obrero o un jardín florido ante una casa de trabajadores que una nueva teoría de la lucha de clases”. De Man critica, en la primera parte de su obra, la tendencia a idealizar al proletario como se idealizaba al campesino, al hombre primitivo y simple, en la época de Rousseau. Y esto indica que su especulación y su práctica se basan casi únicamente en el socialismo humanitario de los intelectuales.

No hay duda de que este socialismo humanitario anda hasta hoy no poco propagado en las masas obreras. “La Internacional”, el himno de la revolución, se dirige en su primer verso a “los pobres del mundo”, frase de cierta reminiscencia evangélica. Si se recuerda que el autor de estos versos es un poeta popular francés de pura estirpe bohemia y romántica, la veta de su inspiración aparece clara. La obra de otro francés, el gran Henri Barbusse, se presenta impregnada del mismo, sentimiento de idealización de las masas, de la masa intemporal, eterna, sobre la que pesa opresora la gloria de los héroes y el fardo de las culturas. Masa-cariátide. Pero la masa no es el proletariado moderno; y su reivindicación genérica no es la reivindicación revolucionaria y socialista.

El mérito excepcional de Marx consiste en haber, en este sentido, descubierto al proletariado. Como escribe Adriano Tilgher, “ante la historia, Marx aparece como el descubridor y diría, casi el inventor del proletariado: él, en efecto, no solo ha dado al movimiento proletario la consciencia de su naturaleza, de su legitimidad y necesidad histórica, de su ley interna, del último término hacia el cual se encamina y ha infundido así en el proletariado aquella consciencia que antes le faltaba, sino ha creado; puede decirse, la noción misma, y tras la noción, la realidad del proletariado como clase esencialmente antitética de la burguesía, verdadera y sola portadora del espíritu revolucionario en la sociedad industrial moderna”.

Y a esta concepción, a este descubrimiento, debe el socialismo su potencia política, a la vez que su emoción religiosa. Y el proletariado la capacidad moral e intelectual a que está subordinada la realización del socialismo.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

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