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El balance de Suprarrealismo. A propósito del último manifiesto de André Bretón [Recorte de prensa]

El balance de Suprarrealismo. A propósito del último manifiesto de André Bretón

Ninguno de los movimientos literarios y artísticos de vanguardia de Europa occidental ha tenido, contra lo que baratas apariencias pueden sugerir la significación ni el contenido histórico del suprarrealismo. Los otros movimientos se han limitado a la afirmación de algunos postulados estéticos, a la experimentación de algunos principios artísticos.

El “futurismo” italiano ha sido, sin duda, una excepción de la regla Marinetti y sus secuaces pretendían representar no solo artística sino también política, sentimentalmente, una nueva Italia. Pero el “futurismo'’ que, considerado a distancia, nos hace sonreír por este lado de su megalomanía histrionesca quizás más que por ningún otro, ha entrado hace ya algún tiempo en el orden y la academia; el “fascismo” lo ha digerido sin esfuerzo, lo que no acredita el poder digestivo del régimen de las camisas negras sino la inocuidad fundamental de los futuristas. El futurismo ha tenido también, en cierta medida, la virtud de la persistencia. Pero, bajo este aspecto, el suyo ha sido un caso de longevidad, no de continuación ni desarrollo. En cada reaparición, se reconocía al viejo futurismo de anteguerra. La peluca, el maquillaje, los trucos, no impedían notar la voz cascada, los gestos mecanizados. Marinetti, en la imposibilidad de obtener una presencia continua, dialéctica. del futurismo, en la literatura y la historia italianas, lo salvaba del olvido, mediante ruidosas “rentrées”. El futurismo, en fin, estaba viciado originalmente por ese gusto de lo espectacular, ese abuso de lo histriónico, -tan italianos, ciertamente, y esta sería tal vez la excusa que una crítica honesta le podría conceder- que lo condenaban a una vida de proscenio, a un rol hechizo y ficticio de declamación. El hecho de que no se pueda hablar del futurismo sin emplear una terminología teatral, confirma este rasgo dominante de su carácter.

El “suprarrealismo” tiene otro género de duración. Es, verdaderamente, un movimiento, una experiencia. No está hoy ya en el punto en que lo dejaron, hace dos años, por ejemplo, los que lo observaron hasta entonces con la esperanza de que se desvaneciera o se pacificara. Ignora totalmente al suprarrealismo quien se imagina conocerlo y entenderlo por una fórmula o una definición de una de sus etapas. Hasta en su surgimiento, el suprarrealismo se distingue de las otras tendencias o programas artísticos y literarios. No ha nacido armado y perfecto de la cabeza de sus inventores. Ha tenido un proceso. Dadá es el nombre de su infancia. Si se sigue atentamente su desarrollo, se le puede descubrir una crisis de pubertad. Al llegar a su edad adulta, ha sentido su responsabilidad política, sus deberes civiles, y se ha inscrito en un partido, se ha afiliado a una doctrina.

Y, en este plano, se ha comportado de modo muy distinto que el futurismo. En vez de lanzar un programa de política suprarrealista, acepta y suscribe el programa de la revolución concreta, presente: el programa marxista de la revolución proletaria. Reconoce validez en el terreno social, político, económico, únicamente, al movimiento marxista. No se le ocurre someter a la política a las reglas y gustos del arte. Del mismo modo que en los dominios de la física, no tiene nada que oponer a los datos de la ciencia, en los dominios de la política y la economía juzga pueril y absurdo intentar una especulación original, basada en los datos del arte. Los suprarrealistas no ejercen su derecho al disparate, al subjetivismo absoluto, sino en el arte: en todo lo demás, se comportan cuerdamente y esta es otra de las cosas que los diferencian de las precedentes escandalistas variedades revolucionarias o románticas de la historia de la literatura.

Pero nada rehúsan tanto los suprarrealistas como confinarse voluntariamente en la pura especulación artística. Autonomía del arte, sí; pero, no clausura del arte. Nada les es más extraño que la fórmula del arte por el arte. El artista que, en un momento dado, no cumple el deber de arrojar al Sena a un “flic” de M. Tardieu o de interrumpir con una interjección un discurso de Briand, es un pobre diablo. El suprarrealismo le niega el derecho de ampararse en la estética para no sentir lo repugnante, lo odioso del oficio de Mr. Chiappe o de los anestesiantes orales del pacifismo de los Estados Unidos de Europa. Algunas disidencias, algunas defecciones han tenido, precisamente, su origen en esta concepción de la unidad del hombre y el artista. Constatando el alejamiento de Robert Desnos, que diera en un tiempo contribución cuantiosa a los cuadernos de “La Revolution Surrealiste”, André Breton dice que “él creyó poder entregarse impunemente a una de las actividades más peligrosas que existan, la actividad periodística, y descuidar en función de ella de responder a un pequeño número de intimaciones brutales frente a las cuales se ha hallado el suprarrealismo avanzando en su camino: marxismo o antimarxismo, por ejemplo”.

A los que en esta América tropical se imaginan el suprarrealismo como un libertinaje, les costará mucho trabajo, les será quizás imposible admitir esta afirmación: que es una difícil, penosa disciplina. Puedo atemperarla, moderarla, sustituyéndola por una definición escrupulosa: que es la difícil, penosa búsqueda de una disciplina. Pero insisto, absolutamente, en la calidad rara -inasequible y vedada al snobismo, a la simulación,- de la experiencia y del trabajo de los suprarrealistas.

“La Revolution Surrealiste” ha llegado a su número XII y a su año quinto. Abre el No. XII un balance de una parte de sus operaciones de André Breton que el autor titula: “Segundo Manifiesto del Suprarrealismo”. Prometo a los lectores de VARIEDADES un comentario de este manifiesto y de una “Introducción a 1930”, publicada en el mismo número por Louis Aragon. Antes he querido fijar, en algunos acápites, el alcance y el valor del suprarrealismo, movimiento que he seguido con una atención que se ha reflejado más de una vez, y no solo episódicamente, en mis artículos de VARIEDADES. Esta atención, nutrida de simpatía y esperanza, garantiza la lealtad de lo que escribiré polemizando con los textos e intenciones suprarrealistas. A propósito del No. XII, agregaré que su texto y su tono confirman el carácter de la experiencia suprarrealista y de la revista que la exhibe y traduce. Un número de “La Revolution Surrealiste” representa casi siempre un examen de consciencia, una interrogación nueva, una tentativa arriesgada. Cada número acusa un nuevo reagrupamiento de fuerzas. La misma dirección de la revista, en su sentido funcional o personal, ha variado algunas veces, hasta que la ha asumido, imprimiéndole continuidad; André Breton. Una revista de esta índole no podía tener una regularidad periódica, exacta, en su publicación. Todas sus expresiones deben ser fieles a la línea atormentada, peligrosa, desafiante de sus investigaciones y sus experimentos.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La protesta de la inteligencia en España

La protesta de la inteligencia en España

Cada día se exaspera más en España el conflicto entre la dictadura y la inteligencia. Desde el confinamiento de don Miguel de Unamuno y de Rodrigo Soriano en la isla de Fuerte Ventura, los ataques de la dictadura de Primo de Rivera a la libertad de pensamiento no han reconocido ningún límite. No le basta al dictador de España la supresión de la libertad de prensa y de tribuna o sea de los medios de expresión del pensamiento. Parece decidido a obtener la supresión del pensamiento mismo.

Es probable que a Primo de Rivera y a sus edecanes les parezca que este es nada menos que un modo de regenerar a España. Un general que ha mostrado públicamente más respeto por una cortesana que por un filósofo no puede darse cuenta de que casi los únicos valores españoles que se cotizan aún en el mundo son sus valores intelectuales y espirituales. Los ibero-americanos sobre todo, no creeríamos viva a España -,viva en la civilización y en el espíritu- sin el testimonio de Unamuno y de Franco y sin el testimonio de los que, en el castillo de Montjuich o en otra cárcel de esta inquisición marcial, dan fe de que no ha perecido la estirpe de don Quijote.

La dictadura de Primo de Rivera y de Martínez Anido, en tanto, carece para la historia contemporánea hasta del interés de constituir un fenómeno original de reacción o de contrarreforma. Esta dictadura militar no es, como lo ha dicho Unamuno, sino una caricatura de la dictadura fascista. Entre el Marqués de la Estrella y Benito Mussolini la diferencia de categoría es demasiado evidente. Uno y otro representan la Reacción. Pero mientras Mussolini es un caso de condotierismo o cesarismo italianos, Primo de Rivera es apenas un caso de pretorianismo sud-americano, con todas las consecuencias y características históricas de una y otra clasificación.

Jiménez de Asúa, confinado en las islas Chafarinas por haber protestado contra este régimen desde su cátedra de la Universidad de Madrid, es uno de los representantes de la inteligencia española que Hispano-América más conoce y admira. Este solo título debía haber hecho respetable su persona. España no tiene hoy otra efectiva continuación en América que la que le aseguran su ciencia y su literatura.

Las universidades hispano americanas, que han recibido a Jiménez de Asúa como un embajador de la inteligencia española, han saludado en él a la España verdadera. Por sus claustros habría pasado, en cambio, sin ningún eco una galoneada y condecorada figura oficial.

Y uno de los méritos de Jiménez de Asúa es, precisamente, la honrada franqueza con que ha dicho a las juventudes hispanoamericanas su opinión sobre la dictadura de Primo de Rivera y el encendido optimismo con que les ha afirmado su esperanza en la revolución española. Jiménez de Asúa no será uno de los conductores de esta revolución. No es un hombre de acción; es solo un hombre de ciencia. Su ideología política me parece imprecisa. Está nutrida de abstracciones más que de realidades. Pero revela, en todo caso, al intelectual honesto, al cual nada puede empujar a una tolerancia cómplice con el mal.
El acta de acusación de Jiménez de Asúa, le atribuyen en primer lugar, una campaña de descrédito de España en los países de Hispano-América. Pero, desgraciadamente, para Primo de Rivera los llamados a fallar sobre este punto, somos nosotros los hispano-americanos. Y nosotros certificamos, por el contrario, que en estos países Jiménez de Asúa no ha dicho ni hecho nada que no merezca ser juzgado como dicho y hecho en servicio de España. Y del único ibero-americanismo que tiene existencia real en esta época.

La deportación de Jiménez de Asúa, según las entrecortadas noticias cablegráficas de España, forma parte de una extensa ofensiva contra la inteligencia. Don Miguel de Unamuno ha sido reemplazado en su cátedra de Salamanca, medida que determinó, justamente, la protesta de Jiménez de Asúa, reprimida con su reclusión en una isla de lúgubre historia. J. Alvarez del Vayo, el inteligente periodista a quien acaba de dar sonora notoriedad su honrado testimonio sobre la situación rusa, ha sido apresado. Sánchez Rojas, culpable a lo que parece de una conferencia sobre la personalidad de Unamuno, ha sido confinado en Huelva. Y la lista de prisiones y deportaciones de intelectuales es seguramente mucho más larga. No la conocemos íntegramente por el celoso empeño de la dictadura de encerrar a España dentro de sus fronteras. Pero las palabras que nos han llegado de una protesta de los más esclarecidos y acrisolados escritores y artistas de España, indican una múltiple y sañuda represión del pensamiento.
La inteligencia hispano-americana tiene que sentirse solidaria, sin duda, con la española, en este período de inquisición. Abundan ya las expresiones de esta solidaridad. No en balde Unamuno es uno de los más altos maestros de la juventud hispano-americana.
Pero la condenación histórica del régimen de Primo de Rivera y Martínez Anido no debe fundamentarse sustantivamente en su menosprecio ni en su hostilidad a los intelectuales. Este menosprecio, esta hostilidad no son sino una cara, una expresión de la política reaccionaria. El sentido histórico de esta política se juzga, ante todo, por los millares de oscuros presos del proletariado, que han pasado hasta ahora por las cárceles de Barcelona y Madrid.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira