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Idealismo y decadentismo [Recorte de Prensa]

Idealismo y decadentismo

Las clases que se han sucedido en el dominio de la sociedad, han disfrazado siempre sus móviles materiales con una mitología que abonada largamente el idealismo de su conducta. Como el socialismo, consecuente con sus premisas filosóficas, renuncia a este indumento anacrónico; todas las supersticiones espiritualistas se amotinan contra él, en un cónclave del fariseísmo universal, a cuyas sagradas decisiones sienten el deber de mostrarse atentos, sin reparar en su sentido reaccionario, intelectuales pávidos y universitarios ingenuos.

Pero, porque el pensamiento filosófico burgués, ha perdido esa seguridad, ese estoicismo conque quiso caracterizarse en su época afirmativa y revolucionaria, ¿debe el socialismo imitarlo en su retiro al claustro tomista, o en su peregrinación a la pagoda del Budha viviente, siguiendo el itinerario parisién de Jean Cocteau o turístico de Paúl Morand? ¿Quiénes son más idealistas, en la acepción superior abstracta de este vocablo, los idealistas del orden burgués o los materialistas de la revolución socialista? Y si la palabra idealismo está desacreditada y comprometida por la servidumbre de los sistemas que ella designa a todos los pasados intereses y privilegios de clase, ¿qué necesidad histórica tiene el socialismo de acogerse a su amparo? La filosofía idealista, históricamente, es la filosofía de la revolución liberal y del orden burgués. Y ya sabemos los frutos que desde que la burguesía se ha hecho conservadora, da en la teoría y en la práctica. Por un Benedetto Croce que, continuando lealmente esta filosofía, denuncia la enconada conjuración de la cátedra contra el socialismo, como idea que surge del desenvolvimiento del liberalismo, ¡cuántos Giovanni Gentile, al servicio de un partido cuyos ideólogos, fautores sectarios de una restauración espiritual del Medio Evo, repudian en bloque, la modernidad? La burguesía, historicista y evolucionista dogmática y estrechamente, en los tiempos en que, contra el racionalismo y el utopismo igualitarios, le bastaba la fórmula: “todo lo real es racional”, dispuso entonces de casi la unanimidad de los “idealistas”. Ahora que no sirviéndole ya los mitos de la Historia y la Evolución para resistir al socialismo, deviene anti-historicista, se reconcilia con todas las iglesias y todas las supersticiones, favorece el retorno a la trascendencia y a la teología y adopta los principios de los reaccionarios que mas sañudamente la combatieron cuando era revolucionaria y liberal, otra vez encuentra en los sectores y en las capillas de una filosofía idealista “bonne a tout faire”, —neo-kantistas, neo-pragmatistas, etc.—solícitos proveedores, ora dandys y elegantes como el conde Keyserling, ora panfletarios y provinciales a lo León Bloy como Domenico Giulxiotti, de todas las prédicas útiles al remozamiento de los más viejos mitos.

Es posible que universitarios vagamente simpatizantes de Marx y Lenin, pero sobre todo de Jaurés y Mac Donald, echen de menos una teorización o una literatura socialista, de fervoroso espiritualismo, con abundantes citas de Keyserling, Scheler, Stammler y aún de Steiner y Krishnamurti. Entre estos elementos, ayunos a veces de una seria información marxista, es lógico que el revisionismo de Henri de Man, y hasta otro de menor cuantía, encuentre discípulos y admiradores. Pocos entre ellos, se preocuparán de averiguar si las ideas de “Más allá del marxismo” son al menos originales o si, como lo certifica el propio Vandervelde, no agregan nada a la antigua crítica revisionista.

Tanto Henri de Man como Max Eastman, extraen sus mayores objeciones de la crítica de la concepción materialista de la historia formulada hace varios años por el profesor Brandenburg en los siguientes términos: “Ella quiere fundar todas las variaciones de la vida en común de los hombres en los cambios que sobrevienen en el dominio de las fuerzas productivas; pero ella no puede, explicar porqué éstas últimas deben cambiar constantemente y por qué este cambio debe necesariamente efectuarse en la dirección del socialismo”. Bukharin responde a esta crítica en un apéndice a “La theorie du materialisme historique”. Pero más fácil y cómodo es contentarse con la lectura de Henri de Man que indagar sus fuentes y enterarse de, los respectivos argumentos de Bukharin y el profesor Brandenburg, menos difundidos por los distribuidores de novedades.

Peculiar y exclusiva de la tentativa de espiritualización del socialismo de Henri de Man es, en cambio, la siguiente proposición: “Los valores vitales son superiores a los materiales, y entre los vitales, los más elevados son los espirituales. Lo que en el aspecto eudomonológico podría expresarse así: en condiciones iguales, las satisfacciones más apetecibles son las que uno siente en la conciencia cuando refleja lo más vivo de la realidad del yo y del medio que lo rodea”. Esta arbitraria categorización de los valores no está destinada a otra cosa que a satisfacer a los pseudo-socialistas deseosos de que se les provea de una fórmula equivalente a la de los neo-tomistas: “primacía de lo espiritual”. Henri de Man no podría explicar jamás satisfactoriamente en qué se diferencian los valores vitales de los materiales. Y al distinguir los valores materiales de los espirituales tendría que atenerse al más arcaico dualismo.

En el apéndice ya citado de su libro sobre el materialismo histórico, Bukharin enjuicia así la tendencia dentro de la cual se clasifica de Man: "Según Marx las relaciones de producción son la base material de la sociedad. Sin embargo, en numerosos grupos marxistas (o más bien, pseudo-marxistas), existe una tendencia irresistible a espiritualizar esta base material. Los progresos de la escuela y del método psicológico en la sociología burguesa no podían dejar de "contaminar" los medios marxistas y semi-marxistas. Este fenómeno marchaba a la par con la influencia creciente de la filosofía académica idealista. Se pusieron a rehacer la construcción de Marx, introduciendo en su base material la base psi­cológica "ideal", la escuela austriaca (Bohm-Ba­wark), L. Word y tutti quanti. En este menester, la iniciativa volvió al austro-marxismo, teó­ricamente, en decadencia. Se comenzó a tratar la base material en el espíritu del Pickwick Club. La economía, el modo de producción, pasaron a una categoría inferior a la de las reacciones psí­quicas. El cimiento sólido de lo material desa­pareció del edificio social".

Que Keyserlingy Spengler, sirenas de la decadencia, continúen al margen de la especula­ción marxista. El más nocivo sentimiento que podría turbar al socialismo, en sus actuales jornadas, es el temor de no parecer bastante intelec­tualistas y espiritualista a la crítica universitaria, "Los hombres que han recibido una educación primaria —escribía Sorel en el prólogo de Reflexiones sobre la Violencia— tienen en general la superstición del libro y atribuyen fácilmente genio a las gentes que ocupan mucho la atención del mundo letrado; se imaginan que tendrían mucho que aprender de los autores cuyo nombre es citado frecuentemente con elogio en los periódicos; escuchan con un singular respeto los comentarios que los laureados de los concursos vienen a aportarles. Combatir estos prejuicios no es cosa fácil; pero es hacer obra útil. Consideramos este trabajo como absolutamente capital y podemos llevarlo a buen término sin ocupar jamás la dirección del mundo obrero. Es necesario que no le ocurra al proletariado lo que les sucedió a los germanos que conquistaron el imperio romano: tuvieron vergüenza e hicieron sus maestros a los rectores de la decadencia latina, pero no tuvieron que alabarse de haberse querido civilizar". La admonición del hombre de pensamiento y de estudio que mejor partido sacó para el socialismo de las enseñanzas de Bergson, no ha sido nunca tan actual como en estos tiempos interinos de estabilización capitalista.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Anti-reforma y fascismo

Anti-reforma y fascismo

Pertenece a Paul Morand esta observación, que prueba cómo un novelista de la decadencia, puede tener un sentido más realista y concreto de la defensa de occidente que un metafórico de la reacción. “Massis, -dice Morand- ha examinado el problema con su inteligencia aguda y abstracta, pero después de una exposición muy brillante ha arribado a una solución católica, jurídica, romana y medioeval del universo, que es preciso respetar puesto que es su fin, pero que no me parece una evidente imposibilidad en 1927- En la hora actual, el Occidente no es verdaderamente defendido sino por las sociedades puritanas y anglosajonas, los bolchevistas no se han equivocado en este punto y, por mi parte, cada vez que yo me he hallado en los confines del mundo blanco, California, México, lo he fuertemente sentido. Ahora bien, Massís, no solamente lo dice, sino que en dos palabras ejecuta a la Reforma; a la Reforma, madre de Inglaterra y de Estados Unidos. Ve uno de los orígenes de la decadencia occidental en quien sostiene todavía efectivamente nuestro mundo blanco. Pero esta ejecución sumaria de la Reforma no es exclusiva de Massis. La encontramos también en los más autorizados y explícitos documentos de teorización fascista. En su discurso de la Universidad de Perugia, el Ministro Rocco, imputó a la Reforma así la responsabilidad del liberalismo y de la democracia como del socialismo. “el pensamiento político moderno, -afirma Rocco-, ha estado hasta ayer, en Italia y fuera de Italia, bajo el dominio absoluto de aquellas doctrirnas que tuvieron su origen próximo en la Reforma protestante, encontraron su desarrollo con los jus-naturalistas de los siglo XVII y XVIII fueron consagrados, por la Revolución Inglesa, la Americana y la Francesa y, con diversas formas, a veces contrastantes entre sí, han caracterizado todas las teorías políticas y sociales de los siglos XIX y XX hasta el fascismo”. Este discurso constituyó, en primer término, una severa requisitoria contra la era liberal burguesa de la civilización occidental, denunciada como una poco menos absurda elaboración del espíritu protestante. La tendencia a unimismar en este espíritu todos los movimientos anteriores al fascismo, condujo a Rocco a atribuir al socialismo la concepción atomística o individualista del Estado, propia del liberalismo. ¿Cómo había podido generarse el fascismo, definido no sólo como antítesis del liberalismo sino como una negación radical de la modernidad? Para explicar su génesis, Rocco se acoge a una presunta continuación autónoma del pensamiento italiano contra las filtraciones y obstáculos de la modernidad, a través de una cadencia de geniales renovadores de la tradición romana que va de Maquiavelo a Vico y a Cuoco, para rematar, probablemente, en el propio Rocco. El Patrimonio espiritual del romanismo, celosa y activamente conservado por Italia, representaría la milagrosa y excepcional reserva que le consiente afrontar con mejor fortuna que ninguna otra nación, la crisis de la civilización occidental.
El parentesco espiritual de Rocco, Federzoni, Corradini y otros nacionalistas italianos, con Maurras, Daudet y otros monarquistas de “L’Actión Francaise” que profesan notoriamente la fórmula simplista de la Anti-Reforma, no daría íntegra la clave de esta artificiosa destilación del pensamiento fascista si el mismo Mussolini, tan poco sospechoso de escolasticismo, no hubiese aceptado tácitamente los puntos de vista de Rocco en un telegrama de congratulación por el discurso de Perugia. Tanto por su formación intelectual como por su método empírico y realista, Mussolini no puede adherir a una condena sumaria de la modernidad. Menos todavía a suponer la premisa cardinal del fascismo. Esta adhesión lo coloca en abierto conflicto con lo que precisamente pensaba poco tiempo atrás. “Si por relativismo debe entenderse -escribía entonces- el desprecio de las categorías fijas por los hombres que se creen los portadores de una verdad objetiva inmortal, por los estáticos que se acomodan, en vez de renovarse incesantemente, entre los que se jactan de ser siempre iguales a sí mismos; nada es más relativista que la mentalidad y la actividad fascistas. Si el relativismo y movilismo universal equivalen, nosotros los fascistas hemos manifestado siempre nuestra despreocupada independencia por los nominalismos en los cuales se clava -como murciélagos a las vigas- los gazmoños de los otros partidos; nosotros somos verdaderamente los relativistas por excelencia y nuestra acción se reclama directamente de los más actuales movimientos del pensamiento europeo”. ¿Qué entendimiento cabe entre este relativismo que franquea el camino de todas las herejías y el dogmatismo de los nacionalistas franceses o italianos que nada reprochan tanto al pensamiento como su movilidad y su pluralidad? Los metafísicos tomistas dedican sus más acres ironías al empirismo anglo-sajón al cual desdecían ante todo por su filiación protestante. (¿No ha execrado una vez León Daudet al Kaiser Guillermo como una encarnación del espíritu luterano, sin acordarse, como le objetaron luego sus críticos, que los Hohenzollern eran calvinistas?). El hecho es que, indiferente al tamaño de su contradicción, el Dux del fascismo ha otorgado su venia y su aplauso al ministro, por el arte con que enlaza la doctrina fascista con la ortodoxia romana.
Es cierto que en la manifestación del espíritu fascista intervienen intelectuales como Giovanni Gentile que no pueden renegar del difamado pensamiento moderno sin renegar de sí mismo. Gentiles para los escolásticos de la reacción debe ser siempre el propagador del idealismo hegelianos, filosofía de inconfundible estirpe herética y protestante hacia la cual no puede moverlos a la indulgencia ni aún su mérito de valla contra el materialismo positivista. Además, Gentile propugna la tesis de que el fascismo desciende espiritual y aún doctrinariamente de la Diestra histórica del Risorgimento, sin cuidarse mucho de la parentela liberal y protestante que el fascismo se vería entonces obligado a reconocer, dado que los hombres de la famosa derecha del Risorgimento, fieles a la idea del Estado Unitario o Estado épico, como lo ha estudiado Mario Missireli, tendieron francamente a la ruptura con la Iglesia romana. Y otros exégetas, avanzando mucho más en la tentativa de relacionar el fascismo con el pensamiento moderno, señalan la influencia de Bergson, James y Sorel en la preparación espiritual de este movimiento, inexplicable según ellos sin una fecunda asimilación de las corrientes pragmatista, activista y relativista.
Pero, con excepción de Gentile, que insiste en la genealogía liberal del fascismo -liberal no democrática, ya que si la democracia contiene liberalismo, este solo la antecede- no son estos intelectuales, empeñados en atribuir al fascismo una esencia absolutamente moderna, quienes le dan entonación y fisionomía doctrinales. Son, más bien, los que, como Rocco, o con mayor ultraísmo, arremeten contra la Reforma y en general contra la modernidad, verbigracia, Curzio Suckert, autor de la fórmula “Fascismo igual Anti-reforma”. Y Ardengo Soffici que mira en el romanticismo un movimiento de puro origen protestante. El ex-compañero de Marinetti coincide con Maurrás en el odio al romanticismo y lo excede en el esfuerzo de repudiarlo como un producto genuinamente germano.

José Carlos Mariátegui La Chira

Estaciones de la crítica anti-marxista o revisionista

Estaciones de la crítica anti-marxista o revisionista

Karl Marx inició un tipo de hombre de acción y de pensamiento, de hombre pensante y operante. Pero en los líderes de la revolución rusa aparece, con rasgos más definidos, el ideólogo realizador. Lenin, Trotsky, Bukharin, Lunatcharsky, filosofan en la teoría y la praxis. Lenin deja, al lado de sus trabajos de estratega de la lucha de clases, su “Materialismo y Empirio-criticismo”. Trotzky, en medio del trajín de la guerra civil y de la discusión de partido, se da tiempo para sus meditaciones sobre “Literatura y Revolución”. ¿Y en Rosa Luxemburgo, acaso no se unimisman, a toda hora, la combatiente y la artista? ¿Quién entre los profesores que Henri de Manfel autor de “Más allá del Marxismo” admira, vive con más plenitud e intensidad de idea y de creación? Vendrá un tiempo en que a despecho de los engreídos catedráticos que acaparan hoy la representación oficial de la cultura, la asombrosa mujer que escribió desde la prisión esas maravillosas cartas a Luisa Kaustky —declaro que pocas compilaciones de cartas me han emocionado tanto— despertará la misma devoción y encontrará el mismo reconocimiento que una Teresa de Avila. Espíritu más filosófico y moderno que toda la caterva pedante que la ignora, —activo y contemplativo al mismo tiempo— y Unamuno si la conoce bien, la amará por esto —y la llamará espíritu quijotesco y agónico— puso en el poema trágico de su existencia el heroísmo, la belleza, la tensión, el gozo que no enseña ninguna escuela de la sabiduría.

En vez de procesar el marxismo por retraso e indiferencia respecto a la filosofía contemporánea, sería el caso, mas bien, de procesar a esta por deliberada y miedosa incomprensión de la lucha de clases y del socialismo. Ya un filósofo liberal como Benedetto Croce —verdadero filósofo y verdadero liberal— ha abierto este proceso, en términos de inapelable justicia, antes de que otro filósofo, idealista y liberal también, y continuador y exégeta del pensamiento hegeliano, Giovanni Gentile, aceptase un puesto en las brigadas del fascismo, en promiscua sociedad con los más dogmáticos neo-tomistas y los más incandescentes anti-intelectualistas. (Marinetti y su patrulla futurista).

Indagando las culpas de las generaciones precedentes, Croce las define y denuncia así: “Dos grandes obras: una contra el Pensamiento, cuando por protesta contra la violencia ocasionada a las ciencias empíricas, (que era el motivo en cierto modo legítimo) y por la ignavia mental (que el ilegítimo) se quiso, después de Kant, Fichte y Hegel, tornar atrás, y se abandonó el principio de la potencia del pensamiento para abarcar y dominar toda la realidad, la cual no es, y no puede ser otra cosa, sino espiritualidad y pensamiento. Al principio no se desconoció propia y abiertamente la potencia del pensamiento para abarcar y dominar toda la realidad, la cual no es, y no puede ser otra cosa, sino espirtiualidad y pensamiento. Al principio no se desconoció propia y abiertamente la potencia del pensamiento y solamente se la cambió en la de la observación y el experimento; pero, puesto que estos procedimientos empíricos debían necesariamente probarse insuficientes, la realidad real apareció como un más allá inaprehensible, un incognoscible, un misterio, y el positivismo generó de su seno el misticismo y las renovadas formas religiosas.

Por esta razón he dicho que los dos períodos, tomados en examen, no se pueden separar netamente y poner en contraste entre sí: de este lado el positivismo, al frente el misticismo; porque éste es hijo de aquel. Un positivista, después de la gelatina de los gabinetes, no creo que tenga otra cosa más cara que el incognoscible, esto es la gelatina en la cual se cultiva el microbio del misticismo.

Pero la otra culpa requeriría el análisis de las condiciones económicas y de las luchas sociales del siglo décimo nono y en particular de aquel gran movimiento histórico que es el socialismo, o sea la entrada de la clase obrera en la arena política. Hablo desde un aspecto general; y trasciendo las pasiones y las contingencias del lugar y del momento. Como historiador y como observador político, no ignoro que tal o cual hecho que toma el nombre de socialismo, en tal o cual otro lugar y tiempo, puede ser con mayor o menor razón contrastado, como por lo demás sucede con cualquier otro programa político, que es siempre contingente y puede ser más o menos extravagante e inmaduro y celar un contenido diverso de su forma aparente. Más, bajo el aspecto general, la pretensión de destruir el movimiento obrero, nacido del seno de la burguesía, sería como pretender cancelar la revolución francesa, la cual creó el dominio de la burguesía; mas aún, el absolutismo iluminado del siglo décimo octavo, que preparó la revolución; y poco a poco suspirar por la restauración del feudalismo y del sacro imperio romano, y por añadidura, por el regreso de la historia a sus orígenes: donde no sé si se encontraría el comunismo primitivo de los sociólogos (la lengua única del profesor Trombetti), pero no se encontraría, ciertamente, la civilización. Quien se pone, a combatir al socialismo, no ya en este o aquel momento de la vida de un país, sino en general (digamos así, en su exigencia), está constreñido a negar la civilización y el mismo concepto moral en que la civilización se funda. Negación imposible; negación que la palabra rehúsa pronunciar y que por esto ha dado origen a los inefables ideales de la fuerza por la fuerza, del imperialismo, del aristocraticismo, tan feos que sus mismos asertores no tienen ánimo de proponerlos en toda su rigidez y ora los moderan mezclándoles elementos heterogéneos, ora los presentan con cierto aire de bizarría fantástica o de paradoja literaria, que debería servir a hacerlos aceptables. O bien ha hecho surgir, por contragolpe, los ideales, peor que feos tontos, de la paz, del quietismo y de la no resistencia al mal. (“Crítica”, 1927, y “La letteratura della nuova Italia”, vol. IV).

La bancarrota del positismo y del cientifismo no compromete absolutamente la posición de los marxistas. La teoría y la política de Marx se cimentan invariablemente en la ciencia, no en el cientifisismo. Y en la ciencia, quieren reposar hoy, como lo observa Julien Beenda, en su “Trahison des Glares”, todos los programas políticos, sin excluir a los más reaccionarios y anti-históricos (el de la “Action Francaise”, por ejemplo). Brunetiere, que proclamaba la quiebra de la ciencia, ¿no se complacía acaso en maridar catolicismo y positivismo? ¿Y Maurras no se reclama igualmente del pensamiento científico? La religión del porvenir, como piensa Waldo Frank, descansará en la ciencia o se elevará sobre ella. “Copérnico, Newton, Galileo, Einstein, Espinoza, Leibnitz, Kant, los pensadores en psicología, política y leyes sociales —escribe Frank en el segundo de sus estudios sobre “The Re-Discovery of America” en “The New Republic”— edifican desde la ruina de los mundos una nueva fundamentación para que culmine el futuro conjunto —nuestra verdadera religión. ¿Será también esto cientificismo superado?

Análogas a las especiosas razones que se emplean para hablar de divorcio entre el marxismo y la nueva filosofía—y la nueva ciencia—son las que sirven para lamentar la despreocupación o indiferencia del socialismo marxista respecto a las bases éticas de un nuevo orden social.

La culpa, en parte, la tienen ciertos marxistas ortodoxos, demasiado ortodoxos, a lo Lafargue, en los cuales sin duda pensó Marx cuando, con su habitual ironía, dijo aquello de “en cuanto a mí, no soy marxista”. Pero también, a este respecto Marx ha sido reivindicado enérgicamente por Croce, con argumentos semejantes a los que usa en la defensa de Maquiavelo.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La liquidación de la cuestión romana

El fascismo concluye, en estos momentos, uno de los trabajos para que se sintió instintivamente predestinado desde antes, acaso, de su ascensión al poder. Ni sus orígenes anti-clericales, agresivamente teñidos de paganismo marinettiano y futurista -el programa de Marinetti comprendía la expulsión del Papa y su corte y la venta del Vaticano y sus museos-; ni las reyertas entre campesinos católicos y legionarios fascistas en los tiempos de beligerancia del partido de don Sturzo; ni las violentas requisitorias de Farinacci contra el anti-fascismo -nittiano addiritura- del Cardenal Gasparri; ni la condena por los tribunales fascistas de algunos curas triestinos; ni la terminante exclusión del “scoutismo” católico como concurrente de la organización mussolinista de la adolescencia; ninguno de los actos o conceptos, individuos o situaciones que han opuesto tantas veces el “fascio littorio” y el cetro de San Pedro, ha frustrado la ambición del Dux de reconciliar el Quirinal y el Vaticano, el Estado y la Iglesia.
¿Quien ha capitulado, después de tantos lustros de intransigente reafirmación de sus propios derechos? Verdaderamente, la cuestión romana, como montaña casi insalvable entre el Quirinal y el Vaticano, había desaparecido poco a poco. Incorporada la Italia del Risorgimento en la buena sociedad europea, el Vaticano había visto tramontar, año tras año, la esperanza de que un nuevo ordenamiento de las relaciones internacionales consintiese la reivindicación del Estado pontificio. Dictaba su ley no solo a la buena sociedad europea, sino a la sociedad mundial, naciones protestantes y sajonas con muy pocos motivos de aprecio por la ortodoxia romana; le imponía su etiqueta diplomática una nación latina, entregada, desde su revolución, a la más severa y formalista laicidad franc-masona. La Iglesia Romana, en el curso del ochocientos, había dado muchos pasos hacia la democracia burguesa, separando teórica y prácticamente su destino del de la feudalidad y la autocracia. El liberalismo italiano, a su vez, no había osado tocar el dogma, llevando a su pueblo al protestantismo, a la iglesia nacional. La cuestión romana había sido reducida por los gobernantes del “transformismo” italiano a las proporciones de una cuestión jurídica. En realidad, descartados sus aspectos político, religioso y moral, no era otra cosa. Si el Vaticano aceptaba el dogma de la soberanía popular y, por ende, el derecho del pueblo italiano en su organización a adoptar los principios del Estado moderno, no tenía que reclamar sino contra la unilateralidad arbitraria de la Ley “delle Guarentigie”. Esta ley era inválida por haber pretendido resolver, sin preocuparse, del consenso ni las razones del Papado, una cuestión que afectaba a sus derechos.
Pero, en tiempos de parlamentarismo demo-liberal, un arreglo estaba excluido por el juego mismo de la política de cámara y pasillos. Aparte de que todos los líderes coincidían tácitamente con la tendencia giolittiana a aplazar, por tiempo indefinido, cualquier solución. La política -o la administración- giolittiana tenía que “menager”, de una parte, a los clericales, gradualmente atraídos a una democracia sosegada, progresista, tolerante, exenta de todo excesivo sectarismo, de toda peligrosa duda teológica; y de otra parte, a los demo-liberales y demo-masones, empeñados en sentirse legítimos y vigilantes herederos del patrimonio ideal del Risorgimento.
La crisis post-bélica, la transformación cada día más acentuada de la política de partidos en política de clases, la consiguiente aparición del partido popular italiano bajo la dirección de don Sturzo, cambiaron después de la guerra los términos de la situación. La catolicidad, que políticamente había carecido hasta entonces de representación propia, comenzó a disponer de una fuerza electoral y parlamentaria que pesaba decisivamente, dada la actitud de los socialistas, en la composición de la mayoría y el gobierno.
Pero estaba vigente aún la tradición del Estado liberal y laico surgido del Risorgimento. La distancia entre el Estado y la Iglesia se había acortado. Mas el Estado no podía dar, por su parte, el paso indispensable para salvarla. La Iglesia, a su vez, esperaba la iniciativa del Estado. Histórica y diplomáticamente, no le tocaba abrir las negociaciones.
Mussolini ha operado en condiciones diversas. En primer lugar, el gobierno fascista, como he recordado ya en otra ocasión, tratando este mismo tópico, no se considera vinculado a los conceptos que inspiraron invariablemente a este respecto a la política de los anteriores gobiernos de Italia. Frente a la “cuestión romana”, como frente a todas las otras cuestiones de Italia, el fascismo no se siente responsable del pasado. El fascismo pregona su voluntad de construir el Estado fascista sobre bases y principios absolutamente diversos de los que durante tantos años ha sostenido el Estado liberal. Al mismo tiempo, el fascismo desenvuelva, con astuto oportunismo, una política de acercamiento a la iglesia, cuyo rol como instrumento de italianidad y latinidad ha sido imperialistamente exaltado por Mussolini. En materia religiosa, el fascismo ha realizado el programa del partido popular o católico fundado de 1919 por don Sturzo. Lo ha realizado a tal punto que ha hecho inútil la existencia en Italia de un partido católico. (Hay que agregar que, en ningún caso, después del Aventino, la habría permitido como existencia de un partido democrático). “El Papa puede despedir a don Sturzo”, escribía ya hace cinco años Mario Missiroli. El acercamiento del fascismo a la Iglesia, no solo se ha operado en el orden práctico, mediante una restauración más o menos política del catolicismo en la escuela. También se ha intentado la aproximación en el orden teórico. Los intelectuales fascistas de Gentile, a Ciusso y Pellizzi, se han esmerado en el elogio de Iglesia. Los más autorizados teóricos del “fascio littorio”, han encontrado en el tomismo no poco de los fundamentos filosóficos de su doctrina. La ex-comunión de “L’Action Francaise”, ha comprometido un poco esta “demarche” reaccionaria. Frente al mismo fascismo, el Vaticano ha reivindicado discretamente el concepto católico del Estado, incompatible con el dogma fascista del Estado ético y soberano.
Mas, si a este respecto el acuerdo resultará siempre difícil, no ocurriría los mismo con la “cuestión romana”. Precisamente en este terreno, el fascismo podía ceder sin peligro. I reconocer al Papado la soberanía sobre los palacios vaticanos, una indemnización y otras prerrogativas, no es ceder demasiado. Lo mismo habría dado, presuroso, Cavour. Solo que entonces habría parecido muy poco.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira