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La heterodoxia de la tradición

He escrito al final de mi artículo “la reivindicación de Jorge Manrique”: Con su poesía tiene que ver la tradición, pero no los tradicionistas. Porque la tradición es contra lo que desean los tradicionalistas viva y móvil. La crean los que la niegan para renovarla y enriquecerla. La matan los que la quieren muerta y fija, prolongación de un pasado en un presente sin fuerzas, para incorporar en ella su espíritu y para meter en ella su sangre.
Estas palabras merecen ser solícitamente replicadas y explicadas. Desde que las he escrito me siento convidado a estrenar una tesis revolucionaria de la tradición. Hablo, claro está de la tradición entendida como patrimonio y continuidad histórica.
¿Es cierto que los revolucionarios la reniegan y la repudian en bloque? Esto es lo que pretenden quienes se contentan con la gratuita fórmula: revolucionarios iconoclastas. Pero, ¿no son más iconoclastas los revolucionarios? Cuando Marinetti invitaba a Italia a vender sus museos y sus monumentos, quería solo afirmar la potencia creadora de su patria demasiado oprimida por el peso de un pasado abrumadoramente glorioso. Habría sido absurdo tomar al pie de la letra su vehemente extremismo. Toda doctrina revolucionaria actúa sobre la realidad por medio de negaciones intransigentes que no es posible comprender sino interpretándolas en su papel dialéctico.
Los verdaderos revolucionarios, no proceden nunca como si la historia empezara con ellos. Saben que representan fuerzas históricas, cuya realidad no les permite complacerse con la ultraísta ilusión verbal de inaugurar todas las cosas. Marx extrajo del estudio completo de la economía burguesa, sus principios de política socialista. Toda la experiencia industrial y financiera del capitalismo está en su doctrina anticapitalista. Proudhon, de quien todos conocen la frase iconoclasta, mas no la obra prolija, cimentó sus ideales en un arduo análisis de las instituciones y costumbres sociales, examinando desde sus raíces hasta el suelo y el aire de que se nutrieron. Y Sorel, en quien Marx y Proudhon, se reconcilian, se mostró profundamente preocupado no solo de la formación de la consciencia júrica del proletariado, sino de la influencia de la organización familiar y de sus estímulos morales, así el mecanismo de la producción como en el entero equilibrio social.
No hay que identificar a la tradición con los tradicionalistas. El tradicionalismo -no me refiero a la doctrina filosófica sino a una actitud política o sentimental que se resuelve invariablemente en fuero conservantismo- es en verdad el mayor enemigo de la tradición. Porque se obstina interesadamente en definirla como un conjunto de reliquias inertes y símbolos extintos. Y en compendiarla en una receta escueta y única.
Hay tradición, en tanto se caracteriza precisamente su resistencia a dejarse aprehender en una fórmula hermética. Como resultado de una serie de experiencias, esto es de sucesivas transformaciones de la realidad bajo la acción de un ideal que la supera consultándolas y la modela obedeciéndola. La tradición es heterogénea y contradictoria en su composición. Para reducirla a un concepto único es preciso contentarse con su esencia, renunciando a sus cristalizaciones.
Los monarquistas franceses construyen toda su doctrina, sobre la creencia de que la tradición de Francia, es fundamentalmente aristocrática y monárquica, idea concebible únicamente por gentes enteramente hipnotizadas por la imagen de la Francia de Carlo Magno. René Johannet, reaccionario también, pero de otra extirpe, sostiene que la tradición de Francia es, absolutamente burguesa y que la nobleza, en la que depositan su recalcitrante esperanza Maurras y sus amigos, está descartada como clase dirigente desde que, para subsistir ha tenido que aburguesarse. Pero el cimiento social de Francia son sus familias campesinas, su artesanado laborioso. Está averiguando el papel de los descamisados en el período culminante de la revolución burguesa. De manera que si en la praxis del socialismo francés entrará a declamación nacionalista, el proletariado de Francia podría también descubrirle a su país sin demasiada fatiga una cuantiosa tradición obrera.
Lo que esto nos revela es que la tradición aparece particularmente invocada y aun facticiamente acaparada por los menos aptos para recrearla. De lo cual nadie debe asombrarse. El pasadista tiene siempre el paradójico destino de entender el pasado muy inferiormente futurista. La facultad de pensar la historia y la facultad de hacerla y crearla, se identifican. El revolucionario, tiene del pasado una imagen un poco subjetiva acaso, pero animada y viviente, mientras que el pasadista es incapaz de representársela en su inquietud y su fluencia. Quien no puede imaginar el futuro, tampoco puede imaginar el pasado.
No existe, pues, un conflicto real entre el revolucionario y la tradición, sino para los que conciben la tradición como un museo o una momia. El conflicto es efectivo solo con el tradicionalista. Los revolucionarios encarnan la voluntad de la sociedad de no petrificarse en un estadio, de no inmovilizarse en una actitud. A veces la sociedad pierde esta voluntad creadora paralizada por una sensación de acabamiento o desencanto. Pero entonces se constata, inexorablemente, su envejecimiento y su decadencia.
La tradición de esta época la están haciendo los que parecen a veces negar, iconoclastas, toda tradición. De ellos, es, por lo menos, la parte activa. Si ellos, la sociedad acusaría el abandono, la abdicación de la voluntad de vivir renovándose, superándose incesantemente.
Maurice Barrés, legó a sus discípulos una definición algo fúnebre de la Patria. “La Patria es la tierra y los muertos”. Barrés mismo era un hombre de aire fúnebre y mortuorio, que, según Valle Inclán semejaba físicamente un cuervo mojado. Pero las generaciones post-bélicas están frente al dilema de enterrar con los despojos de Barrés su pensamiento de labriego solitario dominado por el culto excesivo del suelo de sus difuntos o de resignarse a ser enterrada ella misma después de haber sobrevivido sin un pensamiento propio nutrido de su sangre y de su esperanza. Idéntica es su situación ante el tradicionalismo.
No he hablado hasta aquí del tradicionalismo peruano en particular sino de tradición y de tradicionalismo en general. Me sobra el tema para un próximo artículo.
José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Gomez Carrillo

Un nuevo capítulo del periodismo hispano-americano, el del apogeo del “cronista”, principia y termina con Enrique Gómez Carrillo. Capítulo concluido con la guerra que desalojó de la primera plana de los diarios los tópicos de miscelánea, a favor de los tópicos de historia. Con su fin, vino un período de decadencia no precisamente de la crónica sino del cronista. La crónica ha pasado a manos más graves o más finas: Araquistain o Gómez de la Serna. El cronista tiene ahora un lugar subsidiario.
La opinión pública, “emperatriz nómade” como la llama Lucien Romier, condecoró a Gómez Carrillo con el título de “príncipe de los cronistas”. Coronación honoraria, parisiense, democrática, efímera, con algo de la reina de carnaval. Gómez Carrillo ejerció su principado con la alegría bohemia de una griseta. Tenía para todo, la maleabilidad y el mimetismo del criollo, su pasta blanda de mundano innato.
Pertenecía literariamente a una época en que el alma de la América española se prendó de un París finisecular y en que la prosa y poesía hispanoamericanas se afrancesaron algo versallescamente. Rubén Darío, hijo del trópico como Gómez Carrillo, aunque como gran poeta más americano, manos deraciné, condensa, reúne y preside este fenómeno a través del cual nuestra América no asimiló tanto a la Sorbona como al boulevard. Boulevard arriba, boulevard abajo, caminaba todavía Fray Candil, cuando en 1919, me instalé yo por primera vez en la terraza de un café de París, a pocos pasos del café napolitano, donde Gómez Carrillo completaba una peña inestable y compósita. Pero ya ni el boulevard ni Fray Candil, interesaban como antes. Por el boulevard había pasado la guerra, el armisticio, la victoria. Y a la América Latina le había nacido un alma nueva.
A las generaciones post-bélicas, Europa le sirve para descubrir a América. Tramonta cada día más esa literatura de emigrados que, en la crónica, representa Gómez Carrillo. El cosmopolitismo -que puede parecer a algunos un rasgo común de una y otra época literaria- nos conduce al autoctonismo. Además el cosmopolitismo de ahora es distinto al de ayer, también cosa de boulevard, emoción de París. Gómez Carrillo visitó Jerusalén y el Japón sin abandonar sentimental ni literariamente su café parisiense. Con el viajaban siempre sus recuerdos literarios, sus clichés sentimentales. No nos dio nunca, por esto, una visión directa y profunda de las ciudades y de los pueblos. Amó y sintió a los paisajes según la literatura. No descubrió jamás un tópico origen, un sentimiento inédito. Por esto, ignoró siempre a América. Su nomadismo intelectual prefería el último exotismo de moda en un París más Henri Bataille que Paul Bourget. “Jerusalem la Tierra Santa”, “El Japón Heroico y Galante”, “Flores de Penitencia” son otras tantas estaciones del itinerario sentimental de un burgués parisiense de su tiempo. Tiempo de voluptuoso y crepuscular snobismo que se enamoraba versátil lo mismo de Mata Bari que de San Francisco. Anatole France, Gabriel D’Annunzio, diversos pero no contrarios, resumen su espíritu: culto galante de la “mujer fatal” sobre todas las mujeres, epicureísmo, humanismo y donjuanismo burgueses; helenismo de biblioteca y misticismo de menopausia; libídine fatiga y lujo industrial y rastacuero; “La Falena” y “El Martirio de San Sebastián”. Una decadencia no es siquiera exasperada y frenética de “La Noche de Charlotemburgo”, porque no es todavía la noche sino el crepúsculo.
Gómez Carrillo partía de un cabaret de Tebaida. De su viaje libresco -literatura- no imaginación, regresaba con sus artificiales “Flores de Penitencia”. Sabía que un público de gustos inestables se serviría de sus morosos y facticios éxtasis, cristianos con la misma gana que su última crónica del “demi-monde”.
Cortesano de los gustos de su clientela, Gómez Carrillo, esquivó lo difícil, se movió siempre sobre la superficie de las cosas que era casi siempre y brillante como un azulejo. La forma en Gómez Carrillo no era estructura ni volumen. No era sino superficie, y a lo sumo, esmalte. El rasgo de la “crónica” de su tiempo era la facilidad, rasgo característico. Nuestro tiempo ama y busca lo difícil. Lo difícil, no lo raro. La literatura difícil, como lo observa Tribaudet, conquista por primera vez, la popularidad, el mercado.
El “cronista” típico carece de opiniones. Reemplaza el pensamiento con impresiones que casi siempre coinciden con las del público. Gómez Carrillo era sobre todo un impresionista. Esto era lo que en él había de característicamente tropical y criollo. Impresionismo: he ahí el, rasgo más peculiar de la América criolla o mestiza. Impresionismo: color, esmalte, superficie.

José Carlos Mariátegui La Chira

Rusia en Ginebra

Sin la presencia de Rusia, la conferencia preliminar del desarme, que acaba de celebrarse en Ginebra, habría transcurrido más o menos monótonamente. Un magnífico discurso de Paul Boncour habría acaparado, como tantas otras veces, los mejores aplausos, conmoviendo hasta lágrimas a esos suizos perfectos, demócratas ortodoxos, de quietas y azules perspectivas lacustres, nutridos de excelentes ideales y sanos lacticinios, que constituyen por antonomasia la barra más pura de todas las grandes asambleas de la paz. Discurso lleno de mesura francesa, de claridad latina y de idealismo internacional, pulcra y sabiamente dosificado.
Pero con Rusia la asamblea no podía tener ya este tranquilo curso. Rusia trastorna todos los itinerarios. La burguesía occidental emplea en su propaganda anti-soviética dos tesis que se contradicen y que, en consecuencia, se anulan y destruyen entre sí. Según la primera, Rusia representa el caos, la locura, el hambre, la utopía, el amor libre, el comunismo y al tifus exantemático. Según la otra, la revolución ha fracasado, el Estado ha vuelto al capitalismo. Stalin es un reaccionario, la “nep” ha cancelado al socialismo y no queda ya nada en el Kremlin que recuerde ni la doctrina de Marx ni la praxis de Lenin. Cuando un burgués de alta inteligencia y gran corazón como George Duhamel visita Rusia, desmiente el caos, la locura, el hambre, etc y encuentra viva aún la revolución. Pero el mejor desmentido y la más resonante ratificación le tocan siempre a la propia Rusia soviétista, cada vez que la Europa capitalista la convida a discutir un tema de reconstrucción mundial y a confrontar las ideas bolcheviques -supuestas bárbaras y asiáticas- con las ideas reformistas- occidentales, modernas y civiles. En la Conferencia Económica, Rusia propuso al Occidente, como base de cooperación estable y efectiva, el principio de la legítima coexistencia de Estados de economía socialista y Estados de economía capitalista. Y, ahora, en la Conferencia Preliminar de Desarme, Litvinov y Lunacharsky sostienen la doctrina del desarme radical, contra los propugnadores del desarme homeopático: limitación de armamentos, difícil equilibrio, paz armada; sistema que, asegurando y garantizando ante todo el poder de los grandes imperios, mantienen el peligro bélico. En ambas ocasiones, la palabra de los delegados rusos han hablado como los embajadores de un nuevo orden social. La Revolución se ha mostrado alerta y activa, a pesar de la tendencia europea a la estabilización.
Boncour ha opuesto al espíritu de Moscú, el espíritu de Locarno. Los pactos de seguridad son, a su juicio, el camino más seguro del desarme y, por tanto, de la paz. Pero únicamente pueden suscribir de buen grado esta teoría los países como Francia, interesados en que se ratifique el actual reparto territorial. Alemania aspira a la revisión del tratado de Versalles. No aceptará ningún pacto con Polonia, por su parte, pretende que Alemania reconozca solemnemente sus fronteras del Este. Italia codicia mandatos territoriales. El dux del fascismo no disimula su política imperialista.
Estos factores desahucian, por ahora, la esperanza de Paul Boncour, cuya elocuente prédica pacifista traduce, de otro lado, con demasiada nitidez, los intereses de la política francesa. De suerte que si el Occidente capitalista no puede aceptar, en cuanto al desarme, la doctrina revolucionaria, tampoco puede actuar, efectivamente, la doctrina reformista. El reciente fracaso de las negociaciones entre Inglaterra, Estados Unidos y el Japón para la limitación de los armamentos navales, no permite excesivas ilusiones respecto a la próxima conferencia de desarme.
No es posible, sin embargo, desconocer la significación de que en una solemne asamblea, en la que participan los mayores Estados del mundo, se discuta un tema que hasta hace muy poco parecía del domino exclusivo de utopistas y pacifistas privados y se escuchen proposiciones como las de la Rusia sovietista. Este hecho indica, contra todos los signos reaccionarios, que se avanza, aunque sea lenta y penosamente, hacia ideales de paz y solidaridad que aún los Estados que menos lo aprecian, se ven forzados a saludar con respeto.
Los Soviets han mandado a Ginebra a dos de sus hombres de espíritu más occidental y de cultura más europea. Litvinov, miembro del Consejo de Negocios Extranjeros, que reemplaza a Tchicherin en este portafolio en todas sus ausencias, es uno de los más experimentados e inteligentes diplomáticos de la nueva Rusia. Lunacharsky, humanista erudito, que hasta la revolución residió en Europa occidental y que desde 1917 trabaja alacremente por afirmar el Estado ruso sobre un sólido cimiento de ciencia y de cultura, es también un hombre profundamente familiarizado con los tópicos y los hechos de Occidente. No es probable que Litvinov ni Lunatcharsky hayan sugerido a los asambleístas de Ginebra esa fatídica imagen de una Rusia oriental y bárbara con que se empeñan en asustar a la Europa burguesa algunos intelectuales fantasistas. No Litvinov ni Lunatcharsky, -aunque agentes viajeros de la revolución- tienen traza de enemigos de la civilización occidental, las calles de Ginebra y de Zurich guardan muchos recuerdos de la biografía de desterrado y estudiosa de Anatolio Lunatcharsky.
La ruptura anglo-rusa no ha bloqueado a los Soviets. La Sociedad de las Naciones sabe que su trabajo no puede prosperar sin la colaboración de Rusia, cuyo aislamiento, empujándola hacia el Asia, puede en cambio perjudicar a Europa mucho más que a Rusia misma. Este es el criterio que, a pesar del incidente Rakowsky, domina en el gobierno francés, obligado a inspirarse en los intereses de sus innumerables tenedores de deuda rusa.
He ahí las principales indicaciones de la conferencia preliminar del desarme. El desarme mismo, por el momento, no es sino un pretexto. Lo interesante es la palabra de cada nación en torno a este tema.
José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El destino de Norteamérica [Manuscrito]

El destino de Norteamérica

Toda querella entre neo-tomistas franceses y “racistas” alemanes sobre si la defensa de la civilización occidental compete al espíritu latino y romano o al espíritu latino y romano o al espíritu germano y protestante, encuentra en el plan Dawes incontestablemente
documentada su vanidad. El pago de la indemnización alemana y de la deuda aliada, ha puesto en manos de los Estados Unidos la suerte de la economía y, por tanto, de la política de Europa. La convalescencia financiera de los Estados europeos no es posible sin el crédito yanqui. El espíritu de Locarno, los pactos de seguridad, etc., son los nombres con que se designa las garantías exigidas por la finanza norteamericana para sus cuantiosas inversiones en la hacienda pública y la industria de los Estados europeos. La Italia fascista, que tan arrogantemente anuncia la restauración del poder de Roma , olvida, que sus compromisos con los Estados Unidos colocan su valuta, a merced de este acreedor.

El capitalismo, que en Europa se manifiesta desconfiado de sus propias fuerzas, en Norte América se muestra ilimitadamente optimista respecto a su destino. Y este optimismo descansa, simplemente, en una buen a salud. Es el optimismo biológico de la juventud que, constatando su excelente apetito, no se preocupa de que vendrá la hora de la arterio-esclerosis. En Norte América el capitalismo tiene todavía las posibilidades de crecimiento que en Europa la destrucción bélica dejó irreparablemente malogradas.
El Imperio Británico conserva aún una formidable organización financiera; pero, como lo acredita el problema de las minas de carbón, su industria ha perdido el nivel técnico que antes le aseguraba la primacía. La guerra lo ha convertido de acreedor en deudor de Norte América.

Todos estos -hechos indican que en Norte-América se encuentra ahora la sede, el eje, el centro de la sociedad capitalista. La industria yanqui es la mejor equipada para la producción en gran escala al menor costo: la banca, a cuyas arcas afluye el oro acaparado por Norte - América en los negocios bélicos y post-bélicos, garantiza con sus capitales, a la vez que el incesante mejoramiento de la aptitud industrial, la conquista, de los mercados que deben absorber sus manufacturas. Subsiste todavía, si no la realidad, la ilusión de un regimen de libre concurrencia. El Estado, la enseñanza, las leyes, se confirman a los principios de una democracia individualista, dentro de la cual todo ciudadano puede ambicionar libremente la posesión de cien millones de dólares. Mientras en Europa los individuos de la clase obrera y de la clase media se sienten cada vez más encerrados dentro de sus fronteras de clase, en los Estados Unidos creen que la fortuna y el poder son aún accesibles a todo el que tenga aptitud para conquistarlos. Y esta es la medida de la subsistencia, dentro de una sociedad capitalista, de los factores psicológicos que determinan su desarrollo.

El fenómeno norte-americano, por otra parte, no tiene nada de arbitrario. Norte América se presenta, desde su origen, predestinada
para la máxima realización capitalista. En Inglaterra el desarrollo capitalista no ha logrado, no obstante su extraordinaria potencia, la extirpación de todos los rezagos feudales. Los fueros aristocráticos no han cesado de pesar sobre su política y su economía. La burguesía inglesa, contenta de concentrar sus energías en la industria y el comercio, no se ocupó de disputar la tierra a la aristocracia. El dominio de la tierra debía gravar sobre la extirpación del subsuelo. Pero la burguesía inglesa no quiso sacrificar a sus landlores, destinados a mantener una estirpe exquisitamente refinada y decorativa. Es, por eso, que sólo ahora parece descubrir su problema agrario. Sólo ahora que su industria declina, echa de menos una agricultura próspera y productiva en las tierras donde la aristocracia tiene sus cotos de cacería. El capitalismo norteamericano, en tanto, no ha tenido que pagarle a ninguna feudalidad royaltis pecuniarios ni espirituales. Por el contrario, procede libre y vigorosamente de los primeros gérmenes intelectuales y morales de la revolución capitalista. El pionner de Nueva Inglaterra era el puritano expulsado de la patria europea por una revuelta religiosa que constituyó la primera afirmación burguesa. Los Estados Unidos surgían así de una manifestación de la Reforma protestante, considerada como la más pura y originaria manifestación espiritual de la burguesía, esto es del capitalismo. La fundación de la república norteamericana significó, en su tiempo, la definitiva consagración de este hecho y de sus consecuencias. “Las primeras colonias establecidas en la costa oriental —escribe Waldo Frank— tuvieron por carta la adquisición de la riqueza. Su revuelta contra Inglaterra, en 1775, empeñaba una de las primeras luchas abiertas entre el capitalismo burgués y la vieja feudalidad. El triunfo de las colonias, del cual nacieron los Estados Unidos, señaló el triunfo del régimen capitalista. Y desde entonces la América no ha tenido ni tradición ni medio de expresión que fuese libre de esta revolución industrial a la que debe su existencia”. Y el mismo Frank recuerda el famoso y conciso juicio de Charles A. Beard, sobre la carta de 1789: “La Constitución fue esencialmente un acto económico, basado sobre la noción de que los derechos fundamentales de la propiedad privada son anteriores a todo gobierno y están moralmente fuera del alcance de las mayorías populares”.

Para su enérgico y libérrimo florecimiento, ninguna traba material ni moral ha estorbado al capitalismo norteamericano, único en el mundo que en su origen ha reunido todos los factores históricos del perfecto Estado burgués, sin embarazantes tradiciones aristocráticas y monárquicas. Sobre la tierra virginal de América, de donde borraron toda huella indígena, los colonizadores anglo-sajones echaron desde su arribo los cimientos del orden capitalista.

La guerra de secesión constituyó también una necesaria afirmación capitalista, que liberó a la economía yanqui de la sola tara de
su infancia: la esclavitud. Abolida la esclavitud, el fenómeno capitalista encontraba absolutamente franca su vía. El judío, —tan
vinculado al desarrollo del capitalismo, como lo estudia Werner Sombart, no sólo por la espontánea aplicación utilitaria de su individualismo expansivo e imperialista, sino sobre todo por la exclusión radical de toda actividad “noble” a que lo condenara el Medioevo,— se asoció al puritano en la empresa de construir el más potente Estado industrial la más robusta democracia burguesa.

Ramiro de Maeztu,— que ocupa una posición ideológica mucho más sólida que los filósofos neo-tomistas de la reacción en Francia e Italia, cuando reconoce en New York la antítesis verdadera de Moscú, asignando así a los Estados Unidos la función de defender y continuar la civilización occidental como civilización capitalista:—discierne muy bien por lo general, dentro de su apologética burguesa, los elementos morales de la riqueza y del poder en Norte América. Pero los reduce casi completamente a los elementos puritanos o protestantes. La moral puritana, que santifica la riqueza, estimulando cómo un signo del favor divino, es en el fondo la moral judía, cuyos principias asimilaron los puritanos en el Antiguó Testamento. El parentesco del puritano con el judío ha sido establecido doctrinalmente hace mucho tiempo: y la experiencia capitalista anglo-sajona no sirve sino para confirmarlo. Pero Maeztu, fervoroso panegirista del “fordismo” industrial, necesita eludirlo, tanto por deferencia a la requisitoria de Mr. Ford contra el “judío internacional”, como por adhesión a la ojeriza conque todos los movimientos “nacionalistas" y reaccionarios del mundo miran al espíritu judío, sospechado de terrible concomitancia con el espíritu socialista por su ideal común de universalismo.

El dilema Roma o Moscú, a medida que se esclarezca el oficio de los Estados Unidos como empresarios de la estabilización capitalista—fascista o parlamentaria— de Europa, cederá su sitio al dilema New York o Moscú.. Los dos polos de la historia contemporánea son Rusia y Norte América: capitalismo y comunismo, ambos imperialistas aunque muy diversa y opuestamente. Rusia y Estados Unidos: los dos pueblos que más se oponen doctrinal y políticamente y, al mismo tiempo, los dos pueblos más próximos como suprema y máxima expresión del activismo y del dinamismo occidentales. Ya Bertrand Russell remarcaba hace varios años el extraño parecido que existe entre los capitanes de la industria yanqui y los funcionarios de la economía marxista rusa. Y un poeta, trágicamente eslavo, Alexandra Block saludaba el alba de la revolución con estas palabras: “He aquí la estrella de la América nueva”.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El caso y la teoría de Ford

El caso y la teoría de Ford

Una buena parte de la confianza de Maeztu en el porvenir del capitalismo norte-americano y en sus recursos contra el socialismo, reposa en el experimento de Mr. Ford y en los resultados que este célebre fabricante de automóviles ha obtenido en una rama de la industria, en el sentido de "racionalizar" la producción. Esto indica, entre otras cosas, que sin la práctica de Ford no habría sido posible la teoría de Maeztu. Ya hemos visto que lo mismo le pasa a Maeztu con Primo de Rivera. Pero sobre este hecho no vale la pena insistir, porque después de todo no viene más que a confirmar el concepto marxista sobre el trabajo de los intelectuales, tan propensos a suponerse mas o menos independientes de la historia.
Ford, por otra parte, es mucho más importante y sustantivo que Maeztu para el capitalismo y, en consecuencia, también para el socialismo. No ciertamente porque Ford haya escrito dos libros ("Mi vida y mi obra" y "El judío internacional") que literalmente son sin duda inferiores a cualquiera de los libros de Maeztu, sino porque, como capitán de industria, representa en forma mucho más específica y considerable el genio del capitalismo. Mientras la acción de Ford puede inspirar los principios de muchos Maeztu, los principios del ilustre autor de "La crisis del Humanismo" no pueden inspirar la acción de ningún Ford.
El experimento de Ford demuestra, ente otras cosas, que Maeztu se equivoca gravemente cuando, dando por probada la tesis de los revisionistas alemanes, pretende que Marx se engaño al predecir la concentración del capital. La tesis de los revisionistas ha sufrido, a su vez, una revisión mucho más seria que la que impusieron a su tiempo al marxismo. Algún tiempo después de que Bernstein y sus secuaces consideraron desmentido a Marx por las compañías anónimas y demás sistemas de asociar al capital una masa social cada vez más numerosa, Hilferding analizó el carácter y la función del "capital financiero", fatalmente destinado a someter a su imperio todas las demás formas del capitalismo.
Rudolf Hilferding, sobre quien empecé a llamar la atención de mis lectores de "Variedades" hace cuatro años, no es prácticamente menos reformista que Bernstein. Como Bernstein militó en el partido socialista independiente, reabsorbido después de la revolución alemana, por la vieja y gorda socialdemocracia. Pero su tesis, expuesta en un libro ya famoso "Das Finanzkapital", además de ser un buen arsenal del socialismo revolucionario, interesa a los economistas, y ni siquiera haber leído a Hilferding, para estar enterado de los trusts, los carteles, los consorcios, constituyen la expresión característica del capitalismo contemporáneo. Y que, por consiguiente, lo esencial de la previsión de Marx -la concetración del capital y la industria- se ha cumplido. El capitalismo no encuentra sino a través de la cartelización, de la trustificación esto es del monopolio, el medio de organizar o "racionalizar", como ahora se dice, la producción. Poco importa, por ende, que un parte del capital de las empresas esté en poder de pequeños y medianos rentistas. Lo sustancial radica en que la cartelización coloca en pocas manos el manejo de las principales ramas de la producción. El capital financiero, en este periodo, –que con la ruina del principio de libre concurrencia se define como un periodo de decadencia capitalista– domina y subyuga al capital industrial, transfiriendo el comando de la producción a los banqueros, con la inevitable consecuencia de un retorno de la economía a formas usurarias, opuestas a la ley que, condenado todo parasitismo, exige que la producción sea gobernada por sus propios factores.
En una nación de capitalismo vigoroso y progresivo aún como los Estados Unidos, Ford representa precisamente al capitalismo industrial, fuerte todavia, frente al capital financiero. Pero, aunque Ford dependa de los bancos de Walt Street, ante los cuales no conserva en cierto estado de rebelión tácita, y a pesar de que continúa siendo el jefe absoluto de su empresa, esta se representa vaciada en los moldes del trust, por sus métodos de producción en gran escala. Ford, que es un vehemente propugnador de la unidad de comando, no solo considera exclusiva de la gran industria la capacidad de subordinar la producción a los intereses de la producción misma, sino que se pronuncia abiertamente contra el espíritu de concurrencia. Uno de sus principios es el siguiente: "Desdeñar el espíritu de concurrencia. Quienquiera que haga una cosa mejor que los otros debe ser el único que lo haga".

Los métodos que han permitido a Ford el colosal desarrollo de su empresa son dos: standardización y taylorismo. Y ambos son aplicables solo por la gran industria, por los carteles o trust, cuya irresistible y arrolladora fuerza proviene de su aptitud para la producción en serie, que consiente a la industria perfeccionar al extremo sus medios técnicos, conseguir la máxima economía de tiempo y mano de obra, disponer de los equipos de obreros capaces de los más altos rendimientos, ofrecer a estos los más altos salarios y garantías y obtener en su aprovisionamiento de materias primas los mejores precios. Ford anuncia la adquisición en el Brasil de tierras que dedicará al cultivo del caucho, para sacudirse de una onerosa dependencia de los magnates ingleses que dominan el comercio de este producto. Esta nueva expansión de su empresa, indica su tendencia a asumir el carácter más avanzado de la gran industria: el del trust vertical.

Ford ataca, en nombre del capital industrial, al capital financiero. Su anti-semitismo procede, fundamentalmente, de una empírica corriente identificación del banquero y el judío. Pero ya se ha anunciado su retractación de los ataques al judío internacional escritos en su último libro, el de este nombre. Y su actitud es posible solo en países como Norte América donde el capitalismo, por no haber terminado aún su proceso de crecimiento, no ha llegado todavía al periodo de absoluto y absorbente predominio del capital bancario. La banca yanqui, además, ha tenido una formación distinta de la banca europea: el tipo financista aparece menos diferenciado del tipo industrial.

El éxito de Ford, del cual el recordman de la fabricación de automóviles, se imagina deducir principios generales de felicidad y organización de la sociedad, basados en simplemente en la estandardización , el taylorismo, etc, se explica, como penetrantes economistas lo observan, por el hecho de haber efectuado Ford su experimento en una rama naciente de la industria, destinada a la producción de un artículo de consumo, corriente, cada día más extendido. La democratización del automóvil, he ahí el secreto de su fortuna y de su obra.

José Carlos Mariátegui La Chira

Yanquilandia y el socialismo [Manuscrito]

Yanquilandia y el socialismo

El espectáculo de la potencia norteamericana anima, a una crítica impresionista y superficial, a acordar el crédito más ilimitado a la esperanza en una fórmula yanqui de renacimiento capitalista, que anule para siempre la sugestión del marxismo sobre las masas trabajadoras. Es frecuente que, después de la lectura del libro de Henry Ford, un escritor copiosamente abastecido de literatura y filosofía, pero poco enterado en materia económica, afirme en la primera plana de un gran diario que el socialismo constituye una escuela o doctrina superadas ya por los experimentos asombrosos del capitalismo norteamericano. Drieu La Rochelle, por ejemplo, que es un artista de talento, cuando se aventura en una revisión de la escena contemporánea, escribe cosas como éstas: "Las teorías de las cuales se habla todavía en los medios socialistas y comunistas han salido de la Inglaterra de 1780, de la Francia de 1830, de la Alemania de 1850, países que veían venir la invasión de las máquinas como la Rusia de hoy. Pero a través de estas teorías romancescas, los rusos saben ir al gran capitalismo norteamericano que, a su vez, sabe que no es sino un estadio hacia otra cosa. Ford y Lenin son dos potencias que se aproximan la una a la otra, a golpes de pico, en la misma galería oscura". El autor de Mesure de la France, como buen francés y europeo, no cree que la defensa de la civilización occidental toque a los Estados Unidos. La concibe, por el contrario, como una misión de una confederación europea presidida por Francia. Mas confía, por el momento, en Mr. Ford, mucho más que en Poincaré y Henri Massis, como capitán de la burguesía y estratega del capitalismo.

El estudio de los factores efectivos de la prosperidad norteamericana enseña, en tanto, que el capitalismo yanqui no ha afrontado todavía la crisis que atraviesa el capitalismo europeo, de suerte que es prematuro hablar de su aptitud para superarla victoriosamente.

Hasta hace algún tiempo la industria norteamericana extrajo de la propia vitalidad de los Estados Unidos los elementos de su crecimiento. Pero desde que su producción ha sobrepasado en exceso las necesidades del consumo yanqui, la conquista de mercados externos ha empezado a ser la condición ineludible de ese proceso. La acumulación en las arcas yanquis de la mayor parte del oro del mundo, ha creado el problema de la exportación de capitales. A Estados Unidos no le basta ya colocar su exceso de producción; necesita colocar, además, su exceso de oro. El desarrollo industrial del país no puede absorber sus recursos financieros. Antes de la guerra, la industria yanqui era una buena inversión para el dinero europeo. Las utilidades de la guerra permitieron, como es sabido, a la industria yanqui independizarse totalmente de la banca de Europa. De nación deudora, Estados Unidos se transformó en nación acreedora. Durante el periodo de crisis económica y agitación revolucionaria de post-guerra, Estados Unidos tuvo que abstenerse de todo nuevo préstamo. Los países europeos debían sistemar la situación de su deuda a Norteamérica, antes de pretender de los Bancos de Nueva York cualquier crédito. En las mismas inversiones en empresas privadas, la amenaza de la revolución comunista, hacia la cual Europa parecía empujada por la miseria, aconsejaba a los capitalistas norteamericanos la mayor parsimonia. Estados Unidos empleó, por esto, toda su influencia en conducir a Europa al plan Dawes. No lo consiguió sino después de que la política de Poincaré sufrió, en 1923, el fracaso del Rhur. De entonces a hoy, pactadas así las condiciones de pago de la indemnización alemana como de la deuda aliada al tesoro yanqui, Yanquilandia ha abierto numerosos créditos a Europa. Ha prestado a los Estados para la estabilización de su cambio; ha prestado a la industria privada para la reorganización de sus plantas y negocios. Buena cantidad de acciones y títulos europeos ha pasado a manos yanquis. Mas estas inversiones tienen su límite. El capital norteamericano no puede dedicarse a abastecer de fondos a la industria europea, sin peligro de que la producción de ésta, dispute a la de Estados Unidos los mercados en que domina. De otro lado, estas inversiones vinculan la economía yanqui a la suerte de la economía europea. El plan Dawes y su secuela de arreglos o convenciones financieras, han inaugurado en Europa un período de estabilización capitalista y democrática que los apologistas de la reacción se entretienen en describir como una obra exclusivamente fascista; pero Europa, como lo evidenció la última Conferencia Económica, no ha encontrado todavía su equilibrio.

Trotsky ha hecho un examen singularmente penetrante y objetivo de la situación del capitalismo yanqui. "La inflación-oro observa el líder ruso es para la economía tan peligrosa como la inflación fiduciaria. Se puede morir de plétora lo mismo que de caquexia. Si el oro existe en cantidad demasiado grande no produce nuevas ganancias, reduce el interés del capital y, de este modo, torna irracional el aumento de la producción. Producir y exportar para guardar el oro en los sótanos equivale a arrojar las mercaderías al mar. Es por esto que América ha menester de una expansión más y más grande, es decir de invertir el exceso de sus recursos en la América Latina, en Europa, en Asia, en Australia, en África. Pero, por esta vía, la economía de Europa y de las otras partes del mundo se convierte más y más en parte integrante de la economía de los Estados Unidos".

Si a los Estados Unidos les bastara resolver los problemas internos de su producción para asegurar el crecimiento indefinido de su capitalismo; las áureas previsiones, las rosadas esperanzas de Henri Ford podrían, tal vez, constituir, una seria probabilidad de desahucio de la tesis marxista. Norteamérica, por obra de fuerzas históricas superiores, a la voluntad de sus propios hombres, se ha embarcado en una vasta aventura imperialista, a la cual no, puede renunciar. Spengler, en su famoso libro sobre la decadencia de Occidente, sostenía, hace ya algunos años, que la última etapa de una civilización es una etapa de imperialismo. Su patriotismo de germano le hacía esperar que esta misión imperialista le tocaría a Alemania. Lenin, algunos años antes, en el más fundamental acaso de sus libros, se adelantaría a Spengler en considerar a Cecil Rhodes como un hombre representativo del espíritu imperialista, dándonos además una definición marxista del fenómeno, entendido y enfocado como fenómeno económico. "Lo que hay de económico esencial en este proceso escribía con su genial concisión es la sustitución de la libre concurrencia por los monopolios capitalistas. La libre concurrencia es la cualidad primordial del capitalismo y, de una manera general, de la producción de mercaderías; el monopolio es exactamente lo contrario de la libre concurrencia; pero hemos visto a ésta transformarse bajo nuestros ojo en monopolio, creando la gran industria, eliminando la pequeña, reemplazando la grande por una más grandes, conduciendo la concentración de la producción y del capital a un grado tal que el monopolio es su corolario forzoso: carteles, sindicatos, trusts y, fusionándose con ellos, la potencia de una decena de bancas que manipulan, millares de millones. Al mismo tiempo, el monopolio surgido de la libre concurrencia no la descarta, sino que coexiste con ella, engendrando así diversas contradicciones muy profundas y muy graves, provocando conflictos y fricciones. El monopolio es la transición del capitalismo a un orden más elevado. Si fuera necesario dar una definición lo más breve posible del imperialismo, habría que decir que es la fase del monopolio capitalista. Esta definición abrazaría lo esencial, pues, por una parte, el capital financiero no es más que el capital bancario de un pequeño número de grandes bancos monopolizadores, fusionado con el capital de los grupos industriales monopolizadores; y, por otra parte, el reparto del mundo no es más que la transición de una política colonial extendida sin cesar, sin encontrar obstáculos, sobre regiones de las que no se había apropiado aún ninguna potencia capitalista, a la política colonial de posesión territorial monopolizada, por haber ya concluido la partición del mundo".

El Imperio de los Estados Unidos asume, en virtud de esta política; todas las responsabilidades del capitalismo. Y, al mismo tiempo, hereda sus contradicciones. Y es de éstas, precisamente, de donde saca sus fuerzas el socialismo. El destino de Norteamérica no puede ser contemplado sino en un plano mundial. Y en este plano, el capitalismo norteamericano, vigoroso y próspero internamente aún, cesa de ser un fenómeno nacional y autónomo, para convertirse en la culminación de un fenómeno mundial, subordinado a un ineludible sino histórico.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El alma matinal

El alma matinal

Hace ya tiempo que registré, a fojas 10 de los anales de la época, la decadencia del crepúsculo como motivo, asunto y fondo literarios, Y agregué que el descubrimiento más genial de Ramón Gómez de la Serna era, seguramente, el del alba. Hoy regreso a este tema, después de comprobar que la actual apologética del alba no es exclusivamente literaria.
Todos saben que la Revolución adelantó los relojes de la Rusia sovietista en la estación estival. Europa occidental adoptó también la hora de verano, después de la guerra. Pero lo hizo solo por la economía de alumbrado. Faltaba en esta medida de crisis y carestía, toda convicción matutina. La burguesía grande y media, seguía frecuentando el tabarín. La civilización capitalista encendía todas sus luces de noche, aunque fueses clandestinamente. A este período corresponden la boga del dancing y de Paul Morand.
Pero con Paul Morand había quedado ya licenciado el crepúsculo. Paul Morand representaba la moda de la noche. Sus novelas nos paseaban por un Europa nocturna, alumbrada por una perenne luz artificial. Y el nombre que más legítimamente preside la noche de la decadencia post-bélica no es el de Morand sino el de Proust. Marcel Proust inauguró con su literatura una noche fatigada, elegante, metropolitana, licenciosa, de la que el occidente capitalista no sale todavía. Proust era el trasnochador fino, ambiguo y pulcro que se despide a las dos de la mañana, antes de que las parejas estén borrachas y cometan excesos de mal gusto.
Se retiró de la “soirée” de la decadencia cuando aún no había llegado el charleston, ni Josefina Backer. A Paul Morand, diplomático y demimondain, le tocó solo introducirnos en la noche post-proustiana.
La moda del crepúsculo perteneció a la moda finisecular y decadente de ante-guerra. Sus grandes pontífices fueron Anatole France y Gabriel D’Annunzio.
El viejo Anatole sobresalió en el género de los crepúsculos clásicos y arqueológicos: crepúsculo de Alejandría, de Sinecusa, de Roma, de Florencia, económicamente conocidos en los volúmenes de las bibliotecas oficiales y en viajes de turista moros que no olvida nunca sus maletas en el tren y que tiene previstas todas las estaciones y hoteles de su itinerario. A la hora del tramonto, siempre discreto, sin excesivos arreboles ni escandalosos celajes, era cuando monsieur Bergeret gustaba de aguzar sus ironías. Esas ironías que hace diez años nos encantaban por agudas y sutiles y que hora nos aburren con su monótona incredulidad y con su fastidioso escepticismo.
D’Annunzio era más faustuoso y teatral y también más variado en sus crepúsculos de Venecia vagamente wagnerianos, con la torre de San Jorge el Mayor en un flanco, saboreados en la terraza del Hotel Danieli por amantes inevitablemente célebre, anidados en el mismo cuarto donde cobijaron su famoso amor, bajo antiguos y recamados cobertores, Jorge Sand y Alfredo de Musset; crepúsculos abruzeses deliberadamente rústicos y agrestes, con cabras, pastores, chivos, fogatas, quesos, higos y un incesto de tragedia griega; crepúsculos del Adriático con barcas pescadoras playas lúbricas, cielos patéticos y tufo afrodisíaco; crepúsculos semi-orientales, semi-bizantinos de Ravenna y de Rimini, con vírgenes enamoradas de trenzas inverosímiles y flotantes y un ligero sabor de ostra perlera; crepúsculos romanos, transteverinos, declamatorios, olímpicos, gozados en la colina del Janiculum, refrescados por el agua paola que cae en tazas de mármol antiguo, con reminiscencias del sueño de Escipión y los discursos de Cola di Rienzo; crepúsculos de Quinto al Mare, heroicos, republicanos garibaldinos, retóricos, un poco marineros dignísimos a pesar de la vecindad comprometedora de Portofino Kulm y la perspectiva equívoca de Montecarlo. D’Annunzio agotó en su obra, magníficamente crepuscular, todos los colores, todos los desmayos, todas las ambigüedades del ocaso.
Concluido el período dannunziano y anatoliano -que en España, a no ser por las sonatas del gran Valle Inclán, no dejaría más rastros que los sonetos de Villaespesa, las novelas del Marqués de Hoyos y Vinent y las falsas gemas orientales de Tórtola Valencia- desembarcó en una estación ferroviaria de Madrid, con una sola maleta en la mano, pasajero de tercera clase, Ramón Gómez de la Serna, descubridor del alba.
Su descubrimiento era un poco prematuro. Pero es fuerza que todo descubrimiento verdadero lo sea. Proust con su smoking severo y una perla en la perchera, blando, tácito, pálido, presidía invisible la más larga noche europea, -noche algo boreal por lo prolongada, - de extremos placeres y terribles presagios, arrullada por el fuego de las ametralladoras de Noske en Berlín y de las bombas de mano fascistas en los caminos de la planicie lombarda y romana y de las Montañas Apeninas.
Ahora, aunque quede todavía en ella mucho de la noche de Charlotemburgo y de la noche de Dublín, la Europa que quiere salvarse, la Europa que no quiere morir, aunque sea todavía la Europa burguesa, cansada de sus placeres nocturnos, suspira porque venga pronto el alba. Mussolini, manda a la cama a Italia a las 10 de la noche, cierra cabarets, prohíbe el charleston. Su ideal es una Italia provinciana, madrugadora, campesina, libre de molicie y de artificios urbanos, con muchos rústicos hijos en su ancho regazo. Por su orden, como en los tiempos de Virgilio, los poetas cantan al campo, a la siembra, a la siega. Y la burguesía francesa, la que ama la tradición y el trabajo, burguesía laboriosa, económica, mesurada, continente -no malthusiana-, reclama también en su casa el horario fascista y sueña con un dictador de virtudes romanas y genio napoleónico que cultive durante las vacaciones su trigal y su viña. Oíd como amonesta Lucien Romier a la Francia noctámbula: “Es grave que un pueblo se entregue a los placeres de la noche, no por el mal que encuentran en estos los sermoneadores. Es grave como índice de que tal pueblo pierde sus días. Si tú quieres crecer y prosperar, ¡oh francés! Acuérdate de que la virilidad del hombre se afirma en el triunfo matinal. Es a la hora del alba que viene el invasor, perseguido por el sol levante”.
No es probable que Lucien Romier sepa renunciar a la noche. Pertenece a una burguesía, clarividente en su ruina, que se da cuenta de que el hombre nuevo es el hombre matinal.

José Carlos Mariátegui La Chira

Motivos de carnaval

Motivos de Carnaval

1

No desdeñemos, gravemente, los pretextos frívolos. Ningún pretexto es bastante frívolo para no poder servir a una reflexión seria. El carnaval, por ejemplo, es una de las mejores ocasiones de asomarse a la psicología y a la sociología limeñas. El 28 de julio es la fecha cívica en que Lima asume con la mayor dignidad posible, su función de capital de la república. Pero por esto mismo, por su énfasis de fecha nacional, no consigue ser entrañablemente limeña. Tiene, con todo, a pesar de las ediciones extraordinarias de los diarios, un tono municipal, una reminiscencia de cabildo. La Navidad, malograda por la importación, carece de sus sentido cristiano y europeo: efusión doméstica, decorado familia, lumbre hogareña. Es una navidad estival, cálida con traje de Palm Beach, en la que las barbas invernales de Noel y los pinos nórdicos hacen el efecto de los animales exóticos en un jardín de aclimatación. La nochebuena, la misa de gallo, los nacimientos, nos han legado una navidad volcada en las plazuelas, sin más color tradicional que el del aguinaldo infantil. La procesión de los Milagros es, acaso, la fiesta más castiza y significativamente limeña del año. Es uno de los aportes de la fantasía creadora del negro a la historia limeña, sino a la historia nacional. No tiene ese paganismo dramático que debe haber en las procesiones sevillanas. Expresa el catolicismo colonial de una ciudad donde el negro se asimiló al blanco, el esclavo al señor, engriéndolo y acunándolo. Tradicional, plebeya, tiene bien asentadas sus raíces. El carnaval limeño era también plebeyo, mulata, jaranero; pero no podía subsistir en una época de desarrollo urbano e industrial. En esta época tenía que imponerse el gusto europeizante y modernista de los nuevos ricos, de la clase media, de categorías sociales, en suma, que no podían dejar de avergonzarse de los gustos populares. La ciudad aristocrática podía tolerar, señorialmente, durante el carnaval, la ley del suburbio; la ciudad burguesa, aunque parezca pedagógico, debía forzosamente atacar, en pleno proceso de democratización, este privilegio de la plebe. Porque el demos, ni en un sentido griego ni en su occidental, es la plebe. La fiesta se aburguesó a costa de su carácter. Lo que es popular no tiene estilo. La burguesía carece de imaginación creadora; la clase media, —que no es propiamente una clase sino una de transición— mucho más. Entre nosotros, sin cuidarse de la estación ni la latitud, reemplazaron el carnaval criollo, —un poco brutal y grosero, pero espontáneo, instintivo, veraniego— por un carnaval extranjero, invernal, para gente acatarrada. El cambio ha sesinado la antigua alegría de la fiesta; la alegría nueva, pálida, exigua, no logra aclimatarse. Se le mantiene viva a fuerza de calor artificial. Apenas le falte este calor, perecerá desgarbadamente. Las fiestas populares tienen sus propias leyes biológicas. Estas leyes exigen que las fiestas se nutran de la alegría, la pasión, el instinto del pueblo.

2

En los desfiles del carnaval, las ciudad enseña su alma melancólica, desganada, apática. La gente circula por las calles con un poco de automatismo. Su alegría es una alegría sin convicción, tímida, floja, mediad que se enciende a ratos para apagarse enseguida como avergonzada de su propia ímpetu. El carnaval adquiere cierta solemnidad municipal, cierto gesto cívico que cohibe en las calles el instinto jaranero de la masa. Quienes hayan viajado por Europa, sienten en esta fiesta la tristeza sin drama del criollo. Por sus arterias de sentimentaloide displicente no circula sangre dionisiaca, sangre romántica.

3

La fiesta se desenvuelve sin sorpresa, sin espontaneidad, sin improvisación. Todos los números están previstos. Y esto es, precisamente, lo más contrario a su carácter. En otras ciudad, el regocijo de la fiesta depende de sus inagotables posibilidades de invención y de sorpresa. El carnaval limeño nos presenta como un pueblo de poca imaginación. Es, finalmente, un testimonio en contra de los que aun esperan que prospere entre nosotros el liberalismo. No tenemos aptitud individualista. La fórmula manchesterriana pierde todo su sentido en este país, donde el paradójico individualismo español degeneró en fatalismo criollo.

4

El carnaval es, probablemente, una fiesta en decadencia, Representa una supervivencia pagana que conservaba intactos sus estímulos en el Medioevo cristiano. Era entonces un instante de retorno a la alegría pagana. Desde que esta alegría regresó a la costumbres. los días de carnaval perdieron su intensidad. No había ya impulsos reprimidos que explosionaran delirantemente. La bacanal está reincorporada en los usos de la civilización. La civilización la ha refinado. Con la música negra ha llegado al paroxismo. El carnaval, sobra. El hombre moderno empieza a encontrarle una faz descompuesta de cadáver. Máximo Botempelli, que tan sensibilidad suele registrar estas emociones, no cree que los hombres hayan amado nunca el carnaval. "La atracción del carnaval —escribe— está hecha del miedo de la muerte y del asco de la materia. La invención del carnaval es una brujería en que se mezclan la sensualidad obscena y lo macabro. Tiene sus razón de ser el uso de la máscara, cuyo origen metafísico es sin duda alguna fálico: la desfiguración de la cara tiende a mostrar las muchedumbres humanas como aglomeraciones de cabezas pesadas y avinadas de Priapos. Los movimientos de estas muchedumbres están animados por ese sentido de agitación estúpida que es propio de los amontonamientos de gusanos en las cavidades viscerales de los cadáveres".
En Europa, el carnaval declina. El clásico carnaval romano no sobrevive sino en los vegliani. Y el de Niza no es sino un número del programa de diversiones de los extranjeros de la Costa Azul. Bontempelli traduce, con imágenes plásticas, esta decadencia.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Trotsky y la oposición comunista

La expulsión de Trotsky y Zinoviev del partido comunista ruso y las medidas sancionadas por este a la oposición trotskysta, reclaman una ojeada a la política interna de Rusia. La crítica contrarrevolucionaria, tantas veces defraudada por los acontecimientos rusos, se entretiene ya en pronosticar la inminente caída del régimen sovietista a consecuencia de su desgarramiento intestino. Los más avisados y prudentes de sus escritores prefieren conformarse con la esperanza de que la política de Stalin y el partido representan simple y llanamente la marcha hacia el capitalismo y sus instituciones. Pero basta una rápida ojeada a la situación rusa para convencerse de que las expectativas interesadas de la burguesía occidental no son esta vez más solventes que en los días de Kolchak y Wrangel.
La revolución rusa, que como toda gran revolución histórica, avanza por una trocha difícil que se va abriendo ella misma con su impulso. No conoce hasta ahora días fáciles ni ociosos. Los problemas externos se complican, en su proceso, con los problemas internos. Es la obra de hombres heroicos y excepcionales, y, por este mismo hecho, no ha sido posible sino con una máxima y tremenda tensión creadora. El partido bolchevique, por tanto, no es ni puede ser una apacible y unánime academia. Lenin le impulso hasta poco antes de su muerte su dirección genial; pero ni aún bajo la inmensa y única autoridad de este jefe extraordinario, escasearon dentro del partido los debates violentos. El partido bolchevique no se sometió nunca pasivamente a las órdenes de Lenin, sobre cuyo despotismo fantaseó a su modo un periodismo folletinesco que no podía imaginarlo sino como un zar rojo. Lenin ganó su autoridad con sus propias fuerzas; la mantuvo, luego, con la superioridad y clarividencia de su pensamiento. Sus puntos de vista prevalecían siempre por ser los que mejor correspondían a la realidad. Tenía, sin embargo, muchas veces que vencer la resistencia de sus propios tenientes de la vieja guardia bolchevique. Así sucedió, por ejemplo, en octubre de 1917, la víspera del asalto al poder, que lo encontró en estricto acuerdo con Trotsky y en abierto contraste con Zinoviev y Kamanec.
La muerte de Lenin, que dejó vacante el puesto de jefe genial, de inmensa autoridad personal, habría sido seguida por un período de profundo desequilibrio en cualquier partido menos disciplinado y orgánico que el partido comunista ruso. Trotsky se destacaba sobre todos sus compañeros por el relieve brillante de su personalidad. Pero no solo le faltaba vinculación sólida y antigua con el equipo leninista. Sus relaciones con la mayoría de sus miembros habían sido, antes de la revolución, muy poco cordiales. Trotsky, como es notorio, tuvo hasta 1917 una posición casi individual en el campo revolucionario ruso. No pertenecía al partido bolchevique, con cuyos líderes, sin exceptuar al propio Lenin, polemizó más de una vez acremente. Lenin apreciaba inteligente y generosamente el valor de la colaboración de Trotsky, quien, a su vez, -como lo atestigua el volumen en que están reunidos sus escritos sobre el jefe de la revolución,- acató sin celos ni reservas una autoridad consagrada por la obra más sugestiva y avasalladora para la consciencia de un revolucionario. Pero si entre Lenin y Trotsky pudo borrarse casi toda distancia, entre Trotsky y el partido mismo la identificación no pudo ser igualmente completa. Trotsky no contaba con la confianza total del partido, por mucho que su actuación como comisario del pueblo mereciese unánime admiración. El mecanismo del partido estaba en manos de hombres de la vieja guardia leninista que sentían siempre un poco extraño y ajeno a Trotsky, quien, por su parte, no conseguía consustanciarse con ellos en un único bloque. Trotsky, según parece, no posee las dotes específicas de político que en tan sumo grado tenía Lenin. No sabe captarse a los hombres; no conoce los secretos del manejo de un partido. Su posición singular -equidistante del bolchevismo y del menchevismo- durante los años corridos entre 1905 y 1917, además de desconectarlo de los equipos revolucionarios que con Lenin prepararon y realizaron la revolución, hubo de deshabituarlo a la práctica concreta de líder de partido.
El conflicto entre Trotsky y la mayoría bolchevique, que arriba a un punto culminante con la exclusión del trotskysmo de los rangos del partido, ha tenido un largo proceso. Tomó un carácter de neta oposición en 1924 con los ataques de Trotsky a la política del comité central, contenidos en los documentos que, traducidos al francés, se publicaron bajo el título de “Cous nouveaus”. Las instancias de Trotsky para que se adoptara un régimen de democratización en el partido comunista miraban al socavamiento del poder de Stalin. La polémica fue agria. Pero entre la posición del comité y la de Trotsky cabía aún el compromiso. Trotsky cometió entonces el error político de publicar un libro sobre “1917”, del cual no salían muy bien parados Zinoviev, Kamanev y otros miembros del gobierno, duramente calificados por Lenin en ese tiempo por sus titubeos para reconocer el carácter revolucionario de la situación. El debate se reavivó, con un violento recrudecimiento del ataque personal. Zinoviev y Kamanev, que hacían causa común con Stalin, no ahorraron a Trotsky ningún recuerdo molesto de sus querellas con el bolchevismo antes de 1917. Pero, después de una controversia ardorosa, el espíritu de compromiso volvió a prevalecer. Trotsky se reincorporó en el comité central, después de una temporada de descanso en una estación climática. Y tornó a ocupar un puesto en la administración. Pero la corriente oposicionista, en el siguiente congreso del partido, reapareció engrosada. Zinoviev, Kamanev y otros miembros del comité central, se sumaron a Trotsky, quien resultó así el líder de una composición heterogénea, en la cual se mezclaban elementos sospechosos de desviación derechista y social-democrática con elementos incandescentemente extremistas, amotinados contras las concesiones de la Nep a los kulaks.
Este bloque, con todo, acusaba dominantemente en su crítica las preocupaciones y recelos del elemento urbano frente al poder del espíritu campesino. Trotsky, particularmente, es un hombre de cosmópolis. Uno de sus actuales compañeros de ostracismo político, Zinoviev, lo acusaba en otro tiempo, en un congreso comunista, de ignorar y negligir demasiado al campesino. Tiene un sentido internacional de la revolución socialista. Sus notables escritos sobre la transitoria estabilización del capitalismo (“¿A dónde va Inglaterra?”) lo colocan entre los más alertas y sagaces críticos de la época. Pero este mismo sentido internacional de la revolución, que le otorga tanto prestigio en la escena mundial, le quita fuerza momentáneamente en la práctica de la política rusa. La revolución rusa está en un período de organización nacional. No se trata, por el momento, de establecer el socialismo en el mundo, sino de realizarlo en una nación que, aunque es una nación de ciento treinta millones de habitantes que se desbordan sobre dos continentes, no deja de constituir por eso, geográfica e históricamente, una unidad. Es lógico que en esta etapa, la revolución rusa esté representada por los hombres que más hondamente sienten su carácter y sus problemas nacionales. Stalin, eslavo puro, es de estos hombres. Pertenece a una falange de revolucionarios que se mantuvo siempre arraigada al suelo ruso: el presidio o Siberia era Rusia todavía. Mientras tanto Trotsky, como Radek, como Rakovsky, pertenecen a una falange que pasó la mayor parte de su vida en el destierro. En el destierro hicieron su aprendizaje de revolucionarios mundiales, ese aprendizaje que ha dado a la revolución rusa su lenguaje universalista, su visión ecuménica. Pero ahora, a solas con sus problemas, Rusia prefiere hombres más simples y puramente rusos.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El problema de la universidad

Se presiente la proximidad de una ofensiva contra el viejo régimen universitario. La clausura de la Universidad del Cuzco el año último, planteó con urgente apremio el problema de su reorganización. La comisión encargada de proponer el plan respectivo, lo hizo con diligente empeño y ambiciosa esperanza. Su proyecto parecía definitivamente encallado en los escollos burocráticos del Ministerio de Instrucción Pública, entre los cuales no consigue moverse, según los prácticos, ninguna idea de gran calado. Pero, posteriormente, el Congreso ha facultado de modo expreso al gobierno a reformar la enseñanza universitaria. Y desde entonces, el problema de la universidad deja sentir demasiado su angustiosa presencia. Todos convienen, -menos el doctor Manzanilla que se clausura en un rígido e incómodo silencio- en que se trata de un problema que no es posible eludir por más tiempo. Se le ha eludido ya más de lo razonable.
Desde 1919 se suceden las tentativas y proyectos de reforma universitaria. La asamblea nacional que revisó la Constitución, sancionó los principios por los cuales se agitó más vehementemente la opinión estudiantil. Pero, abandonada siempre la actuación misma de la reforma al consejo docente de la Universidad, sus principios estaban inevitablemente condenados a un sabotaje más o menos ostensible y sistemático. Esto último dependía de la temperatura moral y política del claustro y de la calle. El rectorado del doctor Villarán correspondió a una estación en la que se mantenía beligerante y fervoroso en el alumnado el sentimiento renovador. Los antecedentes de sus campañas sobre educación nacional obligaban, personalmente, al Rector, a esforzarse por alcanzar algunas metas asequibles a la modesta aptitud de una docencia remolona. La renuncia del doctor Villarán restauró en el gobierno de la universidad el viejo espíritu y la esperanza de que la Universidad se renovara por si misma, aunque fuera lentamente, apareció definitivamente liquidada. Hasta los más optimistas y generosos en su crédito de confianza a la docencia, constataron la incurable impotencia de la Universidad para regenerarse sola.
El doctor Manzanilla se siente todavía, según parece, en el mejor de los mundos posibles. Es un optimista -o un pesimista- absoluto que, en estridente desacuerdo con su época, se resiste a creer que “la ley del cambio es la ley de Dios”. Pero a juzgar por el mal humor con que responde a las preguntas, siempre impertinentes para él, de los periodistas, es evidente que toda intención de reforma universitaria lo importuna. La Universidad se San Marcos está bien en 1928 como estuvo en 1890 o un siglo antes. ¿Para qué tocarla? Si el señor Manzanilla se decidiera a decir algo, es probable que dijera más o menos esto.
Pero, a pesar del señor Manzanilla, la vejez y los achaques de la Universidad son demasiado visibles y notorios hasta para las personas más indulgentes. La necesidad de la Reforma no se disimula a nadie. Es una necesidad integral, a la cual no escapa ninguno de los aspectos materiales ni espirituales de la Universidad. En otros países, las universidades permaneces aferradas a sus tradiciones, enfeudadas a los intereses de clases; pero, por lo menos, técnicamente acusan un adelante incesante. En el Perú, la enseñanza universitaria es una cosa totalmente envejecida y desvencijada. En un viejo local, un viejo espíritu, sedentario e impermeable, conserva sus viejos, viejísimos métodos. Todo es viejo en la Universidad. Se explica absolutamente el afán del doctor Molina en sacarla de sus claustros dogmáticos, a una casa bien aireada. El doctor Molina, al visitar las aulas de San Marcos, de regreso de un largo viaje por Europa, debe haber tenido la impresión de que la Universidad funciona en un sótano lleno de murciélagos y telas de araña.
Hasta este momento no se conoce el alcance de la reforma que, según se anuncia, prepara el Ministro de Instrucción Dr. Oliveira. Pero no es infundado desconfiar de que esta vez los propósitos de reforma vayan más allá de una experimentación o una tentativa tímidas. Los poderes reales de un ministro, frente a un problema de esta magnitud, son limitados. El señor Oliveira es, por otra parte, un antiguo catedrático que tenderá seguramente a tratar con excesivo miramiento a la vieja docencia. Ha tenido, hasta hoy, algunas declaraciones honradas y precisas sobre el problema de la instrucción pública en el Perú. Por ejemplo, cuando ha reconocido la imposibilidad de educar al indio por medio de escuelas, dentro de un régimen de gamonalismo o feudalidad agrarias. Más la persona del Ministro es accidental. El Ministerio de Instrucción -el estado mayor de la enseñanza- no comparte por cierto los puntos de vista del Ministro. Es probable que ni siquiera se preocupe de ellos. Y esto decisivo como obstáculo para cualquier propósito, aunque sea el más perseverante y valiente.
Porque el problema de la Universidad no está fuera del problema general de la enseñanza. Y por los medios y espíritu con que se aborda el problema de la escuela primaria, se puede apreciar la aptitud de una política educación para resolver el de la instrucción superior.
Sin embargo, esperemos.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El donquijotismo de Tristan Marof

Un Don Quijote de la política y la literatura americanas, Tristan Marof o Gustavo Navarro, como ustedes gusten, después de reposar en Arequipa de su última aventura, ha estado en Lima algunas horas, de paso para La Habana. ¿Dónde había visto yo antes su perfil semita y su barba bruna? En ninguna parte, porque la barba bruna de Tristan Marof es de improvisación reciente. Tristan Marof no usaba antes barba. Esta barba varonil, que tan antigua parece en su cara mística e irónica, lo ayudó a escapar de su confinamiento y a asilarse en el Perú. Ha formado parte de su disfraz; y ahora, en verdad, tiene el aire de pedir que la dejen quedarse donde está. Es una barba espontánea, que no obedece a ninguna razón sentimental y estética, que tiene su origen en una razón de necesidad y utilidad y que, por esto mismo, ostenta una tremenda voluntad de vivir; y resulta tan arquitectónica y decorativa.
La literatura de Tristán Marof –“El Ingenuo Continente Americano”, “Suetonio Pimienta”, “La justicia del Inca”- es como su barba. No es una literatura premeditada, de literato que busca fama y dinero con sus libros. Es posible que Tristan Marof ocupe, más tarde, un sitio eminente en la historia de la literatura de Indo-América. Pero esto ocurrirá sin que él se lo proponga. Hace literatura por los mismos motivos por que hace política; pero es lo menos literato posible. Tiene sobrado talento para escribir volúmenes esmerados; pero tiene demasiada ambición para contentarse con gloria tan pequeña y anacrónica. Hombre de una época vitalista, activista, romántica, revolucionaria, con sensibilidad de caudillo y de profeta, Tristan Marof no podía encontrar digna de él sino una literatura histórica. Cada libro suyo es un documento de su vida, de su tiempo. Documento vivo; y, mejor que documento, acto. No es una literatura bonita, ni cuidada, sino literatura vital, económica, pragmática. Como la barba de Tristan Marof, esta literatura se identifica con su vida, con su historia.
“Suetonio Pimienta” es una sátira contra el tipo de diplomático rastacuero y advenedizo que tan liberalmente produce Sud y Centro-América. Diplomático de origen electoral o “revolucionario” en la acepción sud-americana del vocablo. “La Justicia del Inca” es un libro de propaganda socialista para el pueblo boliviano. Tristan Maroff ha sentido el drama de su pueblo y lo ha hecho suyo. Podía haberlo ignorado, en el sensual y burocrática comodidad de un puesto diplomático o consular. Pero Tristan Marof es de la estirpe romántica y donquijotesca que, con alegría y pasión, se reconoce predestinada a crear un mundo nuevo.
Como Waldo Frank, como tantos otros americanos entre los cuales me incluyo, en Europa descubrió a América. Y renunció al sueldo diplomático para venir a trabajar rudamente en la obra iluminada y profética de anunciar y realizar el destino del mundo nuevo. La policía de su patria, capitaneada por un intendente escapado prematuramente de una novela posible de Tristan Marof, lo condenó al confinamiento en un rincón perdido de la montaña boliviana. Pero así como no se confina una idea, no se confina tampoco a un espíritu expansivo e incoercible como Tristan Marof. La policía paceña podía hacer encerrado a Tristan en un baúl, sin violentarlo, ni fracturarlo, para aparecer en la frontera, con una barba muy negra en la faz pálida. En la fuga, Tristan Marof habría siempre ganado la barba.
A algunos puede interesarlos el literato; a mi me interesa más el hombre. Tiene la figura prócer, aquilina, señera, de los hombres que nacen para hacer la historia más bien que para escribirla. Yo no lo había visto nunca; pero lo había encontrado muchas veces. En Milán, en París, en Berlín, en Viena, en Praga, en cualquiera de las ciudades donde, en un café o un mitin, he tropezado con hombres en cuyos ojos se leía la más dilatada y ambiciosa esperanza. Lenines, Trotskys, Mussolinis de mañana. Como todos ellos, Marof tiene el aire a la vez jovial y grave. Es un Don Quijote de agudo perfil profético. Es uno de esos hombres frente a los cuales no le cabe a uno duda de que darán que hablar a la posteridad. Mira a la vida, con una alegre confianza, con una robusta seguridad de conquistador. A su lado, marcha su fuerte y bella compañera. Dulcinea, muy humana y moderna, con ojos de muñeca inglesa y talla de walkyria.
Le falta a este artículo una cita de un libro de Marof. La sacaré de la “Justicia del Inca”. Escogeré estas líneas que hacen justicia sumaria de Alcides Arguedas; “Escritor pesimista, tan huérfano de observación económica como maniático en su acerba crítica al pueblo boliviano. Arguedas tiene todas las enfermedades que cataloga en su libro: hosco, sin emoción exterior, tímido hasta la prudencia, mudo en el parlamento, gran elogiador del general Montes... Sus libros tienen la tristeza del altiplano. Su manía es la decadencia. La sombra que no lo deja dormir, la plebe. Cuando escribe que el pueblo boliviano está enfermo, yo no veo la enfermedad. ¿De qué está enfermo? Viril, heroico de gran pasado, la única enfermedad que lo carcome es la pobreza”.
Esta es mi bienvenida y mi adiós a Tristan Marof, caballero andante de América.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Estudiantes y maestros

Los catedráticos inseguros de su solvencia intelectual, tienen un tema predilecto: el de la disciplina. Recuerdan el movimiento de reforma de 1919 como un motín. Ese movimiento no fue para ellos una protesta contra la vigencia de métodos arcaicos ni una denuncia del atraso científico e ideológico de la enseñanza universitaria, sino una violenta ruptura de la obediencia y acatamiento debidos por el alumnado a sus maestros. En todas las agitaciones estudiantiles sucesivas, estos catedráticos encuentran el rastro del espíritu de asonada y turbulencia de 1919. La Universidad -según su muy subjetivo criterio- no se puede reformar sin disciplina.
Pero el concepto de disciplina es un concepto que entiende y definen a su modo. El verdadero maestro no se preocupa casi de la disciplina. Los estudiantes lo respetan y lo escuchan, sin que su autoridad necesite jamás acogerse al reglamento ni ejercerse desde lo alto de un estrado. En la biblioteca, en el claustro, en el patio de la Universidad, rodeado familiarmente de sus alumnos, es siempre el maestro. Su autoridad es un hecho moral. Solo los catedráticos mediocres, -y en particular los que no tienen sino un título convencional o hereditario- se inquietan tanto por la disciplina, suponiéndola una relación rigurosa y automática que establece, inapelablemente, la jerarquía material o escrita.
No quiero hacer la defensa de la juventud universitaria -respecto de la cual, contra lo que pudiera creerse, me siento poco parcial y blando-, pero puedo aportar libremente a esa defensa mi testimonio, en lo que concierne a la cuestión de la disciplina, declarando que nunca he oído a los estudiantes juicios irrespetuoso sobre un profesor respetable de veras. (Las excepciones o discrepancias individuales no cuentan. Hablo de un juicio más o menos colectivo). Me consta también que, cuando formularon en 1919 la lista de catedráticos repudiados, -a pesar de que el ambiente exaltado y tumultuario de las asambleas no era el más a propósito para valoraciones mesuradas- los estudiantes cuidaron de no excederse en sus condenas. Las tachas tuvieron siempre el consenso mínimo de un 90 por ciento de los alumnos de la clase respectivas. En la mayoría de los casos, fueron votadas por unanimidad y aclamación. Los líderes de la Reforma se distinguían todos por una ponderación escrupulosa. No se proponían purgar a la Universidad de los mediocres, sino únicamente de los pésimos. La sanción que encontraron en el Gobierno y en el Congreso todas las tachas de entonces, evidencia que no eran contestables ni discutibles.
El tópico de la disciplina es, pues, un tópico barato y equívoco.
Y del mismo género son las críticas que, fácil e interesadamente, se pronuncian sobre la influencia que tienen en la crisis universitaria otros relajamientos o deficiencias del espíritu estudiantil.
Contra todo lo que capciosamente se insinúe o sostenga, la crisis de maestros, ocupa, jerárquicamente el primer plano. Sin maestros auténticos, sin rumbos austeros, sin direcciones altas, la juventud no puede andar bien encaminada. El estudiante de mentalidad y espíritu cortos y mediocres, mira en el profesor su dechado o su figurín. Con un profesor desprovisto de desinterés y de idealismo, el estudiante no puede aprender ni estimar una ni otra cosa. Antes bien, se acostumbra a desdeñarlas prematuramente como superfluas, inútiles y embarazantes.
Un maestro -o, mejor, un catedrático- en quien sus discípulos descubren una magra corteza de cultura profesional, y además, carece de autoridad y de aptitud para inculcarles y enseñarles extensión ni hondura en el estudio. Su ejemplo, por el contrario, persuade al discípulo negligente de la conveniencia de limitar sus esfuerzos, primero a la adquisición rutinaria del grado y después a la posesión de un automóvil, al allegamiento de una fortuna, y -si es posible, de paso- a la conquista de una cátedra, membrete de lujo, timbre de academia. La vida y la personalidad egoístas, burocráticas, apocadas, del profesor decorativo y afortunado influyen inevitablemente en la ambición, el horizonte y el programa del estudiante de tipo y medio. Profesores estériles tienen que producir discípulos estériles.
Sé bien que esto no inmuniza del todo a la juventud contra críticas ni reproches. La universidad no es, obligada y exclusivamente, su único ambiente moral y mental. Todas las inteligencias investigadoras, todos los espíritus curiosos, pueden -si lo quiere- ser fecundos por el pensamiento mundial, por la ciencia extranjera. Una de las características fisonómicas de nuestra época es, justamente, la circulación universal. Veloz y fluida de las ideas. La inteligencia trabaja, en esta época, sin limitaciones de frontera ni de distancia. No nos faltan, en fin, maestros latinoamericanos a quienes podamos útilmente dirigir nuestra atención. La juventud -sus propios movimientos lo comprueban y declaran- no vive falta de estímulos intelectuales ni de auspicios ideológicos. Nada la aísla de las grandes inquietudes humanas. ¿No han sido extra-universitarias las mayores figuras de la cultura peruana?
Los estudiantes, después de las honrosas jornadas de la Reforma, parecen haber recaído en el conformismo. Si alguna crítica merecen, no es por cierto la que mascullan, regañones e incomodados, los profesores que reclaman el establecimiento de una disciplina singular, fundada en el gregarismo y la obediencia pasivas.

José Carlos Mariátegui La Chira

La convención internacional de maestros de Buenos Aires

Las vigías del confuso y extenso panorama indo-americano registran un hecho de trascendencia para el destino del continente: la Convención Internacional de Maestros de Buenos Aires. Las agencias telegráficas, demasiado ocupadas por los viajes de Lindberg, no han dedicado casi ninguna atención a este suceso. Pero he aquí, precisamente, una razón para destacarlo y enjuiciarlo. Muy raro es encontrar reflejado en la información cablegráfica cotidiana uno de los acontecimientos que están dibujando la nueva fisionomía espiritual de nuestra América.
La convocatoria de este congreso de maestros data de principios del año último. Partió de la Asociación General de Profesores de Chile, una de las corporaciones de maestros de América más señaladas por su ideario y sus campañas renovadoras. El golpe de estado del coronel Ibañez malogró el propósito de los maestros chilenos de reunir la Convención en Santiago. Muchos de los miembros dirigentes de la Asociación General de Profesores andaban perseguidos. Y, en general, bajo un régimen estrechamente militarista y chauvinista, faltaba una atmósfera espiritual adecuada para las labores de un congreso donde se debía discurrir sobre la realización de ideales ecuménicos -americanos- de fraternidad y civilidad. Los iniciadores del congreso, encargaron entonces su organización a un calificado grupo de profesores argentinos. En la Argentina, está viva la magnífica tradición de Sarmiento, -que nos presenta la grandeza de ese pueblo como la obra de un educador-. En la Argentina, alcanzó su más vigorosa afirmación el movimiento de reforma universitaria latino-americana, nacido en una universidad argentina, la de Córdoba. La nueva sede de la Convención reunía las mejores garantías morales de trabajo fecundo.
Los votos aprobados por el congreso testimonian el espíritu sincero y profundamente renovador que lo ha inspirado. Un dinámico y autorizado grupo de educadores argentinos, -en el cual sobresalen las figuras, ya figuras de Alfredo Palacios, Carlos Sánchez Viamonte, Julio R. Barcos, Juan Matovani, Gabriel del Mazo y otros- ha orientado y dirigido las labores del congreso, imprimiéndole su concepto moderno y humano de la enseñanza. En estas labores, al lado de representantes del Uruguay, México, Centro-América, Chile, Bolivia y demás países latino-americanos, han tomado parte Manuel A. Seoane y Oscar Herrera, compatriotas nuestros.
El Congreso ha enfocado, con generosa visión, los grandes problemas de la enseñanza, pronunciándose abiertamente por una amplia acción social de los maestros. Una de sus declaraciones al respecto, propugna lo siguiente: “1º. Orientar la enseñanza hacia el principio de la fraternidad humana basado en una más justa distribución de las riquezas entre los hombres de todas las latitudes de la tierra. -2º. Propicias en la enseñanza la modificación del criterio histórico actual, despojándolo de su carácter guerrero, dando primacía a la historia civil y a la interpretación social de la civilización”. Otras declaraciones reivindican para el magisterio el derecho a la dirección técnica de la educación; afirman la alianza de los maestros con los trabajadores manuales que luchan por un programa de justicia social y económica; y reclaman la democratización efectiva de la enseñanza, a cuyos grados superiores solo deben tener acceso los más aptos. Las conclusiones sancionadas por la Convención sobre este punto traducen el nuevo ideario educativo. “La educación privada y pública -dice una de estas conclusiones- cuando signifique preparación de élites y creación de futuras situaciones de dominación, atenta contra la vida moral de la humanidad. Las élites no deben hacerse; surgirán solas en el cultivo igual de todos los jóvenes espíritus. Las pseudo élites, formadas por el privilegio educativo, no reposan en condiciones naturales, recurren a la fuerza, a la intriga y a la tiranía para sostenerse minando los verdaderos valores sociales de la persistencia y mejoramiento progresivo de la especie humana”. “La socialización de la cultura supone: a), el gobierno democrático de la educación por padres, maestros y profesores elegidos libremente por estos; b), la autonomía económica, administrativa y técnica de los consejos escolares; c), la escuela unificada, desde el Kindergarten a la Universidad, fundada en el trabajo espiritual y manual fusionados en la labor educativa y que supone el derecho de todo individuo de ser educado hasta el límite que marquen sus capacidades”. La Convención ha hecho justicia a las obras más significativas y considerables de renovación de la enseñanza en América, destacando como tales “la acción innovadora de la revolución mexicana en materia educacional; el moderno código de educación de Costa Rica, inspirado en las ideas más recientes, y el magnífico plan de reconstrucción educacional elaborado por la Asociación General de Profesores de Chile”.
En este Congreso de Maestros, -que ha recibido la adhesión de pedagogos e instituciones de gran autoridad, -se han expuesto y mentado todos los ensayos y movimientos educacionales contemporáneos. El espíritu de la Convención ha sido, en todas sus conclusiones, un espíritu de reforma y vanguardia. Pero en la médula de sus deliberaciones, se reconoce una concepción más liberal que socialista de la educación. Se constata una reivindicación excesiva de la autonomía de la enseñanza, se une una insistente aserción del carácter anti-dogmático de esta. Dos conceptos que acusan la persistencia de los viejos mirajes de la “escuela laica” y la “libertad de enseñanza”, como de realidades absolutas y superiores a la escuela religiosa y a la enseñanza del Estado. El amigo Barcos, cuyos méritos de educador soy el primer en proclamar, llevado por su íntimo liberalismo considera el nuevo programa de educación de Chile superior al de Rusia, por ser este dogmático y el primero no. Por mi parte, no creo en una cultura sin dogmas ni en un Estado agnóstico. Y aún me siento tentado de declarar que, partiendo de puntos de vista inconciliablemente puestos, coincido con Henry Massis en que solo el dogma es fecundo. Hay dogmas y dogmas y hasta el de repudiarlos todos es, a la postre, uno más. Pero ya este es un tópico aparte cuyo esclarecimiento dentro de una sumaria (...).

José Carlos Mariátegui La Chira

Últimas aventuras de la vida de don Ramón del Valle Inclán

Cierta vez bosquejé a algunos amigos en una plática íntima la “teoría de la barba biológica”. Mis proposiciones, aproximadamente, se resumían así: la barba decae, porque desaparecen sus razones biológicas, históricas. La barba tramonta porque es extraña a una civilización maquinista, industrial, urbana, cubista. La figura del hombre moderno no necesita esta decoración medioeval, inadecuada a sus gustos deportivos, a su movimiento, a su mecánica. La estética del hombre está, en el fondo, regida por las mismas leyes de la estética de los edificios. La necesidad, la utilidad, justifican y determinan sus elementos. La barba, en un hombre, debe ser como la columna, como la cariátide, en un palacio o un templo: debe ser necesaria. Está demás cuando no lo es. Hay personas que se dejan la barba porque creen que les sienta bien; otras, porque creen parecerse a sus antepasados. Estas barbas de carácter puramente hereditario o de origen exclusivamente estético, no son biológicas, no son arquitectónicas. Carecen de función vital. Es como si fueran postizas. Pero todas las reglas de nuestra edad, tienen excepciones. Un estado de pura civilización, no es posible sin muchas excepciones, vale decir sin variedad, sin diversidad. También en nuestra época nacen y crecen barbas biológicas.
La barba de don Ramón del Valle Inclán, aunque haya tenido un proceso mucho más ordenado, es de la misma estirpe. Tiene todos los atributos del buen espécimen de barba biológica. La barba de Valle Inclán es como su manquera. ¿Cómo habría podido Valle Inclán ser Valle Inclán sin su barba? (Entre los mitos de la Biblia el de la cabellera de Sansón me parece más eficaz que un tratado de biología). No es por acaso que el soneto de Rubén Darío comienza con el célebre verso: “Este gran don Ramón de las barbas de chivo”. El genio poético de Rubén Darío tenía que asir la personalidad de Valle Inclán por la barba, esto es por lo más vital de su figura.
Esta barba, que es uno de los más nobles ornamentos de España, uno de los más ultramodernos retintos y señeros atributos de su individualidad, ha comparecido hace poco ante un juez. Porque, muy donquijotesco, muy caballero, muy español como es, Valle Inclán está siempre dispuesto a romper una lanza por la justicia, contra los jueces y alguaciles. El haber gritado en un teatro contra una pieza mala, le ha validado un proceso. Un proceso que no ha sido sino un interrogatorio, en el cual Valle Inclán rehusó declarar su nombre, profesión y domicilio como cualquier anónimo. Era el juez el que debía decirle su nombre, porque mientras en la sala de la audiencia nadie ignoraba el de Valle Inclán, muy poco sabía sin duda el del magistrado que lo interrogaba. Valle Inclán declaró en su diálogo ser coronel-general de los ejércitos de España y se afirmó antidinástico.
Valle Inclán es tradicionalista, ultramoderno, por oposición a la España jesuíticamente constitucional, burocráticamente dinástica, falsamente liberal de don Alfonso XIII. Es o ha sido carlista; pero no a la manera de don Carlos ni de su líder Vásquez de la Mella. Ha sido carlista, por sentir el carlismo algo así como una reivindicación de caballero andante. En 1920, estaba hasta la médula con la Revolución Rusa, con Lenin, con Trotzky, con todos los grandes don quijotes de la época. De partir en guerra, lo habría hecho por los soviets, no por don Jaime. Y hoy mismo, interrogado sobre el porvenir del liberalismo por un diario español, ha respondido que un liberalismo iluminado debe hacerse socialista. El porvenir no será liberal sino socialista. Don Ramón no lo piensa como político sino como intelectual; lo siente como artista, lo intuye como hombre de genio. Este hombre de la España negra es el que más cerca está de una España nueva.
Los amigos y paisanos de Blasco Ibáñez andas quejosos de la manera desdeñosa y agresiva como Valle Inclán ha tratado la memoria de “Sangre y Arena”. Esta ha sido otra de las últimas aventuras de Valle Inclán. También, aunque no lo parezca, aventura, de viejo hidalgo, porque es muy de viejo hidalgo es guardar sus ojerizas y sus aversiones más allá de la muerte. La aversión de Valle Inclán a Blasco Ibáñez refleja un contraste profundo entre la España del ochocientos y la España inmortal y eterna. ¿Qué podía amar Valle Inclán en un Mediterráneo optimista, republicano, democrático, de gusto mesocrático y de ideales estandarizados, y sobre todo tan exentos de pasión y tan incapaz de tragedia?
La crítica nueva hará justicia a este gran don Ramón, pendenciero, arbitrario y quijotesco. Waldo Frank, en su magnífico libro “España Virgen”, -que tan justicieramente [pasa] por alto otro valores adjetivos, otros signos secundarios de la literatura española- destacan el carácter singularmente representativo, profundamente español, de Valle Inclán.

José Carlos Mariátegui La Chira

La batalla del libro

Organizada por uno de los inteligentes y laboriosos editores argentinos, Samuel Glusberg, se ha realizado recientemente en Mar del Plata la Exposición Nacional del Libro. Este acontecimiento, -que ha seguido a poca distancia a la Feria Internacional del Libro,- ha sido la manifestación más cuantiosa y valiosa de la cultura argentina. La Argentina ha encontrado de pronto, en esta exposición el vasto panorama de su literatura. El volumen imponente de su producción literaria y científica le ha sido presentada, en los salones de la exposición, junto con la extensión y progreso de su movimiento editorial.
Hasta hoy, no obstante el número de sus editoriales, la Argentina no exporta sus libros sino en muy pequeña escala. Las editoriales y librerías españolas mantienen, a pesar del naciente esfuerzo editorial de algunos países, una hegemonía absoluta en el mercado hispano-americano. La circulación del libro americano en el continente, es muy limitada e incipiente. Desde un punto de vista de libreros, los escritores de “La Gaceta Literaria” estaban en lo cierto cuando declaraban a Madrid meridiano literario de Hispano-América. En lo que concierne a su abastecimiento de libros, los países de Sud-América continúan siendo colonias españolas. La Argentina es, entre todos estos países, el que más ha avanzado hacia su emancipación, no solo porque es el que más libros recibe de Italia y Francia, sino sobre todo porque es el que ha adelantado más en materia editorial. Pero no se han creado todavía en la Argentina empresas o asociaciones capaces de difundir las ediciones argentinas por América, en competencia con las librerías españolas. La competencia no es fácil. El libro español es, generalmente, más barato que el libro argentino. Casi siempre, está además mejor presentado. Técnicamente, la organización editorial y librera de España se encuentra en condiciones superiores y ventajosas. El hábito favorece al libro español en Hispano-América. Su circulación está asegurada por un comercio mecanizado, antiquísimo. El desarrollo de una nueva sede editorial requiere grandes bases financieras y comerciales.
Pero esta sede tiene que surgir, a plazo más o menos corto, en Buenos Aires. Las editoriales argentinas operan sobre la base de un mercado como el de Buenos Aires, el mayor de Hispano-América. El éxito de “Don Segundo Sombra” y otras ediciones, indica que Buenos Aires puede absorber en breve tiempo, la tirada de una obra de fina calidad artística. (No hablemos de las obras del señor Hugo Wast). La expansión de las ediciones argentinas, por otra parte, se inicia espontáneamente. Las traducciones publicadas por Gleizer, “Claridad”, etc, han encontrado una excelente acogida en los países vecinos. Los libros argentinos son, igualmente, muy solicitados. Glusberg, Samet y algún otro editor de Buenos Aires ensanchan cada vez más su vinculación continental. La expansión de las revistas y periódicos bonaerenses señala las rutas de la expansión de libros salidos de las editoriales argentinas.
La Exposición del Libro Nacional, plausiblemente provocada por Glusberg, con agudo sentido de oportunidad, es probablemente el acto en que la Argentina revisa y constata sus resultados y experiencias editoriales, en el plano nacional, para pasar a su aplicación a un plano continental. Arturo Cancela, en el discurso inaugural de la exposición, ha tenido palabras significativas. “Poco a poco -ha dicho- se va diseñando en América el radio de nuestra zona de influencia intelectual y no está lejano el día en que, realizando el ideal romántico de nuestros abuelos, Buenos Aires llegue a ser efectivamente, la Atenas del Plata”. “Este acto de hoy es apenas un bosquejo de esa apoteosis, pero que puede ser el prólogo de un acto más trascendental. El libro argentino está ya en condiciones de merecer la atención del público en las grandes ciudades de trabajo”. “Por su pasado, por su presente y por su futuro, el libro argentino merece una escena más amplia y una consagración más alta”.
De este desarrollo editorial de la Argentina -que es consecuencia no solo de su riqueza económica sino también de su madurez cultural- tenemos que complacernos como buenos americanos. Pero de sus experiencias podemos y debemos sacar, además, algún provecho en nuestro trabajo nacional. El índice libro, como he tenido ya ocasión de observarlo más de una vez, no nos permite ser excesivamente optimistas sobre el progreso peruano. Tenemos por resolver nuestros más elementales problemas de librería y bibliografía. El hombre de estudio carece en este país de elementos de información. No hay en el Perú una sola biblioteca bien abastecida. Para cualquier investigación, el estudioso carece de la más elemental bibliografía. Las librerías no tienen todavía una organización técnica. Se rigen de un lado por la demanda, que corresponde a los gustos rudimentarios del público, y de otro lado por las pautas de sus proveedores de España. El estudioso necesitaría disponer de enormes recursos para ocuparse por si mismo de su bibliografía. Invertiría en este trabajo un tiempo y una energía, robados a su especulación intelectual.
Poco se considera y se debate, entre nosotros, estas cuestiones. Los intelectuales parecen más preocupados por el problema de imprimir sus no muy nutridas ni numerosas obras, que por el problema de documentarse. Los obreros trabajan desorientados, absorbidos por la fatiga diaria de defender el negocio. Tenemos ya una fiesta o día del libro, en la cual se colecta para las bibliotecas escolares fondos que son aplicados sin ningún criterio por una de las secciones más rutinarias del Ministerio de Instrucción; pero más falta nos haría, tal vez, establecer una feria del libro, que estimulara la actividad de editores, autores y libreros y que atrajera más seria y disciplinadamente la atención del público y del Estado sobre el más importante índice de cultura de un pueblo.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Estación electoral en Francia

Este año promete una buena cosecha a la democracia. Es un año esencial y unánimemente electoral. Habrá elecciones en Francia, Inglaterra, Alemania, la Argentina, etc. Y no sería normal ni lógico que la democracia saliera ejecutada de una votación. El sufragio universal se traicionaría a si mismo si condenase el parlamento y la democracia. Puede inclinarse alternativamente a izquierda o a derecha; pero no puede suprimir la derecha ni la izquierda. Ni la revolución ni la reacción muestran, por esto, ninguna ternura electoral o parlamentaria. Las elecciones son, así para los reaccionarios como para los revolucionarios, una simple oportunidad de predicar el cambio de régimen y de denunciar la quiebra de la democracia. Las elecciones italianas de 1921, convocadas en plena creciente fascista, dieron la mayoría a las izquierdas y trajeron abajo a Giolitti. El fascismo ganó apenas treintaicinco asientos en la cámara. Pero el año siguiente, después de la marcha a Roma, obtuvo de la misma cámara un voto de confianza. Poco importa que la reacción o la revolución estén próximas. Las elecciones, formalmente, oficialmente, necesitan dar siempre la razón a la democracia. La víspera misma de ganar el gobierno, los bolcheviques perdieron las elecciones. Los social-demócratas de Kerensky tenían la cándida pretensión de que, dueños ya del poder, Lenin y sus correligionarios reconociesen a una asamblea que los condenaba a priori. Lenin, como bien se sabe, prefirió licenciar esta asamblea extemporánea y retórica.
El momento, por otra parte, es de estabilización capitalista, que es como decir de estabilización democrática. Porque la burguesía puede haber empleado el golpe de estado fascista para conseguir o afianzar su estabilización; pero solo en los países donde la democracia no era muy extensa ni muy efectiva. En Inglaterra, en Alemania, en Francia, el capitalismo se ha defendido dentro de la democracia, aunque se haya valido a ratos de leyes de excepción contra sus adversarios. La burguesía no es precisa o estrictamente el capitalismo; pero el capitalismo si es, forzosamente, la democracia burguesa.
Los resultados de las elecciones no importan demasiado. El 11 de mayo de 1924, el bloque nacional y el cartel de izquierdas se disputaron acanitamente en Francia la victoria electoral. El escrutinio de ese día no se contentó con derribar a Poincaré de la presidencia del consejo. No pareció satisfecho sino después de arrojar a Millerand de la presidencia de la república. Caillaux, el condenado del bloque nacional, regresó a Francia con cierto aire de césar democrático. Y, sin embargo, dos años después el cartel se disolvía, para dar paso a una nueva fórmula: un gabinete presidido por Poincaré, con Herriot en el ministerio de instrucción y Briand en el del exterior. El 1 de mayo no tocó, en consecuencia, la sustancia de las cosas. Herriot acabó colaborando en un ministerio poincarista y Poincaré concluyó presidiendo un gobierno apoyado en los radicales-socialistas. Esta vez, como la anterior, cualquiera que sea el resultado de las elecciones, solo podrá sostenerse en el gobierno un ministerio de opinión. El escrutinio no producirá, por ningún motivo, un gobierno de partido. Ni un bloque de derechas ni un cartel de izquierdas sería suficientemente sólido. El gobierno tendrá que contar, como el de Poincaré, con el favor de la pequeña burguesía no menos que con la venia de la alta finanza y la gran industria. Una victoria del partido socialista sería, sin duda, la única posibilidad de acontecimientos imprevistos e insólitos. Pero ningún partido asumiría el poder con más miedo a sus responsabilidades ni con más miramiento a la opinión que el partido socialista.
Los socialistas franceses se inclinan, por esto, a una reconstitución más o menos adaptada a las circunstancias, de la fórmula radical-socialista. León Blum rehusaba en 1925 y 26 la participación de los socialistas en el gobierno, en espera, según él, de que les llegara la oportunidad de asumirlo íntegramente por su cuenta. Esta política apresuró el regreso de Poincaré y el restablecimiento de la unión nacional, con el programa de revalorización del franco. Mas la oportunidad aguardada, con tanta certidumbre, por León Blum, no parece haber llegado todavía. Los socialistas no podrían hacer en el poder sino una de estas dos políticas: o una política revolucionaria, sostenida por todas las fuerzas del proletariado, que conduciría inevitablemente a la guerra social, o una política conservadora, de concesiones incesantes a los intereses y la opinión burgueses, como la practicada por los laboristas ingleses durante el experimento Mac Donald. En el segundo caso, un ministerio socialista duraría menos aún que el primer ministerio Herriot después de las elecciones victoriosas del 1º de mayo. En el primer caso, salvo la acción de jefes superiores, con dotes excepcionales de comando, los socialistas serían finalmente desalojados del poder por los comunistas.
El destino del partido socialista francés podía ser el de reemplazar al partido radical-socialista. Pero este proceso requiere tiempo. Los radicales socialistas, aunque pierdan súbitamente su ascendiente sobre las masas pequeño-burguesas de las ciudades, conservarán por algún tiempo, sus clientelas electorales de provincias. Tienen viejas raíces que los defienden de una rápida absorción, sea por parte de la izquierda socialista, sea por parte de la derecha plutocrática. Su función no ha terminado. Y, mientras le estabilización democrática no se encuentre seriamente amenazada, su chance electoral seguirá siendo considerable.

José Carlos Mariátegui La Chira

Maeztu y la dictadura

Aunque “es obvio que un Embajador no puede entrar en polémicas periodísticas, el señor Maeztu ha creído necesario responder al artículo en que yo examinaba el proceso y las razones de su adhesión a la dictadura de Primo de Rivera, porque que “puede y debe rectificar una inexactitud”. La inexactitud en que yo he incurrido, y que el Sr. Maeztu en una carta a don Joaquín García Monge, director de “Repertorio Americano”, califica de cronológica, se encontraría en el párrafo siguiente: “El reaccionario explícito e inequívoco no ha aparecido en Maeztu sino después de tres años de meditación jesuítica y de duda luterana. Para que el pensamiento de un intelectual formalmente liberal y orgánicamente conservador, haya recorrido el camino que separa la reforma de la reacción, han sido necesarios tres años de experiencia reaccionaria, planeada y cumplida de modo muy diverso del que habría sido grato especulador teórico. El hecho ha precedido a la teoría; la acción a la idea. Maeztu ha encontrado su camino mucho después de Primo de Rivera”. Son estas las palabras de mi artículo que Maeztu copia para contradecirlas. I su artículo se contrae a sostener que el “cambio central de sus ideas” o, mejor dicho, “la fijación de sus ideas fundamentales” data de 1912. Hasta entonces Maeztu había escrito indistintamente en periódicos liberales como el “Heraldo de Madrid” y conservadores como “La Correspondencia de España” y, consecuente con la fórmula favorita de los hombres del 98, “escuela y despensa”, no se había preocupado gran cosa del problema de derechas e izquierdas. Posición que correspondería en propiedad intelectual “formalmente liberal y orgánicamente conservador”, como yo me he permitido definir al señor Maeztu.
Mi ilustre contradictor no niega, precisamente, el cambio. Y ni siquiera lo atenúa. Lo que le importa es su cronología. Mi inexactitud no es de concepto sino de fecha. El “reaccionario explícito e inequívoco” no ha aparecido en Maeztu después de tres años de experiencia reaccionaria, sino mucho antes de la experiencia misma. ¿Cómo y cuándo? He aquí lo que Maeztu trata de explicarnos. La cronología de su conversión es la siguiente: En 1912, se regresó de Londres, se encontró con que un militar amigo suyo, persuadido por un libro de Mr. Norman Angell de que la guerra no es negocio, se había vuelto pacifista. Los libros de Mr. Norman Angell fueron, diversa y opuestamente, el camino de Damasco, de Maeztu y su amigo militar. El militar se desilusionó de la guerra y la fuerza; el escritor, por reacción, comenzó a apasionarse por ellas. I el día en que descubrió que la fuerza tiene que ser un valor en si misma, ese día, -son sus palabras- pudo advertir que “se había alejado definitivamente del sector de opinión que actualmente lo combate”. En 1916 publicó en inglés un libro, traducido en 1919 al castellano con el título de “La Crisis del Humanismo”, que contiene sustancialmente todo conforme a esta versión, psicológica e intelectualmente sincera sin duda alguna, a pesar de provenir de un Embajador, la conversión de Maeztu ha sido en gran parte causal. Sin la claudicación de un militar honesto y sedentario, capaz de interesarse por las ideas de un pacifista inglés, Maeztu no habría leído con atención los libros de Norman Angell. Y sin meditar en estos libros, no habría llegado, -al menos, tan pronto- a las opiniones expresadas en “La Crisis del Humanismo”. Se trata, en suma de una conversación totalmente causal, vital, pragmatista y polémica. En esto, Maeztu descubre la filiación íntimamente protestante y británica de su mente y su cultura. Y he aquí dos factores más serios de su cambio que el encuentro del militar pacifista y la lectura meditada de “La Gran Ilusión”. Más o menos lo mismo que al señor Maeztu, le sucedió a la Gran Bretaña en el siglo pasado. La gran Bretaña era pacifista en la época del apogeo de las ideas libre-cambistas y manchesterrianas. Gladstone, liberal, acabó practicando, sin embargo, una política imperialista. I Chamberlain, anti-imperialista de origen y escuela, se transformó como Ministro de Colonias, en apóstol del imperialismo. Terminado el periodo de revolución liberal -y, por ende, de emancipación política de los pueblos- liquidados o reducidos a modestos límites los imperios feudales, Inglaterra advirtió que su interés había dejado de ser anti-imperialista. La concurrencia de nuevos imperios capitalistas como Alemania, la obligaba a asegurarse la mejor parte en la distribución de las colonias. El capitalismo británico se tornó agresivo, conquistador y guerrero, hasta precipitar la guerra mundial en la forma que todos sabemos. El señor Maeztu, que formal o teóricamente había permanecido hasta 1912 fiel a una filosofía más o menos liberal, humanista y rousseauniana, estaba ya espiritual y aún racionalmente demasiado impregnado del nuevo clima y del nuevo sentimiento del capitalismo británico. El militar pacifista y Normal Angell son menos responsables de lo que el señor Maeztu cree.
En “La Crisis del Humanismo”, el señor Maeztu no se revelaba solo contra las ideas políticas, sociales y filosóficas que se habían engendrado al impulso del movimiento romántico iniciado por Rousseau. Sus iros, según él mismo, iban más lejos. “El culpable del romanticismo era el humanismo, el subjetivismo de los siglos anteriores y del Renacimiento, por el que el hombre había tratado de convertirse en la medida de todas las cosas, del bien y del mal, de la verdad y de la falsedad”. Más o menos así razonan también los ideólogos fascistas. Su condena no se detiene en el demo liberalismo-burgués; alcanza al Renacimiento, a la Reforma y al protestantismo, después de hacer justicia sumaria de la Enciclopedia, Rousseau y la Revolución Francesa. Pero el señor Maeztu, inveterado y recalcitrante admirador de las creaciones del genio anglo-sajón, -y, por consiguiente, del capitalismo y el industrialismo, de la grandeza y del poder de Inglaterra y Estados Unidos- no puede asumir esta actitud, sin contradicción flagrantes con algunas de sus opiniones más caras. Al señor Maeztu le debemos sagaces críticas del ideal de Rodó, inteligentes interpretaciones del espíritu puritano y de su influencia en el fenómeno yanqui. No puede arribar, por consiguiente, a las mismas conclusiones que un neo-tomista francés o un nacionalista católico italiano. Condenando “el humanismo, el subjetivismo de los siglos anteriores y del Renacimiento”, el señor Maeztu condena la Reforma, el protestantismo y el liberalismo, esto es los elementos religiosos, filosóficos y políticos de los cuales se ha nutrido la civilización capitalista fruto de un régimen de libre concurrencia. La Reforma representó la ruptura entre el mundo medioeval y el mundo moderno. ¿Y qué es, en último análisis, el protestantismo, sino ese subjetivismo, o mejor, ese individualismo que el señor Maeztu repudia?
En el terreno de la doctrina y de la historia, se le podrían dirigir al señor Maeztu muchas interrogaciones embarazantes. Pero esto no cabe dentro de los límites forzosos de mi dúplica. El señor Maeztu ha rectificado una “inexactitud cronológica”. Y a esta rectificación debo contraerme, sosteniendo que la inexactitud no existe. Es una inexactitud subjetiva, que tiene realidad y valor solo para el señor Maeztu. Pero objetiva, históricamente, no tiene realidad ni valor. Yo no he dicho que todas las ideas actuales del señor Maeztu sean posteriores a tres años de dictadura española. He dicho solo que el reaccionario explícito e inequívoco no ha aparecido en él sino después de esos tres años. Poco importa que en “La Crisis del Humanismo”, estuviese ya, en esencia, toda la filosofía actual de su autor. ¿No he definido acaso al Maeztu de ayer como un intelectual formalmente liberal y orgánicamente conservador? Maeztu había adquirido, antes de “La Crisis del Humanismo”, un concepto, que el llamará, realista, de la fuerza. Pero esto no fijaba todavía totalmente su posición política. Hace solo cuatro años, en artículos de “El Sol”, de los cuales recordaré precisamente uno titulado “Reforma y Reacción”, atribuía toda la responsabilidad del momento reaccionario que atravesaba Europa, a la agitación revolucionaria que lo había antecedido. Hasta entonces no había abandonado aún del todo, ideológicamente, el campo de la Reforma. Esto es lo que he afirmado. Y en esto insisto.
Me explico que a un hombre inteligente y culto como el señor Maeztu, con el orgullo y también la vanidad peculiar del hombre de ideas, le moleste llegar en retardo respecto a Primo de Rivera, por quien no puede sentir excesiva estimación. Pero el hecho es así, cualesquiera que sean las atenuantes que se admitan. I mi tesis que el destino del intelectual, -salvo todas las excepciones que confirman la regla- es el de seguir el curso de los hechos, más bien que el de precederlos y anticiparlos.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

"El nuevo derecho" de Alfredo Palacios

El Dr. Alfredo Palacios, a quien la juventud hispano-americana aprecia como a uno de sus más eminentes maestros, ha publicado este año una segunda edición de “El Nuevo Derecho”. Aunque las nuevas notas del autor enfocan algunos aspectos recientes de esta materia, se reconocer siempre en la obra de Palacios un libro escrito en los primeros años de la paz, cuando el rumbo, arrullado todavía por los ecos del mensaje wilsoniano, se mecía en una exaltada esperanza democrática. Palacios ha sido siempre, más que un socialista, un demócrata, y no hay de qué sorprenderse si en 1920 compartía la confianza entonces muy extendida, de que la democracia conducía espontáneamente al socialismo. La democracia burguesa, amenazada por la revolución en varios frentes, gustaba entonces de decirse y creerse democracia social, a pesar de que una parte de la burguesía prefería ya el lenguaje y la práctica de la violencia. Se explica, por esto, que Palacios conceda a la conferencia del trabajo de Washington y los principios de legislación internacional del trabajo incorporados en el tratado de Paz, una atención mucho mayor que a la revolución rusa y a sus instituciones. Palacios se comportaba frente a la revolución con mucha más sagacidad que la generalidad de los social-demócratas. Pero veía en las conferencias del trabajo, más bien que en la revolución soviética, el advenimiento del derecho socialista. Es difícil que mantenga esta actitud hoy que Mr. Albert Thomas, Jefe fe la Oficina Internacional del Trabajo, -esto es del órgano de las conferencias de Washington, Ginebra, etc- acuerda sus alabanzas a la legislación obrera del Estado fascista, tan enérgicamente acusado de mistificación y fraude reaccionarios por el Dr. Palacios, en una de las notas que ha añadido al texto de “En Nuevo Derecho”.
Este libro, sin embargo, conservó un singular valor, como historia de la formación del derecho obrero hasta la paz wilsoniana. Tiene el mérito [de] no ser una teoría ni una filosofía del nuevo derecho sino únicamente un sumario de su historia. El doctor Sánchez Viamonte, que prologa la segunda edición, observa acertadamente: “No obstante su estructura y contenido de tratado, el libro del doctor Palacios es más bien un sesudo y formidable alegato en defensa del obrero, explicando el proceso histórico de su avance progresivo, logrado objetivamente en la legislación por el esfuerzo de las organizaciones proletarias y a través de la lucha social en el campo económico. No falta a este libro el tono sentimental un tanto dramático y a veces épico, desde que, en cierto modo, es una epopeya; la más grande y trascendental de todas, la más humana, en suma: la epopeya del trabajo. Por eso, supera al tratado puramente técnico del especialista, frio industrial de la ciencia, que aspira a resolver matemáticamente el problema de la vida”. Palacios estudia los orígenes del “nuevo derecho” en capítulos a los que el sentimiento apologético, el tono épico como dice Sánchez Viamonte, no resta objetividad ni exactitud magisteriales. El sindicato, como órgano de la consciencia y la solidaridad obreras, es enjuiciado por Palacios con un claro sentido de su valor histórico. Palacios se da cuenta perfecta de que el proletariado ensancha y educa su consciencia de clase en el sindicato mejor que en el partido. Y, por consiguiente, busca en la acción sindical, antes que en la acción parlamentaria de los partidos socialistas, la mecánica de las conquistas de la clase obrera.
Habría, empero que reprocharle, a propósito del sindicalismo, su injustificable prescindencia del pensamiento de George Sorel en la investigación de los elementos doctrinales y críticos del derecho proletario. El olvido de la obra de Sorel, a la cual está vinculado el más activo y fecundo movimiento de continuación teórica y práctica de la ideal marxista, me parece más particularmente remarcable por la mención desproporcionada que, en cambio concede Palacios a los conceptos jurídicos de Jaures. Mientras Jaures, -a cuya gran figura no regateo ninguno de los méritos que en justicia le perteneces- era esencialmente un político y un intelectual que se movía, ante todo, en el ámbito del partido y que, por ende, no podía evitar en su propaganda socialista, atento a la clientela pequeño-burguesa de su agrupación, los hábitos mentales del oportunismo parlamentario. No es prudente, pues, seguirlo en su empeño de descubrir en el código burgués principios y nociones cuyo desarrollo baste para establecer el socialismo. Sorel, en tanto, extraño a toda preocupación parlamentaria y partidista, apoya directamente sus concepciones en la experiencia de la lucha de clases. Y una de las características de su obra, -que por este solo hecho no puede dejar de tomar en cuenta ningún historiógrafo del “nuevo derecho”- es precisamente su esfuerzo por entender y definir las creaciones jurídicas del movimiento proletario. El genial autor de las “Reflexiones sobre la violencia” advertía, -con la autoridad que a su juicio confiere su penetrante interpretación de la idea marxista, la “insuficiencia de la filosofía jurídica de Marx”, aunque acompañase esta observación de la hipótesis de que “por la expresión enigmática de dictadura del proletariado, él entendía una manifestación nueva de ese Volkgeist al cual los filósofos del derecho histórico reportaban la formación de los principios jurídicos”. En su libro “Materiales de una teoría del proletariado”, Sorel expone una idea -la de que el derecho al trabajo equivaldrá en la consciencia proletaria a lo que es el derecho de propiedad en la consciencia burguesas- mucho más importante y sustancial que todas las eruditas especulaciones del profesor Antonio Menger. Pocos aspectos, en fin, de las obras de Proudhon, -más significativa también en la historia del proletariado que los discursos y ensayos de Jaurés- son tan apreciados por Sorel como su agudo sentido del rol del sentimiento jurídico popular en un cambio social.
La presencia de la legislación demo-burguesa de principios, como el de “utilidad pública”, cuya aplicación sea en teoría suficiente para instaurar, sin violencia, el socialismo, tiene realmente una importancia mucho menos de la que se imaginaba optimistamente la elocuencia de Jaurés. En el seno del orden medioeval y aristocrático, estaban también casi todos los elementos que, más tarde, debían producir, no sin una violenta ruptura de ese marzo histórico, el orden capitalista. En sus luchas contra la feudalidad, los reyes de apoyaban frecuentemente en la burguesía, reforzando su creciente poder y estimulando su desenvolvimiento. El derecho romano, fundamente del código capitalista, renació igualmente bajo el régimen medioeval, en contraste con el propio derecho canónico, como lo constata Antonio Labriola. Y el municipio, célula de la democracia liberal, surgía también dentro de la misma organización social. Pero nada de esto significó una efectiva transformación del orden social sino a partir del momento en que la clase burguesa tomó revolucionariamente en sus manos el poder. El código burgués requirió la victoria política de la clase en cuyos intereses se inspiraba.
Muy extenso comentario sugiere el nutrido volumen del Dr. Palacios. Pero este comentario nos llevaría fácilmente al examen de toda la concepción reformista y demócrata del progreso social. I esta sería materia excesiva para un artículo. Prefiero, por mi parte, abordarla sucesivamente en algunos artículos sobre algunos debates y tópicos actuales de revisionismo socialista.
Pero no concluiré sin dejar constancia de que Palacios se distingue de la mayoría de los reformistas por la sagacidad de su espíritu crítica y su comprensión del fenómeno revolucionario. Su reformismo no le impide explicarse la revolución. La Rusia de los Soviets, a pesar de su dificultad para apreciar integralmente la obra de Lenin, reviste a su juicio la magnitud que le niegan generalmente los regañones (...).

José Carlos Mariátegui La Chira

Giovanni Giolitti

Los días que corren no son propicios para una equitativa valoración de Giolitti. El fascismo no puede mostrarse demasiado indulgente con el político que más conspicua y específicamente representa la Italia liberal, positivista, tendera, burocrática de los últimos lustros pre-bélicos. El anti-fascismo, aunque grato a la firmeza con que Giolitti votó en el Parlamento contra la política anti-liberal del fascismo, no puede perdonar al estadista piamontés su parte en los errores tácticos que consintieron la marcha sobre Roma y la abdicación y desmoronamiento del Estado liberal. La apología de Francesco Crispi y de los hombres de la antigua derecha, se acomoda al gusto y al interés de la dictadura fascista mucho más que el reconocimiento de la bemerencias de Giolitti, que debió su fortuna política a la derrota del método crispiano.
Nunca se ha despotricado tanto en Italia contra la democracia sanchopancesca, utilitaria, negociante, giolittiana en una palabra de la “monarquía socialista” como desde que Mussolini, en la necesidad de sofocar toda protesta contra su régimen, anunció su intención de reemplazar definitiva y formalmente al viejo Estado liberal por el Estado fascista. Giolitti ha escuchado sin inmutarse, en sus postreros años, las más exorbitantes y estruendosas requisitorias contra su sentido prudente, realista, práctico, administrativo de la política.
La Italia de Victorio Veneto, que el fascismo siente espiritual e históricamente tan suya, debe a la obra giolittiana, ordenadora y parsimoniosa, los elementos fundamentales de su costosa victoria. En largos años de administración, que sacrificó los tópicos clásicos del Risorgimento a los hechos prosaicos de un trabajo de crecimiento y equilibrio capitalistas Giolitti, el neutralista, preparó a Italia para la guerra, capacitándola para ascender del desastre de Adua al triunfo de Vittorio Veneto.
El rencor de la Italia d’annunziana, retórica, militarista, contra el sobrio y parco estadista piamontés, se ha tomado la más exultante y completa revancha con el régimen fascista. Sería fácil, sin embargo, probar que el fascismo debe su persistencia y estabilización, más que a sus medidas de violencia, a su método oportunista, a su estrategia social, a una praxis, en suma, heredada del giolittismo, con la diferencia de que este prescindía de la declamación idealista y asignaba a su función fines más modestos e inmediatos,
Giolitti era la antítesis del político programático y doctrinario. Profesaba, sin duda, íntimamente un ideal, que ahora se destaca más netamente que nunca como el resorte espiritual de su obra; el ideal de hacer de Italia un estado moderno, apto para superar definitivamente una pesada tradición clerical, comunal, güelfa, anti-unitario, surgido de las luchas del Risorgimento, Giolitti comprendió que era necesario abandonar el dogmatismo y la intransigencia de Crispi y licenciar definitivamente una buena parte de las frases e ideas del Risorgimento mismo. La política del Estado, en la medida en que podía ser reformadora y progresista, en el orden político, tenía que apoyarse en las masas obreras, cada vez más ganadas al socialismo. El ideario liberal significaba un constante fermento de tendencias e impulsos republicanos. Giolitti, liquidó la cuestión institucional acordando a las masas el derecho de huelga, el sufragio universal el mejoramiento económico. Críticos liberales como Mario Missiroli no le han ahorrado invectivas por su empirismo oportunista, exento al parecer de toda convicción doctrinal. Pero precisamente Missiroli, que acusaba a Giolitti de haber destruido el patrimonio ideal del Risorgimento con su política transformista y compromiso, ha acabado por reconocer, el fondo voluntarista e ideal de la política giolittiana. La experiencia de la crisis post-bélica, lo obligó a admitir que “la política giolittiana era la sola conveniente a un pueblo incapaz de superar y las contradicciones de su historia milenaria”. “Fue después de la catástrofe del socialismo y de la democracia -escribe Missiroli- cuando comprendí la ineluctabilidad de la política giolittiana y la grandeza de Giolitti. Fue entonces cuando intuí su profundo pesimismo, su patriotismo ascético, su infalible sentido de la historia. No se comprende la política de Giolitti sin el subsidio de una filosofía de la historia, que parece confluir con su obra en virtud de una milagrosa adivinación. Es una cuestión de la más alta psicología moral saber como haya conseguido creer y obrar, no obstante sus íntimos convencimientos sobre la historia, la naturaleza, las costumbres de los italianos. La grandeza de Giolitti consiste en haber sabido gobernar, según los modos de la civilización occidental, un pueblo que había permanecido extraño a las formaciones espirituales de la modernidad y en el haberlo elevado, merced de una obra exclusivamente personal por encima de su propia consciencia moral y de sus hábitos atrasados”.
Piero Gobetti no anda muy lejos de Missiroli cuando define a Giolitti como “la sublimación más rara y casi única de la ordinaria administración”. Giolitti, realmente, resolvía la política en la administración; pero sin perder de vista los fines superiores del Estado liberal. Incorporando a las masas en la vida política, como partido de clase, opuso a las inclinaciones conservadoras de la burguesía el contrapeso indispensable para que no condujesen al Estado al renegamiento gradual de los principios del liberalismo. El socialismo le permitió salvar al Estado de la reacción ultramontana. La función del socialismo, como Missiroli también lo acepta en el prefacio de su segunda edición de “La Monarquía Socialista”, que rectifica en parte las aserciones originales de la obra, fue eminentemente liberal en el período giolittiano.
Pero esta política solo podía desenvolverse libremente en la época en que las masas se acomodaban con facilidad a una acción reformista. Desde que la guerra abrió un período revolucionario, el socialismo se tornó amenazados e inquietante. Giolitti, siguiendo su estrategia equilibrista de contrapesos y antinomias, pensó que podía servirse de las brigadas fascistas para volver a la razón a los socialistas. Luego, sería fácil reducir al orden a los “fasci di combatimento”. Su último gran servicio a la burguesía y al orden fue su actitud contemporizadora ante la ocupación de las fábricas. La resistencia del gobierno a la reivindicación obrera del control de las fábricas, habría provocado probablemente la revolución. Giolitti prefirió ceder a la demanda de las masas, quitándoles de este modo el móvil concreto que las impulsaba a la lucha. Pero erró, en cambio, en su cálculo cuando disolvió a la cámara en 1921, con la esperanza de asegurarse, con el concurso de la violencia fascista, una mayoría manejable. Este error franqueó el camino del poder. Mussolini le debe toda su fortuna política. Si el Ministro “de la mala vida” como le llamaban algunos por su concomitancias con la plutocracia sententrional y las oligarquías y caciquizmos meridionales, hubiese acertado en su maniobra electoral, la conquista de Roma por el fascismo habría quedado conjurada. Giolitti no se daba cuenta de la naturaleza extraordinaria, excepcional, de los nuevos tiempos. Con su calma y su socarronería piamontesas, creía que todas las efervescencias y exuberancias post-bélicas acabarían por apaciguarse y desvanecerse. Presentía más próxima de lo que en verdad estaba la estabilización. Este error histórico, esta falla política, han puesto a dura prueba su fatigosa obra de parlamentario y gobernante; y le han restado, en su última hora la satisfacción de verse continuado.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Guillermo Ferrero y la Terza Roma

El historiógrafo de Roma antigua deviene, en su ancianidad, el novelista de Roma moderna. La serie de novelas que con el título de “La Terza Roma” ha comenzado a publicar (“Le Due Veritá”, “La Rivolta del Figlio”, A. Mondadori, Milano, 1927) nos introducen en la vida romana, en los últimos años de la administración de Francesco Crispi, cuando se entrevé ya el fracaso de la aventura colonial de Abisinia. Zola, en una de sus tentaculares novelas, intentó aprehender en un solo volumen el espíritu de esta misma Roma. Pero, encontrando todavía demasiado frágil y exigua la Roma del Risorgimento, esbozó más bien un cuadro de la Roma pontificia. Sus pasos buscaron el ánima compleja y múltiple de Roma en el tortuoso “borgho” transteverino y en los umbrosos palacios eclesiásticos. I por este lado no iban mal encaminados. Mas Roma les escapó siempre. Cerrado el volumen se advierte enseguida que la Roma del Vaticano y del Quirinal no está en la enorme anécdota urdida por Zolá para capturarla.
Guglielmo Ferrero sigue otro derrotero. Nos introduce en Roma por la puerta de un palacio que aloja en sus suntuosos y antiguos salones la alianza de la prepotente y alacre burguesía de Milán y la conquistadora y cultivada aristocracia del Piamonte. En este palacio, en el cual los nuevos amos de la Ciudad Eterna han sucedido a la decaída nobleza romana, se respira el ambiente oficial de la Italia crispiana, que empieza su acercamiento al mundo vaticano, bajo el auspicio de la catolicidad de doña Eduvigis Alamanni.
La figura del senador Alamanni, hijo de un plebeyo, más aún, de un siervo enriquecido, que se hacer perdonar su origen por la aristocracia mediante su unión con una patricia empobrecida, es en los dos primeros tomos de “La Terza Roma” la figura central de la novela. Alamanni tiene en su juventud la dureza, el ímpetu, los dotes de comando y potencia de los grandes burgueses. Capitán de finanza y de industria, posee el genio de los negocios. La acumulación de capitales es, en su teoría y en su práctica, la vía de la posesión del mundo. Siente un desprecio altanero de plebeyo victorioso por la nobleza desmonetizada y parasitaria. Pero en los cuarenta años, el enlace con doña Eduvigis, -a quien Guglielmo Ferrero generoso con los vencidos, caballeresco con el pasado, concede todas las cualidades y virtudes de la nobleza cristiana,- domestica su voluntad agresiva. Alamanni se enamora insensiblemente de los hábitos y de los gustos de la aristocracia. Reconoce a la tradición y a la estirpe el valor que antes les había negado. Se deja ganar por los sentimientos de la aristócrata gentil y delicada a la cual sus millones le han permitido llegar. La psicología de la época es propicia a este cambio. “La Monarquía, la Aristocracia y una parte, la más ambiciosa y la más fina, de la Riqueza no blasonada todavía había comenzado, desde hacía un ventenio, en toda Europa, a atrincherarse en el acrópolis de la sociedad contra la Democracia y la llanura; y a fin de que la trinchera fuese alta y sólida, cada uno aportaba lo que podía que todo servía: la cultura, la gloria, la potencia, el blasón, el valor, la elegancia y las bellas maneras, la riqueza y el lujo y el arte, antiguo patrimonio de los grandes y los humildes; y quien no poseía otra cosa, frivolidad, ignorancia y disipación”. El dinamismo de la idea liberal, generadora del Risorgimento, inquietaba a los espíritus. En las masas prendía la idea socialista, catastrófica y mesiánica. La política de Francesco Crispi tendía a dar al orden el cimiento de la tradición, sofocando las consecuencias lógicas de los principios del Risorgimento. Contra esta política, se alzaban en el parlamento, además de los tribunos socialistas, los hombres de izquierda del liberalismo. Cavalloti y Rudini preparaban con sus requisitorias contra la administración crispiana el advenimiento de la era de Giolitti. Alamanni, que había gastado su impulso original en la creación de una gran fortuna, y que había suavizado su soberbia de nuevo rico en un sedante palacio romano, se sentía un soporte de orden. Intuitivo, práctico, pesimista, no abría en su espíritu un excesivo crédito de confianza a los dotes del presunto Bismarck italiano. Pero sus sentimientos y móviles de conservador lo constreñían a sostener esta política, contra todas las amenazas tormentosas del sufragio y de la plaza. Los paladines de la izquierda demo-liberal, Cavalloti, Di Rudiní, Giolitti, le parecía peligrosos demagogos. Prefería a su victoria, el compromiso directo entre la plutocracia y el socialismo, entre el poder el proletariado, conforma a la praxis bismarckiana. Mas estas ideas eran de naturaleza absolutamente confidencial, privada. Alamanni no era un político; era solo un plutócrata. Daba al orden el apoyo de sus millones, de su riqueza, en cambio de las garantías que le otorgaba para acrecentarlos. Su campo era la economía, no la política ni la administración. Vagamente percibía el peso muerto de la política y de sus funcionarios y doctrinas en el libre juego de los intereses económicos. Los políticos, le parecían costosos y embarazantes intermediarios. Estaba ligado al conservantismo de Crispi por todos los vínculos de su ambición y de su riqueza. Crispi lo había hecho marqués. El despreciador de títulos y blasones, había gestionado solícitamente esta merced, que lo igualaba formalmente con su mujer en la jerarquía mundana.
Pero el argumento de “La Terza Roma” no es la vida misma de un hombre. Ferrero le antepone una intriga de sabor folletinesco, que si nos conduce a la entraña de algunos aspectos de la vida social de la época, se apropia demasiado, con sus episodios, de las páginas de la obra y del espíritu del narrador. El novelista, se impone, con prepotencia de diletante y debutante, al historiógrafo. I, al cerrar al segundo volumen, -“La Rivolta del Figlio”- la impresión de que la Terza Roma está escapando también a Ferrero, nos trae el recuerdo de la frustrada tentativa de Zola. El conflicto sentimental y moral del hijo del senador Alamanni, que parte al África en vísperas del desastre de Adua, acapara demasiado la obra y el novelista. Esperemos que este, en el descanso que ha seguido a “La Rivolta del Figlio”, tenga tiempo y voluntad de advertirlo.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El gobierno de la gran coalición en Alemania

La laboriosa gestación del gabinete que preside el líder socialista Herman Müller, denuncia la dificultad del compromiso logrado entre la Social-democracia y el Volkspartei para constituir un gobierno de coalición en Alemania. Los socialistas, que en las últimas elecciones obtuvieron una magnífica victoria, han hecho las mayores concesiones posibles a los populistas y Stresseman (Volkspartei), que en dichas elecciones perdieron no pocos asientos parlamentarios. La social-democracia ha vuelto al poder pero a condición de compartirlo con el partido que representa más específicamente los intereses de la burguesía alemana. El programa del gabinete Müller-Stresseman es un programa de transacción, en cuya práctica tienen que surgir frecuentes contrastes. A eliminar en lo posible las causas de conflicto, ha estado destinadas, sin duda, las largas negociaciones que han precedido la formación del gobierno. Pero el compromiso, por sagaces que sean sus términos, está siempre subordinado en su aplicación al juego de las contingencias.
La culminación de la victoria de los socialistas habría sido el restablecimiento de la coalición de Weimar: socialistas, centristas y demócratas; la asunción del poder por la coalición negro-blanco y oro; la restauración en el gobierno de los colores y el espíritu republicanos y democráticos. Pero una victoria electoral no es la garantía de una victoria parlamentaria. Las elecciones francesas del 11 de mayo de 1924 dieron la mayoría al bloque de izquierdas; pero la asamblea salida de ellas concluyó por restablecer en el gobierno a Poincaré. El parlamento y el gobierno parecer ser, además, en Alemania, desde hace algún tiempo, una escuela de prudencia y ponderación. Los partidos creen servir mejor sus doctrinas por la transacción, que por la táctica opuesta. Alemania está resuelta a dar al mundo, -que le reprochó siempre su tiesura, su rigidez y su lentitud,- las más voluntarias seguridades de su flexibilidad y de su ponderación, recibía el tono y el verbo de los nacionalistas, fue estimada por muchos como el comienzo de una restauración monárquica y conservadora, que en poco tiempo habría cancelado el espíritu y la letra de la constitución de Weimar. Mas la ascensión de Hindemburg a la presidencia tuvo, por el contrario, la virtud de conciliar poco a poco a las derechas con las instituciones democráticas. El partido populista ya había superado esta prueba. Pero el partido nacionalista conservaba aún, enardecido por la marejada reaccionaria, su intransigencia anti-republicana. El paso de la oposición al poder, lo obligó a abandonarla, al mismo tiempo que a suavizar, en obsequio a la política de Stresseman, su aspereza revanchista. No obstante sus críticas y reservas, los nacionalistas han aceptado prácticamente la política de reconciliación de Alemania con los vencedores, hábilmente actuada por Stresseman. I han relegado, durante largo tiempo, a último término, sus reivindicaciones monárquicas. Su colaboración con la república, aunque dosificada a las circunstancias, ha servido a la estabilización democrática y republicana del Reich. Los nacionalistas han salido diezmados de las últimas elecciones, en cuales, en cambio, los partidos del proletariado, socialista y comunista, han hecho una imponente afirmación de su fuerza popular. Los socialistas no han podido, a su turno, sustraerse al influjo de esta atmósfera de moderación y compromiso. El retorno a la coalición de Weimar no les ha parecido inoportuno y aventurado a los centristas, sino también a los propios directores de la social-democracia. Por esto, la participación de Strresseman y el Volkspartei en el gobierno, reclamada también seguramente por Hindemburg, ha exigido una gestión empeñosa, en la cual los jefes socialistas se han sentido impulsados a una estrategia muy cauta. Stresseman, ha discutido con ellos en una posición ventajosa. Algunos votos menos en el parlamento, no han restado a su partido absolutamente nada de su significación de órgano político de la gran industria y la alta finanza. La social-democracia sabe perfectamente que al parlamentar con los populistas, trata con el estado mayor de la burguesía alemana.
[Y desde un punto de vista, el proceso de estabilización democrática de] Alemania nos descubre, en sus raíces, un aspecto de la crisis del parlamentarismo o sea de la democracia. La potencia de un partido, como lo demuestra este caso, no depende estrictamente de su fuerza electoral y parlamentaria. El sufragio universal puede disminuir sus votos en la cámara, sin tocar su influencia política. Un partido de industriales y banqueros, no es lo mismo que un partido de heterogéneo proselitismo. Al partido socialista, que un partido de clase, sus ciento cincuenta y tantos votos parlamentarios, si le bastan para asumir la organización del gabinete, no lo autorizan a excluir de este a la banca y la industria.
La gran coalición no deja fuera de la mayoría parlamentaria, sino de un lado a los nacionalistas fascistas y, de otro lado, a los comunistas. A la extrema derecha y a la extrema izquierda. Los comunistas, -que a consecuencia del fracaso de la agitación revolucionaria de 1923 han atravesado un período de crisis interna,- han realizado en las últimas elecciones una extraordinaria movilización de sus efectivos. Grandes masas de simpatizantes, han vuelto a favorecer con sus votos al partido revolucionario. Las consecuencias de la victoria de la clase obrera en la política ha sido, por esto, la amnistía para todos los perseguidos y procesados político-social. Esta amnistía fue uno de los votos del pueblo. El gobierno no podía dejar de sancionarlo.
Los socialistas tienen cuatro ministros en el gabinete: Müller, canciller, Hilferding (Finanzas), Severing (Interior) y Wisel (Trabajo). Pero esta fuerte participación en el poder, no es la que corresponde a la fuerza electoral del proletariado. Stresseman y sus amigos pesan en el gobierno de la gran coalición, tanto como los ministros de la social-democracia. El equilibrio de este gobierno, por lo tanto, resulta artificial y contingente en grado sumo. Ya se habla de la probabilidad de apuntarlo en el otoño próximo, con un remiendo. I esto es lógico. La gran coalición es un frente demasiado extenso para no ser provisional e interino.

José Carlos Mariátegui La Chira

La literatura peruana por Luis Alberto Sánchez

No es posible enjuiciar aún íntegramente el trabajo de Luis Alberto Sánchez, en esta historia de “La Literatura Peruana”, concebida con un “derrotero para una historia espiritual del Perú”, por la sencilla razón de que no se conoce sino el primer volumen. Este volumen expone las fuentes bibliográficas de Sánchez, el plan de su trabajo, el criterio de sus valoraciones; y estudia los factores de la literatura nacional: medio, raza, influencias. Presenta, en suma, los materiales y los fundamentos de la obra de Sánchez. El segundo tomo nos colocará ante el edificio completo.
Sánchez, desde sus “Poetas de la Colonia”, se ha entregado a esta labor de historiógrafo y de investigador con una seriedad y una contradicción muy poco frecuentes entre nosotros. El escritor peruano tiende a la improvisación fácil, a la divulgación brillante y caprichosa. Nos faltan investigadores habituados a la disciplina del seminario. La universidad no los forma todavía; la atmósfera y la tradición intelectuales del país no favorecen en desenvolvimiento de las vocaciones individuales. En la generación universitaria de Sánchez -lo certifican los trabajos de Jorge Guillermo Leguía, Jorge Basadre, Raúl Porras Barrenechea, Manuel Abastos,- aparece, como una reacción, ese ascetismo de la biblioteca que en los centros de cultura europeos alcanza grados tan asombrosos de recogimiento y concentración. Esto es, sin duda, algo anotado ya justicieramente en el haber de la que, de otro lado, puede llamarse, en la historia de la Universidad, “generación de la Reforma”.
Desde un punto de vista de hedonismo estético, de egoísmo crítico, no es muy envidiable la fatiga de revisar la producción literaria nacional y sus apostillas y comentarios. Mis más tesoneras lecturas de este género corresponden, por lo que respecta, a los años de rabioso apetito de mi adolescencia, en que un hambre patriótico de conocimiento y admiración de nuestra clásica y romántica literatura me preservaba de cualquier justificado aburrimiento. Después, no he frecuentado gustoso esta literatura, sino cuando el acicate de la indagación política e ideológica me ha consentido recorrer sin cansancio sus documentos representativos. Mi aporte a la revisión de nuestros valores literarios -lo que yo llamo mi testimonio al proceso de nuestra literatura-, está en la serie de artículos que sobre autores y tendencias he publicado en esta misma sección de “Mundial”, y que, organizados y ensamblados, componen uno de los “7 ensayos de interpretación de la realidad peruana”, que dentro de pocos días entregaré al público.
Porque, descontado el goce de la búsqueda, hay poco placer crítico y artístico en este trabajo. La historia literaria del Perú consta, en verdad, de unas cuantas personalidades, algunas de las cuales, -de Melgar a Valdelomar- no lograron su expresión plena, mientras otras, como don Manuel González Prada, se desviaron de la pura creación artística, solicitadas por un deber histórico, por una exigencia vital de agitación y de polémica políticas. Este parece ser un rasgo común a la historia literaria de toda Hispano-América. “Nuestros poetas, nuestros escritores, -apunta un excelente crítico. Pedro Henríquez Ureña- fueron las más veces, en parte son todavía, hombres obligados a la acción, la faena política y hasta la guerra y no faltan entre ellos los conductores e iluminadores de pueblos”. La materia resulta, por tanto, mediocre, desigual, escasa, si el crítico no renuncia ascéticamente a sus derechos de placer estético. I no todos tienen la fuerza de este renunciamiento que es casi una penitencia. Para afanarse en establecer, con orden riguroso, la biografía y la calidad de uno de nuestros pequeños clásicos y de nuestros pequeños románticos, precisa -haciéndose tal vez cierta violencia a si mismo- persuadirse previamente de su importancia, hasta exagerarla un poco.
La historia erudita, bibliográfica y biográfica, de nuestra literatura como la de todas las literaturas hispano-americanas, tiene, por esto, el riesgo de aceptar cierta inevitable misión apologética, con sacrificio del rigor estimativo y de la verdad crítica. La crítica artística, y por tanto la historia artística, -ya que como piensa Benedetto Croce se identifican y consustancian- son subrogadas por la crónica y la biografía. Las cumbres no se destacan casi de la llanura, en un panorama literario minucioso y detallado. No cumple así la historia su función de guiar eficazmente las lecturas y de ofrecer al público una jerarquía sagaz y justa de valores. Henríquez Ureña, ante este peligro, se pronuncia por una norma selectiva: “Dejar en la sombra populosa a los mediocres; dejar en la penumbra a aquellos cuya obra pudo haber sido magna, pero quedó a medio hace tragedia común en nuestra América. Con sacrificios y hasta injusticias sumas es como se constituyen las constelaciones de clásicos en todas las literaturas. Epicarmo fue sacrificado a la gloria de Aristófanes; Gorgias y Protágoras a las iras de Platón. La historia literaria de la América española debe escribirse alrededor de unos cuantos nombres centrales: Bello, Sarmiento, Montalvo, Martí, Darío, Rodó”.
El género mismo de las historiografías literarias nacionales, se encuentra universalmente en crisis, reservado a usos meramente didácticos y cultivado por críticos secundarios. Su época específica es la de los Schlegel, Mme Stael, Chateaubriand, De Sanctis, Taine, Brunetiere, etc. La crítica sociológica de la literatura de una época culmina en los seis volúmenes de las “Corrientes principales de la literatura del siglo diecinueve” de George Brandes. Después de esta obra, cae en progresiva decadencia. Hoy el criterio de los estudiosos se orienta por los ensayos que escritores como Croce, Tilgher, Prezzolini, Gobetti en Italia, Kerr en Alemania, Benjamin Cremieux, Albert Thibaudet, Ramón Fernández, Valery Larbaud, etc en Francia, han consagrado al estudio monográfico de autores, obras y corrientes. I respecto a una personalidad contemporánea, se consulta con más gusto y simpatía el juicio de un artista como André Gide, André Suarez, Israel Zangwill, y aún de un crítico de partido como Maurrás o Massis, que de un crítico profesional como Paul Souday. Se registra, en todas partes, una crisis de la crítica literaria, y en particular de la crítica como historia por su método y objeto. Croce, constatando este hecho, afirma que “la verdadera forma lógica de la historiografía literario-artística es la característica del artista singular y de su obra e la correspondiente forma didascalica del ensayo y la monografía” y que “el ideal romántico de la historia general, nacional o universal sobreviene solo como un ideal abstracto; y los lectores corren a los ensayos y a las monografías o se limitan a estudiarlas consultarlas como manuales”.
Pero en el Perú donde tantas están cosas por hacer, esta historia general no ha sido escrita todavía; y, aunque sea con retardo, es necesario que alguien se decida a escribirla. Y conviene felicitarse de que asuma esta tarea un escritor de la cultura y el talento de Luis Alberto Sánchez, apto para apreciar corrientes y fenómenos no ortodoxos, antes que cualquier fastidioso y pedante seminarista, amamantado por Cejador.
Esperemos con confianza, el segundo tomo de la obra de Sánchez, que contendrá su crítica propiamente dicha, y por tanto su historia propiamente dicha, de obras y personalidades. Del mérito de esta crítica, depende la apreciación del valor y eficacia del método adoptado por Sánchez y explicado en el primer tomo. La solidez del edificio será la mejor prueba de la bondad de los andamios.
En tanto, tengo que hacer una amistosa rectificación personal a Sánchez. Al referirse a mi “proceso de la literatura peruana”, deduce mis fuentes de mis citas y aún eso incompletamente. Cuando conozca completo, y en conjunto, mi estudio, comprobará que, con el mismo criterio con que enjuicio solo los valores-signos, en lo que concierne a la crítica y a la exégesis comento los documentos representativos y polémicos. No tengo, por supuesto, ninguna vanidad de erudito ni bibliógrafo. Soy, por una parte, un modesto autodidacta y por otra parte, un hombre de tendencia o de partido, calidades ambas que yo he sido el primero en reivindicar más celosamente. Pero la mejor contribución que puedo prestar al rigor y a la exactitud de las referencias de la obra de Sánchez, es sin duda la que concierne a la explicación de mí mismo.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La campaña electoral en los Estados Unidos

En el actual instante de la historia mundial, la elección de presidente de la república norte-americana es un acontecimiento de un interés internacional como nunca lo ha sido, ni aún cuando, -pendiente de este acto la entrada de Estados Unidos a la Sociedad de las Naciones- tocó al electorado yanqui elegir al sucesor de Mr. Wilson. Era entonces demasiado evidente el descenso de Wilson para que se abrigase excesivas respecto a la suerte del partido demócrata en los escrutinios. La elección de 1924 halló a los Estados Unidos en un grado más alto de su crecimiento como imperio y potencia mundial. Pero en esta elección las fuerzas electoras se dividieron no en dos, sino en tres grandes corrientes, con ostensible beneficio para el partido de la gran burguesía. El partido demócrata concurrió a la elección con una candidatura débil ascendiente personal. Y la aparición de un tercer partido, con el senador La Follete a la cabeza, no podía ir más allá de una imponente movilización de fuerzas. Esta vez, el electoral norte-americano recobra su antiguo ritmo bipartito.
La candidatura demócrata dispone de considerable y excepcional influjo popular; y su programa se diferencia del programa republicano con más vivacidad que en anteriores oportunidades. Otros factores singulares además de la personalidad del candidato, juegan esta vez en la elección: la religión de Al. Smith, cuya victoria significaría la ascensión de un católico por primera vez a la presidencia de los Estados Unidos; y su posición anti-prohibicionistas que agita un ardoroso contraste de opiniones y aún de intereses. La actitud de los republicanos frente a los desiderata de los agricultores, a pesar de los esfuerzos del partido de Herbert Hoover por atenuar los efectos de su política económica en el electorado rural, aparece como otro agente de orientación eleccionaria que complica la situación.
La candidatura del partido republicano es característica de su actual sentido de su misión. La designación de Herbert Hoover es debida, en gran parte, a su condición específica de hombre de negocios. La burguesía yanqui colocó siempre en la presidencia de la república a un estadista o un magistrado, a una figura que no significase una ruptura de la más encumbrada tradición del país de Washington y Lincoln. A un tipo de capitalista puro, se prefirió siempre un tipo burocrático o intermediario. Para esta elección, el partido republicano ha buscado su jefe en el mundo de los negocios. En un artículo del “Magazin of Wall Street” enjuiciando las cualidades de los principales candidatos como hombres de negocios, se consigna la siguiente apreciación sobre Hoover, oportunamente remarcada por Bukharin en un discurso en la IIIa Internacional: “No es exagerado decir que él (Hoover) se considera y es realmente el dirigente del mundo de negocios americano. No hubo nunca en ninguna parte una institución tan estrechamente ligada al mundo de los negocios como el departamento de Hoover... Él respeta al gran capital y admira a los grandes capitalistas. Tiene la opinión de que una sola persona que hace una gran cosa es mejor que una docena de sabios soñadores que hablan de lo que no han intentado nunca hacer y que nunca sabrán hacer. Es incontestable que Hoover presidente, no se semejará a ninguno de sus predecesores. Será un “business-president” dinámico, en tanto que Coolidge era un “bussines-president” estático. Será el primero “bussines-president” en oposición a los presidentes políticos que hemos tenido hasta ahora”.
Smith representa la tradición demócrata. Es el tipo de estadista, formado en la práctica de la administración, más magistrado que caudillo. Poco propenso a la filosofía política, se mantiene casi a igual distancia de Bryan que de Wilson. Su carácter, su figura, hablan al electorado demócrata mejor que su ideología. En su nominación, el partido demócrata se ha mostrado más conservador que el republicano, desde el punto de vista de la fidelidad a la tradición política norte-americana. Smith corresponde al tipo de presidente, configurado según el principio yanqui de que cualquier ciudadano puede elevarse a la presidencia de la república, mucho más que Hoover. La elección de Hoover, del gran hombre de negocios, con cierta prescindencia de inveteredos miramientos democráticos -y demagógicos- sería, bajo este aspecto, un acto más atrevido que la elección de Al. Smith anti-prohibicionista y católico.
¿Cuál de estos dos candidatos conviene más a los intereses del imperio norte-americano? He aquí la cuestión que el instinto histórico de su media y pequeña burguesía tiene que resolver, pronunciándose en su mayoría por Al. Smith o por Herbet Hoover.
El resultado de los escrutinios no depende automáticamente de las estrictas fuerzas electorales de cada partido. Un cálculo, basado rígidamente en los porcentajes de las últimas votaciones, resulta como es natural desfavorable para los demócratas. En la elección, pueden influir en mayor o menor grado los factores especiales ya anotados, la personalidad del candidato demócrata, popularísima en el estado de New York, el sentimiento público sobre la debatida cuestión del prohibicionismo, la influencia de los intereses agrícolas, la repercusión del programa de Al Smith en las masas populares, etc. Según un sistema de cálculo electoral, que Bruce Bliven llama una diversión inocente, los elementos que en esta oportunidad decidirán el voto de un elector son los siguientes: hábito (lealtad partidista), “prohibicionismo”, religión, personalidad del candidato. A estos factores se les asigna, sobre una escala de 100, los siguientes puntos respectivamente: 60, 50, 55, 25. Según prevalecimiento particular en cada estado, se predice el probable orientamiento de los estados cuyo resultado es dudoso. Pero más seguro es atenerse al estudio concreto de cada electorado. Y a este trabajo andan entregados en Estados Unidos los expertos.
La “chance” de Smith se basa en sus probabilidades de una gran victoria en los estados del Sur. Estos estados pueden darle 114 votos electorales. A estos votos, se agregarán los de los estados demócratas de Kentucky, Tenesse y Oklahoma. La decisión del resultado global la darán los escrutinios de Massachusetts, Connecticut, Rhode Island, New York, New Jersey, Maryland, Illinois, Missouri, Wisconsin y Montana. Después de un atento examen de los coeficientes electorales de estos estados, Bruce Bliven opina que Smith puede vencer en Rhode Island, New York, Maryland, Missouri, Wisconsin y Montana mientras Hoover cuenta con mayores elementos de triunfo en los otros estados mencionados. Del éxito con que maniobren los demócratas para atraerse los millones de votos que en 1924 favorecieron al senador Lafollette, dependerá en gran parte la suerte de su candidato.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Herbet Hoover y la campaña republicana

Mr. Herbert Hoover, candidato del partido republicano a la presidencia de los Estados Unidos, dirige su campaña electoral con la misma fría y severa estrategia con que dirigía una campaña económica desde el ministerio de comercio o, mejor aún, desde su bufete de business man. Es, según parece, el mejor candidato que el partido republicano podía enfrentar a Al Smith, quien como ya hemos visto es, a su vez, el mejor candidato que el partido demócrata podía escoger entre sus directores. Ningún otro candidato permitiría a los demócratas movilizar a sus votantes con las mismas probabilidades de victoria. Con cualquier otro opositor, el candidato republicano estaría absolutamente seguro de su elección. Los dos grandes partidos confrontan a sus mejores hombres, como se dice, un poco deportivamente, en lenguaje anglo-americano.
Ya he tenido oportunidad de observar como eligiendo a Smith, la democracia norte-americana se mantendría más dentro de su tradición, -y por ende se mostraría, en cierto sentido, más conservadora- que si prefiriese a Hoover, por corresponder Smith al tipo específico de administrador, de gobernante, de estadista, que la república de Washington, Lincoln y Jefferson ha estimado invariablemente como su tipo presidencial, aún dentro de la más rigurosa política imperialista y plutocrática. Hoover procede directamente del estado mayor de la industria y la finanza. Es, personal e inmediatamente, un capitalista, un hombre de negocios. Tiene la formación espiritual más integral y característica de líder industrial y financiero del imperio yanqui. No viene de una facultad de humanidades o de derecho. Es un ingeniero, modelado desde su juventud por la disciplina tecnológica del industrialismo. Hizo, apenas salido de la Universidad, su aprendizaje de colonizador en minas de Australia y de la China. En su madurez, como Director de Auxilios, amplió y completó en Europa su experiencia y de los intereses imperiales de los Estados Unidos.
Este último es, al mismo tiempo, el cargo del cual arranca su carrera política. Porque, sin haber pasado por el servicio público, y haberse acreditado competente en él, es evidente que ningún business man norte-americano, aún en una época de extrema afirmación capitalista, estaría en grado de obtener el voto de sus correligionarios para la presidencia de la República.
Por profesar con entusiasmo y énfasis ilimitados el más norteamericano individualismo, Hoover pertenece, sin duda, a la estirpe del pioneer, del colonizador, del capitalista, mucho más que Smith. Su protestantismo hace también de Hoover un hombre de más cabal filiación capitalista. Hoover reivindica, con intransigencia, la doctrina el Estado liberal, contra las proclividades intervencionistas y humanitarias del demócrata Smith. Por esto, en los tiempos que corren, no importa propiamente fidelidad a la economía liberal clásica. El individualismo de Hoover no es el de la economía de la libre concurrencia, sino el de la economía del monopolismo, de la cartelización. Contras las empresas, negocios y restricciones estatales, Hoover defiende a las grandes empresas particulares. Por su boca, no habla el capitalista liberal del período de libre concurrencia, sino el capitalismo de los trust y los monopolios.
Hoover es uno de los líderes de la racionalización de la producción, en el sentido capitalista. Como una de sus mayores benemerencias, se recuerda su acción, en el ministerio de Comercio, para conseguir la máxima economía en la producción industrial, mediante la disminución de los tipos de manufacturas. El más cabal éxito de Hoover, como secretario de Comercio, consiste en haber logrado reducir de 66 a 4 las variedades de adoquines, de 38 a 9 las de grados de asfalto, de 1.352 a 496 las de limas y escofinas, de 78 las de frazadas, etc. Paradójico destino el del gobernante individualista, en esta edad del capitalismo: trabajar, con todas sus fuerzas, por la estandarización, esto es por un método industrial que reduce al mínimo los tipos de artículos y manufacturas, imponiendo al público y a la vida el mayor ahorro de individualismo.
Quizá igualmente paradójico sea el destino del capitalista e imperialista absoluto en el orden político. Contribuyendo a que el proceso capitalista se cumpla rigurosamente, sin preocupaciones humanitarias y democráticas, sin concesiones oportunistas a la opinión y a la ideología medias, un gobernante del tipo de Hoover, apresurará probablemente mejor que un gobernante del tipo de Smith, el avance de la revolución y, por tanto, la evolución económica y política de la humanidad. La experiencia democrática demagógica de la Europa occidental, parece confirmar plenamente la concepción sorelliana de la guerra de clases en la economía y la política. El capitalismo necesita ser, vigorosa y enérgicamente capitalista. En la medida en que se inspira en sus propios fines, y en que obedece sus propios principios, sirve el progreso humano, mucho más que en la medida en que los olvida, debilitada su voluntad de potencia, disminuido su impulso creador.
Hilferding, el ministro de la social-democracia alemana, -más estimable sin duda como teórico del “Finanzkapital”- decía no hace mucho que, puesto que el capitalismo seguía adelante, no era posible dudar de que se avanzaba hacia una revolución, porque nada es más revolucionario que el capitalismo. El juicio de Hilferding, como conviene a la posición de un reformista algo escéptico, acusa un determinismo demasiado mecanicista, incompatible con un verdadero espíritu socialista y revolucionario. Pero, es útil y oportuna su cita, en este caso, como elemento de investigación del sentido de la candidatura Hoover.
Los que en la política norte-americana operan en una dirección revolucionaria, pueden admitir íntimamente que la victoria de Hoover, dentro de un orden de circunstancia que es el más probable en un período de temporal estabilización capitalista, convendría a la transformación final del régimen económico y social más que la victoria del demócrata Smith. Pero no les es dado pensar esto, sino a condición de oponerse con toda su energía, a esa misma victoria de Hoover, aún a trueque de ir al encuentro de la victoria de Smith. Porque la historia quiere que cada cual cumpla, con máxima acción, su propio rol. Y que no haya triunfo sino para los que son capaces de ganarlo con sus propias fuerzas, en inexorable combate.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La crisis de la reforma educacional en Chile I [Manuscrito]

(...)cía que era la única agrupación que sentía viva en Chile. En ningún país se habla castellana, como anota Lorenzo Luzuriaga, existe un movimiento semejante. Se trata de un sindicato que en el momento de su disolución, contaba con seis mil adherentes. Su vanguardia había conseguido conquistar para sus ideales pedagógicos y sociales a esta enorme falange de profesionales, elevándolos a gran altura sobre los fines puramente corporativos, y las fórmulas tímida y convencionalmente progresistas que caracterizan de costumbre, a los sindicatos intelectuales.
Tuvo su origen este sindicato beligerante y activo en la convención nacional de maestros celebrado en Santiago en diciembre de 1922 para deliberar sobre la organización del magisterio, la reforma de la enseñanza y la acción social del profesorado. Eran los años de la Reforma Universitaria, en que una ráfaga de inquietud social pasó por las Universidades. En Chile esta inquietud se propagó, sobre todo, entre los maestros. Por estar más próximos al pueblo y a su miseria, los maestros sentían mejor, y más fecundamente, la emoción social. En sus luchas sindicales, libradas con el espíritu y el método de las reivindicaciones obreras, la Asociación General de Profesores se robusteció y desarrolló. En la tercera convención nacional de maestros, efectuada en Valparaíso en enero de 1925, a la que asistieron más de 200 delegados, se aprobó un proyecto de reforma educacional y se acordó convocar la Convención Latino-Americana que a principios del año último se realizó en Buenos Aires. “Nuevos Rumbos”, un periódico valiente y combativo, que en toda Hispano-América era conocido y apreciado, llevaba a todas las secciones de la Asociación la admonición constante de sus dirigentes. Pero todo este trabajo, no importaba ni se proponía la elaboración de un ideario político, ni era este tampoco el objeto de las deliberaciones de los maestros, contagiados en parte de la tendencia anarco-sindicalista que hasta hace poco antes había dominado en las organizaciones obreras chilenas, como en casi todas las organizaciones clasistas de la América Latina.
La formación de este movimiento, que no estaba ligado a una organización sindical general del país, ni a un partido de clase, aparte del inevitable confusionismo ideológico dominante en la mayoría de sus adherentes, consentía, y acaso propiciaba, la tentativa de la colaboración con el gobierno en una labor de reforma. La situación política, caracterizada por la dispersión y represión de las fuerzas políticas y sindicales de la clase obrera y por el afianzamiento de una dictadura militar, de base pequeño-burgués, que obtenía uno de sus mayores provechos de la declamación demagógica, presionaba a la masa de la Asociación, a aceptar la invitación de Ibañes, dispuesto en apariencia en reformar la educación en Chile, de acuerdo con los principios sancionados por los maestros en sus convenciones nacionales.
Explicados sus orígenes, en un próximo artículo, expondrá y comentaré el desarrollo y resultados del experimento, que tan mal concluye para los maestros y su causa.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La lucha eleccionaria en México [Manuscrito]

La designación de candidatos a la presidencia por las convenciones nacionales no ha sido hecha todavía. Pero ya empiezan las convenciones regionales o de partido a preparar esa designación, proclamando sus respectivos candidatos. La eliminación final, en la medida en que sea posible, las harán las convenciones nacionales. Pero, mientras esta vez es posible que las anti-reelecciones se agrupen en torno de un candidato único, que tal vez sea Vasconcelos, la división del bloque obregonista de 1923 se muestra ya irremediable. La Crom irá probablemente sola a la lucha, con Morones a la cabeza. El partido constituido por los obregonistas, y en general por los elementos contrarios a los laboristas, y que se declaran legítimos continuadores y representantes de la revolución, arrojando sobre La Crom la tacha de reaccionaria, presentará un candidato propio, acaso comprometido personalmente por esta polémica.
Entre los candidatos de esta tendencia, con mayor proselitismo, uno de los más indicados hasta ahora es el general Aaron Saenz, gobernador del Estado de Nueva León. Aaron Saenz comenzó su carrera política en 1913, enrolado en el ejército revolucionario en armas contra Victoriano Huerta. Desde entonces actuó siempre al lado de Obregón, cuya campaña eleccionaria dirigió en 1928. Ministro de Calles, dejó su puesto en el gobierno federal para presidir la administración de un Estado, cargo que conserva hasta hoy. Su confesión protestante, puede ser considerada por muchos como un factor útil a las relaciones de México con Estados. Porque en los últimos tiempos, la política mexicana antes los Estados Unidos ha acusado un retroceso que parece destinado a acentuarse, si la presión de los intereses capitalistas desarrollados dentro del régimen de Obregón y Calles, en la que hay que buscar el secreto de la actual escisión, continúa imponiendo la línea de conducta más concorde con sus necesidades.
Vasconcelos se ha declarado pronto para ir a la lucha como candidato. Aunque auspiciado por el partido anti-reeleccionista, y probablemente apoyado por elementos conservadores que ven en su candidatura la promesa de un régimen de tolerancia religiosa, puede ganarse una buena parte de los elementos disidentes o descontentos que la ruptura del frente Obregonista de 1926 deja fuera de los dos bandos rivales. Por el hecho de depender de la concentración de fuerzas heterogéneas, que en la anterior campaña eleccionaria, se manifestarán refractarias a la unidad, su candidatura, en caso de ser confirmada, no podrá representar un programa concreto, definido. Sus votantes tendrían en cuenta solo las cualidades intelectuales y morales de Vasconcelos y se conformarían con la posibilidad de que en el poder puedan ser aprovechadas con buen éxito. Vasconcelos pone su esperanza en la juventud. Piensa que, mientras esta juventud adquiere madurez y capacidad para gobernar México, el gobierno debe ser confiado a un hombre de la vieja guardia a quien el poder no haya corrompido y se preste garantías de proseguir la línea de Madero. Sus fórmulas políticas, como se ve, no son muy explícitas. Vasconcelos, en ellas, sigue siendo más metafísico que político y que revolucionario.
La prosecución de una política revolucionaria, que ya venía debilitándose por efecto de las contradicciones internas del bloque gobernante, aparece seriamente amenazada. La fuerza de la revolución residió siempre en la alianza de agrarias y laboristas, esto es de las masas obreras y campesinas. Las tendencias conservadoras, las fuerzas burguesas han ganado una victoria al insidiar su solidaridad y fomentar su choque. Por esto las organizaciones revolucionarias de izquierda trabajan ahora por una Asamblea nacional obrera y campesina, encaminada a crear un frente único proletario. Pero estos aspectos de la situación mexicana, serán materia de otro artículo. Por el momento no me he propuesto sino señalar las condiciones generales en que se inicia [la lucha eleccionaria].

José Carlos Mariátegui La Chira

La crisis de la reforma educacional en Chile II [Manuscrito]

II.
La ofensiva contra la fuerzas políticas y sindicales adversas a sus intentos que llenó la primera fase de la dictadura de Ibáñez, comprendió naturalmente a la Asociación General de Profesores, llamada después a colaborar con el Gobierno en la actuación de una reforma basada en su propio programa educacional. Los miembros dirigentes de la Asociación se vieron perseguidos; algunos condenados al destierro o al confinamiento, otros exonerados de sus funciones en el servicio escolar. ¿Cómo se produjo la conversión del gobierno de Ibáñez a las ideas educacionales de la Asociación General de Profesores o, más bien, su cambio de táctica frente a los maestros revolucionarios? Ya he dicho que este régimen, que descansa en el ejército y en la pequeña burguesía, emplea en vasta escala, como el régimen fascista, un lenguaje y un método demagógico, atribuyéndose, con el objeto de sembrar la desorientación y el confusionismo en las masas, una misión revolucionaria. Su equilibrio depende, de un lado, del apoyo del capital financiero, cuyos intereses son solícitamente servidos, y de otro lado, de la adhesión o la neutralidad benévola de la pequeña burguesía de los sectores oportunistas o retardador de la clase obrera. La explotación de la reforma educacional, con actos y palabras obsecuentes a ideas abrigadas en las masas por la campaña de los maestros, era un arma política que, al parecer, se podía usan sin peligro. El Dr. José Santos Salas, candidato de las clases media y proletaria en 1925, ministro de Ibáñez, a poco de la inauguración de su gobierno, mentor de su política social, fue el inspirador e inspirador de esta maniobra. En un reciente artículo, el escritor y educador argentino Julio R. Barcos afirma que llegado Salas al ministerio, se apresuró a “convencer al dictador de que, en vez de perseguir a los maestros, era preferible legalizar la aspiración del pueblo que ellos encarnaban con su plan de reconstrucción de la enseñanza y no dejarse arrebatar la gloria de la Reforma Escolar que estos habían elaborado”. De su campaña de candidato de los asalariados, Salas conservaba seguramente relaciones que consentían su contacto personal con la Asociación General de Profesores. Pero estas mismas circunstancias lo hacían sospechoso para el “entourage” de Ibáñez. La publicación precipitada del decreto de reforma, condujo a Salas a un choque con el Ministro de Hacienda Pablo Ramirez, mentor principal del régimen, y a la dimisión de su cargo. Caído en desgracia, Salas pasó del ministerio al destierro.
Pero el gobierno de Ibáñez estaba ya embarcado en la aventura y, además, la consideraba necesario al desarrollo de su política. Hacía falta para el cargo de ministro, en reemplazo de Salas, un intelectual de nombre, que no ofreciera los peligros de un político diestro y ambicioso, y que contribuyera a hacer pasar la reforma como una obra de cultura, de fines puramente intelectuales. Se encontró el nuevo ministro en el director de la Biblioteca Nacional y eminente literato Eduardo Barrios, a quien sus amigos de izquierda acababan de reprochar un acto de fe en el régimen de Ibáñez, Barrios, rodeado y asesorado por los técnicos de la Asociación General de Profesores, asumió la misión de presidir la labor de reforma educacional más vasta y avanzada que se ha intentado, en los últimos tiempos, en Sud-América.
La Asociación General de Profesores discutió mucho su resolución. ¿Se debía o no aceptar la invitación del gobierno, que se ofrecía a poner en ejecución su propio plan de reforma? Si la Asociación General de Profesores hubiese formado parte de una organización sindical, con un criterio político definido, es evidente que no habría habido problema. Solo con el partido o la organización política a que (...).

José Carlos Mariátegui La Chira

La insurrección en España

El general Primo de Rivera ha sorteado, por una serie de circunstancias favorables, el más grave de los peligros que, desde el golpe de estado de Barcelona, han amenazado su aventura reaccionaria. El azar continúa siendo fiel a Primo de Rivera, en su accidentado itinerario del casino al gobierno. Según la crónica cablegráfica, si el ex-presidente del consejo Sr. Sánchez Guerra hubiese llegado a Valencia, conforme al plan insurreccional que acaba de abortar, dos días antes, la dictadura habría sido casi seguramente liquidada en algunas horas.
Pero el azar, al mismo tiempo que ha salvado a Primo de Rivera, ha descubierto la flaqueza y el desgaste de su gobierno. La magnitud de la conjuración militar que ha estado a punto de echar alegre y marcialmente del poder al dictador, indica hasta que punto está minado el terreno que este pisa. La conspiración cunde en el ejército -cosa que ya sentía Primo de Rivera desde el proceso al general Wyler y sus compañeros- y en la nobleza. Esto mismo facilitaba a Primo de Rivera el solícito empleo de las armas de la provocación y el espionaje; pero lo descalifica, aún ante sus propios amigos y padrinos de la monarquía, como régimen militar.
Primo de Rivera, como todos los reaccionarios, no tienen mejor cargo que hacer al régimen parlamentario que el de sus pocas garantías de estabilidad. Los ministerios de los Estados demo-liberales, al decir de los retores o de los simples “profiteurs” de la Reacción, gastan sus mejores energías en defenderse de las conspiraciones y zancadillas parlamentarias. Cualquier oportuna intriga de corredor puede traerlos abajo repentinamente. Las dictaduras establecidas por golpes de mano tan afortunados como el del ex-capitán general de Barcelona, no estarían sujetas a análogos riesgos. Su principal ventaja estribaría en su seguridad. Libres de las preocupaciones de la política parlamentaria, podrías entregarse absolutamente a un austera y tranquila administración.
Esta es la teoría. Mas la experiencia de Primo de Rivera está muy lejos de confirmarla. La suerte de su gobierno se presenta permanentemente insidiada por una serie de taras internas, a la vez que atacada por toda clase de enemigos externos. Contra la dictadura no se pronuncian solamente los partidos de centro y de izquierda liberales, republicanos, socialistas, etc -sino también una gran parte de los grupos de derecha, de la aristocracia, del ejército, del capitalismo. El propio favor del monarca no es muy seguro. Depende de las ventajas que pueda encontrar eventualmente Alfonso XIII en licenciar a la dictadura, para restablecer, amnistiado por la opinión liberal, la Constitución.
Si todos los elementos liberales se hubiesen decidido ya a renunciar a toda indagación de responsabilidades, y a perdonar al rey su escapada a la ilegalidad, hace tiempo, probablemente, que Primo de Rivera habría sido enviado a aumentar la variopinta escala de “emigrados” que las revoluciones han producido en la Europa post-bélica. Unamuno es uno de los más enérgicos y eficazmente adversos a la fórmula de “borrón y cuenta nueva”. Con el desterrado de Hendaya, coinciden los mejores hombres del liberalismo español. En que la hora de la restauración de la legalidad debe ser también la del ajuste de cuentas con la monarquía, irremisiblemente comprometida por su complicidad con Primo de Rivera.
La situación española, por esto, -a medida que Primo de Rivera y sus mediocres rábulas aparentemente se consolidaban en el poder- se ha ido haciendo cada día más revolucionaria. La cuestión de régimen que, desde la afirmación de un orden demo-liberal, parecía descartada, vuelve a plantearse. El propio Sánchez Guerra, conservador ortodoxo, había llevado su oposición a la dictadura, a términos de censura y ataque a la monarquía.
La mejor solución para la monarquía habría sido, sin embargo, la victoria de Sánchez Guerra. Es difícil que, dueño del poder, el jefe conservador se hubiese decidido a usar su fuerza contra la institución monárquica. La influencia de la aristocracia, hubiese pesado, en forma muy viva, sobre sus resoluciones. Prisionero y procesado Sánchez Guerra, es inevitable el prevalecimiento, en la posición, de las tendencias liberal y revolucionaria. La solidaridad del rey Alfonso y de la monarquía con Primo de Rivera se ratifica. Las responsabilidades del rey y del dictador aparece inseparables. Esto aparte de que Sánchez Guerra resulta el huésped más incómodo de las prisiones de la dictadura. Ya ha sabido que afrontar una tentativa para libertarlo. La prisión y el proceso subrayarán los rasgos de su carácter y energía. Es un hombre al que no se puede mantener indefinidamente en una fortaleza, sin preocupar seriamente a la gente más conservadora respecto al régimen bajo el cual se dan casos como este de rebelión, ajusticiamiento y condena.
El general Primo de Rivera se imagina decir una cosa muy satisfactoria para él cuando afirma que ha pasado la época de las revoluciones políticas y que ahora solo es temible y posible -¡Claro que no en España!- una revolución de causas sociales y económicas. El proletariado revolucionario coincide, sin duda, con Primo de Rivera, -con quien es tan difícil coincidir en algo- en la parte afirmativa de su apreciación, en la ley de hoy no se puede llamar revolución sino a la que se proponga fines sociales y económicos. Pero, aparte de que su política en general no tiende sino a apurar esta revolución social y política, Primo de Rivera olvida que su régimen no cuenta enteramente con la confianza de la propia clase a nombre de la cual gobierna. La burguesía española en gran parte le es adversa. La propia aristocracia, a pesar de cuanto la halaga el restablecimiento del absolutismo, no le es íntegramente adicta. Y el proletariado, en todo caso, tiene que estar por el restablecimiento de la legalidad; y tiene que operar de modo de ayudar el triunfo de la revolución política, con la esperanza y la voluntad de transformarla en revolución social y política.
No admitir que esta es la realidad objetiva de la situación, equivaldría a pretender que se puede gobernar indefinidamente a España con el señor Yangas, con el general Martínez Anido, con el señor Carlo Sotelo, con doña Concha Espina, contra los elementos solventes de la derecha y contra la unanimidad más uno de las izquierdas.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La liquidación de la cuestión romana

El fascismo concluye, en estos momentos, uno de los trabajos para que se sintió instintivamente predestinado desde antes, acaso, de su ascensión al poder. Ni sus orígenes anti-clericales, agresivamente teñidos de paganismo marinettiano y futurista -el programa de Marinetti comprendía la expulsión del Papa y su corte y la venta del Vaticano y sus museos-; ni las reyertas entre campesinos católicos y legionarios fascistas en los tiempos de beligerancia del partido de don Sturzo; ni las violentas requisitorias de Farinacci contra el anti-fascismo -nittiano addiritura- del Cardenal Gasparri; ni la condena por los tribunales fascistas de algunos curas triestinos; ni la terminante exclusión del “scoutismo” católico como concurrente de la organización mussolinista de la adolescencia; ninguno de los actos o conceptos, individuos o situaciones que han opuesto tantas veces el “fascio littorio” y el cetro de San Pedro, ha frustrado la ambición del Dux de reconciliar el Quirinal y el Vaticano, el Estado y la Iglesia.
¿Quien ha capitulado, después de tantos lustros de intransigente reafirmación de sus propios derechos? Verdaderamente, la cuestión romana, como montaña casi insalvable entre el Quirinal y el Vaticano, había desaparecido poco a poco. Incorporada la Italia del Risorgimento en la buena sociedad europea, el Vaticano había visto tramontar, año tras año, la esperanza de que un nuevo ordenamiento de las relaciones internacionales consintiese la reivindicación del Estado pontificio. Dictaba su ley no solo a la buena sociedad europea, sino a la sociedad mundial, naciones protestantes y sajonas con muy pocos motivos de aprecio por la ortodoxia romana; le imponía su etiqueta diplomática una nación latina, entregada, desde su revolución, a la más severa y formalista laicidad franc-masona. La Iglesia Romana, en el curso del ochocientos, había dado muchos pasos hacia la democracia burguesa, separando teórica y prácticamente su destino del de la feudalidad y la autocracia. El liberalismo italiano, a su vez, no había osado tocar el dogma, llevando a su pueblo al protestantismo, a la iglesia nacional. La cuestión romana había sido reducida por los gobernantes del “transformismo” italiano a las proporciones de una cuestión jurídica. En realidad, descartados sus aspectos político, religioso y moral, no era otra cosa. Si el Vaticano aceptaba el dogma de la soberanía popular y, por ende, el derecho del pueblo italiano en su organización a adoptar los principios del Estado moderno, no tenía que reclamar sino contra la unilateralidad arbitraria de la Ley “delle Guarentigie”. Esta ley era inválida por haber pretendido resolver, sin preocuparse, del consenso ni las razones del Papado, una cuestión que afectaba a sus derechos.
Pero, en tiempos de parlamentarismo demo-liberal, un arreglo estaba excluido por el juego mismo de la política de cámara y pasillos. Aparte de que todos los líderes coincidían tácitamente con la tendencia giolittiana a aplazar, por tiempo indefinido, cualquier solución. La política -o la administración- giolittiana tenía que “menager”, de una parte, a los clericales, gradualmente atraídos a una democracia sosegada, progresista, tolerante, exenta de todo excesivo sectarismo, de toda peligrosa duda teológica; y de otra parte, a los demo-liberales y demo-masones, empeñados en sentirse legítimos y vigilantes herederos del patrimonio ideal del Risorgimento.
La crisis post-bélica, la transformación cada día más acentuada de la política de partidos en política de clases, la consiguiente aparición del partido popular italiano bajo la dirección de don Sturzo, cambiaron después de la guerra los términos de la situación. La catolicidad, que políticamente había carecido hasta entonces de representación propia, comenzó a disponer de una fuerza electoral y parlamentaria que pesaba decisivamente, dada la actitud de los socialistas, en la composición de la mayoría y el gobierno.
Pero estaba vigente aún la tradición del Estado liberal y laico surgido del Risorgimento. La distancia entre el Estado y la Iglesia se había acortado. Mas el Estado no podía dar, por su parte, el paso indispensable para salvarla. La Iglesia, a su vez, esperaba la iniciativa del Estado. Histórica y diplomáticamente, no le tocaba abrir las negociaciones.
Mussolini ha operado en condiciones diversas. En primer lugar, el gobierno fascista, como he recordado ya en otra ocasión, tratando este mismo tópico, no se considera vinculado a los conceptos que inspiraron invariablemente a este respecto a la política de los anteriores gobiernos de Italia. Frente a la “cuestión romana”, como frente a todas las otras cuestiones de Italia, el fascismo no se siente responsable del pasado. El fascismo pregona su voluntad de construir el Estado fascista sobre bases y principios absolutamente diversos de los que durante tantos años ha sostenido el Estado liberal. Al mismo tiempo, el fascismo desenvuelva, con astuto oportunismo, una política de acercamiento a la iglesia, cuyo rol como instrumento de italianidad y latinidad ha sido imperialistamente exaltado por Mussolini. En materia religiosa, el fascismo ha realizado el programa del partido popular o católico fundado de 1919 por don Sturzo. Lo ha realizado a tal punto que ha hecho inútil la existencia en Italia de un partido católico. (Hay que agregar que, en ningún caso, después del Aventino, la habría permitido como existencia de un partido democrático). “El Papa puede despedir a don Sturzo”, escribía ya hace cinco años Mario Missiroli. El acercamiento del fascismo a la Iglesia, no solo se ha operado en el orden práctico, mediante una restauración más o menos política del catolicismo en la escuela. También se ha intentado la aproximación en el orden teórico. Los intelectuales fascistas de Gentile, a Ciusso y Pellizzi, se han esmerado en el elogio de Iglesia. Los más autorizados teóricos del “fascio littorio”, han encontrado en el tomismo no poco de los fundamentos filosóficos de su doctrina. La ex-comunión de “L’Action Francaise”, ha comprometido un poco esta “demarche” reaccionaria. Frente al mismo fascismo, el Vaticano ha reivindicado discretamente el concepto católico del Estado, incompatible con el dogma fascista del Estado ético y soberano.
Mas, si a este respecto el acuerdo resultará siempre difícil, no ocurriría los mismo con la “cuestión romana”. Precisamente en este terreno, el fascismo podía ceder sin peligro. I reconocer al Papado la soberanía sobre los palacios vaticanos, una indemnización y otras prerrogativas, no es ceder demasiado. Lo mismo habría dado, presuroso, Cavour. Solo que entonces habría parecido muy poco.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El exilio de Trotzky [Manuscrito]

Trotzky, desterrado de la Rusia de los Soviets; he aquí un acontecimiento al que fácilmente no puede acostumbrarse la opinión revolucionaria del mundo. Nunca admitió el optimismo revolucionario de la posibilidad de que esta revolución concluyera, como la francesa, condenando a sus héroes. Pero, sensatamente, lo que no debió jamás esperarse es que la empresa de organizar el primer gran estado socialista fuese cumplida por un partido de más de un millón de militantes apasionados, con el acuerdo de la unanimidad más uno, sin debates ni conflictos violentos.
La oposición trotzkistas tiene una función útil en la política soviética. Representa, si se quiere definirla en dos palabras, la ortodoxia marxista, frente a la fluencia desbordada e indócil de la realidad rusa. Traduce el sentido obrero, urbano, industrial, de la revolución socialista. La revolución rusa debe su valor internacional, ecuménico, su carácter de fenómeno precursor del surgimiento de una nueva civilización, al pensamiento que Trotzky y sus compañeros reivindican en todo su vigor y consecuencias. Sin esta crítica vigilante, que es la mejor prueba de la vitalidad del partido bolchevique, el gobierno soviético correría probablemente el riesgo de caer en un burocratismo formalista, mecánico.
Pero, hasta este momento, los hechos no dan la razón al trotzkismo desde el punto de vista de su aptitud para reemplazar a Stalin en el poder, con mayor capacidad objetiva de realización del programa marxista. La parte esencial de la plataforma de la oposición trotzkysta es su parte crítica. Pero en la estimación de los elementos que pueden insidiar la política soviética, ni Stalin ni Bukharin andan muy lejos de suscribir la mayor parte de los conceptos fundamentales de Trotzky y de sus adeptos. Las proposiciones, las soluciones trotzkistas no tienen en cambio la misma solidez. En la mayor parte de lo que concierne a la política agraria e industrial, a la lucha contra el burocratismo y el espíritu “nep”, el trotzkismo no sabe de un radicalismo teórico que no logra condensarse en fórmulas concretas y precisas. En este terreno, Stalin y la mayoría, junto con la responsabilidad de la administración, poseen un sentido más real de las posibilidades.
Ya he tenido ocasión de indagar los orígenes del cisma bolchevique que con el exilio de Trotzky adquiere tan dramática intensidad. La revolución rusa que, como toda gran revolución histórica, avanza por una trocha difícil que se va abriendo ella misma con su impulso, no conoce hasta ahora días fáciles ni ociosos. En la obra de hombres heroicos y excepcionales, y, por este mismo hecho, no ha sido posible sino con una máxima y tremenda tensión creadora. El partido bolchevique, por tanto, no es ni puede ser una apacible y unánime academia. Lenin le impuso hasta poco antes de su muerte su dirección genial; pero ni aún bajo la inmensa y única autoridad de este jefe extraordinario, escasearon dentro del partido los debates violentos. Lenin ganó su autoridad con sus propias fuerzas; la mantuvo, luego, con la superioridad y clarividencia de su pensamiento. Sus puntos de vista prevalecían siempre por ser los que mejor correspondían a la realidad. Tenían, sin embargo, muchas veces que vencer la resistencia de sus propios tenientes de la vieja guardia bolchevique.
La muerte de Lenin, que dejó vacante el puesto de jefe genial, de inmensa autoridad personal, habría sido seguida por un período de profundo desequilibrio en cualquier partido menos disciplinado y orgánico que el partido comunista ruso. Trotzky se destacaba sobre todos sus compañeros por el relieve brillante de su personalidad. Pero no solo le faltaba vinculación sólida y antigua con el equipo leninista. Sus relaciones con la mayoría de sus miembros habían sido, antes de la revolución, muy poco cordiales. Trotzky, como es notorio, tuvo hasta 1917 una posición casi individual en el campo revolucionario ruso. No pertenecía al partido bolchevique, con cuyos líderes, sin exceptuar al propio Lenin, polemizó más de una vez acremente. Lenin apreciaba inteligente y generosamente el valor de la colaboración de Trotzky, quien, a su vez, -como lo atestigua el volumen en que están reunidos sus escritos sobre el jefe de la revolución, -acató sin celos ni reservas una autoridad consagrada por la obra más sugestiva y avasalladora para la conciencia de un revolucionario. Pero si entre Lenin y Trotzky pudo borrarse casi toda distancia, entre Trotzky y el partido mismo la identificación no pudo ser igualmente completa. Trotzky no contaba con la confianza total del partido, por mucho que su actuación como comisario del pueblo mereciese unánime admiración. El mecanismo del partido estaba en manos de hombres de la vieja guardia leninista que sentían siempre un poco extraño y ajeno a Trotzky, quien, por su parte, no conseguía consustanciarse con ellos en un único bloque. Trotzky, según parece, no posee las dotes específicas de político que en tan sumo grado tenían Lenin. No sabe captarse a los hombres; no conoce los secretos del manejo de un partido. Su posición singular -equidistante del bolchevismo y del menchevismo- durante los años corridos entre 1905 y 1917, además de desconectarlo de los equipos revolucionarios que con Lenin prepararon y realizaron la revolución, hubo de deshabituarlo a la práctica concreta de líder de partido. Mientras duró la movilización de todas las energías revolucionarias contras las amenazas de reacción, la unidad bolchevique estaba asegurada por el pathos bíblico. Pero desde que comenzó el trabajo de estabilización y movilización, las discrepancias de hombres y de tendencias no podían dejar de manifestarse. La falta de una personalidad de excepción como Trotzky, habría reducido la oposición a términos más modestos. No se habría llegado, en ese caso, al cisma violento. Pero con Trotzky en el puesto de comando, la oposición en poco tiempo ha tomado un tono insurreccional y combativo. Zinoviev, lo acusaba en otro tiempo, en un congreso comunista, de ignorar y negligir demasiado al campesino. Tiene, en todo caso, un sentido internacional de la revolución socialista. Sus notables escritos sobre la transitoria estabilización del capitalismo lo colocan entre los más alertas y sagaces críticos de la época. Pero este mismo sentido internacional de la revolución, que le otorga tanto prestigio en la escena mundial le quita fuerza momentáneamente en la práctica de la política rusa. La revolución rusa está en un período de organización nacional. No se trata, por el momento, de establecer el socialismo en el mundo, sino de realizarlo en una nación que, aunque es una nación de ciento treinta millones de habitantes que se desbordan sobre dos continentes, no deja de constituir por eso, geográfica e históricamente una unidad. Es lógico que es esta etapa, la revolución rusa esté representada por los hombres que más hondamente siente su carácter y sus problemas nacionales. Stalin, eslavo puro, es de esos hombres. Pertenece a una falange de revolucionarios que se mantuvo siempre arraigada al suelo ruso. Mientras tanto Trotzky, como Radek, como Rakovsky, pertenece a una falange que pasó la mayor parte de su vida en el destierro. En el destierro hicieron su aprendizaje de revolucionarios mundiales, ese aprendizaje que ha dado a la revolución rusa su lenguaje universalista, su visión acuménica.
La revolución rusa se encuentra en un periodo forzoso de economía. Trotzky, desconectado personalmente del equipo stalinista, es una figura excesiva en un plano de realizaciones nacionales. Se le imagina predestinado para llevar en triunfo, con energía y majestad napoleónicas, a la cabeza del ejército rojo, por toda Europa, el evangelio socialista. No se le concibe, con la misma facilidad, llevando el oficio modesto de ministro de tiempos normales. La Nep lo condena al regreso de su beligerante posición de polemista.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Breve epílogo

(...) anexos al ocaso del positivismo, ha continuado en el Occidente pre-bélico y post-bélico su acción revolucionaria. Einstein ha suministrado a la especulación filosófica, con sus descubrimientos de física y matemáticas, un material tan rico y vasto como imprevisto. Freud ha extraído de las investigaciones clínicas sobre el tratamiento de la histeria, una teoría genial, cuya sospecha flotaba ya en la atmósfera de la época, como lo demuestra, más que su rápida propagación, la presencia precursora de una intención psicoanalítica, de clara filiación freudiana, en la obra de Pirandello. En los dos polos de la historia contemporánea -Estados Unidos y la URSS- se encuentra la misma fervorosa aplicación y valorización de la ciencia. Pero, ni en la sede del capitalismo ni en la del socialismo la ciencia pretende dictar leyes a la política, ni a la literatura, ni al arte. Y en esto nos hemos distanciado provechosamente del “cientificismo” ochocentista.
Y no ha sido menos trascendente, en estos cinco lustros, la revolución literaria y artística. Se ha reivindicado, contra la chata ortodoxia realista, los fueros de la imaginación creadora, con ventajas asombrosas para el descubrimiento de la realidad. Porque con los derechos de la fantasía y la fantasía, se ha averiguado sin fines, que es decir sin límites.
Y, en todo esto, estamos solo en el umbral del 900. O del evo que esta cifra intenta celarnos. Porque los siglos, en la historia, son la más subalterna y convencional de las mediciones.

José Carlos Mariátegui La Chira

El cemento por Fedor Gladkov

El cemento por Fedor Gladkov

“El Cemento” de Fedor Gladkov y “Manhattan Transfer” de John Dos Pasos. Un libro ruso y un libro yanqui. La vida de la URSS frente a la vida de la USA. Los dos super estados de la historia actual se parecen y se oponen hasta en que, como las grandes empresas industriales, -de excesivo contenido para una palabra- usan un nombre abreviado: sus iniciales. (Véase “L’atre Europe” de Luc Durtain) “El Cemento” y “Manhattan Transfer” aparecen fuera del panorama pequeño-burgués de los que en Hispano américa, y recitando cotidianamente un credo de vanguardia, reducen la literatura nueva a un escenario europeo occidental, cuyos confines son los de Cocteau, Morand, Gómez de la Serna, Bontempelli, etc. Esto mismo confirma, contra toda duda, que proceden de los polos del mundo moderno.
España e Hispano-América no obedecen al gusto de sus pequeños burgueses vanguardistas. Entre sus predilecciones instintivas esta la de la nueva literatura rusa. Y, desde ahora, se puede predecir que “El Cemento” alcanzará pronto la misma difusión de Tolstoy, Dovstoyevsky, Gorky.
La novela de Gladkov supera a las que la ha precedido en la traducción, en que nos revela, como ninguna otra, la revolución misma. Algunos novelistas de la revolución se mueven en un mundo externo a ella. Conocen sus reflejos, pero no su conciencia. Pilniak, Zotschenko, un Leonov y Fedin, describen la revolución desde fuera, extraños a su pasión, ajenos a su impulso. Otros como Ivanov y Babel, descubren elementos de la épica revolucionaria, pero sus relatos se contraen al aspecto guerrero, militar, de la Rusia Bolchevique. “La Caballería Roja” y “El Tren Blindado” pertenecen a la crónica de la campaña. Se podía decir que en la mayor parte de estas obras está el drama de los que sufren la revolución, no el de los que la hacen. En “El Cemento” los personajes, el decorado, el sentimiento, son los de la revolución misma, sentida y escrita desde dentro. Hay novelas próximas a esta entre las que ya conozcamos, pero en ninguna se juntan, tan natural y admirablemente concentrados, los elementos primarios del drama individual y la epopeya multitudinaria del bolchevismo.
La biografía de Gladkov, nos ayuda a explicarnos su novela. (Era necesaria una formación intelectual y espiritual como la de este artista, para escribir “El Cemento”). Julio Álvarez del Vayo la cuenta en el prólogo de la versión española en concisos renglones, que, por ser la más ilustrativa presentación de Gladkov, me parece útil copiar.
“Nacido en 1883 de familia pobre, la adolescencia de Gladkov es un documento más para los que quieran orientarse sobre la situación del campo ruso a fines del siglo XIX. Continuo vagar por las regiones del Caspio y del Volga en busca de trabajo. “Salir de un infierno para entrar en otro”. Así hasta los doce años. Como sola nota tierna, el recuerdo de su madre que anda leguas y leguas a su encuentro cuando la marea contraria lo arroja de nuevo al villorio natal. “Es duro comenzar a odiar tan joven, pero también es dura la desilusión del niño al caer en las garras del amo”. Palizas, noches de insomnio, hambre -su primera obra de teatro “Cuadrilla de pescadores” evoca esta época de su vida”. “Mi idea fija era estudiar. Ya a los doce años al lado de mi padre, que en Kurban se acababa de incorporar al movimiento obrero, leía yo ávidamente a Lermontov y Dostoyevsky”. Escribe versos sentimentales, un “diario que movía a compasión” y que registra su mayor desengaño de entonces: en el Instituto le han negado la entrada por pobre. Consigue que le admitan de balde en la escuela municipal. El hogar paterno se resiste de un brazo menos. Con ser bien modesto el presupuesto casero -cinco kopecks de gasto por cabeza- la agravación de la crisis de trabajo pone en peligro la única comida diaria. De ese tiempo son sus mejores descripciones del bajo proletariado. Entre los amigos del padre, dos obreros “semi-intelectuales” le han dejado un recuerdo inolvidable. “Fueron los primeros en quieres escuché palabras cuyo encanto todavía no ha muerto en mi alma. Sabios por naturaleza y corazón. Ellos me acostumbraron a mirar conscientemente el mundo y a tener fe en un día mejor para la humanidad”. Al fin una gran alegría. Gorky, por quien Gladkov siente de joven una admiración sin límites, al acusarle recibo del pequeño cuento enviado, le anima a continuar. Va a Siberia, escribe la vida de los forzados, alcanza rápidamente sólida reputación de cuentista. La revolución de 1906 interrumpe su carrera literaria. Se entrega por entero a la causa. Tres años de destierro en Verjolesk. Período de auto-educación y de aprendizaje. Cumplida la condena se retira a Novorosisk, en la costa del Mar Negro, donde escribe la novela “Los Desterrados”, cuyo manuscrito somete a Korolenko, quien se lo devuelve con frases de elogio para el autor, pero de horror hacia el tema: “Siberia un manicomio suelto”. Hasta el 1917 maestro en la región de Kuban. Toma parte activa en la revolución de octubre, para dedicarse luego otra vez de lleno a la literatura. El Cemento es la obra que le ha dado a conocer en el extranjero”.
Gladkov, pues no ha sido solo un testigo del trabajo revolucionario realizado en Rusia, entre 1905 y 1917. Durante este período, su arte ha madurado en un clima de esfuerzo y esperanza heroico. Luego las jornadas de octubre lo han contado entre sus autores. Y, más tarde, ninguna de las peripecias íntimas del bolchevismo han podido escaparle. Por esto, en Gladkov la épica revolucionaria, más que por las emociones de la lucha armada está representada por los sentimientos de la reconstrucción económica, las vicisitudes y las fatigas de la creación de una nueva vida.
Tchumalov, el protagonista de “El Cemento”, regresa a su pueblo después de combatir tres años en el Ejército Rojo. Y su batalla más difícil, más tremenda es la que le aguarda ahora en su pueblo, donde los años de peligro guerrero han desordenado todas las cosas. Tchumalov encuentra paralizada la gran fábrica de cemento en la que, hasta su ida, -la represión lo había elegido entre sus víctimas- había trabajado como obrero. Las cabras, los cerdos, la maleza, los patios; las máquinas inertes, se anquilosan, los funiculares por los cuales bajaba la piedra de la cantera, yacen inmóviles desde que cesó el movimiento en esta fábrica donde se agitaban antes millares de trabajadores. Solo los Diesel, por el cuidado de un obrero que se ha mantenido en su puesto, reluce, pronto, para reanimar esta mole que se desmorona. Tchumalov no reconoce tampoco su hogar. Dacha, su mujer, estos tres años se ha hecho una militante, la animadora de la Sección Femenina, la trabajadora más infatigable del Soviét local. Tres años de lucha -primero acosada por la represión implacable, después entregada íntegramente a la revolución- ha hecho de Dacha una mujer nueva. Niurka, su hija, no está con ella. Dacha ha tenido que ponerla en la Casa de los Niños, a cuya organización contribuye empeñosamente. El Partido ha ganado una militante dura, enérgica, inteligente; pero Tchumalov ha perdido a su esposa. No hay ya en la vida de Dacha lugar para un pasado conyugal y maternal sacrificado enteramente a la revolución. Dacha tiene una existencia y una personalidad autónoma; no es ya una cosa de propiedad de Tchumalov ni volverá a serlo. En la ausencia de Tchumalov, ha conocido bajo el apremio de un destino inexorable, otros hombres. Se ha conservado íntimamente honrada; pero entre ella y Tchumalov se interpone esa sombra, esta oscura presencia que atormenta al instinto del macho celoso. Tchumalov sufre; pero férreamente cogido, a su vez por la revolución, su drama individual no puede acapararlo, se echa a cuestas el deber de reanimar la fábrica. Para ganar esta batalla tiene que vencer el sabotage de los especialistas, la resistencia de la burocracia, la resaca sorda de la contra-revolución. Hay un instante en que Dacha parece volver a él. Mas es solo un instante en que su destino se junta para separarse de nuevo. Niurka muere. Y se rompe con ella el último lazo sentimental que aún los sujetaba. Después de una lucha en la cual se refleja todo el proceso de reorganización de Rusia, todo el trabajo reconstructivo de la revolución, Tchumalov reanima la fábrica. Es un día de victoria para él y para los obreros; pero es también el día en que siente lejana, extraña, perdida para siempre a Dacha, rabioso y brutales sus celos. -En la novela, el conflicto de estos seres se entrecruza y confunde con el de una multitud de otros seres en terrible tensión, en furiosa agonía. El drama de Tchumalov no es sino un fragmento del drama de Rusia revolucionaria. Todas las pasiones, todos los impulsos, todos los dolores de la revolución están en esta novela. Todos los destinos, los más opuestos, los más íntimos, los más distintos, están justificados. Gladkov logra expresar en páginas de potente y ruda belleza, la fuerza nueva, la energía creadora, la riqueza humana del más grande acontecimiento contemporáneo.

José Carlos Mariátegui La Chira

Stefan Zweig, apologista e interprete de Tolstoy y Dostoyevski

Stefan Zweig, gran escritor contemporáneo, nos explica a Tolstoy y a Dostoyevsky, en dos admirables volúmenes, que no están por cierto dentro de la moda de la biografía novelada y anecdótica. Zweig enjuicia en Tolstoy lo mismo que en Dostoyevski, el artista, el hombre, la vida y la obra. Su interpretación integral, unitaria, no puede prescindir de ninguno de los elementos o expresiones sustantivas de la personalidad, ni del grado en que se interinfluencian, contraponen y unimisman. Está lo más lejos posible del ensayo crítico, puramente literario; pero, como nos presenta al artista viviente, cambiante, en la complejidad móvil de sus pasiones y de sus contrastes, su crítica toca las raíces mismas del fenómeno artístico, del caso literario, sorprendido en una elaboración íntima.
La biografía en boga reduce al héroe, escamotea al artista o al pensador. Destruye, además, la perspectiva sin la cual es imposible sentir su magnitud. Leyendo a “Shelley” de Andre Maurois, mi impresión inmediata dominante fue esta: el biógrafo no logra identificarse con el personaje; lo seguía con una mirada irónica; no abandonaba ante sus aventuras una sonrisa escéptica, un poco burlona; entre uno y otro se interponía la distancia que separa a un romántico de los días de la revolución liberal de un moderno pequeño-burgués y clasicista. Consigné esta impresión en mi comentario anterior. Y hoy encuentra en mí intensa resonancia la reacción de Emmanuel Berl (“Europe”, Enero de 1919, “Premier Panflet”), cuando en su requisitoria contra el burguesismo de la literatura francesa escribe lo siguiente: “Para que la desconfianza hacia el hombre sea completa, es menester denigrar al héroe. Este es el objeto verdadero y, sin duda alguna, el resultado de la biografía novelada que medra abundante desde el Shelley de M. André Maurois. M. Maurois tiene en este hecho una bien pesada responsabilidad. No ignoro que su carácter profundo corresponde mas sin duda a esta parte de su obra cuyo éxito quizá lo ha sorprendido a él mismo. Entreveo en M. Maurois un discípulo bastante sincero de Chartier. Hay en él, igualmente, un hombre triste de aspecto provincial, que el aspecto de Climats, descubre bastante, una oveja negra que rumia con melancolía una hierba sin duda amarga que no conocemos. La vida de Shelley no es menos, en cierta medida, un delito y un desastre espiritual. El éxito de la biografía novelada, género extrañamente falso, no se comprendería si muy malos instintos no hallaran en ellos su alimento. Gusto de la información fácil e inexacta, reducción de la historia a la anécdota (Inocuidad garantizada S.G.D.G.). Pero, sobre todo, la revancha de la burguesía contra el heroísmo. Gracias a M. Maurois se puede olvidar que Shelley fue poeta. Se le ve como un joven aristócrata que rompe el cascarón demasiado ruidosamente y quien M. Maurois nos permite seguir con una mirada irónica en su marcha titubeante, cuando es precisamente la del genio entre la Revolución y el amor. La condenación de la biografía novelada en sí misma como género, tiene mucho de excesiva y extrema; pero la apreciación de las tendencias a que obedece no es arbitraria.
Zweig evita siempre el riesgo de idealización charlatana y ditirámbica. Su exégesis tiene en debida consideración todos los factores físicos y ambientales que condicionan la obra artística. Recurre a la vida del artista para explicarnos su obra; y, por la mancomunidad de ambos procesos, le es imposible atenerse en su crítica el dato meramente literario. Así, no le asusta asociar la epilepsia de Dostoyevski al ritmo de su creación. Pero este concepto no tiene en Zweig ninguna afinidad con el simplismo positivista de los críticos que pretendían definir el genio y sus creaciones con mediocres fórmulas científicas.
Tolstoy y Dostoyevski son, para Zweig como para otros críticos, los polos del espíritu ruso. Pero Zweig aporta al entendimiento de uno y otro una original versión de su antítesis. Su percepción certera, precisa, le ahorra el menor equívoco respecto al verdadero carácter del arte tolstoyano. Zweig establece, con sólido y agudo alegato, el materialismo de Tolstoy. El apóstol de Yasnaia Poliana, a quien todos o casi todos estiman por idealista, era ante todo un hombre de robusta raigambre realista, de fuerte estructura vital. Esta puede ser una de las razones de su glorificación por la Rusia marxista. El realismo de la Rusia actual reconoce más su origen en el método de Tolstoy, atento al testimonio de sus sentidos, reacio al éxtasis y a la alucinación, que en Dostoyevski, pronto a todos los raptos de la fantasía. Tolstoy representa, a los ojos de las presentes generaciones rusas, a la Rusia campesina. Lo sienten aldeano, mujic, no menos que aristócrata. Zweig no se queda a mitad de camino en la afirmación de la primacía de los corporal sobre lo espiritual en la literatura de Tolstoy. “Siempre en Tolstoy -dice- el alma, la psiquis, -la mariposa divina cogida en la red de mil mallas, de obsesiones extremamente precisas- está prisionera en el tejido de a piel, de los músculos y de los nervios. Por el contrario, en Dostoyevski, el vidente, que es la genial contra-parte de Tolstoy, la individualización comienza por el alma; en él el alma es el elemento primario; ella forja su destino por su propia potencia y el cuerpo no es sino una suerte de vestido larvario, flojo y ligero, en torno de su centro inflamado y brillante. En las horas de espiritualización extrema, ella puede abrazarlo y elevarlo en los aires, hacerle tomar su impulso hacia las tierras del sentimiento, hacia el puro éxtasis. En Tolstoy, opuestamente, observador lúcido y artista exacto, el alma no puede volar jamás, no puede siquiera respirar libremente”. De esto depende, a juicio de Zweig, la limitación del arte de Tolstoy, el que habría deseado, como Turgueniev, “más libertad de espíritu”. Pero, sin esta limitación, que con el mismo derecho debe ser juzgada como su originalidad y, su grandeza, Tolstoy y su obra carecían de la solidez y unidad monolíticas que la individualizan. Perderían esa contextura de un solo bloque que tanta admiración no impone.
La interpretación de Zweig pisa, sin duda, un terreno más firme, cuando en la impotencia de Tolstoy para alcanzar su ideal de santidad y de purificación, en su tentativa constante y fallida por vivir conforme a sus principios, reconoce la faz más intensamente dramática y fecunda de su destino. “Nuestro concepto de santificación de la existencia por un ardor espiritual no tiene ya nada que ver con las figuras xilográficas de la Leyenda Dorada ni con la rigidez de estilista de los Padres del desierto, pues desde hace largo tiempo hemos separado la figura del santo de todas sus relaciones con las definiciones de los concilios de teólogos y de los cónclaves del papado: ser santo significa para nosotros, únicamente, ser heroicos, en el sentido del abandono absoluto de su existencia a una idea vivida religiosamente”. “Pues nuestra generación no puede venerar ya a sus santos como enviados de Dios, venidos del más allá terrestre, sino precisamente como los más terrestres de los humanos.”
El estudio de Stefan Zweig sobre Dostoyevski, menos personal, aunque no menos logrado ni menos admirable, y que se ciñe en varios puntos a la discutida exégesis de Mjereskovsky, me sugiere algunas observaciones sobre el sentido social del contraste entre los dos grandes escritores rusos.

José Carlos Mariátegui La Chira

La polémica del azucar

El tono asaz agrio y estridente que usa la Sociedad Nacional Agraria en su polémica con los periódicos que ha hecho observaciones, muy moderadas por cierto, al memorial sobre la crisis de la industria azucarera, trasluce cierta nostalgia de tiempos en que, intacto el poder del civilismo, el comité de esa industria era, en último análisis, el gobierno mismo de la nación. De entonces a hoy, la economía y la política del país se han modificado. Han surgido nuevos intereses, nuevas industrias: el azúcar ha pasado a tercer y cuarto término en la estadística de nuestras exportaciones; el grupo económico y política de los azucareros ha visto decaer, en el mismo grado, su potencia; otras categorías lo han sustituido en el predominio. Mientras duraron las buenas cotizaciones, o la esperanza de que retornaran, la “industria azucarera”, como a si misma se llama, pudo vivir de su pasado. Hoy, esfumada esa esperanza, y colocada en el trance de solicitar el subsidio del Estado, le es imposible disimular su mal humor. La difícil represión de su disgusto, es seguramente la causa de ese aire ofendido con que responde a sus interlocutores.
Los azucareros pretenden que el Estado los subvencione para afrontar airosamente una crisis que los sorprende impreparados, por culpa en no pequeña parte de su gestión técnica y financiera. Para esta demanda, alegan razones que, dentro de su criterio económico, son sin duda atendibles. Pero quieren, además, que no sean públicamente controvertidas. Y porque no ocurre así, su personero se muestra acérrimamente fastidiado.
Los dineros que la industria azucarera pide que sean empleados en su servicio son, sin embargo, los dineros públicos. Los más modestos contribuyentes, los más humildes ciudadanos, tienen incontestable derecho a exponer, sobre ese empleo, las consideraciones que les parezcan de su conveniencia. No hablemos ya de los periódicos, a los que hay que suponer representantes de corrientes, de tendencias de la opinión. He aquí algo que para cualquiera que gestione un subsidio fiscal, debería ser obvio.
Para quienes estén familiarizados con los aspectos de nuestra psicología social y política, el tono ácido y perentorio de los azucareros no puede, empero, ser motivo de sorpresa. Corresponde, perfectamente, al arrogante estilo de hacendados que este grupo de latifundistas ha acostumbrado siempre en sus relaciones con sus compatriotas.
Pero esta no es sino la parte formal de la cuestión y, aunque se presta a muy entretenido psicoanálisis, no puedo restar, por el momento, mayor lugar a la atención que debemos a la parte sustancial.
La industria azucarera, como conjunto de empresas privada, confiesa tácitamente su quiebra. No le es posible subsistir sin el subsidio del Estado. Su demanda de asistencia, plantea esta cuestión: ¿Existen suficientes razones de interés colectivo para sostener a esta industria, en sus actuales condiciones, a costa de un cuantioso gravamen al tesoro público? Los azucareros están quizá demasiado habituados a hablar a nombre de la agricultura nacional. Pero desde hace algún tiempo, los hechos se oponen a este hábito. El azúcar, desde 1922, ha perdido el primer puesto en la estadística de nuestras exportaciones agrícolas. El algodón lo ha sustituido en ese puesto; y, si se tiene en cuenta el crecimiento de algodón a expensan de la caña, el desplazamiento parece definitivo. No es, pues, junto con las perspectivas pesimistas del mercado azucarero, el caso de presentar la crisis de los azucareros como la crisis de nuestra economía agraria. El algodón y el azúcar son solo los productos de exportación de la agricultura costeña. La agricultura provee, ante todo, al consumo de la población. Esa no es la producción registrada puntualmente por las estadísticas, no la representación por los hacendados de la Sociedad Nacional Agraria; pero es la más importante. La estabilidad de nuestras importaciones, demuestra que por sustancias alimenticias pagamos anualmente al extranjero más de cuatro millones de libras, esto es aproximadamente lo mismo que nos reporta la venta del azúcar en el exterior. Y esto quiere decir que en un desarrollo de la agricultura y la ganadería, y las industrias anexas, dirigido a la satisfacción de las necesidades de nuestro consumo actual, podemos encontrar la compensación de cualquier baja en la exportación de azúcar. No estamos en presencia, bajo ningún punto de vista, de la crisis de una industria a la que se pueda estimar como una base insustituible de nuestra economía.
Que esa industria, no obstante el favor de que por notorias razones políticas sociales ha gozado y los años de prosperidad que ha conocido durante el período bélico, no ha sabido organizarse técnica y financieramente en modo de resistir a una crisis como la que hoy confronta, es un hecho que, aunque sea displicente y aburridamente, tienen que admitir los propios azucareros. Las posibilidades de concurrencia, con otros centros productores, en distantes mercados de consumo, han residido, -residen todavía- en el bajo costo de producción, léase en los salarios ínfimos, en el miserable standard de vida de las masas trabajadoras de nuestra hacienda. La cuestión del aprovechamiento de los sub-productos está intacta. El consejo de que se busque en su solución uno de los medios de asentar la industria azucarera en cimientos estables, ha sido recibido por el Señor Basombrío casi como una recomendación hostil e impertinente. I si la industria azucarera está en riesgo de quedar reducido, como extensión a los límites de los valles de La Libertad, donde las dos grandes son las de “Casa Grande” y “Cartavio”, centrales de beneficio, resulta que las negociaciones nacionales se han dejado batir en toda la línea por sus competidoras extranjeras.
En estas condiciones, ¿qué interés nacional, que razón económica puede existir para mantener, mediante subsidios del fisco, esto es mediante un sacrificio de los contribuyentes, la gestión privada de la industria azucarera? Si esta industria está muy lejos de representar el bienestar de la población trabajadora a la que debe sus utilidades pasadas; si en su periodo de crecimiento y prosperidad no ha manifestado aptitud para resolver sus problemas técnicos y financieros; si ahora mismo tomando las objeciones y el debate de demanda de subsidio como una enfadosa intervención de la curiosidad pública en asuntos de su fuero exclusivo, acusa lo poco que ha revolucionado la mentalidad de sus dirigentes, no se ve la conveniencia que puede haber en concederle, sin la garantía de que será suficiente para ayudarla a superar su crisis, la subvención que solicita. Ha llegado, más bien, el caso de que se considere una cuestión más amplia y seria: la de la oportunidad de ir a la nacionalización de esa industria, como único medio seguro y racional de evitar que sus vicisitudes futuras de reflejen dañosamente en la economía general del país. El Estado tiene suficiente solvencia para una empresa de esta magnitud.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

"Un homme se penche sur son passe" por Constantin-Weyer

Aún sin la consagración del premio Goncourt, este libro de M. Constantin Weyer, “tan extraño al gusto del día como un traje de cow-boy en la Avenida de la Opera”, tal vez por esto mismo no se confundiría en los densos rasgos de la producción francesa de 1928, con las novelas de éxito común. Constantine-Weyer tiene desde su novela “Manitoba” un sitio destacado y propio entre los novelistas franceses contemporáneos. “Un homme se penche sur son passe” confirma cualidades de narrador potente que ya nos había revelado. La Academia Goncourt no se ha anticipado, en este caso, al veredicto del más atento público y de la más justiciera y vigilante crítica.
Constantin-Weyer es un hombre que ha invertido el itinerario de Arthur Rimbaud. El poeta extraordinario de “Illuminations” dejó la literatura por la colonización. Constantin-Weyer escribe sus novelas, de regreso de su aventurosa existencia de domador de la pradera canadiense y de explorador del Grand Nord. Es un pionnier que escribe y que, por este hecho, cesa quizá de ser pionnier. El itinerario de Constantin-Weyer es, necesariamente, más moderno, más actual, y en esto se conforma al principio rimbaudiano –“il faut entre absolument moderne”-; pero había más grandeza en el destino de Rimbaud. La literatura de Constantin-Weyer se alimenta de su rica y fuerte experiencia de hombre. Por sus libros circulan la sangre de su existencia que en la plenitud ha encontrado un sano equilibrio vital. Pero el hombre que se agita y vive en esta literatura ha terminado. ¿Qué es hoy M. Constantin-Weyer? El título de su libro nos da la respuesta. Por independiente que sea de su protagonista, el mismo es también “un hombre que se inclina sobre su pasado”.
La epopeya del Canadá, como episodio espiritual del mundo capitalista, ha concluido. La pradera, limitada, conquistada, industrializada, hace ya mucho tiempo que no ofrece el ímpetu nómade, al galope libérrimo del colonizador del Canadá perspectivas infinitas y salvajes. El protagonista de Constantin-Weyer que en esto se identifica con Constantin-Weyer llega tarde al Canadá, para participar en esta etapa, heroica y absolutamente individualista de la epopeya canadiense. Tiene la nostalgia del tiempo de los “scalp”, que él no había jamás conocido. Pero la pradera, colonizada, dispone aún para retorno de la fuerza cautivante de toda creación, de toda conquista. “La marisma, el bosque y el clima mismo, estos humildes labradores, los O’Molley, los Mac Pherson, los Grant, los Campbell, los Jones, los Atkins, los Lavallés, los Brosseault, Irlandeses, Escoceses, Ingleses, Canadienses, Franceses, todos los verdaderos obreros del Imperio trabajan aquí por la prosperidad y el desarrollo de la gigantesca empresa bajo el signo de la Unión. Hermoso espectáculo todavía, propio para ocupar algunos años de mi vida”.
El protagonista de Constantin-Weyer, demasiado propenso a la aventura, a la andanza, es incapaz, sin embargo, de contenerse indefinidamente con este destino sedentario. La gracia lozana, la atracción fresca de Hannan O’Molley, prometida de un irlandés, pero pronta a sonreír a un frenchy gallardo, diestro a la doma de potros, dueño de esa extraña seducción del extranjero, lo fijan temporalmente en una colonia de irlandeses perezosos y escoceses puritanos. Mas el ritmo de la novela no se acordaría con una existencia agrícola. Frenchy es un ser fundamentalmente viajero, vagabundo. su objeto no es mostrarnos un retazo colonizado y productivo de la pradera. Ya que la pradera ha perdido los encantos bárbaros de su primitividad americana, nos llevará lejos, a la región de las nieves y de los lobos. Frenchy sabe ser alternativamente cow-boy, cazador, colono. Carece del apego al agro del campesino francés. Tiene, más bien, un instinto bohemio, andariego, inmigrante. No ha venido al Canadá para presidir patrióticamente las veladas de una familia numerosa en una alquería próspera. Este instinto lo ha conducido otras veces al Norte donde ha aprendido como ninguno a guiar una brava y veterana jauría. No son las ganancias de un buen acopio de pieles las que lo mueven a amar las largas y duras andanzas del cazador, es su gusto por la aventura, por el riesgo, por el empleo total, pleno, victorioso de sus sentidos y sus energías. Lo acompaña un compatriota, Paul Durand, que morirá en el viaje. El relato de este viaje es quizá la parte más bella de la novela. Constantin-Weyer logra admirablemente la expresión del esfuerzo gozoso y tremendo del explorador. Hay algo como una poesía bárbara y darwiniana en la victoria del hombre que atraviesa la estepa inmensa, en la voluntad sana del cazador que bebe a grandes sorbos la sangre caliente y tónica del lobo que acaba de matar, en la herida borbotante.
Montherlant se esmeraría narrando estas cosas, en la apología exultante del instinto, en la exaltación pagana de los sentidos. Contra su intención incurriría en un exceso decadente y literario. Constantin-Weyer es bíblicamente sano y simple en la aversión de la lucha, de la pena y de la alegría del explorador. La conquista de la estepa, la caza del lobo no son posibles como deporte mórbido. Un descendiente espiritual de Barrés puede buscar su placer en el diletantismo del toreo; pero le sería siempre inasequibles los goces severos y difíciles de Constantin-Weyer en su posesión del Canadá.
Y el destino de Frenchy, en el tercer tiempo de la novela continúa reacio a la domesticación agrícola. El pionnier desposa a Hannah, pero algo tendrá que arrancarlo de su tierra y de su hogar de colonizador. La floresta, la caza, bastan por el momento a su apetencia de viaje, a su hábito de lucha. Mas Frenchy sentirá de nuevo una necesidad absoluta de partir de nuevo. El drama lo liberta de esta paz monótona, sedentaria, agrícola. Frenchy vuelve a ser corredor intrépido de tierra del Norte montaraces y primitivas. Vuelve a ser más plena y patéticamente que nunca cuando persigue con instinto de cazador al hombre, al rival que huye con su mujer y su hija. Y solo el drama puede detenerlo: la cruz de pino clavada por los culpables sobre la tierra donde reposa la niña muerta, en la penosa marcha.
La novela termina con esta nota de piedad. Porque el dolor también en esta vida que, sin dolor, sería menos humana, menos fuerte y menos verdadera. Y la más pura excelencia del arte de Constantin-Weyer es que sabe ser siempre fuerte, humano y verdadero.

José Carlos Mariátegui La Chira

La vida de Disraeli por Andre Maurois

(...) tenía excesiva fantasía para ser un hombre de negocios. No pudo se un Rotschild. Participó del interés de la Inglaterra de su época por la América Española; pero perdió siempre en las especulaciones sobre valores hispano-americanos. Jugó a la baja, cuando aún no era tiempo; jugó al alza, cuando ya no era el momento. Pero esta fantasía resultaba insuficiente en la novela. Disraeli escribía novelas porque las circunstancias no le dejaban actuar. Su temperamento lo empujaba de preferencia a la acción y, únicamente después de haber perdido un negocio o una elección, intentó en su juventud buscar la inmortalidad en la literatura. Si Disraeli, en su juventud, hubiese ganado especulando con valores sud-americanos, una fabulosa fortuna, ¿habría escrito novelas y poemas? I, si sus novelas hubiesen merecido clasificarse al lado de las de Sir Walter Scott, ¿habría llegado a ser diputado y líder tory? La biografía de André Maurois, nos impone estas preguntas, a fuerza de insistir en el dandysmo, en la inseguridad, en la “nonchalance” de Disraeli político.
La subconciencia política de esta biografía, como la de otras, en las que no por aprensión se descubre el empeño de rebajar el héroe, tiene a presentar la obra del hombre de Estado como algo que se puede hacer casi por azar, sin convicción, sin principios. Del mismo modo que se intenta la teorización de un arte deportivo, se ensaya el elogio de una política deportiva. Quizá en la Inglaterra victoriana y ochocentista, no se podía ya actuar una política conservadora sino con una íntima indiferencia por los principios torys. Esto podría explicar el éxito de Disraeli, primer ministro de la Reina Victoriana. Pero, sin duda, lo que André Maurois se propone vagamente es, más bien, la apología de una escuela que la interpretación de un hecho.
Disraeli pone en boca de un personaje de una de sus novelas palabras que no nos permiten suponerlo tas escéptico, como Maurois se obstina en verlo. “El destino es nuestra voluntad y nuestra voluntad es la naturaleza. Todo su misterio, pero solo un esclavo se niega a luchar y para penetrar en el miste(...).

José Carlos Mariátegui La Chira

Piero Gobetti

No hemos sido afortunados ni solícitos en el conocimiento y estimación de los valores de la cultura italiana moderna. Y he tenido oportunidad de apuntarlo, comentando un libro de Prezzolini y ocupándome en la averiguación de la influencia italiana en la literatura y el pensamiento hispano-americanos contemporáneos.
En el preludio de la presentación del ensayista Piero Gobetti, muerto cuando aún no había alcanzado la sazón de la treintena, tengo que insistir en este motivo, que se presta a muchas variaciones.
La deficiencia de nuestra asimilación de la mejor Italia, la irregularidad de nuestro trato con su más sustanciosa cultura, no es ciertamente una responsabilidad específica de nuestras Universidades, revistas y mentores. El Perú no tiene, por razones obvias, relación directa y constante sino con dos literaturas europeas: la española y la francesa. Y España hoy mismo que sus distancias con la Europa moderna se han acortado considerablemente no es una intermediaria muy exacta ni muy atenta entre Italia e Hispano-América. La “Revista de Occidente” que registra en su haber un persistente esfuerzo por incorporar a España en la cultura occidental, no ha acordado a la literatura y al pensamiento italianos sino un lugar secundario. Los mejores trabajos de divulgación de los hombres e ideas de la Italia contemporánea son, en los últimos años, los debidos a Juan Chabás que aprovechó excelentemente su estancia en Italia. La obra de Unamuno acusa un reconocimiento serie, -y en algún punto que ya tendré oportunidad de señalar hasta cierto influjo de Benedetto Croce-. Pero, en general, la transmisión española de las corrientes intelectuales y artísticas de Italia ha sido irregular, insegura y defectuosa. Croce, por ejemplo, me parece aún hoy, insuficientemente estudiado y comprendido en España. Y, en Hispano-América, si no le ha faltado expositores y comentadores fragmentarios, no ha encontrado todavía un expositor inteligente y enterado de su obra total. A este respecto está en lo cierto el argentino M. Lizondo Borda que, en un reciente estudio publicado en “Nosotros”, afirma que la filosofía de Croce no ha sido todavía muy entendida en su país, agregando que “igual cabe decir de otros países, inclusive europeos”.
Actualmente, la coquetería reaccionaria de algunos intelectuales españoles con el fascismo, propicia la vulgarización, y aún la imitación en España de los ensayistas y literatos de la Italia fascista, a expensas del conocimiento de valores más esenciales, pero desprovistos de los títulos caros al gusto y al humor propagados en un clima benévolo a la dictadura. Curzio Malaparte, a quien yo cité aquí primero hace cinto años, cuya obra empieza a ser traducida al español, encabeza el elenco de escritores jóvenes de Italia a quienes la política asegura admiradores y partidarios en ciertos equipos sedicentes vanguardistas de la intelectualidad hispánica. La reacción, la dictadura, han menester de teorizantes y no escasean en la juventud letrada quienes, a base de argumentos de “L’Action Francaise”, Meritain, Massis, Valois, Rocco, del Conde Keyserlin, Spengler, Gentile, etc., están dispuestos a asumir ese papel. La política no se mezcla nunca tanto a la literatura y a las ideas como cuando se trató de decretar la moda de un autor extranjero. Papini debe a su conversión al catolicismo, en el mundo hispánico, la difusión que el no había ganado con su obra anterior a la “Historia de Cristo”. Y no sería raro que quieres encuentran abstrusamente hegeliano a Croce, propaguen con entusiasmo la obra de Giovanni Gentile, bonificada por la adhesión de este filósofo, sin duda más hegeliano que Croce en punto a abstractismo, a la política mussoliniana.
Curzio Malaparte es, sin duda, uno de los escritores de la Italia contemporánea. Pero tendría una información muy incompleta de esta misma Italia, en cuanto a críticos y polemistas, quien bien abastecido de frases y anécdotas de Curzio Suckert, (Malaparte en literatura) ignorase en materia de ensayo político y filosófico a Mario Missirolo, Adriano Tilgher, Piero Gobetti y otros. Los críticos y escritores españoles que flirtean con el fascismo y sus gacetas, difícilmente se ocuparán en exponer a estos ensayistas. Y los católicos que tan tiernamente secundan la fama del Papini de post-guerra, sin la menor noticia en muchos casos del Papini de “Pragmatismo” y de “Polemiche Religiose”, no dirán una palabra sobre el católico Guido Miglioli, líder del agrarismo cristiano social de Italia, ex-diputado del Partido Popular y autor de “Il Villagio Soviético”, y ni siquiera sobre Luigi Sturzo, uno de cuyos libros políticos apareció en la editorial que dirigía en Turín, Piero Gobetti, el escritor que precisamente motiva este artículo.
Si Benedetto Croce no ha sido aún debidamente explicado y comentado en nuestra Universidad, -en la que en cambio ha gozado de particular resonancia el mediano renombre de diversos secundarios Guidos de las Universidades italianas- es lógico que Piero Gobetti, muerto en la juventud en ardiente batalla, permanezca completamente desconocido. Piero Gobetti era una filosofía un crociano de izquierda y en política, el teórico de la “revolución liberal” y el mílite de “L’Ordine Nuovo”. Su obra quedó casi íntegramente por hacer en artículos, apuntes, esquemas, que después de su muerte un grupo de editores e intelectuales amigos ha compilado, pero que Gobetti, combatiente esforzado, no tuvo tiempo de desarrollar en los libros planeados mientras fundaba una revista, imponía una editorial, renovaba la crítica e infundía un potente aliento filosófico en el periodismo político.
He leído los cuatro primeros volúmenes de la obra de Piero Gobetti (“Risorgimento”, “senza eroi”, “Paradiso dello spirito russo”, “Opera Critica. Parte Prima” y “Opera Critica. Parte Seconda”, Edizioni del Baretti, Turín), y he hallado en ellos una originalidad de pensamiento, una fuerza de expresión, una riqueza de ideas que están muy lejos de alcanzar, en libros prolijamente concluidos y retocados, los escritores de la misma generación a quienes la política gratifica con una fácil reputación internacional. Un sentimiento de justicia, una acendrada simpatía por el hombre y la obra, un leal propósito de contribuir al conocimiento de los más puros y altos valores de la cultura italiana, me mueven a exponer algunos aspectos esenciales de la obra de este ensayista, a quien no se podría juzgar en toda su singular significación por uno de sus volúmenes ni por un determinado grupo de estudios, porque su genio no logró una expresión acabada ni sus ideas una exposición sistemática en ninguno y hay que buscar la viva y profunda modernidad de uno y otras en el sugestivo conjunto de sus actitudes.
El escritor italiano Santino Caramella, que con fraterna devoción y ponderado juicio prologa la obra de Gobetti dice, en el prefacio del tercer volumen: “La unidad viva e íntima viene de la figura de Piero Gobetti crítico y periodista, polemista y ensayista, que se descubrirá aquí al lector en toda su magnitud y en los más variados aspectos de su actividad: una figura, a la cual toda sus obras le son en cierto sentido inferiores, mientras este volumen servirá en cambio para refrescarla en la memoria de cuantos la admiraron y amaron, como encarnación cotidiana del gran animador de ideas y de obras”. Es esta unidad la que intentaré traducir en un próximo capítulo reconstruyéndolo con los elementos que me ofrecen los cuatro nutridos y preciosos volúmenes de su obra completa, aunque el mérito de Gobetti, más que en la coherencia y originalidad de su pensamiento central, está en los magníficos hallazgos a que lo condujo por la ruta atrevida e individual de sus varias inquisiciones.

José Carlos Mariátegui La Chira

Teatro, cine y literatura rusa

(...)te realista revolucionario ha adquirido excesiva supremacía en el repertorio de nuestra escena. Y es evidente que dichas producciones no deben formar sino una parte del repertorio general. Querer construir exclusivamente el teatro sobre ese género implica un burdo error. Hay que rebasar el simplismo con que suele juzgarse a los autores dramáticos: ¿qué es lo que nos traes?, ¿un drama revolucionario? Ya sabíamos que tú eras un buen ciudadano. Y al que no lo haga así convertirle en blanco de acusaciones e insidias. Hay que acabar con semejante estrechez dogmática, que siempre consideramos inadmisible en cuestiones de arte. Está muy bien que el gallo se expansione al clarear el alba y salude la salida del sol. Pero no se va pedir al ruiseñor que ajuste sus cánticos a los del gallo, por mucho que nos reconforte la briosa y enérgica manera de ser del anunciador del nuevo día”. El teatro y el cine prosperan magníficamente en la nueva Rusia. Miseinstein y Pudovkis se clasifican, por sus obras, entre los primeros regisseurs del mundo. En la Europa occidental, tan orgullosa y convicta de su superioridad, se dedica a la cinematografía rusa libros como el de León Moussinae. I aún a nuestra ciudad, como ayer Duvan Torzoff, llega con “Ivan el Terrible” una muestra, de segundo orden, del arte ruso. I, si esta muestra reúne tan cualidades tan asombrosas de belleza, no es difícil imaginar cuál será el valor de las creaciones de otra jerarquía. Entre “Ivan el Terrible”, a pesar de ser una película de estupenda riqueza plástica y de brillante realización cinematográfica, y “El acorazado Potemkin”, “Octubre” o “La línea general”, tiene que medial al menos la misma distancia que entre, comprobé hace seis años, el espectáculo de Duvan Torzoff y el de “Der Blaue Vogel” de Berlín.

José Carlos Mariátegui La Chira

La economía y Piero Gobetti

Prometí un croquis conciso de las ideas de Piero Gobetti, el original y sustancioso ensayista que, precisamente por su escaso título a la atención siempre oportunista de las gacetas literarias y a la consideración generalmente pedante de las tesis doctorales, quiero señalar entre los más vivos y fecundos valores de la cultura italiana contemporánea. Y justamente porque Piero Gobetti no fue específicamente un economista, me parece oportuno empezar por referirme al peso que en sus juicios morales, políticos, filosóficos, estéticos e históricos tuvo, en último análisis, la economía. Esta sagaz y constante preocupación de lo económico me parece uno de los signos más significativos de la modernidad y del realismo de Gobetti, que la debió, no a una hermética educación marxista, sino a una autónoma y libérrima maduración de su pensamiento. Gobetti llegó al entendimiento de Marx y de la economía, por la vía de un agudo y severo análisis de las premisas históricas de los movimientos ideológicos, políticos y religiosos de la Europa moderna en general y de Italia, en particular. En su juventud, la filosofía griega y oriental, escolástica y moderna, la tradición intelectual italiana de Machiavelli a Vico y de Spaventa a Gentile, la indagación estética, ejercitada con idéntica agilidad en el Museo Británico y en la literatura rusa, lo acaparaban demasiado para que se insinuasen en su especulación y en su crítica los móviles de la interpretación económica de la historia. Pero la más perfecta familiaridad con Parménides y Empédocles, con Heráclito y Aristóteles, con Descartes y Kant, con Hegel y Croce, no estorbó a Piero Gobetti para reconocer la rigurosa justificación de la teoría que busca en el movimiento de la economía el impulso decisivo de las transformaciones políticas e ideológicas. La enseñanza austera de Croce, que en su adhesión a lo concreto, a la historia, concede al estudio de la economía liberal y marxista y de las teorías del valor y del provecho un interés no menor que al de los problemas de lógica, estética y política, influyó sin duda poderosamente en el gradual orientamiento de Gobetti hacía el examen del fondo económico de los hechos cuya explicación deseaba rehacer o iniciar. Mas decidió, sobre todo, este orientamiento, el contacto con el movimiento obrero turinés. En su estudio de los elementos históricos de la Reforma, Gobetti había podido ya evaluar la función de la economía en la creación de nuevos valores morales en el surgimiento de un nuevo orden político. Su investigación se transportó con su acercamiento a Gramsci y su colaboración en “L’Ordine Nuovo”, al terreno de la experiencia actual y discreta. Gobetti comprendió, entonces, que una nueva clase dirigente no podía formarse sino en este campo social, donde su idealismo concreto se nutría moralmente de la disciplina y la dignidad del productor. Y, confrontando el proceso religioso y social de Italia con el de los países de desarrollo capitalista, formuló así este juicio: “En la historia italiana los tipos de productores resultaron de las transacciones a que constriñe la dura lucha con la miseria. El artesano y el mercader decayeron después de las comunas. El Agricultore es el antiguo siervo que cultiva por cuenta de los patrones de la curia y tiene en la enfiteusis su única defensa. La civilización más característica es luego la que se forma en las cortes o en los empleos y que habitúa a las astucias, a los funambulismos de la diplomacia y de la adulación, al gusto de los placeres y de la retórica. El pauperismo italiano se acompaña con la miseria de las conciencias: quien no se siente cumplir una función productiva en la civilización contemporánea, no tendrá confianza en si mismo, ni culto religioso de la propia dignidad. He aquí en qué sentido el problema político italiano, entre los oportunismos y la caza descarada de los puestos y la abdicación frente a la clase dominante, es un problema moral”.
Y siempre que ahonda en la explicación del retardo de la consciencia política de Italia, Gobetti retorna a este concepto. El retraso de su economía impide a Italia acompasar su avance al de los grandes Estados capitalistas de Europa. Un brillante ensayo sobre la cultura política, comienza con estas consideraciones: “La economía nacional está todavía demasiado retrasada, el país es pobre y no concede tregua a los individuos, no les permite la dignidad de ciudadanos. Dos tercios de la población comparte la suerte de una agricultura atrasada y condenada por muchos años a no devenir moderna. Se trata de pequeños propietarios, arrendatarios, aparceros, que aspiran solamente a la paz y a la conservación del Estado presente, ostentando indiferencia por toda más amplia preocupación. La aristocracia industrial y obrera, a la cual está ligada la posibilidad de una transformación moderna de Italia, está apenas en su nacimiento y no logra distinguirse de las sobreposiciones y confusiones parasitarias, no logra vencer el pauperismo y el diletantismo”.
La lucha del Risorgimento, que tiene en Gobetti a uno de sus intérpretes más sagaces, se resiente de este peso muerto. Falta a la batalla liberal de Italia el estímulo de una vigorosa afirmación de las clases obreras. El absolutismo pacta incesantemente con la plebe indiferenciada para tener a raya el espíritu liberal y republicano. “Las plebes -escribe Gobetti- continúan viviendo en torno de los conventos y de los institutos de beneficencia, todos católicos; y permanecen católicos por instinto, por educación y por interés. La iniciativa toca a la nueva clase burguesa que actúa con Cavour la política anti-feudal del liberalismo económico, para poderse dedicar a los tráficos, a las industrias y a los ahorros y formar la primera riqueza y el primer capital circulante en Italia”. En el siglo dieciocho, no prospera en Italia el movimiento laico y liberal por la acción de este mismo factor negativo y retardatario. “Se tiene el fenómeno de plebes resueltamente anti-liberales, domesticadas por la política de filantropía de la Iglesia, la cual para hacer prevalecer su socialismo reaccionario cuenta sobre todo con turbas de parásitos”. “El pauperismo en Piamonte era la garantía del viejo régimen: quien vive de limosna no podrá participar en la lucha política; una libre clase trabajadora no tendrá ciudadanía en esta tierra; el Estado seguirá siendo un aparato administrativo en manos de pocos privilegiados”. Y este pauperismo se refleja en el carácter de la emigración italiana que no es, ni puede ser, dado su origen, una emigración de intrépidos colonizadores. De Italia no salen a colonizar tierras lejanas, arrojados por la persecución política, puritanos de fe intransigente, templados en la lucha de la herejía, precursores de la civilización industrial y capitalista, sino campesinos y artesanos desterrados de su suelo por la pobreza. “Las turbas más numerosas de la emigración temporal -apunta Gobetti- eran de gente humilde y mísera sin arte ni parte, estrechadas por la desesperación, casadas de resistir al hambre y en tierras nuevas debían buscar piedad más bien que trabajo. De la Savoya y del Valle de Acosta llegaban a París deshollinadores y lustrabotas”.
Este aspecto de las meditaciones de Gobetti tiene un excepcional interés, que casi es innecesario subrayar, para los estudiosos de la evolución social de España y de sus colonias. Las consecuencias morales, políticas ideológicas del pauperismo, de la beneficencia, de las cortes y las administraciones apoyadas en la domesticidad de las clases parasitarias, del servilismo de las plebes menesterosas, no son menos visibles ni menos trágicas, en la España de Fernando VII y en la América de García Moreno, que en la Italia setecentista o neo-güelfa.

José Carlos Mariátegui La Chira

"Caliban Parle", por Jean Guehenno

He aquí otro libro que da fe de la insuficiencia de todos los vaniloquios del “idealismo” novecentista para descartar de las tareas del pensamiento y la literatura la preocupación de lo temporal y de lo histórico. La inteligencia ha inventado en los últimos años una serie de maneras de eludir o ignorar el problema de la revolución. Ninguna le sirve al intelectual rigurosamente fiel a los deberes del espíritu para discurrir y meditar como si el socialismo y el proletariado no existieran. En esto se reconoce una de las pruebas de la inutilidad de todo intento de restauración del principio de la inteligencia pura o ahistórica.
Jean Guéhenno es un escritor que procede del proletariado y que no reniega de su origen; pero que, en la imposibilidad de encontrar una respuesta a sus interrogaciones en la filosofía clarista del obrero, busca en el arsenal de la más moderna y exigente cultura las razones de una convicción revolucionaria o, por lo menos, no-conformista. “Caliban parle” es una requisitoria contra la hipocresía intelectual y contra los compromisos del pensamiento, cuyos ecos se confunden hoy un poco con los de “Morte de la penseé bourgeoise” de Emmanuel Berl.
Guehenne, humorista, se rebela contra el juego de una compósita legión de intelectuales y artistas que, en el nombre de un refinado novecentismo, querrían sacrificar la humanidad a las humanidades. El crítico y el hombre están demasiado vigilantes y vivos en él. Le es imposible no entender y denunciar el cinismo de este pensamiento de Barrés: “Que los pobres tengan el sentimiento de su impotencia he ahí una condición primaria de la paz social”. El fariseismo del intelectual ante el proletariado, empuja a Guehenno, deferente y atento, pero no por esto menos nauseado, a tomar abiertamente el partido de Calibán. En la clase que lucha por un orden nuevo, están todos los valores morales de la civilización. Al innoble razonamiento de Barrés, opone este juicio ciertamente más filosófico y verdadero: “Le rebelión es la nobleza del pobre”. Guehenno presta estas palabras a Calibán: “En un mundo de egoísmo y de lucro, me ocurre ser la sola potencia desinteresada. Se ha visto a los míos renunciar al éxito, a las sinecuras, a los puestos, fuertes y puros. Algunos que se vendieron fueron pagados a alto precio: obtuvieron los primeros cargos en los Estados. Pero la masa de los Calibanes fue apenas quebrantada por esto. Continúa diciendo no a un mundo en el cual no reconoce la belleza de sus sueños. Y toda nobleza viene a Europa de este movimiento que pone en ella los gestos de la Calibán, las multitudes obreras que, en el instante en que reclaman pan piensan todavía en organizar el mundo”. “Entre la Bolsa de Trabajo y el Instituto, quién sabe, después de todo, dónde se hace el menester más humano? Si los secretarios de sindicatos y sabios de academias consintieran un instante en mirarse, no se despreciarían tanto. Yo los veo a unos aplicados al trabajo de deshacer y desatar, un hilo después de otro, la red que la obstinada fatalidad no cesa de tejer alrededor nuestro, vencer esas leyes de bronce a las que nos somete la pesada economía del mundo. En el más fatal de los siglos, buscan los medios de tornarse amor de las cosas, nuestras duras dominadoras, e intentan, con un maravilloso coraje, restituir al corazón y a la razón la supervigilancia y el control del universo”. “Nuestro verdadero mérito al fin del último siglo habrá sido el organizar la insumisión y la batalla”.
El autor de “Calibán Parle” no se ha formado en esta lucha. A la meditación del sentido moral y humano de las reivindicaciones de las masas, ha llegado por la vía cara a M. Julien Benda, por la vía del “clero”. Su libro de nada está tan distante como de ser el resultado de una crítica de inspiración marxista. Guehenno es un intelectual puro, en el sentido de que no obedece sino a la lógica de su especulación. No proviene de ningún equipo marxista ni de ninguna Casa del Pueblo. Ha hecho su aprendizaje de pensador, meditando a autores tan diversos como Michelet, Taine, Renán, Proudhon, Jaurés, Barrés, Peguy, etc. En el segundo capítulo de su libro, al hablar de la “difícil fidelidad”. Guehenno expone su propio drama. El obrero que se transforma en un intelectual, pierde su fe, su sentimiento de clase. Usando el término de Barrés podría decirse que “de deracine”, se desarraiga. “El espíritu engaña, la belleza seduce, la felicidad descasta. Y yo sentía una suerte de felicidad. Era un blando abandono, animación todavía, pero en la paz; después de meses de tensión apasionada, una embriaguez indulgente. No se lee impunemente los libros. La única luz que me guiaba, antes de que los hubiese leído, no se dejaba ver ya en el juego de sus mil pequeñas flamas. Yo adoraba antes un solo ídolo: los dioses se habían multiplicado. La cultura tiene a veces al principio este efecto de destruir el carácter. Nos hace parecer a esos actores que, a fuerza de ensayar todas las transformaciones, terminan por perder toda personalidad”. Así habla Calibán o mejor, así habla Guehenno después de un largo trato con las ideas. Guehenno ha descubierto el pragmatismo de las ideas, la servidumbre del pensamiento. “La cultura -tal como la conciben los “pedantes autoritarios” con quienes polemiza- no tiene otro objeto que es de hacer jefes y el de justificarlos a la vez. A la ciencia que determinaba lo que debe ser y que descubría mundos más generosos, ellos no le demandan más que legitimar lo que es. Una extraña y monstruosa connivencia asocia la cultura así sofisticada y la autoridad social el saber y la riqueza, y es la característica más eminente de lo que ellos llaman civilización”. No es distinto, fundamentalmente, el lenguaje de los marxistas. Pero lo que confiere especial valor al testimonio de Guehenno es, precisamente, su no marxismo. Todas sus meditaciones, revelan una rigurosa preocupación de no traicionar al Espíritu, de no emplear sino razonamientos de humanista. Las páginas más eficaces de su libro son, acaso, aquellas en que denuncia el bizantinismo y el diletantismo de la Ciencia y del Arte de la decadencia. Guehenno conoce de cerca a esta gente y podría describirnos minuciosamente a cada uno de sus especímenes. ¿Cuál es la imagen más exacta que de ellos nos ofrece? “Me los represento siempre -dice- en una cámara rodeada de espejos. Cada uno mira delante de su innumerable imagen un drama patético, se pone sucesivamente las máscaras del cínico, del epicúreo, del estoico, y declama a veces con florido lenguaje. Viene el aburrimiento y el drama se interrumpe por el tiempo necesario para hacer una nueva provisión de máscaras y de imágenes”. ¿En qué época de la historia, se encuentra a la “inteligencia” y al “espíritu” entregados al mismo juego banal y elegante? La respuesta de Guehenno coincide con la de otros pensadores sagaces: “Graeculi esurientes”. Es así como pequeños griegos hambrientos, que habían tenido la misión de mezclar el espíritu a la pesada masa romana, se cansaron un día. No escucharon más al genio liberador que largo tiempo les había hablado. Tenían hambre y no se preocuparon, para comer y vivir, más que de divertir a sus amos y de fortificar laboriosamente los prejuicios que aseguraban su dominación. El espíritu carecía de coraje y la sabiduría de atención. Entonces hombres innumerables de quienes nunca se hubiera pensado que tenían también un alma destruyeron este mundo fútil. La ciudad que la razón caduca les negaba, se derrumbó. Ellos buscaron en una fe nueva la comunión humana”.
Testimonio de intelectual, requisitoria de humanista, el hermoso libro de Jean Guehenno convida a la más actuales y fecundas reflexiones. Es un enérgico estimulante del juicio histórico, del examen de consciencia de una generación que oscila entre la desesperanza y la traición.

José Carlos Mariátegui La Chira

Leon Bazalgette

“Europe” consagra uno de sus últimos números a León Bazalgette, muerto hace siete meses. Homenaje justiciero a la memoria de su admirable redactor en jefe y generoso animador. Ya “Monde”, cuyo comité director formaba también parte Bazalgette, lo había iniciado en tres números en que despidieron al biógrafo de Henry Thoreau, al traductor de Walt Withman, las voces fraternas de Barbusse, de Jean Richard Bloch, de Jean Guehenno, de René Arcos, de Georges Duhamel, de Franz Masereel, de Miguel de Unamuno. Varios de estos escritores y artistas participan en el homenaje de “Europe” que preside Romaind Rolland. En este homenaje están presentes cuatro norte-americanos: Waldo Frank, Max Eastman, John dos Pasos, Sherwood Anderson. Presencia que no se explica solo por el carácter internacional de “Europe”, revista más internacional que europea, como su nombre quiere significarlo. La más pura y moderna literatura norte-americana tiene especiales razones de reconocimiento y de devoción a Bazalgette. Pocos franceses conocían y amaban esa literatura como este magro y fervoroso puritano de París. Bazalgette reveló a Francia Walt Withman y Henry Thoreau. Como director de la magnífica y selecta colección de prosadores extranjeros de Rieder, contribuyó a la divulgación de algunos de los mejores valores de la literatura yanqui: Sherwood Anderson, Carl Sandburg, Waldo Frank, John Dos Pasos. Si Walt Withman, a través de los unanimistas, ha influido en un sector de la poesía francesa, el mérito toca en parte a Bazalgette que puso su arte escrupuloso y severo de artesano medioeval y su gusto perfecto de crítico moderno en el trabajo de verter al francés los versos del gran americano.
Singularmente justas y seguras son estas palabras de Romain Rolland que rinden homenaje a la verdadera Francia tanto como a Bazalgette: “Era uno de los últimos representantes de una gran generación francesa, en quien el desinterés era el pan cotidiano. La especie no ha desaparecido y no desaparecerá jamás aunque la “feria en la plaza” de hoy, en la cual participan los más ilustres de nuestros jóvenes, haga ostentación de apetitos que nos escandalizan menos de lo que no hacen sonreír. (¡Se contentan de poco!). Bajo la eterna agitación de esta carrera tras la fortuna, la verdadera Francia continúa su labor eterna, silenciosa, pobre, proba, serena. Así fue ayer, así será mañana”. Stefan Sweig dice que “el alma misma de Walt Withman ha revivido en Bazalgette”. A tal punto juzga maravillosa su obra de traductor. Waldo Frank evoca su admirativa sorpresa al descubrir en Francia un hombre que tan profunda y sagazmente comprendía el espíritu norte-americano. Bazalgette no adquirió este conocimiento de Norte-América en ninguna aventurera, diplomática y reclamística indagación a Paul Morand. “Europa -dice Frank- nos envía analistas, observadores penetrantes; y bien, se les siente siempre huraños al cuadro que traza de la vida americana. Escriben en hombres de ciencia, en caricaturistas, en críticos o en apologistas; pero siempre de fuera. Solo este hombre, que no había venido en persona, llevaba en el fondo de si mismo el soplo, las palpitaciones de una realidad viva”. John dos Pasos elogia en Bazalgette el mismo extraordinario don: “Por Withman y Thoreau, ha conocido -escribe-, una América diversamente vasta y más fundamental que este país de jazz, de rascacielos y de rudos negros tan a la moda en la Francia de nuestros días”. Sherwood Anderson lo estima un cosmopolita.
Le debo una eficaz invitación al conocimiento y a la meditación de Henry Thoreau, a quien empecé a amar en su libro. Le debo mi primer fuerte contacto con la más acendrara y entrañable Norte-América. Sin ser francés, en un tiempo en que la orientación de mi cultura dependía en gran parte de mi suerte en la elección de guías, experimenté su sana influencia. Lo seguí en “Clarté”, en “Europe”, en “Monde”. Y, sin haberlo visto nunca, me lo imaginaba tal como lo describen los que tuvieron la fortuna de ser sus familiares, obstinado, generoso, alacre, paciente heredero y continuador de la más noble tradición francesa.

José Carlos Mariátegui La Chira

"Manhattan transfer", de John dos Pasos

John dos Pasos es como Waldo Frank un norte-americano que ha vivido en España y que ha estudiado amorosamente su psicología y sus costumbres. Pero aunque después de sus hermosas novelas “La iniciación de un hombre” y “Tres soldados”, John dos Pasos se cuenta entre los valores más altamente cotizados de la nueva literatura norte-americana, solo hoy, comienza a ser traducido al español. La Editorial Cenit acaba de publicar su “Manhattan Transfer”, libro en el que las cualidades de novelista de John dos Pasos alcanzan su plenitud. “La iniciación de un hombre” y “Tres soldados” son dos libros de la guerra, asunto en el que dos Pasos sobresale pero que, quizás, ha perdido su atracción de hace algunos años. “Manhattan Transfer”, además de corresponder a un período de maduración del arte y espíritu de John dos Pasos, refleja a New York, la urbe gigante y cosmopolita, la más monumental creación norte-americana. Es un documento de la vida yanqui de mérito análogo, quizá, al de “El Cemento”, de Gladkov, como documento de la vida rusa.
En “Manhattan Transfer” no hay una vida, morosamente analizada, sino una muchedumbre de vidas que se mezclan, se rozan, se ignoran, se agolpan. Los que gustan de la novela de argumento, no se sentirán felices en este mundo heterogéneo y tumultuoso, antípoda del de Proust y de Giraudoux. Ninguna transición tan violenta tal vez para un lector de ahora como la de “Eglantine” a “Manhattan Transfer”. Es la transición del baño tibio y largo a la dicha enérgica y rápida. La técnica novelística, bajo la conminatoria del tema, se hace cinematográfica. Las escenas se suceden con una velocidad extrema; pero no por esto son menos vivas y plásticas. El traductor español, que se ha permitido una libertad indispensable en la versión del diálogo, escribe lo siguiente en el prefacio: “Como en la pantalla del cine la acción que abarca veintitantos años, cambia bruscamente de lugar. Los personajes, más de ciento, andan de acá para allá, subiendo y bajando en los ascensores, yendo y viniendo en el metro, entrando y saliendo en los hoteles, en los vapores, en las tiendas, en los music-halls, en las peluquerías, en los teatros, en los rascacielos, en los teléfonos, en los bancos. Y todas estas personas y personillas que bullen por las páginas de la novela, como por las aceras de la gran metrópolis, aparecen sin la convencional presentación y se despiden del lector “a la francesa”. Cada cual tiene su personalidad bien marcada, pero todos se asemejan en la falta de escrúpulos. Son gente materialista, dominada por el sexo y por el estómago, cuyo fin único parece ser la prosperidad económica. A unos los sorprendemos emborrachándose discretamente; a otros, cohabitando detrás de las cortinas: a otros estafando al prójimo sin salir de la ley. Los abogados viven de chanchullos, los banqueros seducen a sus secretarias, los policías se dejan sobornar y los médicos hacen abortar a las actrices. Los más decentes son los que atracan las tiendas con pistola de pega. Entre toda esta gentuza, se destaca Jimmy Herf, tipo de burgués idealista repetido en otras obras de Dos Pasos. Pero el verdadero protagonista no es el Jimmy sino Manhattan mismo, con sus viejas iglesias empotradas entre geométricos rascacielos, con sus carteles luminosos que parpadean de noche en las avenidas donde la gente se atropella ensordecida por el trepidar de los trenes elevados. Estas líneas dan, en apretado esquema, una idea de la novela.
John dos Pasos continúa y renueva, con todos los elementos de una sensibilidad rigurosamente actual, la tradición realista. “Manhattan Transfer” es una nueva prueba de que el realismo no ha muerto sino en las rapsodias retardadas de los viejos realistas que nunca fueron realistas de veras. También, bajo este aspecto hace pensar en “El Cemento”. Pero mientras “El Cemento”, en su realismo, tiene el acento de una nueva épica, en “Manhattan Transfer”, reflejo de un magnífico e impotente escenario de una vida cuyos impulsos ideales se han corrompido y degenerado, carece de esta contagiosa exaltación de masa creadoras y heroicas.
El decorado de “Manhattan Transfer” es simple y esquemático como en el teatro de vanguardia. La descripción, sumaria y elemental, es sostenida a grandes trazos. John dos Pasos emplea imágenes certeras y rápidas. Tiene algo de expresionismo y del suprarrealismo. Pero vertiginoso como la vida que traduce, no se detiene en ninguna de las estaciones de su itinerario.

José Carlos Mariátegui La Chira

Piero Gobetti y el Risorgimento

Gobetti tiene un sitio solitario e individual entre los críticos e historiadores del Risorgimento italiano. En este como en todos los debates, su posición era el resultado de un severo y original análisis de los hechos y las ideas, lo más distante posible de las fáciles transacciones de la erudición con las fórmulas de curso, oficiales. No era la crónica de la Unidad Italiana lo que le interesaba; menos todavía la solemne galería de los próceres victoriosos. Sus estudios prefirieron la reivindicación de los precursores vencidos por lo mismo que en ellos es más inteligible y diáfana la preparación ideal del Risorgimento.
En el prefacio del volumen que reúne estos estudios, escribe Gobetti: “El Risorgimento italiano es recordado en sus héroes. En este libro me propongo mirar el Risorgimento a contra luz, en las más oscuras aspiraciones, en los más insolubles problemas, en las más desesperadas esperanzas: Risorgimento sin héroes”. “La exposición no agradará -añade- a los fanáticos de la historia hecha: me atribuirán un humor díscolo, para reprobarme lagunas arbitrarias. Pero yo no quería hablar del Risorgimento que ellos vulgarizan en sus cátedras de apología estipendiada del mito oficial. El mío es el Risorgimento de los heréticos, no de los profesionales”.
En la crítica histórica y política de los últimos años no han escaseado en Italia actitudes que acusan cierta afinidad, en algunos aspectos, con la de Gobetti, ante los problemas del Risorgimento. Los ensayos de Mario Missiroli, -a pesar de ciertas incoherencias, cuya explicación se encuentra en su elaboración polémica, con variados reflejos de las batallas del periodismo,- constituyen en conjunto valiosos procesos del Risorgimento, en pugna en más de un punto con las interpretaciones catedráticas. En Giovanni Améndola, aunque su obligada discreción de político no le consentía excesiva libertad crítica, se constata igualmente la inclinación a sentir y plantearse el problema de una revolución incumplida, más bien que a contentarse de los formales laureles de su victoria. El fascismo con su política de liquidación reaccionaria del Estado democrático, surgido de esta historia, ha demostrado hasta que punto fue superior a las posibilidades de la burguesía y la pequeña burguesía italianas -a ese demos indiferenciado que se llama el pueblo- el esfuerzo de los líderes y precursores de la unidad por dar a Italia las instituciones y las exigencias de un régimen de libertad y laicismo.
Gobetti situaba su observación en el escenario de donde mejor se podía dominar el panorama de la política italiana: el Piamonte. La unidad italiana como expresión de un ideal victorioso de modernidad y reforma, se presentaba a la inquisición apasionada y señera de Gobetti incompleta y convencional. Las corruptelas de la Italia meridional, agrícola y pequeño burguesa, provincial y pobre, palabrera y gaudente, pesaban demasiado en la política y la administración de un Estado creado por el tesón de las “élites” setentrionales. El Estado demo-liberal era en Italia el fruto de una trasacción entre la mentalidad realista y europea de las regiones industriales del Norte y los gustos cortesanos o demagógicos de las regiones campesinas del Sur, afligidas aún por los problemas de la sequía y la malaria. Y, así como en los años del Risorgimento, la Italia setentrional, y más específicamente el Piamonte, había suministrado a la obra de la unidad, una casa real, la de Saboya, de sobria educación europea, un ideario político de fuerte y propia raigambre, un personal de estadistas y administradores que, de Cavour a Giolitti, se mostraron singularmente dotados para la realización; en los años de post-guerra, partían del Norte las fuerzas que anunciaban vigorosamente una democracia obrera y se formaban en Turín, sede de “L’Ordine Nuovo”, asiento de las usinas de la Fiat, los cuadros de la revolución proletaria. Y una vez más el impulso de una Italia absolutamente moderna, entonada económica y mentalmente al ambiente más estrictamente occidental, se esterilizaba por la resistencia de una Italia provincial, íntimamente güelfa y papista, deformada en la superficie por el espectáculo parlamentario, cuyo verbalismo inconcluyente y cuya retórica espumante inficionaban al propio socialismo, basado en clientelas electorales y agitaciones de la plaza mal avenidas en sus móviles con el entendimiento y la actuación de una política marxista.
Puede decirse que el drama del Risorgimento nunca apareció más vivo, en sus consecuencias, que en los días dramáticos en que, vencida sin combate la revolución socialista, se preparaba por la interacción de diversas fuerzas negativas y reaccionarias la revancha de la Italia pequeño-burguesa contra el Estado liberal. Este es, sin duda, el factor que excita la clarividencia de Gobetti para reconstruir tan lúcida y apasionadamente la génesis ideal del Risorgimento.
Y, a propósito de las ricas sugestiones que la economía ofrece al pensamiento de Piero Gobetti, me he referido al rol que atribuye al parasitismo y a la pobreza, a la corrupción de las plebes conservadoras por la beneficencia y las limosnas del absolutismo y la iglesia, a la ausencia de una economía robusta y de masas operantes y productoras. La lucha por la libertad y la democracia no fue sentida suficientemente en sus fines ideales, en su necesidad histórica, por el pueblo. “El problema de nuestro Risorgimento: construir una unidad que fuere unidad de pueblo, -escribe Gobetti- permanece insoluto porque la conquista de la independencia no ha sido obra fatigosa y autónoma de formación activamente espontánea”. El liberalismo renunció en Italia a los objetivos de la Reforma protestante; el catolicismo, para mantener su predominio, devino demo-liberal; el juego político se sujetó a las leyes del oportunismo y la transacción. Italia no superó, ni aún en su ardiente estación demo-masónica, el equívoco del liberalismo católico. “El diletantismo literario, que había impedido una reforma religiosa y en el mismo modo un movimiento franciscano de redención autónoma, era sustancialmente anárquico y antisocial. Y una psicología libertaria así formada podía aceptar por mera inercia una fuerza tradicional como la iglesia, pero no podía dar su vitalidad a la creación del nuevo Estado; como la historia en su más vasta dialéctica europea desbordaba la contingente voluntad de la mayoría de los ciudadanos italianos, se aceptó la osamenta, el mecanismo del Estado liberal, sin vivificarlo interiormente. Las experiencias del 48 y del 49 ayudaron a la formación de la nueva clase dirigente, pero debiendo esta aceptar el equívoco que la circundaba, tuvo solamente una función de práctica habilidad, no fue revolucionaria, no creó al Estado. “En estas palabras está expresada la tragedia de una clase dirigente a la que la Italia fascista ha vuelto las espaldas, pero a la que debe, sin duda, Italia, su puesto actual en el mundo moderno.

José Carlos Mariátegui La Chira

El 10° aniversario de la república alemana

(...) de restauración del Kaiser, llega a este aniversario visiblemente liquidado. El partido nacionalista, contra la recalcitrante protesta de su derecha, no ha tenido más remedio que aceptar la condición de partido republicano para mantener su influencia en el gobierno del país. Queda, sin duda, muchos monárquicos en Alemania. I una marejada reaccionaria, acrecentaría su número quien sabe en qué proporción. Pero la República de Weimar reposa en el cimiento de una sólida mayoría.
De este resultado, se ufana, en primera línea, la social-democracia que, instalada en el poder, de nada se preocupó tanto como de usar de él con prudencia. Pero, en análisis de los acontecimientos, enseña algo muy diverso. El estado mayor de teóricos y burócratas del partido social-demócrata, no se había planteado nunca la cuestión de la toma del poder. El derrumbamiento de la monarquía, los obligó a asumir el gobierno, antes de que hubiesen tenido tiempo de reponerse de la impresión de este cambio, que excedía violenta y desmesuradamente los más osados cálculos de su determinismo y las más distantes esperanzas de su educación parlamentaria. I si la marca reaccionaria que siguió al fracaso de la última ofensiva del proletariado, no restableció la monarquía, el mérito del salvataje de la República, en esa crisis, no pertenece ciertamente a la social democracia. La República, si se prescinde del apoyo que le prestaba el consenso pasivo de las capas sociales gubernamentales por inercia o por precaución, no estaba defendida válidamente sino por el proletariado. La huelga general que obligó a capitular al general Kapp, a los pocos días de su golpe de mano de Berlín, reveló a la burguesía industrial y financiera de Alemania el peligro de jugar a la restauración.

José Carlos Mariátegui La Chira

La conferencia de las reparaciones

La estabilización capitalista descansa en fórmulas provisionales. La interinidad, los acuerdos es su característica dominante. La constitución de los Estados Unidos de Europa sería el medio de organizar a la Europa burguesa en una liga que resolviendo los conflictos internos de la política y la economía europeas, opusiese un compacto bloque, de un lado a la influencia ideológica de la URSS y de otro a la expansión económica de Norte-América. Pero, a cada paso, surge un incidente que descubre la persistencia, -más todavía, la sorda exacerbación- de los antagonismos que alejan o descartan la posibilidad de unificar a la Europa capitalista. Ramsay Mc Donald se cuenta entre los estadistas que prevén que en el decenio próximo se preparará algo así como los Estados Unidos de Europa; pero esto no le impide asumir en la conferencia de las reparaciones de La Haya una actitud tan estrictamente ajustada al interés y al sentimiento nacionales como la que tomaría en el mismo caso, Winston Churchill. Las siete potencias interesadas en la cuestión de las reparaciones y de los créditos de guerra, después de algunos coloquios, pueden entenderse provisoriamente respecto a este problema; pero mucho más difícil es que pacten un plan definitivo, una solución integral. Formular el plan Young ha sido por esto más laborioso y complicado que formular el plan Dawes. Se trata ahora de fijar totalmente las obligaciones de Alemania; hasta la extinción de su deuda, la participación de los aliados -o menos, ex-aliados- en estas cantidades y vinculación entre los pagos alemanes y las deudas inter-aliadas. I, antes de suscribir un convenio que compromete irremediablemente su política en el porvenir, cada uno de los principales interesados extrema sus precauciones. Como el régimen Dawes debe cesar el 31 de este mes, si el régimen Young no queda sancionado en La Haya, la conferencia de las reparaciones se verá en el caso de adoptar, mientras se elabora un acuerdo completo, alguna disposición provisoria.
El plan Young, según sus autores, es un todo indivisible. Todas sus partes están en relación unas con otras. Tocar el capítulo del pago en especies, por ejemplo, o toca el monto de la indemnización y, por consiguiente, la escala de las anualidades. Los expertos de Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Italia, Bélgica, el Japón y Alemania, no han conseguido montar esta ingeniosa maquinaria sino después de un larguísimo trabajo de coordinación de sus engranajes. Si se mueve una sola de sus ruedas, la maquinaria no funcionará: habrá que reconstruirla totalmente. Los expertos han establecido, en primer término, un sistema de cierta elasticidad. Distribuir el total de la deuda alemana en un número de años, y señalar la cuota fija de amortización anual, habría sido fácil; pero un sistema de esta rigidez habría exigido, en conflicto con las circunstancias, constantes revisiones prácticas. El plan de los expertos tenía que considerar la capacidad de pago de Alemania como un factor sujeto a posibles variaciones. Dentro de un programa de regulación definitiva de los pagos y las deudas, necesitaba dejar un margen al juego de las contingencias. El plan Young, objeto actualmente de los reparos de Inglaterra, adopta una escala de amortizaciones que prevé la cancelación de la deuda alemana en el lazo de 59 años. Pero divide las anualidades en dos partes: una incondicional y otra dependiente de la capacidad de pago de Alemania. El Reich pagará en divisas extranjeras, en cuotas mensuales, sin ningún derecho de suspensión, 660 millones de marcos al año. Esta suma corresponde a la que el plan Dawes exige obtener de las entradas de los ferrocarriles alemanes. Durante diez años, Alemania conserva el derecho de efectuar en mercaderías una parte adicional de los pagos, conforme a una escala que fija esta cuota, para el primer año, en 750 millones de marcos, reduciéndola anualmente en 50 millones, de suerte que la décima anualidad sea solo de 300 millones. El pago del resto de la anualidad, -que fijada en 1.707,9 millones de marcos oro para el ejercicio 1930-31, sube a 2.428,8 millones para 1965-66,- es diferible, si circunstancias especiales lo demandan. La apreciación de estas circunstancias queda encargada a un comité consultivo, convocado por el Banco de “reglements” internacionales que el plan Young propone como organismo especial de recaudación y administración de las reparaciones. Los plazos que, en virtud de este margen, pueden ser concedidos a Alemania tienen por objeto protegerla “contra las consecuencias posibles de un período de depresión relativamente corta que, por razones de orden interno o externo, podría amenazar suficientemente los cambios como para tornar peligrosas las transferencias al exterior”. El gobierno alemán, en este caso, tiene el derecho de suspender estos abonos por un plazo máximo de dos años.
Las observaciones de Inglaterra no conciernen a este aspecto del plan Young -las obligaciones de Alemania y el método de hacerlas efectivas sin daño de la economía alemana en el caso de eventuales crisis- sino a la participación británica en las anualidades y al mantenimiento por diez años del pago en mercaderías. La industria británica sufre las consecuencias de esta estipulación del plan Dawes que impone a la Gran Bretaña, en plena crisis industrial por el descenso de sus exportaciones, absorber anualmente una cantidad de manufacturas alemanas. Snowden reclama que se asignen a su país 48 millones más de marcos en el reparto de las anualidades alemanas. Cualquiera rectificación, en uno y otro aspecto, importa la revisión total del plan Young. Si se suprime o reduce la cuota en especies, toda la escala de amortización de la deuda alemana tendría que ser reformada. Por consiguiente, nuevo debate respecto a la capacidad de pago del Reich en los 59 años próximos. Si se acuerda a Inglaterra los millones suplementarios que demanda, ¿a quién o a quienes se rebajaría su parte? Francia defiende celosamente su prioridad. Italia piensa que es ya bastante exigua su participación.
Inglaterra, en todo caso, no esta dispuesta a prestar su asentamiento a ninguno fórmula que perjudique sus intereses, visiblemente distintos de los de Francia, Alemania y Estados Unidos. Hasta hace pocos años, las mayores dificultades para el arreglo de la cuestión de las reparaciones parecían provenir del conflicto de intereses alemanes y franceses. Ahora resulta evidente que la oposición entre los intereses alemanes y británicos es todavía mayor. Alemania no puede prosperar y restaurarse industrialmente sino a expensas, en cierto grado, de la reconstrucción británica. Y no se hable del conflicto todavía más profundo e irreductible que se manifiesta de la Gran Bretaña y Estados. La conferencia de reparaciones de La Haya ha venido a revelar el abismo (...).

José Carlos Mariátegui La Chira

La asamblea de la Sociedad de las Naciones. La reacción en México. Guillermo Valencia y Vasquez Cobo.

La asamble de la Sociedad de las Naciones
La más visible consecuencia de un gabinete laborista británico en la política internacional es, seguramente, la reanimación de la Sociedad de las Naciones. No es, por supuesto, que el Labour Party, en el gobierno de la Gran Bretaña, represente sustancialmente un nuevo rumbo en la gestión de los negocios extranjeros de ese imperio. La Gran Bretaña es un país fundamentalmente conservador en su política; pero en ningún aspecto lo es tanto como en el diplomático. Mas el estilo y el espíritu de los conservadores se avenía poco con el rol de empresarios de la Sociedad de las Naciones y de las asambleas de Ginebra. Los ministros conservadores asistían a las reuniones de la Sociedad de las Naciones con un gesto demasiado cansado y escéptico. Los laboristas, en cambio, estrenan en este campo uno de sus más intactos entusiasmos. En conferencias como la de las reparaciones, estarán siempre dispuestos a defender los intereses de la Gran Bretaña, con mayor celo nacionalista que los conservadores, sin exceptuar a Churchill, pero en la Sociedad de las Naciones, en debates generales sobre el desarme y el arbitraje obligatorio, pueden consentirse generosos brindis pacifistas.
La nota más importante de la décima asamblea de la Sociedad de las Naciones es hasta ahora la elección de Guerrero, delegado de la República del Salvador, como presidente del Consejo de la Liga. I, seguramente, este es un acto de inspiración británica. Se trata más que de atraer a la política de la Liga a los pequeños Estados, disimulando su carácter de trust de grandes potencias, de acentuar la participación de la América Latina en sus labores centrales. Guerrero, en la Conferencia Pan-Americana de la Habana, representó como se recordará la resistencia a la política yanqui. Hasta ahora, los Estados Unidos es la única gran potencia capitalista ausente de la liga, aunque intervenga en todos sus trabajos de colaboración internacional: economía, higiene, trabajo, etc. I es obvio que, a medida que se acentúe el antagonismo anglo-yanqui, la política de la Gran Bretaña tiene que esforzarse por sacar partido de esta circunstancia. Si bien Norte América está habituada a domesticar las veleidades anti-yanquis del nacionalismo centro-americano -se recuerda demasiado los casos Sacasa y Moncada- su diplomacia debe haber recibido con gesto un poco desabrido el nombramiento del salvadoreño Guerrero como Presidente del Consejo de la Liga.
En general, la Sociedad de las Naciones se presenta esta ves bastante convalecida a sus crisis. La abstención yanqui se compensa, en parte, con la activa presencia de Alemania, representada por Stresseman, que necesita aprovechar este retorno de su país a la sociedad internacional, después del largo aislamiento a que la condenó la derrota. La Liga es, por otra parte, el centro de operaciones de Briand, “speaker” oficioso de los Estado Unidos de Europa.

La reacción en México
Portes Gil sigue haciendo contramarchar a la Revolución Mexicana. Obtuvo la victoria sobre la insurrección militar de Escobar, Aguirre, etc, mediante una gran movilización de las masas revolucionarias -obreras y campesinas-. Pero, enseguida, mientras de una parte se ha apresurado a hacer la paz con el clero, de otra parte ha iniciado la ofensiva contra la extrema izquierda. Algunos de los mismo agraristas, que se unieron a la cabeza de las masas campesinas para defender la Revolución contra los generales que la traicionan alzando repentinamente la bandera de la Reacción, han caído, abatidos no por la balas de los “cristeros”, sino por las balas de las tropas federales.
El pacto con la Iglesia, que siguió al pacto con el capitalismo yanqui, expresa nítidamente el carácter del gobierno interino del licenciado Portes Gil, a quien ni estas transacciones, ni la persecución de la vanguardia obrera y campesina, impiden por supuesto emplear, en sus arengas, un lenguaje pródigo todavía en término revolucionarios.
Pascual Ortiz Rubio, candidato del partido gubernamental, se prepara sin duda a continuar en el poder la política del licenciado Portes Gil. La factura del antiguo frente revolucionario, sostenedor de Obregón en la última lucha electoral, ha consentido a Vasconcelos, candidato anti-reeleccionista, una extensa e imponente demostración de fuerza en varios Estados. El próximo gobierno tendrá que hacer frente a dos fuertes corrientes de oposición: la de derecha y la de izquierda. A la primera procurará quebrantarla con nuevas concesiones a los intereses que representa. A la segunda, resistirá simultáneamente con las armas de la represión y la demagogia. Pero en este difícil equilibrio, le será imposible seguir haciendo figura de gobierno “revolucionario”.

Guillermo Valencia y Vásquez Cobo
Los dos candidatos conservadores -Guillermo Valencia y Vásquez Cobo- continúan en Colombia irreductiblemente sostenidos por sus partidarios del Congreso. De hecho, el partido conservador se presenta escisionado ante el problema presidencial. Valencia ha obtenido la mayoría en la votación de los representantes a congreso de su partido. Pero los 45 representantes que ha votado por Vasquez Cobo se manifiestan resueltos a luchar hasta el fin por su candidato. El partido liberal, en minoría en el congreso, no tendrá candidato. Frente al dilema Valencia o Vásquez Cobo, es probable que, con ciertas condiciones, y ante el significado ostensible que ha dado a la candidatura del general la recomendación del arzobispo de Bogotá, se decida a concurrir a la victoria del candidato civil. Los liberales andan divididos; pero son, aún así, una fuerza. El partido socialista revolucionario, que los reemplaza cada vez más como partido de izquierda, no cuenta, puesto casi fuera de la ley, con representación parlamentaria ni con prensa.
En las razones del Arzobispo de Bogotá para apoyar a Vásquez Cobo, son, en orden a la política internacional, las mismas que ha tenido para vetar a Concha. Vásquez Cobo no es persona ingrata a los Estados Unidos, a cuyo canciller Root le tocó saludar cortésmente, a nombre del gobierno colombiano, vivo aún el resentimiento por la desmembración de Panamá, cuando ese activo gerente del panamericanismo visitó la América Latina en gira oficial. Concha, que somo ministro representó una política de celosa reivindicación de los intereses colombianos, frente a Norte-América, no está en el mismo caso. Su elección como presidente de la república podría perjudicar a la reconciliación yanqui-colombiana. La razón de Estado es decisiva para los políticos de la Iglesia.
Valencia, en las últimas semanas, quizá en parte a consecuencia de la fisionomía abiertamente dictatorial y reaccionaria que ha mostrado la candidatura de su opositor, apoyado por el ex-ministro de guerra Rengifo, el hombre de la ley “heroica” y de la represión de Santa Marta, parece haber ganado terreno. La votación así lo demuestra.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La crisis de la democracia en Francia

En Francia no ha prosperado ninguna de las tentativas de fascismo, más o menos directamente inspiradas en el modelo italiano. Los equipos de “L’Action Francaise” han sufrido sucesivas derrotas. El estado francés ha reprimido sus más belicosas efervescencias, aplicando el código a León Daudet; la Iglesia romana ha puesto a Charles Maurras en el “index” de los autores heréticos. Las patrullas fascistas de George Vaulois y del renegado Gustavo Nervé no han tenido más fortuna. Las derechas, en busca de un dictador, han creído encontrarlo, por momentos, en un general: Castelnau el católico, Lyautey el africano; pero todos estos preludios de fascitización de la Tercera República han durado poco y han tenido un final chafado y pobre.
La reacción, el fascismo, como movilización de todas las fuerzas del Estado y de la burguesía contra la agitación revolucionaria, sin embargo, no ha cesado de ganar terreno. Los fascistas de estilo netamente escuadrista y dictatorial han fracasado en sus empeños; pero el fascismo, -un fascismo francés, leguleyo, poincarista, que ha hablado siempre el lenguaje de la legalidad aunque por esto no haya blandido menos rabiosamente el bastón reaccionario- ha conquistado lentamente al gobierno, instalando en el ministerio del interior a André Tardieu, el lugarteniente de Clemenceau, el negociador de Versailles, el reaccionario bochado en las elecciones del 11 de Mayo reintegrado al Palacio Borbón por una elección suplementaria, apenas desencadenada la contra-ofensiva de las derechas. Desde el momento en que el cartel de izquierdas, dirigido por Herriot, se reveló incapaz de actuar el programa victorioso en las urnas eleccionarias del 11 de Mayo, la restauración de Poincaré, aunque realizada con algunas concesiones a los radicales-socialistas, era evidente este “ricorso”. El gabinete del franco no era otra cosa que un retorno al bloque nacional, a una política de concentración burguesa, actuando conforme a los principios de Poincaré y Clemenceau bélicos. La Tercera República no se avenía a que la crisis del régimen demo-liberal y parlamentario le impusiera una dictadura personal y facciosa: se conformaba, por el momento, con una dictadura de clase, de estilo estrictamente legal y republicano, amparada por una mayoría parlamentaria. Las invocaciones reaccionarias no habías llevado el poder al Dictador, aguardado con impaciencia por la burguesía tomista y católica a nombre de la cual René Johannet escribió su “Elogio del burgués francés”. Regresaba al gobierno Poincaré, un político de tradición netamente parlamentaria, aferrado a la convenciones jurídicas y republicanas, con obstinación y ergotismo de abogado. La estabilización capitalista, en Francia como en otros países, aportaba formalmente la estabilización democrática. Pero, bajo este ropaje, se inauguraba en verdad una política cerradamente reaccionaria, enderezada a la represión fascista del proletariado. Con Poincaré, llegaba al gobierno André Tardieu, el más agresivo y ambicioso líder de las derechas.
Esta fisionomía y esta práctica reaccionarias se han acentuado con el gabinete Briand-Tardieu, ministro del interior, se esmera en la ofensiva anti-proletaria. Emplea contra la organización y propaganda comunista una especie de fascismo policial, en el que los polizontes hacen el trabajo de los “Camisas negras”, con menos estridencia y alaridos que estos. Pero con los mismos objetivos. Briand, a quien su vejez no ha ahorrado ninguna claudicación, ni aún la de su laicismo de parlamentario de escuela demo-masónica, suscribe y auspicia esta política con su eterno escepticismo. Está demasiado habituado a las contradicciones de su destino, para que su función de presidente de un ministerio derechista le cause algún disgusto. Teorizante de la huelga general en su debut de abogado socialista, le tocó reprimir una gran huelga en el gobierno. El más intransigente y celoso prefecto de Francia no lo hubiese superado en el método. Briand, además, ocupa la presidencia del consejo, pero es, sobre todo, en el gabinete precario que encabeza, un ministro de negocios extranjeros. ¿Qué política interna, por otro parte, se le podría pedir? Briand nunca ha tenido ninguna. La de Tardieu, como ministro del interior, no se diferencia sustancialmente de la de Sarrault. Briand está pronto a suscribir cualquiera: la que las circunstancias y la mayoría parlamentaria consientan.
Los radicales-socialistas, según los cablegramas de los últimos días, se aprestan a la batalla parlamentaria contra este gabinete. El partido radical-socialista es de un humor perennemente “frondeur”, cuando se sienta en los bandos de la oposición. Bajo este aspecto, sus preparativos de combate no tienen por qué suscitar excepcional preocupación. Pero la tendencia a coaligar otra vez los votos parlamentarios del partido radical socialista y del partido socialista, reanudando el experimento del cartel de izquierdas, coincide con la presión reaccionaria por aumentar los poderes de Tardieu hasta colocar en sus manos la dirección misma del gobierno. Los socialistas pudieron llevar a las últimas consecuencias, hace cinco años, la táctica colaboracionista que consintió la constitución del cartel de izquierdas. No se sabe, exactamente, qué misterioso pudor o qué ambicioso cálculo detuvo entonces, al líder de los socialistas Leon Blum, en la antesala de la colaboración ministerial. Blum no admitía que el Partido Socialista fuese más allá de la política de apoyo parlamentario de un gabinete radical-socialista. El partido debía reservar sus hombres para la hora, que Blum anunciaba próxima, en que conquistada la mayoría parlamentaria asumiese íntegramente el poder. El vaticinio de este augur escéptico, comentador agudo de Sthendal sirena asmática del reformismo, no se ha cumplido aún. El Labour Party británico ha precedido a sus colegas del socialismo reformista francés en la asunción total del gobierno, vemos ya con qué resultados. La social-democracia alemana encabeza un ministerio de coalición, en el que más que rectora resulta prisionera de la aleatoria mayoría que preside. I, en el actual parlamento francés, las fuerzas del cartel de izquierdas son menores que en el parlamente del 11 de mayo. -La ofensiva radical-socialista bien podría tener como desenlace el apresuramiento de un gabinete Tardieu.
La persecución policial del comunismo es la nota dominante de la política gubernamental francesa desde hace algún tiempo. Pero, acaso por esto mismo, el tema de la revolución es más debatido que nunca. Comentando un último escrito de André Chamson, escribe Jean Guehenno: “Estamos obsedidos por la Revolución. Desde hace seis meses, los escritores no hablan en París sino de ella. Esto no quiere decir que la harán ellos, sino a lo más que temen que se haga sin ellos, lo que sería igualmente lesivo para su amor propio. Chamson está obsedido como todo el mundo. Se quiere revolucionario, pero no llega a ser sin dificultades”. I Jean Richard Bloch, en todo desencantado y pesimista, constata la paganización del pensamiento moderno y ve a Francia encaminarse a grandes pasos hacia la situación dictatorial de Italia, España y otros países, entre los cuales Bloch incluye a Rusia, que con la estabilización stalinista del régimen soviético ha dejado de representar para él, abstractista y romántico, el mito revolucionario.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Nitti y la batalla anti-fascista. La preparación sentimental del lector ante el conflicto.

Nitti y la batalla anti-fascista
La resolución del “duce” del fascismo de dejar la mayor parte de los ministerios que había asumido en el curso de sus crisis de gabinete, ha seguido casi inmediatamente a una serie de artículos de polémica anti-fascista del ex-presidente de consejo más vivamente detestado por las brigadas de “camisas negras”: Francesco Saverio Nitti. No ha que atribuir, por cierto, a la ofensiva periodística de Nitti, diestro en la requisitoria, la virtud de haber hecho desistir a Mussolini de su porfía de acaparar las principales carteras. Es probable que desde hace algún tiempo el jefe del fascismo se sintiese poco cómodo, con la responsabilidad de tantos ministerios a cuestas. En casi todos, su gestión ha confrontado dificultades que no le ha sido posible resolver con la prosa sumaria y perentoria de los decretos fascistas. El acaparamiento de carteras imprimía un color muy marcado de dictadura personal al poder de Mussolini que, a pesar de todas sus fanfarronadas de condotiere, no ha osado despojarse de la armadura constitucional, frente al ataque de la “variopinta” oposición. A Mussolini no le preocupa excesivamente los argumentos que la concentración del poder en sus manos puede suministrar a los quebrantados partidos y facciones que lo combaten; pero si lo preocupan los factores capaces de perjudicar la apariencia de consenso en que sus discursos transforman la pasividad amedrentada de la gran masa neutra. I lo preocupan, sobre todo, los escrúpulos de la finanza extranjera, y en especial norte-americana de que depende el fascismo tan fieramente nacionalista. Mussolini no puede desentenderse del todo de las ambiciones de figuración de sus lugartenientes.
Los artículos de Nitti han tenido, desde luego, extensa resonancia en el ambiente burgués, -dispuesto a cierta indiferencia, y a veces a una franca tolerancia, antes los actos del fascismo,- de los países en que se han publicado. Nitti emplea, en su crítica, argumentos que impresionan certeramente la sensibilidad, algo adiposa y lenta siempre, de las capas demo-burguesas. Todos sus tiros dan en el blanco. Sus artículos no son otra cosa que un rápido balance de los “bluffs” y de los fracasos del rimbombante régimen de los camisas negras. Nitti opone las altaneras promesas a los magros resultados. Mussolini ha conducido a Italia a diversas batallas que se a resuelto en clamorosos descalabros. La “batalla del trigo” no ha hecho producir a Italia la cantidad de este cereal de que ha menester para alimentar a su población. Nitti cita las cifras estadísticas que prueban que la importación de este artículo no ha disminuido. La “batalla del arroz” no ha sido más feliz. La exportación italiana de este producto ha descendido. La “batalla de la lira” ha estabilizado con grandes sacrificios el curso de la divisa italiana en un nivel artificial que estanca las ventas al extranjero y paraliza el comercio y la industria. A Italia le habría valido más ahorrarse esta “victoria” financiera de Mussolini. La “batalla de la natalidad” ha sido una derrota completa. La cifra de los nacimientos ha disminuido. El “duce” no ha tenido en cuenta que estas batallas no se ganan con enfáticas voces de mando. La natalidad no obedece, en ninguna sociedad, a los dictadores. Si las subsistencias escasean, si los salarios descienden, si la desocupación se propaga, como ocurre en Italia, es absurdo conminar a las parejas a crecer y multiplicarse. Los solteros resisten inclusive al impuesto al celibato. La inseguridad económica es más fuerte que cualquier orden general del comando fascista.
Nitti trata a Mussolini, en cuanto a cultura y competencia, con desdén y rigor. Mussolini, dice, carece de los más elementales conocimientos en los asuntos de Estado que aborda y resuelve con arrogante estilo fascisto. Es un autodidacta sin profundidad, disciplina ni circunspección intelectuales. “No poseyendo ninguna cultura ni histórica ni económica ni filosófica y como los autodidactas se atreve a hablar de todo. La lectura de los manueales populares de pocos centavos, le ha provisto de una especie de formulario. Pero, en el fondo, su acción se desarrolla de acuerdo a su temperamento. Pertenece a esa categoría que Bacon llama “idola theatri”.
No será, empero, los ataques periodísticos del autor de “Europa sin paz” los que socaven social y políticamente el régimen fascista. La verdadera batalla contra el fascismo se libra, calladamente, en Italia, en las fábricas, en las ciudades, por los obreros.
El fascismo podría considerar tranquilo el porvenir si tuviese que hacer frente solo a adversarios como a un combativo ex-ministro y catedrático napolitano.

La preparación sentimental del lector ante el conflicto
Las agencias telegráficas norte-americanas continúan activamente su trabajo de preparación sentimental del público para la aquiescencia o la incertidumbre ante la ofensiva contra la URSS que preludian las violencias del gobierno de la Manchuria y las provocaciones de las bandas chicas y de los risos blancos en la frontera de Siberia. Sus informaciones no han aludido jamás a la disposición de los banqueros norte-americanos para financiar la confiscación del Ferrocarril Oriental Ruso-Chino. El capital yanqui busca, como bien se sabe, inversiones productivas, con un sentido al mismo tiempo económico y político de los negocios. I ninguna inversión afirmaría la penetración norte-americana en la China como la sustitución de la URSS en el Ferrocarril Oriental de la China. El Japón no mira con buenos ojos este proyecto. Inglaterra misma, aunque interesada en que se aseste un golpe decisivo a la influencia de la Rusia soviética en el Oriente, no se resignará fácilmente a que la instalación de los norte-americanos en la Manchuria sea el precio del desalojamiento de los rusos. Estos son los intereses que se agitan en torno del conflicto ruso-chino. Pero no se encontrará sino accidentalmente alguna velada mención de ellos en la información que nos sirve el cable cotidianamente sobre el estado del conflicto. El objetivo de esta información es persuadir al público, que se desayuna con el diario de la mañana y carece de otros medios de enterarse de la marcha del mundo, de que Rusia invade y ataca a la China y de que lanza sus tropas sobre las poblaciones de la Manchuria.
La política anti-soviética de los imperialismos mira a enemistar la URSS con el Oriente. Necesita absolutamente crear el fantasma de un imperialismo rojo, en el mismo sentido colonizador y militar del imperialismo capitalista, para justificar la agresión de la URSS. A este fin tienen los esfuerzos de los corresponsales.
La consideración de este hecho confiere viva actualidad, en lo que nos respecta, al tema de “la norte-americanización de la prensa latino-americana”. El estudio que con este epígrafe Genaro de Arbayza hace pocos meses en “La Pluma”, la autorizada revista que en Montevideo dirige Alberto Zum Felde, ha tenido gran resonancia en todos los pueblos de habla española, España inclusiva. Genaro de Arbayza examinaba la cuestión con gran objetividad y perfecta documentación. “Los periódicos más ricos -escribía- tienen corresponsales especiales en las capitales importantes de Europa, pero la casi totalidad de sus noticias más importantes son suministradas por las agencias norte-americanas. Así es como más de veinte millones de lectores, desde México al Cabo de Hornos, formados por las clases media y gobernante, ven el mundo exterior exactamente a través de la forma como quieren los editores norteamericanos que lo vean. Este sistema de distribución de noticias ha convertido toda la América Latina meramente en una provincia del mundo de noticias norteamericano”. Glosando este artículo, la revista cubana “1929”, otra cátedra de opinión libre, observaba que “un consorcio de grandes rotativos latinoamericanos haría, con toda probabilidad, factible el establecimiento de una gran agencia noticiera mutua capaz, por lo menos, de comedir y mitigar el caudal informativo yanqui”. El optimismo de “1929” en este punto es quizás excesivo. Probablemente la agencia latinoamericana que preconiza, no ambicionaría, a la postre, a mejor destino, que a ponerse a remolque del cable yanqui. Es, más bien, la indagación vigilante de las revistas, el comentario alerta de los escritores independientes, el que puede defender al público de la intoxicación a que lo condena la trustificación del cable. Ya una revista, nuestra, “Mercurio Peruano”, enfocó una vez esta cuestión, provocando la protesta del representante de una agencia yanqui. Los numerosos artículos que han seguido al estudio de Arbayza, le restituyen acrecentada toda su actualidad.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La resaca fascista en Austria. La lucha eleccionaria en México.

La resaca fascista en Austria
Viena tiene, desde hace tiempo, una temperatura de excepción en las estaciones políticas de Europa. Hace dos años, cuando la marejada revolucionaria parecía apaciguada completamente en la Europa occidental, Viena sorprendió a los observadores de la estabilización capitalista con las jornadas insurreccionales de julio. Hoy, cuando es la marejada fascista la que declina, los equipos de la Heimwehr se aprestan fanfarronamente para la marcha sobre Viene. La ciudad de monseñor Seipel y de Fritz Adler, guarda de sus faustosas épocas de capital del imperio austro-húngaro, el gusto de un gran rol espectacular y l ambición de un gran escenario europeo.
Se diría que Viena no ha tenido tiempo de habituarse a su modesto destino de capital de un pequeño estado, tutelado por la Sociedad de las Naciones. A la incorporación de este pequeño estado en el Imperio alemán se opone terminantemente una clausula del tratado de paz que ni Francia ni Italia se avendrían a revisar, Francia temerosa de una Alemania demasiado grande, Italia de una Alemania que asumiría el activo y pasivo de esta Austria demasiado chica. Pero Viena, con su sentimiento de gran ciudad internacional, resiste también, aunque no lo quiera, a la absorción espiritual y material del estado austriaco por la gran patria germana. Los partidos y las instituciones de Austria ostentan un estilo autónomo, frente a los partidos y a las instituciones de Alemania. La democracia-cristiana de monseñor Seipel no es exactamente lo mismo que el centro católico de Wirth y de Marx, tal como el austro-marxismo no se identifica con la social-democracia alemana. El fascismo austriaco no podía renunciar, por su parte, a distinguirse del alemán, bastante disminuido, a pesar de las periódicas paradas de los “cascos de acero”, desde que los nacionalistas redujeron a su más exigua expresión su monarquismo para acomodarse a las exigencias de su situación parlamentaria.
Es difícil pronosticar hasta qué punto la Heimwehr llevará [adelante su] ofensiva. El fascismo, en todas las latitudes, recurre excesivamente al alarde y la amenaza. En la propia Italia, en 1928, si el Estado hubiese querido y sabido resistirle seriamente, con cualquiera que no hubiese sido el pobre señor Facta en la presidencia del consejo, el ejército y la policía habrían dado cuenta fácilmente de las brigadas de “camisas negras”, lanzadas por Mussolini sobre Roma. El jefe de estas fuerzas en Austria asegura que está en grado de mantener a raya a la Heimwehr. Aunque adormecido por el pacifismo graso de su burocracia y sus parlamentarios de la social-democracia, el proletariado no debe hacer perdido, en todo caso, el ímpetu combativo que mostró en las jornadas de julio de 1929. A él le tocará decir en esto la última palabra.

La lucha eleccionaria en México
No haya que sorprenderse de la violencia de la lucha eleccionaria en México. Esta lucha empezó con la tentativa desgraciada de los generales Gómez y Serrano hace dos años frente a la candidatura de Obregón. El asesinato de Obregón, victorioso en las ánforas, después de la radical eliminación de sus competidores, reabrió con sangriento furor esta batalla que debía haber concluido entonces con el escrutinio. La insurrección de Escobar, Aguirre y otros, el fusilamiento de Guadalupe Rodríguez y Salvador Gómez, la persecución de comunistas y agraristas, etc. no han sido más que etapas de una batalla, en la que el gobierno interino de Portes Gil, surgido de la fractura del frente revolucionario, no ha sido ni habría podido ser árbitro. Los sucesos de Torreón, Jalapa, Orizaba, Córdoba y Ciudad de México corresponden a esta atmósfera de extremo y acérrimo conflicto.
Presentada por el partido anti-reeleccionista, la candidatura de José Vasconcelos, representaba originariamente el sentimiento conservador, la disidencia intelectual. El partido obregonista detentaba aún, indeciso entre las candidaturas de Aaron Saenz y el ing. Ortiz Rubio, el título de partido revolucionario. Había aparecido ya la candidatura del bloque obrero y campesino, en oposición cerrada a todos los postulantes de la burguesía; pero este mismo movimiento, que reivindicaba la autonomía del proletariado en la lucha política, indicaba que la evolución mexicana seguía adelante y que la extensión de su frente resistía ya la separación clarificadora de fuerzas que hasta entonces había combatido juntas. Rehecho el frente único obregonista, ante la insurrección militar de Escobar y sus colegas, Portes Gil y el Partido Nacional Revolucionario, que ya había elegido como su candidato al ingeniero Ortiz Rubio, hicieron largo uso de un lenguaje de agitación popular contra-revolucionaria, que les restituía su antiguo rol.
Pero desde que, debelada la insurrección militar, el gobierno interino de Portes Gil no virado rápidamente a la derecha, se ha producido un desplazamiento de fuerzas. Puestos casi fuera de la ley los comunistas, el bloque obrero y campesino no ha podido continuar activamente su campaña. Las masas han reconocido en Portes Gil, y por consiguiente en su candidato, a los representantes de los intereses políticos cada vez más distintos y extraños a la revolución mexicana. Vasconcelos, en el poder, no haría más concesiones que Portes Gil al capitalismo y al clero. Hombre civil, ofrece mayores garantías que su contendor del Partido Nacional Revolucionario de actuar dentro de la legalidad, con sentido de político liberal. Puesto que la revolución mexicana se encuentra en su estadio de revolución democrático-burguesa, Vasconcelos puede significar, contra la tendencia fascista que se acentúa en el Partido Nacional Revolucionario, un período de estabilización liberal. Vasconcelos, por otra parte, se ha apropiado del sentimiento anti-imperialista reavivado en el pueblo mexicano por la abdicación creciente del gobierno ante el capitalismo yanqui. Gradualmente la candidatura de Vasconcelos, que apareció como un movimiento de impulso derechista, se ha convertido en una bandera de liberalismo y anti-imperialismo.
El programa de Vasconcelos carece de todo significado revolucionario. El ideal político nacional del autor de “La Raza Cósmica” parece ser un administrador moderado. Ideal de pacificador que aspira a la estabilización y al orden. Los intereses capitalistas y conservadores sedimentados y sólidos están prontos a suscribir, en todos los países, este programa. Económica, social, políticamente, es un programa capitalista. Pero desde que la pequeña burguesía y la nueva burguesía, tienden al fascismo y reprimen violentamente el movimiento proletario, las masas revolucionarias no tienen por qué preferir su permanencia en el poder. Tienen, más bien que, -sin hacerse ninguna ilusión respecto de un cambio del cual ellas mismas no sean autoras,- contribuir a la liquidación de un régimen que ha abandonado a sus principios y faltado a sus compromisos.
Portes Gil y Ortiz Rubio no acaudillan, por otra parte, una fuerza muy compacta. Dentro del partido obregonista, se manifiestan incesantemente grietas profundas. No hace mucho, se descubrió, según parece, señales de conspiración, dentro del mismo frente gubernamental. Morones y los laboristas, no perdona a los obregonistas el encarnizamiento de su ataque en las postrimerías del gobierno de Calle, su licenciamiento del gobierno, el aniquilamiento de la CRON. Ursulo Galván, expulsado del partido comunista, busca sin duda una bandera al servicio de la cual poner la influencia que aún conserve entre los agraristas.
El panorama político de México se presenta, pues, singularmente agitado e incierto. La guerra civil puede volver a encender en cualquier momento sus hogueras en la fragosa tierra mexicana.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El viaje de Mac Donald

Ramsay Mac Donald, navegando hacia los Estados Unidos en el “Berengaria”, continúa más que una línea del Labour Party, su trayectoria personal de pacifista y social-demócrata escocés. Durante la guerra, su vocación de pacifista lo alejó de la política mayoritaria de su partido. En los tiempos en que Henderson y Clynes colaboraban en un gobierno de “unión sagrada”, Ramsay Mac Donald era, por sus puritanas razones de “consciencious objector” parlamentario, el líder de una minoría suave y ponderada. Rectificada la atmósfera bélica, su pacifismo se convirtió en el más eficaz impulso de su ascensión política. El propugnador de la paz de las naciones era, simultánea y consustancialmente, un predicador de la paz de las clases. Mac Donald se descubría acendrada y evangélicamente evolucionista. Condenaba toda violencia, la nacional como la revolucionaria. En el poder, su esfuerzo tendería, ante todo, a la paz social.
Los gustos, los ideales, el estilo de este pacifista acompasado, menos brillante y universitario que Wilson, con discreción y mesura de hombre del viejo mundo, afinado por una antigua civilización, conviene a la política del Imperio británico en esta etapa en que sus esfuerzos pugnan por contener sagazmente en avance brioso del Imperio yanqui. No es el imperialismo de hombres de la estirpe de Cecil Rhodes, Chamberlain, ni siquiera de Churchill, el que corresponde a las necesidades actuales de la diplomacia británica. El Imperio británico habla siempre el lenguaje de su política colonizadora; pero entonándolo a las conveniencias de un período de declinio, de defensiva, en que su hegemonía se siente condenada por el crecimiento del Imperio yanqui. Los gerentes, los cancilleres de la antigua política británica, representaban también una Gran Bretaña evolucionista, pronta a acudir a cualquier cita, a donde se le invitase a nombre de la paz y el progreso de la humanidad. Pero el de esos hombres era un evolucionismo agresivo, darwiniano, que miraba en el Imperio británico la culminación de la historia humana y que identificaba la razón de Estado inglesa con el interés de la civilización. Un “premier” de esa estirpe o de esa época, no se habría embarcado en un transatlántico para los Estados Unidos, a negociar el desarme. No habría llegado a Washington sin cierto aire imperial.
I es significativo que Ramsay Mac Donald, no encuentre en la presidencia de los Estado Unidos a un retor de la paz mundial como Woodrov o Wilson, ni a un líder de la democracia como Al. Smiths, sino a un neto representante de una industria y una finanza ricas, jóvenes y prepotentes como el ingeniero Herbert Hoover. Estados Unidos está en la etapa a la que la Gran Bretaña ha dicho adiós, después de conocer en Versailles su máxima apoteosis. Los hombres de Estado del Imperio yanqui son en este momento sus industriales y sus banqueros. Todos los negocios de la república se resuelven en Wall Street.
Los dos estadistas proceden de la misma matriz espiritual; los dos descienden del puritanismo. Pero el puritanismo del “pioneer” de Norte-América, por el mecanismo de transformación de su energía que nos ha explicado Waldo Frank, se prolonga en una estirpe de técnicos y capitanes de industria, mientras el puritanismo de los doctores de Edimburgo produce, en el Imperio en tramonto, abogados elocuentes del desarme y teóricos pragmatistas de un socialismo pacifista y teosófico.
El sentido del británico vigila, sin embargo, en las promesas y en el programa de Ramsay Mac Donald. No sería propio de un primer ministro de Inglaterra hacerse ilusiones excesivas; menos propio aún sería consentir que se las hiciese el electorado. Mac Donald no promete a su país, inmediatamente, el desarme, ni al mundo la paz. Sus objetivos inmediatos son mucho más modestos. Se trata de obtener un acuerdo preliminar entre la Gran Bretaña y los Estados Unidos respecto a la limitación de sus armamentos navales, a fin de que la próxima conferencia del desarme trabaje sobre esta base. La limitación de armamentos, como se sabe, no es propiamente el desarme. La URSS es el único de los Estados del mundo que tiene al respecto un programa radical. Lo que razones de economía imponen, por ahora, a las grandes potencias navales y militares es cierto equilibrio en los armamentos. I, en cuanto se empieza a discutir acerca de la escala de las necesidades de la defensa nacional de cada una, el acuerdo se presenta difícil. El primer obstáculo en la competencia entre la Gran Bretaña y Norte-América. Por eso, se plantea ante todo la cuestión del entendimiento anglo-americano. Confiado en su fortuna de jugador novel, Ramsay Mac Donald va a tirar esta carta.
Pero, como ya lo observan los comentadores más objetivos y claros, la rivalidad entre los dos imperios, el británico y el yanqui, no se expresa en unidades navales sino en cifras de producción y comercio. La competencia entre los Estados Unidos y la Gran Bretaña es económica y política; no militar y naval. El peligro de un conflicto bélico entre las dos potencias, no queda mínimamente conjurado con un pacto que fije el límite temporal de sus armamentos. La causa de sus respectivos imperios, sobre el número de barcos de guerra que construirán anualmente. Esa es una cuestión económica muy premiosa, sin duda, para Inglaterra que tiene otros gastos a que hacer frente de urgencia. Mas no se conseguiría con ese acuerdo una garantía de paz más sólida que la firma del pacto Kellog. La potencia bélica de los Estados modernos se calcula por su poder financiero, por su organización industrial, por sus masas humanas, La posibilidad de transformar la industria de paz en industria de guerra en pocos días, tiene en nuestra época mucha más importancia que el volumen del parque o el efectivo del ejército. El Japón ha realizado no hace mucho la más importante maniobra militar, poniendo en pie de guerra por algunos días todas sus fábricas.
En las dos naciones, a nombre de las cuales Mac Donald y Hoover discutirán o negociarán en breve, los líderes y las masas revolucionarias denuncian la política imperialista de sus respectivos gobiernos como el más cierto factor de preparación de una nueva guerra mundial. Los propios laboristas británicos no suscriben unánimemente las esperanzas de su “premier”. El Independant Labour Party ha estado representado por Maxton y Coock en el 2º. Congreso Anti-imperialista Mundial de Francfort. Este congreso, donde los peligros de guerra han sido examinados sin diplomacia y sin reserva, han sido, por esto mismo, un esfuerzo a favor de la paz y la unión de los pueblos mucho más considerable que el que puede esperarse del diálogo Hoover-Mac Donald.
José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

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