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El alma matinal

El alma matinal

Hace ya tiempo que registré, a fojas 10 de los anales de la época, la decadencia del crepúsculo como motivo, asunto y fondo literarios, Y agregué que el descubrimiento más genial de Ramón Gómez de la Serna era, seguramente, el del alba. Hoy regreso a este tema, después de comprobar que la actual apologética del alba no es exclusivamente literaria.
Todos saben que la Revolución adelantó los relojes de la Rusia sovietista en la estación estival. Europa occidental adoptó también la hora de verano, después de la guerra. Pero lo hizo solo por la economía de alumbrado. Faltaba en esta medida de crisis y carestía, toda convicción matutina. La burguesía grande y media, seguía frecuentando el tabarín. La civilización capitalista encendía todas sus luces de noche, aunque fueses clandestinamente. A este período corresponden la boga del dancing y de Paul Morand.
Pero con Paul Morand había quedado ya licenciado el crepúsculo. Paul Morand representaba la moda de la noche. Sus novelas nos paseaban por un Europa nocturna, alumbrada por una perenne luz artificial. Y el nombre que más legítimamente preside la noche de la decadencia post-bélica no es el de Morand sino el de Proust. Marcel Proust inauguró con su literatura una noche fatigada, elegante, metropolitana, licenciosa, de la que el occidente capitalista no sale todavía. Proust era el trasnochador fino, ambiguo y pulcro que se despide a las dos de la mañana, antes de que las parejas estén borrachas y cometan excesos de mal gusto.
Se retiró de la “soirée” de la decadencia cuando aún no había llegado el charleston, ni Josefina Backer. A Paul Morand, diplomático y demimondain, le tocó solo introducirnos en la noche post-proustiana.
La moda del crepúsculo perteneció a la moda finisecular y decadente de ante-guerra. Sus grandes pontífices fueron Anatole France y Gabriel D’Annunzio.
El viejo Anatole sobresalió en el género de los crepúsculos clásicos y arqueológicos: crepúsculo de Alejandría, de Sinecusa, de Roma, de Florencia, económicamente conocidos en los volúmenes de las bibliotecas oficiales y en viajes de turista moros que no olvida nunca sus maletas en el tren y que tiene previstas todas las estaciones y hoteles de su itinerario. A la hora del tramonto, siempre discreto, sin excesivos arreboles ni escandalosos celajes, era cuando monsieur Bergeret gustaba de aguzar sus ironías. Esas ironías que hace diez años nos encantaban por agudas y sutiles y que hora nos aburren con su monótona incredulidad y con su fastidioso escepticismo.
D’Annunzio era más faustuoso y teatral y también más variado en sus crepúsculos de Venecia vagamente wagnerianos, con la torre de San Jorge el Mayor en un flanco, saboreados en la terraza del Hotel Danieli por amantes inevitablemente célebre, anidados en el mismo cuarto donde cobijaron su famoso amor, bajo antiguos y recamados cobertores, Jorge Sand y Alfredo de Musset; crepúsculos abruzeses deliberadamente rústicos y agrestes, con cabras, pastores, chivos, fogatas, quesos, higos y un incesto de tragedia griega; crepúsculos del Adriático con barcas pescadoras playas lúbricas, cielos patéticos y tufo afrodisíaco; crepúsculos semi-orientales, semi-bizantinos de Ravenna y de Rimini, con vírgenes enamoradas de trenzas inverosímiles y flotantes y un ligero sabor de ostra perlera; crepúsculos romanos, transteverinos, declamatorios, olímpicos, gozados en la colina del Janiculum, refrescados por el agua paola que cae en tazas de mármol antiguo, con reminiscencias del sueño de Escipión y los discursos de Cola di Rienzo; crepúsculos de Quinto al Mare, heroicos, republicanos garibaldinos, retóricos, un poco marineros dignísimos a pesar de la vecindad comprometedora de Portofino Kulm y la perspectiva equívoca de Montecarlo. D’Annunzio agotó en su obra, magníficamente crepuscular, todos los colores, todos los desmayos, todas las ambigüedades del ocaso.
Concluido el período dannunziano y anatoliano -que en España, a no ser por las sonatas del gran Valle Inclán, no dejaría más rastros que los sonetos de Villaespesa, las novelas del Marqués de Hoyos y Vinent y las falsas gemas orientales de Tórtola Valencia- desembarcó en una estación ferroviaria de Madrid, con una sola maleta en la mano, pasajero de tercera clase, Ramón Gómez de la Serna, descubridor del alba.
Su descubrimiento era un poco prematuro. Pero es fuerza que todo descubrimiento verdadero lo sea. Proust con su smoking severo y una perla en la perchera, blando, tácito, pálido, presidía invisible la más larga noche europea, -noche algo boreal por lo prolongada, - de extremos placeres y terribles presagios, arrullada por el fuego de las ametralladoras de Noske en Berlín y de las bombas de mano fascistas en los caminos de la planicie lombarda y romana y de las Montañas Apeninas.
Ahora, aunque quede todavía en ella mucho de la noche de Charlotemburgo y de la noche de Dublín, la Europa que quiere salvarse, la Europa que no quiere morir, aunque sea todavía la Europa burguesa, cansada de sus placeres nocturnos, suspira porque venga pronto el alba. Mussolini, manda a la cama a Italia a las 10 de la noche, cierra cabarets, prohíbe el charleston. Su ideal es una Italia provinciana, madrugadora, campesina, libre de molicie y de artificios urbanos, con muchos rústicos hijos en su ancho regazo. Por su orden, como en los tiempos de Virgilio, los poetas cantan al campo, a la siembra, a la siega. Y la burguesía francesa, la que ama la tradición y el trabajo, burguesía laboriosa, económica, mesurada, continente -no malthusiana-, reclama también en su casa el horario fascista y sueña con un dictador de virtudes romanas y genio napoleónico que cultive durante las vacaciones su trigal y su viña. Oíd como amonesta Lucien Romier a la Francia noctámbula: “Es grave que un pueblo se entregue a los placeres de la noche, no por el mal que encuentran en estos los sermoneadores. Es grave como índice de que tal pueblo pierde sus días. Si tú quieres crecer y prosperar, ¡oh francés! Acuérdate de que la virilidad del hombre se afirma en el triunfo matinal. Es a la hora del alba que viene el invasor, perseguido por el sol levante”.
No es probable que Lucien Romier sepa renunciar a la noche. Pertenece a una burguesía, clarividente en su ruina, que se da cuenta de que el hombre nuevo es el hombre matinal.

José Carlos Mariátegui La Chira

El sumo cicerone del foro romano

Para conocer algún lado, algún perfil de la figura de Giacomo Boni no es indispensable haber visitado Roma y, por ende, el Foro con un ticket de la Agencia Cook. Basta haber leído la novela de Anatole France “Sobre la piedra blanca”. Giacomo Boni es uno de los personajes del diálogo de Anatole France. Y el escenario o el motivo del diálogo es el Foro Romano. Boni pasará, acaso, a la posteridad sentado, filosófica y taciturnamente sobre la “Piedra Blanca” de France. Lo cual inducirá a la posteridad a un error muy grave acerca del verdadero color de la gloria de Boni. Porque, realmente, la fama de Boni proviene, ante todo, del descubrimiento del Lapis Niger que es una piedra negra. El Lapis Niger, según la leyenda, señalaba el lugar donde había sido sepultado Rómulo. Y Boni, en sus búsquedas en el suelo del Foro, encontró una piedra negra que si no es auténticamente la lápida de Rómulo merece serlo. El hallazgo de esta piedra negra ha significado para Roma algo así como el hallazgo de su primera piedra. La posteridad, por consiguiente, acusará talvez a Anatole France de haber pretendido escamotearle a la gloria de Boni el Lapis Niger.
Giacomo Boni sentía en el Foro toda la historia de Roma. Sus búsquedas y sus hallazgos demostraron que el Foro no debía ser considerado y admirado como una superficie cubierta de vestigios ilustres sino como varias superficies superpuestas. En un estrato, está la Roma de Augusto y de Trajano; en un estrato más profundo está la Roma de Marco Curzio; en un estrato más profundo aún, está la Roma de Rómulo y del Lapis Niger. El descubrimiento de la piedra negra fue de Boni la satisfacción de una necesidad espiritual perentoria. Sobre esta piedra quería reposar su inteligencia y su ánima.
Boni ha muerto en el Foro. Era este un derecho que no podía negársele. Había vivido en el Foro veintisiete años. Durante estos veintisiete años no había dejado el Foro ni aún para visitar su Venecia natal. El Foro era su hogar, su oficina, su mundo. La mayor parte de las piedras del Foro han sido identificadas, clasificadas, catalogadas por este cicerone de cicerones. Se puede así decir que Boni ha descubierto el Foro. El turista no podía concebir el Foro sin Boni. El estado ha tenido que reconocer a sus restos el derecho a ser sepultados en el Palatino bajo un ciprés o un mirto plantado por sus propias manos. (Por orden y cuidado de Boni, en el Palatino y en el Foro se ha restaurado la clásica flora romana: laureles, mirtos, rosas y cipreses).
Procedía Boni de la escuela de Ruskin. En los libros de Ruskin aprendió Boni a amar y entender las piedras. Su nacimiento y su ruskinismo lo designaban sin duda para restaurar y conservar Venecia. Pero su destino o trasplantó a Roma. Veintisiete años de vida arqueológica en el Foro y el Palatino, hicieron de Boni un romano. Pero no un romano moderno sino un romano antiguo. Boni se impregnó totalmente de antigüedad romana. No frecuentó nunca el “píccolo mondo moderno” de los hoteles de la Via Vittorio Veneto. No se abonó jamás a la ópera ni al drama. Ignoró absolutamente los restaurantes rusos. Ha muerto probablemente sin conocer el cinematógrafo, las carreras de caballos, el sleeping-car, el cabaret y el jazz-band. Daba la impresión de ser el hombre más antiguo de la edad moderna.
El aspecto más interesante de su biografía es su metamorfosis no sólo espiritual sino también fisiológica. Boni no nació hombre antiguo: se metamorfoseó en hombre antiguo. Sustituyó gradualmente su personalidad nativa de veneciano con una personalidad completamente clásica y latina de senador o de arúspice de Roma. Todo en su vida estaba dirigido a la restauración del antiguo romano. Hugo Oietti cuenta que en un almuerzo ofrecido por Boni a Anatole France el menú era, rigurosamente, en menú del Imperio. France, desolado, se declaró iconoclasta y moderno en materia de cocina.
No obstante su consustanciación con Roma y sus ruinas Giacomo Boni guardó siempre, en el fondo de su alma, la nostalgia de Venecia. En sus serenos ojos vénetos no se borró hasta la muerte la imagen del puente de Rialto ni la de la isla de San Jorge el Mayor. Se leía en sus ojos que no había nacido bajo el cielo del Latium. -Tenía un alma de gondolero o de mosaísta: un alma ni lacustre ni marítima, un alma un poco ambigua como las aguas palúdicas del Gran Canal. -Muerto Ruskin, Giacomo Boni lo sucedió en la apología y la defensa de Venecia. Yo recuerdo haberlo oído discurrir una vez, en la Iglesia de Santa Fancesca Romana sobre su tema dilecto.
Papini y Gioliotti tratan muy mal a Giacomo Boni en “Diccionario del Hombre Selvático” que aspira a ser una especie de enciclopedia del nuevo cruzado cristiano. Lo catalogan o lo clasifican así: Giacomo Boni (1860). Hombre que vive entre los escombros, de los cuales es “cicerone autorizado” para los grandes de la tierra y de la literatura. Necrófilo y violador de tumbas, sale del silencio sólo cuando le sube a la garganta algún bufido de retórica liviana o cesariana”. Este juicio se explica. Papini y Gioliotti no pueden perdonarle a Giacomo Boni su paganismo, ni siquiera en gracia a que este paganismo, tácito y no confeso, estaba atenuado y hasta absuelto por la amistad de Papas y Cardenales. Si Boni hubiese permanecido toda su vida fiel a Venecia y a Ruskin, si en vez de convertirse en cicerone de las ruinas del paganismo se hubiese mantenido ruskiniano y prerrafaelista, el “Diccionario del Hombre Selvático” lo habría juzgado diversamente.
Pero Boni, cualquiera que sea la opinión que su vida merezca a Papini, no era ciertamente un cicerone ni un arqueólogo vulgar. Le había tocado guiar por los caminos del Foro y del Palatino a los grandes de la tierra y de la literatura: reyes, multimillonarios, primeros ministros, premios Nobel, etc. Mas, exceptuado el conocimiento de algún literato humanista o de un cardenal erudito y epicúreo, es probable que el trato fugaz de un monarca o de una princesa no le haya importado nunca nada a Giacomo Boni. A este hombre, instalado en el proscenio y en el ombligo de muchos siglos de historia universal, las figuras de nuestra época no podían interesarle de veras. Boni tenía que sentirse amigo o un cliente de Julio César, de Marco Aurelio o de Appio Claudio. Bajo el Arco de Tito dialogaba tal vez de tarde en tarde con el alma de Plutarco o de Cicerón, que es imposible que alguna vez no le hayan hecho compañía en su tramonto.

José Carlos Mariátegui La Chira

El tramonto de Primo de Rivera. La conferencia de La Haya. La limitación de los armamentos navales

El tramonto de Primo de Rivera
Con escepticismo de viejo mundano, no exento aún del habitual alarde fanfarrón, el Marqués de Estella prepara su partida del poder. El año 1930 señalará la liquidación de la dictadura militar, inaugurada con hueca retórica fascista hace seis años.
Estos seis años de administración castrense debían haber servido, según el programa de Primo de Rivera, para una completa transformación del régimen político y constitucional de España. Pero esta es, precisamente, la promesa que no ha podido cumplir. Después de seis años de vacaciones, no muy alegres ni provechosas, la monarquía española regresa prudentemente a la vieja legalidad. El proyecto de reforma constitucional, boicoteado por todos los partidos, ha sido abandonado. Primo de Rivera no ha podido persuadir al rey de que debe correr hasta el final esta juerga. El rey prefiere restaurar, con gesto arrepentido, la antigua constitución y los antiguos partidos. A este mísero resultado llega una jactanciosa aventura que se propuso nada menos que el entierro de la vieja política.
Unamuno puede reír del trágico-cómico acto final de esta triste farsa con legítimo gozo de profeta. Los que encuentran siempre razones para vivir el minuto, pensando que “lo real es racional”, declararon exagerada y hasta ridícula la campaña de Unamuno en Hendaya. El filósofo de Salamanca, según ellos, debía comportarse con más diplomática reserva. Sus coléricas requisitorias no les parecían de buen tono. Ahora quien da “zapatetas en el aire” no es el gran desterrado de Hendaya. Es el efímero e ineficaz dictador de España que, en el poder todavía, hace el balance de su gobierno frustrado. Sirvió hace seis a su rey y para una escapatoria de monarca calavera. I ahora su rey lo licencia, para volver a la constitucionalidad.
La dictadura flamenca del Marqués de Estella no ha cumplido siquiera el propósito de jubilar definitivamente a los viejos políticos. Los más acatarrados liberales y conservadores se aprestan a reanudar el juego interrumpido en 1923. Primo de Rivera es un jugador que ha perdido la partida. No jugaba por cuenta suya, sino por la del rey. Alonso XIII no le ha dejado al menos terminar su juego.

La conferencia de La Haya
La nueva conferencia de la Haya relega a segundo término a los diplomáticos de la paz capitalista. Esta vez es Tardieu y no Briand quien tiene la palabra a nombre de Francia. Mientras Tardieu exige la inclusión en el protocolo sobre el pago de las reparaciones de las sanciones militares que se adoptarán en caso de incumplimiento de Alemania, Briand prepara las frases que pronunciará en Ginebra, en el consejo de la Liga de las Naciones. Los propios delegados financieros pasan a segundo término. Tardieu necesita satisfacer el nacionalismo del electorado en que se apoya su gobierno. I hasta ahora, a lo que parece, los antiguos aliados de Francia lo sostienen. Briand ha quedado desplazado del puesto de responsabilidad. Tardieu engancha sus poderes en el ministerio que preside y en el que desempeña la cartera del interior. Negociador del tratado de Versailles, le toca hoy firmar el protocolo que pone en vigencia, ligeramente retocado, el plan Young para el pago de las reparaciones. Hace doce años, en Versailles, le habría sido difícil prever que el capítulo del arreglo de las reparaciones resultase tan largo. Tal vez, en sus previsiones íntimas de entonces, su propia ascensión a la jefatura del gobierno aparecía calculada para mucho antes de 1929.
El gobierno alemán, en visible crisis desde la renuncia de Hilferding, sacrificado al implacable director del Reichsbank, puede regresar seriamente disminuido en su prestigio a Berlín, si Tardieu obtiene en la Haya la suscripción de sus condiciones.

La limitación de los armamentos navales
En otra estación se encuentra el debate sobre la limitación de los armamentos navales de las grandes potencias. La conferencia de las cinco potencias vencedoras en la guerra mundial, -Estados Unidos, Gran Bretaña, Japón, Francia e Italia-, que se reunirá en Londres no cuenta con más base de trabajo que el entendimiento anglo-americano. Para arribar a un acuerdo de las cinco potencias, hace falta todavía concretar las reivindicaciones del Japón, Francia e Italia entre si y con el equilibrio y la primacía de las escuadras de la Gran Bretaña y Estados Unidos. El Japón aspira una proporción mayor de la que estas dos potencias le han fijado. Francia resiste a la supresión del submarino como arma naval. Italia reclama la paridad franco-italiana. Anteriormente, Italia era también favorable al submarino; pero conforme a los últimos cablegramas parece ahora ganada a la tesis adversa. En cambio, se muestra irreductible en cuanto al derecho a tener una escuadra igual a la de Francia. Este derecho, por mucho tiempo, sería solo teórico. Su uso estaría condicionado por las posibilidades económicas del país. Mas el gobierno fascista considera la paridad como una cuestión de prestigio. Un régimen que se propone restituir a Italia su rol imperial no puede suscribir un pacto naval que la coloque en un rango inferior al de Francia.
Francia, a su vez, sentiría afectado su prestigio político por la paridad de armamentos navales con Italia. Aceptar esta paridad sería consentir en una disminución de su jerarquía de gran potencia o convenir en la ascensión de Italia al lado de una Francia estacionaria no obstante la victoria de 1928. Tardieu no es el gobernante más dispuesto a este género de concesiones que podrían comprometer su compósita mayoría parlamentaria.
Las perspectivas de la conferencia son, por tanto, muy oscuras. No existe sino un punto de partida: el acuerdo de los Estados Unidos y la Gran Bretaña para dividirse la supremacía marítima. I, por supuesto, no es el caso de hablar absolutamente de desarme.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Estación electoral en Francia

Este año promete una buena cosecha a la democracia. Es un año esencial y unánimemente electoral. Habrá elecciones en Francia, Inglaterra, Alemania, la Argentina, etc. Y no sería normal ni lógico que la democracia saliera ejecutada de una votación. El sufragio universal se traicionaría a si mismo si condenase el parlamento y la democracia. Puede inclinarse alternativamente a izquierda o a derecha; pero no puede suprimir la derecha ni la izquierda. Ni la revolución ni la reacción muestran, por esto, ninguna ternura electoral o parlamentaria. Las elecciones son, así para los reaccionarios como para los revolucionarios, una simple oportunidad de predicar el cambio de régimen y de denunciar la quiebra de la democracia. Las elecciones italianas de 1921, convocadas en plena creciente fascista, dieron la mayoría a las izquierdas y trajeron abajo a Giolitti. El fascismo ganó apenas treintaicinco asientos en la cámara. Pero el año siguiente, después de la marcha a Roma, obtuvo de la misma cámara un voto de confianza. Poco importa que la reacción o la revolución estén próximas. Las elecciones, formalmente, oficialmente, necesitan dar siempre la razón a la democracia. La víspera misma de ganar el gobierno, los bolcheviques perdieron las elecciones. Los social-demócratas de Kerensky tenían la cándida pretensión de que, dueños ya del poder, Lenin y sus correligionarios reconociesen a una asamblea que los condenaba a priori. Lenin, como bien se sabe, prefirió licenciar esta asamblea extemporánea y retórica.
El momento, por otra parte, es de estabilización capitalista, que es como decir de estabilización democrática. Porque la burguesía puede haber empleado el golpe de estado fascista para conseguir o afianzar su estabilización; pero solo en los países donde la democracia no era muy extensa ni muy efectiva. En Inglaterra, en Alemania, en Francia, el capitalismo se ha defendido dentro de la democracia, aunque se haya valido a ratos de leyes de excepción contra sus adversarios. La burguesía no es precisa o estrictamente el capitalismo; pero el capitalismo si es, forzosamente, la democracia burguesa.
Los resultados de las elecciones no importan demasiado. El 11 de mayo de 1924, el bloque nacional y el cartel de izquierdas se disputaron acanitamente en Francia la victoria electoral. El escrutinio de ese día no se contentó con derribar a Poincaré de la presidencia del consejo. No pareció satisfecho sino después de arrojar a Millerand de la presidencia de la república. Caillaux, el condenado del bloque nacional, regresó a Francia con cierto aire de césar democrático. Y, sin embargo, dos años después el cartel se disolvía, para dar paso a una nueva fórmula: un gabinete presidido por Poincaré, con Herriot en el ministerio de instrucción y Briand en el del exterior. El 1 de mayo no tocó, en consecuencia, la sustancia de las cosas. Herriot acabó colaborando en un ministerio poincarista y Poincaré concluyó presidiendo un gobierno apoyado en los radicales-socialistas. Esta vez, como la anterior, cualquiera que sea el resultado de las elecciones, solo podrá sostenerse en el gobierno un ministerio de opinión. El escrutinio no producirá, por ningún motivo, un gobierno de partido. Ni un bloque de derechas ni un cartel de izquierdas sería suficientemente sólido. El gobierno tendrá que contar, como el de Poincaré, con el favor de la pequeña burguesía no menos que con la venia de la alta finanza y la gran industria. Una victoria del partido socialista sería, sin duda, la única posibilidad de acontecimientos imprevistos e insólitos. Pero ningún partido asumiría el poder con más miedo a sus responsabilidades ni con más miramiento a la opinión que el partido socialista.
Los socialistas franceses se inclinan, por esto, a una reconstitución más o menos adaptada a las circunstancias, de la fórmula radical-socialista. León Blum rehusaba en 1925 y 26 la participación de los socialistas en el gobierno, en espera, según él, de que les llegara la oportunidad de asumirlo íntegramente por su cuenta. Esta política apresuró el regreso de Poincaré y el restablecimiento de la unión nacional, con el programa de revalorización del franco. Mas la oportunidad aguardada, con tanta certidumbre, por León Blum, no parece haber llegado todavía. Los socialistas no podrían hacer en el poder sino una de estas dos políticas: o una política revolucionaria, sostenida por todas las fuerzas del proletariado, que conduciría inevitablemente a la guerra social, o una política conservadora, de concesiones incesantes a los intereses y la opinión burgueses, como la practicada por los laboristas ingleses durante el experimento Mac Donald. En el segundo caso, un ministerio socialista duraría menos aún que el primer ministerio Herriot después de las elecciones victoriosas del 1º de mayo. En el primer caso, salvo la acción de jefes superiores, con dotes excepcionales de comando, los socialistas serían finalmente desalojados del poder por los comunistas.
El destino del partido socialista francés podía ser el de reemplazar al partido radical-socialista. Pero este proceso requiere tiempo. Los radicales socialistas, aunque pierdan súbitamente su ascendiente sobre las masas pequeño-burguesas de las ciudades, conservarán por algún tiempo, sus clientelas electorales de provincias. Tienen viejas raíces que los defienden de una rápida absorción, sea por parte de la izquierda socialista, sea por parte de la derecha plutocrática. Su función no ha terminado. Y, mientras le estabilización democrática no se encuentre seriamente amenazada, su chance electoral seguirá siendo considerable.

José Carlos Mariátegui La Chira

[Factura por la compra de Maquina Guillotina L2]

Factura por la compra de Guillotina L 2 (Placa Nº 11266) por el monto de 11,000 (expresado en liras).
A nombre de: Julio César Mariátegui
Fecha: 12 de marzo de 1925
Valor del Seguro: 15400 (expresado en liras)

Nebiolo & Comp. - Torino (Fonderia di Caratteri e Fabbrica di Macchine)

[Factura por la compra de Máquina Tipográfica Export 6]

Factura por la compra de Máquina Tipográfica con entintado cilíndrico "Export 6" (Placa Nº 9836) por el monto de 49, 368.00 (expresado en liras).
A nombre de: Julio César Mariátegui
Fecha: 12 de marzo de 1925
Valor del Seguro: 15400 (expresado en liras)

Nebiolo & Comp. - Torino (Fonderia di Caratteri e Fabbrica di Macchine)

Farinacci

Farinacci

Farinacci ha dado su nombre, su tono y su estilo a una tensa y acre jornada de la campaña fascista. Después de catorce meses de agresiva campaña, ha dejado el puesto de secretario general del partido fascista, al cual fuera llamado cuando Mussolini, convencido de que la “variopinta” oposición del Aventino no era capaz de la insurrección, resolvió pasar a la ofensiva, inaugurando una política de rígida represión de las campañas de la prensa y de tribuna de sus muchos y muy enconados pero heterogéneos y mal concertados adversarios.

Fascista de la primera hora. Farinacci procede de la pequeña burguesía y del socialismo. Fue en 1914 uno de los disidentes socialistas que predicaron la intervención. En esta falange a la que, por diversos caminos, arribaban sindicalistas revolucionarios como Corridoni, socialistas tempestuosos como Mussolini y socialistas reformistas y parlamentarios como Bissolati, era Farinacci un milite oscuro y terciario. No lo destacaban siquiera el ánimo “ardito”, osado, ni la actitud temeraria, demagógica. Amigo y adepto del diputado Bissolati, líder de un grupo de socialistas colaboracionistas, Farinacci tenía una franca posición reformista y democrática. La guerra exaltó su temperamento y cambió su filiación. El gregario del reformismo bissolatiano se convirtió en un ardiente secuaz de Mussolini.

En el fascismo, Farinacci encontró su camino y descubrió su personalidad, que no eran, -contrariamente a lo que hasta entonces podía haberse pronosticado,- los de un pávido y mesurado funcionario social-democrático, sino los de un frenético y encendido agitador fascista. El opaco ferroviario, se sintió elegido para jugar un rol en la historia de Italia.

Fue el organizador y el animador del fascismo en la provincia de Cremona, una de las provincias septentrionales donde prendió más tempranamente el fuego mussoliniano. Esta actuación le franqueó en las elecciones de 1921 las puertas de la Cámara. Le tocó a Farinacci ser uno de los fascistas que ingresaron entonces al Parlamento para enunciar tumultuariamente, con los puños más que con los conceptos, la praxis del anti-parlamentarismo.

Desde esa época, Farinacci, se caracterizó como el más genuino representante del espíritu y la mentalidad “escuadristas” del fascismo. El “escuadrismo” es la acción directa y tundente de las guerrillas o “escuadras” de camisas negras. Es la cachiporra, es la bomba de mano, es el asalto. El período de movilización y entrenamiento del fascismo fue, como se dice en italiano, exquisitamente escuadrista. Y bien, este “escuadrismo” tiene en Farinacci su traductor y su caudillo.

La ascensión de Mussolini al poder abrió un período de desarme. El primer gabinete fascista nacía de un compromiso. Era un gabinete de coalición, en el que colaboraban con el fascismo los populares y los liberales. Mussolini debía el gobierno a la abdicación de la mayor parte de la burguesía liberal. Su retomado oportunismo tuvo, por consiguiente, que evitar todo gesto que pudiese chocar demasiado a los “railliés”. Farinacci, distanciado de la dirección del partido, se arrinconó en un extremismo intransigente, en un altruismo acérrimo. Pero su influencia no se anuló en veinticuatro horas. Al día siguiente de la marcha sobre Roma un telegrama suyo torpedeó certeramente las negociaciones en curso para conseguir que del gabinete de coalición, encabezado por el Duce, formase parte Gino Baldesi, líder reformista de la Confederación General del Trabajo.

La crisis causada por el asesinato de Matteoti restauró el prestigio de Farinacci dentro del fascismo. En los días de turbación y de desconcierto que siguieron al crimen, cuando el propio Mussolini, forzado a mostrarse sagaz y cauto, lo denunciaba como un acto estúpido y antifascista, Farinacci fue uno de los pocos fascistas que se sintieron dispuestos a justificarlo. El ex-ferroviario, -que de los lauros de la marcha a Roma se había servido para ganar fascisticamente el grado de doctor en derecho,- se ofreció a defender ante sus jueces a Amérigo Dumini, el principal acusado. Y emprendió una violentísima campaña de periódico y de comicio contra el Aventino. Los editoriales de su periódico “Cremona Nuova” amenazaban cotidianamente a los partidos del Aventino con una segunda oleada fascista. La prensa fascista, excepción hecha del altruista y delirante “Impero”, no osaba solidarizarse con el fascista cremonense, sobre cuya cabeza llovían los vituperios y los anatemas de los entonces innumerables diarios de oposición. Pero desde que el fascismo inició su contra-ofensiva -a continuación de un famoso discurso de Mussolini en la cámara, asumiendo toda la responsabilidad histórica y política de la violencia fascista y desafiando al bloque del Aventino a acusarlo categóricamente de culpabilidad en el asesinato de Matteoti,- Farinacci resultó designado fatalmente por la situación y los acontecimientos para ocupar el puesto de mando. La elección de Farinacci como secretario general del fascismo correspondió al nuevo humor escuadrista de los “camisas negras”.

Esta designación era, más aún que el discurso de Mussolini del 3 de enero, una enfática declaratoria de guerra sin cuartel. Y no de otro modo sonó en los oídos y en los ánimos de los diputados del Aventino que, en seis meses de vociferación antifascista, habían consumido su energía y perdido la oportunidad de derrocar al fascismo.

Durante más de un año, el puño y la frase crispadas del terrible ferroviario de Cremona han marcado el compás de la política fascista. Los elementos templados y discretos del fascismo han tenido que sufrir, resignadamente, durante todo este tiempo, su implacable dictadura y su pésima sintaxis. Un seco y agrio úkase de Farinacci, a poco de su asunción de la secretaría general, expulsó del fascismo, marcándolo a fuego como un traidor, a uno de los más significados entre estos elementos, Aldo Oviglio, ex-ministro de justicia del régimen fascista.

Pero un año de represión policial y de movilización escuadrista ha bastado al fascismo para liquidar al bloque del Aventino y para sentar las bases de una legislación fascista que radicalmente modifica el estatuto de Italia. Otras ofensivas escuadristas serán, sin duda, necesarias en lo porvenir. Mas, por ahora, el fascismo puede hacer reposar sus cachiporras. El juicio Matteotti ha concluido con la absolución de los responsables, y hace año y medio era para el propio Duce del fascismo un crimen nefando. En la audiencia de Chieti, Farinacci ha hecho no la defensa, sino más bien la apología, de Amerigo Dumini y de sus secuaces. Después de este último golpe de “manganello”, no le quedaba a Farinacci nada que hacer en la jefatura del fascismo donde, pasada la tempestad, su virulencia y su belicosidad habían empezado a volverse embarazantes. Farinacci en 1925 era el jefe lógico del fascismo; en 1926, su misión ha concluido. Mussolini, que, buen conocedor de la psicología de su gente, usa fórmulas solemnemente sibilinas, condensa el programa fascista para este año en estas dos palabras: silencio y trabajo. Estas palabras, según el lenguaje del “Popolo d’Italia”, definen el estilo fascista en 1926.

Los alalás de Farinacci no se compadecían con el nuevo estilo fascista. Por esto, - licenciado o no por Mussolini,- Farinacci ha dejado el comando del partido. Desde hace algún tiempo se señalaba y se comentaba su sordo disenso, su silenciosa lucha con Federzoni. El ministro del interior, con Rocco, Meraviglia, y otros, “nacionalistas”, representa el sector moderado, tradicional, derechista del fascismo. Y por el momento, esta es la gente que debe dar el tono al régimen. El escuadrismo, momentáneamente, se retira a Cremona.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Folletos

La serie está conformada por documentos de las actividades artístico-culturales a la cuales asistió José Carlos Mariátegui durante su tiempo en Europa.

José Carlos Mariátegui La Chira

Fondo José Carlos Mariátegui

  • PE PEAJCM JCM-F-03
  • Fondo
  • 1894-1930

El fondo personal de José Carlos Mariátegui, pensador marxista latinoamericano más representativo del siglo XX en el Perú y Latinoamérica, está compuesto por sus documentos personales: 137 escritos, 15 conferencias, 534 documentos de su correspondencia personal, diversas credenciales como periodista y como participante en conferencias, 150 artículos publicados en revistas como Variedades y Mundial, 188 fotografías y demás tipologías documentales que se pueden apreciar en las series del fondo.
El fondo alberga actualmente 1,300 objetos documentales, de los cuales 1,051 pueden ser revisados en su catálogo digital. (archivo.mariategui.org). El catálogo se actualiza constantemente según se vayan ordenando las series y el tiempo que toma el proceso de digitalización.

José Carlos Mariátegui La Chira

Giovanni Giolitti

Los días que corren no son propicios para una equitativa valoración de Giolitti. El fascismo no puede mostrarse demasiado indulgente con el político que más conspicua y específicamente representa la Italia liberal, positivista, tendera, burocrática de los últimos lustros pre-bélicos. El anti-fascismo, aunque grato a la firmeza con que Giolitti votó en el Parlamento contra la política anti-liberal del fascismo, no puede perdonar al estadista piamontés su parte en los errores tácticos que consintieron la marcha sobre Roma y la abdicación y desmoronamiento del Estado liberal. La apología de Francesco Crispi y de los hombres de la antigua derecha, se acomoda al gusto y al interés de la dictadura fascista mucho más que el reconocimiento de la bemerencias de Giolitti, que debió su fortuna política a la derrota del método crispiano.
Nunca se ha despotricado tanto en Italia contra la democracia sanchopancesca, utilitaria, negociante, giolittiana en una palabra de la “monarquía socialista” como desde que Mussolini, en la necesidad de sofocar toda protesta contra su régimen, anunció su intención de reemplazar definitiva y formalmente al viejo Estado liberal por el Estado fascista. Giolitti ha escuchado sin inmutarse, en sus postreros años, las más exorbitantes y estruendosas requisitorias contra su sentido prudente, realista, práctico, administrativo de la política.
La Italia de Victorio Veneto, que el fascismo siente espiritual e históricamente tan suya, debe a la obra giolittiana, ordenadora y parsimoniosa, los elementos fundamentales de su costosa victoria. En largos años de administración, que sacrificó los tópicos clásicos del Risorgimento a los hechos prosaicos de un trabajo de crecimiento y equilibrio capitalistas Giolitti, el neutralista, preparó a Italia para la guerra, capacitándola para ascender del desastre de Adua al triunfo de Vittorio Veneto.
El rencor de la Italia d’annunziana, retórica, militarista, contra el sobrio y parco estadista piamontés, se ha tomado la más exultante y completa revancha con el régimen fascista. Sería fácil, sin embargo, probar que el fascismo debe su persistencia y estabilización, más que a sus medidas de violencia, a su método oportunista, a su estrategia social, a una praxis, en suma, heredada del giolittismo, con la diferencia de que este prescindía de la declamación idealista y asignaba a su función fines más modestos e inmediatos,
Giolitti era la antítesis del político programático y doctrinario. Profesaba, sin duda, íntimamente un ideal, que ahora se destaca más netamente que nunca como el resorte espiritual de su obra; el ideal de hacer de Italia un estado moderno, apto para superar definitivamente una pesada tradición clerical, comunal, güelfa, anti-unitario, surgido de las luchas del Risorgimento, Giolitti comprendió que era necesario abandonar el dogmatismo y la intransigencia de Crispi y licenciar definitivamente una buena parte de las frases e ideas del Risorgimento mismo. La política del Estado, en la medida en que podía ser reformadora y progresista, en el orden político, tenía que apoyarse en las masas obreras, cada vez más ganadas al socialismo. El ideario liberal significaba un constante fermento de tendencias e impulsos republicanos. Giolitti, liquidó la cuestión institucional acordando a las masas el derecho de huelga, el sufragio universal el mejoramiento económico. Críticos liberales como Mario Missiroli no le han ahorrado invectivas por su empirismo oportunista, exento al parecer de toda convicción doctrinal. Pero precisamente Missiroli, que acusaba a Giolitti de haber destruido el patrimonio ideal del Risorgimento con su política transformista y compromiso, ha acabado por reconocer, el fondo voluntarista e ideal de la política giolittiana. La experiencia de la crisis post-bélica, lo obligó a admitir que “la política giolittiana era la sola conveniente a un pueblo incapaz de superar y las contradicciones de su historia milenaria”. “Fue después de la catástrofe del socialismo y de la democracia -escribe Missiroli- cuando comprendí la ineluctabilidad de la política giolittiana y la grandeza de Giolitti. Fue entonces cuando intuí su profundo pesimismo, su patriotismo ascético, su infalible sentido de la historia. No se comprende la política de Giolitti sin el subsidio de una filosofía de la historia, que parece confluir con su obra en virtud de una milagrosa adivinación. Es una cuestión de la más alta psicología moral saber como haya conseguido creer y obrar, no obstante sus íntimos convencimientos sobre la historia, la naturaleza, las costumbres de los italianos. La grandeza de Giolitti consiste en haber sabido gobernar, según los modos de la civilización occidental, un pueblo que había permanecido extraño a las formaciones espirituales de la modernidad y en el haberlo elevado, merced de una obra exclusivamente personal por encima de su propia consciencia moral y de sus hábitos atrasados”.
Piero Gobetti no anda muy lejos de Missiroli cuando define a Giolitti como “la sublimación más rara y casi única de la ordinaria administración”. Giolitti, realmente, resolvía la política en la administración; pero sin perder de vista los fines superiores del Estado liberal. Incorporando a las masas en la vida política, como partido de clase, opuso a las inclinaciones conservadoras de la burguesía el contrapeso indispensable para que no condujesen al Estado al renegamiento gradual de los principios del liberalismo. El socialismo le permitió salvar al Estado de la reacción ultramontana. La función del socialismo, como Missiroli también lo acepta en el prefacio de su segunda edición de “La Monarquía Socialista”, que rectifica en parte las aserciones originales de la obra, fue eminentemente liberal en el período giolittiano.
Pero esta política solo podía desenvolverse libremente en la época en que las masas se acomodaban con facilidad a una acción reformista. Desde que la guerra abrió un período revolucionario, el socialismo se tornó amenazados e inquietante. Giolitti, siguiendo su estrategia equilibrista de contrapesos y antinomias, pensó que podía servirse de las brigadas fascistas para volver a la razón a los socialistas. Luego, sería fácil reducir al orden a los “fasci di combatimento”. Su último gran servicio a la burguesía y al orden fue su actitud contemporizadora ante la ocupación de las fábricas. La resistencia del gobierno a la reivindicación obrera del control de las fábricas, habría provocado probablemente la revolución. Giolitti prefirió ceder a la demanda de las masas, quitándoles de este modo el móvil concreto que las impulsaba a la lucha. Pero erró, en cambio, en su cálculo cuando disolvió a la cámara en 1921, con la esperanza de asegurarse, con el concurso de la violencia fascista, una mayoría manejable. Este error franqueó el camino del poder. Mussolini le debe toda su fortuna política. Si el Ministro “de la mala vida” como le llamaban algunos por su concomitancias con la plutocracia sententrional y las oligarquías y caciquizmos meridionales, hubiese acertado en su maniobra electoral, la conquista de Roma por el fascismo habría quedado conjurada. Giolitti no se daba cuenta de la naturaleza extraordinaria, excepcional, de los nuevos tiempos. Con su calma y su socarronería piamontesas, creía que todas las efervescencias y exuberancias post-bélicas acabarían por apaciguarse y desvanecerse. Presentía más próxima de lo que en verdad estaba la estabilización. Este error histórico, esta falla política, han puesto a dura prueba su fatigosa obra de parlamentario y gobernante; y le han restado, en su última hora la satisfacción de verse continuado.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Giro Cablegráfico

Giro cablegráfico realizado por Amalia La Chira Vda. de Mariátegui a su hijo José Carlos Mariátegui, a través del Banco Italiano por el monto de 1560 liras.
Fecha del giro: 27 de enero de 1920
El giro fue hecho mientras José Carlos Mariátegui se encontraba en Roma.

Banco Italiano

Guillermo Ferrero y la Terza Roma

El historiógrafo de Roma antigua deviene, en su ancianidad, el novelista de Roma moderna. La serie de novelas que con el título de “La Terza Roma” ha comenzado a publicar (“Le Due Veritá”, “La Rivolta del Figlio”, A. Mondadori, Milano, 1927) nos introducen en la vida romana, en los últimos años de la administración de Francesco Crispi, cuando se entrevé ya el fracaso de la aventura colonial de Abisinia. Zola, en una de sus tentaculares novelas, intentó aprehender en un solo volumen el espíritu de esta misma Roma. Pero, encontrando todavía demasiado frágil y exigua la Roma del Risorgimento, esbozó más bien un cuadro de la Roma pontificia. Sus pasos buscaron el ánima compleja y múltiple de Roma en el tortuoso “borgho” transteverino y en los umbrosos palacios eclesiásticos. I por este lado no iban mal encaminados. Mas Roma les escapó siempre. Cerrado el volumen se advierte enseguida que la Roma del Vaticano y del Quirinal no está en la enorme anécdota urdida por Zolá para capturarla.
Guglielmo Ferrero sigue otro derrotero. Nos introduce en Roma por la puerta de un palacio que aloja en sus suntuosos y antiguos salones la alianza de la prepotente y alacre burguesía de Milán y la conquistadora y cultivada aristocracia del Piamonte. En este palacio, en el cual los nuevos amos de la Ciudad Eterna han sucedido a la decaída nobleza romana, se respira el ambiente oficial de la Italia crispiana, que empieza su acercamiento al mundo vaticano, bajo el auspicio de la catolicidad de doña Eduvigis Alamanni.
La figura del senador Alamanni, hijo de un plebeyo, más aún, de un siervo enriquecido, que se hacer perdonar su origen por la aristocracia mediante su unión con una patricia empobrecida, es en los dos primeros tomos de “La Terza Roma” la figura central de la novela. Alamanni tiene en su juventud la dureza, el ímpetu, los dotes de comando y potencia de los grandes burgueses. Capitán de finanza y de industria, posee el genio de los negocios. La acumulación de capitales es, en su teoría y en su práctica, la vía de la posesión del mundo. Siente un desprecio altanero de plebeyo victorioso por la nobleza desmonetizada y parasitaria. Pero en los cuarenta años, el enlace con doña Eduvigis, -a quien Guglielmo Ferrero generoso con los vencidos, caballeresco con el pasado, concede todas las cualidades y virtudes de la nobleza cristiana,- domestica su voluntad agresiva. Alamanni se enamora insensiblemente de los hábitos y de los gustos de la aristocracia. Reconoce a la tradición y a la estirpe el valor que antes les había negado. Se deja ganar por los sentimientos de la aristócrata gentil y delicada a la cual sus millones le han permitido llegar. La psicología de la época es propicia a este cambio. “La Monarquía, la Aristocracia y una parte, la más ambiciosa y la más fina, de la Riqueza no blasonada todavía había comenzado, desde hacía un ventenio, en toda Europa, a atrincherarse en el acrópolis de la sociedad contra la Democracia y la llanura; y a fin de que la trinchera fuese alta y sólida, cada uno aportaba lo que podía que todo servía: la cultura, la gloria, la potencia, el blasón, el valor, la elegancia y las bellas maneras, la riqueza y el lujo y el arte, antiguo patrimonio de los grandes y los humildes; y quien no poseía otra cosa, frivolidad, ignorancia y disipación”. El dinamismo de la idea liberal, generadora del Risorgimento, inquietaba a los espíritus. En las masas prendía la idea socialista, catastrófica y mesiánica. La política de Francesco Crispi tendía a dar al orden el cimiento de la tradición, sofocando las consecuencias lógicas de los principios del Risorgimento. Contra esta política, se alzaban en el parlamento, además de los tribunos socialistas, los hombres de izquierda del liberalismo. Cavalloti y Rudini preparaban con sus requisitorias contra la administración crispiana el advenimiento de la era de Giolitti. Alamanni, que había gastado su impulso original en la creación de una gran fortuna, y que había suavizado su soberbia de nuevo rico en un sedante palacio romano, se sentía un soporte de orden. Intuitivo, práctico, pesimista, no abría en su espíritu un excesivo crédito de confianza a los dotes del presunto Bismarck italiano. Pero sus sentimientos y móviles de conservador lo constreñían a sostener esta política, contra todas las amenazas tormentosas del sufragio y de la plaza. Los paladines de la izquierda demo-liberal, Cavalloti, Di Rudiní, Giolitti, le parecía peligrosos demagogos. Prefería a su victoria, el compromiso directo entre la plutocracia y el socialismo, entre el poder el proletariado, conforma a la praxis bismarckiana. Mas estas ideas eran de naturaleza absolutamente confidencial, privada. Alamanni no era un político; era solo un plutócrata. Daba al orden el apoyo de sus millones, de su riqueza, en cambio de las garantías que le otorgaba para acrecentarlos. Su campo era la economía, no la política ni la administración. Vagamente percibía el peso muerto de la política y de sus funcionarios y doctrinas en el libre juego de los intereses económicos. Los políticos, le parecían costosos y embarazantes intermediarios. Estaba ligado al conservantismo de Crispi por todos los vínculos de su ambición y de su riqueza. Crispi lo había hecho marqués. El despreciador de títulos y blasones, había gestionado solícitamente esta merced, que lo igualaba formalmente con su mujer en la jerarquía mundana.
Pero el argumento de “La Terza Roma” no es la vida misma de un hombre. Ferrero le antepone una intriga de sabor folletinesco, que si nos conduce a la entraña de algunos aspectos de la vida social de la época, se apropia demasiado, con sus episodios, de las páginas de la obra y del espíritu del narrador. El novelista, se impone, con prepotencia de diletante y debutante, al historiógrafo. I, al cerrar al segundo volumen, -“La Rivolta del Figlio”- la impresión de que la Terza Roma está escapando también a Ferrero, nos trae el recuerdo de la frustrada tentativa de Zola. El conflicto sentimental y moral del hijo del senador Alamanni, que parte al África en vísperas del desastre de Adua, acapara demasiado la obra y el novelista. Esperemos que este, en el descanso que ha seguido a “La Rivolta del Figlio”, tenga tiempo y voluntad de advertirlo.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

H.G. Wells y el fascismo

El juicio sobre el presente de un hombre diestro en traducir el pasado y en imaginar el porvenir, tiene siempre un interés conspicuo. Sobre todo si este hombre es Mr. H. G. Wells, a quien no hay talvez en el mundo quien no conozca como metódico explorador de la historia y la utopía. H. G. Wells, desde su gabinete de historiador y novelista, se ha puesto ha observar “cómo marcha el mundo” y a comunicar al público, por medio de artículos, sus impresiones. Uno de los artículos más comentados hasta hoy, de esta serie, es el que se propone absolver la pregunta: ¿qué es el fascismo?
Wells se ha decidido a enjuiciar y definir al fascismo cuando ha creído ya disponer de materiales abundantes para este examen. Mas prisa y menos prudencia tuvo para estudiar la revolución bolchevique. El experimento sovietista y el escenario moscovita lo atrajeron, más, probablemente por sus romancescos mirajes de utopía. Y, de otro lado, su libro de impresiones sobre la Rusia de Lenin, releído a cierta distancia, le debe haber revelado la diferencia que existe entre sus especulaciones habituales de historiador y novelista y la excepcional empresa de comprender y juzgar una revolución, su espíritu y sus hombres.
El fascismo no es ya la misma nebulosa que en los días de la marcha a Roma, cuando abdicaban ante él muchos eminentes liberales tenidos seguramente en gran estima por el autor de “The Outline of History”. El trabajo de estudiarlo, se presenta, pues, bastante facilitado. Se encuentra hoy con un nutrido acopio de conceptos que definen los diversos factores de la formación del fascismo. El experimento gubernamental del fascismo ha llegado a su cuarto aniversario. El juicio de Wells se mueve, así, sobre una base amplia y segura.
No contiene talvez por esto, proposiciones originales respecto a los orígenes del movimiento fascista. H. G. Wells, en este estudio sigue, más o menos el mismo itinerario que otros críticos del fascismo. Encuentra las raíces espirituales de este en el d’annunzianismo y el futurismo clasificados ya como fenómenos solidarios.
Y lógicamente, tampoco en sus conclusiones, Wells ofrece ninguna originalidad. Su actitud, es la actitud característica, de un reformista, de un demócrata, aunque atormentado por una serie de “dudas sobre la democracia” y de inquietudes respecto a la reforma. El fascismo le parece algo así como un cataclismo, más bien que como la consecuencia y el resultado la de quiebra de la democracia burguesa y de la derrota de la revolución proletaria. Evolucionista conocido, Wells, no puede concebir el fascismo, como un fenómeno posible dentro de la lógica de la historia Tiene que entenderlo como un fenómeno de excepción. Para Wells, el fascismo es un movimiento monstruoso, teratológico, dable solo en un pueblo de educación defectuosa, propenso a todas las exuberancias de la acción y de la palabra. Mussolini, dice Wells: “es un producto de Italia, un producto mórbido”. Y el pueblo italiano, un pueblo que no ha estudiado debidamente la geografía ni la historia universales.
En esta, como en casi todas las actitudes intelectuales de H. G. Wells, se identifica fácilmente las cualidades y los defectos del pedagogo, el evolucionista y el inglés.
Acusa al pedagogo, no solo el corte didáctico de la exposición sino el fondo mismo de su juicio. Wells, piensa que una de las causas del fascismo es el deficiente desenvolvimiento de la enseñanza secundaria y superior en la nación italiana. Las malas escuelas, los insuficientes colegios, han sido a su juicio el primer factor del sentimiento fascista. Pero este concepto no tiene el sentido general que necesitaría para ser admitido y sancionado. Wells parece (...)

José Carlos Mariátegui La Chira

Interpretación de Roma. Las tres Romas.

En la Ciudad Eterna, con su Baedecker en la mano, el peregrino busca a Roma. Como Hipólito Taine, nuestro peregrino visita primero el Coloseo, luego San Pedro, después el Foro. En su ruta encuentra cosas que Taine no encontró. El monumento a Víctor Manuel. El Palacio de Justicia. Estas cosas que presumen de grandes, no existían en los tiempos de Taine. Y nuestro peregrino, que no es un hombre vulgar, a pesar de que pasea por la Ciudad Eterna con su Baedecker en la mano, no querrían que existiesen tampoco ahora. Este monumento y este palacio tienen un aire de nuevos ricos. Su “toilette” burguesa no es del gusto de nuestro peregrino. Y, sobre todo, este monumento y este palacio complican demasiado el panorama y el espíritu de la Ciudad Eterna. El peregrino los desearía más simples. Es un hombre que ha leído a Goethe, a Stendhal, a Taine. (Ha leído también a Madame Stael, aunque no acostumbre a recordarlo). Y le contaría que, por culpa de un monumento y de un palacio nuevos, las impresiones de Goethe, de Stendhal y de Taine no pueden ser ya total y absolutamente válidas para un viajero un poco romántico. El peregrino, algo desencantado, renuncia entonces a buscar a Roma en esta urbe un poco vieja y un poco nueva, por cuya calzada rueda desacompasadamente su “vettura”.
II.
Este viaje en “vettura” no sería sin embargo infructuoso. El peregrino acabará por comprender que su Roma -Roma una- no existe. Pero que, en cambio, existen tres Romas: La Roma de los Césares, la Roma de los Papas y la Roma de Víctor Manuel. (La Roma de Remo y Rómulo está demasiado lejana, demasiado borrada. No ha existido tal vez nunca. Pertenece a la pre-historia, a la mitología). Después de Stendhal, de Goethe y de Taine, ha nacido una Roma nueva. Esta Roma de Víctor Manuel y del Risorgimento -garibaldiana, liberal y masónica en su origen- es aún muy joven, muy incipiente, muy informe. Pero domina oficialmente la Ciudad Eterna. La gobierna políticamente. Se llama la Terza Roma.
Nuestro peregrino aprenderá, a costa de algunas ilusiones y de algunas liras, que en la Ciudad Eterna hay tres ciudades superpuestas. Tres ciudades que no logran mezclarse, que no logran fundirse en una sola, no obstante que el tiempo ha entreverado tanto sus elementos. La ciudad papal se halla poblada de vestigios de la ciudad pagana. Los templos católicos contienen muchas columnas, muchos frisos, muchos mármoles, de los templos paganos. Sin embargo, se siente uno y otro estilo, que una y otra época, no consiguen identificarse y fusionarse. En la Ciudad Eterna se distinguen siempre diversas ciudades, como en un corte geológico se distinguen netamente diversos terrenos.
III.
Pero la Roma que predomina todavía, en el plano y en el estilo de la Ciudad Eterna, es la misma que constataron Goethe, Stendhal y Taine. (Es probable que nuestro Peregrino -a quien el lector y yo abandonaremos desde este instante en su peripecia- se regocije y se satisfaga de esta constatación. Dejémoslo explorar, por su cuenta y a su guisa, el misterio de la unidad y de la trinidad de la Ciudad Eterna.
La coexistencia de tres Romas resulta, en el fondo, ficticia. La Roma del Imperio es, desde hace mucho tiempo, una cosa muerta. La Roma de Víctor Manuel es -malgrado su presuntuoso monumento- una cosa larvada. Entre una y otra, ocupa hasta ahora el mayor puesto, un poco derrotada, un poco decaída, pero viviente aún, la Roma del Papado. La Roma del Papado tiene sobre la Roma del Risorgimento la ventaja de haber realizado su personalidad plenamente. Le pertenece, por ende, la mayoría de los monumentos y de las piedras. Su realidad, es para el viajero, para el turista, más sensible que la realidad de la Roma del Risorgimento.
La Roma de los Papas desciende legítimamente de la Roma de los Césares. Esto es muy cierto. El sentimiento asiático, oriental, del primitivo cristiano no conservó en Roma su pureza sino durante el periodo de las catacumbas. Luego, se confundió y se consubstanció con el sentimiento pagano. Pero entre una ciudad y otra se siente límites muy marcados y muy presentes. En la Roma papal renacieron muchos elementos, muchos matices de la Roma pagana. Mas renacieron con una nueva ánima, en una nueva edad. La Roma papal se construyó sobre las ruinas de la Roma pagana. No hubo continuidad de una ciudad a otro. El renacimiento no habría podido enlazar fuertemente el estilo de la Roma pagana con el estilo de la Roma papal. La falta de monumentos góticos que señala la historia del Medio Evo facilitaba en Roma la unificación. Por muy complejas razones, el Renacimiento no quiso, empero, cumplir esta función. El estilo renacentista se convirtió muy pronto en Roma en el estilo barroco. Perdió rápidamente su mesura clásica, su serenidad greco-latina. El Papado edificó una ciudad barroca.
Entre la Roma papal y la Terza Roma los límites no están demarcados. La Terza Roma no ha destruido a la Roma papal. Ha crecido a su flanco.
No ha pretendido reemplazarla en la historia. Se ha conformado con sustituirla en la política. La ha dejado intacta. Ha querido vivir en buenas relaciones de vecindad con el Papado. La Terza Roma, por ende, se deja sentir muy poco. La Monarquía de los Saboya no tiene una casa propia. Se alberga en el Quirinal, en un palacio barroco de los Papas. Todo esto se explica muy bien. El catolicismo fue un fenómeno ecuménico, un movimiento humano. El Risorgimento, en tanto, ha sido un fenómeno local, un movimiento italiano. Ha representado un ideal burgués, un ideal nacional del siglo diecinueve. Es lógico, pues, que la Roma del Risorgimento no se afirme con la misma potencia que la Roma del catolicismo. Es lógico que carezca de su fuerza destructiva. La Monarquía de Saboya. La historia contemporánea de Italia nos ofrece numerosas señales de adaptación de la Terza Roma al ambiente del Quirinal y del borgho. Tres hechos elocuentes se eslabonan en esta dirección en la política post-bélica: la colaboración de los católicos como partido político, en el gobierno de Italia. La abdicación de la democracia liberal ante el fascismo antiliberal y antidemocrático. El restablecimiento, por el fascismo, de la influencia de la Iglesia en la enseñanza.
El Papado, prisionero en el Vaticano, no es un vencido del Quirinal. No lo ha sido nunca, ni ha perdido su poder espiritual. Ha hecho concesiones más bien aparentes que reales al espíritu de la época. Presentemente, recupera muchas posiciones abandonadas en discurso de medio siglo demo-masónico. El fascismo se declara filo-católico. Mussolini mira en la Iglesia una fuerza de difusión de la italianidad en el mundo. La ideología imperialista y reaccionaria del fascismo encuentra en la Iglesia un instrumento adecuado a sus fines.
La historia de la política explica el panorama de la Ciudad Eterna mejor que la historia del arte. Las piedras de Roma no tienen origen puramente estético. (Mientras su cerebro no se acomode a esta visión de la realidad, el peregrino deambulará desorientado, sin brújula, por el borgho tortuoso.)
En la Ciudad Eterna hay tres ciudades superpuestas; pero hay una que predomina: la ciudad papal. La Roma de la civilización romana no es sino un resto arqueológico. Y la Terza Roma no es, hasta ahora, sino una expresión política.

José Carlos Mariátegui La Chira

Italia y Yugo-Eslavia

Italia y Yugo-Eslavia

La actual tensión de las relaciones italo-yugoeslavas señala uno de los muchos puntos vulnerables de la paz europea. Italia, bajo el régimen fascista, practica una política de expansión que no disimula demasiado sus fines ni sus medios. El imperialismo fascista, acaso por su juventud y, sobre todo, porque sus conquistas y su suerte pertenecen íntegramente al futuro, es el que emplea un lenguaje más desembozado y explícito. Su política exterior tiene dos frentes: el mediterráneo y el balcánico. En los Balkanes, su política tropieza, en primer término, con la resistencia yugoeslava.

El conflicto entre Italia y Yugo Eslavia empezó en la conferencia de Versailles. Es el primero que ensombreció la paz wilsoniana. Italia no solo se sintió defraudada por los aliados en sus ambiciones territoriales. Declaró violado y falseado el propio programa de Wilson. Sostuvo su derecho a Fiume y a Zara, asignados a Yugo Eslavia en el nuevo mapa europeo.

El golpe de mano de D’Annunzio permitió a Italia, después de una difícil serie de negociaciones, redimir a Fiume. Pero, en cambio, Yugo Eslavia consiguió la ratificación de su soberanía en la Dalmacia reivindicada por el nacionalismo italiano en nombre del porcentaje de italianidad de su población. Italia ha aceptado este hecho; pero uno de los objetivos íntimos del imperialismo fascista es la posesión del territorio dálmata.

No es, sin embargo, este propósito recóndito lo que turba las relaciones entre Italia y Yugo Eslavia. Italia no sostiene oficialmente ninguna reivindicación sobre la Dalmacia. Diplomática y formalmente, esta reivindicación no existe. El motivo de la tensión es el choque de la política italiana y la política yugo-eslava en Albania. Italia y Yugo-Eslavia se disputan el predominio en este estado teóricamente autónomo, pero sometiendo de facto a la influencia italiana, con peligro evidente para Yugo-Eslavia que lucha por desalojar de él a su amenazadora rival.

Una y otra intrigan por colocar o mantener en el gobierno de Albania al bando que Ies es adicto. Esta intervención, por parte de Italia, adquiere proporciones excesivas. Yugo-Eslavia las denuncia y pretende limitar la expansión italiana en Albania.
La política italiana en los Balkanes mira al socavamiento de la influencia francesa en ese grupo de países. Francia madrina de la Pequeña Entente, esperaba asegurarse mediante el enfeudamiento de este bloque a su política, el control los Balcanes. Italia, con el tratado ítalo-rumano, se ha atraído a Rumania. Bulgaria está bajo un gobierno fascista que reconoce en Roma la metrópoli espiritual de la reacción. Grecia, por su posición respecto de Turquía, no tiene más remedio que entrar en una vía de entendimiento y cooperación con Italia, cuya política balcánica, además, aparece sostenida financiada por Inglaterra que conserva su autoridad en Atenas.

Los Balcanes representaron antes de 1914 un foco de asechanzas para la paz europea por el conflicto constante entre Rusia y los Imperios Centrales, aliados de Turquía. La paz de 1918 no ha neutralizado esta zona peligrosa. Cada día los Balcanes recobran más claramente su antigua función. Los protagonistas del conflicto han cambiado. El escenario no es exactamente el mismo. Pero el choque de las potencias se renueva.

La política fascista es, obligadamente, la que más inmediatamente agrava este problema. Mussolini extrae su máxima fuerza de su programa de expansión. Ha prometido al pueblo italiano, que es empujado a la expansión por el desequilibrio entre su demografía y su economía, un imperio digno de la tradición romana. Esta promesa permite a Mussolini exigir de su pueblo un esfuerzo obediente y disciplinado para mejorar las condiciones financieras e industriales de Italia. La situación europea -a pesar del tratado de Locarno y de la estabilización capitalista- alimenta la esperanza fascista. No se puede prever cómo respondería Europa a un súbito golpe de mano de la Italia fascista. Mussolini, oportunista y maquiavélico, acecha la ocasión de una audaz maniobra internacional. Si la espera resulta demasiado pesada e incierta, el mito fascista perderá su fuerza.

Marcel Fourrier observa con justicia que Italia no puede alcanzar la expansión que ambiciona “sino tomando la vía de un imperialismo agresivo”. “De otra parte, el régimen fascista y el poder personal de Mussolini no pueden mantenerse sino en el caso de que se manifiesten capaces de asegurar al capitalismo italiano la misma prosperidad que el bonapartismo y el bismarckismo habían asegurado, el uno al capitalismo francés, después de 1850, el otro al capitalismo alemán, después de 1871”.

La Paz de Locarno, tiene que parecerle al más beato e iluso demócrata, demasiado frágil y aleatoria mientras Mussolini amenace a Europa con sus sueños y sus gestos imperiales. El fascio littorio es en la historia europea contemporánea un gran punto de interrogación.

Por esto, eI contraste entre Italia y Yugo Eslavia que, según las últimas noticias cablegráficas, parece exacerbarse, presenta un marcado interés. Serbia tiene un oscuro destino en la historia de la Europa burguesa. En su suelo prendió en 1914 la chispa de la gran conflagración. Ahora Serbia se ha engrandecido. El reino serbio ha sido reemplazado por el reino serbio-croata-esloveno, como también se llama a Yugo-Eslavia. Y tal vez con esto su capacidad de fricción siniestra se ha acrecentado. Las fronteras que le acordó la paz aliada, limitan por uno de los lados, en que su presión es mayor, al imperialismo fascista.
No es probable que el problema de Albania provoque, a corto plazo, el choque. Pero es evidente que constituye una de las causas de fricción que mantienen encendidos e irritados los flancos que ahí se tocan de Italia y Yugo-Eslavia.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

José Carlos en el Piccolo de Eden con amigos (I)

José Carlos Mariátegui en el restaurante Il Piccolo Eden en la ciudad de Nervi, Génova, Italia.
Lo acompañan, de izquierda a derecha: Maurice Benbassat estudiante de economía de la Universidad de Génova, quién compartió la pensión donde vivía Mariátegui, y el señor Navach (el del bigote). El cuarto personaje no ha sido identificado aún.

Archivo José Carlos Mariátegui

José Carlos en el Piccolo de Eden con amigos (II)

Otra vista de José Carlos Mariátegui en el restaurante Il Piccolo Eden en la ciudad de Nervi, Génova, Italia, con Maurice Benbassat estudiante de economía de la Universidad de Génova, quién compartió la pensión donde vivía Mariátegui, y el señor Navach (el del bigote) y un cuarto personaje no ha sido identificado aún además de dos personas del restaurante (mozo en traje blanco y dama de pelo rubio, ambos al centro).

Archivo José Carlos Mariátegui

La conferencia de las reparaciones

La estabilización capitalista descansa en fórmulas provisionales. La interinidad, los acuerdos es su característica dominante. La constitución de los Estados Unidos de Europa sería el medio de organizar a la Europa burguesa en una liga que resolviendo los conflictos internos de la política y la economía europeas, opusiese un compacto bloque, de un lado a la influencia ideológica de la URSS y de otro a la expansión económica de Norte-América. Pero, a cada paso, surge un incidente que descubre la persistencia, -más todavía, la sorda exacerbación- de los antagonismos que alejan o descartan la posibilidad de unificar a la Europa capitalista. Ramsay Mc Donald se cuenta entre los estadistas que prevén que en el decenio próximo se preparará algo así como los Estados Unidos de Europa; pero esto no le impide asumir en la conferencia de las reparaciones de La Haya una actitud tan estrictamente ajustada al interés y al sentimiento nacionales como la que tomaría en el mismo caso, Winston Churchill. Las siete potencias interesadas en la cuestión de las reparaciones y de los créditos de guerra, después de algunos coloquios, pueden entenderse provisoriamente respecto a este problema; pero mucho más difícil es que pacten un plan definitivo, una solución integral. Formular el plan Young ha sido por esto más laborioso y complicado que formular el plan Dawes. Se trata ahora de fijar totalmente las obligaciones de Alemania; hasta la extinción de su deuda, la participación de los aliados -o menos, ex-aliados- en estas cantidades y vinculación entre los pagos alemanes y las deudas inter-aliadas. I, antes de suscribir un convenio que compromete irremediablemente su política en el porvenir, cada uno de los principales interesados extrema sus precauciones. Como el régimen Dawes debe cesar el 31 de este mes, si el régimen Young no queda sancionado en La Haya, la conferencia de las reparaciones se verá en el caso de adoptar, mientras se elabora un acuerdo completo, alguna disposición provisoria.
El plan Young, según sus autores, es un todo indivisible. Todas sus partes están en relación unas con otras. Tocar el capítulo del pago en especies, por ejemplo, o toca el monto de la indemnización y, por consiguiente, la escala de las anualidades. Los expertos de Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Italia, Bélgica, el Japón y Alemania, no han conseguido montar esta ingeniosa maquinaria sino después de un larguísimo trabajo de coordinación de sus engranajes. Si se mueve una sola de sus ruedas, la maquinaria no funcionará: habrá que reconstruirla totalmente. Los expertos han establecido, en primer término, un sistema de cierta elasticidad. Distribuir el total de la deuda alemana en un número de años, y señalar la cuota fija de amortización anual, habría sido fácil; pero un sistema de esta rigidez habría exigido, en conflicto con las circunstancias, constantes revisiones prácticas. El plan de los expertos tenía que considerar la capacidad de pago de Alemania como un factor sujeto a posibles variaciones. Dentro de un programa de regulación definitiva de los pagos y las deudas, necesitaba dejar un margen al juego de las contingencias. El plan Young, objeto actualmente de los reparos de Inglaterra, adopta una escala de amortizaciones que prevé la cancelación de la deuda alemana en el lazo de 59 años. Pero divide las anualidades en dos partes: una incondicional y otra dependiente de la capacidad de pago de Alemania. El Reich pagará en divisas extranjeras, en cuotas mensuales, sin ningún derecho de suspensión, 660 millones de marcos al año. Esta suma corresponde a la que el plan Dawes exige obtener de las entradas de los ferrocarriles alemanes. Durante diez años, Alemania conserva el derecho de efectuar en mercaderías una parte adicional de los pagos, conforme a una escala que fija esta cuota, para el primer año, en 750 millones de marcos, reduciéndola anualmente en 50 millones, de suerte que la décima anualidad sea solo de 300 millones. El pago del resto de la anualidad, -que fijada en 1.707,9 millones de marcos oro para el ejercicio 1930-31, sube a 2.428,8 millones para 1965-66,- es diferible, si circunstancias especiales lo demandan. La apreciación de estas circunstancias queda encargada a un comité consultivo, convocado por el Banco de “reglements” internacionales que el plan Young propone como organismo especial de recaudación y administración de las reparaciones. Los plazos que, en virtud de este margen, pueden ser concedidos a Alemania tienen por objeto protegerla “contra las consecuencias posibles de un período de depresión relativamente corta que, por razones de orden interno o externo, podría amenazar suficientemente los cambios como para tornar peligrosas las transferencias al exterior”. El gobierno alemán, en este caso, tiene el derecho de suspender estos abonos por un plazo máximo de dos años.
Las observaciones de Inglaterra no conciernen a este aspecto del plan Young -las obligaciones de Alemania y el método de hacerlas efectivas sin daño de la economía alemana en el caso de eventuales crisis- sino a la participación británica en las anualidades y al mantenimiento por diez años del pago en mercaderías. La industria británica sufre las consecuencias de esta estipulación del plan Dawes que impone a la Gran Bretaña, en plena crisis industrial por el descenso de sus exportaciones, absorber anualmente una cantidad de manufacturas alemanas. Snowden reclama que se asignen a su país 48 millones más de marcos en el reparto de las anualidades alemanas. Cualquiera rectificación, en uno y otro aspecto, importa la revisión total del plan Young. Si se suprime o reduce la cuota en especies, toda la escala de amortización de la deuda alemana tendría que ser reformada. Por consiguiente, nuevo debate respecto a la capacidad de pago del Reich en los 59 años próximos. Si se acuerda a Inglaterra los millones suplementarios que demanda, ¿a quién o a quienes se rebajaría su parte? Francia defiende celosamente su prioridad. Italia piensa que es ya bastante exigua su participación.
Inglaterra, en todo caso, no esta dispuesta a prestar su asentamiento a ninguno fórmula que perjudique sus intereses, visiblemente distintos de los de Francia, Alemania y Estados Unidos. Hasta hace pocos años, las mayores dificultades para el arreglo de la cuestión de las reparaciones parecían provenir del conflicto de intereses alemanes y franceses. Ahora resulta evidente que la oposición entre los intereses alemanes y británicos es todavía mayor. Alemania no puede prosperar y restaurarse industrialmente sino a expensas, en cierto grado, de la reconstrucción británica. Y no se hable del conflicto todavía más profundo e irreductible que se manifiesta de la Gran Bretaña y Estados. La conferencia de reparaciones de La Haya ha venido a revelar el abismo (...).

José Carlos Mariátegui La Chira

La crisis de la democracia

Los propios fautores de la democracia -el término democracia es empleado como equivalente del término Estado demo-liberal-burgués- reconocen la decadencia de este sistema político. Convienen en que se encuentra envejecido y gastado y aceptan su reparación y su compostura. Mas, a su parecer, lo que está deteriorado no es la democracia como idea, como espíritu, sino la democracia como forma.
Este juicio sobre el sentido y valor de la crisis de la democracia se inspira en la incorregible inclinación a distinguir en todas las cosas cuerpo y espíritu. Del antiguo dualismo de la esencia y la forma, que conserva en la mayoría de las inteligencias sus viejos rasgos clásicos, se desprenden diversas supersticiones.
Pero una idea realizada no es ya válida como idea sino como realización. La forma no puede ser separada, no puede ser aislada de su esencia. La forma es la idea realizada, la idea actuada, la idea materializada. Diferenciar independizar la idea de la forma es un artificio y una convención teóricas y dialécticas. No es posible renegar la expresión y la corporeidad de una idea sin renegar la idea misma. La forma representa todo lo que la idea animadora vale práctica y concretamente. Si se pudiese desandar la historia, se constataría que la repetición de un mismo experimento político tendría siempre las mismas consecuencias. Vuelta una idea a su pureza. A su virginidad originales, y a las condiciones primitivas del tiempo y lugar, no daría una segunda vez más de lo que dio la primera. Una fórmula política constituye, en suma, todo el rendimiento posible de la idea que la engendró. Tan cierto es esto que el hombre, prácticamente, en religión y en política, acaba por ignorar lo que en su iglesia o su partido es esencial para sentir únicamente lo que es formal y corpóreo.
Esto mismo les pasa a los fautores de la democracia que no quieren creerla vieja y gastada como idea sino como organismo. Lo que estos políticos defienden, realmente, es la forma perecedera y no el principio inmortal. La palabra democracia no sirve ya para designar la idea abstracta de la democracia pura, sino para designar como digo, al principio de este artículo, el Estado demo-liberal-burgués. La democracia de los demócratas contemporáneos es la democracia capitalista. Es la democracia-forma y no la democracia-idea.
I esta democracia se encuentra en decadencia y disolución. El parlamento es el órgano, es el corazón de la democracia. I el parlamento ha cesado de corresponder a esos fines y ha perdido su autoridad y su función en el organismo democrático. La democracia se muere de mal cardiaco.
La reacción confiesa, explícitamente, sus propósitos anti-parlamentarios. El fascismo anuncia que no se dejará expulsar del poder por un voto del parlamento. El consenso de la mayoría parlamentaria es para el fascismo una cosa secundaria: no es una cosa primaria. La mayoría parlamentaria, un artículo de lujo; no un artículo de primera necesidad. El parlamento es bueno si obedece; malo si protesta o regaña. Los fascistas se proponen reformar la carta política de Italia, adaptándola a sus nuevos usos. El fascismo se reconoce anti-democrático anti-liberal y anti-parlamentario. A la fórmula jacobina de la Libertad, Igualdad y la Fraternidad oponen la fórmula fascista de la jerarquía. Algunos fascistas se entretienen en especulaciones teóricas, definen el fascismo como un renacimiento del espíritu de la contra-reforma. Asignan al fascismo un ánima medio-eval y católica. Mussolini suele decir que “indietro non si torna” los propios fascistas se complacen de encontrar sus orígenes espirituales en la Edad Media.
El fenómeno fascista no es sino un síntoma de la situación. Desgraciadamente para el parlamento, el fascismo no es su único ni es siquiera su principal enemigo. El parlamento sufre, de un lado, los asaltos de la Reacción, y de otro lado, los de la Revolución. Los reaccionarios y los revolucionarios de todos los climas coinciden en la descalificación de la vieja democracia Los unos y los otros propugnan métodos dictatoriales.
La teoría y la praxis de ambos bandos ofende el pudor de la Democracia, por mucho que la democracia no se haya comportado nunca con excesiva casidad. Pero la Democracia sede alternativa o simultáneamente, a la atracción de la derecha y de la izquierda. No escapa a un campo de gravitación sino para en el otro. La desgarran dos fuerzas antítéticas, dos amores antagónicos. Los hombres más inteligentes de la democracia se empeñan en renovarla y enmendarla. El régimen democrático resalta sometido a un ejercicio de crítica y de revisión internas, superior a sus años y a sus achaques.
Nitti no cree que sea el caso de hablar de una democracia a seca sino, más bien, de una democracia social. El autor de “La Tragedia de Europa” es un demócrata dinámico y heterodoxo. Caillaux preconiza “una síntesis de la democracia de tipo occidental y del sovietismo ruso” No consigue Caillaux indicar el camino que conduciría a ese resultado. Pero admite, explícitamente, que se reduzca las funciones del parlamento. El parlamento, según Caillaux no debe tener sino derechos y no desempeñarse una misión de control superior. La dirección completa del Estado económico debe ser transferida a nuevos organismos.
Estas concesiones a la teoría del Estado sindical expresan hasta qué [punto ha envejecido la antigua concepción] del parlamento. Abdicando una parte de su autoridad, el parlamento entra en una vía que lo llevará a la pérdida de sus poderes. Ese Estado económico, que Caillaux quiere subordinar al Estado político en una realidad superior a la voluntad y a la coerción de los estadistas que aspiran a aprehenderlo dentro de sus impotentes principios. El poder político es una consecuencia del poder económico. La plutocracia europea y norte-americana no tiene ningún medio a los ejercicios dialécticos de los políticos demócratas. Cualquiera de los “trusts” o de los carteles industriales de Alemania y Estados Unidos influyen en la política de su nación respectiva más que toda la ideología democrática. El plan Dawes y el acuerdo de Londres han sido dictados a sus ilustres signatarios por los intereses de Morgan, Loucheur, etc.
La crisis de la democracia es el resultado del crecimiento y el concentramiento simultáneo del capitalismo y del proletariado. Los resortes de la producción están en manos de estas dos fuerzas. La clase proletaria lucha por reemplazar en el poder a la clase burguesa. Le arranca, en tanto, sucesivas concesiones. Amblas clases pactan sus treguas, sus armisticios y sus compromisos directamente, sin intermediarios. El parlamento en estos debates, y en estas transacciones no es aceptado como árbitro. Poco a poco, la autoridad parlamentaria ha ido, por consiguiente, disminuyendo. Todos los sectores políticos tienden, actualmente, a reconocer la realidad del Estado económico. El sufragio universal y las asambleas parlamentarias, se avienen a ceder muchas de sus funciones a las agrupaciones sindicales. La derecha al centro y la izquierda, son más o menos filo-sindicalistas. El fascismo por ejemplo trabaja por la restauración de las corporaciones medioevales y constriñe a obreros y patrones a convivir y cooperar dentro de un mismo sindicato. Los teóricos de la “camisa negra” en sus bocetos del futuro Estado fascista, lo califican como Estado sindical. Los social democráticos pugnan por injertar en el mecanismo de la democracia los sindicatos y asociaciones profesionales. Walter Rathenau, uno de los más conspicuos y originales teóricos y realizadores de la burguesía, soñaba con un desdoblamiento del Estado en Estado Industrial, Estado Administrativo, Estado Educador, etc. En la organización concebida por Rathenau, las diversas funciones del Estado serían transferidas a las asociaciones profesionales.
¿Cómo ha llegado la democracia a la crisis que acusan todas estas inquietudes y conflictos? El estudio de las raíces de la decadencia del régimen democrático no cabe en los últimos acápites de un artículo como este. Hay que suplirlo con una definición incompleta y sumaria. La forma democrática ha cesado, gradualmente, de corresponder a la nueva estructura económica de la sociedad. El Estado demo-liberal-burgués fue un efecto de la ascensión de la burguesía a la posición de la clase dominante. Constituyó una consecuencia de la acción de fuerzas económicas y productoras que no podían desarrollarse dentro de los diques rígidos de una sociedad gobernada por la aristocracia y la iglesia. Ahora como entonces el nuevo juego de las fuerzas económicas y productoras reclama una nueva organización política. Las formas políticas, sociales y culturales son siempre previsoras, son siempre interinas. En su entraña contienen, invariablemente, el germen de una forma futura. Anquilosada, petrificada, la forma democrática, como las que la han precedido en la historia, no puede contener ya la nueva realidad humana.

José Carlos Mariátegui La Chira

La economía y Piero Gobetti

Prometí un croquis conciso de las ideas de Piero Gobetti, el original y sustancioso ensayista que, precisamente por su escaso título a la atención siempre oportunista de las gacetas literarias y a la consideración generalmente pedante de las tesis doctorales, quiero señalar entre los más vivos y fecundos valores de la cultura italiana contemporánea. Y justamente porque Piero Gobetti no fue específicamente un economista, me parece oportuno empezar por referirme al peso que en sus juicios morales, políticos, filosóficos, estéticos e históricos tuvo, en último análisis, la economía. Esta sagaz y constante preocupación de lo económico me parece uno de los signos más significativos de la modernidad y del realismo de Gobetti, que la debió, no a una hermética educación marxista, sino a una autónoma y libérrima maduración de su pensamiento. Gobetti llegó al entendimiento de Marx y de la economía, por la vía de un agudo y severo análisis de las premisas históricas de los movimientos ideológicos, políticos y religiosos de la Europa moderna en general y de Italia, en particular. En su juventud, la filosofía griega y oriental, escolástica y moderna, la tradición intelectual italiana de Machiavelli a Vico y de Spaventa a Gentile, la indagación estética, ejercitada con idéntica agilidad en el Museo Británico y en la literatura rusa, lo acaparaban demasiado para que se insinuasen en su especulación y en su crítica los móviles de la interpretación económica de la historia. Pero la más perfecta familiaridad con Parménides y Empédocles, con Heráclito y Aristóteles, con Descartes y Kant, con Hegel y Croce, no estorbó a Piero Gobetti para reconocer la rigurosa justificación de la teoría que busca en el movimiento de la economía el impulso decisivo de las transformaciones políticas e ideológicas. La enseñanza austera de Croce, que en su adhesión a lo concreto, a la historia, concede al estudio de la economía liberal y marxista y de las teorías del valor y del provecho un interés no menor que al de los problemas de lógica, estética y política, influyó sin duda poderosamente en el gradual orientamiento de Gobetti hacía el examen del fondo económico de los hechos cuya explicación deseaba rehacer o iniciar. Mas decidió, sobre todo, este orientamiento, el contacto con el movimiento obrero turinés. En su estudio de los elementos históricos de la Reforma, Gobetti había podido ya evaluar la función de la economía en la creación de nuevos valores morales en el surgimiento de un nuevo orden político. Su investigación se transportó con su acercamiento a Gramsci y su colaboración en “L’Ordine Nuovo”, al terreno de la experiencia actual y discreta. Gobetti comprendió, entonces, que una nueva clase dirigente no podía formarse sino en este campo social, donde su idealismo concreto se nutría moralmente de la disciplina y la dignidad del productor. Y, confrontando el proceso religioso y social de Italia con el de los países de desarrollo capitalista, formuló así este juicio: “En la historia italiana los tipos de productores resultaron de las transacciones a que constriñe la dura lucha con la miseria. El artesano y el mercader decayeron después de las comunas. El Agricultore es el antiguo siervo que cultiva por cuenta de los patrones de la curia y tiene en la enfiteusis su única defensa. La civilización más característica es luego la que se forma en las cortes o en los empleos y que habitúa a las astucias, a los funambulismos de la diplomacia y de la adulación, al gusto de los placeres y de la retórica. El pauperismo italiano se acompaña con la miseria de las conciencias: quien no se siente cumplir una función productiva en la civilización contemporánea, no tendrá confianza en si mismo, ni culto religioso de la propia dignidad. He aquí en qué sentido el problema político italiano, entre los oportunismos y la caza descarada de los puestos y la abdicación frente a la clase dominante, es un problema moral”.
Y siempre que ahonda en la explicación del retardo de la consciencia política de Italia, Gobetti retorna a este concepto. El retraso de su economía impide a Italia acompasar su avance al de los grandes Estados capitalistas de Europa. Un brillante ensayo sobre la cultura política, comienza con estas consideraciones: “La economía nacional está todavía demasiado retrasada, el país es pobre y no concede tregua a los individuos, no les permite la dignidad de ciudadanos. Dos tercios de la población comparte la suerte de una agricultura atrasada y condenada por muchos años a no devenir moderna. Se trata de pequeños propietarios, arrendatarios, aparceros, que aspiran solamente a la paz y a la conservación del Estado presente, ostentando indiferencia por toda más amplia preocupación. La aristocracia industrial y obrera, a la cual está ligada la posibilidad de una transformación moderna de Italia, está apenas en su nacimiento y no logra distinguirse de las sobreposiciones y confusiones parasitarias, no logra vencer el pauperismo y el diletantismo”.
La lucha del Risorgimento, que tiene en Gobetti a uno de sus intérpretes más sagaces, se resiente de este peso muerto. Falta a la batalla liberal de Italia el estímulo de una vigorosa afirmación de las clases obreras. El absolutismo pacta incesantemente con la plebe indiferenciada para tener a raya el espíritu liberal y republicano. “Las plebes -escribe Gobetti- continúan viviendo en torno de los conventos y de los institutos de beneficencia, todos católicos; y permanecen católicos por instinto, por educación y por interés. La iniciativa toca a la nueva clase burguesa que actúa con Cavour la política anti-feudal del liberalismo económico, para poderse dedicar a los tráficos, a las industrias y a los ahorros y formar la primera riqueza y el primer capital circulante en Italia”. En el siglo dieciocho, no prospera en Italia el movimiento laico y liberal por la acción de este mismo factor negativo y retardatario. “Se tiene el fenómeno de plebes resueltamente anti-liberales, domesticadas por la política de filantropía de la Iglesia, la cual para hacer prevalecer su socialismo reaccionario cuenta sobre todo con turbas de parásitos”. “El pauperismo en Piamonte era la garantía del viejo régimen: quien vive de limosna no podrá participar en la lucha política; una libre clase trabajadora no tendrá ciudadanía en esta tierra; el Estado seguirá siendo un aparato administrativo en manos de pocos privilegiados”. Y este pauperismo se refleja en el carácter de la emigración italiana que no es, ni puede ser, dado su origen, una emigración de intrépidos colonizadores. De Italia no salen a colonizar tierras lejanas, arrojados por la persecución política, puritanos de fe intransigente, templados en la lucha de la herejía, precursores de la civilización industrial y capitalista, sino campesinos y artesanos desterrados de su suelo por la pobreza. “Las turbas más numerosas de la emigración temporal -apunta Gobetti- eran de gente humilde y mísera sin arte ni parte, estrechadas por la desesperación, casadas de resistir al hambre y en tierras nuevas debían buscar piedad más bien que trabajo. De la Savoya y del Valle de Acosta llegaban a París deshollinadores y lustrabotas”.
Este aspecto de las meditaciones de Gobetti tiene un excepcional interés, que casi es innecesario subrayar, para los estudiosos de la evolución social de España y de sus colonias. Las consecuencias morales, políticas ideológicas del pauperismo, de la beneficencia, de las cortes y las administraciones apoyadas en la domesticidad de las clases parasitarias, del servilismo de las plebes menesterosas, no son menos visibles ni menos trágicas, en la España de Fernando VII y en la América de García Moreno, que en la Italia setecentista o neo-güelfa.

José Carlos Mariátegui La Chira

La emoción de nuestro tiempo. Dos concepciones de la vida

I.
La guerra mundial no ha modificado ni facturado únicamente la economía y la política de occidente. Ha modificado y fracturado, también su mentalidad y su espíritu. Las consecuencias económicas, definidas y precisadas por John Maynard Keynes, no son más evidentes ni sensibles que las consecuencias espirituales y psicológicas. Los políticos, los estadistas, hallarán, tal vez, a través de una serie de experimentos, una fórmula y un método para resolver las primeras; pero no hallarán, seguramente, una teoría y una práctica adecuada para anular las segundas. Más probablemente parece que deban acomodar sus programas a la presión de la atmósfera espiritual, a cuya influencia su trabajo no puede sustraerse. Lo que diferencia a los hombres de esta época no es tan sólo la doctrina, sino sobretodo el sentimiento. Dos opuestas concepciones de la vida, una prebélica, otra postbélica, impiden la inteligencia de los hombres que aparentemente, sirven el mismo interés histórico. He aquí el conflicto central de la crisis contemporánea.
La filosofía evolucionista, historicista, racionalista, unía en los tiempos prebélicos, por encima de las fronteras políticas y sociales, a las dos clases antagónicas. El bienestar material, la potencia física de las urbes habían engendrado un respeto supersticioso por la idea del progreso. La humanidad parecía haber hallado una vía definitiva. Conservadores y revolucionarios aceptaban prácticamente las consecuencias de la tesis evolucionista. Unos y otros coincidían en la misma adhesión a la idea del progreso y en la misma aversión a la violencia.
No faltaban hombres a quienes esta chata y acomodada filosofía no lograba seducir ni captar. Jorge Sorel denunciaba, por ejemplo, las ilusiones del progreso. Don Miguel de Unamuno predicaba quijotismo. Pero la mayoría de los europeos habían perdido el gusto de las aventuras y de los mitos históricos. La democracia conseguía el favor de las masas socialistas y sindicales, complacidas de sus fáciles conquistas graduales, orgullosas de cooperativas, de su organización, de sus "casas del pueblo" y de su burocracia. Los capitanes y los oradores de la lucha de clases gozaban de una popularidad, sin riesgos, que adormecía en sus almas toda veleidad. La burguesía se dejaba conducir por líderes inteligentes y progresistas que, persuadidos de la estolidez y la imprudencia de una política de persecución de las ideas y los hombres del proletariado, preferías una política dirigida a domesticarlos y ablandarlos con sagaces transacciones.
Un humor decadente y estetista se difundía, sutilmente, en los estratos superiores de la sociedad. El crítico italiano Adriano Tilgher, en unos de sus remarcables ensayos, define así la última generación de la burguesía parisense: "Producto de una civilización muchas veces secular, saturada de experiencia y de reflexión analítica e introspectiva, artificial y libresca, a esta generación crecida antes de la guerra le tocó vivir en un mundo que parecía consolidado para siempre y asegurado contra toda posibilidad de cambio. Y en este mundo se adaptó sin esfuerzo. Generación toda nervios y cerebro, gastados y cansados por las grandes fatigas de sus genitores, no soportaba los esfuerzos tenaces, las tensiones prolongadas, las sacudidas bruscas, los rumores fuertes, las luces vivas, el aire libre y agitado; amaba la penumbra y los crepúsculos, las luces dulces y discretas, los sonidos apagados y lejanos, los movimientos mesurados y regulares. El ideal de esta generación era vivir dulcemente".
II.
Cuando la atmósfera de Europa, próxima la guerra, se cargó demasiado de electricidad, los nervios de esta generación sensual, elegante e hiperestética, sufrieron un raro malestar y una extraña nostalgia. Un poco aburridos de "vivre avec douceur", se estremecieron con una apetencia morbosa, con un deseo enfermizo. Reclamaron casi con ansiedad, casi con impaciencia, la guerra. La guerra no aparecía como una tragedia, como un cataclismo, sino más bien como un deporte, como un alcaloide o como un espectáculo. ¡Oh!, la guerra, como en una novela de Jean Bernier, esta gente la presentía y la auguraba, "elle serait trés chic la guerre".
Pero la guerra no correspondió a esta previsión frívola y estúpida. La guerra no quiso ser tan mediocre. París sintió en su entraña, la garra del drama bélico. Europa conflagrada, lacerada, mudó de mentalidad y de psicología.
Todas las energías románticas del hombre occidental, anestesiadas por largos lustros de paz confortable y pingüe, renacieron tempestuosas y prepotentes. Resucitó el culto de la violencia. La Revolución Rusa insufló en la doctrina socialista un ánima guerrera y mística. Y el fenómeno bolchevique siguió el fenómeno fascista. Bolcheviques y fascistas no se parecían a los revolucionarios y conservadores pre-bélicos. Carecían de la antigua superstición del progreso. Eran testigos conscientes e inconscientes de que la guerra había demostrado a la humanidad que aún podían sobrevivir hechos superiores a la previsión de la ciencia y también hechos contrarios al interés de la civilización.
La burguesía, asustada por la violencia bolchevique, apeló a la violencia fascista. Confiaba muy poco en que sus fuerzas legales bastasen para defenderla de los asaltos de la revolución. Más, poco a poco, ha aparecido luego en su ánimo la nostalgia de la crasa tranquilidad pre-bélica. Esta vida de alta tensión la disgusta y la fatiga. La vieja burocracia socialista y sindical comparte esta nostalgia. ¿Por qué no volver -se pregunta- al buen tiempo pre-bélico? Un mismo sentimiento de la vida vincula y acuerda espiritualmente a estos sectores de la burguesía y el proletariado que trabajan en comandita, por descalificar, al mismo tiempo, el método bolchevique y el método fascista. En Italia, este episodio de la crisis contemporánea tiene los más nítidos y precisos contornos. Ahí, la vieja guardia burguesa ha abandonado el fascismo. Y se ha concertado en el terreno de la democracia, con la vieja guardia socialista. El programa de toda esta gente se condensa en una sola palabra: normalización. La normalización sería la vuelta a la vida tranquila, el desahucio o el sepelio de todo romanticismo, de todo heroísmo, de todo quijotismo de derecha y de izquierda. Nada de regresar, con los fascistas, al Medio Evo. Nada de avanzar, con los bolcheviques, hacia la Utopía.
El fascismo habla un lenguaje beligerante y violento que alarma a quieres no ambicionan sino la normalización. Mussolini, en un discurso dijo: "No vale la pena vivir como hombres y como partido y sobretodo no valdría la pena de llamarse fascista, si no se supiese que se está en medio de la tormenta. Cualquiera es capaz de navegar en mar de bonanza, cuando los vientos inflan las velas, cuando no hay olas ni ciclones. Lo bello, lo grande: y quisiera decir lo heroico es navegar cuando la tempestad arrecia. Un filósofo alemán decía: vive peligrosamente. Yo quisiera que ésta fuese la palabra de orden del joven fascismo italiano: vivir peligrosamente. Esto significa estar pronto a todo, a cualquier sacrificio, a cualquier peligro, a cualquier acción, cuando se trate de defender a la patria y al fascismo". El fascismo no concibe la contra-revolución como una empresa vulgar y policial sino como una empresa épica y heroica. Tesis excesiva, tesis incandescente, tesis exorbitante para la vieja burguesía, que no quiere absolutamente ir tan lejos. Que se detenga y se frustre la revolución, claro, pero si es posible con buenas maneras. La cachiporra no debe ser empleada sino en caso extremo. Y no hay que tocar, en ningún caso, la Constitución ni el Parlamento. Hay que dejar las cosas como estaban. La vieja burguesía anhela vivir dulce y parlamentariamente. "Libre y tranquilamente", escribía polemizando con Mussolini, "Il Corriere della Sera" en Milán. Pero uno y otro términos designan el mismo anhelo.
Los revolucionarios, como los fascistas, se proponen, por su parte, vivir peligrosamente. En los revolucionarios, como los fascistas, se advierte análogo impulso romántico, análogo al humor quijotesco.
La nueva humanidad, en sus dos expresiones antitéticas, acusa una nueva intuición de la vida. Esta intuición de la vida no asoma, exclusivamente, en la prosa beligerante de los políticos. En una de las divagaciones de Luis Bello encuentro esta frase: "Conviene corregir a Descartes: combato, luego existo". La corrección resulta, en verdad, oportuna. La fórmula filosófica de una edad racionalista tenía que ser: "Pienso, luego existo". Pero a esta edad romántica, revolucionaria, quijotesca, no le sirve ya la misma fórmula. La vida más que pensamiento quiere ser hoy acción, esto es combate. El hombre contemporáneo tiene necesidad de fe. Y la única fe que puede ocupar su yo profundo es una fe combativa. No volverán, quién sabe hasta cuando, los tiempo de vivir con dulzura. La de este escepticismo y de este nihilismo, nace la ruda, la fuerte, la perentoria necesidad de una fe y de un mito que mueva a los hombres a vivir peligrosamente.

José Carlos Mariátegui La Chira

La federación americana del trabajo y la América Latina. La natalidad en la Europa occidental.

La federación americana del trabajo y la América Latina.
Cuando los sindicatos de espíritu y tradición clasistas de Europa o de la América Latina califican a la Federación Americana del Trabajo como el más obediente instrumento del capitalismo norte-americano, no falta quienes temen que se exagere. Los poderosos medios de propaganda de que dispone la Federación Pan-Americana del Trabajo le consienten, si no conquistar, neutralizar al menos algunos sectores de la opinión popular.
Pero la propia Federación Americana del Trabajo se encarga con sus actos de destruir toda duda acerca de su rol. Últimamente el cable, ha registrado rápidamente la noticia de que la central de los sindicatos reformistas de USA ha tomado netamente posición contra la inmigración latino-americana a su país. El pan-americanismo de los obreros de la Federación no se diferencia mínimamente del de los banqueros de Wall Street. La solidaridad de clases es algo que, pese a la retórica de la Confederación Pan-Americana del Trabajo, ignora radicalmente su política. Los sucesores de Compers no tienen inconveniente en estrechar periódicamente las manos rusas y oscuras de los delegados de los obreros del Sur, en una cita pan-Americana; pero rehúsan absolutamente admitir su competencia en sus propios mercados de trabajo. Los tratan, en esto, como a los demás inmigrantes. No quieren obreros latino-americanos en su país. Le basta con convocarlos en Washington o La Habana, para afirmar su hegemonía sobre ellos. Las conferencias pan-americanas del trabajo no son sino un aspecto de la diplomacia imperialista.
Eso lo saben, en la América Latina, todos los sindicatos obreros dignos de este nombre. I lo prueba el hecho de que para las paradas de la Confederación Pan-americana del Trabajo, los líderes del reformismo yanqui no cuenten sino con amorfos agregados fácilmente manejables. La única central importante de la América Latina que participaba en las conferencias pan-americanas del trabajo era la CROM. I la Crom obedecía en esto a razones de estrategia que Luis Araquistaín ha enfocado nítidamente. La Crom creía ganar, por este medio, el apoyo de la Federación Americana del Trabajo en la política yanqui para la Revolución Mexicana. Hoy no solo los factores de la política mexicana han cambiado; la Crom, que alcanzara con el gobierno de Calles su más alto grado de apogeo, está casi deshecha. Primero, la ofensiva de las fuerzas que enarbolaron, muerto Obregón, la bandera del obregonismo, enseguida, la agrupación de las masas obreras y campesinas en una nueva central, -la que representó al proletariado mexicano en el congreso sindical de Montevideo- ha anulado el antiguo valor de la Crom. Morones viaja por Europa, en momentos en que se discute y vota en el parlamento de su país el Código del Trabajo del Licenciado Portes Gil. La Crom asistirá a la próxima conferencia pan-americana del trabajo, con sus efectivos enormemente relucidos, con su autoridad completamente disminuida.
I habrá que averiguar lo que piensan los obreros de México del pan-americanismo que actúan las uniones amarillas de USA al votar por el cierre de la frontera yanqui a las inmigraciones del Sur.

La natalidad en la Europa occidental
Francia no ha resulto, en los años de post-guerra, el problema de su despoblación. Pero al menos, ha visto extenderse ese problema en la Europa occidental. Ya no es posible oponer a una Francia malthusiana una Alemania prolífica. El crecimiento demográfico de la vecina del otro lado del Rhin se ha detenido desde la guerra. En 1900, la estadística registraba en Alemania dos millones de nacimientos al año, con una población de 56 millones. En 1927, con 63 millones, la cifra de nacimientos ha descendido a 1,2. De 35.6 por mil, ha bajado a 18.3 por mil. La guerra costó a Alemania, en capital humanos, aparte de las pérdidas del campo de batalla y del hambre de la retaguardia, la pérdida invisible de los 3,5 millones de hombres que habrían debido nacer. “Monde” de París toma estos datos de una interesante obra publicada recientemente en Alemania, sobre la materia, con el título de “El descenso de la natalidad y la lucha contra él”.
Como se sabe, uno de los objetivos centrales de la política fascista es el aumento de la población. Italia ha sido, tradicionalmente, un pueblo prolífico. El desequilibrio entre su crecimiento demográfico y sus recursos económicos, la constreñía a la exportación de una parte de su fuerza de trabajo. Mussolini considera el aumento de la población como el elemento decisivo del porvenir de Italia. 45.000.000 de hombres no pueden soñar con imponer su ley al mundo. No se concibe el resurgimiento de Roma imperial con las cifras demográficas actuales. El fascismo, entre otras batallas pacíficas, se propone ganar la batalla de la natalidad.
Pero, como dice Nitti, "no se concibe nada más absurdo". Es imposible regular la natalidad con discursos y decretos. El impuesto al celibato, no decide a los solteros, en tiempos de carestía y desocupación, a crecer y multiplicarse. Nadie se casa por evitar la tasa. "No conozco a nadie que haya tenido hijos bajo la sugestión del gobierno", anota burlonamente Nitti.
Las cifras estadísticas denuncian el fracaso de la política fascista en este embrollado terreno. En 1922, había en Italia 32,2 nacimientos por 1000 habitantes; en 1927, ha habido solo 26,9. La baja se ha acentuado en 1928.
La Europa occidental, en la post-guerra, como en la guerra, se despuebla. La estabilización capitalista no ha logrado el equilibrio en este aspecto de la producción y la economía. Un poco despechadamente, la Europa capitalista constata, con las cifras demográficas en las manos, que en la URSS no obstante la guerra, el hambre, el terror, etc., la política soviética acusa distintos resultados. Ni el bolchevismo ni el divorcio libérrimo, ni el aborto legal, ni la nueva moral de los sexos, han tenido las consecuencias que en la Europa occidental la nacionalización, el fascismo, etc.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La liquidación de la cuestión romana

El fascismo concluye, en estos momentos, uno de los trabajos para que se sintió instintivamente predestinado desde antes, acaso, de su ascensión al poder. Ni sus orígenes anti-clericales, agresivamente teñidos de paganismo marinettiano y futurista -el programa de Marinetti comprendía la expulsión del Papa y su corte y la venta del Vaticano y sus museos-; ni las reyertas entre campesinos católicos y legionarios fascistas en los tiempos de beligerancia del partido de don Sturzo; ni las violentas requisitorias de Farinacci contra el anti-fascismo -nittiano addiritura- del Cardenal Gasparri; ni la condena por los tribunales fascistas de algunos curas triestinos; ni la terminante exclusión del “scoutismo” católico como concurrente de la organización mussolinista de la adolescencia; ninguno de los actos o conceptos, individuos o situaciones que han opuesto tantas veces el “fascio littorio” y el cetro de San Pedro, ha frustrado la ambición del Dux de reconciliar el Quirinal y el Vaticano, el Estado y la Iglesia.
¿Quien ha capitulado, después de tantos lustros de intransigente reafirmación de sus propios derechos? Verdaderamente, la cuestión romana, como montaña casi insalvable entre el Quirinal y el Vaticano, había desaparecido poco a poco. Incorporada la Italia del Risorgimento en la buena sociedad europea, el Vaticano había visto tramontar, año tras año, la esperanza de que un nuevo ordenamiento de las relaciones internacionales consintiese la reivindicación del Estado pontificio. Dictaba su ley no solo a la buena sociedad europea, sino a la sociedad mundial, naciones protestantes y sajonas con muy pocos motivos de aprecio por la ortodoxia romana; le imponía su etiqueta diplomática una nación latina, entregada, desde su revolución, a la más severa y formalista laicidad franc-masona. La Iglesia Romana, en el curso del ochocientos, había dado muchos pasos hacia la democracia burguesa, separando teórica y prácticamente su destino del de la feudalidad y la autocracia. El liberalismo italiano, a su vez, no había osado tocar el dogma, llevando a su pueblo al protestantismo, a la iglesia nacional. La cuestión romana había sido reducida por los gobernantes del “transformismo” italiano a las proporciones de una cuestión jurídica. En realidad, descartados sus aspectos político, religioso y moral, no era otra cosa. Si el Vaticano aceptaba el dogma de la soberanía popular y, por ende, el derecho del pueblo italiano en su organización a adoptar los principios del Estado moderno, no tenía que reclamar sino contra la unilateralidad arbitraria de la Ley “delle Guarentigie”. Esta ley era inválida por haber pretendido resolver, sin preocuparse, del consenso ni las razones del Papado, una cuestión que afectaba a sus derechos.
Pero, en tiempos de parlamentarismo demo-liberal, un arreglo estaba excluido por el juego mismo de la política de cámara y pasillos. Aparte de que todos los líderes coincidían tácitamente con la tendencia giolittiana a aplazar, por tiempo indefinido, cualquier solución. La política -o la administración- giolittiana tenía que “menager”, de una parte, a los clericales, gradualmente atraídos a una democracia sosegada, progresista, tolerante, exenta de todo excesivo sectarismo, de toda peligrosa duda teológica; y de otra parte, a los demo-liberales y demo-masones, empeñados en sentirse legítimos y vigilantes herederos del patrimonio ideal del Risorgimento.
La crisis post-bélica, la transformación cada día más acentuada de la política de partidos en política de clases, la consiguiente aparición del partido popular italiano bajo la dirección de don Sturzo, cambiaron después de la guerra los términos de la situación. La catolicidad, que políticamente había carecido hasta entonces de representación propia, comenzó a disponer de una fuerza electoral y parlamentaria que pesaba decisivamente, dada la actitud de los socialistas, en la composición de la mayoría y el gobierno.
Pero estaba vigente aún la tradición del Estado liberal y laico surgido del Risorgimento. La distancia entre el Estado y la Iglesia se había acortado. Mas el Estado no podía dar, por su parte, el paso indispensable para salvarla. La Iglesia, a su vez, esperaba la iniciativa del Estado. Histórica y diplomáticamente, no le tocaba abrir las negociaciones.
Mussolini ha operado en condiciones diversas. En primer lugar, el gobierno fascista, como he recordado ya en otra ocasión, tratando este mismo tópico, no se considera vinculado a los conceptos que inspiraron invariablemente a este respecto a la política de los anteriores gobiernos de Italia. Frente a la “cuestión romana”, como frente a todas las otras cuestiones de Italia, el fascismo no se siente responsable del pasado. El fascismo pregona su voluntad de construir el Estado fascista sobre bases y principios absolutamente diversos de los que durante tantos años ha sostenido el Estado liberal. Al mismo tiempo, el fascismo desenvuelva, con astuto oportunismo, una política de acercamiento a la iglesia, cuyo rol como instrumento de italianidad y latinidad ha sido imperialistamente exaltado por Mussolini. En materia religiosa, el fascismo ha realizado el programa del partido popular o católico fundado de 1919 por don Sturzo. Lo ha realizado a tal punto que ha hecho inútil la existencia en Italia de un partido católico. (Hay que agregar que, en ningún caso, después del Aventino, la habría permitido como existencia de un partido democrático). “El Papa puede despedir a don Sturzo”, escribía ya hace cinco años Mario Missiroli. El acercamiento del fascismo a la Iglesia, no solo se ha operado en el orden práctico, mediante una restauración más o menos política del catolicismo en la escuela. También se ha intentado la aproximación en el orden teórico. Los intelectuales fascistas de Gentile, a Ciusso y Pellizzi, se han esmerado en el elogio de Iglesia. Los más autorizados teóricos del “fascio littorio”, han encontrado en el tomismo no poco de los fundamentos filosóficos de su doctrina. La ex-comunión de “L’Action Francaise”, ha comprometido un poco esta “demarche” reaccionaria. Frente al mismo fascismo, el Vaticano ha reivindicado discretamente el concepto católico del Estado, incompatible con el dogma fascista del Estado ético y soberano.
Mas, si a este respecto el acuerdo resultará siempre difícil, no ocurriría los mismo con la “cuestión romana”. Precisamente en este terreno, el fascismo podía ceder sin peligro. I reconocer al Papado la soberanía sobre los palacios vaticanos, una indemnización y otras prerrogativas, no es ceder demasiado. Lo mismo habría dado, presuroso, Cavour. Solo que entonces habría parecido muy poco.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La política de "borrón y cuenta nueva" en España. Schober y Mussolini

La política de “borrón y cuenta nueva” en España
El gobierno de Berenguer caracteriza bien los intereses y los propósitos del retorno a la constitucionalidad en España. El objeto de esta maniobra, a que se ha visto forzada la monarquía ante la amenaza de una insurrección, se reduce al sargento del régimen, seriamente comprometido por la aventura de Primo de Rivera. La elección de Berenguer para el gobierno de España en el período de liquidación de la dictadura, confirma y continúa el espíritu de la política que condujo a la monarquía al golpe de estado de 1923. Las razones de Estado de la suspensión del orden parlamentario y constitucional residían en la cuestión de las responsabilidades de la guerra en Marruecos, estruendosamente agitada por la oposición, con inmensa resonancia en el pueblo. Es sintomático, por tanto, que el Rey eche mano de Berenguer, el general encausado por esas responsabilidades, para liquidar la dictadura y restablecer la Constitución. Berenguer, adversario o rival de Primo de Rivera, reúne para esta tarea condiciones que no se encontraría en otro jefe del ejército. Es uno de esos generales de monarquía parlamentaria, relacionado políticamente con los liberales y conservadores que se turnan en la función ministerial. Alfonso XIII cuenta con que la opinión tendrá más en cuenta su oposición a la dictadura que sus antecedentes de generalísimo de una campaña perdida.
La vieja constitución resulta ahora el mejor y único baluarte de la monarquía. Primo de Rivera no asignó a su dictadura, sancionada y usufructuada por el Rey, otra empresa que la de derogarla y sustituirla. Pero, fracasado este empeño, Alfonso XIII no depone de arma más preciosa para defender y conservar el régimen.
La transición, conforme a las previsiones monárquicas, debía haberse cumplido más suavemente. Se tenía la esperanza de disponer del plazo de algunos meses para la preparación sentimental y práctica del cambio. Pero los acontecimientos, a última hora, se ha precipitado, arrojando una luz demasiado viva sobre el fracaso de la política del Rey. El cambio se ha operado de un modo brusco. Primo de Rivera se ha visto lanzado del poder. Ha sido ostensible para todos el carácter de apresurado acto del salvamento de la monarquía que tiene la constitución del ministerio de Berenguer.
La composición del ministerio corresponde a su función. Si el gabinete de transición se hubiese formado en condiciones normales de suave restauración de la constitucionalidad, habrían aceptado colaborar en él algunas primeras figuras de los partidos monárquicos. Berenguer no ha podido obtener ni aún la participación aislada de Cambó, que se reserva para más altos destinos. Su gobierno está compuesto -salvo el Duque de Alba, personaje dinástico más bien que hombre político- por figuras secundarias del elenco constitucional.
Sin duda, el Rey Alfonso dispone de los diversos Bugallal y Romanones del viejo sistema parlamentario para la defensa de la Constitución y de la Monarquía. Pero a estos mismos consejeros les habría parecido excesiva y prematura su presencia en un gobierno de transición, constituido de manera festinatoria y violenta. Todos esos antiguos consejeros, además, han envejecido mucho políticamente durante la crisis del régimen constitucional. La burguesía española se sentiría, por esto, más eficaz y directamente representada por un hombre como Cambó, que a la encarnación y entendimiento de los intereses políticos, une su agnosticismo doctrinario, su carencia de escrúpulos liberales, su desdén de las fórmulas parlamentarias.
El manifiesto del Partido Socialista y de la Unión General de Trabajadores es el documento más importante y explícito de la serie de declaraciones políticas que ha seguido a la caída de Primo de Rivera. El cable, al menos, no nos ha dado noticia de ningún otro de análoga responsabilidad y beligerancia, aunque puede sospecharse fácilmente la existencia de alguna declaración de los comunistas. Los socialistas han planteado, aunque en términos moderados, la cuestión del régimen. Han tomado posición contra Berenguer, reafirmando su posición republicana. Los republicanos y reformistas se comportan con más prudente reserva. Para Melquiades Álvarez, el único ideal posible es, ciertamente, el regreso a un parlamentarismo acompasado y sedentario, en el que su elocuencia tenga por turnos [la batuta]. Pero falta aún saber si los elementos que más beligerante actitud han mantenido frente a la dictadura de Primo de Rivera, se conforman finalmente con una política de “borrón y cuenta nueva”.
El manifiesto socialista puede ser el preludio de una ofensiva contra el régimen dinástico, lo mismo que puede quedar como una platónica actitud doctrinaria. La palabra, ingrata a Alfonso XIII, que debe sonar en las elecciones es la que ya en 1923 intimidó hasta al pánico a la Corte: “responsabilidades”. ¿Exigirán los opositores, de filiación liberal o constitucional, el deslindamiento y sanción de las responsabilidades dictatoriales? España está en un intermezzo. Con la caída de Primo de Rivera, no ha concluido sino el primer acto de un drama cuyo desenlace no será por cierto el idilio parlamentario y constitucional con que sueñan los Melquiades Álvarez en reposo.

Schober y Mussolini
El coloquio entre Schober y Mussolini tiene al entendimiento amistoso entre los fascistas de Italia y Austria. La política reaccionaria reserva grandes sorpresas, ante todo, para el nacionalismo. Italia ha mirado -y sobre todo Mussolini- con recelo y disgusto el sentimiento pangermanista de los nacionalistas austriacos. Pero la solidaridad reaccionaria se sobrepone ahora a los odios racistas. El ejemplo italiano ha enseñado bastante a los reaccionarios austriacos en su lucha contra los socialistas. I la marcha a Viena -inspirada en la marcha a Roma- es para el fascismo austriaco el símbolo de la conquista de la capital social-demócrata.
La diplomacia austriaca necesita orillar, en su pacto con la diplomacia romana, el peligro de resentir o alarmar a Alemania. No se sabe en qué forma este convenio tutelará los derechos de los austriacos de las tierras redentas, tan destempladamente tratados por el fascismo italiano. El nacionalismo de los reaccionarios es fácil y pronto al olvido. Lo evidente parece, en todo caso, que el fascismo austriaco se siente sentimental e históricamente más cerca del gobierno imperialista de Italia, -tan despectivo con todo lo austriaco- que del gobierno democrático de Alemania.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La resaca fascista en Austria. La lucha eleccionaria en México.

La resaca fascista en Austria
Viena tiene, desde hace tiempo, una temperatura de excepción en las estaciones políticas de Europa. Hace dos años, cuando la marejada revolucionaria parecía apaciguada completamente en la Europa occidental, Viena sorprendió a los observadores de la estabilización capitalista con las jornadas insurreccionales de julio. Hoy, cuando es la marejada fascista la que declina, los equipos de la Heimwehr se aprestan fanfarronamente para la marcha sobre Viene. La ciudad de monseñor Seipel y de Fritz Adler, guarda de sus faustosas épocas de capital del imperio austro-húngaro, el gusto de un gran rol espectacular y l ambición de un gran escenario europeo.
Se diría que Viena no ha tenido tiempo de habituarse a su modesto destino de capital de un pequeño estado, tutelado por la Sociedad de las Naciones. A la incorporación de este pequeño estado en el Imperio alemán se opone terminantemente una clausula del tratado de paz que ni Francia ni Italia se avendrían a revisar, Francia temerosa de una Alemania demasiado grande, Italia de una Alemania que asumiría el activo y pasivo de esta Austria demasiado chica. Pero Viena, con su sentimiento de gran ciudad internacional, resiste también, aunque no lo quiera, a la absorción espiritual y material del estado austriaco por la gran patria germana. Los partidos y las instituciones de Austria ostentan un estilo autónomo, frente a los partidos y a las instituciones de Alemania. La democracia-cristiana de monseñor Seipel no es exactamente lo mismo que el centro católico de Wirth y de Marx, tal como el austro-marxismo no se identifica con la social-democracia alemana. El fascismo austriaco no podía renunciar, por su parte, a distinguirse del alemán, bastante disminuido, a pesar de las periódicas paradas de los “cascos de acero”, desde que los nacionalistas redujeron a su más exigua expresión su monarquismo para acomodarse a las exigencias de su situación parlamentaria.
Es difícil pronosticar hasta qué punto la Heimwehr llevará [adelante su] ofensiva. El fascismo, en todas las latitudes, recurre excesivamente al alarde y la amenaza. En la propia Italia, en 1928, si el Estado hubiese querido y sabido resistirle seriamente, con cualquiera que no hubiese sido el pobre señor Facta en la presidencia del consejo, el ejército y la policía habrían dado cuenta fácilmente de las brigadas de “camisas negras”, lanzadas por Mussolini sobre Roma. El jefe de estas fuerzas en Austria asegura que está en grado de mantener a raya a la Heimwehr. Aunque adormecido por el pacifismo graso de su burocracia y sus parlamentarios de la social-democracia, el proletariado no debe hacer perdido, en todo caso, el ímpetu combativo que mostró en las jornadas de julio de 1929. A él le tocará decir en esto la última palabra.

La lucha eleccionaria en México
No haya que sorprenderse de la violencia de la lucha eleccionaria en México. Esta lucha empezó con la tentativa desgraciada de los generales Gómez y Serrano hace dos años frente a la candidatura de Obregón. El asesinato de Obregón, victorioso en las ánforas, después de la radical eliminación de sus competidores, reabrió con sangriento furor esta batalla que debía haber concluido entonces con el escrutinio. La insurrección de Escobar, Aguirre y otros, el fusilamiento de Guadalupe Rodríguez y Salvador Gómez, la persecución de comunistas y agraristas, etc. no han sido más que etapas de una batalla, en la que el gobierno interino de Portes Gil, surgido de la fractura del frente revolucionario, no ha sido ni habría podido ser árbitro. Los sucesos de Torreón, Jalapa, Orizaba, Córdoba y Ciudad de México corresponden a esta atmósfera de extremo y acérrimo conflicto.
Presentada por el partido anti-reeleccionista, la candidatura de José Vasconcelos, representaba originariamente el sentimiento conservador, la disidencia intelectual. El partido obregonista detentaba aún, indeciso entre las candidaturas de Aaron Saenz y el ing. Ortiz Rubio, el título de partido revolucionario. Había aparecido ya la candidatura del bloque obrero y campesino, en oposición cerrada a todos los postulantes de la burguesía; pero este mismo movimiento, que reivindicaba la autonomía del proletariado en la lucha política, indicaba que la evolución mexicana seguía adelante y que la extensión de su frente resistía ya la separación clarificadora de fuerzas que hasta entonces había combatido juntas. Rehecho el frente único obregonista, ante la insurrección militar de Escobar y sus colegas, Portes Gil y el Partido Nacional Revolucionario, que ya había elegido como su candidato al ingeniero Ortiz Rubio, hicieron largo uso de un lenguaje de agitación popular contra-revolucionaria, que les restituía su antiguo rol.
Pero desde que, debelada la insurrección militar, el gobierno interino de Portes Gil no virado rápidamente a la derecha, se ha producido un desplazamiento de fuerzas. Puestos casi fuera de la ley los comunistas, el bloque obrero y campesino no ha podido continuar activamente su campaña. Las masas han reconocido en Portes Gil, y por consiguiente en su candidato, a los representantes de los intereses políticos cada vez más distintos y extraños a la revolución mexicana. Vasconcelos, en el poder, no haría más concesiones que Portes Gil al capitalismo y al clero. Hombre civil, ofrece mayores garantías que su contendor del Partido Nacional Revolucionario de actuar dentro de la legalidad, con sentido de político liberal. Puesto que la revolución mexicana se encuentra en su estadio de revolución democrático-burguesa, Vasconcelos puede significar, contra la tendencia fascista que se acentúa en el Partido Nacional Revolucionario, un período de estabilización liberal. Vasconcelos, por otra parte, se ha apropiado del sentimiento anti-imperialista reavivado en el pueblo mexicano por la abdicación creciente del gobierno ante el capitalismo yanqui. Gradualmente la candidatura de Vasconcelos, que apareció como un movimiento de impulso derechista, se ha convertido en una bandera de liberalismo y anti-imperialismo.
El programa de Vasconcelos carece de todo significado revolucionario. El ideal político nacional del autor de “La Raza Cósmica” parece ser un administrador moderado. Ideal de pacificador que aspira a la estabilización y al orden. Los intereses capitalistas y conservadores sedimentados y sólidos están prontos a suscribir, en todos los países, este programa. Económica, social, políticamente, es un programa capitalista. Pero desde que la pequeña burguesía y la nueva burguesía, tienden al fascismo y reprimen violentamente el movimiento proletario, las masas revolucionarias no tienen por qué preferir su permanencia en el poder. Tienen, más bien que, -sin hacerse ninguna ilusión respecto de un cambio del cual ellas mismas no sean autoras,- contribuir a la liquidación de un régimen que ha abandonado a sus principios y faltado a sus compromisos.
Portes Gil y Ortiz Rubio no acaudillan, por otra parte, una fuerza muy compacta. Dentro del partido obregonista, se manifiestan incesantemente grietas profundas. No hace mucho, se descubrió, según parece, señales de conspiración, dentro del mismo frente gubernamental. Morones y los laboristas, no perdona a los obregonistas el encarnizamiento de su ataque en las postrimerías del gobierno de Calle, su licenciamiento del gobierno, el aniquilamiento de la CRON. Ursulo Galván, expulsado del partido comunista, busca sin duda una bandera al servicio de la cual poner la influencia que aún conserve entre los agraristas.
El panorama político de México se presenta, pues, singularmente agitado e incierto. La guerra civil puede volver a encender en cualquier momento sus hogueras en la fragosa tierra mexicana.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

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