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Fondo José Carlos Mariátegui José Carlos Mariátegui La Chira Item Intelectuales
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¿Existe una inquietud propia, de nuestra época?

(...) esta inquietud en unos es desesperación, en otros desequilibrio, en otros esperanza en los demás vacío. No se puede hablar de una “inquietud contemporánea” como de la uniforme y misteriosa preparación espiritual de un mundo nuevo.
Del mismo modo que en el arte de vanguardia, se confunden los elementos de revolución con los elementos de decadencia, en la “inquietud contemporánea” se confunde la fe facticia, intelectual, pragmática de los que encuentran su equilibrio en los dogmas y el orden antiguos con la fe apasionada, riesgosa, heroica de los que combaten peligrosamente por la victoria de un orden nuevo.
La historia clínica de la “inquietud contemporánea” anotará, con meticulosa objetividad todos los síntomas de la crisis del mundo moderno; pero nos servirá muy poco como medio de resolverla. La encuesta de los “Cashiers de l’Etoile” no invita a otra cosa que a un examen de conciencia, del que no puede salir, como resultado o indicación de conjunto, sino una pluralidad desorientadora de proposiciones.
Lo que se designa con el nombre de “inquietud” no es, en último análisis, sino la crisis contemporánea o, por lo menos, su expresión intelectual y sentimental. Los artistas y los pensadores de esta época rehúsan, por orgullo o por temor, ver en su desequilibrio y en su angustia el reflejo de la crisis del capitalismo, quieren sentirse ajenos o superiores a esta crisis. No se dan cuenta de que la muerte de los principios y dogmas que constituían el Absoluto burgués ha sido decretado en un plano distinto del de su mediocre especulación personal.
La burguesía ha perdido el poder moral que antes le consentía retener en sus rangos, sin conflicto interno, a la gran mayoría de los intelectuales. Las fuerzas centrífugas, secesionistas, actúan sobre estos con una intensidad y multiplicidad antes desconocidas. De aquí, las defecciones como las conversiones. La inquietud aparece como una gran crisis de consciencia.
La inquietud contemporánea, por consiguiente, está hecha de factores negativos y positivos. La inquietud de los espíritus que no tienden sino a la seguridad y al reposo, carece de todo valor creativo. Por este sendero no se descubrirá sino los refugios, las ciudadelas del pasado. En el hombre moderno, la abdicación más cobarde es la del que busca asilo en ellos.
Nuestra primera declaratoria de guerra debe ser a las que mi compatriota Ibérico llama “filosofías del retorno”. ¿El florecimiento de estas filosofías, en un clima mórbido de decadencia, entra en gran escala en Occidente en la “inquietud contemporánea”? Esta es la primera cuestión que hay que esclarecer para no tomar sutiles “alibis” de la Inteligencia y teorías derrotistas sobre la modernidad como elaboraciones de un espíritu nuevo.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La juventud española contra Primo de Rivera

Otra vez, la juventud de las universidades españolas se encuentra en acérrimo conflicto con la dictadura del general Primo de Rivera. La agitación universitaria coincide esta vez con la crisis, definitiva al parecer, del gobierno que preside el Marqués de Estella que acaba de solicitar, según el cable, el sufragio de los capitanes generales del ejército, la armada y la policía para saber si debe retener el poder.
La huelga universitaria de hace cerca de un año movilizó contra Primo de Rivera, con la vehemencia que todos recuerdan, la opinión de los estudiantes. La dictadura se halló de pronto en incómoda lucha con la juventud del claustro, fallida totalmente la esperanza de enrolar fascísticamente a una parte de estas, con una etiqueta más o menos romántica, en los rangos de la Reacción. Unamuno, el gran maestro de Salamanca, saludó desde su destierro esta insurrección que la juventud española contra un régimen que solo por insensibilidad anacrónica o escepticismo precoz habría podido obtener la neutralidad o la resignación de esa juventud.
Los que se imaginan que el régimen de Primo de Rivera tenía las mismas posibilidades de duración que el régimen de Mussolini solo por reposar como este en la fuerza, negligían o ignoraban uno de los aspectos fundamentales del fascismo: el romántico alistamiento de grandes contingentes de la juventud italiana bajo las banderas de Mussolini al canto de “¡Giovinezza, giovinezza!”. El fascismo antes de ser una dictadura había sido un movimiento, un partido, una milicia. Sus “condottieri”, sus agitadores habían usado expertamente en la excitación de la juventud burguesa y pequeño-burguesa un lenguaje d’annunziano y futurista que imprimía al fascismo un tono estrictamente nacional y le otorgaba una tradición, aunque no fuese política sino literaria o sentimental, en el proceso histórico de Italia. Primo de Rivera y sus eventuales colaboradores, antes y después de su golpe de Estado, eran impotentes para un trabajo semejante.
Asistido por generales, nobles y bachilleres de muy mediocre inteligencia, Primo de Rivera no ha sabido maniobrar de su suerte de ganarse, por alguna vía indirecta al menos, cierto séquito en la juventud universitaria. La juventud no es, necesariamente, revolucionaria. El Dr. Marañón que en su último libro proclama como su primer deber la rebeldía, conviene sagazmente en que el ímpetu combativo de la juventud puede ponerse al servicio de una política reaccionaria. “Lo típico de la juventud -escribe- es la rebeldía, la noble dificultad con que acomoda el ritmo generoso de su vida que empieza, al ritmo mesurado del ambiente; pero se concibe un joven que se sienta henchido de esta juventud y que sea, por lo tanto biológicamente joven, y que se aplique su rebeldía a sostener una causa profundamente antigua. Los camelots du roi, que en Francia luchan bravamente por un ideal incompatible con el tono de nuestros tiempos, como en el de resucitar en su país una monarquía reaccionaria, son todo lo anticuados que se quiera, pero tan legítimamente jóvenes como los comunistas que propugnan la implantación de un estado social fantástico de puro remoto. Y en nuestra patria podrían citarse muchos casos, algunos bien recientes (juventudes carlistas, juventudes conservadoras, jóvenes de la Unión Patriótica, etc) de como una auténtica juventud biológica florecía en gentes que sostenía criterios que trascendían a moho de vetustez”. No es esta ocasión de criticar el juicio que este párrafo contiene sobre el comunismo. En el hombre de ciencia y de cátedra, de espíritu liberal y humanista, que concede sin reservas al partido socialista de su patria, con un certificado de salud, un testimonio de simpatía y confianza, y que predica como un ideal de su tiempo la eugenesia. La palabra comunismo puede suscitar supersticiosas aprensiones, aunque la práctica del único estado comunista del mundo -la URSS- le enseñe que no existe entre los dos términos más conflicto que el originado por el cisma entre reformistas y revolucionarios y por la necesidad de distinguir estos dos campos con dos rótulos diversos. Lo que viene a cuento subrayar es la negación de que la juventud emplee natural y espontáneamente su energía y su entusiasmo en una empresa revolucionaria.
La dictadura no ha sido apta ni aún para crearse un influyente equipo intelectual. El estado de espíritu de una buena parte de los intelectuales, como lo atestigua la conducta de “La Gaceta Literaria” y de don José Ortega y Gasset, le habría permitido asegurarse cierto activo consenso de la literatura y la cátedra, con solo esquivar conflictos demasiado estridentes con ciertos fueros de la inteligencia. Pero Primo de Rivera no ha tenido esta habilidad elemental. La insolvencia espiritual e ideológica de su régimen lo ha condenado a gestos de agravio y desacato contra toda institución liberal. Su actitud contra los estudiantes en 1926 le acarreó, entre otras, la renuncia del propio Ortega y Gasset.
La presencia de los más autorizados maestros en las filas de la oposición, ha ejercido igualmente un fuerte influjo anti-dictatorial. La juventud española ha seguido, sin duda, las lecciones políticas de Marañón, Jimenez de Asúa, Besteiro, etc. más atentamente que sus lecciones científicas. Hay épocas en que la preocupación política está por encima de todas las otras preocupaciones, por una exigencia que Marañón llamaría tal vez biológica.
¿A dónde va España? Se preguntan vigilantes críticos de la situación española. Si la huelga universitaria sirve para acelerar la descomposición de la dictadura, y con ella la de la monarquía, la generación estudiantil de 1930, en lucha con Primo de Rivera, entrará a los veinte años en la historia. Debut precoz que no significará ciertamente la inauguración de una política ni de un régimen de la “nueva generación”, como con facilidad latino-americana se ambicionaría en algún claustro de nuestro continente en parecidas circunstancias, sino el impulso desinteresado, instintivo de los jóvenes en una vasta, larga y difícil batalla.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La ciencia y la política. El Dr. Schacht y el plan Young. La república de Mongolia

La ciencia y la política
El último libro del Dr. Gregorio Marañón, “Amor, Conveniencia y Eugenesia”, (Ediciones “Historia Nueva”, Madrid 1929), no trata tópicos específicamente políticos, pero tiene ostensiblemente el valor y la intención de una actitud política. Marañón continúa en este libro -sincrónico con otra actitud suya: su adhesión al socialismo- una labor pedagógica y ciudadana que, aunque circunscrita a sus meditaciones científicas, no trasciende menos, por esto, al campo del debate político. Ya desde los “Tres Ensayos sobre la Vida Sexual”, César Falcón había señalado, entre los primeros, el actualísimo significado político de la campaña de Marañón contra el donjuanismo y el flamenquismo españoles. Partiendo en guerra contra el concepto donjuanesco de la virilidad, Marañón atacaba a fondo la herencia mórbida en que tiene su origen la dictadura jactanciosa e inepta del general Primo de Rivera.
En “Amor, Conveniencia y Eugenesia”, libro que toma su título del primero de los tres ensayos que lo componen, el propio Marañón confirma y precisa las conexiones estrechas de su prédica de hombre de ciencia con las obligaciones que le impone su sentido de la ciudadanía. La consecuencia más nociva de un régimen de censura y de absolutismo es para Marañón la disminución, la atrofia que sufre la consciencia viril de los ciudadanos. Esto hace más vivo el deber de los hombres de pensamiento influyente de actuar sobre la opinión como factores de inquietud. “Por ellos -dice Marañón- me decido a entregar al público estas preocupaciones mías, no directamente políticas, sino ciudadanas; aunque por ello, tal vez, esencialmente políticas. Porque en estos tiempos de radical transformación de cosas viejas, cuando los pueblos se preparan para cambiar su ruta histórica -y es, por ventura, el caso de España- no hay más política posible que la formación de esa ciudadanía. Política, no teórica, sino inmediata y directa. Muchos se lamentan de que en estos años de régimen excepcional, no hayan surgido partidos nuevos e ideologías políticas renovadoras. Pero no advierten estos pesimistas que las ideologías políticas no se pueden inventar porque están ya hechas desde siempre. Lo que [se precisa son] los hombres que las encarnen. I los hombres que exija el porvenir [solo edificarán sobre conductas austeras y definidas. Esta y no otra es la obra de] la oposición: crear personalidades de conducta ejemplar. Los programas, los manifiestos, no tienen la menor importancia. Si los hombres se forjan en moldes rectos, de conducta impecable, todo lo demás, por si solo, vendrá. Para que una dictadura sea útil, esencialmente útil a un país, basta con que su sombra -a veces la sombra del destierro o de la cárcel- se forje esta minoría de gentes refractarias y tenaces, que serán mañana como el puñado de una semilla conservada con que se sembrarán las nuevas cosechas”.
No se puede suscribir siempre, y menos aún en el hombre de los principios de la corriente política a la que Marañón se ha sumado, todos los conceptos políticos del autor de “Amor, Conveniencia y Eugenesia”. Pero ninguna discrepancia en cuanto a las conclusiones, compromete en lo más mínimo la estimación de la ejemplaridad de Marañón, del rigor con que busca su línea de conducta personal. Marañón es el más convencido y ardoroso asertor de que la política, como ejercicio del gobierno, requiere una consagración especial, una competencia específica. No creo, pues, que la autoridad científica de un investigador, de un maestro, deba elevarle a una función de gobernante. Pero esto no exime, absolutamente, al investigador, al maestro de sus deberes de ciudadano. Todo lo contrario. “El hombre de ciencia, como el artista, -sostiene Marañón- cuando ha rebasado los límites del anónimo y tiene ante una masa más o menos vasta de sus conciudadanos -o de sus contemporáneos si su renombre avasalla las fronteras- lo que se llama “un prestigio”, tiene una deuda permanente con esa masa que no valora su eficacia por el mérito de su obra misma, limitándose a poner en torno suyo una aureola de consideración indiferenciada, y en cierto modo mítica, cuya significación precisa es la de una suerte de ejemplaridad, representativa de sus contemporáneos. Para cada pueblo, la bandera efectiva -bajo los colores convencionales del pabellón nacional- la constituyen en cada momento de la Historia esos hombres que culminan sobre el nivel de sus conciudadanos. Sabe ese pueblo que, a la larga, los valores ligados a la actualidad política o anecdótica parecen, y flotan solo en el gran naufragio del tiempo los nombres adscritos a los valores eternos del bien y de la belleza. El Dante, San Francisco de Asís, Pasteur [o Edison] caracterizan a un país y a una época histórica muchos años después de haber [desaparecido de la memoria] de los no eruditos los reyes y los generales que por entonces manejaban el mecanismo social. ¿Quién duda que de nuestra España de ahora, Unamuno, perseguido y desterrado, sobrevivirá a los hombres que ocupan el Poder? La cabeza solitaria que asoma sus canas sobre las barbas de la frontera; prevalecerá ante los siglos venideros sobre el poder de los que tienen en sus manos la vida, la hacienda y el honor de todos los españoles. Pero ese prestigio que concede la muchedumbre ignara no es -como las condecoraciones oficiales- un acento de vanidad para que la familia del gran hombre lo disfrute y para que orne después su esquela de defunción. Sino, repitámoslo, una deuda que hay que pagar en vida -y con el sacrificio, si es necesario, del bienestar material- en forma de lealtad a las ideas de clara y explícita postura ante la crisis de los pueblos sufren en su evolución”.

El Dr. Schacht y el plan Young
Los delegados de Alemania han tenido que aceptar, en la segunda conferencia de las reparaciones, el plan Young, tal como ha quedado después de su retoque por las potencias vencedoras. Esto hace recaer sobre el ministerio de coalición y, en particular sobre la social-democracia, toda la responsabilidad de los compromisos contraídos por Alemania en virtud de ese plan. El Dr. Schacht, presidente del Reichsbank, ha jugado de suerte que aparece indemne de esa responsabilidad. La burguesía industrial y financiera estará tras él, a la hora de beneficiarse políticamente de sus reservas, si esa hora llega. El sentimiento nacionalista es una de las cartas a que juega la burguesía en todos los países de Occidente, a pesar de que los propios intereses del capitalismo no pueden soportar el aislamiento nacional. La subsistencia del capitalismo no es concebible sino en un plano internacional. Pero la burguesía cuida como de los resortes sentimentales y políticos más decisivos de su extrema defensa del sentimiento nacionalista. El Dr. Schacht ha obrado, en todo este proceso de las reparaciones, como un representante de su clase.

La república de Mongolia
Cuando el gobierno nacionalista, revisando apresuradamente la línea del Kue Ming Tang despidió desgarbadamente a Borodin y sus otros consejeros rusos, [las potencias] capitalistas saludaron exultante este signo del definitivo [tramonto] de la influencia soviética en la China. El ascendiente de la soviética, la presencia activa de sus emisarios en Cantón, Peking y el mismo Mukden, eran la pesadilla de la política occidental. Chang Kai Shek aparecía como un hombre providencial porque aceptaba y asumía la misión de liquidar la influencia rusa en su país.
Hoy, después del tratado ruso-chino, que pone término a la cuestión del ferrocarril oriental, la posición de Rusia en la China se presenta reforzada. I de aquí el recelo que suscitan en Occidente los anuncios de la próxima creación de la república soviética de la Mongolia. La Mongolia fue el centro de las actividades de los rusos blancos, después de las jornadas de Kolchak en la Siberia. Empezó luego, con la pacificación de la Siberia y la consolidación en todo su territorio del orden soviético, la penetración natural de la política bolchevique en Barga y Hailar. En este proceso, lo que el imperialismo capitalista se obstina en no ver es, sin duda, lo más importante: la acción espontánea del sentimiento de los pueblos de Oriente para organizarse nacionalmente, que solo para la política soviética no es un peligro, pero a la que todas las políticas imperialistas temen como la más sombría amenaza.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Europa y la bolsa de New York. La nueva generación española y la política

Europa y la bolsa de New York
La Europa capitalista manifiesta cierto optimismo respecto a las consecuencias de la crisis financiera de New York. La caída de los valores se ha detenido a la altura que la salud de Europa puede tolerar. I el primer efecto que es lógico predecir para las finanzas europeas es el regreso gradual al viejo continente de los capitales que lo había abandonado buscando inversiones, si no más fructuosas, más seguras al menos en Norte-América, Cambó, según anunció oportunamente el cable, se contó entre los primeros que señalaron este reflujo.
La estabilización capitalista se realiza en Europa con el concurso financiero norte-americano. No es por azar que dos norte-americanos, Dawes y Young, dan su nombre a los complicados acuerdos sobre las reparaciones. El capitalismo yanqui es el principal empresario de la reconstrucción europea. Antes de que los Estados de la Entente pactaran con Norte América las condiciones de amortización de su deuda, su nuevo mondus vivendi no se sentía establecido. Puede agregarse que en la estabilización capitalista europea los yanquis han mostrado, hasta cierto punto, más confianza que muchos capitalistas europeos, a quienes la amenaza de la revolución proletaria indujo en Alemania, Italia, Francia, a dirigir sus capitales a América.
Pero Europa no se resigna a convertirse, poco a poco, en un conjunto de colonias de los Estados Unidos. El paneuropeísmo es la expresión de una corriente defensiva que mira en la fórmula de Briand la única defensa válida de los intereses del capitalismo europeo contra el dominio yanqui. A los Estados europeos les satisface, por esto, la probabilidad de recuperar los capitales que se habían retirado de su industria y su comercio para aumentar la congestión de oro de Norte América. Estos capitales han sido advertidos enérgicamente por la crisis de New York de los riesgos de la congestión.
Naturalmente, si el pánico bursátil de New York hubiese rebasado el límite más allá del cual estaban profundamente en juego todos los intereses de la economía capitalista mundial, las constataciones y vaticinio de los observadores de Europa estarían muy lejos del menor optimismo. Las consecuencias de la crisis en Europa no les consentirían ninguna esperanza de compensación satisfactoria. Aún como han ido las cosas, cuantiosos intereses resultan afectados. Pero la caída de los valores en New York ha sido frenada en el nivel que los nervios de los financistas europeos podían resistir sin que los ganase también el vértigo. I esto es bastante, por el momento, para la convalecencia de las esperanzas de Europa.

La Nueva generación española y la política
Luis Emilio Soto examina en un artículo de “La Vida Literaria” de Buenos Aires la actitud de la joven generación literaria de España frente a la crisis política de su patria. El tópico es tratado con frecuencia. I las constataciones del colaborador de “La Vida Literaria” carecen de rigurosa novedad. Pero resulta siempre más actual e interesante, en todo caso, que lo insulsos artículos escritos para la United Press por el general Primo de Rivera y rematando los cuales este castizo espécimen de donjuanismo y flamenquismo españoles escribe que “el Dios de todos los cristianos sabrá recompensar a los que supieron consagrar su vida terrenal a ideales más altos y permanentes que los goces materiales o al alimento de las pasiones que encienden el espíritu diabólico en la flaca humanidad”.
Los intelectuales jóvenes de España están acusando, en estos años; menos sensibilidad política que los intelectuales maduros, aunque de algunos de estos últimos José Ortega y Gasset, Eugenio D’Ors -reciban las más persuasivas lecciones de displicencia. La zarandeada generación de 95 mostró, en su tiempo, interés mucho más vivo y arriesgado por lo político. I la generación siguiente está, sin duda, mucho más propiamente representada por Marañón y Jiménez de Asúa que por Ortega y D’Ors.
Soto anota, con razón, que por la abstención de la nueva generación literaria no puede ni debe procesarse a la juventud. Sería injusto olvidar las impetuosas jornadas de los estudiantes españoles contra la dictadura. La que está en causa, específicamente, es la juventud representada por “La Gaceta Literaria” de Madrid, cuyo director Giménez Caballero no tiene reparo en declarar que “España hoy descansa, engorda y se abanica”. Soto no pide a estos equipos de intelectuales jóvenes una agitación callejera, tumultuaria. Suscribe la fórmula defendida por Araquistaín en su periódico “España” en 1920, “acción difusa, crítica, clarificadora, estimulante de creación renovación de las ideas ambientes”. Quiere, en cualquier caso, negar que “el silencio sea una actitud digna de los jóvenes frente al régimen que impera en la patria de Larra”.
El equipo de “La Gaceta Literaria” no es toda la nueva generación intelectual española. Incurriría en una grave omisión el biógrafo de esta juventud que no recordase con la debida estimación el esfuerzo de los grupos de intelectuales jóvenes que, después de otras empresas incompatibles con un régimen de censura, han invertido su energía en la creación de las Ediciones Oriente y Cenit. La revista “Post-Guerra”, aunque efímera, ha sido un momento de la historia de esta generación. La intelectualidad española no ha perdido, en general, su interés por las nuevas corrientes políticas e ideológicas. El hecho de que una de las mejores versiones periodísticas de la nueva Rusia sea la de un español, Álvarez del Vayo, no carece de significación. La indiferencia, la abstención, caracterizan a la juventud literaria. Es la nueva gente de letras a la que ha hecho suyo, ante lo político, el gesto de don José Ortega y Gasset. Propaganda literaria aparte, un Joaquín Maurin, trabajando oscuramente en París, vale bien, por ahora, lo que un Giménez Caballero recorriendo ruidosamente Europa.
Pero aún circunscrita y demarcada de este modo, es indudable que se trata de una actitud singular. Es muy distinta la actitud de la juventud literaria de Alemania. También la de esa juventud literaria de Francia, a la que los jóvenes miran tan deferentemente. En Alemania, del teatro a la novela, de Piscator a Glaesser, la nota dominante en la vanguardia es la beligerancia política. En Francia, tan burguesa y conservadora en sus varios estratos, la nueva generación intelectual es uno de los más activos fermentos ideológicos y pasionales. Un libro de un francés –“Mort de la pensés bourgeoise” de Enmanuel Berl-, precisamente, ha hecho viva impresión en uno de los más conspicuos representantes del equipo de “La Gaceta Literaria” de Madrid, residente desde hace algún tiempo en Buenos Aires, -Guillermo de Torre. Lo sé por el propio Guillermo de Torre que atribuye también a los capítulos que conoce de mi “Defensa del Marxismo” una influencia de que me complazco en sus actuales preocupaciones.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Carta a Samuel Glusberg, 18/12/1929

Lima, 18 de diciembre de 1929
Estimado amigo y compañero:
No he dado inmediata respuesta a su carta del 19 de noviembre, porque en parte se la habían adelantado dos cartas mías, que deben haberse cruzado con la suya, y de la segunda de las cuales le acompaño copia, prevenido siempre contra las veleidades del correo peruano.
Hemos tenido con nosotros a Waldo Frank todo el tiempo que Ud. ha sabido por las noticias cablegráficas. No sé si las noticias cablegráficas sobre su estancia en Lima habrán abundado. Le envío algunos periódicos, entre otros un número de Variedades con un artículo mío. No es necesario que le remita otros periódicos. Toda la prensa de Lima ha señalado con gran atención la presencia de Waldo Frank en nuestra ciudad.
Ya Ud. me había dicho que en Waldo Frank, el hombre no se hace amar menos que el escritor. Todos los que lo hemos tratado de cerca, hemos confirmado plenamente esto. Frank no ha encontrado en Lima un auditorio numeroso, en parte porque la gente no está habituada a pagar a los conferencistas, en parte porque los temas de Frank no interesan sino a una élite; pero ha encontrado en cambio a gentes que lo han rodeado con cariño y comprensión. Y entre sus amigos han estado, seguramente, los mejores espíritus del Perú.
Ofreció tres conferencias en el Teatro Municipal, organizadas por el comité de invitantes, y una pagada por la colectividad hebrea, cohíbida aún por la reciente agresión policial. La Universidad le recibió en la sala de Letras la víspera de su partida. La Facultad de Letras, a propuesta de Sánchez, Iberico, Ureta y Porras Barrenechea lo hizo doctor honoris causa; pero no hubo tiempo para que, aprobado este acuerdo por el Consejo de Decanos, conforme al protocolo universitario, se le otorgasen las insignias respectivas en actuación especial. Reunimos a los escritores y artistas en un banquete general. La Nueva Revista Peruana y Amauta aunque participantes en esta fiesta, quisieron agasajarlo aparte. Hemos prescindido de discursos. Y hemos hecho lo posible porque la cortesía y los cumplimientos no impidiesen a Frank sentirse en Lima como en su casa.
Conversando con Frank, que ha sido muy gentil y deferente conmigo en todo instante, me he afirmado en mi intención de marchar a Buenos Aires. La invitación de un amigo y compañero como Ud. coincide con las circunstancias que le describe mi penúltima carta. El contacto con un país sano y fuerte me hará mucho bien, espiritual y físicamente. En Buenos Aires, terminará esta convalescencia que la debilidad de Lima ha retardado.
Deseo hacer el viaje con mi mujer y mis niños. A los dos mayores, —de ocho y seis años-, podría tal vez dejarlos; pero los colegios de Lima, donde podría dejarlos como internos, no me satisfacen y el mimo de la familia, si continuasen en el colegio que ahora frecuentan y donde no hay internado, perjudicaría su educación. Respecto a todo, espero su fraterno e inteligente consejo. —Frank piensa que en Buenos Aires se puede resolver tan bien como en Europa el problema de mi movilidad por la adaptación de una pierna ortopédica. Creo que ahí la cirugía y la ortopedia están perfectamente desarrolladas. Eso lo dejaría para después de mi primera etapa de trabajo. Pero es muy importante para mi porvenir.
Para que el correo de hoy no me gane, pongo aquí punto final a estas líneas. Le seguiré escribiendo en breve.— No hemos recibido sino un ejemplar del número 15 de L.V.L. Si le es posible, reitere el envío. Han venido, en cambio, completos los ejemplares del N° 16.
Cordialmente lo abraza su amigo y compañero devotísimo
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Los médicos y el socialismo. La ley marcial en Haití

Los médicos y el socialismo
La larga y magna secuencia que ha tenido en el gremio médico español la adhesión del Dr. Marañón al Partido Socialista, convida a enfocar el tópico de las profesiones liberales y el socialismo. No cabe duda acerca de que si Marañón y otros ases de la medicina han pedido su inscripción en los registros del Partido Socialista Español, es porque previamente los había ganado ya la política. Tampoco cabe duda respecto a que han entrado en el Partido Socialista, no por razones de expresa y excluyente suscripción del programa proletario, sino porque no podía enrolarse sino en un partido viviente. Los viejos partidos españoles están muertos. Lo que rechaza en ellos a los intelectuales activos e inquietos, sensibles y atentos a la vitalidad, no es tanto su ideología como su inanidad. El Partido Socialista Español, en fin, más que una función revolucionaria clasista tiene una función liberal.
Pero todo esto deja intacta la cuestión central: la permeabilidad de la medicina entre las profesiones liberales, a las ideas socialistas. Desde Marx y Engels está constatada la resistencia reaccionaria de los hombres de leyes a estas ideas. El abogado es, ante todo, un funcionario al servicio de la propiedad. I la abogacía, por razones pragmáticas, se comporta como una profesión conservadora. Este es un hecho que se observa a partir de la Universidad. Los estudiantes de derecho son, generalmente, los más reaccionarios. Los de pedagogía, constituyen el sector más avanzado. Los de medicina, menos proclives por su práctica científica a la meditación política, no tiene más motivos de reserva que los sentimientos heredados de su ambiente familiar. Mas la medicina como la pedagogía no temen absolutamente al socialismo. Quienes las ejercen, saben que un régimen socialista si algo supone respecto al porvenir de estas profesiones en su utilización más intensa y extensa. El Estado socialista no ha menester, para su funcionamiento, de muchos hombres de leyes; pero, en cambio, ha menester de muchos médicos y de muchos educadores. Los ingenieros cuentan igualmente con su favor.
Lo más sugestivo en el caso de Marañón y sus colegas de la medicina española es que estos intelectuales eminentes y célebres se incorporan, sin hesitación, en un partido fundado hace años por un obrero oscuro, por un tipógrafo, con otros hombres previdentes y abnegados del proletariado. El Partido Socialista español ha hecho solo y exiguo muchas largas jornadas antes de atraer a sus rangos a los magnates de la inteligencia. Marañón y sus colegas se dan cuenta de que sería absurda por su parte la tentativa de crear un partido nuevo. Los partidos no nacen de un conciliábulo académico. El diagnóstico de la situación política española a que han llegado esos médicos insignes es bastante sagaz para comprenderlo.

La ley marcial en Haití
No se han modificado los métodos de Estados Unidos en la América colonial. No pueden modificarse. La violencia no es empleada en los países sometidos a la administración yanqui por causas accidentales. Tres hechos señalan en el último lustro la acentuación de la tendencia marcial de la política norte-americana en esos países; la intervención contra la huelga de Panamá, la ocupación y la campaña de Nicaragua y la reciente declaratoria del estado de sitio en Haití. La retórica de buena voluntad es impotente ante estos hechos.
En Haití, como en los otros países, la ocupación militar está amparada por un grupo de haitianos investidos por la fuerza imperialista de la representación legal de la mayoría. Los enemigos de la libertad de Haití, los traidores de su independencia, son sin duda los que más repugnan el sentimiento libreamericano.
Hispano-América tiene ya larga experiencia de estas cosas. Empieza a comprender que lo que la salvará no son las admoniciones al imperialismo yanqui, sino una obra lenta y sistemática de defensa, realizada con firmeza y dignidad, en la que tendrá de su lado las fuerzas nuevas de los Estados Unidos.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Carta a Mario Nerval, 11/12/1929

Lima, 11 de diciembre de 1929
Estimado amigo y compañero Mario Nerval:
No he tenido acuse de recibo de Ud. de mi última de hace varias semanas, contestando a una carta suya. Pero si no le he escrito no ha sido por esto sino por mis extraordinarias ocupaciones y porque M. lo ha mantenido al corriente de los sucesos.
Le lleva estas líneas Federico Sal y Rosas, amigo y colaborador de Amauta en Huarás, que ha sufrido prisión de varios días, con otros compañeros de esa localidad, a raíz de la última movilización policial contra nosotros. Como de ésta puede ocurrir que no tenga Ud. noticia exacta, le adjunto copia de una carta que escribí a un amigo el 22 del pasado.
Todos los presos, según mis noticias, están en libertad. Ignoro solamente la condición de un compañero de Chepén. El bluff no ha prosperado; pero es seguro que se prepara el aprovechamiento de sus elementos en una próxima oportunidad.
No hace falta agregar que Amauta, mientras yo esté aquí, seguirá saliendo. Su prestigio internacional, por otra parte, la defiende. Pero se trata de sofocarla aterrorizando a sus propagadores y simpatizantes. A la clausura sensacional, se prefiere el estrangulamiento silencioso.
Sal y Rosas trabajaba por la constitución en Huarás de un centro de estudios sociales. No se le puede acusar de otra cosa. Pero estar en correspondencia conmigo es suficiente para perseguir o molestar a una persona. Muchas veces las cartas, inocentes siempre enviadas a mi dirección, no me llegan; pero van a revelar a la policía a las personas de que puedo servirme para la “ejecución de mis designios”. Esto ha ocurrido por ejemplo con el señor Alejandro Destre Sierra de Huarás, acusado de haberme escrito, a pesar de que nunca he recibido de él una línea.
Ya le escribiré más detalladamente para que entere Ud. de las cosas a los amigos.
Cordialmente lo abraza, reclamando sus noticias, su afmo. amigo y compañero.
José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Francia y Alemania. Estilo fascista

Francia y Alemania
Aunque cuatro millones de electores han votado en Alemania por los nacionalistas y contra el plan Young, las distancias que separaban a los dos adversarios de 1870 y de 1914 se muestran cada día más acortadas. El trabajo de las minorías de buena voluntad por una duradera inteligencia recíproca, prosigue alacre y tesonero. Si algo se interpone entre Alemania y Francia es el sentimiento político reaccionario que en Alemania inspira el plebiscito nacionalista y en Francia dicta a Tardieu la resolución de demorar la evacuación de las zonas ocupadas.
Es probable que este plebiscito sea la postrera gran movilización del partido nacionalista. Las últimas elecciones municipales de Berlín han acusado un retroceso de los nacionalistas en el electorado de la capital alemana. Los fascistas, partido de extrema derecha, ha ganado una parte de estos votos; pero el escrutinio, en general, se ha inclinado a izquierda. Los comunistas han ganado -con asombro probablemente de los asmáticos augures de su liquidación definitiva- un número de asientos que los coloca en segundo lugar en el Municipio de Berlín. I los socialistas han conservado el primer puesto.
Los libros de guerra, cuyo éxito es para algunos críticos una consecuencia del actual período de estabilización capitalista, -no son el único signo de que Alemania revisa profundamente sus conceptos. El libro de Remarque, de un pacifismo entonado a los sentimientos de la clientela de Ulsstein, no está exento de nacionalismo y de resentimiento. El autor satisface el más íntimo amor propio nacional, recalcando la superioridad material de los aliados. En los últimos capítulos de “Sin Novedad en el Frente”, se nota cierta intención apologética al trazar el cuadro de la resistencia alemana. Una Alemania heroica vencida por la fatalidad, no es ciertamente una de las más vagas imágenes que proyecta el libro en la consciencia del lector.
[Fuera de la política, en los dominios de la literatura y el arte, se acentúa en Alemania el interés por conocer y comprender las cosas y el alma francesas] y en Francia la atención por el pensamiento y la literatura alemanas. “La Revue Nouvelle” anuncia un número especialmente dedicado al romanticismo alemán. “Europe”, una de las primeras entre las revistas de París en incorporar en su equipo internacional colaboradores alemanes, persevera en su esfuerzo por el entendimiento de las minorías intelectuales de ambos pueblos.
En el número de octubre de esta revista, leo un artículo de Jean Guehenno sobre el libro en que el profesor de la Universidad de Berlín, Eduardo Wechssler confronta y estudia a los dos pueblos. Guehenno no encuentra al profesor Wechssler más emancipado de prevenciones nacionalistas que al malogrado Jacques Riviere en una tentativa análoga sobre Alemania. Guehenno resume así la definición del francés y del alemán por Wechssler:
“El francés es un hombre de sensación, susceptible, impresionable, excitado, tentado por los Paraísos artificiales, sin gusto por la naturaleza y que, si no la domina, desconfía de ella, la desprecia, la odia. Si ama a los animales, ama a los que lo son menos: los gatos, no a los perros. Carece de amor por los niños, Tiene el horror de lo indefinido. Es eminentemente social y sociable, Es cortesano, burgués hombre honrado, galante. El fin que persigue es la alegría de vivir. No teme a nada tanto como el aburrimiento. Posee todos los talentos, pero no posee más que talentos. Lo atormenta sin cesar el espíritu de conquista. Se daría al diablo con tal de que se le distinga. Ambicioso, glorioso, impone a las cosas su marca. Sabe componer, elegir. Se quiere libre. La coacción, venga de donde venga, lo irrita y desarrolla en él el fanatismo y el resentimiento. Es razón, inteligencia, espíritu; capaz de duda y de ironía. Su regla es el principio de identidad y el mundo de sus pensamientos, un mundo de claridad”.
“El Alemán es “profundo”, “expresionista”, preocupado siempre de captar al todo más que la parte. No se confía a las impresiones de un momento, sino espera todo de una lenta preparación de las cosas. Ama la naturaleza, se abandona a ella como a la creación de Dios. Ama a los animales -su amor por ellos es una herencia de la vieja sangre germánica- y a los niños. Tiene el sentido del infinito. Se baña en él son delicia. Su alma es un espejo del mundo. Es grave, adherido al pasado, naturalmente atento, pesado. El pedantismo es para él el escollo. Aplicado y trabajados, se confía al porvenir. Es entusiasta, benévolo, longánimo y paciente. Se remite a la intuición. Un sentimiento profundo de la unidad le permite acordar los contrarios. El mundo de sus pensamientos no es jamás un mundo cerrado. Las palabras que emplea están rodeadas como de un halo o un margen. Un Alemán habla porque piensa, decía Jacob Crimm, y sabe que ningún lenguaje igualará jamás las potencias del alma”.
Muchos de estos rasgos son exactos. Pero el profesor alemán idealiza ostensiblemente a su pueblo. Describe al alemán, como se describiría a si mismo. Guehenno no está seguro de que este sea un medio eficaz de reconciliación franco-alemana. Pero el punto que le interesa sustancialmente es el que alude el título de sus meditaciones: “Cultura europea y desnacionalización”. Gide ha escrito que “es un profundo error creer que se trabaja por la cultura europea con obras desnacionalizadas”. Guehenno no conviene con Gide en este juicio porque avanzamos “hacia un tiempo en que una gran obra de inspiración nacional será prácticamente imposible”. Pero este es ya otro debate y, en estos apuntes, no quiere preferirme sino al recíproco esfuerzo de franceses y alemanes por comprenderse.

Estilo fascista
André Tardieu ha hecho una declaración de neto estilo fascista al anunciar su confianza de permanecer en el gobierno al menos cinco años. Es el tiempo que necesita para actuar su programa y espera que, por esta sola razón, contará por ese plazo con mayoría en el congreso.
No es este el lenguaje del parlamentarismo, sobre todo en un país como Francia de tan inestables mayorías. Ha habido ministerios de larga duración; ha habido políticos como Briand que no se han despedido nunca del palacio de la presidencia del consejo sin la seguridad del regreso. Pero no se ha usado hasta hoy en Francia estos anuncios de la certidumbre y la voluntad de conservar el poder por cinco años. Todos estos ademanes pertenecen al repertorio fascista. Claro que la megalomanía de Mussolini no puede fijar a su régimen el plazo modesto de un quinquenio. Mussolini prefiere no señalarse límites o afirmar que el fascismo representa un nuevo Estado. Pero por algo se comienza. Tardieu tiene que representar la transacción entre el género fascista y el género parlamentario.
¿Cómo hará Tardieu para quedarse en el poder cinco años? Es evidente que desde hace algún tiempo, -desde antes de reemplazar a Briand en la presidencia del consejo- prepara sus elecciones. La disolución de la cámara será, probablemente, la medida a que apelará. En vísperas de las elecciones de 1924, decía que los que discernía en el país era la voluntad clara de ser gobernado y agregaba que "la dictadura es inútil con un parlamento que funciona, con un gobierno que es jefe de su mayoría Tardieu no puede creer que este parlamento y esta mayoría existan. Su esfuerzo tiene que tender a formarlos. Los medios son los que ensaya y perfecciona desde hacer algún tiempo como ministro del interior.
José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Carta a Samuel Glusberg, 29/11/1929

Lima, 29 de noviembre de 1929
Querido Samuel Glusberg
He recuperado anteayer, con mi correspondencia y papeles, su carta del 1º de noviembre, a la que contesté hace una semana, informándolo de las violencias usadas contra mí y otras personas.
Esto, por fortuna, no ha perjudicado mínimamente a la organización de las conferencias de Waldo Frank, por la diligencia conque Sánchez continuó las gestiones aun durante mi clausura. Le adjunto una información de La Prensa de hoy que le enterará, en línea general, de estas gestiones. Tenemos el mejor teatro de Lima —Municipal, antes Forero— por seis días. Es probable que, además, una sociedad de señoras, Entre Nous, solicite una conferencia especial, pagándola naturalmente. La Facultad de Letras recibirá a Frank solemnemente y lo investirá, según me anuncian, de las insignias de doctor honoris causa. —Frank, por supuesto, no le dará mucha importancia a estos honores universitarios. La Universidad ha debido invitarle. Pero mejor quizás que lo presente a Lima un grupo libre de escritores y artistas en el que se cuentan, por lo demás, los mejores hombres del claustro.
De la Institución Hispano-Cubana de Cultura de Habana han pedido a Frank tres conferencias. Yo le he trasmitido enseguida esta invitación a La Paz y él me ha contestado indicándome sus condiciones. A Santiago le había dirigido un cable de salutación que, según me avisa la oficina cablegráfica de Lima, no lo alcanzó ya en esa ciudad.
En Lima lo esperamos el domingo en el avión de Fawcet que sale de Arequipa ese mismo día.— Haremos lo posible porque Frank no quede descontento en Lima.
Sobre los últimos sucesos tengo poco que agregarle. Se me ha hecho saber que Amauta puede continuar apareciendo. El escándalo causado por las medidas contra mí y los míos y la energía serena conque los obreros han defendido a sus presos, han impuesto una rápida rectificación. No se ha publicado nada, no se ha dicho nada; pero ya no habrá elementos para hablar, como de costumbre, de complot comunista. El globo está desinflado sin exhibición.— Creo, sin embargo, que si dispondré de más tiempo y calma para preparar mi viaje a Buenos Aires, ése será siempre mi camino. No me es posible trabajar rodeado de acechanzas. Aunque me cueste un gran esfuerzo vencer el temor a la idea de que abandono el campo por fatiga o por fracaso, no puedo llegar a un extremo límite de sacrificio físico y mucho menos imponerlo a los míos. ¿Qué me aconseja Ud.?
Le hemos expedido 7 Ensayos —no cinco sino diez ejemplares— Poesías de Eguren, etc. ¿Recibió el ejemplar dedicado a Ud. por Eguren?
En espera de sus noticias, lo abraza su devotísimo amigo y compañero
José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Elogio de "El cemento" y del realismo proletario

[La celebración del 12° aniversario de la revolución rusa, ha exitado, en revistas y cenáculos, el debate sobre la literatura soviética, suscitando tesis y conjeturas diversas. Aquí mismo,] He escuchado reiteradamente la opinión de que la lectura de “El cemento” de Fedor Gladkov no es edificante ni alentadora para los que, fuera todavía de los rangos revolucionarios busquen en esa novela la imagen de la revolución proletaria. Las peripecias espirituales, los conflictos morales que la novela de Gladkov describe no serías, según esta opinión, aptas para alimentar las ilusiones de las almas hesitantes y miríficas que sueñan con una revolución de agua de rosas. Los residuos de una educación eclesiástica y familiar, basada en los beatísimos e inefables mitos del reino de los cielos y de la tierra prometida, se agitan mucho más de lo que estos camaradas puedes imaginarse, en la subconsciencia de su juicio.
En primer lugar, hay que advertir que “El Cemento” no es una obra de propaganda. Es una novela realista, en la que Gladkov no se ha propuesto absolutamente la seducción de los que esperan, cerca o lejos de Rusia, que la revolución muestre su faz más risueña, para decidirse a seguirla. El pseudo-realismo burgués -Zola incluido- había habituado a sus lectores a cierta idealización de los personajes representativos del bien y la virtud. En el fondo, el realismo burgués, en la literatura, no había renunciado al espíritu del romanticismo, contra el cual parecía reaccionar irreconciliable y antagónico. Su innovación era una innovación de procedimiento, de decorado, de indumentaria. La burguesía que en la historia, en la filosofía, en la política, se había negado a ser realista, aferrada a su costumbre y a su principio de idealizar o disfrazar sus móviles, no podía ser realista en la literatura. El verdadero realismo llega con la revolución proletaria, aunque en el lenguaje de la crítica literaria, el término “realismo” y la categoría artística que designa, están tan desacreditados, que se siente la perentoria necesidad de oponerle los términos de “suprarrealismo” “infrarrealismo”, etc. El rechazo del marxismo, parecido en su origen y proceso, al rechazo del freudismo, como lo observa Max Eastman en su “Más allá del Marxismo” tan equivocado a otros respectos, es en la burguesía una actitud lógica, -e instintiva,- que no consciente a la literatura burguesa liberarse de su tendencia a la idealización de los personajes, los conflictos y los desenlaces. El folletín, en la literatura y en el cinema, obedece a esta tendencia que pugna por mantener en la pequeña burguesía y el proletariado la esperanza en una dicha final ganada en la resignación más bien que en la lucha. El cinema yanqui ha llevado a su más extrema y poderosa industrialización esta optimista y rosada pedagogía de pequeños burgueses. Pero la concepción materialista de la historia, tenía que causar en la literatura el abandono y el repudio de estas miserables recetas. La literatura proletaria tiene naturalmente al realismo, como la política, la historiografía y la filosofía socialistas.
“El Cemento” pertenece a esa nueva literatura, que en Rusia tiene precursores desde Tolstoy y Gorki. Gladkov no se habría emancipado del más mesocrático gusto de folletín si al trazar este robusto cuadro de la revolución, se hubiera preocupado de suavizar sus colores y sus líneas por razones de propaganda e idealización. La verdad y la fuerza de su novela,- verdad y fuerza artísticas, estéticas y humanas,- residen, precisamente, en su severo esfuerzo por crear una expresión del heroísmo revolucionario -de lo que Sorel llamaría “lo sublime proletario”- sin omitir ninguno de los fracasos, de las desilusiones, de los desgarramientos espirituales sobre los que ese heroísmo prevalece. La revolución no es una idílica apoteosis de ángeles del Renacimiento, sino la tremenda y dolorosa batalla de una clase por crear un orden nuevo. Ninguna revolución no es una idílica apoteosis de ángeles del Renacimiento, sino la tremenda y dolorosa batalla de una clase por crear un orden nuevo. Ninguna revolución ni la del cristianismo, ni la de la reforma, ni la de la burguesía, se ha cumplido sin tragedia. La revolución socialista, que mueve a los hombres al combate sin promesas ultraterrenas, que solicita de ellos una extrema e incondicional entrega, no puede ser una excepción en esta inexorable ley de la historia. No se ha inventado aún la revolución anestésica, paradisiaca, y es indispensable afirmar que el hombre no alcanzará nunca a la cima de su nueva creación, sino a través de un esfuerzo difícil y penoso en el que el dolor y la alegría se igualarán en intensidad. Glieb el obrero de “El Cemento”, no sería el héroe que es, si su destino le ahorrase algún sacrificio. El héroe llega siempre ensangrentado y desgarrado a su meta: solo a este precio alcanza la plenitud de su heroísmo. La revolución tenía que poner a extrema prueba el alma, los sentidos, los instintos de Glieb. No podía guardarle, asegurado contra toda tempestad, en un remanso dulce, su mujer, su hogar, su hija, su lecho, su ropa limpia. Y Dacha, para ser la Dacha que en “El Cemento” conocemos, debía a su vez vencer las más terribles pruebas. La revolución al apoderarse de ella total e implacablemente, no podía hacer de Dacha sino una dura y fuerte militante. Y en este proceso, tenía que sucumbir la esposa, la madre, el ama de casa, todo, absolutamente todo, tenía que ser sacrificado a la revolución. Es absurdo, es infantil, que se quiera una heroína como Dacha, humana, muy humana, pero antes de hacerle justicia como revolucionaria, se le exija un certificado de fidelidad conyugal. Dacha, bajo el rigor de la guerra civil, conoce todas las latitudes del peligro, todos los grados de la angustia. Ve flagelados, torturados, fusilados, a sus camaradas; ella misma no escapa a la muerte sino por azar; en dos oportunidades asiste a los preparativos de su ejecución. En la tensión de esta lucha, librada mientras su Glieb combate lejos, Dacha está fuera de todo código de moral sexual, no es sino una militante y solo debe responder de sus actos de tal. Su amor extra-conyugal carece de voluptuosidad pecadora. Dacha ama fugaz y tristemente al soldado de su causa que parte a la batalla, que quizás no regresará más, que necesita esta caricia de la compañera como un viático de alegría y placer en su desierta y gélida jornada. A Badyn, el varón a quien todas se rinden, que la desea como a ninguna, le resiste siempre. Y cuando se le entrega, -después de una jornada en que los dos han estado a punto de perecer en manos de los cosacos, cumpliendo una riesgosa comisión, y Dacha ha tenido al cuello una soga asesina, pendiente ya de un árbol de camino, y ha sentido el espasmo del estrangulamiento, - es porque a los dos la vida y la muerte los ha unido por un instante más fuerte que ellos mismos.

José Carlos Mariátegui La Chira

Carta a Waldo Frank, 7/11/1929

Lima, 7 de noviembre de 1929
Señor Waldo Frank.
Buenos Aires
Muy admirado amigo:
Desde que conocimos los primeros fragmentos de su obra, los intelectuales y artistas del Perú la seguimos con toda estimación y simpatía. Sabíamos que de la América del Norte, cuya más sugestiva interpretación nos ofreció un libro de Ud., su indagación de redescubridor lo llevaría a la América Latina. España Virgen era, después de Nuestra América, la jornada inicial de este viaje.
Su presencia en Buenos Aires, donde queremos que reciba Ud. nuestro fraternal saludo, es una promesa para todos los pueblos sudamericanos. Ambicionamos para el Perú el honor de que sea una de las próximas estaciones de su itinerario. No ignoramos su interés en conocer la tierra y la cultura peruanas. Y si nuestra invitación puede servir para que anticipe Ud. su visita a nuestro país, no debemos demorarla.
Sin compromiso de institución ni de tendencia, suscriben esta invitación catedráticos, escritores, poetas, pintores, y escultores que lo admiran y lo quieren.
Venga Ud. al Perú a decirnos de viva voz su mensaje. En Lima, en el Cuzco, en Arequipa, en todas las ciudades del Perú que Ud. visite, será acogido con amistad y devoción.
Confirmamos el cablegrama que a nombre nuestro le envían en la fecha veinte de nosotros, designados para suscribirlo.
Esperando su respuesta, lo saludamos cordialmente, congratulándolo por la magnífica acogida de Buenos Aires.

José Carlos Mariátegui La Chira

Sin novedad en el frente, por Erich María Remarque

La novela de guerra es la fruta de estación de la literatura alemana. No es solo el libro de Erich María Remarque, con sus varias centenas de miles de ejemplares, el que ha llevado a la literatura de Alemania el tema del frente; ni es sólo el libro de Ernest Glaesser el que ha enfocado últimamente, en esa literatura, el cuadro del retrofrente, el drama de los que sufrieron la guerra en la ciudad y el campo, lejos de las trincheras. La novela de guerra se presenta en Alemania en completo y variado equipo. A cierta distancia de la obra de Zweig ha aparecido “Sin Novedad en el Frente” de Erich María Remarque, “Los que teníamos Doce Años” (“Jahrgang 1902”) de Ernst Glaesser, “Guerra” de Ludwing Renn y “Ghinster” de autor anónimo. Zweig explicaba en una interview del “berliner Tageblatt”, el retraso con que llegaba su propio libro, con estas palabras: “Los alemanes tienen necesidad de más distancia y objetividad”. Otro autor prefiere reconocer en la actual boga de los libros de guerra en Alemania, una consecuencia de la estabilización capitalista, mientras un tercero la entiende como el anuncio de una nueva marea romántica y revolucionaria. Lo cierto es que ni Zweig ni Remarque han inaugurado en alemán esta literatura. Hace dos años, en 1917, como lo ha recordado Henri Barbusse, se publicaba el hondo relato del austriaco Andreas Latzko “Los hombres en guerra”. Barbusse reivindica justicieramente el valor de este libro, salido a la luz en plena tormenta, cuando la crítica tenía que descartarlo de su comentario. I como novela de la guerra en lo que en algunos países se ha llamado “el frente interno”, a esta reivindicación hay que agregar la de “El hombre es bueno” de Leonhardt Frank, otro austriaco. Pero Latzko y Frank, con sus patéticos y magníficos testimonios, desafiaron demasiado pronto los sentimientos de un público, educado en el respeto de los comunicados del cuartel general. A Alemania vencida le era menos fácil que a Francia victoriosa aceptar una versión verídica de la guerra en las trincheras. Ahora, las cosas han cambiado. Un libro de guerra bajo el signo de Locarno, en tiempos en que es lícito dar rienda suelta al pacifismo literario, siempre que no extrañe una condenación explícita del orden capitalista, se convierte en un buen filón editorial. La protesta de los “cascos de acero” contra una descripción demasiado realista y osada, no puede sino favorecer el tiraje excitando la curiosidad del público, como ha ocurrido en el caso de “Sin novedad en el frente”. Además, en diez o doce años, las imágenes de la guerra se han sedimentado y clasificado en el espíritu de los novelistas alemanes, que se ha impuesto el trabajo de revivir, estilizadas, las escenas del frente. Como los cineastas, estos novelistas están en aptitud de recordar todo lo que, en su acervo de impresiones, en vago o redundante. En esta simplificación cinematográfica de los materiales de su relato reside, quizá, una buena parte del secreto de “Sin novedad en el frente”. Erich María Remarque nos ahorra en su libro las repeticiones. Sus impresiones del frente se encuentran ordenadas, clasificadas, con riguroso sentido de su valor en el relato, -iba a decir en el film,-. Su visión comprende una escena certeramente escogida, de cada aspecto, de cada género de emociones bélicas. A tal punto lo patético y singular de la escena tiene valor en sí mismo, en este libro, que no falta quien desconfío de la unidad y de la individualidad estrictas de la experiencia de que “Sin novedad en el frente” extrae sus elementos. Un combatiente, que está escribiendo también sus memorias del frente, nota en el relato de Remarque algunas incoherencias. Me afirma que un hombre que da algunos pasos convulsos después que le han rebanado la cabeza es una pura fantasía literaria. El hombre a quien se corta la cabeza cae instantáneamente. El golpe violento y rápido, lo derriba.
Pero, aún admitiendo la intervención del artificio literario, no se pasa por las páginas del libro de Remarque, sin el estremecimiento que sentimos solo al tocar un grado conspicuo de verdad y de belleza. La descripción sobria, precisa, directa, de algunas escenas está tan admirablemente lograda, como es dable únicamente a un verdadero artista. La escena del comentario, la de los caballos ametrallados, entre otras, tienen la fuerza de las grandes expresiones trágicas. Remarque ha sido las notas más patéticas de la agonía del combatiente. Desde la existencia reducida a sus más simples términos de animalidad trófica, hasta la nostalgia del campesino a quien la contemplación de unas flores de cerezo incita locamente a la fuga, a la deserción, esto es a la muerte, todo está escrupulosa y potentemente observado en “Sin novedad en el frente”. Y hay en este libro pasajes transidos de piedad, de compasión, que nos comunican con lo más acendrado y humano de la emoción del combatiente. Por ejemplo, el ya citado en que los soldados asisten desesperados al sufrimiento y a la agonía de los caballos, bajo el fuego de las granadas, y en que uno dice: “Es la más horrenda infamia que los animales tengan que venir a la guerra”. Y más adelante, aquel cuadro triste de los prisioneros rusos, grandes y mansos campesinos, miserables, piojosos, famélicos, barbudos, diezmados por el hambre y la enfermedad, “¿Quién no ve ante esos pobres prisioneros, silenciosos, de cara infantil, de barbas apostólicas, que un sub-oficial para un quinto y un profesor para un alumno son peores enemigos que los rusos para nosotros? Y, sin embargo, si de nuevo estuviesen libres, dispararíamos contra ellos y ellos contra nosotros”. Y la escena del remordimiento por la muerte del soldado enemigo a quien por instinto de conservación se ha apuñalado en el fondo de un agujero en el que los dos buscaban refugio. “Ahora comprendo que eres un hombre como yo. Pensé entonces en tus granadas de mano, en tu bayoneta, en tu fusil... Ahora veo a tu mujer, veo tu casa, veo lo que tenemos de común. Perdóname camarada, Siempre vemos esto demasiado tarde. Porque no nos repiten siempre que vosotros seis unos desdichados como nosotros, que vuestras madres viven en la misma angustia que las nuestras; que tenemos el mismo miedo a morir, la misma suerte, el mismo dolor...”.
En la breve presentación de este libro, Erich María Remarque dice que “no pretende ser ni una acusación ni una confesión, solo intenta informar sobre una generación destruida por la guerra, totalmente destruida, aunque se salvase de las granadas”. El espíritu de una generación aniquilada, deshecha, habla por boca de Remarque, quien ya en el frente sentía terminados a los hombres de 18 a 20 años, lanzados con él a las trincheras. “Abandonados como niños, expertos como viejos; brutos, melancólicos, superficiales... Creo que estamos perdidos”. No faltan en el libro frases de acusación, más aún de condenación. He aquí algunas del angustiado monólogo del combatiente en el hospital, donde, como él dice, “Se ve al desnudo la guerra”, más horrible acaso que en el frente: “Tengo veinte años, pero solo conozco de la vida la desesperación, la muerte, el miedo, un enlace de la más estúpida superficialidad con un abismo de dolores. Veo que azuzan pueblos contra pueblos; ve que estos se matan en silencio, ignorantes, neciamente, sumisos, inocentes... veo que las mentes más ilustres del orbe inventan armas y fases para que esto se refine y dure más. Y conmigo ve esto todos los hombres de mi edad, aquí y allá, en todo el mundo; conmigo vive esto mismo toda mi generación”.
Pero estas mismas palabras indican que si Remarque se exime de un juicio sobre la guerra misma, de una condena del orden que la engendra, no es por atenerse a una rigurosa objetividad artística. En más de un momento, al relato se mezclan en este libro la disgresión, el comentario. Remarque apunta: “Los fabricantes de Alemania se han hecho ricos, pero a nosotros nos quebranta los intestinos la disentería”. Mas se detiene aquí. Y por esto, con el pretexto fariseo de un tributo a su objetividad, le sonríe reconocida la misma crítica que en Francia y en todas partes no perdona a Barbusse el llamamiento revolucionario de “El Fuego”.
El testimonio de Erich María Remarque es el de una generación vencida, resignada, indiferente, sin fe, sin esperanza. El de Barbusse, escrito cuando llameaba aún la guerra en las trincheras, cuando la censura y los tribunales militares perseguían toda expresión distinta de los comunicados generales, que inventaron la lacónica mentira de “Sin novedad en el frente” es el testimonio de una generación que se du desesperada experiencia, de su terrible agonía; extrajo su razón y su voluntad de combatir por la construcción de un orden nuevo.

José Carlos Mariátegui La Chira

Carta a Luis Alberto Sánchez, 20/10/1929

Lima, 20 de octubre de 1929
Querido Luis Alberto:
El plan de Ud. para obtener la venida de Frank me parece bien y yo haré todo lo posible por contribuir a su actuación. Respecto al aporte de la colonia judía, hablaré con Adler. El único inconveniente que puede presentarse es el de que, según entiendo, los judíos, como colectividad, no tienen en Lima una caja ni un organismo que atienda, sin demora, al desembolso. Habría en este caso, el más probable, que recurrir a las cuotas, reembolsables con el producto de las conferencias, que cubriría seguramente todos los gastos, y para las que sí podría contarse con la activa cooperación de los judíos —por mayor suma ciertamente. Redacte y haga circular el documento respectivo, para no perder tiempo. En la invitación podemos incluir a una o dos personas a quienes se exima de la cuota —Eguren, por ejemplo—; pero todos los demás firmantes deben concurrir a la reunión de los fondos. La cuota de Lp. 1 a 5 permitirá que todos cooperen a la constitución del fondo colectivo, según sus posibilidades.
Le envío el libro de Eguren.
Espero tener el placer de verle en cuanto se restablezca.
Suyo afmo.
José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La crisis dinástica rumana. El 3er. Congreso Internacional de la Reforma Sexual

La crisis dinástica rumana
Cuando Maniu, líder de una gran agitación popular, asumió el poder en Rumania como jefe del gabinete, muchas voces expectantes le pidieron, desde todas las latitudes de la democracia, que arrancara con mano firme las raíces de la feudalidad contra la cual insurgía su pueblo. Pero Maniu, como la gran mayoría de los jefes de pequeña burguesía, no es un político dispuesto [a] llevar a sus últimas consecuencias su programa. Entre barrer definitivamente la monarquía y gobernar como su cancillar, juzgó más discreto este último partido. Hoy, la dinastía, que llegara a un grado tan estrecho y patente de mancomunidad con la política reaccionaria de los Bratianu, se siente bastante fuerte para intentar la ofensiva contra el gobierno de Maniu. El nombramiento de un nuevo miembro del Consejo de la Regencia ha provocado un conflicto entre la dinastía y el gobierno, que plantea pese a la voluntad de Maniu, la cuestión monárquica. La reina María, según los cablegramas, se muestra combativa. Ella y su corte sueñan, seguramente, con la restauración de un regimen policial como el sedicentemente policial de los Bratianu, que les devuelva todos sus fueros. Las aspiraciones populares reconocen como su más irreconciliable adversario el poder aristocrático.
También según el cable, Maniu ha hecho protestas de lealtad al orden monárquico. Pero él mismo lo sabe, probablemente, hasta qué punto los acontecimientos le permitirán ser fiel a ese empeño. Toda la política de Rumania, de los años de post-guerra, se reduce en último análisis a la afirmación de los derechos y sentimientos populares contra los privilegios de la aristocracia. El pueblo no tiennde a otra cosa que a la liquidación de la feudalidad. Y este es un resultado de que la política de los partidos y estadistas monárquicos se muestra impotente de obtener. La reforma agraria no ha resuelto la cuestión social rumana. Pero ha fortalecido social y políticamente al campesinado, a cuya fuerza, enérgicamente rebelada contra la dictatura de Bratianu, tan cara a la reina María, debe Maniu la jefatura del gobierno.

El 3er. Congreso Internacional de la Reforma Sexual
Nunca se debatió, con la libertad y la extensión que hoy la cuestión sexual. El imperio de los tabús religiosos reservó esta cuestión a la casuística eclesiástica hasta mucho después del Medio Evo. La sociología restituyó, en la edad moderna, al régimen sexual la atención de la ciencia y de la política. Se ha cumplido, en el curso del siglo pasado, algo así como un proceso de laicización de lo sexual, Engels, entre los grandes teóricos del socialismo, se distinguió por la convicción de que hay que buscar en el orden sexual la explicación de una serie de fenómenos históricos y sociales. I Marx extrajo importantes conclusiones de la observación de las consecuencias de la economía industrial y capitalista en las relaciones familiares. Se sabe la importancia que para Sorel, continuador de Proudhon en este y otros aspectos, tenía este factor. Sorel se asombraba de la insensibilidad y gazmoñería con que negligían su apreciación estadistas y filósofos que se proponían arreglar: desde su nacimiento, la organización social. En la preocupación de la literatura y del arte por el tema del amor, veía un signo de sensibilidad y no de frivolidad como se inclinaban probablemente a sentenciar graves doctores.
Pero la universalización del debate de la cuestión sexual es de nuestros días. A mediados de setiembre se ha celebrado en Londres el 3er. Congreso Internacional de la reforma sexual, en el que se han discutido tesis de Bernard Shaw, Bertrand Russel, Alexandra Kollontay y otros intelectuales conspicuos. Este congreso ha sido convocado por la “Liga Mundial para la reforma sexual”, fundada en el segundo congreso, en Copenhague en julio del año último. En el segundo congreso se consideraron las cuestiones siguientes: reforma del matrimonio; situación de la mujer en la sociedad; control de los nacimientos; derecho de los solteros; libertad de las relaciones sexuales; eugenesia; lucha contra la prostitución y las enfermedades venéreas; las aberraciones del deseo; establecimiento de un código de leyes sexuales; necesidad de la educación sexual. En el tercer congreso, se ha discutido ponencias sobre sexualidad y censura, la educación sexual, la adolescencia, la reforma de la unión marital, el aborto en la URSS, etc.
No habrá dentro de poco país civilizado donde no se estudie y siga estos trabajos por grupos, en los que será siempre indispensable y esencial la presencia de la mujer. Los estadistas, los sociólogos, los reformadores del mundo entero se dan cuenta hoy de que el destino de un pueblo depende, en gran parte, de su educación sexual. Alfred Fabre Luce acaba de publicar un libro “Pour une politique sexuelle”, que en verdad no propugna una idea absolutamente nueva en esta época de la URSS y de la Liga Mundial por la reforma sexual. El Estado soviético tiene una política sexual, como tiene una política pedagógica, una política económica, etc. I los otros Estados modernos, aunque menos declarada y definida, la tiene también. El Estado fascista, imponiendo un impuesto al celibato y abriendo campaña por el aumento de la natalidad, no hace otra cosa que intervenir en el dominio antes privado o confesional, de las relaciones sexuales. Francia, protegiendo a la madre soltera y situándose así en un terreno de realismo social y herejía religiosa, hace mucho tiempo que había sentido la necesidad de esta política.
No se estudia, en nuestro tiempo, la vida de una sociedad, sin averiguar y analizar su base: la organización de la familia, la situación de la mujer. Este es el aspecto de la Rusia soviética que más interesa a los hombres de ciencia y de letras que visitan ese país. Sobre él se discurre, con prolija observación, en todas las impresiones de viaje de la URSS. Singularmente sagaces son las páginas escritas al respecto por Teodoro Dreisser y Luc Durtain.
I la actitud ante la cuestión sexual es en sí, generalmente, una actitud política. Como lo observará inteligentemente hace ya algunos años nuestro compatriota César Falcón, Marañón, desde que condenara el donjuanismo, había votado ya contra Primo de Rivera y su régimen.

José Carlos Mariátegui La Chira

Leon Bazalgette

“Europe” consagra uno de sus últimos números a León Bazalgette, muerto hace siete meses. Homenaje justiciero a la memoria de su admirable redactor en jefe y generoso animador. Ya “Monde”, cuyo comité director formaba también parte Bazalgette, lo había iniciado en tres números en que despidieron al biógrafo de Henry Thoreau, al traductor de Walt Withman, las voces fraternas de Barbusse, de Jean Richard Bloch, de Jean Guehenno, de René Arcos, de Georges Duhamel, de Franz Masereel, de Miguel de Unamuno. Varios de estos escritores y artistas participan en el homenaje de “Europe” que preside Romaind Rolland. En este homenaje están presentes cuatro norte-americanos: Waldo Frank, Max Eastman, John dos Pasos, Sherwood Anderson. Presencia que no se explica solo por el carácter internacional de “Europe”, revista más internacional que europea, como su nombre quiere significarlo. La más pura y moderna literatura norte-americana tiene especiales razones de reconocimiento y de devoción a Bazalgette. Pocos franceses conocían y amaban esa literatura como este magro y fervoroso puritano de París. Bazalgette reveló a Francia Walt Withman y Henry Thoreau. Como director de la magnífica y selecta colección de prosadores extranjeros de Rieder, contribuyó a la divulgación de algunos de los mejores valores de la literatura yanqui: Sherwood Anderson, Carl Sandburg, Waldo Frank, John Dos Pasos. Si Walt Withman, a través de los unanimistas, ha influido en un sector de la poesía francesa, el mérito toca en parte a Bazalgette que puso su arte escrupuloso y severo de artesano medioeval y su gusto perfecto de crítico moderno en el trabajo de verter al francés los versos del gran americano.
Singularmente justas y seguras son estas palabras de Romain Rolland que rinden homenaje a la verdadera Francia tanto como a Bazalgette: “Era uno de los últimos representantes de una gran generación francesa, en quien el desinterés era el pan cotidiano. La especie no ha desaparecido y no desaparecerá jamás aunque la “feria en la plaza” de hoy, en la cual participan los más ilustres de nuestros jóvenes, haga ostentación de apetitos que nos escandalizan menos de lo que no hacen sonreír. (¡Se contentan de poco!). Bajo la eterna agitación de esta carrera tras la fortuna, la verdadera Francia continúa su labor eterna, silenciosa, pobre, proba, serena. Así fue ayer, así será mañana”. Stefan Sweig dice que “el alma misma de Walt Withman ha revivido en Bazalgette”. A tal punto juzga maravillosa su obra de traductor. Waldo Frank evoca su admirativa sorpresa al descubrir en Francia un hombre que tan profunda y sagazmente comprendía el espíritu norte-americano. Bazalgette no adquirió este conocimiento de Norte-América en ninguna aventurera, diplomática y reclamística indagación a Paul Morand. “Europa -dice Frank- nos envía analistas, observadores penetrantes; y bien, se les siente siempre huraños al cuadro que traza de la vida americana. Escriben en hombres de ciencia, en caricaturistas, en críticos o en apologistas; pero siempre de fuera. Solo este hombre, que no había venido en persona, llevaba en el fondo de si mismo el soplo, las palpitaciones de una realidad viva”. John dos Pasos elogia en Bazalgette el mismo extraordinario don: “Por Withman y Thoreau, ha conocido -escribe-, una América diversamente vasta y más fundamental que este país de jazz, de rascacielos y de rudos negros tan a la moda en la Francia de nuestros días”. Sherwood Anderson lo estima un cosmopolita.
Le debo una eficaz invitación al conocimiento y a la meditación de Henry Thoreau, a quien empecé a amar en su libro. Le debo mi primer fuerte contacto con la más acendrara y entrañable Norte-América. Sin ser francés, en un tiempo en que la orientación de mi cultura dependía en gran parte de mi suerte en la elección de guías, experimenté su sana influencia. Lo seguí en “Clarté”, en “Europe”, en “Monde”. Y, sin haberlo visto nunca, me lo imaginaba tal como lo describen los que tuvieron la fortuna de ser sus familiares, obstinado, generoso, alacre, paciente heredero y continuador de la más noble tradición francesa.

José Carlos Mariátegui La Chira

Dedicatoria a Luis F. Bustamante, 31/7/1929

Dedicatoria en los Siete Ensayos:
"A Luis F. Bustamante con la amistad y estimación de su affmo compañero.
P.D.- Hace tiempo que te tengo este ejemplar, pero no he estado seguro respecto a su dirección. Parece que los ej. de 'Amauta' enviados a su dirección a París, se han perdido.– Que Rabines le informe sobre nuestro trabajo– La extensa carta que Ud me anunció al margen de su envío no vino nunca. Reclamamos puntos de vista. Gracias por su colaboración. Muy bueno. Persevere. Suyo"
José Carlos Mariátegui
Lima, 31 de julio de 1929

José Carlos Mariátegui La Chira

"Caliban Parle", por Jean Guehenno

He aquí otro libro que da fe de la insuficiencia de todos los vaniloquios del “idealismo” novecentista para descartar de las tareas del pensamiento y la literatura la preocupación de lo temporal y de lo histórico. La inteligencia ha inventado en los últimos años una serie de maneras de eludir o ignorar el problema de la revolución. Ninguna le sirve al intelectual rigurosamente fiel a los deberes del espíritu para discurrir y meditar como si el socialismo y el proletariado no existieran. En esto se reconoce una de las pruebas de la inutilidad de todo intento de restauración del principio de la inteligencia pura o ahistórica.
Jean Guéhenno es un escritor que procede del proletariado y que no reniega de su origen; pero que, en la imposibilidad de encontrar una respuesta a sus interrogaciones en la filosofía clarista del obrero, busca en el arsenal de la más moderna y exigente cultura las razones de una convicción revolucionaria o, por lo menos, no-conformista. “Caliban parle” es una requisitoria contra la hipocresía intelectual y contra los compromisos del pensamiento, cuyos ecos se confunden hoy un poco con los de “Morte de la penseé bourgeoise” de Emmanuel Berl.
Guehenne, humorista, se rebela contra el juego de una compósita legión de intelectuales y artistas que, en el nombre de un refinado novecentismo, querrían sacrificar la humanidad a las humanidades. El crítico y el hombre están demasiado vigilantes y vivos en él. Le es imposible no entender y denunciar el cinismo de este pensamiento de Barrés: “Que los pobres tengan el sentimiento de su impotencia he ahí una condición primaria de la paz social”. El fariseismo del intelectual ante el proletariado, empuja a Guehenno, deferente y atento, pero no por esto menos nauseado, a tomar abiertamente el partido de Calibán. En la clase que lucha por un orden nuevo, están todos los valores morales de la civilización. Al innoble razonamiento de Barrés, opone este juicio ciertamente más filosófico y verdadero: “Le rebelión es la nobleza del pobre”. Guehenno presta estas palabras a Calibán: “En un mundo de egoísmo y de lucro, me ocurre ser la sola potencia desinteresada. Se ha visto a los míos renunciar al éxito, a las sinecuras, a los puestos, fuertes y puros. Algunos que se vendieron fueron pagados a alto precio: obtuvieron los primeros cargos en los Estados. Pero la masa de los Calibanes fue apenas quebrantada por esto. Continúa diciendo no a un mundo en el cual no reconoce la belleza de sus sueños. Y toda nobleza viene a Europa de este movimiento que pone en ella los gestos de la Calibán, las multitudes obreras que, en el instante en que reclaman pan piensan todavía en organizar el mundo”. “Entre la Bolsa de Trabajo y el Instituto, quién sabe, después de todo, dónde se hace el menester más humano? Si los secretarios de sindicatos y sabios de academias consintieran un instante en mirarse, no se despreciarían tanto. Yo los veo a unos aplicados al trabajo de deshacer y desatar, un hilo después de otro, la red que la obstinada fatalidad no cesa de tejer alrededor nuestro, vencer esas leyes de bronce a las que nos somete la pesada economía del mundo. En el más fatal de los siglos, buscan los medios de tornarse amor de las cosas, nuestras duras dominadoras, e intentan, con un maravilloso coraje, restituir al corazón y a la razón la supervigilancia y el control del universo”. “Nuestro verdadero mérito al fin del último siglo habrá sido el organizar la insumisión y la batalla”.
El autor de “Calibán Parle” no se ha formado en esta lucha. A la meditación del sentido moral y humano de las reivindicaciones de las masas, ha llegado por la vía cara a M. Julien Benda, por la vía del “clero”. Su libro de nada está tan distante como de ser el resultado de una crítica de inspiración marxista. Guehenno es un intelectual puro, en el sentido de que no obedece sino a la lógica de su especulación. No proviene de ningún equipo marxista ni de ninguna Casa del Pueblo. Ha hecho su aprendizaje de pensador, meditando a autores tan diversos como Michelet, Taine, Renán, Proudhon, Jaurés, Barrés, Peguy, etc. En el segundo capítulo de su libro, al hablar de la “difícil fidelidad”. Guehenno expone su propio drama. El obrero que se transforma en un intelectual, pierde su fe, su sentimiento de clase. Usando el término de Barrés podría decirse que “de deracine”, se desarraiga. “El espíritu engaña, la belleza seduce, la felicidad descasta. Y yo sentía una suerte de felicidad. Era un blando abandono, animación todavía, pero en la paz; después de meses de tensión apasionada, una embriaguez indulgente. No se lee impunemente los libros. La única luz que me guiaba, antes de que los hubiese leído, no se dejaba ver ya en el juego de sus mil pequeñas flamas. Yo adoraba antes un solo ídolo: los dioses se habían multiplicado. La cultura tiene a veces al principio este efecto de destruir el carácter. Nos hace parecer a esos actores que, a fuerza de ensayar todas las transformaciones, terminan por perder toda personalidad”. Así habla Calibán o mejor, así habla Guehenno después de un largo trato con las ideas. Guehenno ha descubierto el pragmatismo de las ideas, la servidumbre del pensamiento. “La cultura -tal como la conciben los “pedantes autoritarios” con quienes polemiza- no tiene otro objeto que es de hacer jefes y el de justificarlos a la vez. A la ciencia que determinaba lo que debe ser y que descubría mundos más generosos, ellos no le demandan más que legitimar lo que es. Una extraña y monstruosa connivencia asocia la cultura así sofisticada y la autoridad social el saber y la riqueza, y es la característica más eminente de lo que ellos llaman civilización”. No es distinto, fundamentalmente, el lenguaje de los marxistas. Pero lo que confiere especial valor al testimonio de Guehenno es, precisamente, su no marxismo. Todas sus meditaciones, revelan una rigurosa preocupación de no traicionar al Espíritu, de no emplear sino razonamientos de humanista. Las páginas más eficaces de su libro son, acaso, aquellas en que denuncia el bizantinismo y el diletantismo de la Ciencia y del Arte de la decadencia. Guehenno conoce de cerca a esta gente y podría describirnos minuciosamente a cada uno de sus especímenes. ¿Cuál es la imagen más exacta que de ellos nos ofrece? “Me los represento siempre -dice- en una cámara rodeada de espejos. Cada uno mira delante de su innumerable imagen un drama patético, se pone sucesivamente las máscaras del cínico, del epicúreo, del estoico, y declama a veces con florido lenguaje. Viene el aburrimiento y el drama se interrumpe por el tiempo necesario para hacer una nueva provisión de máscaras y de imágenes”. ¿En qué época de la historia, se encuentra a la “inteligencia” y al “espíritu” entregados al mismo juego banal y elegante? La respuesta de Guehenno coincide con la de otros pensadores sagaces: “Graeculi esurientes”. Es así como pequeños griegos hambrientos, que habían tenido la misión de mezclar el espíritu a la pesada masa romana, se cansaron un día. No escucharon más al genio liberador que largo tiempo les había hablado. Tenían hambre y no se preocuparon, para comer y vivir, más que de divertir a sus amos y de fortificar laboriosamente los prejuicios que aseguraban su dominación. El espíritu carecía de coraje y la sabiduría de atención. Entonces hombres innumerables de quienes nunca se hubiera pensado que tenían también un alma destruyeron este mundo fútil. La ciudad que la razón caduca les negaba, se derrumbó. Ellos buscaron en una fe nueva la comunión humana”.
Testimonio de intelectual, requisitoria de humanista, el hermoso libro de Jean Guehenno convida a la más actuales y fecundas reflexiones. Es un enérgico estimulante del juicio histórico, del examen de consciencia de una generación que oscila entre la desesperanza y la traición.

José Carlos Mariátegui La Chira

La economía y Piero Gobetti

Prometí un croquis conciso de las ideas de Piero Gobetti, el original y sustancioso ensayista que, precisamente por su escaso título a la atención siempre oportunista de las gacetas literarias y a la consideración generalmente pedante de las tesis doctorales, quiero señalar entre los más vivos y fecundos valores de la cultura italiana contemporánea. Y justamente porque Piero Gobetti no fue específicamente un economista, me parece oportuno empezar por referirme al peso que en sus juicios morales, políticos, filosóficos, estéticos e históricos tuvo, en último análisis, la economía. Esta sagaz y constante preocupación de lo económico me parece uno de los signos más significativos de la modernidad y del realismo de Gobetti, que la debió, no a una hermética educación marxista, sino a una autónoma y libérrima maduración de su pensamiento. Gobetti llegó al entendimiento de Marx y de la economía, por la vía de un agudo y severo análisis de las premisas históricas de los movimientos ideológicos, políticos y religiosos de la Europa moderna en general y de Italia, en particular. En su juventud, la filosofía griega y oriental, escolástica y moderna, la tradición intelectual italiana de Machiavelli a Vico y de Spaventa a Gentile, la indagación estética, ejercitada con idéntica agilidad en el Museo Británico y en la literatura rusa, lo acaparaban demasiado para que se insinuasen en su especulación y en su crítica los móviles de la interpretación económica de la historia. Pero la más perfecta familiaridad con Parménides y Empédocles, con Heráclito y Aristóteles, con Descartes y Kant, con Hegel y Croce, no estorbó a Piero Gobetti para reconocer la rigurosa justificación de la teoría que busca en el movimiento de la economía el impulso decisivo de las transformaciones políticas e ideológicas. La enseñanza austera de Croce, que en su adhesión a lo concreto, a la historia, concede al estudio de la economía liberal y marxista y de las teorías del valor y del provecho un interés no menor que al de los problemas de lógica, estética y política, influyó sin duda poderosamente en el gradual orientamiento de Gobetti hacía el examen del fondo económico de los hechos cuya explicación deseaba rehacer o iniciar. Mas decidió, sobre todo, este orientamiento, el contacto con el movimiento obrero turinés. En su estudio de los elementos históricos de la Reforma, Gobetti había podido ya evaluar la función de la economía en la creación de nuevos valores morales en el surgimiento de un nuevo orden político. Su investigación se transportó con su acercamiento a Gramsci y su colaboración en “L’Ordine Nuovo”, al terreno de la experiencia actual y discreta. Gobetti comprendió, entonces, que una nueva clase dirigente no podía formarse sino en este campo social, donde su idealismo concreto se nutría moralmente de la disciplina y la dignidad del productor. Y, confrontando el proceso religioso y social de Italia con el de los países de desarrollo capitalista, formuló así este juicio: “En la historia italiana los tipos de productores resultaron de las transacciones a que constriñe la dura lucha con la miseria. El artesano y el mercader decayeron después de las comunas. El Agricultore es el antiguo siervo que cultiva por cuenta de los patrones de la curia y tiene en la enfiteusis su única defensa. La civilización más característica es luego la que se forma en las cortes o en los empleos y que habitúa a las astucias, a los funambulismos de la diplomacia y de la adulación, al gusto de los placeres y de la retórica. El pauperismo italiano se acompaña con la miseria de las conciencias: quien no se siente cumplir una función productiva en la civilización contemporánea, no tendrá confianza en si mismo, ni culto religioso de la propia dignidad. He aquí en qué sentido el problema político italiano, entre los oportunismos y la caza descarada de los puestos y la abdicación frente a la clase dominante, es un problema moral”.
Y siempre que ahonda en la explicación del retardo de la consciencia política de Italia, Gobetti retorna a este concepto. El retraso de su economía impide a Italia acompasar su avance al de los grandes Estados capitalistas de Europa. Un brillante ensayo sobre la cultura política, comienza con estas consideraciones: “La economía nacional está todavía demasiado retrasada, el país es pobre y no concede tregua a los individuos, no les permite la dignidad de ciudadanos. Dos tercios de la población comparte la suerte de una agricultura atrasada y condenada por muchos años a no devenir moderna. Se trata de pequeños propietarios, arrendatarios, aparceros, que aspiran solamente a la paz y a la conservación del Estado presente, ostentando indiferencia por toda más amplia preocupación. La aristocracia industrial y obrera, a la cual está ligada la posibilidad de una transformación moderna de Italia, está apenas en su nacimiento y no logra distinguirse de las sobreposiciones y confusiones parasitarias, no logra vencer el pauperismo y el diletantismo”.
La lucha del Risorgimento, que tiene en Gobetti a uno de sus intérpretes más sagaces, se resiente de este peso muerto. Falta a la batalla liberal de Italia el estímulo de una vigorosa afirmación de las clases obreras. El absolutismo pacta incesantemente con la plebe indiferenciada para tener a raya el espíritu liberal y republicano. “Las plebes -escribe Gobetti- continúan viviendo en torno de los conventos y de los institutos de beneficencia, todos católicos; y permanecen católicos por instinto, por educación y por interés. La iniciativa toca a la nueva clase burguesa que actúa con Cavour la política anti-feudal del liberalismo económico, para poderse dedicar a los tráficos, a las industrias y a los ahorros y formar la primera riqueza y el primer capital circulante en Italia”. En el siglo dieciocho, no prospera en Italia el movimiento laico y liberal por la acción de este mismo factor negativo y retardatario. “Se tiene el fenómeno de plebes resueltamente anti-liberales, domesticadas por la política de filantropía de la Iglesia, la cual para hacer prevalecer su socialismo reaccionario cuenta sobre todo con turbas de parásitos”. “El pauperismo en Piamonte era la garantía del viejo régimen: quien vive de limosna no podrá participar en la lucha política; una libre clase trabajadora no tendrá ciudadanía en esta tierra; el Estado seguirá siendo un aparato administrativo en manos de pocos privilegiados”. Y este pauperismo se refleja en el carácter de la emigración italiana que no es, ni puede ser, dado su origen, una emigración de intrépidos colonizadores. De Italia no salen a colonizar tierras lejanas, arrojados por la persecución política, puritanos de fe intransigente, templados en la lucha de la herejía, precursores de la civilización industrial y capitalista, sino campesinos y artesanos desterrados de su suelo por la pobreza. “Las turbas más numerosas de la emigración temporal -apunta Gobetti- eran de gente humilde y mísera sin arte ni parte, estrechadas por la desesperación, casadas de resistir al hambre y en tierras nuevas debían buscar piedad más bien que trabajo. De la Savoya y del Valle de Acosta llegaban a París deshollinadores y lustrabotas”.
Este aspecto de las meditaciones de Gobetti tiene un excepcional interés, que casi es innecesario subrayar, para los estudiosos de la evolución social de España y de sus colonias. Las consecuencias morales, políticas ideológicas del pauperismo, de la beneficencia, de las cortes y las administraciones apoyadas en la domesticidad de las clases parasitarias, del servilismo de las plebes menesterosas, no son menos visibles ni menos trágicas, en la España de Fernando VII y en la América de García Moreno, que en la Italia setecentista o neo-güelfa.

José Carlos Mariátegui La Chira

Piero Gobetti

No hemos sido afortunados ni solícitos en el conocimiento y estimación de los valores de la cultura italiana moderna. Y he tenido oportunidad de apuntarlo, comentando un libro de Prezzolini y ocupándome en la averiguación de la influencia italiana en la literatura y el pensamiento hispano-americanos contemporáneos.
En el preludio de la presentación del ensayista Piero Gobetti, muerto cuando aún no había alcanzado la sazón de la treintena, tengo que insistir en este motivo, que se presta a muchas variaciones.
La deficiencia de nuestra asimilación de la mejor Italia, la irregularidad de nuestro trato con su más sustanciosa cultura, no es ciertamente una responsabilidad específica de nuestras Universidades, revistas y mentores. El Perú no tiene, por razones obvias, relación directa y constante sino con dos literaturas europeas: la española y la francesa. Y España hoy mismo que sus distancias con la Europa moderna se han acortado considerablemente no es una intermediaria muy exacta ni muy atenta entre Italia e Hispano-América. La “Revista de Occidente” que registra en su haber un persistente esfuerzo por incorporar a España en la cultura occidental, no ha acordado a la literatura y al pensamiento italianos sino un lugar secundario. Los mejores trabajos de divulgación de los hombres e ideas de la Italia contemporánea son, en los últimos años, los debidos a Juan Chabás que aprovechó excelentemente su estancia en Italia. La obra de Unamuno acusa un reconocimiento serie, -y en algún punto que ya tendré oportunidad de señalar hasta cierto influjo de Benedetto Croce-. Pero, en general, la transmisión española de las corrientes intelectuales y artísticas de Italia ha sido irregular, insegura y defectuosa. Croce, por ejemplo, me parece aún hoy, insuficientemente estudiado y comprendido en España. Y, en Hispano-América, si no le ha faltado expositores y comentadores fragmentarios, no ha encontrado todavía un expositor inteligente y enterado de su obra total. A este respecto está en lo cierto el argentino M. Lizondo Borda que, en un reciente estudio publicado en “Nosotros”, afirma que la filosofía de Croce no ha sido todavía muy entendida en su país, agregando que “igual cabe decir de otros países, inclusive europeos”.
Actualmente, la coquetería reaccionaria de algunos intelectuales españoles con el fascismo, propicia la vulgarización, y aún la imitación en España de los ensayistas y literatos de la Italia fascista, a expensas del conocimiento de valores más esenciales, pero desprovistos de los títulos caros al gusto y al humor propagados en un clima benévolo a la dictadura. Curzio Malaparte, a quien yo cité aquí primero hace cinto años, cuya obra empieza a ser traducida al español, encabeza el elenco de escritores jóvenes de Italia a quienes la política asegura admiradores y partidarios en ciertos equipos sedicentes vanguardistas de la intelectualidad hispánica. La reacción, la dictadura, han menester de teorizantes y no escasean en la juventud letrada quienes, a base de argumentos de “L’Action Francaise”, Meritain, Massis, Valois, Rocco, del Conde Keyserlin, Spengler, Gentile, etc., están dispuestos a asumir ese papel. La política no se mezcla nunca tanto a la literatura y a las ideas como cuando se trató de decretar la moda de un autor extranjero. Papini debe a su conversión al catolicismo, en el mundo hispánico, la difusión que el no había ganado con su obra anterior a la “Historia de Cristo”. Y no sería raro que quieres encuentran abstrusamente hegeliano a Croce, propaguen con entusiasmo la obra de Giovanni Gentile, bonificada por la adhesión de este filósofo, sin duda más hegeliano que Croce en punto a abstractismo, a la política mussoliniana.
Curzio Malaparte es, sin duda, uno de los escritores de la Italia contemporánea. Pero tendría una información muy incompleta de esta misma Italia, en cuanto a críticos y polemistas, quien bien abastecido de frases y anécdotas de Curzio Suckert, (Malaparte en literatura) ignorase en materia de ensayo político y filosófico a Mario Missirolo, Adriano Tilgher, Piero Gobetti y otros. Los críticos y escritores españoles que flirtean con el fascismo y sus gacetas, difícilmente se ocuparán en exponer a estos ensayistas. Y los católicos que tan tiernamente secundan la fama del Papini de post-guerra, sin la menor noticia en muchos casos del Papini de “Pragmatismo” y de “Polemiche Religiose”, no dirán una palabra sobre el católico Guido Miglioli, líder del agrarismo cristiano social de Italia, ex-diputado del Partido Popular y autor de “Il Villagio Soviético”, y ni siquiera sobre Luigi Sturzo, uno de cuyos libros políticos apareció en la editorial que dirigía en Turín, Piero Gobetti, el escritor que precisamente motiva este artículo.
Si Benedetto Croce no ha sido aún debidamente explicado y comentado en nuestra Universidad, -en la que en cambio ha gozado de particular resonancia el mediano renombre de diversos secundarios Guidos de las Universidades italianas- es lógico que Piero Gobetti, muerto en la juventud en ardiente batalla, permanezca completamente desconocido. Piero Gobetti era una filosofía un crociano de izquierda y en política, el teórico de la “revolución liberal” y el mílite de “L’Ordine Nuovo”. Su obra quedó casi íntegramente por hacer en artículos, apuntes, esquemas, que después de su muerte un grupo de editores e intelectuales amigos ha compilado, pero que Gobetti, combatiente esforzado, no tuvo tiempo de desarrollar en los libros planeados mientras fundaba una revista, imponía una editorial, renovaba la crítica e infundía un potente aliento filosófico en el periodismo político.
He leído los cuatro primeros volúmenes de la obra de Piero Gobetti (“Risorgimento”, “senza eroi”, “Paradiso dello spirito russo”, “Opera Critica. Parte Prima” y “Opera Critica. Parte Seconda”, Edizioni del Baretti, Turín), y he hallado en ellos una originalidad de pensamiento, una fuerza de expresión, una riqueza de ideas que están muy lejos de alcanzar, en libros prolijamente concluidos y retocados, los escritores de la misma generación a quienes la política gratifica con una fácil reputación internacional. Un sentimiento de justicia, una acendrada simpatía por el hombre y la obra, un leal propósito de contribuir al conocimiento de los más puros y altos valores de la cultura italiana, me mueven a exponer algunos aspectos esenciales de la obra de este ensayista, a quien no se podría juzgar en toda su singular significación por uno de sus volúmenes ni por un determinado grupo de estudios, porque su genio no logró una expresión acabada ni sus ideas una exposición sistemática en ninguno y hay que buscar la viva y profunda modernidad de uno y otras en el sugestivo conjunto de sus actitudes.
El escritor italiano Santino Caramella, que con fraterna devoción y ponderado juicio prologa la obra de Gobetti dice, en el prefacio del tercer volumen: “La unidad viva e íntima viene de la figura de Piero Gobetti crítico y periodista, polemista y ensayista, que se descubrirá aquí al lector en toda su magnitud y en los más variados aspectos de su actividad: una figura, a la cual toda sus obras le son en cierto sentido inferiores, mientras este volumen servirá en cambio para refrescarla en la memoria de cuantos la admiraron y amaron, como encarnación cotidiana del gran animador de ideas y de obras”. Es esta unidad la que intentaré traducir en un próximo capítulo reconstruyéndolo con los elementos que me ofrecen los cuatro nutridos y preciosos volúmenes de su obra completa, aunque el mérito de Gobetti, más que en la coherencia y originalidad de su pensamiento central, está en los magníficos hallazgos a que lo condujo por la ruta atrevida e individual de sus varias inquisiciones.

José Carlos Mariátegui La Chira

Carta a José Malanca, 2/7/1929

Querido amigo Malanca:
Hace dos semanas le he escrito, contestando sus cartas y adjuntándole una para E. Pavletich. Amauta le ha sido expedida puntualmente a México D.F. Sus noticias nos son muy gratas e interesantes: tienen ante todo, el mérito de ser perfectamente sinceras. Y quienes conocemos y apreciamos al hombre, podemos estimar exactamente el valor de esta sinceridad.
Me explico que en México se conozca deficientemente el movimiento social e intelectual de Sud-América. Me ha parecido siempre que a la revolución mexicana le ha faltado conciencia de acontecimiento continental, lo que delataría precisamente su incurable fondo pequeño-burgués. La ley de ciudadanía continental y otros gestos, no han bastado, no bastan como expresión de solidaridad con los pueblos latino-americanos. —Los revolucionarios de Hispano-América nos hemos interesado siempre por la revolución mexicana mil veces más de lo que ésta se ha interesado por nosotros.—Los que ahora representan verdaderamente la revolución mexicana, tienen el deber de rectificar estas limitaciones del nacionalismo de México. A Montevideo han ido últimamente Siqueiros y otros representantes de la nueva central sindical mexicana. Sé por los delegados de varios países latino-americanos que han hecho ahí excelente impresión.
A propósito de Montevideo. Me escribe de allá Giselda Welker (ex-Giselda Zani) que Blanca Luz Brum ha salido para México. No me había anunciado este viaje, sino más bien uno a Europa. Y yo le he escrito últimamente a Montevideo, a la dirección de Margarita Gutiérrez. —Trate de buscarla tan luego como llegue. Es una excelente amiga mía y una encendida revolucionaria. Tiene esa llama de entusiasmo, ese culto de la sinceridad que he encontrado sólo en América en argentinos y uruguayos del tipo de Ud. y de ella. Americanos con juventud, excesivos, apasionados, infantiles a veces, pero dotados de un gran poder de creación por todo esto. En este lado de América, somos bastante encogidos, herméticos. Se lee en nosotros la herencia de una España trágica, inquisitorial y enlutada, mezclada a la melancolía quechua. Somos también un poco asiáticos. Yo no he sentido nunca esto tan claramente como cuando he estado en Europa y he confrontado mi desgano y mi reserva con la alegría pagana del latino, con la ingenuidad romántica del germano. Creo que más de una vez hemos hablado de esto y que hemos estado de acuerdo.—Pero volvamos a Blanca Luz. Que sea tan amiga de Ud. como lo es mía. Que reclame a Montevideo las noticias que allá le he dirigido.
Su misión en México, en cuanto respecta a Amauta debe ser la de vincularla con los grupos artísticos e intelectuales revolucionarios de ese país. Pocas revistas de Hispano-América han seguido con tanta atención el movimiento revolucionario mexicano. Es necesario que esto se sepa allá.— La administración ha aceptado la propuesta del librero J. López Méndez para la exclusiva de la venta de librería de Amauta y sus ediciones en México. Visite Ud. a López Méndez e infórmenos si está en aptitud de realizar su programa de difusión de Amauta.
Trabajamos con más orden y unidad que en meses pasados. Lo tendremos al corriente de nuestros avances en la labor de unificación y disciplinamiento de los grupos de la república. Que a los de Cuzco, Puno y La Paz no le deje de llegar su recuerdo estimulante.
Todos lo recuerdan en mi casa con la simpatía y amistad que Ud. merece. Y yo le envío mi cordial abrazo de amigo y compañero devotísimo.
José Carlos Mariátegui
P.D.—Le ruego avisarme si le llegan mis cartas, indicándome las fechas. Le adjunto una carta para el compañero Carlos Manuel Cox. No sé si lo conocerá Ud. ya, siendo como es México una urbe. Pero en caso de no conocerlo, no le será difícil dar con él. Es un muchacho peruano inteligente y simpático que hará buenas migas con Ud. El trato tónico de un camarada como Ud. le será además, grato y útil.—Su dirección postal en México D.F. es: Apartado 1524. En Crisol le será fácil también averiguar su dirección. Gracias. V.

José Carlos Mariátegui La Chira

Dedicatoria a César Alfredo, 15/4/1929

Dedicatoria en los Siete Ensayos:
"Querido César Alfredo: No le he contestado su última de 31 de diciembre por mis [...] aunque por fortuna banal, quebranto en mi salud. Pero hoy mismo me encuentro tan ocupado, que no tengo tiempo sino para estas cuatro líneas en la primera página del ejemplar de '7 ensayos' destinado a Ud. Le hago adjunto "Amauta" a partir del número que me pide. – Que no me falten sus colaboración y sus noticias. Hágale saber a Blanca Luz que he escrito a una de sus direcciones [...] "Amauta" a la otra – Y guarde Ud este libro como testimonio de mi cariño y mi estimación. Su amigo compañero"
José Carlos Mariátegui
Lima, 15 de abril de 1929

José Carlos Mariátegui La Chira

El cemento por Fedor Gladkov

El cemento por Fedor Gladkov

“El Cemento” de Fedor Gladkov y “Manhattan Transfer” de John Dos Pasos. Un libro ruso y un libro yanqui. La vida de la URSS frente a la vida de la USA. Los dos super estados de la historia actual se parecen y se oponen hasta en que, como las grandes empresas industriales, -de excesivo contenido para una palabra- usan un nombre abreviado: sus iniciales. (Véase “L’atre Europe” de Luc Durtain) “El Cemento” y “Manhattan Transfer” aparecen fuera del panorama pequeño-burgués de los que en Hispano américa, y recitando cotidianamente un credo de vanguardia, reducen la literatura nueva a un escenario europeo occidental, cuyos confines son los de Cocteau, Morand, Gómez de la Serna, Bontempelli, etc. Esto mismo confirma, contra toda duda, que proceden de los polos del mundo moderno.
España e Hispano-América no obedecen al gusto de sus pequeños burgueses vanguardistas. Entre sus predilecciones instintivas esta la de la nueva literatura rusa. Y, desde ahora, se puede predecir que “El Cemento” alcanzará pronto la misma difusión de Tolstoy, Dovstoyevsky, Gorky.
La novela de Gladkov supera a las que la ha precedido en la traducción, en que nos revela, como ninguna otra, la revolución misma. Algunos novelistas de la revolución se mueven en un mundo externo a ella. Conocen sus reflejos, pero no su conciencia. Pilniak, Zotschenko, un Leonov y Fedin, describen la revolución desde fuera, extraños a su pasión, ajenos a su impulso. Otros como Ivanov y Babel, descubren elementos de la épica revolucionaria, pero sus relatos se contraen al aspecto guerrero, militar, de la Rusia Bolchevique. “La Caballería Roja” y “El Tren Blindado” pertenecen a la crónica de la campaña. Se podía decir que en la mayor parte de estas obras está el drama de los que sufren la revolución, no el de los que la hacen. En “El Cemento” los personajes, el decorado, el sentimiento, son los de la revolución misma, sentida y escrita desde dentro. Hay novelas próximas a esta entre las que ya conozcamos, pero en ninguna se juntan, tan natural y admirablemente concentrados, los elementos primarios del drama individual y la epopeya multitudinaria del bolchevismo.
La biografía de Gladkov, nos ayuda a explicarnos su novela. (Era necesaria una formación intelectual y espiritual como la de este artista, para escribir “El Cemento”). Julio Álvarez del Vayo la cuenta en el prólogo de la versión española en concisos renglones, que, por ser la más ilustrativa presentación de Gladkov, me parece útil copiar.
“Nacido en 1883 de familia pobre, la adolescencia de Gladkov es un documento más para los que quieran orientarse sobre la situación del campo ruso a fines del siglo XIX. Continuo vagar por las regiones del Caspio y del Volga en busca de trabajo. “Salir de un infierno para entrar en otro”. Así hasta los doce años. Como sola nota tierna, el recuerdo de su madre que anda leguas y leguas a su encuentro cuando la marea contraria lo arroja de nuevo al villorio natal. “Es duro comenzar a odiar tan joven, pero también es dura la desilusión del niño al caer en las garras del amo”. Palizas, noches de insomnio, hambre -su primera obra de teatro “Cuadrilla de pescadores” evoca esta época de su vida”. “Mi idea fija era estudiar. Ya a los doce años al lado de mi padre, que en Kurban se acababa de incorporar al movimiento obrero, leía yo ávidamente a Lermontov y Dostoyevsky”. Escribe versos sentimentales, un “diario que movía a compasión” y que registra su mayor desengaño de entonces: en el Instituto le han negado la entrada por pobre. Consigue que le admitan de balde en la escuela municipal. El hogar paterno se resiste de un brazo menos. Con ser bien modesto el presupuesto casero -cinco kopecks de gasto por cabeza- la agravación de la crisis de trabajo pone en peligro la única comida diaria. De ese tiempo son sus mejores descripciones del bajo proletariado. Entre los amigos del padre, dos obreros “semi-intelectuales” le han dejado un recuerdo inolvidable. “Fueron los primeros en quieres escuché palabras cuyo encanto todavía no ha muerto en mi alma. Sabios por naturaleza y corazón. Ellos me acostumbraron a mirar conscientemente el mundo y a tener fe en un día mejor para la humanidad”. Al fin una gran alegría. Gorky, por quien Gladkov siente de joven una admiración sin límites, al acusarle recibo del pequeño cuento enviado, le anima a continuar. Va a Siberia, escribe la vida de los forzados, alcanza rápidamente sólida reputación de cuentista. La revolución de 1906 interrumpe su carrera literaria. Se entrega por entero a la causa. Tres años de destierro en Verjolesk. Período de auto-educación y de aprendizaje. Cumplida la condena se retira a Novorosisk, en la costa del Mar Negro, donde escribe la novela “Los Desterrados”, cuyo manuscrito somete a Korolenko, quien se lo devuelve con frases de elogio para el autor, pero de horror hacia el tema: “Siberia un manicomio suelto”. Hasta el 1917 maestro en la región de Kuban. Toma parte activa en la revolución de octubre, para dedicarse luego otra vez de lleno a la literatura. El Cemento es la obra que le ha dado a conocer en el extranjero”.
Gladkov, pues no ha sido solo un testigo del trabajo revolucionario realizado en Rusia, entre 1905 y 1917. Durante este período, su arte ha madurado en un clima de esfuerzo y esperanza heroico. Luego las jornadas de octubre lo han contado entre sus autores. Y, más tarde, ninguna de las peripecias íntimas del bolchevismo han podido escaparle. Por esto, en Gladkov la épica revolucionaria, más que por las emociones de la lucha armada está representada por los sentimientos de la reconstrucción económica, las vicisitudes y las fatigas de la creación de una nueva vida.
Tchumalov, el protagonista de “El Cemento”, regresa a su pueblo después de combatir tres años en el Ejército Rojo. Y su batalla más difícil, más tremenda es la que le aguarda ahora en su pueblo, donde los años de peligro guerrero han desordenado todas las cosas. Tchumalov encuentra paralizada la gran fábrica de cemento en la que, hasta su ida, -la represión lo había elegido entre sus víctimas- había trabajado como obrero. Las cabras, los cerdos, la maleza, los patios; las máquinas inertes, se anquilosan, los funiculares por los cuales bajaba la piedra de la cantera, yacen inmóviles desde que cesó el movimiento en esta fábrica donde se agitaban antes millares de trabajadores. Solo los Diesel, por el cuidado de un obrero que se ha mantenido en su puesto, reluce, pronto, para reanimar esta mole que se desmorona. Tchumalov no reconoce tampoco su hogar. Dacha, su mujer, estos tres años se ha hecho una militante, la animadora de la Sección Femenina, la trabajadora más infatigable del Soviét local. Tres años de lucha -primero acosada por la represión implacable, después entregada íntegramente a la revolución- ha hecho de Dacha una mujer nueva. Niurka, su hija, no está con ella. Dacha ha tenido que ponerla en la Casa de los Niños, a cuya organización contribuye empeñosamente. El Partido ha ganado una militante dura, enérgica, inteligente; pero Tchumalov ha perdido a su esposa. No hay ya en la vida de Dacha lugar para un pasado conyugal y maternal sacrificado enteramente a la revolución. Dacha tiene una existencia y una personalidad autónoma; no es ya una cosa de propiedad de Tchumalov ni volverá a serlo. En la ausencia de Tchumalov, ha conocido bajo el apremio de un destino inexorable, otros hombres. Se ha conservado íntimamente honrada; pero entre ella y Tchumalov se interpone esa sombra, esta oscura presencia que atormenta al instinto del macho celoso. Tchumalov sufre; pero férreamente cogido, a su vez por la revolución, su drama individual no puede acapararlo, se echa a cuestas el deber de reanimar la fábrica. Para ganar esta batalla tiene que vencer el sabotage de los especialistas, la resistencia de la burocracia, la resaca sorda de la contra-revolución. Hay un instante en que Dacha parece volver a él. Mas es solo un instante en que su destino se junta para separarse de nuevo. Niurka muere. Y se rompe con ella el último lazo sentimental que aún los sujetaba. Después de una lucha en la cual se refleja todo el proceso de reorganización de Rusia, todo el trabajo reconstructivo de la revolución, Tchumalov reanima la fábrica. Es un día de victoria para él y para los obreros; pero es también el día en que siente lejana, extraña, perdida para siempre a Dacha, rabioso y brutales sus celos. -En la novela, el conflicto de estos seres se entrecruza y confunde con el de una multitud de otros seres en terrible tensión, en furiosa agonía. El drama de Tchumalov no es sino un fragmento del drama de Rusia revolucionaria. Todas las pasiones, todos los impulsos, todos los dolores de la revolución están en esta novela. Todos los destinos, los más opuestos, los más íntimos, los más distintos, están justificados. Gladkov logra expresar en páginas de potente y ruda belleza, la fuerza nueva, la energía creadora, la riqueza humana del más grande acontecimiento contemporáneo.

José Carlos Mariátegui La Chira

El exilio de Trotzky

Trotzky, desterrado de la Rusia de los Soviets; he aquí un acontecimiento al que fácilmente no puede acostumbrarse la opinión revolucionaria del mundo. Nunca admitió el optimismo revolucionario de la posibilidad de que esta revolución concluyera, como la francesa, condenando a sus héroes. Pero, sensatamente, lo que no debió jamás esperarse es que la empresa de organizar el primer gran estado socialista fuese cumplida por un partido de más de un millón de militantes apasionados, con el acuerdo de la unanimidad más uno, sin debates ni conflictos violentos.
La oposición trotzkistas tiene una función útil en la política soviética. Representa, si se quiere definirla en dos palabras, la ortodoxia marxista, frente a la fluencia desbordada e indócil de la realidad rusa. Traduce el sentido obrero, urbano, industrial, de la revolución socialista. La revolución rusa debe su valor internacional, ecuménico, su carácter de fenómeno precursor del surgimiento de una nueva civilización, al pensamiento que Trotzky y sus compañeros reivindican en todo su vigor y consecuencias. Sin esta crítica vigilante, que es la mejor prueba de la vitalidad del partido bolchevique, el gobierno soviético correría probablemente el riesgo de caer en un burocratismo formalista, mecánico.
Pero, hasta este momento, los hechos no dan la razón al trotzkismo desde el punto de vista de su aptitud para reemplazar a Stalin en el poder, con mayor capacidad objetiva de realización del programa marxista. La parte esencial de la plataforma de la oposición trotzkysta es su parte crítica. Pero en la estimación de los elementos que pueden insidiar la política soviética, ni Stalin ni Bukharin andan muy lejos de suscribir la mayor parte de los conceptos fundamentales de Trotzky y de sus adeptos. Las proposiciones, las soluciones trotzkistas no tienen en cambio la misma solidez. En la mayor parte de lo que concierne a la política agraria e industrial, a la lucha contra el burocratismo y el espíritu “nep”, el trotzkismo no sabe de un radicalismo teórico que no logra condensarse en fórmulas concretas y precisas. En este terreno, Stalin y la mayoría, junto con la responsabilidad de la administración, poseen un sentido más real de las posibilidades.
Ya he tenido ocasión de indagar los orígenes del cisma bolchevique que con el exilio de Trotzky adquiere tan dramática intensidad. La revolución rusa que, como toda gran revolución histórica, avanza por una trocha difícil que se va abriendo ella misma con su impulso, no conoce hasta ahora días fáciles ni ociosos. En la obra de hombres heroicos y excepcionales, y, por este mismo hecho, no ha sido posible sino con una máxima y tremenda tensión creadora. El partido bolchevique, por tanto, no es ni puede ser una apacible y unánime academia. Lenin le impuso hasta poco antes de su muerte su dirección genial; pero ni aún bajo la inmensa y única autoridad de este jefe extraordinario, escasearon dentro del partido los debates violentos. Lenin ganó su autoridad con sus propias fuerzas; la mantuvo, luego, con la superioridad y clarividencia de su pensamiento. Sus puntos de vista prevalecían siempre por ser los que mejor correspondían a la realidad. Tenían, sin embargo, muchas veces que vencer la resistencia de sus propios tenientes de la vieja guardia bolchevique.
La muerte de Lenin, que dejó vacante el puesto de jefe genial, de inmensa autoridad personal, habría sido seguida por un período de profundo desequilibrio en cualquier partido menos disciplinado y orgánico que el partido comunista ruso. Trotzky se destacaba sobre todos sus compañeros por el relieve brillante de su personalidad. Pero no solo le faltaba vinculación sólida y antigua con el equipo leninista. Sus relaciones con la mayoría de sus miembros habían sido, antes de la revolución, muy poco cordiales. Trotzky, como es notorio, tuvo hasta 1917 una posición casi individual en el campo revolucionario ruso. No pertenecía al partido bolchevique, con cuyos líderes, sin exceptuar al propio Lenin, polemizó más de una vez acremente. Lenin apreciaba inteligente y generosamente el valor de la colaboración de Trotzky, quien, a su vez, -como lo atestigua el volumen en que están reunidos sus escritos sobre el jefe de la revolución, -acató sin celos ni reservas una autoridad consagrada por la obra más sugestiva y avasalladora para la conciencia de un revolucionario. Pero si entre Lenin y Trotzky pudo borrarse casi toda distancia, entre Trotzky y el partido mismo la identificación no pudo ser igualmente completa. Trotzky no contaba con la confianza total del partido, por mucho que su actuación como comisario del pueblo mereciese unánime admiración. El mecanismo del partido estaba en manos de hombres de la vieja guardia leninista que sentían siempre un poco extraño y ajeno a Trotzky, quien, por su parte, no conseguía consustanciarse con ellos en un único bloque. Trotzky, según parece, no posee las dotes específicas de político que en tan sumo grado tenían Lenin. No sabe captarse a los hombres; no conoce los secretos del manejo de un partido. Su posición singular -equidistante del bolchevismo y del menchevismo- durante los años corridos entre 1905 y 1917, además de desconectarlo de los equipos revolucionarios que con Lenin prepararon y realizaron la revolución, hubo de deshabituarlo a la práctica concreta de líder de partido. Mientras duró la movilización de todas las energías revolucionarias contras las amenazas de reacción, la unidad bolchevique estaba asegurada por el pathos bíblico. Pero desde que comenzó el trabajo de estabilización y movilización, las discrepancias de hombres y de tendencias no podían dejar de manifestarse. La falta de una personalidad de excepción como Trotzky, habría reducido la oposición a términos más modestos. No se habría llegado, en ese caso, al cisma violento. Pero con Trotzky en el puesto de comando, la oposición en poco tiempo ha tomado un tono insurreccional y combativo. Zinoviev, lo acusaba en otro tiempo, en un congreso comunista, de ignorar y negligir demasiado al campesino. Tiene, en todo caso, un sentido internacional de la revolución socialista. Sus notables escritos sobre la transitoria estabilización del capitalismo lo colocan entre los más alertas y sagaces críticos de la época. Pero este mismo sentido internacional de la revolución, que le otorga tanto prestigio en la escena mundial le quita fuerza momentáneamente en la práctica de la política rusa. La revolución rusa está en un período de organización nacional. No se trata, por el momento, de establecer el socialismo en el mundo, sino de realizarlo en una nación que, aunque es una nación de ciento treinta millones de habitantes que se desbordan sobre dos continentes, no deja de constituir por eso, geográfica e históricamente una unidad. Es lógico que es esta etapa, la revolución rusa esté representada por los hombres que más hondamente siente su carácter y sus problemas nacionales. Stalin, eslavo puro, es de esos hombres. Pertenece a una falange de revolucionarios que se mantuvo siempre arraigada al suelo ruso. Mientras tanto Trotzky, como Radek, como Rakovsky, pertenece a una falange que pasó la mayor parte de su vida en el destierro. En el destierro hicieron su aprendizaje de revolucionarios mundiales, ese aprendizaje que ha dado a la revolución rusa su lenguaje universalista, su visión acuménica.
La revolución rusa se encuentra en un periodo forzoso de economía. Trotzky, desconectado personalmente del equipo stalinista, es una figura excesiva en un plano de realizaciones nacionales. Se le imagina predestinado para llevar en triunfo, con energía y majestad napoleónicas, a la cabeza del ejército rojo, por toda Europa, el evangelio socialista. No se le concibe, con la misma facilidad, llevando el oficio modesto de ministro de tiempos normales. La Nep lo condena al regreso de su beligerante posición de polemista.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La crisis de la reforma educacional en Chile [Recorte de prensa]

La crisis de la reforma educacional en Chile

III

Para completar las notas críticas sobre la crisis de la Reforma Educacional en Chile aparecidas en los dos últimos números de MUNDIAL, y que no tienen por supuesto las pretensiones de un estudio concluyente de su proceso, debo exponer hoy, sumariamente, las medidas tomadas por el gobierno chileno revisando y derogando los actos más importantes de su política de instrucción pública. Porque conocer las proporciones de la persecución de la Asociación General de Profesores, órgano esencial de la Reforma que le debía desde su plan hasta sus técnicos, no es posible darse cuenta de la medida en que esta obra se encuentra en crisis, ni en que el gobierno de Ibañez ha abandonado su postizo programa en materia educacional.
La persecución de los maestros comenzó en Setiembre, durante una gira de inspección de las escuelas del norte del país por Eduardo Barrios, Ministro de Instrucción hasta entonces. En su ausencia ocupó interinamente el ministerio, el general Blanche, ministro de guerra, quien usó su poder en modo que no deja lugar a dudas acerca de su antipatía previa contra los esfuerzos e ideales de los maestros. Su primer acto, en el ministerio, fue la clausura de las Escuelas de Profesores Primarios de Chillan y Angol, decretada el día mismo en que asumió provisoriamente el manejo de la instrucción pública. Su ojeriza encontró muchas otras oportunidades de manifestarse mientras conservo estas funciones, antes de cesar en las cuales dirigió una circular a los intendentes y gobernadores recomendándoles la fiscalización de los maestros en sus labores. Los términos de la circular eran precisos. El objeto de esta insólita facultad de control de la enseñanza por las autoridades políticas -o policiales, más exactamente,- era la eliminación de todos los maestros de ideas revolucionarias. Barrios, de regreso de su viaje, cediendo visiblemente a las instancias del general Ibáñez, canceló a la Asociación General y a la Sociedad Nacional de Profesores su personería jurídica y exigió su dimisión a los jefes de los departamentos de Educación Primaria y Secundaria Gómez Catalán y Galdames. Siguió a estos actos la destitución de varios maestros de Iquique, Santiago, Talca y otras ciudades. Una circular del Ministerio, prohibía al mismo tiempo a los maestros participar en trabajos de propaganda social, política o religiosa. Estas medidas, precursoras de una persecución mayor aún, provocaron la protesta de la Internacional del Magisterio Americano, nacida de convención internacional a iniciativa precisamente de los maestros chilenos, se reunió en Buenos Aires a principios de 1928. Barrios, que indudablemente había concedido ya demasiado al criterio del general Ibáñez y su “entourage’ militar, renunció su cargo.
El ministerio de instrucción fue confiado entonces al ministro de hacienda Pablo Ramírez, el más hábil asesor del general Ibáñez, que desde su conflicto con Salas el antecesor de Barrios, en esa cartera, se había perfilado ya como adversario de la política educacional basada en el concurso y las ideas de los maestros. Su actuación en el ministerio de instrucción estaba destinada a confirmarlo como la “bonne a tout faire” del gobierno del general Ibáñez. Uno de los primeros decretos de Pablo Ramírez destituía a veinticuatro funcionarios de educación pública. Entre otros jefes de sección del ministerio, este decreto licenciaba ruidosamente a Humberto Díaz Casanueva, el director de “La Revista de Educación Primaria”, la notable publicación a que ya me he referido con el elogio y aprecio que merece. Antes de una semana, otro decreto de Ramírez ponía en la calle a otros veintidós maestros. La ofensiva contra el preceptorado renovador no se contentaba con estas destituciones en masa. No le bastaba, con “seleccionar” -¡oh clamorosa selección a la inversa!- a los maestros en ejercicio; necesitaba “seleccionar” en lo posible a los maestros futuros. Con este fin, la Escuela Normal “José Abelardo Núñez” fue reorganizada de manera que quedasen excluidos los alumnos que más enérgica y noblemente habían expresado su solidaridad con la Asociación General de Profesores.
No es el caso de seguir adelante en la Reforma, prescindiendo de la Asociación. Como ya hemos visto, el plan de la Reforma pertenece absolutamente a los maestros a quienes hoy se persigue rabiosamente. Todos sus méritos correspondían a la Asociación General de Profesores así como todas las limitaciones a su adecuación a las posibilidades administrativas. La actuación de una reforma educacional tan profunda y técnica es, por otra parte, sus tentativamente, una cuestión de personal. Para la que el plan chileno se proponía, la Asociación sabía que sus efectivos eran insuficientes. Era grande en sus filas el número de los que suplían la preparación con el entusiasmo. Por esto, se consagró tanta energía a la organización de círculos de estudios. El porcentaje de maestros antiguos, reacios a toda renovación, más aún, a todo esfuerzo, estorbaba a la realización de la empresa. Había que luchar contra el peso muerto, si no contra el sabotage, de esta burocracia, incapaz de contagiarse de la corriente de entusiasmo que animaba a los rangos de la Asociación. ¿Se puede suponer con esta gente inerte por principio y por hábito, una nueva diversa tentativa? Hasta ahora solo dos medidas se han mostrado al alcance del gobierno: la votación de una gruesa partida para locales escolares y la autorización para invertir hasta cinco millones de pesos en el aumento de los haberes del personal de educación primaria. La segunda medida tiende, como es claro, a quebrantar la resistencia de los maestros, a calmar la protesta contra los ataques a la Asociación y a sus dirigentes. Una y otra son medidas de carácter económico, administrativo, del resorte del ministro del tesoro más que del ministro de instrucción.
El balance de la infortunada experiencia, se resume, ante todo, en estas dos comprobaciones: Primera. -Que una renovación radical de la enseñanza no es una cuestión exclusivamente técnica, ajena a la suerte de la reconstrucción social y política. Segunda. -Que un gobierno de función reaccionaria, enfeudado a intereses y sentimientos conservadores, es por naturaleza inepto para cumplir, en el terreno de la enseñanza, una acción revolucionaria, aunque transitoriamente adopte al respecto, por estrategia demagógica, principios más o menos avanzados. Los maestros de Chile han adquirido esta experiencia a duro precio. Como ya he dicho, objetivamente hay que reconocer que no les cabía más que afrontar la prueba. Nada de esto, debe disminuir la simpatía y la solidaridad con que los acompaña hoy la “inteligencia”, -particularmente los maestros de vanguardia,- en los pueblos hispano americanos.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La lucha eleccionaria en México

La designación de candidatos a la presidencia por las convenciones nacionales no ha sido hecha todavía. Pero ya empiezan las convenciones regionales o de partido a preparar esa designación, proclamando sus respectivos candidatos. La eliminación final, en la medida en que sea posible, las harán las convenciones nacionales. Pero, mientras esta vez es posible que las anti-reelecciones se agrupen en torno de un candidato único, que tal vez sea Vasconcelos, la división del bloque obregonista de 1923 se muestra ya irremediable. La Crom irá probablemente sola a la lucha, con Morones a la cabeza. El partido constituido por los obregonistas, y en general por los elementos contrarios a los laboristas, y que se declaran legítimos continuadores y representantes de la revolución, arrojando sobre La Crom la tacha de reaccionaria, presentará un candidato propio, acaso comprometido personalmente por esta polémica.
Entre los candidatos de esta tendencia, con mayor proselitismo, uno de los más indicados hasta ahora es el general Aaron Saenz, gobernador del Estado de Nueva León. Aaron Saenz comenzó su carrera política en 1913, enrolado en el ejército revolucionario en armas contra Victoriano Huerta. Desde entonces actuó siempre al lado de Obregón, cuya campaña eleccionaria dirigió en 1928. Ministro de Calles, dejó su puesto en el gobierno federal para presidir la administración de un Estado, cargo que conserva hasta hoy. Su confesión protestante, puede ser considerada por muchos como un factor útil a las relaciones de México con Estados. Porque en los últimos tiempos, la política mexicana antes los Estados Unidos ha acusado un retroceso que parece destinado a acentuarse, si la presión de los intereses capitalistas desarrollados dentro del régimen de Obregón y Calles, en la que hay que buscar el secreto de la actual escisión, continúa imponiendo la línea de conducta más concorde con sus necesidades.
Vasconcelos se ha declarado pronto para ir a la lucha como candidato. Aunque auspiciado por el partido anti-reeleccionista, y probablemente apoyado por elementos conservadores que ven en su candidatura la promesa de un régimen de tolerancia religiosa, puede ganarse una buena parte de los elementos disidentes o descontentos que la ruptura del frente Obregonista de 1926 deja fuera de los dos bandos rivales. Por el hecho de depender de la concentración de fuerzas heterogéneas, que en la anterior campaña eleccionaria, se manifestarán refractarias a la unidad, su candidatura, en caso de ser confirmada, no podrá representar un programa concreto, definido. Sus votantes tendrían en cuenta solo las cualidades intelectuales y morales de Vasconcelos y se conformarían con la posibilidad de que en el poder puedan ser aprovechadas con buen éxito. Vasconcelos pone su esperanza en la juventud. Piensa que, mientras esta juventud adquiere madurez y capacidad para gobernar México, el gobierno debe ser confiado a un hombre de la vieja guardia a quien el poder no haya corrompido y se preste garantías de proseguir la línea de Madero. Sus fórmulas políticas, como se ve, no son muy explícitas. Vasconcelos, en ellas, sigue siendo más metafísico que político y que revolucionario.
La prosecución de una política revolucionaria, que ya venía debilitándose por efecto de las contradicciones internas del bloque gobernante, aparece seriamente amenazada. La fuerza de la revolución residió siempre en la alianza de agrarias y laboristas, esto es de las masas obreras y campesinas. Las tendencias conservadoras, las fuerzas burguesas han ganado una victoria al insidiar su solidaridad y fomentar su choque. Por esto las organizaciones revolucionarias de izquierda trabajan ahora por una Asamblea nacional obrera y campesina, encaminada a crear un frente único proletario. Pero estos aspectos de la situación mexicana, serán materia de otro artículo. Por el momento no me he propuesto sino señalar las condiciones generales en que se inicia [la lucha eleccionaria].

José Carlos Mariátegui La Chira

Estaciones de la crítica anti-marxista o revisionista

Estaciones de la crítica anti-marxista o revisionista

Karl Marx inició un tipo de hombre de acción y de pensamiento, de hombre pensante y operante. Pero en los líderes de la revolución rusa aparece, con rasgos más definidos, el ideólogo realizador. Lenin, Trotsky, Bukharin, Lunatcharsky, filosofan en la teoría y la praxis. Lenin deja, al lado de sus trabajos de estratega de la lucha de clases, su “Materialismo y Empirio-criticismo”. Trotzky, en medio del trajín de la guerra civil y de la discusión de partido, se da tiempo para sus meditaciones sobre “Literatura y Revolución”. ¿Y en Rosa Luxemburgo, acaso no se unimisman, a toda hora, la combatiente y la artista? ¿Quién entre los profesores que Henri de Manfel autor de “Más allá del Marxismo” admira, vive con más plenitud e intensidad de idea y de creación? Vendrá un tiempo en que a despecho de los engreídos catedráticos que acaparan hoy la representación oficial de la cultura, la asombrosa mujer que escribió desde la prisión esas maravillosas cartas a Luisa Kaustky —declaro que pocas compilaciones de cartas me han emocionado tanto— despertará la misma devoción y encontrará el mismo reconocimiento que una Teresa de Avila. Espíritu más filosófico y moderno que toda la caterva pedante que la ignora, —activo y contemplativo al mismo tiempo— y Unamuno si la conoce bien, la amará por esto —y la llamará espíritu quijotesco y agónico— puso en el poema trágico de su existencia el heroísmo, la belleza, la tensión, el gozo que no enseña ninguna escuela de la sabiduría.

En vez de procesar el marxismo por retraso e indiferencia respecto a la filosofía contemporánea, sería el caso, mas bien, de procesar a esta por deliberada y miedosa incomprensión de la lucha de clases y del socialismo. Ya un filósofo liberal como Benedetto Croce —verdadero filósofo y verdadero liberal— ha abierto este proceso, en términos de inapelable justicia, antes de que otro filósofo, idealista y liberal también, y continuador y exégeta del pensamiento hegeliano, Giovanni Gentile, aceptase un puesto en las brigadas del fascismo, en promiscua sociedad con los más dogmáticos neo-tomistas y los más incandescentes anti-intelectualistas. (Marinetti y su patrulla futurista).

Indagando las culpas de las generaciones precedentes, Croce las define y denuncia así: “Dos grandes obras: una contra el Pensamiento, cuando por protesta contra la violencia ocasionada a las ciencias empíricas, (que era el motivo en cierto modo legítimo) y por la ignavia mental (que el ilegítimo) se quiso, después de Kant, Fichte y Hegel, tornar atrás, y se abandonó el principio de la potencia del pensamiento para abarcar y dominar toda la realidad, la cual no es, y no puede ser otra cosa, sino espiritualidad y pensamiento. Al principio no se desconoció propia y abiertamente la potencia del pensamiento para abarcar y dominar toda la realidad, la cual no es, y no puede ser otra cosa, sino espirtiualidad y pensamiento. Al principio no se desconoció propia y abiertamente la potencia del pensamiento y solamente se la cambió en la de la observación y el experimento; pero, puesto que estos procedimientos empíricos debían necesariamente probarse insuficientes, la realidad real apareció como un más allá inaprehensible, un incognoscible, un misterio, y el positivismo generó de su seno el misticismo y las renovadas formas religiosas.

Por esta razón he dicho que los dos períodos, tomados en examen, no se pueden separar netamente y poner en contraste entre sí: de este lado el positivismo, al frente el misticismo; porque éste es hijo de aquel. Un positivista, después de la gelatina de los gabinetes, no creo que tenga otra cosa más cara que el incognoscible, esto es la gelatina en la cual se cultiva el microbio del misticismo.

Pero la otra culpa requeriría el análisis de las condiciones económicas y de las luchas sociales del siglo décimo nono y en particular de aquel gran movimiento histórico que es el socialismo, o sea la entrada de la clase obrera en la arena política. Hablo desde un aspecto general; y trasciendo las pasiones y las contingencias del lugar y del momento. Como historiador y como observador político, no ignoro que tal o cual hecho que toma el nombre de socialismo, en tal o cual otro lugar y tiempo, puede ser con mayor o menor razón contrastado, como por lo demás sucede con cualquier otro programa político, que es siempre contingente y puede ser más o menos extravagante e inmaduro y celar un contenido diverso de su forma aparente. Más, bajo el aspecto general, la pretensión de destruir el movimiento obrero, nacido del seno de la burguesía, sería como pretender cancelar la revolución francesa, la cual creó el dominio de la burguesía; mas aún, el absolutismo iluminado del siglo décimo octavo, que preparó la revolución; y poco a poco suspirar por la restauración del feudalismo y del sacro imperio romano, y por añadidura, por el regreso de la historia a sus orígenes: donde no sé si se encontraría el comunismo primitivo de los sociólogos (la lengua única del profesor Trombetti), pero no se encontraría, ciertamente, la civilización. Quien se pone, a combatir al socialismo, no ya en este o aquel momento de la vida de un país, sino en general (digamos así, en su exigencia), está constreñido a negar la civilización y el mismo concepto moral en que la civilización se funda. Negación imposible; negación que la palabra rehúsa pronunciar y que por esto ha dado origen a los inefables ideales de la fuerza por la fuerza, del imperialismo, del aristocraticismo, tan feos que sus mismos asertores no tienen ánimo de proponerlos en toda su rigidez y ora los moderan mezclándoles elementos heterogéneos, ora los presentan con cierto aire de bizarría fantástica o de paradoja literaria, que debería servir a hacerlos aceptables. O bien ha hecho surgir, por contragolpe, los ideales, peor que feos tontos, de la paz, del quietismo y de la no resistencia al mal. (“Crítica”, 1927, y “La letteratura della nuova Italia”, vol. IV).

La bancarrota del positismo y del cientifismo no compromete absolutamente la posición de los marxistas. La teoría y la política de Marx se cimentan invariablemente en la ciencia, no en el cientifisismo. Y en la ciencia, quieren reposar hoy, como lo observa Julien Beenda, en su “Trahison des Glares”, todos los programas políticos, sin excluir a los más reaccionarios y anti-históricos (el de la “Action Francaise”, por ejemplo). Brunetiere, que proclamaba la quiebra de la ciencia, ¿no se complacía acaso en maridar catolicismo y positivismo? ¿Y Maurras no se reclama igualmente del pensamiento científico? La religión del porvenir, como piensa Waldo Frank, descansará en la ciencia o se elevará sobre ella. “Copérnico, Newton, Galileo, Einstein, Espinoza, Leibnitz, Kant, los pensadores en psicología, política y leyes sociales —escribe Frank en el segundo de sus estudios sobre “The Re-Discovery of America” en “The New Republic”— edifican desde la ruina de los mundos una nueva fundamentación para que culmine el futuro conjunto —nuestra verdadera religión. ¿Será también esto cientificismo superado?

Análogas a las especiosas razones que se emplean para hablar de divorcio entre el marxismo y la nueva filosofía—y la nueva ciencia—son las que sirven para lamentar la despreocupación o indiferencia del socialismo marxista respecto a las bases éticas de un nuevo orden social.

La culpa, en parte, la tienen ciertos marxistas ortodoxos, demasiado ortodoxos, a lo Lafargue, en los cuales sin duda pensó Marx cuando, con su habitual ironía, dijo aquello de “en cuanto a mí, no soy marxista”. Pero también, a este respecto Marx ha sido reivindicado enérgicamente por Croce, con argumentos semejantes a los que usa en la defensa de Maquiavelo.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

"La literatura peruana" por Luis Alberto Sánchez

"La literatura peruana" por Luis Alberto Sánchez

Nueva contribución a la crítica de Valdelomar

Valdelomar no es todavía, en nuestra literatura, el hombre matinal. Actuaban sobre él demasiadas influencias decadentistas. Entre “las cosas inefables e infinitas” que intervienen en el desarrollo de sus leyendas incaicas, con la Fe, el Mar y la Muerte, pone al Crepúsculo. Desde su juventud, su arte estuvo bajo el signo de D’Annunzio. En Italia, el tramonto romano, el atardecer voluptuoso del Janiculum, la vendimia autumnal, Venecia anfibia -marítima y palúdica- exacerbaron en Valdelomar las emociones crepusculares de “Il Fuoco”.

Pero a Valdelomar lo preserva de una excesiva intoxicación decadentista su vivo y puro lirismo. El “humor” esa nota frecuente de su arte, es la senda por donde se evade del universo d’annunziano. El “humor” da el tono al mejor de sus cuentos: “Hebaristo, el sauce que se murió de amor”. Cuento pirandelliano, aunque Valdelomar acaso no conociera a Pirandello que, en la época de la visita de nuestro escritor a Italia, estaba muy distante de la celebridad ganada para su nombre por sus obras teatrales. Pirandelliano por el método: identificación panteísta de las vidas paralelas de un sauce y un boticario: pirandelliano por el personaje: levemente caricaturesco, mesocrático, pequeño burgués, inconcluso; pirandelliano por el drama; el fracaso de una existencia que, en una tentativa superior a su ritmo sórdido, siente romperse su resorte con grotesco y risible traquido.
Un sentimiento panteísta, pagano, empujaba a Valdelomar a la aldea, a la naturaleza. Las impresiones de su infancia, transcurrida en una apacible caleta de pescaderos, gravitan melodiosamente en su subconsciencia. Valdelomar es singularmente sensible a las cosas rústicas. La emoción de su infancia está hecha de hogar, de playa y de campo. El “soplo denso, perfumado del mar”, la impregna de una tristeza tónica y salobre:
“y lo que él me dijera aún en mi alma persiste; mi padre era callado y mi madre era triste y la alegría nadie me la supo enseñar”.
(“Tristitia”)
Tiene, empero, Valdelomar, la sensibilidad cosmopolita y viajera del hombre moderno. New York, Times Square, son motivos que lo atraen tanto como la aldea encantada y el “caballero carmelo”. Del piso 54 del Woolworth pasa sin esfuerzo a la yerbasanta y a la verdolaga de los primeros soledosos caminos de su infancia. Sus cuentos acusan la movilidad caleidoscópica de su fantasía. El dandismo de sus cuentos yanquis o cosmopolitas, el exotismo de sus imágenes china y orientales (“mi alma tiembla como un junco débil”), el romanticismo de sus leyendas incaicas el impresionismo de sus relatos criollos, son en su obra estaciones que se suceden, se repiten, se alternan en el itinerario del artista, sin transición y sin ruptura espirituales.
Su obra es esencialmente fragmentaria y escisípara. La existencia y el trabajo del artista se resentían de indisciplina y exuberancia criolla. Valdelomar reunía, elevadas a su máxima potencia, las cualidades y los defectos del mestizo costeño. Era un temperamento excesivo que del más exasperado orgasmo creador caía en el más asiático y fatalista renunciamiento de todo deseo. Simultáneamente ocupaban su imaginación un ensayo estético, una divagación humorística, una tragedia pastoril (“Verdolaga”), una vida romanesca (“La Mariscala”). Pero poseía el don del creador. Los gallinazos del Martinete, la Plaza del Mercado, las riñas de gallos, cualquier tema podía poner en marcha su imaginación, con fructuosa cosecha artística. De muchas cosas, Valdelomar es descubridor. A él se le revoló, primero que a nadie en nuestras letras, la trágica belleza agonal de las corridas de toros. En tiempos en que este asunto estaba reservado aún a la prosa pedestre de los iniciados en la tauromaquia, escribió su “Belmonte, el trágico”.
La “greguería” empieza con Valdelomar en nuestra literatura. Me consta que los primeros libros de Gómez de la Serna que arribaron a Lima, gustaron sobre manera a Valdelomar. El gusto atomístico de la “greguería” era, además, innato en él, aficionado a la pesquisa original y a la búsqueda microcósmica. Pero, en cambio Valdelomar no sospechaba aún en Gómez de la Serna al descubridor del Alba. Su retina de criollo impresionista era experta en gozar voluptuosamente, desde la ribera dorada, los colores ambiguos del crepúsculo.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Motivos polémicos. La crítica revisionistas y los problemas de la reconstrucción económica.

Motivos polémicos. La crítica revisionistas y los problemas de la reconstrucción económica

No se concibe una revisión -y menos todavía una liquidación- del marxismo que no intente, ante todo, una rectificación documentada y original de la economía marxista. Henri de Man, sin embargo, se contenta en este terreno con chirigotas como la de preguntarse “porqué Marx no hizo derivar la evolución social de la evolución geológica o cosmológica”, en vez de hacerla depender, en último análisis, de las causas económicas. De Man no nos ofrece ni una crítica ni una concepción de la economía contemporánea. Parece conformarse, a este respecto, con las conclusiones a que arribó Vandervelde en 1898, cuando declaró caducas las tres siguientes proposiciones de Marx: ley de bronce de los salarios, ley de la concentración del capital y ley de la correlación entre la potencia económica y la política. Desde Vandervelde, que como agudamente observaba Sorel no se consuela, (i aún con las satisfacciones de su gloriola internacional) de la desgracia de haber nacido en un país demasiado chico para su genio, hasta Antonio Graziadei, que pretendió independizar la teoría del provecho de la teoría del valor; y desde Berstein, líder del revisionismo alemán, hasta Hilferding, autor del “Finanzkapital”, la bibliografía económica socialista encierra una copiosa especulación teórica, a la cual el novísimo y espontáneo albacea de la testamentaría marxista no agrega nada de nuevo.

Henri de Man se entretiene en chicanear acerca del grado diverso en que se han cumplido las previsiones de Marx sobre la descalificación del trabajo a consecuencia del desarrollo del maquinismo. “La mecanización de la producción -sostiene De Man- produce dos tendencias opuestas: una que descalifica el trabajo y otra que lo recalifica”. Pero este hecho es obvio. Lo que importa es saber la proporción en que la segunda tendencia compensa la primera. Y a este respecto De Man no tiene ningún dato que darnos. Únicamente se siente en grado de “afirmar que por regla general las tendencias descalificadoras adquieren carácter al principio del maquinismo, mientras que las recalificadoras son peculiares de un estado más avanzado del progreso técnico”. No cree De Man que el taylorismo, que “corresponde enteramente a las tendencias inherentes a la técnica de la producción capitalista, como forma de producción que rinda todo lo más posible con ayuda de las máquinas y la mayor economía posible de la mano de obra”, imponga sus leyes a la industria. En apoyo de esta conclusión afirma que “en Norteamérica, donde nació el taylorismo, no hay una sola empresa importante en que la aplicación completa del sistema no haya fracasado a causa de la imposibilidad psicológica de reducir a los seres humanos al estado del gorila”. Esta puede ser otra ilusión de teorizante belga, muy satisfecho de que a su alrededor sigan hormigueando tenderos y artesanos; pero dista mucho de ser una aserción corroborada por los hechos. Es fácil comprobar que los hechos desmienten a De Man. El sistema industrial de Ford, del cual esperan los intelectuales de la democracia toda suerte de milagros, se basa como es notorio en la aplicación de los principios tayloristas. Ford, en su libro “Mi Vida y mi Obra”, no ahorra esfuerzos por justificar la organización taylorista del trabajo. Su libro es, a este respecto, una defensa absoluta del maquinismo, contra las teorías de psicólogos y filántropos. “El trabajo que consiste en hacer sin cesar la misma cosa y siempre de la misma manera constituye una perspectiva terrificante para ciertas organizaciones intelectuales. Lo sería para mí. Me sería imposible hacer la misma cosa de un extremo del día al otro; pero he debido darme cuenta de que para otros espíritus, tal vez para la mayoría, este género de trabajo no tiene nada de aterrante: Para ciertas inteligencias, al contrario, lo temible es pensar. Para estas, la ocupación ideal es aquella en que el espíritu de iniciativa no tiene necesidad de manifestarse”. De Man confía en que el taylorismo se desacredite, por la comprobación de que “determina en el obrero consecuencias psicológicas de tal modo desfavorables a la productividad que no pueden hallarse compensadas con la economía de trabajo y de salarios teóricamente probable”. Mas, en esta como en otras especulaciones, su razonamiento es de psicólogo y no de economista. La industria se atiene, por ahora, al juicio de Ford mucho más que al de los socialistas belgas. El método capitalista de racionalización del trabajo ignora radicalmente a Henri de Man. Su objeto es el abaratamiento del costo mediante el máximo empleo de máquinas y obreros no calificados. La racionalización tiene, entre otras consecuencias, la de mantener, con un ejército permanente de desocupados, un nivel bajo de salarios. Esos desocupados provienen, en buena parte, de la descalificación del trabajo por el régimen taylorista, que tan prematura y optimistamente De Man supone condenado.

De Man acepta la colaboración de los obreros en el trabajo de reconstrucción de la economía capitalista. La práctica reformista obtiene absolutamente su sufragio. “Ayudando al restablecimiento de la producción capitalista y a la conservación del estado actual, -afirma- los partidos obreros realizan una labor preliminar de todo progreso ulterior”. Poca fatiga debía costarle, entonces, comprobar que entre los medios de esta reconstrucción, se cuenta en primera línea el esfuerzo por racionalizar el trabajo perfeccionando los equipos industriales, aumentado el trabajo mecánico y reduciendo el empleo de mano de obra calificada.
Su mejor experiencia moderna, la ha sacado, sin embargo, Norteamérica tierra de promisión cuya vitalidad capitalista lo ha hecho pensar que “El socialismo europeo en realidad, no ha nacido tanto de la oposición contra el capitalismo como entidad económica como de la lucha contra ciertas circunstancias que han acompañado al nacimiento del capitalismo europeo: tales como la pauperización de los trabajadores, la subordinación de clases sancionada por las leyes, los usos y costumbres, la ausencia de democracia política, la militarización de los Estados, etc”. En los Estados Unidos el capitalismo se ha desarrollado libre de residuos feudales y monárquicos. A pesar de ser ese un país capitalista por excelencia, “no hay un socialismo americano que podamos considerar como expresión del descontento de las masas obreras”. El socialismo, como conclusión lógica viene a ser algo así como el resultado de una serie de taras europeas, que Norteamérica no conoce.

De Man no formula explícitamente este concepto, porque entonces quedaría liquidado no solo el marxismo sino el propio socialismo ético que, a pesar de sus muchas decepciones, se obstina en confesar. Pero he aquí una de las cosas que el lector podría sacar en claro de su alegato. Para un estudioso serio y objetivo -no hablemos ya de un socialista- habría sido fácil reconocer en Norteamérica una economía capitalista vigorosa que debe una parte de su plenitud e impulso a las condiciones excepcionales de libertad en que le ha tocado nacer y crecer, pero que no se sustrae, por esta gracia original, al sino de toda economía capitalista. El obrero norteamericano es poco dócil al taylorismo. Más aún, Ford constata su arraigada voluntad de ascensión. Más la industria yanqui dispone de obreros extranjeros que se adaptan fácilmente a las exigencias de la taylorización. Europa puede abastecerla de los hombres que necesita para los géneros de trabajo que repugnan al obrero yanqui. Por algo los Estados Unidos es un imperio; y para algo Europa tiene un fuerte saldo de población desocupada y famélica. Los inmigrantes europeos no aspiran generalmente a salir de maestros obreros remarca Mr. Ford. De Man, deslumbrado por la prosperidad yanqui, no se pregunta al menos si el trabajador americano encontrará siempre las mismas posibilidades de elevación individual. No tiene ojos para el proceso de proletarización que también en Estados Unidos se cumple. La restricción de la entrada de inmigrantes no le dice nada.

El neo-revisionismo se limita a unas pocas superficiales observaciones empíricas que no aprehenden el curso mismo de la economía, ni explican el sentido de la crisis post-bélica. Lo más importante de la previsión marxiana -la concentración capitalista- se ha realizado. Social-demócratas como Hilferding, a cuya tesis se muestra más atento un político burgués como Vaillaux. (“¡Ou va la franse?” que un teorizante socialista como Henri de Man, aportan su testimonio científico a la comprobación de este fenómeno. ¿Qué valor tienen al lado del proceso de concentración capitalista, que confiere el más decisivo poder a las oligarquías financieras y a los trusts industriales, los menudos y parciales reflujos escrupulosamente registrados por un revisionismo negativo, que no se cansa de rumiar mediocre e infatigablemente a Bernstein, tan superior evidentemente, como ciencia y como mente, a sus pretensos continuadores? En Alemania, acaba de acontecer algo en que deberían meditar con provecho los teorizantes empeñados en negar la relación de poder político y poder económico. El partido populista, castigado en las elecciones, no ha resultado, sin embargo, mínimamente disminuido en el momento de organizar un nuevo ministerio. Ha parlamentado y negociado de potencia a potencia con el partido socialista, victorioso en los escrutinios. Su fuerza depende de su carácter de partido de la burguesía industrial y financiera; y no puede afectarla la pérdida de algunos asientos en el Reichstag, ni aún si la social-democracia los gana en proporción triple.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La literatura peruana por Luis Alberto Sánchez

No es posible enjuiciar aún íntegramente el trabajo de Luis Alberto Sánchez, en esta historia de “La Literatura Peruana”, concebida con un “derrotero para una historia espiritual del Perú”, por la sencilla razón de que no se conoce sino el primer volumen. Este volumen expone las fuentes bibliográficas de Sánchez, el plan de su trabajo, el criterio de sus valoraciones; y estudia los factores de la literatura nacional: medio, raza, influencias. Presenta, en suma, los materiales y los fundamentos de la obra de Sánchez. El segundo tomo nos colocará ante el edificio completo.
Sánchez, desde sus “Poetas de la Colonia”, se ha entregado a esta labor de historiógrafo y de investigador con una seriedad y una contradicción muy poco frecuentes entre nosotros. El escritor peruano tiende a la improvisación fácil, a la divulgación brillante y caprichosa. Nos faltan investigadores habituados a la disciplina del seminario. La universidad no los forma todavía; la atmósfera y la tradición intelectuales del país no favorecen en desenvolvimiento de las vocaciones individuales. En la generación universitaria de Sánchez -lo certifican los trabajos de Jorge Guillermo Leguía, Jorge Basadre, Raúl Porras Barrenechea, Manuel Abastos,- aparece, como una reacción, ese ascetismo de la biblioteca que en los centros de cultura europeos alcanza grados tan asombrosos de recogimiento y concentración. Esto es, sin duda, algo anotado ya justicieramente en el haber de la que, de otro lado, puede llamarse, en la historia de la Universidad, “generación de la Reforma”.
Desde un punto de vista de hedonismo estético, de egoísmo crítico, no es muy envidiable la fatiga de revisar la producción literaria nacional y sus apostillas y comentarios. Mis más tesoneras lecturas de este género corresponden, por lo que respecta, a los años de rabioso apetito de mi adolescencia, en que un hambre patriótico de conocimiento y admiración de nuestra clásica y romántica literatura me preservaba de cualquier justificado aburrimiento. Después, no he frecuentado gustoso esta literatura, sino cuando el acicate de la indagación política e ideológica me ha consentido recorrer sin cansancio sus documentos representativos. Mi aporte a la revisión de nuestros valores literarios -lo que yo llamo mi testimonio al proceso de nuestra literatura-, está en la serie de artículos que sobre autores y tendencias he publicado en esta misma sección de “Mundial”, y que, organizados y ensamblados, componen uno de los “7 ensayos de interpretación de la realidad peruana”, que dentro de pocos días entregaré al público.
Porque, descontado el goce de la búsqueda, hay poco placer crítico y artístico en este trabajo. La historia literaria del Perú consta, en verdad, de unas cuantas personalidades, algunas de las cuales, -de Melgar a Valdelomar- no lograron su expresión plena, mientras otras, como don Manuel González Prada, se desviaron de la pura creación artística, solicitadas por un deber histórico, por una exigencia vital de agitación y de polémica políticas. Este parece ser un rasgo común a la historia literaria de toda Hispano-América. “Nuestros poetas, nuestros escritores, -apunta un excelente crítico. Pedro Henríquez Ureña- fueron las más veces, en parte son todavía, hombres obligados a la acción, la faena política y hasta la guerra y no faltan entre ellos los conductores e iluminadores de pueblos”. La materia resulta, por tanto, mediocre, desigual, escasa, si el crítico no renuncia ascéticamente a sus derechos de placer estético. I no todos tienen la fuerza de este renunciamiento que es casi una penitencia. Para afanarse en establecer, con orden riguroso, la biografía y la calidad de uno de nuestros pequeños clásicos y de nuestros pequeños románticos, precisa -haciéndose tal vez cierta violencia a si mismo- persuadirse previamente de su importancia, hasta exagerarla un poco.
La historia erudita, bibliográfica y biográfica, de nuestra literatura como la de todas las literaturas hispano-americanas, tiene, por esto, el riesgo de aceptar cierta inevitable misión apologética, con sacrificio del rigor estimativo y de la verdad crítica. La crítica artística, y por tanto la historia artística, -ya que como piensa Benedetto Croce se identifican y consustancian- son subrogadas por la crónica y la biografía. Las cumbres no se destacan casi de la llanura, en un panorama literario minucioso y detallado. No cumple así la historia su función de guiar eficazmente las lecturas y de ofrecer al público una jerarquía sagaz y justa de valores. Henríquez Ureña, ante este peligro, se pronuncia por una norma selectiva: “Dejar en la sombra populosa a los mediocres; dejar en la penumbra a aquellos cuya obra pudo haber sido magna, pero quedó a medio hace tragedia común en nuestra América. Con sacrificios y hasta injusticias sumas es como se constituyen las constelaciones de clásicos en todas las literaturas. Epicarmo fue sacrificado a la gloria de Aristófanes; Gorgias y Protágoras a las iras de Platón. La historia literaria de la América española debe escribirse alrededor de unos cuantos nombres centrales: Bello, Sarmiento, Montalvo, Martí, Darío, Rodó”.
El género mismo de las historiografías literarias nacionales, se encuentra universalmente en crisis, reservado a usos meramente didácticos y cultivado por críticos secundarios. Su época específica es la de los Schlegel, Mme Stael, Chateaubriand, De Sanctis, Taine, Brunetiere, etc. La crítica sociológica de la literatura de una época culmina en los seis volúmenes de las “Corrientes principales de la literatura del siglo diecinueve” de George Brandes. Después de esta obra, cae en progresiva decadencia. Hoy el criterio de los estudiosos se orienta por los ensayos que escritores como Croce, Tilgher, Prezzolini, Gobetti en Italia, Kerr en Alemania, Benjamin Cremieux, Albert Thibaudet, Ramón Fernández, Valery Larbaud, etc en Francia, han consagrado al estudio monográfico de autores, obras y corrientes. I respecto a una personalidad contemporánea, se consulta con más gusto y simpatía el juicio de un artista como André Gide, André Suarez, Israel Zangwill, y aún de un crítico de partido como Maurrás o Massis, que de un crítico profesional como Paul Souday. Se registra, en todas partes, una crisis de la crítica literaria, y en particular de la crítica como historia por su método y objeto. Croce, constatando este hecho, afirma que “la verdadera forma lógica de la historiografía literario-artística es la característica del artista singular y de su obra e la correspondiente forma didascalica del ensayo y la monografía” y que “el ideal romántico de la historia general, nacional o universal sobreviene solo como un ideal abstracto; y los lectores corren a los ensayos y a las monografías o se limitan a estudiarlas consultarlas como manuales”.
Pero en el Perú donde tantas están cosas por hacer, esta historia general no ha sido escrita todavía; y, aunque sea con retardo, es necesario que alguien se decida a escribirla. Y conviene felicitarse de que asuma esta tarea un escritor de la cultura y el talento de Luis Alberto Sánchez, apto para apreciar corrientes y fenómenos no ortodoxos, antes que cualquier fastidioso y pedante seminarista, amamantado por Cejador.
Esperemos con confianza, el segundo tomo de la obra de Sánchez, que contendrá su crítica propiamente dicha, y por tanto su historia propiamente dicha, de obras y personalidades. Del mérito de esta crítica, depende la apreciación del valor y eficacia del método adoptado por Sánchez y explicado en el primer tomo. La solidez del edificio será la mejor prueba de la bondad de los andamios.
En tanto, tengo que hacer una amistosa rectificación personal a Sánchez. Al referirse a mi “proceso de la literatura peruana”, deduce mis fuentes de mis citas y aún eso incompletamente. Cuando conozca completo, y en conjunto, mi estudio, comprobará que, con el mismo criterio con que enjuicio solo los valores-signos, en lo que concierne a la crítica y a la exégesis comento los documentos representativos y polémicos. No tengo, por supuesto, ninguna vanidad de erudito ni bibliógrafo. Soy, por una parte, un modesto autodidacta y por otra parte, un hombre de tendencia o de partido, calidades ambas que yo he sido el primero en reivindicar más celosamente. Pero la mejor contribución que puedo prestar al rigor y a la exactitud de las referencias de la obra de Sánchez, es sin duda la que concierne a la explicación de mí mismo.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El problema editorial

El problema editorial

El problema de la cultura en el Perú, en uno de sus aspectos, -y no el más adjetivo- se llama problema editorial. El libro, la revista literaria y científica, son no solo el índice de toda cultura, sino también su vehículo. Y para que el libro se imprima, difunda y cotiza no basta que haya autores. La producción literaria y artística de un país depende, en parte, de una buena organización editorial. Por esto, en los países donde se actúa una vigorosa política educacional, la creación de nuevas escuelas y la extensión de la cultura obliga al Estado al fomento y dirección de las ediciones, y en especial de las destinadas a recoger la producción nacional. La labor del gobierno mexicano se destaca en América, en este plano, como la más inteligente y sistemática. El ministerio de instrucción pública de ese país tiene departamentos especiales de bibliotecas, de ediciones y de bibliografía. Las ediciones del Estado se proponen la satisfacción de todas las necesidades de la cultura. Publicaciones artísticas como la magnífica revista “Forma”-la mejor revista de artes plásticas de América- son un testimonio de la amplitud y sagacidad con que los directores de la instrucción pública entienden en México su función.

El Perú, como ya he tenido oportunidad de observarlo, se encuentra a este respecto en el estadio más elemental e incipiente. Tenemos por resolver íntegramente nuestro problema editorial: desde el texto escolar hasta el libro de alta cultura. La publicación de libros no cuenta con el menor estímulo. El público lee poco, entre otras cosas porque carece, a consecuencia de una defectuosa educación, del hábito de la lectura seria. Ni en las escuelas ni fuera de ellas, hay donde formarle este hábito. En el Perú existen muy pocas bibliotecas públicas, universitarias y escolares. A veces se otorga este nombre a meras colecciones estáticas o arbitrarias de volúmenes heterogéneos.

Publicar un libro, en estas condiciones, representa una empresa temeraria a la cual se arriesgan muy pocos. Por consiguiente, nada es más difícil para el autor que encontrar un editor para sus obras. El autor, por lo general, se decide a la impresión de sus obras por su propia cuenta, a sabiendas de que afronta una pérdida segura. Es para él la única manera de que sus originales no permanezcan indefinidamente inéditos. Las ediciones son así muy pobres, los tirajes son ínfimos, la divulgación del libro es escasa. Un autor no puede sostener el servicio de administración de una editorial. El libro se exhibe en unas cuantas librerías de la república. Al extranjero sale muy raras veces.

Una de las limitaciones más absurdas, uno de los obstáculos más artificiales de la circulación del libro es la tarifa postal. La expedición de un pequeño volumen a cualquier punto de la república cuesta al menos 34 centavos. Para una editorial, este gasto, que no tiene como otros plazo ni espera, puede ser mayor que el del costo de impresión del volumen mismo. La distribución de un libro es tan cara como su producción, que no tiene muy ciertas garantías de cubrirse con la venta.

He aquí, sin duda, una valla que al Estado no le costaría nada abatir. El libro debe ser asimilado a la condición de la revista y del periódico que, dentro de la república, gozan de franquicia postal. El correo perderá unos pocos centavos; pero la cultura nacional ganará enormemente. En otros países, el correo facilita por medio de la “cuenta corriente” o del pago de una suma mensual muy moderada, la difusión de toda clase de publicaciones. En un país, donde el público no siente la necesidad de la lectura sino en una exigua proporción, el interés nacional en proteger e impulsar la difusión del libro aparece cien veces mayor.
Y como hay también interés en que el libro nacional salga al extranjero, para que el país adquiera una presencia creciente en el desarrollo intelectual de América, la tarifa postal debe ser igualmente favorable a su exportación. Los autores y los editores triplicarán sus envíos con una tarifa reducida.

No hace falta agregar que el Estado y las instituciones de cultura disponen de otros medios de fomentar la producción literaria y artística nacional. El establecimiento de ediciones del Ministerio de Instrucción, de la Biblioteca Nacional, de las Universidades, es, entre ellos, indispensable, tanto para la provisión de las bibliotecas escolares y públicas como para el mantenimiento de servicios de intercambio, sin los cuales no se concibe relaciones regulares con las Universidades y Bibliotecas del extranjero.
Existe, en el congreso, un proyecto de ley que instituye un premio nacional de literatura. La institución de esta clase de premios ha sido en todos los países provechosa, a condición naturalmente de que se le haya conservado alejada de influencias sospechosas, y de tendencias partidistas. El sistema de los concursos tan grato al criollismo es contrario a la libre creación intelectual y artística. No tiene justificación sino en casos excepcionales. Es, sin embargo, entre nosotros, la única mediocre y avara posibilidad que se ofrece de vez en cuando a los intelectuales de ver premiado un trababa suyo. Los premios, mil veces más eficaces y justicieros, cuando recompensan los esfuerzos sobresalientes de la vida intelectual de un país, sin proponerles un tema obligatorio, estimulan a la vez a autores y editores, ya que constituyen una consagración de seguros efectos en la venta de un libro.
Aunque falte todavía mucho para que los problemas vitales de la cultura nacional merezcan en el Perú la consideración de las gentes vale la pena plantearlos, de vez en cuando, en términos concretos, para que al menos los intelectuales adquieran perfecta conciencia de su magnitud.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

"El nuevo derecho" de Alfredo Palacios

El Dr. Alfredo Palacios, a quien la juventud hispano-americana aprecia como a uno de sus más eminentes maestros, ha publicado este año una segunda edición de “El Nuevo Derecho”. Aunque las nuevas notas del autor enfocan algunos aspectos recientes de esta materia, se reconocer siempre en la obra de Palacios un libro escrito en los primeros años de la paz, cuando el rumbo, arrullado todavía por los ecos del mensaje wilsoniano, se mecía en una exaltada esperanza democrática. Palacios ha sido siempre, más que un socialista, un demócrata, y no hay de qué sorprenderse si en 1920 compartía la confianza entonces muy extendida, de que la democracia conducía espontáneamente al socialismo. La democracia burguesa, amenazada por la revolución en varios frentes, gustaba entonces de decirse y creerse democracia social, a pesar de que una parte de la burguesía prefería ya el lenguaje y la práctica de la violencia. Se explica, por esto, que Palacios conceda a la conferencia del trabajo de Washington y los principios de legislación internacional del trabajo incorporados en el tratado de Paz, una atención mucho mayor que a la revolución rusa y a sus instituciones. Palacios se comportaba frente a la revolución con mucha más sagacidad que la generalidad de los social-demócratas. Pero veía en las conferencias del trabajo, más bien que en la revolución soviética, el advenimiento del derecho socialista. Es difícil que mantenga esta actitud hoy que Mr. Albert Thomas, Jefe fe la Oficina Internacional del Trabajo, -esto es del órgano de las conferencias de Washington, Ginebra, etc- acuerda sus alabanzas a la legislación obrera del Estado fascista, tan enérgicamente acusado de mistificación y fraude reaccionarios por el Dr. Palacios, en una de las notas que ha añadido al texto de “En Nuevo Derecho”.
Este libro, sin embargo, conservó un singular valor, como historia de la formación del derecho obrero hasta la paz wilsoniana. Tiene el mérito [de] no ser una teoría ni una filosofía del nuevo derecho sino únicamente un sumario de su historia. El doctor Sánchez Viamonte, que prologa la segunda edición, observa acertadamente: “No obstante su estructura y contenido de tratado, el libro del doctor Palacios es más bien un sesudo y formidable alegato en defensa del obrero, explicando el proceso histórico de su avance progresivo, logrado objetivamente en la legislación por el esfuerzo de las organizaciones proletarias y a través de la lucha social en el campo económico. No falta a este libro el tono sentimental un tanto dramático y a veces épico, desde que, en cierto modo, es una epopeya; la más grande y trascendental de todas, la más humana, en suma: la epopeya del trabajo. Por eso, supera al tratado puramente técnico del especialista, frio industrial de la ciencia, que aspira a resolver matemáticamente el problema de la vida”. Palacios estudia los orígenes del “nuevo derecho” en capítulos a los que el sentimiento apologético, el tono épico como dice Sánchez Viamonte, no resta objetividad ni exactitud magisteriales. El sindicato, como órgano de la consciencia y la solidaridad obreras, es enjuiciado por Palacios con un claro sentido de su valor histórico. Palacios se da cuenta perfecta de que el proletariado ensancha y educa su consciencia de clase en el sindicato mejor que en el partido. Y, por consiguiente, busca en la acción sindical, antes que en la acción parlamentaria de los partidos socialistas, la mecánica de las conquistas de la clase obrera.
Habría, empero que reprocharle, a propósito del sindicalismo, su injustificable prescindencia del pensamiento de George Sorel en la investigación de los elementos doctrinales y críticos del derecho proletario. El olvido de la obra de Sorel, a la cual está vinculado el más activo y fecundo movimiento de continuación teórica y práctica de la ideal marxista, me parece más particularmente remarcable por la mención desproporcionada que, en cambio concede Palacios a los conceptos jurídicos de Jaures. Mientras Jaures, -a cuya gran figura no regateo ninguno de los méritos que en justicia le perteneces- era esencialmente un político y un intelectual que se movía, ante todo, en el ámbito del partido y que, por ende, no podía evitar en su propaganda socialista, atento a la clientela pequeño-burguesa de su agrupación, los hábitos mentales del oportunismo parlamentario. No es prudente, pues, seguirlo en su empeño de descubrir en el código burgués principios y nociones cuyo desarrollo baste para establecer el socialismo. Sorel, en tanto, extraño a toda preocupación parlamentaria y partidista, apoya directamente sus concepciones en la experiencia de la lucha de clases. Y una de las características de su obra, -que por este solo hecho no puede dejar de tomar en cuenta ningún historiógrafo del “nuevo derecho”- es precisamente su esfuerzo por entender y definir las creaciones jurídicas del movimiento proletario. El genial autor de las “Reflexiones sobre la violencia” advertía, -con la autoridad que a su juicio confiere su penetrante interpretación de la idea marxista, la “insuficiencia de la filosofía jurídica de Marx”, aunque acompañase esta observación de la hipótesis de que “por la expresión enigmática de dictadura del proletariado, él entendía una manifestación nueva de ese Volkgeist al cual los filósofos del derecho histórico reportaban la formación de los principios jurídicos”. En su libro “Materiales de una teoría del proletariado”, Sorel expone una idea -la de que el derecho al trabajo equivaldrá en la consciencia proletaria a lo que es el derecho de propiedad en la consciencia burguesas- mucho más importante y sustancial que todas las eruditas especulaciones del profesor Antonio Menger. Pocos aspectos, en fin, de las obras de Proudhon, -más significativa también en la historia del proletariado que los discursos y ensayos de Jaurés- son tan apreciados por Sorel como su agudo sentido del rol del sentimiento jurídico popular en un cambio social.
La presencia de la legislación demo-burguesa de principios, como el de “utilidad pública”, cuya aplicación sea en teoría suficiente para instaurar, sin violencia, el socialismo, tiene realmente una importancia mucho menos de la que se imaginaba optimistamente la elocuencia de Jaurés. En el seno del orden medioeval y aristocrático, estaban también casi todos los elementos que, más tarde, debían producir, no sin una violenta ruptura de ese marzo histórico, el orden capitalista. En sus luchas contra la feudalidad, los reyes de apoyaban frecuentemente en la burguesía, reforzando su creciente poder y estimulando su desenvolvimiento. El derecho romano, fundamente del código capitalista, renació igualmente bajo el régimen medioeval, en contraste con el propio derecho canónico, como lo constata Antonio Labriola. Y el municipio, célula de la democracia liberal, surgía también dentro de la misma organización social. Pero nada de esto significó una efectiva transformación del orden social sino a partir del momento en que la clase burguesa tomó revolucionariamente en sus manos el poder. El código burgués requirió la victoria política de la clase en cuyos intereses se inspiraba.
Muy extenso comentario sugiere el nutrido volumen del Dr. Palacios. Pero este comentario nos llevaría fácilmente al examen de toda la concepción reformista y demócrata del progreso social. I esta sería materia excesiva para un artículo. Prefiero, por mi parte, abordarla sucesivamente en algunos artículos sobre algunos debates y tópicos actuales de revisionismo socialista.
Pero no concluiré sin dejar constancia de que Palacios se distingue de la mayoría de los reformistas por la sagacidad de su espíritu crítica y su comprensión del fenómeno revolucionario. Su reformismo no le impide explicarse la revolución. La Rusia de los Soviets, a pesar de su dificultad para apreciar integralmente la obra de Lenin, reviste a su juicio la magnitud que le niegan generalmente los regañones (...).

José Carlos Mariátegui La Chira

Maeztu y la dictadura

Aunque “es obvio que un Embajador no puede entrar en polémicas periodísticas, el señor Maeztu ha creído necesario responder al artículo en que yo examinaba el proceso y las razones de su adhesión a la dictadura de Primo de Rivera, porque que “puede y debe rectificar una inexactitud”. La inexactitud en que yo he incurrido, y que el Sr. Maeztu en una carta a don Joaquín García Monge, director de “Repertorio Americano”, califica de cronológica, se encontraría en el párrafo siguiente: “El reaccionario explícito e inequívoco no ha aparecido en Maeztu sino después de tres años de meditación jesuítica y de duda luterana. Para que el pensamiento de un intelectual formalmente liberal y orgánicamente conservador, haya recorrido el camino que separa la reforma de la reacción, han sido necesarios tres años de experiencia reaccionaria, planeada y cumplida de modo muy diverso del que habría sido grato especulador teórico. El hecho ha precedido a la teoría; la acción a la idea. Maeztu ha encontrado su camino mucho después de Primo de Rivera”. Son estas las palabras de mi artículo que Maeztu copia para contradecirlas. I su artículo se contrae a sostener que el “cambio central de sus ideas” o, mejor dicho, “la fijación de sus ideas fundamentales” data de 1912. Hasta entonces Maeztu había escrito indistintamente en periódicos liberales como el “Heraldo de Madrid” y conservadores como “La Correspondencia de España” y, consecuente con la fórmula favorita de los hombres del 98, “escuela y despensa”, no se había preocupado gran cosa del problema de derechas e izquierdas. Posición que correspondería en propiedad intelectual “formalmente liberal y orgánicamente conservador”, como yo me he permitido definir al señor Maeztu.
Mi ilustre contradictor no niega, precisamente, el cambio. Y ni siquiera lo atenúa. Lo que le importa es su cronología. Mi inexactitud no es de concepto sino de fecha. El “reaccionario explícito e inequívoco” no ha aparecido en Maeztu después de tres años de experiencia reaccionaria, sino mucho antes de la experiencia misma. ¿Cómo y cuándo? He aquí lo que Maeztu trata de explicarnos. La cronología de su conversión es la siguiente: En 1912, se regresó de Londres, se encontró con que un militar amigo suyo, persuadido por un libro de Mr. Norman Angell de que la guerra no es negocio, se había vuelto pacifista. Los libros de Mr. Norman Angell fueron, diversa y opuestamente, el camino de Damasco, de Maeztu y su amigo militar. El militar se desilusionó de la guerra y la fuerza; el escritor, por reacción, comenzó a apasionarse por ellas. I el día en que descubrió que la fuerza tiene que ser un valor en si misma, ese día, -son sus palabras- pudo advertir que “se había alejado definitivamente del sector de opinión que actualmente lo combate”. En 1916 publicó en inglés un libro, traducido en 1919 al castellano con el título de “La Crisis del Humanismo”, que contiene sustancialmente todo conforme a esta versión, psicológica e intelectualmente sincera sin duda alguna, a pesar de provenir de un Embajador, la conversión de Maeztu ha sido en gran parte causal. Sin la claudicación de un militar honesto y sedentario, capaz de interesarse por las ideas de un pacifista inglés, Maeztu no habría leído con atención los libros de Norman Angell. Y sin meditar en estos libros, no habría llegado, -al menos, tan pronto- a las opiniones expresadas en “La Crisis del Humanismo”. Se trata, en suma de una conversación totalmente causal, vital, pragmatista y polémica. En esto, Maeztu descubre la filiación íntimamente protestante y británica de su mente y su cultura. Y he aquí dos factores más serios de su cambio que el encuentro del militar pacifista y la lectura meditada de “La Gran Ilusión”. Más o menos lo mismo que al señor Maeztu, le sucedió a la Gran Bretaña en el siglo pasado. La gran Bretaña era pacifista en la época del apogeo de las ideas libre-cambistas y manchesterrianas. Gladstone, liberal, acabó practicando, sin embargo, una política imperialista. I Chamberlain, anti-imperialista de origen y escuela, se transformó como Ministro de Colonias, en apóstol del imperialismo. Terminado el periodo de revolución liberal -y, por ende, de emancipación política de los pueblos- liquidados o reducidos a modestos límites los imperios feudales, Inglaterra advirtió que su interés había dejado de ser anti-imperialista. La concurrencia de nuevos imperios capitalistas como Alemania, la obligaba a asegurarse la mejor parte en la distribución de las colonias. El capitalismo británico se tornó agresivo, conquistador y guerrero, hasta precipitar la guerra mundial en la forma que todos sabemos. El señor Maeztu, que formal o teóricamente había permanecido hasta 1912 fiel a una filosofía más o menos liberal, humanista y rousseauniana, estaba ya espiritual y aún racionalmente demasiado impregnado del nuevo clima y del nuevo sentimiento del capitalismo británico. El militar pacifista y Normal Angell son menos responsables de lo que el señor Maeztu cree.
En “La Crisis del Humanismo”, el señor Maeztu no se revelaba solo contra las ideas políticas, sociales y filosóficas que se habían engendrado al impulso del movimiento romántico iniciado por Rousseau. Sus iros, según él mismo, iban más lejos. “El culpable del romanticismo era el humanismo, el subjetivismo de los siglos anteriores y del Renacimiento, por el que el hombre había tratado de convertirse en la medida de todas las cosas, del bien y del mal, de la verdad y de la falsedad”. Más o menos así razonan también los ideólogos fascistas. Su condena no se detiene en el demo liberalismo-burgués; alcanza al Renacimiento, a la Reforma y al protestantismo, después de hacer justicia sumaria de la Enciclopedia, Rousseau y la Revolución Francesa. Pero el señor Maeztu, inveterado y recalcitrante admirador de las creaciones del genio anglo-sajón, -y, por consiguiente, del capitalismo y el industrialismo, de la grandeza y del poder de Inglaterra y Estados Unidos- no puede asumir esta actitud, sin contradicción flagrantes con algunas de sus opiniones más caras. Al señor Maeztu le debemos sagaces críticas del ideal de Rodó, inteligentes interpretaciones del espíritu puritano y de su influencia en el fenómeno yanqui. No puede arribar, por consiguiente, a las mismas conclusiones que un neo-tomista francés o un nacionalista católico italiano. Condenando “el humanismo, el subjetivismo de los siglos anteriores y del Renacimiento”, el señor Maeztu condena la Reforma, el protestantismo y el liberalismo, esto es los elementos religiosos, filosóficos y políticos de los cuales se ha nutrido la civilización capitalista fruto de un régimen de libre concurrencia. La Reforma representó la ruptura entre el mundo medioeval y el mundo moderno. ¿Y qué es, en último análisis, el protestantismo, sino ese subjetivismo, o mejor, ese individualismo que el señor Maeztu repudia?
En el terreno de la doctrina y de la historia, se le podrían dirigir al señor Maeztu muchas interrogaciones embarazantes. Pero esto no cabe dentro de los límites forzosos de mi dúplica. El señor Maeztu ha rectificado una “inexactitud cronológica”. Y a esta rectificación debo contraerme, sosteniendo que la inexactitud no existe. Es una inexactitud subjetiva, que tiene realidad y valor solo para el señor Maeztu. Pero objetiva, históricamente, no tiene realidad ni valor. Yo no he dicho que todas las ideas actuales del señor Maeztu sean posteriores a tres años de dictadura española. He dicho solo que el reaccionario explícito e inequívoco no ha aparecido en él sino después de esos tres años. Poco importa que en “La Crisis del Humanismo”, estuviese ya, en esencia, toda la filosofía actual de su autor. ¿No he definido acaso al Maeztu de ayer como un intelectual formalmente liberal y orgánicamente conservador? Maeztu había adquirido, antes de “La Crisis del Humanismo”, un concepto, que el llamará, realista, de la fuerza. Pero esto no fijaba todavía totalmente su posición política. Hace solo cuatro años, en artículos de “El Sol”, de los cuales recordaré precisamente uno titulado “Reforma y Reacción”, atribuía toda la responsabilidad del momento reaccionario que atravesaba Europa, a la agitación revolucionaria que lo había antecedido. Hasta entonces no había abandonado aún del todo, ideológicamente, el campo de la Reforma. Esto es lo que he afirmado. Y en esto insisto.
Me explico que a un hombre inteligente y culto como el señor Maeztu, con el orgullo y también la vanidad peculiar del hombre de ideas, le moleste llegar en retardo respecto a Primo de Rivera, por quien no puede sentir excesiva estimación. Pero el hecho es así, cualesquiera que sean las atenuantes que se admitan. I mi tesis que el destino del intelectual, -salvo todas las excepciones que confirman la regla- es el de seguir el curso de los hechos, más bien que el de precederlos y anticiparlos.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La batalla del libro

Organizada por uno de los inteligentes y laboriosos editores argentinos, Samuel Glusberg, se ha realizado recientemente en Mar del Plata la Exposición Nacional del Libro. Este acontecimiento, -que ha seguido a poca distancia a la Feria Internacional del Libro,- ha sido la manifestación más cuantiosa y valiosa de la cultura argentina. La Argentina ha encontrado de pronto, en esta exposición el vasto panorama de su literatura. El volumen imponente de su producción literaria y científica le ha sido presentada, en los salones de la exposición, junto con la extensión y progreso de su movimiento editorial.
Hasta hoy, no obstante el número de sus editoriales, la Argentina no exporta sus libros sino en muy pequeña escala. Las editoriales y librerías españolas mantienen, a pesar del naciente esfuerzo editorial de algunos países, una hegemonía absoluta en el mercado hispano-americano. La circulación del libro americano en el continente, es muy limitada e incipiente. Desde un punto de vista de libreros, los escritores de “La Gaceta Literaria” estaban en lo cierto cuando declaraban a Madrid meridiano literario de Hispano-América. En lo que concierne a su abastecimiento de libros, los países de Sud-América continúan siendo colonias españolas. La Argentina es, entre todos estos países, el que más ha avanzado hacia su emancipación, no solo porque es el que más libros recibe de Italia y Francia, sino sobre todo porque es el que ha adelantado más en materia editorial. Pero no se han creado todavía en la Argentina empresas o asociaciones capaces de difundir las ediciones argentinas por América, en competencia con las librerías españolas. La competencia no es fácil. El libro español es, generalmente, más barato que el libro argentino. Casi siempre, está además mejor presentado. Técnicamente, la organización editorial y librera de España se encuentra en condiciones superiores y ventajosas. El hábito favorece al libro español en Hispano-América. Su circulación está asegurada por un comercio mecanizado, antiquísimo. El desarrollo de una nueva sede editorial requiere grandes bases financieras y comerciales.
Pero esta sede tiene que surgir, a plazo más o menos corto, en Buenos Aires. Las editoriales argentinas operan sobre la base de un mercado como el de Buenos Aires, el mayor de Hispano-América. El éxito de “Don Segundo Sombra” y otras ediciones, indica que Buenos Aires puede absorber en breve tiempo, la tirada de una obra de fina calidad artística. (No hablemos de las obras del señor Hugo Wast). La expansión de las ediciones argentinas, por otra parte, se inicia espontáneamente. Las traducciones publicadas por Gleizer, “Claridad”, etc, han encontrado una excelente acogida en los países vecinos. Los libros argentinos son, igualmente, muy solicitados. Glusberg, Samet y algún otro editor de Buenos Aires ensanchan cada vez más su vinculación continental. La expansión de las revistas y periódicos bonaerenses señala las rutas de la expansión de libros salidos de las editoriales argentinas.
La Exposición del Libro Nacional, plausiblemente provocada por Glusberg, con agudo sentido de oportunidad, es probablemente el acto en que la Argentina revisa y constata sus resultados y experiencias editoriales, en el plano nacional, para pasar a su aplicación a un plano continental. Arturo Cancela, en el discurso inaugural de la exposición, ha tenido palabras significativas. “Poco a poco -ha dicho- se va diseñando en América el radio de nuestra zona de influencia intelectual y no está lejano el día en que, realizando el ideal romántico de nuestros abuelos, Buenos Aires llegue a ser efectivamente, la Atenas del Plata”. “Este acto de hoy es apenas un bosquejo de esa apoteosis, pero que puede ser el prólogo de un acto más trascendental. El libro argentino está ya en condiciones de merecer la atención del público en las grandes ciudades de trabajo”. “Por su pasado, por su presente y por su futuro, el libro argentino merece una escena más amplia y una consagración más alta”.
De este desarrollo editorial de la Argentina -que es consecuencia no solo de su riqueza económica sino también de su madurez cultural- tenemos que complacernos como buenos americanos. Pero de sus experiencias podemos y debemos sacar, además, algún provecho en nuestro trabajo nacional. El índice libro, como he tenido ya ocasión de observarlo más de una vez, no nos permite ser excesivamente optimistas sobre el progreso peruano. Tenemos por resolver nuestros más elementales problemas de librería y bibliografía. El hombre de estudio carece en este país de elementos de información. No hay en el Perú una sola biblioteca bien abastecida. Para cualquier investigación, el estudioso carece de la más elemental bibliografía. Las librerías no tienen todavía una organización técnica. Se rigen de un lado por la demanda, que corresponde a los gustos rudimentarios del público, y de otro lado por las pautas de sus proveedores de España. El estudioso necesitaría disponer de enormes recursos para ocuparse por si mismo de su bibliografía. Invertiría en este trabajo un tiempo y una energía, robados a su especulación intelectual.
Poco se considera y se debate, entre nosotros, estas cuestiones. Los intelectuales parecen más preocupados por el problema de imprimir sus no muy nutridas ni numerosas obras, que por el problema de documentarse. Los obreros trabajan desorientados, absorbidos por la fatiga diaria de defender el negocio. Tenemos ya una fiesta o día del libro, en la cual se colecta para las bibliotecas escolares fondos que son aplicados sin ningún criterio por una de las secciones más rutinarias del Ministerio de Instrucción; pero más falta nos haría, tal vez, establecer una feria del libro, que estimulara la actividad de editores, autores y libreros y que atrajera más seria y disciplinadamente la atención del público y del Estado sobre el más importante índice de cultura de un pueblo.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Últimas aventuras de la vida de don Ramón del Valle Inclán

Cierta vez bosquejé a algunos amigos en una plática íntima la “teoría de la barba biológica”. Mis proposiciones, aproximadamente, se resumían así: la barba decae, porque desaparecen sus razones biológicas, históricas. La barba tramonta porque es extraña a una civilización maquinista, industrial, urbana, cubista. La figura del hombre moderno no necesita esta decoración medioeval, inadecuada a sus gustos deportivos, a su movimiento, a su mecánica. La estética del hombre está, en el fondo, regida por las mismas leyes de la estética de los edificios. La necesidad, la utilidad, justifican y determinan sus elementos. La barba, en un hombre, debe ser como la columna, como la cariátide, en un palacio o un templo: debe ser necesaria. Está demás cuando no lo es. Hay personas que se dejan la barba porque creen que les sienta bien; otras, porque creen parecerse a sus antepasados. Estas barbas de carácter puramente hereditario o de origen exclusivamente estético, no son biológicas, no son arquitectónicas. Carecen de función vital. Es como si fueran postizas. Pero todas las reglas de nuestra edad, tienen excepciones. Un estado de pura civilización, no es posible sin muchas excepciones, vale decir sin variedad, sin diversidad. También en nuestra época nacen y crecen barbas biológicas.
La barba de don Ramón del Valle Inclán, aunque haya tenido un proceso mucho más ordenado, es de la misma estirpe. Tiene todos los atributos del buen espécimen de barba biológica. La barba de Valle Inclán es como su manquera. ¿Cómo habría podido Valle Inclán ser Valle Inclán sin su barba? (Entre los mitos de la Biblia el de la cabellera de Sansón me parece más eficaz que un tratado de biología). No es por acaso que el soneto de Rubén Darío comienza con el célebre verso: “Este gran don Ramón de las barbas de chivo”. El genio poético de Rubén Darío tenía que asir la personalidad de Valle Inclán por la barba, esto es por lo más vital de su figura.
Esta barba, que es uno de los más nobles ornamentos de España, uno de los más ultramodernos retintos y señeros atributos de su individualidad, ha comparecido hace poco ante un juez. Porque, muy donquijotesco, muy caballero, muy español como es, Valle Inclán está siempre dispuesto a romper una lanza por la justicia, contra los jueces y alguaciles. El haber gritado en un teatro contra una pieza mala, le ha validado un proceso. Un proceso que no ha sido sino un interrogatorio, en el cual Valle Inclán rehusó declarar su nombre, profesión y domicilio como cualquier anónimo. Era el juez el que debía decirle su nombre, porque mientras en la sala de la audiencia nadie ignoraba el de Valle Inclán, muy poco sabía sin duda el del magistrado que lo interrogaba. Valle Inclán declaró en su diálogo ser coronel-general de los ejércitos de España y se afirmó antidinástico.
Valle Inclán es tradicionalista, ultramoderno, por oposición a la España jesuíticamente constitucional, burocráticamente dinástica, falsamente liberal de don Alfonso XIII. Es o ha sido carlista; pero no a la manera de don Carlos ni de su líder Vásquez de la Mella. Ha sido carlista, por sentir el carlismo algo así como una reivindicación de caballero andante. En 1920, estaba hasta la médula con la Revolución Rusa, con Lenin, con Trotzky, con todos los grandes don quijotes de la época. De partir en guerra, lo habría hecho por los soviets, no por don Jaime. Y hoy mismo, interrogado sobre el porvenir del liberalismo por un diario español, ha respondido que un liberalismo iluminado debe hacerse socialista. El porvenir no será liberal sino socialista. Don Ramón no lo piensa como político sino como intelectual; lo siente como artista, lo intuye como hombre de genio. Este hombre de la España negra es el que más cerca está de una España nueva.
Los amigos y paisanos de Blasco Ibáñez andas quejosos de la manera desdeñosa y agresiva como Valle Inclán ha tratado la memoria de “Sangre y Arena”. Esta ha sido otra de las últimas aventuras de Valle Inclán. También, aunque no lo parezca, aventura, de viejo hidalgo, porque es muy de viejo hidalgo es guardar sus ojerizas y sus aversiones más allá de la muerte. La aversión de Valle Inclán a Blasco Ibáñez refleja un contraste profundo entre la España del ochocientos y la España inmortal y eterna. ¿Qué podía amar Valle Inclán en un Mediterráneo optimista, republicano, democrático, de gusto mesocrático y de ideales estandarizados, y sobre todo tan exentos de pasión y tan incapaz de tragedia?
La crítica nueva hará justicia a este gran don Ramón, pendenciero, arbitrario y quijotesco. Waldo Frank, en su magnífico libro “España Virgen”, -que tan justicieramente [pasa] por alto otro valores adjetivos, otros signos secundarios de la literatura española- destacan el carácter singularmente representativo, profundamente español, de Valle Inclán.

José Carlos Mariátegui La Chira

Trotsky y la oposición comunista

La expulsión de Trotsky y Zinoviev del partido comunista ruso y las medidas sancionadas por este a la oposición trotskysta, reclaman una ojeada a la política interna de Rusia. La crítica contrarrevolucionaria, tantas veces defraudada por los acontecimientos rusos, se entretiene ya en pronosticar la inminente caída del régimen sovietista a consecuencia de su desgarramiento intestino. Los más avisados y prudentes de sus escritores prefieren conformarse con la esperanza de que la política de Stalin y el partido representan simple y llanamente la marcha hacia el capitalismo y sus instituciones. Pero basta una rápida ojeada a la situación rusa para convencerse de que las expectativas interesadas de la burguesía occidental no son esta vez más solventes que en los días de Kolchak y Wrangel.
La revolución rusa, que como toda gran revolución histórica, avanza por una trocha difícil que se va abriendo ella misma con su impulso. No conoce hasta ahora días fáciles ni ociosos. Los problemas externos se complican, en su proceso, con los problemas internos. Es la obra de hombres heroicos y excepcionales, y, por este mismo hecho, no ha sido posible sino con una máxima y tremenda tensión creadora. El partido bolchevique, por tanto, no es ni puede ser una apacible y unánime academia. Lenin le impulso hasta poco antes de su muerte su dirección genial; pero ni aún bajo la inmensa y única autoridad de este jefe extraordinario, escasearon dentro del partido los debates violentos. El partido bolchevique no se sometió nunca pasivamente a las órdenes de Lenin, sobre cuyo despotismo fantaseó a su modo un periodismo folletinesco que no podía imaginarlo sino como un zar rojo. Lenin ganó su autoridad con sus propias fuerzas; la mantuvo, luego, con la superioridad y clarividencia de su pensamiento. Sus puntos de vista prevalecían siempre por ser los que mejor correspondían a la realidad. Tenía, sin embargo, muchas veces que vencer la resistencia de sus propios tenientes de la vieja guardia bolchevique. Así sucedió, por ejemplo, en octubre de 1917, la víspera del asalto al poder, que lo encontró en estricto acuerdo con Trotsky y en abierto contraste con Zinoviev y Kamanec.
La muerte de Lenin, que dejó vacante el puesto de jefe genial, de inmensa autoridad personal, habría sido seguida por un período de profundo desequilibrio en cualquier partido menos disciplinado y orgánico que el partido comunista ruso. Trotsky se destacaba sobre todos sus compañeros por el relieve brillante de su personalidad. Pero no solo le faltaba vinculación sólida y antigua con el equipo leninista. Sus relaciones con la mayoría de sus miembros habían sido, antes de la revolución, muy poco cordiales. Trotsky, como es notorio, tuvo hasta 1917 una posición casi individual en el campo revolucionario ruso. No pertenecía al partido bolchevique, con cuyos líderes, sin exceptuar al propio Lenin, polemizó más de una vez acremente. Lenin apreciaba inteligente y generosamente el valor de la colaboración de Trotsky, quien, a su vez, -como lo atestigua el volumen en que están reunidos sus escritos sobre el jefe de la revolución,- acató sin celos ni reservas una autoridad consagrada por la obra más sugestiva y avasalladora para la consciencia de un revolucionario. Pero si entre Lenin y Trotsky pudo borrarse casi toda distancia, entre Trotsky y el partido mismo la identificación no pudo ser igualmente completa. Trotsky no contaba con la confianza total del partido, por mucho que su actuación como comisario del pueblo mereciese unánime admiración. El mecanismo del partido estaba en manos de hombres de la vieja guardia leninista que sentían siempre un poco extraño y ajeno a Trotsky, quien, por su parte, no conseguía consustanciarse con ellos en un único bloque. Trotsky, según parece, no posee las dotes específicas de político que en tan sumo grado tenía Lenin. No sabe captarse a los hombres; no conoce los secretos del manejo de un partido. Su posición singular -equidistante del bolchevismo y del menchevismo- durante los años corridos entre 1905 y 1917, además de desconectarlo de los equipos revolucionarios que con Lenin prepararon y realizaron la revolución, hubo de deshabituarlo a la práctica concreta de líder de partido.
El conflicto entre Trotsky y la mayoría bolchevique, que arriba a un punto culminante con la exclusión del trotskysmo de los rangos del partido, ha tenido un largo proceso. Tomó un carácter de neta oposición en 1924 con los ataques de Trotsky a la política del comité central, contenidos en los documentos que, traducidos al francés, se publicaron bajo el título de “Cous nouveaus”. Las instancias de Trotsky para que se adoptara un régimen de democratización en el partido comunista miraban al socavamiento del poder de Stalin. La polémica fue agria. Pero entre la posición del comité y la de Trotsky cabía aún el compromiso. Trotsky cometió entonces el error político de publicar un libro sobre “1917”, del cual no salían muy bien parados Zinoviev, Kamanev y otros miembros del gobierno, duramente calificados por Lenin en ese tiempo por sus titubeos para reconocer el carácter revolucionario de la situación. El debate se reavivó, con un violento recrudecimiento del ataque personal. Zinoviev y Kamanev, que hacían causa común con Stalin, no ahorraron a Trotsky ningún recuerdo molesto de sus querellas con el bolchevismo antes de 1917. Pero, después de una controversia ardorosa, el espíritu de compromiso volvió a prevalecer. Trotsky se reincorporó en el comité central, después de una temporada de descanso en una estación climática. Y tornó a ocupar un puesto en la administración. Pero la corriente oposicionista, en el siguiente congreso del partido, reapareció engrosada. Zinoviev, Kamanev y otros miembros del comité central, se sumaron a Trotsky, quien resultó así el líder de una composición heterogénea, en la cual se mezclaban elementos sospechosos de desviación derechista y social-democrática con elementos incandescentemente extremistas, amotinados contras las concesiones de la Nep a los kulaks.
Este bloque, con todo, acusaba dominantemente en su crítica las preocupaciones y recelos del elemento urbano frente al poder del espíritu campesino. Trotsky, particularmente, es un hombre de cosmópolis. Uno de sus actuales compañeros de ostracismo político, Zinoviev, lo acusaba en otro tiempo, en un congreso comunista, de ignorar y negligir demasiado al campesino. Tiene un sentido internacional de la revolución socialista. Sus notables escritos sobre la transitoria estabilización del capitalismo (“¿A dónde va Inglaterra?”) lo colocan entre los más alertas y sagaces críticos de la época. Pero este mismo sentido internacional de la revolución, que le otorga tanto prestigio en la escena mundial, le quita fuerza momentáneamente en la práctica de la política rusa. La revolución rusa está en un período de organización nacional. No se trata, por el momento, de establecer el socialismo en el mundo, sino de realizarlo en una nación que, aunque es una nación de ciento treinta millones de habitantes que se desbordan sobre dos continentes, no deja de constituir por eso, geográfica e históricamente, una unidad. Es lógico que en esta etapa, la revolución rusa esté representada por los hombres que más hondamente sienten su carácter y sus problemas nacionales. Stalin, eslavo puro, es de estos hombres. Pertenece a una falange de revolucionarios que se mantuvo siempre arraigada al suelo ruso: el presidio o Siberia era Rusia todavía. Mientras tanto Trotsky, como Radek, como Rakovsky, pertenecen a una falange que pasó la mayor parte de su vida en el destierro. En el destierro hicieron su aprendizaje de revolucionarios mundiales, ese aprendizaje que ha dado a la revolución rusa su lenguaje universalista, su visión ecuménica. Pero ahora, a solas con sus problemas, Rusia prefiere hombres más simples y puramente rusos.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El alma matinal

El alma matinal

Hace ya tiempo que registré, a fojas 10 de los anales de la época, la decadencia del crepúsculo como motivo, asunto y fondo literarios, Y agregué que el descubrimiento más genial de Ramón Gómez de la Serna era, seguramente, el del alba. Hoy regreso a este tema, después de comprobar que la actual apologética del alba no es exclusivamente literaria.
Todos saben que la Revolución adelantó los relojes de la Rusia sovietista en la estación estival. Europa occidental adoptó también la hora de verano, después de la guerra. Pero lo hizo solo por la economía de alumbrado. Faltaba en esta medida de crisis y carestía, toda convicción matutina. La burguesía grande y media, seguía frecuentando el tabarín. La civilización capitalista encendía todas sus luces de noche, aunque fueses clandestinamente. A este período corresponden la boga del dancing y de Paul Morand.
Pero con Paul Morand había quedado ya licenciado el crepúsculo. Paul Morand representaba la moda de la noche. Sus novelas nos paseaban por un Europa nocturna, alumbrada por una perenne luz artificial. Y el nombre que más legítimamente preside la noche de la decadencia post-bélica no es el de Morand sino el de Proust. Marcel Proust inauguró con su literatura una noche fatigada, elegante, metropolitana, licenciosa, de la que el occidente capitalista no sale todavía. Proust era el trasnochador fino, ambiguo y pulcro que se despide a las dos de la mañana, antes de que las parejas estén borrachas y cometan excesos de mal gusto.
Se retiró de la “soirée” de la decadencia cuando aún no había llegado el charleston, ni Josefina Backer. A Paul Morand, diplomático y demimondain, le tocó solo introducirnos en la noche post-proustiana.
La moda del crepúsculo perteneció a la moda finisecular y decadente de ante-guerra. Sus grandes pontífices fueron Anatole France y Gabriel D’Annunzio.
El viejo Anatole sobresalió en el género de los crepúsculos clásicos y arqueológicos: crepúsculo de Alejandría, de Sinecusa, de Roma, de Florencia, económicamente conocidos en los volúmenes de las bibliotecas oficiales y en viajes de turista moros que no olvida nunca sus maletas en el tren y que tiene previstas todas las estaciones y hoteles de su itinerario. A la hora del tramonto, siempre discreto, sin excesivos arreboles ni escandalosos celajes, era cuando monsieur Bergeret gustaba de aguzar sus ironías. Esas ironías que hace diez años nos encantaban por agudas y sutiles y que hora nos aburren con su monótona incredulidad y con su fastidioso escepticismo.
D’Annunzio era más faustuoso y teatral y también más variado en sus crepúsculos de Venecia vagamente wagnerianos, con la torre de San Jorge el Mayor en un flanco, saboreados en la terraza del Hotel Danieli por amantes inevitablemente célebre, anidados en el mismo cuarto donde cobijaron su famoso amor, bajo antiguos y recamados cobertores, Jorge Sand y Alfredo de Musset; crepúsculos abruzeses deliberadamente rústicos y agrestes, con cabras, pastores, chivos, fogatas, quesos, higos y un incesto de tragedia griega; crepúsculos del Adriático con barcas pescadoras playas lúbricas, cielos patéticos y tufo afrodisíaco; crepúsculos semi-orientales, semi-bizantinos de Ravenna y de Rimini, con vírgenes enamoradas de trenzas inverosímiles y flotantes y un ligero sabor de ostra perlera; crepúsculos romanos, transteverinos, declamatorios, olímpicos, gozados en la colina del Janiculum, refrescados por el agua paola que cae en tazas de mármol antiguo, con reminiscencias del sueño de Escipión y los discursos de Cola di Rienzo; crepúsculos de Quinto al Mare, heroicos, republicanos garibaldinos, retóricos, un poco marineros dignísimos a pesar de la vecindad comprometedora de Portofino Kulm y la perspectiva equívoca de Montecarlo. D’Annunzio agotó en su obra, magníficamente crepuscular, todos los colores, todos los desmayos, todas las ambigüedades del ocaso.
Concluido el período dannunziano y anatoliano -que en España, a no ser por las sonatas del gran Valle Inclán, no dejaría más rastros que los sonetos de Villaespesa, las novelas del Marqués de Hoyos y Vinent y las falsas gemas orientales de Tórtola Valencia- desembarcó en una estación ferroviaria de Madrid, con una sola maleta en la mano, pasajero de tercera clase, Ramón Gómez de la Serna, descubridor del alba.
Su descubrimiento era un poco prematuro. Pero es fuerza que todo descubrimiento verdadero lo sea. Proust con su smoking severo y una perla en la perchera, blando, tácito, pálido, presidía invisible la más larga noche europea, -noche algo boreal por lo prolongada, - de extremos placeres y terribles presagios, arrullada por el fuego de las ametralladoras de Noske en Berlín y de las bombas de mano fascistas en los caminos de la planicie lombarda y romana y de las Montañas Apeninas.
Ahora, aunque quede todavía en ella mucho de la noche de Charlotemburgo y de la noche de Dublín, la Europa que quiere salvarse, la Europa que no quiere morir, aunque sea todavía la Europa burguesa, cansada de sus placeres nocturnos, suspira porque venga pronto el alba. Mussolini, manda a la cama a Italia a las 10 de la noche, cierra cabarets, prohíbe el charleston. Su ideal es una Italia provinciana, madrugadora, campesina, libre de molicie y de artificios urbanos, con muchos rústicos hijos en su ancho regazo. Por su orden, como en los tiempos de Virgilio, los poetas cantan al campo, a la siembra, a la siega. Y la burguesía francesa, la que ama la tradición y el trabajo, burguesía laboriosa, económica, mesurada, continente -no malthusiana-, reclama también en su casa el horario fascista y sueña con un dictador de virtudes romanas y genio napoleónico que cultive durante las vacaciones su trigal y su viña. Oíd como amonesta Lucien Romier a la Francia noctámbula: “Es grave que un pueblo se entregue a los placeres de la noche, no por el mal que encuentran en estos los sermoneadores. Es grave como índice de que tal pueblo pierde sus días. Si tú quieres crecer y prosperar, ¡oh francés! Acuérdate de que la virilidad del hombre se afirma en el triunfo matinal. Es a la hora del alba que viene el invasor, perseguido por el sol levante”.
No es probable que Lucien Romier sepa renunciar a la noche. Pertenece a una burguesía, clarividente en su ruina, que se da cuenta de que el hombre nuevo es el hombre matinal.

José Carlos Mariátegui La Chira

Rusia en Ginebra

Sin la presencia de Rusia, la conferencia preliminar del desarme, que acaba de celebrarse en Ginebra, habría transcurrido más o menos monótonamente. Un magnífico discurso de Paul Boncour habría acaparado, como tantas otras veces, los mejores aplausos, conmoviendo hasta lágrimas a esos suizos perfectos, demócratas ortodoxos, de quietas y azules perspectivas lacustres, nutridos de excelentes ideales y sanos lacticinios, que constituyen por antonomasia la barra más pura de todas las grandes asambleas de la paz. Discurso lleno de mesura francesa, de claridad latina y de idealismo internacional, pulcra y sabiamente dosificado.
Pero con Rusia la asamblea no podía tener ya este tranquilo curso. Rusia trastorna todos los itinerarios. La burguesía occidental emplea en su propaganda anti-soviética dos tesis que se contradicen y que, en consecuencia, se anulan y destruyen entre sí. Según la primera, Rusia representa el caos, la locura, el hambre, la utopía, el amor libre, el comunismo y al tifus exantemático. Según la otra, la revolución ha fracasado, el Estado ha vuelto al capitalismo. Stalin es un reaccionario, la “nep” ha cancelado al socialismo y no queda ya nada en el Kremlin que recuerde ni la doctrina de Marx ni la praxis de Lenin. Cuando un burgués de alta inteligencia y gran corazón como George Duhamel visita Rusia, desmiente el caos, la locura, el hambre, etc y encuentra viva aún la revolución. Pero el mejor desmentido y la más resonante ratificación le tocan siempre a la propia Rusia soviétista, cada vez que la Europa capitalista la convida a discutir un tema de reconstrucción mundial y a confrontar las ideas bolcheviques -supuestas bárbaras y asiáticas- con las ideas reformistas- occidentales, modernas y civiles. En la Conferencia Económica, Rusia propuso al Occidente, como base de cooperación estable y efectiva, el principio de la legítima coexistencia de Estados de economía socialista y Estados de economía capitalista. Y, ahora, en la Conferencia Preliminar de Desarme, Litvinov y Lunacharsky sostienen la doctrina del desarme radical, contra los propugnadores del desarme homeopático: limitación de armamentos, difícil equilibrio, paz armada; sistema que, asegurando y garantizando ante todo el poder de los grandes imperios, mantienen el peligro bélico. En ambas ocasiones, la palabra de los delegados rusos han hablado como los embajadores de un nuevo orden social. La Revolución se ha mostrado alerta y activa, a pesar de la tendencia europea a la estabilización.
Boncour ha opuesto al espíritu de Moscú, el espíritu de Locarno. Los pactos de seguridad son, a su juicio, el camino más seguro del desarme y, por tanto, de la paz. Pero únicamente pueden suscribir de buen grado esta teoría los países como Francia, interesados en que se ratifique el actual reparto territorial. Alemania aspira a la revisión del tratado de Versalles. No aceptará ningún pacto con Polonia, por su parte, pretende que Alemania reconozca solemnemente sus fronteras del Este. Italia codicia mandatos territoriales. El dux del fascismo no disimula su política imperialista.
Estos factores desahucian, por ahora, la esperanza de Paul Boncour, cuya elocuente prédica pacifista traduce, de otro lado, con demasiada nitidez, los intereses de la política francesa. De suerte que si el Occidente capitalista no puede aceptar, en cuanto al desarme, la doctrina revolucionaria, tampoco puede actuar, efectivamente, la doctrina reformista. El reciente fracaso de las negociaciones entre Inglaterra, Estados Unidos y el Japón para la limitación de los armamentos navales, no permite excesivas ilusiones respecto a la próxima conferencia de desarme.
No es posible, sin embargo, desconocer la significación de que en una solemne asamblea, en la que participan los mayores Estados del mundo, se discuta un tema que hasta hace muy poco parecía del domino exclusivo de utopistas y pacifistas privados y se escuchen proposiciones como las de la Rusia sovietista. Este hecho indica, contra todos los signos reaccionarios, que se avanza, aunque sea lenta y penosamente, hacia ideales de paz y solidaridad que aún los Estados que menos lo aprecian, se ven forzados a saludar con respeto.
Los Soviets han mandado a Ginebra a dos de sus hombres de espíritu más occidental y de cultura más europea. Litvinov, miembro del Consejo de Negocios Extranjeros, que reemplaza a Tchicherin en este portafolio en todas sus ausencias, es uno de los más experimentados e inteligentes diplomáticos de la nueva Rusia. Lunacharsky, humanista erudito, que hasta la revolución residió en Europa occidental y que desde 1917 trabaja alacremente por afirmar el Estado ruso sobre un sólido cimiento de ciencia y de cultura, es también un hombre profundamente familiarizado con los tópicos y los hechos de Occidente. No es probable que Litvinov ni Lunatcharsky hayan sugerido a los asambleístas de Ginebra esa fatídica imagen de una Rusia oriental y bárbara con que se empeñan en asustar a la Europa burguesa algunos intelectuales fantasistas. No Litvinov ni Lunatcharsky, -aunque agentes viajeros de la revolución- tienen traza de enemigos de la civilización occidental, las calles de Ginebra y de Zurich guardan muchos recuerdos de la biografía de desterrado y estudiosa de Anatolio Lunatcharsky.
La ruptura anglo-rusa no ha bloqueado a los Soviets. La Sociedad de las Naciones sabe que su trabajo no puede prosperar sin la colaboración de Rusia, cuyo aislamiento, empujándola hacia el Asia, puede en cambio perjudicar a Europa mucho más que a Rusia misma. Este es el criterio que, a pesar del incidente Rakowsky, domina en el gobierno francés, obligado a inspirarse en los intereses de sus innumerables tenedores de deuda rusa.
He ahí las principales indicaciones de la conferencia preliminar del desarme. El desarme mismo, por el momento, no es sino un pretexto. Lo interesante es la palabra de cada nación en torno a este tema.
José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Gomez Carrillo

Un nuevo capítulo del periodismo hispano-americano, el del apogeo del “cronista”, principia y termina con Enrique Gómez Carrillo. Capítulo concluido con la guerra que desalojó de la primera plana de los diarios los tópicos de miscelánea, a favor de los tópicos de historia. Con su fin, vino un período de decadencia no precisamente de la crónica sino del cronista. La crónica ha pasado a manos más graves o más finas: Araquistain o Gómez de la Serna. El cronista tiene ahora un lugar subsidiario.
La opinión pública, “emperatriz nómade” como la llama Lucien Romier, condecoró a Gómez Carrillo con el título de “príncipe de los cronistas”. Coronación honoraria, parisiense, democrática, efímera, con algo de la reina de carnaval. Gómez Carrillo ejerció su principado con la alegría bohemia de una griseta. Tenía para todo, la maleabilidad y el mimetismo del criollo, su pasta blanda de mundano innato.
Pertenecía literariamente a una época en que el alma de la América española se prendó de un París finisecular y en que la prosa y poesía hispanoamericanas se afrancesaron algo versallescamente. Rubén Darío, hijo del trópico como Gómez Carrillo, aunque como gran poeta más americano, manos deraciné, condensa, reúne y preside este fenómeno a través del cual nuestra América no asimiló tanto a la Sorbona como al boulevard. Boulevard arriba, boulevard abajo, caminaba todavía Fray Candil, cuando en 1919, me instalé yo por primera vez en la terraza de un café de París, a pocos pasos del café napolitano, donde Gómez Carrillo completaba una peña inestable y compósita. Pero ya ni el boulevard ni Fray Candil, interesaban como antes. Por el boulevard había pasado la guerra, el armisticio, la victoria. Y a la América Latina le había nacido un alma nueva.
A las generaciones post-bélicas, Europa le sirve para descubrir a América. Tramonta cada día más esa literatura de emigrados que, en la crónica, representa Gómez Carrillo. El cosmopolitismo -que puede parecer a algunos un rasgo común de una y otra época literaria- nos conduce al autoctonismo. Además el cosmopolitismo de ahora es distinto al de ayer, también cosa de boulevard, emoción de París. Gómez Carrillo visitó Jerusalén y el Japón sin abandonar sentimental ni literariamente su café parisiense. Con el viajaban siempre sus recuerdos literarios, sus clichés sentimentales. No nos dio nunca, por esto, una visión directa y profunda de las ciudades y de los pueblos. Amó y sintió a los paisajes según la literatura. No descubrió jamás un tópico origen, un sentimiento inédito. Por esto, ignoró siempre a América. Su nomadismo intelectual prefería el último exotismo de moda en un París más Henri Bataille que Paul Bourget. “Jerusalem la Tierra Santa”, “El Japón Heroico y Galante”, “Flores de Penitencia” son otras tantas estaciones del itinerario sentimental de un burgués parisiense de su tiempo. Tiempo de voluptuoso y crepuscular snobismo que se enamoraba versátil lo mismo de Mata Bari que de San Francisco. Anatole France, Gabriel D’Annunzio, diversos pero no contrarios, resumen su espíritu: culto galante de la “mujer fatal” sobre todas las mujeres, epicureísmo, humanismo y donjuanismo burgueses; helenismo de biblioteca y misticismo de menopausia; libídine fatiga y lujo industrial y rastacuero; “La Falena” y “El Martirio de San Sebastián”. Una decadencia no es siquiera exasperada y frenética de “La Noche de Charlotemburgo”, porque no es todavía la noche sino el crepúsculo.
Gómez Carrillo partía de un cabaret de Tebaida. De su viaje libresco -literatura- no imaginación, regresaba con sus artificiales “Flores de Penitencia”. Sabía que un público de gustos inestables se serviría de sus morosos y facticios éxtasis, cristianos con la misma gana que su última crónica del “demi-monde”.
Cortesano de los gustos de su clientela, Gómez Carrillo, esquivó lo difícil, se movió siempre sobre la superficie de las cosas que era casi siempre y brillante como un azulejo. La forma en Gómez Carrillo no era estructura ni volumen. No era sino superficie, y a lo sumo, esmalte. El rasgo de la “crónica” de su tiempo era la facilidad, rasgo característico. Nuestro tiempo ama y busca lo difícil. Lo difícil, no lo raro. La literatura difícil, como lo observa Tribaudet, conquista por primera vez, la popularidad, el mercado.
El “cronista” típico carece de opiniones. Reemplaza el pensamiento con impresiones que casi siempre coinciden con las del público. Gómez Carrillo era sobre todo un impresionista. Esto era lo que en él había de característicamente tropical y criollo. Impresionismo: he ahí el, rasgo más peculiar de la América criolla o mestiza. Impresionismo: color, esmalte, superficie.

José Carlos Mariátegui La Chira

La heterodoxia de la tradición

He escrito al final de mi artículo “la reivindicación de Jorge Manrique”: Con su poesía tiene que ver la tradición, pero no los tradicionistas. Porque la tradición es contra lo que desean los tradicionalistas viva y móvil. La crean los que la niegan para renovarla y enriquecerla. La matan los que la quieren muerta y fija, prolongación de un pasado en un presente sin fuerzas, para incorporar en ella su espíritu y para meter en ella su sangre.
Estas palabras merecen ser solícitamente replicadas y explicadas. Desde que las he escrito me siento convidado a estrenar una tesis revolucionaria de la tradición. Hablo, claro está de la tradición entendida como patrimonio y continuidad histórica.
¿Es cierto que los revolucionarios la reniegan y la repudian en bloque? Esto es lo que pretenden quienes se contentan con la gratuita fórmula: revolucionarios iconoclastas. Pero, ¿no son más iconoclastas los revolucionarios? Cuando Marinetti invitaba a Italia a vender sus museos y sus monumentos, quería solo afirmar la potencia creadora de su patria demasiado oprimida por el peso de un pasado abrumadoramente glorioso. Habría sido absurdo tomar al pie de la letra su vehemente extremismo. Toda doctrina revolucionaria actúa sobre la realidad por medio de negaciones intransigentes que no es posible comprender sino interpretándolas en su papel dialéctico.
Los verdaderos revolucionarios, no proceden nunca como si la historia empezara con ellos. Saben que representan fuerzas históricas, cuya realidad no les permite complacerse con la ultraísta ilusión verbal de inaugurar todas las cosas. Marx extrajo del estudio completo de la economía burguesa, sus principios de política socialista. Toda la experiencia industrial y financiera del capitalismo está en su doctrina anticapitalista. Proudhon, de quien todos conocen la frase iconoclasta, mas no la obra prolija, cimentó sus ideales en un arduo análisis de las instituciones y costumbres sociales, examinando desde sus raíces hasta el suelo y el aire de que se nutrieron. Y Sorel, en quien Marx y Proudhon, se reconcilian, se mostró profundamente preocupado no solo de la formación de la consciencia júrica del proletariado, sino de la influencia de la organización familiar y de sus estímulos morales, así el mecanismo de la producción como en el entero equilibrio social.
No hay que identificar a la tradición con los tradicionalistas. El tradicionalismo -no me refiero a la doctrina filosófica sino a una actitud política o sentimental que se resuelve invariablemente en fuero conservantismo- es en verdad el mayor enemigo de la tradición. Porque se obstina interesadamente en definirla como un conjunto de reliquias inertes y símbolos extintos. Y en compendiarla en una receta escueta y única.
Hay tradición, en tanto se caracteriza precisamente su resistencia a dejarse aprehender en una fórmula hermética. Como resultado de una serie de experiencias, esto es de sucesivas transformaciones de la realidad bajo la acción de un ideal que la supera consultándolas y la modela obedeciéndola. La tradición es heterogénea y contradictoria en su composición. Para reducirla a un concepto único es preciso contentarse con su esencia, renunciando a sus cristalizaciones.
Los monarquistas franceses construyen toda su doctrina, sobre la creencia de que la tradición de Francia, es fundamentalmente aristocrática y monárquica, idea concebible únicamente por gentes enteramente hipnotizadas por la imagen de la Francia de Carlo Magno. René Johannet, reaccionario también, pero de otra extirpe, sostiene que la tradición de Francia es, absolutamente burguesa y que la nobleza, en la que depositan su recalcitrante esperanza Maurras y sus amigos, está descartada como clase dirigente desde que, para subsistir ha tenido que aburguesarse. Pero el cimiento social de Francia son sus familias campesinas, su artesanado laborioso. Está averiguando el papel de los descamisados en el período culminante de la revolución burguesa. De manera que si en la praxis del socialismo francés entrará a declamación nacionalista, el proletariado de Francia podría también descubrirle a su país sin demasiada fatiga una cuantiosa tradición obrera.
Lo que esto nos revela es que la tradición aparece particularmente invocada y aun facticiamente acaparada por los menos aptos para recrearla. De lo cual nadie debe asombrarse. El pasadista tiene siempre el paradójico destino de entender el pasado muy inferiormente futurista. La facultad de pensar la historia y la facultad de hacerla y crearla, se identifican. El revolucionario, tiene del pasado una imagen un poco subjetiva acaso, pero animada y viviente, mientras que el pasadista es incapaz de representársela en su inquietud y su fluencia. Quien no puede imaginar el futuro, tampoco puede imaginar el pasado.
No existe, pues, un conflicto real entre el revolucionario y la tradición, sino para los que conciben la tradición como un museo o una momia. El conflicto es efectivo solo con el tradicionalista. Los revolucionarios encarnan la voluntad de la sociedad de no petrificarse en un estadio, de no inmovilizarse en una actitud. A veces la sociedad pierde esta voluntad creadora paralizada por una sensación de acabamiento o desencanto. Pero entonces se constata, inexorablemente, su envejecimiento y su decadencia.
La tradición de esta época la están haciendo los que parecen a veces negar, iconoclastas, toda tradición. De ellos, es, por lo menos, la parte activa. Si ellos, la sociedad acusaría el abandono, la abdicación de la voluntad de vivir renovándose, superándose incesantemente.
Maurice Barrés, legó a sus discípulos una definición algo fúnebre de la Patria. “La Patria es la tierra y los muertos”. Barrés mismo era un hombre de aire fúnebre y mortuorio, que, según Valle Inclán semejaba físicamente un cuervo mojado. Pero las generaciones post-bélicas están frente al dilema de enterrar con los despojos de Barrés su pensamiento de labriego solitario dominado por el culto excesivo del suelo de sus difuntos o de resignarse a ser enterrada ella misma después de haber sobrevivido sin un pensamiento propio nutrido de su sangre y de su esperanza. Idéntica es su situación ante el tradicionalismo.
No he hablado hasta aquí del tradicionalismo peruano en particular sino de tradición y de tradicionalismo en general. Me sobra el tema para un próximo artículo.
José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Anti-reforma y fascismo

Anti-reforma y fascismo

Pertenece a Paul Morand esta observación, que prueba cómo un novelista de la decadencia, puede tener un sentido más realista y concreto de la defensa de occidente que un metafórico de la reacción. “Massis, -dice Morand- ha examinado el problema con su inteligencia aguda y abstracta, pero después de una exposición muy brillante ha arribado a una solución católica, jurídica, romana y medioeval del universo, que es preciso respetar puesto que es su fin, pero que no me parece una evidente imposibilidad en 1927- En la hora actual, el Occidente no es verdaderamente defendido sino por las sociedades puritanas y anglosajonas, los bolchevistas no se han equivocado en este punto y, por mi parte, cada vez que yo me he hallado en los confines del mundo blanco, California, México, lo he fuertemente sentido. Ahora bien, Massís, no solamente lo dice, sino que en dos palabras ejecuta a la Reforma; a la Reforma, madre de Inglaterra y de Estados Unidos. Ve uno de los orígenes de la decadencia occidental en quien sostiene todavía efectivamente nuestro mundo blanco. Pero esta ejecución sumaria de la Reforma no es exclusiva de Massis. La encontramos también en los más autorizados y explícitos documentos de teorización fascista. En su discurso de la Universidad de Perugia, el Ministro Rocco, imputó a la Reforma así la responsabilidad del liberalismo y de la democracia como del socialismo. “el pensamiento político moderno, -afirma Rocco-, ha estado hasta ayer, en Italia y fuera de Italia, bajo el dominio absoluto de aquellas doctrirnas que tuvieron su origen próximo en la Reforma protestante, encontraron su desarrollo con los jus-naturalistas de los siglo XVII y XVIII fueron consagrados, por la Revolución Inglesa, la Americana y la Francesa y, con diversas formas, a veces contrastantes entre sí, han caracterizado todas las teorías políticas y sociales de los siglos XIX y XX hasta el fascismo”. Este discurso constituyó, en primer término, una severa requisitoria contra la era liberal burguesa de la civilización occidental, denunciada como una poco menos absurda elaboración del espíritu protestante. La tendencia a unimismar en este espíritu todos los movimientos anteriores al fascismo, condujo a Rocco a atribuir al socialismo la concepción atomística o individualista del Estado, propia del liberalismo. ¿Cómo había podido generarse el fascismo, definido no sólo como antítesis del liberalismo sino como una negación radical de la modernidad? Para explicar su génesis, Rocco se acoge a una presunta continuación autónoma del pensamiento italiano contra las filtraciones y obstáculos de la modernidad, a través de una cadencia de geniales renovadores de la tradición romana que va de Maquiavelo a Vico y a Cuoco, para rematar, probablemente, en el propio Rocco. El Patrimonio espiritual del romanismo, celosa y activamente conservado por Italia, representaría la milagrosa y excepcional reserva que le consiente afrontar con mejor fortuna que ninguna otra nación, la crisis de la civilización occidental.
El parentesco espiritual de Rocco, Federzoni, Corradini y otros nacionalistas italianos, con Maurras, Daudet y otros monarquistas de “L’Actión Francaise” que profesan notoriamente la fórmula simplista de la Anti-Reforma, no daría íntegra la clave de esta artificiosa destilación del pensamiento fascista si el mismo Mussolini, tan poco sospechoso de escolasticismo, no hubiese aceptado tácitamente los puntos de vista de Rocco en un telegrama de congratulación por el discurso de Perugia. Tanto por su formación intelectual como por su método empírico y realista, Mussolini no puede adherir a una condena sumaria de la modernidad. Menos todavía a suponer la premisa cardinal del fascismo. Esta adhesión lo coloca en abierto conflicto con lo que precisamente pensaba poco tiempo atrás. “Si por relativismo debe entenderse -escribía entonces- el desprecio de las categorías fijas por los hombres que se creen los portadores de una verdad objetiva inmortal, por los estáticos que se acomodan, en vez de renovarse incesantemente, entre los que se jactan de ser siempre iguales a sí mismos; nada es más relativista que la mentalidad y la actividad fascistas. Si el relativismo y movilismo universal equivalen, nosotros los fascistas hemos manifestado siempre nuestra despreocupada independencia por los nominalismos en los cuales se clava -como murciélagos a las vigas- los gazmoños de los otros partidos; nosotros somos verdaderamente los relativistas por excelencia y nuestra acción se reclama directamente de los más actuales movimientos del pensamiento europeo”. ¿Qué entendimiento cabe entre este relativismo que franquea el camino de todas las herejías y el dogmatismo de los nacionalistas franceses o italianos que nada reprochan tanto al pensamiento como su movilidad y su pluralidad? Los metafísicos tomistas dedican sus más acres ironías al empirismo anglo-sajón al cual desdecían ante todo por su filiación protestante. (¿No ha execrado una vez León Daudet al Kaiser Guillermo como una encarnación del espíritu luterano, sin acordarse, como le objetaron luego sus críticos, que los Hohenzollern eran calvinistas?). El hecho es que, indiferente al tamaño de su contradicción, el Dux del fascismo ha otorgado su venia y su aplauso al ministro, por el arte con que enlaza la doctrina fascista con la ortodoxia romana.
Es cierto que en la manifestación del espíritu fascista intervienen intelectuales como Giovanni Gentile que no pueden renegar del difamado pensamiento moderno sin renegar de sí mismo. Gentiles para los escolásticos de la reacción debe ser siempre el propagador del idealismo hegelianos, filosofía de inconfundible estirpe herética y protestante hacia la cual no puede moverlos a la indulgencia ni aún su mérito de valla contra el materialismo positivista. Además, Gentile propugna la tesis de que el fascismo desciende espiritual y aún doctrinariamente de la Diestra histórica del Risorgimento, sin cuidarse mucho de la parentela liberal y protestante que el fascismo se vería entonces obligado a reconocer, dado que los hombres de la famosa derecha del Risorgimento, fieles a la idea del Estado Unitario o Estado épico, como lo ha estudiado Mario Missireli, tendieron francamente a la ruptura con la Iglesia romana. Y otros exégetas, avanzando mucho más en la tentativa de relacionar el fascismo con el pensamiento moderno, señalan la influencia de Bergson, James y Sorel en la preparación espiritual de este movimiento, inexplicable según ellos sin una fecunda asimilación de las corrientes pragmatista, activista y relativista.
Pero, con excepción de Gentile, que insiste en la genealogía liberal del fascismo -liberal no democrática, ya que si la democracia contiene liberalismo, este solo la antecede- no son estos intelectuales, empeñados en atribuir al fascismo una esencia absolutamente moderna, quienes le dan entonación y fisionomía doctrinales. Son, más bien, los que, como Rocco, o con mayor ultraísmo, arremeten contra la Reforma y en general contra la modernidad, verbigracia, Curzio Suckert, autor de la fórmula “Fascismo igual Anti-reforma”. Y Ardengo Soffici que mira en el romanticismo un movimiento de puro origen protestante. El ex-compañero de Marinetti coincide con Maurrás en el odio al romanticismo y lo excede en el esfuerzo de repudiarlo como un producto genuinamente germano.

José Carlos Mariátegui La Chira

La batalla de Martín Fierro

La batalla de Martín Fierro

La rotunda negativa con que "Martín Fierro" ha respondido bajo la firma de Rojas Paz, Molinari, Borges, Pereda Valdés, Olivari, Ortelli y algunos otros de sus colaboradores, a una extemporánea invitación de "La Gaceta Literaria" de Madrid, refresca mi simpatía por este aguerrido grupo de escritores argentinos y su animoso periódico. Hace tres años, Oliverio Girondo, –traído a Lima por su afán de andariego y en función de embajador de la nueva generación argentina– me hizo conocer los primeros números del intrépido quincenario que desde entonces leo sin más tregua que las dependientes de las distracciones del servicio postal.

Mi sinceridad me obliga a declarar que "Martín Fierro" me parecía en sus últimas jornadas menos osado y valiente que en aquellas que le ganaron mi cariño. Le notaba un poco de aburguesamiento, a pesar del juvenil desplante que encontraba siempre en sus columnas polémicas. (El espíritu burgués tiene muchos capciosos desdoblamientos) "Martín Fierro, a mi juicio, caía en el frecuente equívoco de tomar por señales de revolución las que son, mas bien, señales de decadencia. Por ejemplo cuando a propósito de Beethoven, dijo: "debemos defender nuestra pequeñez contra los gigantes, si es preciso", adoptó la actitud conformista, esto es burguesa, de los que, obedeciendo a una necesidad espiritual del viejo orden político y económico, repudian iconoclastas del pasado en nombre de un reverente acatamiento al presente. El ambicioso "futurismo" de otros días degenera así en un engreído presentismo, inclinado a todas suerte de indulgencias con los más mediocres frutos artísticos si los identifica y cataloga como frutos de la estación.

La función de "Martín Fierro" en la vida literario y artística de la Argentina, y en general de Hispano América, ha sido sin duda una función revolucionaria. Pero tendería a devenir conservadora si la satisfacción de haber reemplazado a los valores y conceptos de ayer por los de hoy produjeses una peligrosa y megalómana superestimación de estos. "Martín Fierro", por otra parte, ha reivindicado, contra el juicio europeizante y académico de sus mayores, un valor del pasado. A esta sana raíz debe una buena parte de su vitalidad. Su director Evar Méndez lo recuerda oportunamente en un ponderado balance de su obra publicado en la "Exposición de la Actual Poesía Argentina" de P.J. Vignale y Cesar Tiempo (Editorial Minerva, Buenos Aires, 1927). "Martín Fierro" –escribe Evar Méndez– tiene por nombre el de un poema que es la más típica creación del alma de nuestro pueblo. Sobre esa clásica base, ese sólido fundamento, –nada podría impedirlo– edificamos cualquier aspiración con capacidad de toda altura".

El activo de "Martín Fierro" está formado por todos los combates que ha librado obedeciendo a su tradición que es tradición de lucha. Y que por arrancar de "la más típica creación" del alma popular argentina no puede avenirse con un concepto antisocial del arte y mucho menos con una perezosa [abdicación de la cultura ante] las corrientes de moda. El pasivo está compuesto, en parte, de las innumerables páginas dedicadas, verbigracia, a Valery Larbaud que, juzgado por estos reiterados testimonios de admiración, podría ocupar en la atención del público más sitio que Pirandello. Evar Méndez está en lo cierto cuando recapitulando la experiencia martinfierrista apunta los siguientes: "La juventud aprendió de nuevo a combatir; la crisis de opinión y de crítica fue destruída, los escritores jóvenes adquirieron el concepto de su entidad y responsabilidad.

Por todo esto me complace, en grado máximo, la cerrada protesta de los escritores de "Martín Fierro" contra la anacrónica pretensión de "La Gaceta Literaria" de que se reconozca a Madrid como "mediano intelectual de Hispano-América". Esta actitud los presenta vigilantes y despiertos y combativos frente a cualquier tentativa de restauración conservadora. Contra la tardía reivindicación española, debemos insurgir todos los escritores y artistas de la nueva generación hispano-americana.

Borges tiene cabal razón al afirmar que Madrid no nos entiende. Solo al precio de la ruptura con la Metrópoli, nuestra América ha empezado a descubrir su personalidad y a crear su destino. Esta emancipación nos ha costado una larga fatiga. Nos ha permitido ya cumplir libremente un vasto experimento cosmopolita que nos ha ayudado a reivindicar y revalorar lo más nuestro, lo autóctono. Nos proponemos realizar empresas más ambiciosas que la de endeudarnos nuevamente a España.

La hora, de otro lado, no es propicia para que Madrid solicite su reconocimiento como metrópoli espiritual de Hispano-América. España no ha salido todavía completamente del Medioevo. Peor todavía: por culpa de su dinastía borbónica se obstina en regresar a él. Para nuestros pueblos en crecimiento no representa siquiera el fenómeno capitalista. Carece, por consiguiente, de títulos para reconquistarnos espiritualmente. Lo que más vale de España —don Miguel de Unamuno— está fuera de España. Bajo la dictadura de Primo de Rivera es inconcebiblemente oportuno invitarnos a reconocer la autoridad suprema de Madrid. El "meridiano intelectual de Hispano-América" no puede estar a merced de una dictadura reaccionaria. En la ciudad que aspire a coordinarnos y dirigirnos intelectualmente necesitamos encontrar, si, no espíritu revolucionario, al menos tradición liberal. ¿Ignora "La Gaceta Literaria" que el general Primo de Rivera negó libertad de palabra al profesor argentino Mario Saenz y que la negará invariablemente a todo el que lleve a España la representación del pensamiento de América?.

Nuestros pueblos carecen aún de la vinculación necesaria para coincidir en una sola sede. Hispano-América es todavía una cosa inorgánica. Pero el ideal de la nueva generación es, precisamente, el de darle unidad. Por lo pronto hemos establecido ya entre los que pensamos y sentimos parecidamente una comunicación fecunda. Sabemos que ninguna capital puede imponer artificialmente su hegemonía a un continente. Los campos de gravitación del espíritu hispano-americano son, por fuerza, al norte México, al su Buenos Aires. México está físicamente un poco cerrado y distante. Buenos Aores, más conectada con las demás centros de Sud-América, reúne más condiciones materiales de Metrópoli. Es ya un gran mercado literario. Un "meridiano intelectual", en gran parte, no es otra cosa.

"Martín Fierro", en todo caso, tiene mucha más "chance" de acertar que "La Gaceta Literaria".

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Ramiro de Maeztu y la dictadura española

Ramiro de Maeztu y la dictadura española

El presente panorama intelectual de España principia en una agonía, la de Unamuno, y termina en otra agonía, la de Maeztu. La agonía de Unamuno es la agonía del liberalismo absoluto, último y robusto brote del terco individualismo íbero y de la tradición municipal española. La agonía de Maeztu es la agonía del liberalismo pragmatista, conclusión conservadora y declinante del espíritu protestante y de la cultura anglosajona. Mientras a Unamuno su don-quijotismo lo empuja hacia la revolución, a Maeztu su criticismo lo empuja hacia la reacción.
El caso de Maeztu ilustra, elocuentemente, la crisis de la “inteligencia” en la Europa contemporánea. El reaccionario explícito e inequívoco no ha aparecido en Maeztu sino después de tres años de meditación jesuítica y de duda luterana. Para que el pensamiento de un intelectual, formalmente liberal y orgánicamente conservador, haya recorrido el camino que separa a la reforma de la reacción, han sido necesarios tres años de experiencia reaccionaria, planeada y cumplida de modo muy diverso del que habría sido grato a un especulador teórico. El hecho ha precedido a la teoría; la acción, a la idea. Maeztu ha encontrado su camino mucho después que Primo de Rivera.
El ”intelectual” europeo contemporáneo nos revela, a través de este caso, su impotencia ante la historia. La “inteligencia” profesional se muestra incapaz de influir en sus fases y hasta de prever sus hechos. Cualquier general casinero y crapuloso puede realizar en una noche lo que un pensamiento austero y monógamo se verá forzado a aceptar años más tarde, después de dramáticas hesitaciones.
Don Ramiro de Maeztu se había adherido tácitamente a la dictadura de Primo de Rivera desde hace tiempo. Se le tenía como un mentor espiritual de la dictadura desde antes que su firma y su pensamiento se desplazaran del diario de la burguesía liberal al órgano de Primo de Rivera. Pero solo su pase de “El Sol” a “La Nación” ha tenido el valor de una adhesión explícita y categórica al régimen militar. Hace tres años, paseaba su mirada y sus lentes de pastor anglicano por el panorama conflagrado del mundo, para proclamar melancólicamente la quiebra de la política reformista y atribuir esta responsabilidad, no al agotamiento de la función histórica y la capacidad progresista de la burguesía, sino a la ofensiva revolucionaria del proletariado, inexpertamente lanzado el ataque por jefes culpables, entre otras cosas, de no haberse inspirado en el persuasivo dictamen de Maeztu y otros retrasados retores de la democracia burguesa. Mas, entonces Maeztu evitada la apología de las dictaduras reaccionarias, consideradas como la repercusión fatal, pero no plausible, de las dictaduras revolucionaras. El liberalismo sufría una moratoria y esto estaba ciertamente mal; pero esa moratoria tenía por objeto dar jaque mate a la revolución, y esto estaba evidentemente muy bien.
La responsabilidad de Maeztu y de todos los intelectuales que como él se convierten en angustiados apologistas de la ley marcial, aparece atenuada por los hechos que, bajo el vigor de esta, han demostrado la falencia del liberalismo y el reformismo. El espectáculo penoso de las abdicaciones y transacciones de los políticos constitucionales -reducidos al pobre papel de servidores licenciados que aguardan pasivamente del monarca la orden que los restituirá al servicio de la constitución y la monarquía-, no puede naturalmente ser muy alentador para la ya gasta fe de un liberal revisionista y desencantado.
Pero esto no nos dispensa de denunciar la absoluta insolvencia del pensamiento reaccionario que con tanto retardo sigue a la violencia conservadora. Sometiéndose y enfeudándose a la política de Primo de Rivera, Maeztu se comporta con perfecta sinceridad burguesa, pero con rigurosa ineptitud ideológica.
Este escritor documentado e interesante, que durante tanto tiempo se ha alzado a estimable altura sobre el nivel general del periodismo español, ha renegado íntegramente su liberalismo, sin sustituirlo por una doctrina más viva o al menos por una fe más personal. En la política concreta no caben posiciones individuales. Los retores pueden lograr alguna originalidad en el discurso, pero ninguna de la acción.
La única originalidad que les resulta dable, a veces, es la de la contradicción. A Maeztu, por ejemplo, que considera la civilización como un ahorro de sensualidad, coincidiendo en esto con Jorge Sorel -quien escribía que “el mundo no se hará más justo sino en la medida en que se hará más casto”- le toca dar su adhesión a un régimen que exhibe todas las taras del flamenquismo y del donjuanismo españoles y al que preside, como a una juerga, un general de casino, sensual y mujeriego, lo más distante posible del puritanismo y la religiosidad, designados justamente por el mismo escrito enjuiciado como la levadura espiritual de la potencia y la grandeza anglosajona.

José Carlos Mariátegui La Chira

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