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José Carlos Mariátegui La Chira Revista Variedades Literatura
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"La ciencia de la revolución" por Max Eastman [Recorte de prensa]

"La ciencia de la revolución" por Max Eastman

“La Ciencia de la Revolución” de Max Eastman -uno de los libros de resonancia de la literatura política última- se contrae casi a la aserción de que Marx, en su pensamiento, no consiguió nunca emanciparse de Hegel. Si este hegelianismo incurable hubiese persistido solo en Marx y Engels, preocuparía sin duda muy poco al autor de “La Ciencia de la Revolución”. Pero como lo encuentra subsistente en la teorización marxista de sus continuadores y, sobre todo, dogmáticamente profesado por los ideólogos de la Revolución Rusa, Max Eastman considera urgente y esencial denunciarlo y combatirlo. Hay que entender sus reparos a Marx como reparos al marxismo.

Pero lo que “La Ciencia de la Revolución” demuestra, más bien que la imposibilidad de Marx de emanciparse de Hegel, es la incapacidad de Max Eastman para emanciparse de William James. Eastman se muestra particularmente fiel a William James en su antihegelianismo. William James, después de reconocer a Hegel como uno de los pocos pensadores que propongan una solución de conjunto de los problemas dialécticos, se apresura a agregar: “escribía de una manera tan abominable que no lo he comprendido jamás”. (“Introducción a la Filosofía”) Max Eastman no se ha esforzado más por comprender a Hegel. En su ofensiva contra el método dialéctico, actúan todas sus resistencias de norte americano -proclive a un practicismo flexible e individualista, permeado de ideas pragmatistas- contra el panlogismo germano, contra el sistema de una concepción unitaria y dialéctica. En apariencia, el "americanismo” de la tesis de Max Eastman está en su creencia de que la revolución no necesita una filosofía sino solamente una ciencia, muy técnica; pero, en el fondo, está verdaderamente, en su tendencia muy anglo-sajona a rechazar en el nombre del puro “buen sentido” toda difícil construcción ideológica chocante a una educación pragmatista.

Max Eastman, al reprochar a Marx el no haberse liberado de Hegel, le reprocha en general el no haberse liberado de toda metafísica, de toda filosofía. No cae en cuenta de que si Marx se hubiera propuesto y realizado únicamente, con la prolijidad de un técnico alemán, el esclarecimiento científico de los problemas de la revolución tales como se presentaban empíricamente en su tiempo, no habría alcanzado sus más eficaces y valiosas conclusiones científicas, ni habría mucho menos elevado al socialismo al grado de disciplina ideológica y de organización práctica que lo han convertido en la fuerza constructora de un nuevo orden social, Marx pudo ser un técnico de la revolución, lo mismo que Lenin, precisamente porque no se detuvo en la elaboración de unas cuantas recetas de efecto estrictamente verificable. Si hubiese rehusado o temido confrontar las dificultades de la creación de un “sistema” para no disgustar más tarde al pluralismo irreductible de Max Eastman, su obra teórica, no superaría en trascendencia histórica a la de Proudhom o Kropotkin.

No advierte tampoco Max Eastman que, sin la teoría del materialismo histórico, el socialismo no habría abandonado el punto muerto del materialismo filosófico y, en el envejecimiento inevitable de este por su incomprensión de la necesidad de fijar las leyes de la evolución y el movimiento, se habría contagiado más fácilmente en todo linaje de “idealismos” reaccionarios. Para Max Eastman el hegelianismo es un demonio que hay que hacer salir del cuerpo del marxismo exorcizándolo en nombre de la ciencia. ¿En qué razones se apoya su tesis para afirmar que en la obra de Marx alienta, hasta el fin, el hegelianismo más metafísico y tudesco? Es verdad, Max Eastman no tiene más pruebas de esta convicción, que las que tenía antiguamente un creyente de la presencia del demonio en el cuerpo del individuo que debía ser exorcizado. He aquí su diagnosis del caso Marx: “Al declarar alegremente que no hay tal Idea, que no hay Empíreo alguno que arda en el centro del universo, que la realidad última es, no el espíritu, sino la materia, puso de lado toda emoción sentimental y, en una disposición que parecía ser completamente realista, se puso a escribir la ciencia de la revolución del proletariado. Pero, a pesar de esta profunda transformación emocional por él experimentada, sus escritos siguen teniendo un carácter metafísico y esencialmente animista. Marx no había examinado este mundo material, del mismo modo que un artesano examina sus materiales, a fin de ver la manera de sacar el mejor partido de ellos. Marx examinó el mundo material del mismo modo que un sacerdote examina el mundo ideal, con la esperanza de encontrar en él sus propias aspiraciones creadoras y, en caso contrario, para ver de qué modo podría trasplantarlas en él. Bajo su forma intelectual, el marxismo no representaba el pasaje del socialismo utópico al socialismo científico; no representaba la sustitución del evangelio nada práctico de un mundo mejor por un plan práctico, apoyado en un estudio de la sociedad actual e indicando los medios de reemplazarlo por una sociedad mejor. El marxismo constituía el pasaje del socialismo utópico a una religión socialista, un esquema destinado a convencer al creyente de que el universo mismo engendra automáticamente una sociedad mejor y que él, el creyente, no tiene más que seguir el movimiento general de este universo”. No le bastan a Max Eastman, como garantía del sentido totalmente nuevo y revolucionario que tiene en Marx el empleo de la dialéctica, las proposiciones que él mismo copia en ‘'La Ciencia de la Revolución” de la “Tesis sobre Feuerbach”. No recuerda, en ningún momento, esta terminante afirmación de Marx: “El método dialéctico, no solamente difiere en cuanto al fondo del método de Hegel, sino que le es, aún más, del todo contrario. Para Hegel el proceso del pensamiento, que él transforma, bajo el nombre de idea, en un sujeto independiente, es el demiurgo (creador) de la realidad, no siendo esta última sino su manifestación exterior. Para mí, al contrario, la idea no es otra cosa que el mundo material traducido y transformado por el cerebro humano”. Sin duda, Max Eastman pretenderá que su crítica no concierne a la exposición teórica del materialismo histórico, sino a un hegelianismo espiritual e intelectual -a cierta conformación mental del profesor de metafísica- de que a su juicio Marx no supo nunca desprenderse a pesar del materialismo histórico, y cuyos signos hay que buscar en el tono dominante de su especulación y de su prédica. Y aquí tocamos su error fundamental: su repudio de la filosofía misma, su mística convicción de que todo absolutamente todo, es reducible a ciencia, y de que la revolución socialista no necesita filósofos sino técnicos. Emmanuel Berl, se burla acerbamente de esta tendencia, aunque sin distinguirla, como es de rigor, de las expresiones auténticas del pensamiento revolucionario. “La agitación revolucionaria misma -escribe Berl- acaba por ser representada como una técnica especial que se podría enseñar en una Escuela Central. Estudio del marxismo superior, historia de las revoluciones, participación más o menos real en los diversos movimientos que pueden producirse en tal o cual punto, conclusiones obtenidas de estos ejemplos de los cuales hay que extraer una fórmula abstracta que se podrá aplicar automáticamente a todo lugar donde aparezca una posibilidad revolucionaria. Al lado del comisario del caucho el comisario de propaganda, ambos politécnicos”.

El cientificismo de Max Eastman no es tampoco rigurosamente original. En tiempos en que pontificaban aún los positivistas, Enrico Ferri dando al término “socialismo científico” una acepción estricta y literal, pensó también que era posible algo así como una ciencia de la revolución. Sorel se divirtió mucho, con este motivo, a expensas del sabio italiano, cuyos aportes a la especulación socialista no fueron nunca tomados en serio, de otro lado, por los jefes del socialismo alemán. Hoy los tiempos son menos que antes favorables para -no ya desde los puntos de vista de la escuela positivista, sino desde los del practicismo yanqui- renovar la tentativa. Max Eastman, además, no esboza ninguno de los principios de una ciencia de la Revolución. A este respecto, la intención de su libro, que coincide con el de Henri de Man en su carácter negativo, se queda en el título.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Un libro de Emile Vandervelde [Recorte de prensa]

Un libro de Emile Vandervelde

El sumo líder de la social-democracia belga Emile Vandervelde, en su reciente libro "Le marxisme a-t-il fait faillite" que reúne varios estu­dios, algo dispares, sobre teoría y po­lítica socialistas, examina principal­mente la tesis expuesta por Henri de Man en su notorio volumen (que en su edición alemana tiene el título me­surado de "Zur Psychologie des Sozialismus" y en su menos notoria conferencia a los estudiantes socialis­tas de París.

Vandervelde, que como ya lo he re­cordado, participó temprano en el re­visionismo, comienza por rememorar, no sin cierta intención irónica, la an­tigüedad de la tendencia a fáciles y apresuradas sentencias a muerte del socialismo. Cita la frase del académi­co Reybaud, después de las jornadas de junio de 1848: “El Socialismo ha muerto; hablar de él, es pronunciar su oración fúnebre”. Mezcla, a renglón seguido, con evidente fin confusionis­ta, las críticas de Menger y Andler con las de Sorel. Opone, en cierta for­ma, la tentativa revisionista también, de Nicholson, que prudentemente se contenta con anunciar el renovamiento del marxismo, a la tentativa de Henri de Man, que proclama su li­quidación, Pero, después de un capí­tulo en que deja a salvo su propio revisionismo, se declara en desacuer­do con ciertos jóvenes e impresiona­bles lectores que han creído ver en la obra de Henri de Man la revelación de una doctrina nueva. La reacción del autor de “Más allá del Marxismo”, en general, le parece excesiva.

Si se tiene en cuenta que la propa­ganda del libro de Henri de Man ha explotado el juicio de Vandervelde so­bre esta obra, considerada por él co­mo la más importante que se ha pu­blicado después de la guerra sobre el socialismo, sus reservas y sus críti­cas cobran una oportunidad y un va­lor singulares. Vandervelde, en el cur­so de su carrera política, ha abandonado reiteradamente la línea marxista. En su época de teorizante, su posición fue la de un revisionista; y en sus tiempos de parlamentario y ministro lo ha sido mucho más. Todos los argumentos del revisionismo viejo y nuevo le son familiares. En caso de que de Man hubiera encontrado, efectivamente, los principios de un nuevo socialismo no marxista o post-marxista, Vandervelde, por mil razones especulativas, prácticas y sentimentales, no habría dejado de regocijarse. Pero de Man no ha descubierto nada, ya que no se puede tomar como un descubrimiento los resultados de un ingenioso, y a veces feliz, empleo de la psicología actual en la indagación de algunos resortes psíquicos de la acción obrera. Y Vandervelde, advertido y cauteloso, debe tomar tiempo sus preocupaciones, contra cualquier súper-estimación exorbitante de la tesis de su compatriota. Reconoce así, de modo categórico, que no hay “nada absolutamente de esencial en el libro de de Man que no se encuentre ya, al menos en germen, en Andler, en Merger, en Jaurés y aun en ese buen viejo Benoit MalIon”. Y esto equivale a desautorizar, a desvanecer completamente, por parte de quien más importancia ha atribuido al libro de Henri de Man, la hipótesis de su novedad u originalidad.

Mas Vandervelde contribuye con varios otros argumentos a la refutación de Henri de Man. El esquema del estado afectivo de la clase obrera industrial que Henri de Man ofrece, y que lo conduce a un olvido radical del fondo económico de su movimiento, no prueba absolutamente, con sus solos elementos psicológicos, lo que el revisionista belga se imagina probar. “Yo puedo admitir— escribe Vandervelde a este respecto— que el instinto de clase es anterior a la consciencia de clase, que no es indispensable que los trabajadores hayan dilucidado el problema de la plusvalía para luchar contra la explotación y la dominación de que son víctimas, que no es únicamente el “instinto adquisitivo” lo que determina sus voliciones sociales; pe­ro en definitiva, después de haber dado con él un rodeo psicológico, interesante del resto, regresamos a lo que, desde el punto de vista socialista, es verdaderamente esencial en
el Marxismo: es decir la primacía de lo económico, la importancia primordial del progreso de la técnica, el desarrollo autónomo de las fuerzas productivas, en el sentido de una concentración que tiende a eliminar o a subordinar las pequeñas empresas, a acrecentar el proletariado, a transformar la concurrencia en monopolio y a crear finalmente una contradicción ostensible entre el carácter social de
la producción y el carácter privado de la apropiación capitalista.” La afirmación de Henri de Man de que “en último análisis, la inferioridad social de las clases laboriosas no reposa en una injusticia política, ni en un prejuicio económico, sino en un estado psíquico”, es para Vandervelde una “enormidad”. De Man ha superpuesto la psicología a la economía, en un trabajo realizado sin objetividad científica, sin rigor especulativo, con el propósito extra y anti-científico de escamotear la economía. Y Vandervelde no tiene más remedio que negar que "su interpretación psicológica del movimiento obrero cambie algo que sea esencial en lo que hay de realmente sólido en las concepciones económicas y sociales del Marxismo".

Paralelamente al libro de Henri de Man, Vandervelde examina la “Theorie du Materialisme historique" de Bukharin. Y su conclusión comparativa es la siguiente: "Si hubiese que caracterizar con una palabra —excesiva por lo demás— las dos obras que acaban de ser analizadas, talvez se podría decir que Bukharin descarna al marxismo so pretexto de depurarlo , en tanto que de Man lo desosa, le quita su osamenta económica, so capa de idealizarlo." De esta comparación Bukharin sale, sin duda, mucho mejor parado que de Man, aun­ que todas las simpatías de Vandervelde sean para este último. Sobre todo si se considera que la “Theorie du
Materialisme historique” es un manual popular, un libro de divulgación, en el que por fuerza el marxismo debía quedar reducido a un esquema elemental. El marxismo descarnado, esquelético de Bukharin, se manten­dría siempre en pie, llenando el ofi­cio didáctico de un catecismo, como esas osamentas de museo que dan una idea de las dimensiones, la estructura y la fisiología de la especie que representan, mientras el marxis­mo desolado de Henri de Man, inca­paz de sostenerse un segundo, está condenado a corromperse y disgregar­se, sin dejar un vestigio duradero.

Henri de Man resulta, pues, descalificado por el reformismo, por boca de quien entre sus corifeos se sentía, ciertamente, más propenso a tratarlo con simpatía. Y esto es perfectamente lógico, no solo porque una buena parte de “Más allá del Marxismo” constituye una crítica disolvente de las contradicciones y del sistema reformista, sino porque la base económica y clasista del marxismo no es menos indispensable, prácticamente, a los reformistas que a los revolucionarios. Si el socialismo, reniega, como pretende de Man, su carácter y su función clasistas, para atenerse a las revelaciones inesperadas de los intelectuales y moralistas, dispuestos a prohijarlo o renovarlo, ¿de qué resortes dispondrían los reformistas para encuadrar en sus marcos a la clase obrera, para movilizar en las batallas del sufragio a un imponente electorado de clase y para ocupar, a título distinto de los varios partidos burgueses, una fuerte posición parlamentaria? La social democracia no puede suscribir absolutamente las conclusiones del revisionista belga, sin renunciar a su propio cimiento. Aceptar, en teoría, la caducidad del materialismo económico, sería el mejor modo de servir toda suerte de maniobras fascistas y reaccionarias. Vandervelde, interesado como el que más en apuntalar la democracia, es todo lo cauto que hace falta para comprenderlo.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El balance de Suprarrealismo. A propósito del último manifiesto de André Bretón [Recorte de prensa]

El balance de Suprarrealismo. A propósito del último manifiesto de André Bretón

Ninguno de los movimientos literarios y artísticos de vanguardia de Europa occidental ha tenido, contra lo que baratas apariencias pueden sugerir la significación ni el contenido histórico del suprarrealismo. Los otros movimientos se han limitado a la afirmación de algunos postulados estéticos, a la experimentación de algunos principios artísticos.

El “futurismo” italiano ha sido, sin duda, una excepción de la regla Marinetti y sus secuaces pretendían representar no solo artística sino también política, sentimentalmente, una nueva Italia. Pero el “futurismo'’ que, considerado a distancia, nos hace sonreír por este lado de su megalomanía histrionesca quizás más que por ningún otro, ha entrado hace ya algún tiempo en el orden y la academia; el “fascismo” lo ha digerido sin esfuerzo, lo que no acredita el poder digestivo del régimen de las camisas negras sino la inocuidad fundamental de los futuristas. El futurismo ha tenido también, en cierta medida, la virtud de la persistencia. Pero, bajo este aspecto, el suyo ha sido un caso de longevidad, no de continuación ni desarrollo. En cada reaparición, se reconocía al viejo futurismo de anteguerra. La peluca, el maquillaje, los trucos, no impedían notar la voz cascada, los gestos mecanizados. Marinetti, en la imposibilidad de obtener una presencia continua, dialéctica. del futurismo, en la literatura y la historia italianas, lo salvaba del olvido, mediante ruidosas “rentrées”. El futurismo, en fin, estaba viciado originalmente por ese gusto de lo espectacular, ese abuso de lo histriónico, -tan italianos, ciertamente, y esta sería tal vez la excusa que una crítica honesta le podría conceder- que lo condenaban a una vida de proscenio, a un rol hechizo y ficticio de declamación. El hecho de que no se pueda hablar del futurismo sin emplear una terminología teatral, confirma este rasgo dominante de su carácter.

El “suprarrealismo” tiene otro género de duración. Es, verdaderamente, un movimiento, una experiencia. No está hoy ya en el punto en que lo dejaron, hace dos años, por ejemplo, los que lo observaron hasta entonces con la esperanza de que se desvaneciera o se pacificara. Ignora totalmente al suprarrealismo quien se imagina conocerlo y entenderlo por una fórmula o una definición de una de sus etapas. Hasta en su surgimiento, el suprarrealismo se distingue de las otras tendencias o programas artísticos y literarios. No ha nacido armado y perfecto de la cabeza de sus inventores. Ha tenido un proceso. Dadá es el nombre de su infancia. Si se sigue atentamente su desarrollo, se le puede descubrir una crisis de pubertad. Al llegar a su edad adulta, ha sentido su responsabilidad política, sus deberes civiles, y se ha inscrito en un partido, se ha afiliado a una doctrina.

Y, en este plano, se ha comportado de modo muy distinto que el futurismo. En vez de lanzar un programa de política suprarrealista, acepta y suscribe el programa de la revolución concreta, presente: el programa marxista de la revolución proletaria. Reconoce validez en el terreno social, político, económico, únicamente, al movimiento marxista. No se le ocurre someter a la política a las reglas y gustos del arte. Del mismo modo que en los dominios de la física, no tiene nada que oponer a los datos de la ciencia, en los dominios de la política y la economía juzga pueril y absurdo intentar una especulación original, basada en los datos del arte. Los suprarrealistas no ejercen su derecho al disparate, al subjetivismo absoluto, sino en el arte: en todo lo demás, se comportan cuerdamente y esta es otra de las cosas que los diferencian de las precedentes escandalistas variedades revolucionarias o románticas de la historia de la literatura.

Pero nada rehúsan tanto los suprarrealistas como confinarse voluntariamente en la pura especulación artística. Autonomía del arte, sí; pero, no clausura del arte. Nada les es más extraño que la fórmula del arte por el arte. El artista que, en un momento dado, no cumple el deber de arrojar al Sena a un “flic” de M. Tardieu o de interrumpir con una interjección un discurso de Briand, es un pobre diablo. El suprarrealismo le niega el derecho de ampararse en la estética para no sentir lo repugnante, lo odioso del oficio de Mr. Chiappe o de los anestesiantes orales del pacifismo de los Estados Unidos de Europa. Algunas disidencias, algunas defecciones han tenido, precisamente, su origen en esta concepción de la unidad del hombre y el artista. Constatando el alejamiento de Robert Desnos, que diera en un tiempo contribución cuantiosa a los cuadernos de “La Revolution Surrealiste”, André Breton dice que “él creyó poder entregarse impunemente a una de las actividades más peligrosas que existan, la actividad periodística, y descuidar en función de ella de responder a un pequeño número de intimaciones brutales frente a las cuales se ha hallado el suprarrealismo avanzando en su camino: marxismo o antimarxismo, por ejemplo”.

A los que en esta América tropical se imaginan el suprarrealismo como un libertinaje, les costará mucho trabajo, les será quizás imposible admitir esta afirmación: que es una difícil, penosa disciplina. Puedo atemperarla, moderarla, sustituyéndola por una definición escrupulosa: que es la difícil, penosa búsqueda de una disciplina. Pero insisto, absolutamente, en la calidad rara -inasequible y vedada al snobismo, a la simulación,- de la experiencia y del trabajo de los suprarrealistas.

“La Revolution Surrealiste” ha llegado a su número XII y a su año quinto. Abre el No. XII un balance de una parte de sus operaciones de André Breton que el autor titula: “Segundo Manifiesto del Suprarrealismo”. Prometo a los lectores de VARIEDADES un comentario de este manifiesto y de una “Introducción a 1930”, publicada en el mismo número por Louis Aragon. Antes he querido fijar, en algunos acápites, el alcance y el valor del suprarrealismo, movimiento que he seguido con una atención que se ha reflejado más de una vez, y no solo episódicamente, en mis artículos de VARIEDADES. Esta atención, nutrida de simpatía y esperanza, garantiza la lealtad de lo que escribiré polemizando con los textos e intenciones suprarrealistas. A propósito del No. XII, agregaré que su texto y su tono confirman el carácter de la experiencia suprarrealista y de la revista que la exhibe y traduce. Un número de “La Revolution Surrealiste” representa casi siempre un examen de consciencia, una interrogación nueva, una tentativa arriesgada. Cada número acusa un nuevo reagrupamiento de fuerzas. La misma dirección de la revista, en su sentido funcional o personal, ha variado algunas veces, hasta que la ha asumido, imprimiéndole continuidad; André Breton. Una revista de esta índole no podía tener una regularidad periódica, exacta, en su publicación. Todas sus expresiones deben ser fieles a la línea atormentada, peligrosa, desafiante de sus investigaciones y sus experimentos.

José Carlos Mariátegui

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