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"Allen", por Valery Larbaud

Si Francia estuviera bajo el régimen fascista, con León Daudet y Charles Maurrás como mentores, este libro de Valery Larbaud no habría tal vez originado la repetición, en otra escena y con otros actores, del diálogo sobre “Strapaescu” y “Stracitta” que en Italia dividió en dos campos, a raíz de la aparición de “900”, la literatura fascista. Ninguna duda es posible, respecto a la posición en que este diálogo, menos amical y académico que el de “Allen”, habría tenido Valery Darbaud. No obstante su amor por el Ducado, el autor de A. O. Barnabooth habría estado obligado por su gusto y comercio cosmopolitas a tomar la posición de Bontempelli.
En la propia elección del título de la obra entra la preocupación cosmopolita. “Allen”, este elogio de la provincia natal, el Bourbonnais, no es una palabra francesa. Es la divisa escogida por el duque Luis II de Borbón para los caballeros del Escudo de oro, a quienes arengó, al condecorarlos por haber liberado de los ingleses doce plazas de su Ducado, con estas palabras; “Allons tous ensemble au service de Dieu et soyons tous ung en la deffense de nos pays et lá ou nous pourrons trover et conquester honneur par fait de chavalerie”. La palabra “allen”, todos, condensa este lema. Pero Valery Larbaud nos dice que ha “elegido Allen sin hesitación, a causa de su carácter a la vez enigmático y preciso, de la bella anécdota histórica con que se relaciona, del discurso caballeresco de Luis II y del sonido que, pronunciado a la francesa, produce la palabra; y también porque su aspecto y su etimología la enlazan a la vida europea: Allen, dice algo a un tercio de los habitantes de nuestro continente y de las Américas; es un pasaporte para Alemania, una carta de introducción para la Gran Bretaña, los Estados Unidos y Australia”. Y no menos que el elogio del Bourbonnais, el tema del libro es la cuestión de la provincia. ¿Cuál es el sentido de la oposición entre la capital, y la provincia? ¿En el conjunto de cosas que constituye la provincia, a cuál se debe acordar la primicia? ¿Hay que creer más en la provincia sórdida e indolente que en la provincia política y sabia? Valery Larbaud ha descrito un diálogo en el que, recorriendo un automóvil la carretera que conduce de París al Bourbonnais, se voltejea alrededor de estos tópicos. Cinco amigos, el autor, el Editor, el Bibliófilo, el Amateur, discurren elegante y sutilmente sobre la provincia, en viaje por una Francia añeja y tradicional, en el automóvil del último de los interlocutores, el que lo es menos, tal vez porque en sus manos está la responsabilidad del volante. Para que sus amigos discutan y contemplen beatamente el problema y el paisaje, el Amateur modera el tren de la carrera. En automóvil, a cuarenta kilómetros por hora se puede conversar con la misma fluidez y acompasamiento que en el salón inmóvil de un hotel o en el salón viajero de un transatlántico. Hay ideas que no toleran una velocidad mayor en el diálogo. Y casi todas, a más de cien kilómetros, prefieren el monólogo.
Y Valery Larbaud no quería monologar en esta carrera suave y cómoda a la provincia ideal. Tenía que admitir en este examen de la cuestión “capital y provincia” ideas cuya responsabilidad necesitaba abandonar a sus interlocutores. Para esto le convenía admirablemente el diálogo, el diálogo a la manera de Fontenelle, W. S. Landor y Luciano, pero modernizado, adecuado de la movilidad de los tiempos, de los espíritus, arreglado a la velocidad del automóvil. Bajo este aspecto, una obra comprueba que ningún género literario ha envejecido lo bastante para no ser susceptible de feliz manejo, de acertada y natural inserción en la modernidad. El diálogo, instrumentalmente, como elemento de la novela o del teatro, no había podido decaer nunca, pero específicamente, en su autonomía de forma artística, había sufrido cierto relegamiento. El pensamiento, el discurso moderno, son, sin embargo, absolutamente dialécticos, polémicos. Y el diálogo, en su tipo clásico, encuentra razones de subsistir y prosperar. El diálogo, sobre todo, logra mejor su desarrollo y su atmósfera con el excitante de la velocidad. El mismo diálogo clásico es siempre algo peripatético.
Las ideas de la provincia se esclerosan y endurecen por sedentarias. Las ideas de la ciudad o, mejor de la capital, son activas, operosas, viajeras. El secreto de la expansión y del poder de la urbe, está en su función de eje de un sistema de movimiento. Valery Larbaud, con una vieja ciudadanía en la capital, no puede ya restituirse íntegramente a la provincia. La visita y la restaura algo en turista, con amigos de París, desilusionados respecto a la poesía de la vida provincial, convictos de estar y moverse más a su gusto, de sentirse más en su casa, en cualquier capital del extranjero, que en una ciudad de provincia. Los libros, la prensa, la cultura y su estilo, marcan en Londres, París, Berlín, Roma, etc. La misma temperatura, señalan la misma hora. En la ciudad provinciana, se siente que todos los relojes están atrasados. “Casi a las puertas de París, la literatura, la pintura y la música francesas contemporáneas son menos conocidas que en Barcelona, Varsovia, Buenos Aires o Salzburg”. La provincia se apropia de la gente que se le reintegra aún después de una larga y perfecta educación citadina y metropolitana. Le impone su yugo, su horario, sus límites, sus hábitos. Uno de los interlocutores de Allen cuenta un caso: “He visto hace tiempo la rápida provincialización de su paraje de buenos burgueses parisienses, primos míos, que se había ido a visitar una pequeña ciudad del Centro-Oeste. Verdaderamente, un descanso, una decadencia como la que producen las drogas o el abuso de somníferos. Nuestro parentesco, razones de conveniencia, me obligaban a hacerles una visita anual; y he visto como se dejaban invadir por la rusticidad de su nuevo medio; como locuciones y pronunciaciones viciosas, al principio adoptadas por ellas por burla y que empleaban como entre comillas, se les hicieron naturales; y cómo sus maneras se modificaron a tal punto que era penoso comer con ellos en su mesa. El marido luchó durante algún tiempo; el fue, los dos primeros años, al parisién de Sain-Machin-sur-Chose y sostuvo la idea de que ahí se guardaba de un Parisién. Pero la mujer se dejó en seguida arrastrar. Se descuidaba; pronto me costó trabajo conocer en ella una mujer joven y elegante que había acompañado a conciertos, a exposiciones. Caía en una especie de puritanismo horrible, sin motivos religiosos, sin otra razón de ser que el temor de una opinión pública extraviada por la hipocresía y la envidia... Al cabo de cuatro años, los hallé a los dos al mismo nivel: rudos, hoscos, embebidos de un fastidio contagioso”.
El debate de estas cosas anima un diálogo que se propone ser un elogio del país natal del autor. Porque en este diálogo, como advierte Valery Larbaud, hay una tesis debatida, no sostenida. “En realidad, -escribe,- hay tesis, antítesis y síntesis, esta última dejada en parte al juicio y a la imaginación del lector”. Valery Larbaud, como muchos espíritus de su tiempo, que enamorados de la modernidad, rehúsan aceptarla con todas sus consecuencias, siente en nuestro tiempo cierta vaya y elegante nostalgia de su feudalidad en que la unidad de Europa estaba hecha de la individualidad de sus regiones, de sus comarcas. El Bourbonnais, en su sentimiento, más bien que una provincia es un pequeño Estado. La Nación ha sacrificado quizá excesivamente a un principio, a una medida algo abstractas, la personalidad y los matices de sus partes. Asistimos a un crepúsculo suave del nacionalismo en un espíritu cosmopolita, viajero, con muchas relaciones internacionales, con amigos en Londres, Buenos Aires, Melburne, Florencia, Madrid. Allen es el reflejo de esta crisis sin sacudidas y sin estremecimientos, a cuarenta kilómetros de velocidad, en un auto último modelo. Crisis que apacigua el optimismo burgués de una esperanza de moda en el ideal de Briand: los Estados Unidos de Europa.

José Carlos Mariátegui La Chira

Anti-reforma y fascismo

Anti-reforma y fascismo

Pertenece a Paul Morand esta observación, que prueba cómo un novelista de la decadencia, puede tener un sentido más realista y concreto de la defensa de occidente que un metafórico de la reacción. “Massis, -dice Morand- ha examinado el problema con su inteligencia aguda y abstracta, pero después de una exposición muy brillante ha arribado a una solución católica, jurídica, romana y medioeval del universo, que es preciso respetar puesto que es su fin, pero que no me parece una evidente imposibilidad en 1927- En la hora actual, el Occidente no es verdaderamente defendido sino por las sociedades puritanas y anglosajonas, los bolchevistas no se han equivocado en este punto y, por mi parte, cada vez que yo me he hallado en los confines del mundo blanco, California, México, lo he fuertemente sentido. Ahora bien, Massís, no solamente lo dice, sino que en dos palabras ejecuta a la Reforma; a la Reforma, madre de Inglaterra y de Estados Unidos. Ve uno de los orígenes de la decadencia occidental en quien sostiene todavía efectivamente nuestro mundo blanco. Pero esta ejecución sumaria de la Reforma no es exclusiva de Massis. La encontramos también en los más autorizados y explícitos documentos de teorización fascista. En su discurso de la Universidad de Perugia, el Ministro Rocco, imputó a la Reforma así la responsabilidad del liberalismo y de la democracia como del socialismo. “el pensamiento político moderno, -afirma Rocco-, ha estado hasta ayer, en Italia y fuera de Italia, bajo el dominio absoluto de aquellas doctrirnas que tuvieron su origen próximo en la Reforma protestante, encontraron su desarrollo con los jus-naturalistas de los siglo XVII y XVIII fueron consagrados, por la Revolución Inglesa, la Americana y la Francesa y, con diversas formas, a veces contrastantes entre sí, han caracterizado todas las teorías políticas y sociales de los siglos XIX y XX hasta el fascismo”. Este discurso constituyó, en primer término, una severa requisitoria contra la era liberal burguesa de la civilización occidental, denunciada como una poco menos absurda elaboración del espíritu protestante. La tendencia a unimismar en este espíritu todos los movimientos anteriores al fascismo, condujo a Rocco a atribuir al socialismo la concepción atomística o individualista del Estado, propia del liberalismo. ¿Cómo había podido generarse el fascismo, definido no sólo como antítesis del liberalismo sino como una negación radical de la modernidad? Para explicar su génesis, Rocco se acoge a una presunta continuación autónoma del pensamiento italiano contra las filtraciones y obstáculos de la modernidad, a través de una cadencia de geniales renovadores de la tradición romana que va de Maquiavelo a Vico y a Cuoco, para rematar, probablemente, en el propio Rocco. El Patrimonio espiritual del romanismo, celosa y activamente conservado por Italia, representaría la milagrosa y excepcional reserva que le consiente afrontar con mejor fortuna que ninguna otra nación, la crisis de la civilización occidental.
El parentesco espiritual de Rocco, Federzoni, Corradini y otros nacionalistas italianos, con Maurras, Daudet y otros monarquistas de “L’Actión Francaise” que profesan notoriamente la fórmula simplista de la Anti-Reforma, no daría íntegra la clave de esta artificiosa destilación del pensamiento fascista si el mismo Mussolini, tan poco sospechoso de escolasticismo, no hubiese aceptado tácitamente los puntos de vista de Rocco en un telegrama de congratulación por el discurso de Perugia. Tanto por su formación intelectual como por su método empírico y realista, Mussolini no puede adherir a una condena sumaria de la modernidad. Menos todavía a suponer la premisa cardinal del fascismo. Esta adhesión lo coloca en abierto conflicto con lo que precisamente pensaba poco tiempo atrás. “Si por relativismo debe entenderse -escribía entonces- el desprecio de las categorías fijas por los hombres que se creen los portadores de una verdad objetiva inmortal, por los estáticos que se acomodan, en vez de renovarse incesantemente, entre los que se jactan de ser siempre iguales a sí mismos; nada es más relativista que la mentalidad y la actividad fascistas. Si el relativismo y movilismo universal equivalen, nosotros los fascistas hemos manifestado siempre nuestra despreocupada independencia por los nominalismos en los cuales se clava -como murciélagos a las vigas- los gazmoños de los otros partidos; nosotros somos verdaderamente los relativistas por excelencia y nuestra acción se reclama directamente de los más actuales movimientos del pensamiento europeo”. ¿Qué entendimiento cabe entre este relativismo que franquea el camino de todas las herejías y el dogmatismo de los nacionalistas franceses o italianos que nada reprochan tanto al pensamiento como su movilidad y su pluralidad? Los metafísicos tomistas dedican sus más acres ironías al empirismo anglo-sajón al cual desdecían ante todo por su filiación protestante. (¿No ha execrado una vez León Daudet al Kaiser Guillermo como una encarnación del espíritu luterano, sin acordarse, como le objetaron luego sus críticos, que los Hohenzollern eran calvinistas?). El hecho es que, indiferente al tamaño de su contradicción, el Dux del fascismo ha otorgado su venia y su aplauso al ministro, por el arte con que enlaza la doctrina fascista con la ortodoxia romana.
Es cierto que en la manifestación del espíritu fascista intervienen intelectuales como Giovanni Gentile que no pueden renegar del difamado pensamiento moderno sin renegar de sí mismo. Gentiles para los escolásticos de la reacción debe ser siempre el propagador del idealismo hegelianos, filosofía de inconfundible estirpe herética y protestante hacia la cual no puede moverlos a la indulgencia ni aún su mérito de valla contra el materialismo positivista. Además, Gentile propugna la tesis de que el fascismo desciende espiritual y aún doctrinariamente de la Diestra histórica del Risorgimento, sin cuidarse mucho de la parentela liberal y protestante que el fascismo se vería entonces obligado a reconocer, dado que los hombres de la famosa derecha del Risorgimento, fieles a la idea del Estado Unitario o Estado épico, como lo ha estudiado Mario Missireli, tendieron francamente a la ruptura con la Iglesia romana. Y otros exégetas, avanzando mucho más en la tentativa de relacionar el fascismo con el pensamiento moderno, señalan la influencia de Bergson, James y Sorel en la preparación espiritual de este movimiento, inexplicable según ellos sin una fecunda asimilación de las corrientes pragmatista, activista y relativista.
Pero, con excepción de Gentile, que insiste en la genealogía liberal del fascismo -liberal no democrática, ya que si la democracia contiene liberalismo, este solo la antecede- no son estos intelectuales, empeñados en atribuir al fascismo una esencia absolutamente moderna, quienes le dan entonación y fisionomía doctrinales. Son, más bien, los que, como Rocco, o con mayor ultraísmo, arremeten contra la Reforma y en general contra la modernidad, verbigracia, Curzio Suckert, autor de la fórmula “Fascismo igual Anti-reforma”. Y Ardengo Soffici que mira en el romanticismo un movimiento de puro origen protestante. El ex-compañero de Marinetti coincide con Maurrás en el odio al romanticismo y lo excede en el esfuerzo de repudiarlo como un producto genuinamente germano.

José Carlos Mariátegui La Chira

Austria y la paz Europea

La llamarada súbitamente encendida en Viena, ha arrojado una luz demasiado inquietante sobre el panorama europeo que, -según las descripciones prolijas unas veces simplistas otras, de sus observadores- parecía ya reajustado por el trabajo de estabilización capitalista al cual están entregadas con alacre voluntad las naciones de Occidente desde que Alemania y Francia signaron el plan Daxes. Ahora resulta evidente que las bases de esa estabilización, destinada según sus empresarios a asegurar la pacífica reconstrucción de Occidente, son asaz movedizas y convencionales. Cualquiera de los problemas de la paz sin solución todavía, puede comprometerla irreparablemente. El problema de Austria, que acaba de hacerse presente, por ejemplo.
Este problema, a juicio de los optimistas, no había sido, ante todo, un problema económico, -nacido de la separación de Austria de los pueblos que antes habían compuesto juntos el Imperio de los Hapsburgos,- que la gestión sagaz del Caciller, Monseñor Seippel tenía prácticamente resulto con los créditos patrocinados por la Sociedad de las Naciones. Las dificultades subsistentes aún, se resolverían mediante convenios aduaneros con los Estados independizados, o por el gradual reactivamiento de la producción manufacturera.
En contraste completo con estas beatas conjeturas, los últimos sucesos de Viena demuestran que el proletariado austriaco no se siente demasiado distante de los días post-bélicos en que agitaba a las clases trabajadoras europeas un espíritu de violencia. Los teóricos de la democracia veían en esta violencia un mero fruto de la atmósfera material y moral dejada por la guerra. Es posible que en algunos casos episódicos haya sido acertado su diagnóstico; pero, en tesis general, hay que inclinarse que la violencia proletaria acusa factores más propios. La marejada de Viena no ha sido menos que ninguna de las que, sin obedecer a un plan de golpe de Estado, se produjeron en Europa, por estallido espontáneo, en los primeros años de la post-guerra.
El hecho de que su origen no haya sido un conflicto del trabajo sino una sentencia judicial estimada injusta, no atenúa en lo más mínimo el valor de este movimiento como síntoma del estado de ánimo del proletariado austriaco. Y, por otra parte, es imposible que a la creación de este estado de ánimo no concurran los resultados negativos de la obra que se creía más o menos cumplida por Monseñor Seippel en colaboración con los banqueros americanos y europeos. Todos los datos últimos de la economía austriaca denuncian la subsistencia de una crisis industrial a la cual no es fácil encontrar salida. Austria, pueblo principalmente industrial, carece de materias primas bastantes para la alimentación de su industria. Por la insuficiencia de su agricultura, tiene un fuerte déficit alimenticio. El desequilibrio entre la producción y el consumo mundiales, no le consiente esperar, de otro lado, un crecimiento salvador de su comercio extranjero. Estas cosas no las resuelven los créditos de la Sociedad de las Naciones.
Los días de Viena no son ya tan duros como aquellos de 1922 -y de julio precisamente- en que César Falcón y yo vimos caer hambrienta a una mujer en una acera del Ring. Pero el Estado austriaco continúa como entonces sin encontrar su equilibrio. La prueba, políticamente, en forma incontestable, el hecho de que el socialismo haya conservado integra, y tal vez acrecentada, su influencia sobre las masas. El gobierno de Monseñor Seippel ha tenido necesidad de la cooperación solícita del partido socialista para contener la insurrección. El próximo gobierno se constituirá, a lo que parece, con la participación de los socialistas.
El partido socialista que, con el partido cristiano-social encabezado por Monseñor Seippel, se divide la mayoría de los electores, tuvo en sus manos el poder de 1919 en 1920. Acomodó en ese período su político al mismo criterio reformista que la social democracia de Ebert y Scheidemann en Alemania. En su activo no se registra sino una alerta defensa y de las instituciones republicanas y un conjunto de leyes sociales y obreras. Del gobierno lo desalojaron los cristianos-sociales y los nacionalistas que ocupan el tercer puesto entre los partidos austriacos, aunque a buena distancia de los dos mayores. Pero, bajo el prudente gobierno de Monseñor Seippel, ha continuado influyendo, con una oposición más o menos colaboracionista, en la política gubernamental de este período. Y, si ahora se habla de su retorno al poder o de una segunda coalición con los cristianos-sociales, es porque la política de estos no ha sido capaz ni de realizar todo lo que prometió en el orden económico e internacional ni sustraer a las masas al dominio de los socialistas.
El socialismo austriaco no tiene, evidentemente, un criterio uniforme. Entre sus dos alas extremas, reformismo y comunismo -que forma un partido autónomo, pero que aplica a todas las luchas el método del frente único- no es probable ningún compromiso teórico. Parten de puntos de vista radicalmente opuestos. Otto Bauer, el famoso leader del partido austriaco, es uno de los teóricos máximos de la social-democracia. En esta posición, le ha tocado a lado de Kautsky y otros, sostener una polémica histórica con Lenin y Trotsky. El fracaso de la praxis social-democrática en Alemania, y en la misma Austria, después de la Revolución de 1918, no ha modificado la actitud de Bauer. No hay, pues, que sorprenderse de encontrarlo una vez más en abierto conflicto teórico y práctico con los comunistas de su país. Estos no constituyen un partido de importancia numérica, pero en cambio se mantienen estrechamente articulados con las masas obreras, de suerte que en cualquier momento propicio pueden ejercer sobre estas un influjo intensamente superior al que corresponde a su número.
Estos hechos eran, ciertamente, contrastable desde hace tiempo. Pero ha sido necesaria una llamarada formidable, políticamente visible a todos los pueblos de Occidente, para obligar a estos a considerarlos. El problema económico, político e internacional de Austria que, contra un tratado defendido tan celosamente por Italia y Francia, pugna por unirse a Alemania, [- ha recordado de pronto a los buenos y a los malos europeos lo artificial y deleznable de la paz y el orden de Europa].

José Carlos Mariátegui La Chira

Austria, caso pirandelliano

A propósito de la escaramuza polémica entre Italia y Alemania sobre la frontera del Breunero, no se ha nombrado casi a Austria. Pero de toda suerte ese último incidente de la política europea, nos invita a dirigir la mirada a la escena austriaca. El diálogo Mussolini-Stresseman sugiere necesariamente a los espectadores lejanos del episodio una pregunta: ¿Por qué se habla de la frontera ítalo-austriaca como si fuese una frontera ítalo-alemana? Para explicarse esta compleja cuestión es indispensable saber hasta que punto Austria existe como Estado autónomo e independiente.
El Estado Austriaco aparece, en la Europa post-bélica, como el más paradójico de los Estados. Es un Estado que subsiste a pesar suyo. Es un Estado que vive porque los demás lo obligan a vivir. Si se nos consiente aplicar a los dramas de las naciones el léxico inventado para los dramas de los individuos, diremos que el caso de Austria se presenta como un caso pirandelliano.
Austria no quería ser un Estado libre. Su independencia, su autonomía, representan un acto de fuerza de las grandes potencias del mundo. Cuando la victoria aliada produjo la disolución del imperio astro-húngaro. Austria que después de haberse sentido por mucho tiempo desmesuradamente grande, se sentía por primera vez insólitamente pequeña, no supo adaptarse a su nueva situación. Quiso suicidarse como nación. Expresó su deseo de entrar a formar parte del Imperio alemán. Pero entonces las potencias le negaron el derecho de desaparecer y en previsión de que Austria insistiera más tarde en su deseo, decidieron tomar todas las medidas posibles para garantizarle su autonomía.
El famoso principio wilsoniano de la libre determinación de los pueblos sufrió aquí, precisamente, el más artero golpe. El más artero y el más burlesco. Wilson había prometido a los pueblos el derecho de disponer de si mismos. Los artífices del tratado de paz quisieron, sin duda, poner en la formulación de este principio una punta de ironía. La independencia de un Estado no debía ser solo un derecho; debía ser una obligación.
El tratado de paz prohíbe prácticamente a Austria la fusión con Alemania. Establece que, en cualquier caso, esta fusión requiere para ser sacionada el voto unánime del Consejo de la Sociedad de Naciones.
Ahora bien, de este consejo forman parte Francia e Italia, dos potencias naturalmente adversas a la unión de Alemania y Austria. Las dos vigilan, en la Sociedad de las Naciones, contra toda posible tentativa de incorporación de Austria en el Reich.
A Francia, como es bien sabido, la desvela demasiado la pesadilla del problema alemán. Para muchos de sus estadistas la única solución lógica de este problema es la balkanización de Alemania. Bajo el gobierno del bloque nacional Francia ha trabajado ineficaz pero pacientemente por suscitar en Alemania un movimiento separatista. Ha subsidiado elementos secesionistas de diversas calidades, empeñada en hace prosperar un separatismo bávaro o un separatismo rhenano. La autonomía de Baviera, sobre todo, parecía uno de los objetivos del poincarismo. El imperialismo francés soñaba como cerrar el paso a la anexión de Austria al Reich mediante la constitución de un Estado compuesto por Baviera y Austria. Se tenía en vista el vínculo geográfico y el vínculo religioso. (Baviera y Austria son católicas mientras Prusia es protestante. I aún étnicamente Austria se identifica más con Baviera que con Prusia). Pero se olvidaba que su economía y su educación industriales habían generado un cambio, en el pueblo austriaco, una tendencia a confundirse y consustanciarse con la Alemania manufacturera y siderúrgica, más bien que con la Alemania rural. En todo caso, para que el proyecto del Estado bávaro-austriaco prosperase hacía falta que prendiese, previamente en Baviera. I esta esperanza, como es notorio, ha tramontado antes que el poincarismo. [Para Francia, por consiguiente, como un anexo] o una secuela del problema alemán, existe un problema austriaco. “Basta hachar una mirada sobre el mapa -escribe Marcel Duan en un libro sobre Austria- para comprender toda la importancia del problema austriaco, llave de la mayor parte de las cuestiones políticas que interesan a la Europa Central. Libre y abierta a la influencia de las grandes potencias occidentales, el Austria asegura sus comunicaciones con sus aliados y clientes del cercano Oriente danubiano y balkánico; abandonada por nosotros a las sugestiones de Berlín, se halla en grado de aislarlos de nuestros amigos eslavos. Corredor abierto a nuestra expansión o muro erguido contra ella. El Austria confirma o amenaza la seguridad de nuestra victoria y aún la de la paz europea”.
Italia a su vez no puede pensar, sin inquietud y sin sobre salto, en la posibilidad de que resurja, más allá de Breunero, un Austria poderosa. El propósito de restauración de los Hapsburgo en Hungría tuvieron su más obstinado enemigo en la diplomacia italiana, preocupada por la probabilidad de que esa restauración produjese a la larga la reconstitución de un Estado austro-húngaro.
Pero, teórica y prácticamente, ninguna de las precauciones del tratado de Paz y de sus ejecutores logra separar a Austria de Alemania. I, es por esto, cuando se trata de las minorías nacionales encerradas dentro de los nuevos límites de Italia, no es Austria sino Alemania la que reivindica sus derechos o apadrina sus aspiraciones. Austria, en su último análisis, no es sino un Estado alemán temporalmente separado del Reich.
La política de los dos partidos que, desde la caída de los Hapsburgo, comparten la responsabilidad del poder de Austria, se encuentran estrechamente conectada con la de los partidos alemanes del mismo ideario y la misma estructura. El partido social cristiano, que tiene Monseñor Seipel su político más representativo, se mueve evidentemente en igual dirección que el centro católico alemán. I entre el socialismo alemán y el socialismo austriaco la conexión y la solidaridad son, como es natural, más señaladas todavía. Otto Bauer, por no citar sino un nombre es una figura común, por lo menos en el terreno de la polémica socialista, a las dos social-democracia germanas. I el partido socialista austriaco, de otro lado, es el que más significadamente tiene en Austria a la unión política con Alemania.
Concurre aumentar lo paradójico del caso austriaco el hecho de que este Estado funciona, presentemente, más o menos como una dependencia de la Sociedad de las Naciones. Destinado por la raza y la lengua a vivir bajo la influencia política y sentimental de Alemania, el Estado austriaco se halla, financieramente, bajo la tutela de la Sociedad de las Naciones o sea, hasta ahora, de los enemigos de Alemania.
El Austria contemporánea, es lo que no quisiera ser. Aquí reside el pirandellismo de su drama. Los seis personajes en busca de autor, afirman exasperadamente, en la farsa pirandelliana, su voluntad de ser. Austria guarda en el fondo de su alma, su voluntad, más pirandelliana si se quiere de no ser. Pero el drama, hasta donde cabe un parecido entre individuos y naciones, es sustancialmente el mismo.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

"Caliban Parle", por Jean Guehenno

He aquí otro libro que da fe de la insuficiencia de todos los vaniloquios del “idealismo” novecentista para descartar de las tareas del pensamiento y la literatura la preocupación de lo temporal y de lo histórico. La inteligencia ha inventado en los últimos años una serie de maneras de eludir o ignorar el problema de la revolución. Ninguna le sirve al intelectual rigurosamente fiel a los deberes del espíritu para discurrir y meditar como si el socialismo y el proletariado no existieran. En esto se reconoce una de las pruebas de la inutilidad de todo intento de restauración del principio de la inteligencia pura o ahistórica.
Jean Guéhenno es un escritor que procede del proletariado y que no reniega de su origen; pero que, en la imposibilidad de encontrar una respuesta a sus interrogaciones en la filosofía clarista del obrero, busca en el arsenal de la más moderna y exigente cultura las razones de una convicción revolucionaria o, por lo menos, no-conformista. “Caliban parle” es una requisitoria contra la hipocresía intelectual y contra los compromisos del pensamiento, cuyos ecos se confunden hoy un poco con los de “Morte de la penseé bourgeoise” de Emmanuel Berl.
Guehenne, humorista, se rebela contra el juego de una compósita legión de intelectuales y artistas que, en el nombre de un refinado novecentismo, querrían sacrificar la humanidad a las humanidades. El crítico y el hombre están demasiado vigilantes y vivos en él. Le es imposible no entender y denunciar el cinismo de este pensamiento de Barrés: “Que los pobres tengan el sentimiento de su impotencia he ahí una condición primaria de la paz social”. El fariseismo del intelectual ante el proletariado, empuja a Guehenno, deferente y atento, pero no por esto menos nauseado, a tomar abiertamente el partido de Calibán. En la clase que lucha por un orden nuevo, están todos los valores morales de la civilización. Al innoble razonamiento de Barrés, opone este juicio ciertamente más filosófico y verdadero: “Le rebelión es la nobleza del pobre”. Guehenno presta estas palabras a Calibán: “En un mundo de egoísmo y de lucro, me ocurre ser la sola potencia desinteresada. Se ha visto a los míos renunciar al éxito, a las sinecuras, a los puestos, fuertes y puros. Algunos que se vendieron fueron pagados a alto precio: obtuvieron los primeros cargos en los Estados. Pero la masa de los Calibanes fue apenas quebrantada por esto. Continúa diciendo no a un mundo en el cual no reconoce la belleza de sus sueños. Y toda nobleza viene a Europa de este movimiento que pone en ella los gestos de la Calibán, las multitudes obreras que, en el instante en que reclaman pan piensan todavía en organizar el mundo”. “Entre la Bolsa de Trabajo y el Instituto, quién sabe, después de todo, dónde se hace el menester más humano? Si los secretarios de sindicatos y sabios de academias consintieran un instante en mirarse, no se despreciarían tanto. Yo los veo a unos aplicados al trabajo de deshacer y desatar, un hilo después de otro, la red que la obstinada fatalidad no cesa de tejer alrededor nuestro, vencer esas leyes de bronce a las que nos somete la pesada economía del mundo. En el más fatal de los siglos, buscan los medios de tornarse amor de las cosas, nuestras duras dominadoras, e intentan, con un maravilloso coraje, restituir al corazón y a la razón la supervigilancia y el control del universo”. “Nuestro verdadero mérito al fin del último siglo habrá sido el organizar la insumisión y la batalla”.
El autor de “Calibán Parle” no se ha formado en esta lucha. A la meditación del sentido moral y humano de las reivindicaciones de las masas, ha llegado por la vía cara a M. Julien Benda, por la vía del “clero”. Su libro de nada está tan distante como de ser el resultado de una crítica de inspiración marxista. Guehenno es un intelectual puro, en el sentido de que no obedece sino a la lógica de su especulación. No proviene de ningún equipo marxista ni de ninguna Casa del Pueblo. Ha hecho su aprendizaje de pensador, meditando a autores tan diversos como Michelet, Taine, Renán, Proudhon, Jaurés, Barrés, Peguy, etc. En el segundo capítulo de su libro, al hablar de la “difícil fidelidad”. Guehenno expone su propio drama. El obrero que se transforma en un intelectual, pierde su fe, su sentimiento de clase. Usando el término de Barrés podría decirse que “de deracine”, se desarraiga. “El espíritu engaña, la belleza seduce, la felicidad descasta. Y yo sentía una suerte de felicidad. Era un blando abandono, animación todavía, pero en la paz; después de meses de tensión apasionada, una embriaguez indulgente. No se lee impunemente los libros. La única luz que me guiaba, antes de que los hubiese leído, no se dejaba ver ya en el juego de sus mil pequeñas flamas. Yo adoraba antes un solo ídolo: los dioses se habían multiplicado. La cultura tiene a veces al principio este efecto de destruir el carácter. Nos hace parecer a esos actores que, a fuerza de ensayar todas las transformaciones, terminan por perder toda personalidad”. Así habla Calibán o mejor, así habla Guehenno después de un largo trato con las ideas. Guehenno ha descubierto el pragmatismo de las ideas, la servidumbre del pensamiento. “La cultura -tal como la conciben los “pedantes autoritarios” con quienes polemiza- no tiene otro objeto que es de hacer jefes y el de justificarlos a la vez. A la ciencia que determinaba lo que debe ser y que descubría mundos más generosos, ellos no le demandan más que legitimar lo que es. Una extraña y monstruosa connivencia asocia la cultura así sofisticada y la autoridad social el saber y la riqueza, y es la característica más eminente de lo que ellos llaman civilización”. No es distinto, fundamentalmente, el lenguaje de los marxistas. Pero lo que confiere especial valor al testimonio de Guehenno es, precisamente, su no marxismo. Todas sus meditaciones, revelan una rigurosa preocupación de no traicionar al Espíritu, de no emplear sino razonamientos de humanista. Las páginas más eficaces de su libro son, acaso, aquellas en que denuncia el bizantinismo y el diletantismo de la Ciencia y del Arte de la decadencia. Guehenno conoce de cerca a esta gente y podría describirnos minuciosamente a cada uno de sus especímenes. ¿Cuál es la imagen más exacta que de ellos nos ofrece? “Me los represento siempre -dice- en una cámara rodeada de espejos. Cada uno mira delante de su innumerable imagen un drama patético, se pone sucesivamente las máscaras del cínico, del epicúreo, del estoico, y declama a veces con florido lenguaje. Viene el aburrimiento y el drama se interrumpe por el tiempo necesario para hacer una nueva provisión de máscaras y de imágenes”. ¿En qué época de la historia, se encuentra a la “inteligencia” y al “espíritu” entregados al mismo juego banal y elegante? La respuesta de Guehenno coincide con la de otros pensadores sagaces: “Graeculi esurientes”. Es así como pequeños griegos hambrientos, que habían tenido la misión de mezclar el espíritu a la pesada masa romana, se cansaron un día. No escucharon más al genio liberador que largo tiempo les había hablado. Tenían hambre y no se preocuparon, para comer y vivir, más que de divertir a sus amos y de fortificar laboriosamente los prejuicios que aseguraban su dominación. El espíritu carecía de coraje y la sabiduría de atención. Entonces hombres innumerables de quienes nunca se hubiera pensado que tenían también un alma destruyeron este mundo fútil. La ciudad que la razón caduca les negaba, se derrumbó. Ellos buscaron en una fe nueva la comunión humana”.
Testimonio de intelectual, requisitoria de humanista, el hermoso libro de Jean Guehenno convida a la más actuales y fecundas reflexiones. Es un enérgico estimulante del juicio histórico, del examen de consciencia de una generación que oscila entre la desesperanza y la traición.

José Carlos Mariátegui La Chira

[Conferencia - Notas de la Conferencia dictada en Barranca]

[Transcripción Completa]

Notas de la Conferencia dictada en Barranca

Gracias, muchísimas gracias, por vuestros aplausos y vuestras aclamaciones. Yo sé que estos aplausos y estas aclamaciones son muy superiores a mis merecimientos modestísimos. I yo encuentro en vuestras demostraciones, más que un homenaje a mí, que no lo merezco, un homenaje a las ideas y a los estudios que yo represento ante vosotros.
Yo me felicito de hablar hoy a un público nuevo. I me duelo únicamente de que mi palabra carezca de brillo y de música. Porque os debo advertir que yo no soy un orador sino un hombre de estudio, un hombre de estudio, más habituado a tratar con las ideas que a coquetear con las palabras.
Yo he iniciado en la Universidad Popular de Lima un curso de conferencias sobre la historia de la crisis mundial. Mis conferencias en la Universidad Popular de Lima más que conferencias son, pues, clases. Yo diserto en la Universidad Popu­lar como un profesor y no como un retórico, no como un orador de teatro o de plaza.
Este curso de conferencias que yo he empeza­do a dictar en Lima tiene por objeto la explicación de la gran crisis que atraviesa hoy el mundo. Yo vulgarizo en ese curso las observaciones y los estudios de mis tres años y medio de vida europea. I yo difundo asimismo los ecos del pensamiento europeo contemporáneo.

A una de las conferencias asistió el señor José A. Polo. I este es el origen de mi visita a Barranca. El Señor Polo enalteció en Barranca, bondadosamente, mi labor en la Universidad Popular de Lima. I entonces el Club Olaya me invitó a ofrecer una o dos conferencias.
Ahora bien. Yo haré en esta conferencia, rápi­da y ligeramente, una exposición de las ideas generales que inspiran mi curso de conferencias de la Universidad de Lima. Yo os hablaré de la crisis mundial. El estudio de los grandes aspectos de esta crisis despierta actualmente vivo interés en todo el mundo. No se concibe en esta época una cultura moderna completa sin el conocimiento y sin la comprensión de la crisis mundial.
En la crisis mundial se están jugando los destinos del mundo. El desarrollo de la crisis interesa, por consiguiente, a todos los pueblos de la tierra. A los pueblos de América, a los pueblos del Extremo Oriente, a todos los pueblos que se mueven dentro de la órbita de la civilización europea. La crisis tiene como teatro central Euro­pa; pero la decadencia de las instituciones euro­peas significa la decadencia total de la civiliza­ción que representan. I el Perú, como los demás pueblos de América, se mueve dentro de la órbita de esta civilización.

Primero, porque estos países, aunque política­mente independientes, son económicamente co­loniales, ligados al capitalismo europeo o norte­americano. Segundo, porque europea es nuestra cultura y europeas son nuestras instituciones. I son precisamente estas instituciones y esta cultu­ra, que copiamos de Europa, las que en Europa están en un período de crisis definitiva, de decadencia total.
Nuestra civilización ha internacionalizado la vida de los pueblos. Ha creado entre ellos lazos materiales y morales que solidarizan su suerte. El internacionalismo no es sólo un ideal; es una realidad histórica. El progreso hace que los intereses las ideas, las costumbres, los regímenes de los pueblos se unifiquen y se confunda. El Perú, como los demás pueblos americanos, no está por tanto, fuera de la crisis mundial; está dentro de ella. La crisis mundial se ha reflejado ya en estos pueblos. Y se seguirá reflejando. Hace más de un siglo, cuando la vida de la humanidad no era tan solidaria como hoy, cuando faltaba entre las naciones el contacto tan inmediato y tan continuo que hoy existe, cuando no existían tantos medios de comunicación, cuando no había prensa rotativa, cuando los americanos éramos aún espectadores lejanos de los acontecimientos europeos, la Revolución Francesa dio origen a la guerra de la independencia y al surgimiento de todas estas repúblicas.

Hoy inevitablemente la transformación de la sociedad euro­pea se reflejará con mayor rapidez en la sociedad americana.
Hay personas que dicen que el Perú, y los pueblos latinoamericanos en general viven muy distantes de los acontecimientos europeos. Esas personas no tienen noción de la vida contemporá­nea; no tienen una comprensión, aproximada siquiera, de la historia. Esas personas se sorpren­den de que lleguen al Perú los ideales más avan­zados de Europa; pero no se sorprenden en cam­bio de que llegue el aeroplano, el transatlántico, el telégrafo sin hilos, el rádium. ¿Qué son el aero­plano, el transatlántico, etc? Son las expresiones del progreso material de Europa. I bien. Los ideales de transformación de la sociedad son la expresión del progreso moral de Europa. I nece­sitamos las creaciones de la industria europea. Nada más cómico que aquella gente, que después de caricaturizar la moda europea, tiene horror del pensamiento europeo.
La crisis europea es, repito, una crisis defini­tiva, una crisis total. Es la crisis de nuestra orgu­llosa, arrogante y potente civilización. Los prin­cipales aspectos de esta crisis son: el económico, el político y el ideológico o filosófico.

La causa de esta crisis es, aparentemente, la gran guerra. Pero la crisis, en realidad, estaba en incubación desde mucho antes. La guerra fue la explosión de la crisis, fue su desencadenamiento. Claro que la guerra ha sido, al mismo tiempo, efecto y causa. Porque, producida por la crisis, ha venido a agra­var, a ahondar, a hacer irremediable la crisis que la originó y que la generó.
Los efectos de la guerra se manifiestan, sobre todo, en el aspecto económico de la crisis mun­dial. La guerra ha destruido una ingente cantidad de riqueza social. Un estadista europeo, Caillaux, calcula en un millón trescientos mil millones de francos lo que se ha gastado en la guerra Este millón de millones pesa sobre el presente y el porvenir de las naciones europeas. Su servicio exige noventa mil millones anuales. Naturalmen­te, los países vencidos no pueden pagar sino en muy mínima parte los gastos de la guerra. I ni aún esa mínima parte pueden resistirla sin la inminencia de la bancarrota y de la ruina total. Asistimos, por eso, no sólo a la lucha entre ven­cedores y vencidos por arrancar a estos una con­tribución enorme, sino a una lucha no menos terrible entre las dos clases sociales antagónicas, entre el capital y el trabajo, por liberarse, respec­tivamente, del peso de las deudas dejadas por la guerra.

Las naciones europeas no sólo se encuentran frente a la necesidad de pagar las deudas de la guerra sino también de reconstruir las ciudades, las fábricas, devastadas por la guerra y de indem­nizar a las viudas, a los huérfanos y a los inváli­dos. Los muertos de la guerra han sido diez millones. A los deudos de los caídos en las trin­cheras, el Estado les tiene que auxiliar con una pensión. Igualmente, a los inválidos de guerra, a los tuberculosos de guerra, les debe socorro y asistencia. Sobre la caja de los Estados europeos pesa, pues, una carga enorme. Las deudas, la reconstrucción de los territorios devastados, las pensiones de las viudas, los huérfanos y los invá­lidos. ¿Cómo cubrir estos gastos aplastantes? Europa no puede pensar en empréstitos, porque no hay quien quiera prestarle un centavo. Tiene pues que cargar sola con las ingentes obligacio­nes. El capital quiere abrumar de impuestos al trabajo. El trabajo quiere endosar esos impuestos al capital. Entre las clases sociales se entabla así una lucha desesperada, una lucha sin tregua. I el mismo forcejeo se entabla entre las naciones vencidas y vencedoras. Francia quiere que Ale­mania la indemnice largamente. Pero Alemania no puede pagar los millares de millones que Francia exige de ella. En represalia Francia ocupa el territorio del Ruhr, una rica zona minera e industrial de Alemania; pero esta ocupación desorganiza la producción alemana, aumenta la ruina y la bancarrota alemana y disminuye, por consiguiente, las probabilidades de que Alema­nia pague.

Estos conflictos económicos originan análo­gos conflictos políticos. La lucha de clases la lucha entre el capital y el trabajo no se libra únicamente en el terreno económico sino princi­palmente en el terreno político. Las clases traba­jadoras quieren conquistar el poder político, po­ner fin al dominio de las clases capitalistas, instaurar el régimen socialista. I las clases capita­listas se defienden, naturalmente, con todas las armas posibles. Ya no tienen fé en las armas legales y recurren a las armas extralegales. Se sienten legalmente débiles para resistir los asaltos de las masas. I apelan para rechazarlos a la violen­cia. Así vemos, en Italia, al fascismo instaurar una dictadura violenta que constituye una negación de la democracia. Pero, defendiéndose así, las clases conservadoras, las clases capitalistas, des­acreditan y destruyen con sus propias manos las instituciones y los principios sobre los cuales se basaba su dominio.

Pasemos a otro aspecto de la crisis: el ideoló­gico, el filosófico. Todo sistema social, toda sociedad, toda civilización reposa sobre un siste­ma de ideas, sobre una base ideológica, sobre un pensamiento filosófico que constituye su base y su raíz. Mientras estas ideas conservan su poten­cia y su autoridad, la sociedad, la civilización, la sociedad que sustentan se mantienen vitales y robustas. Pero cuando esas ideas, esas creencias vacilan, el edificio social que sobre ellas se ha construido se viene abajo irremisiblemente. I esto es lo que ocurre a la sociedad actual, a la civiliza­ción actual. La filosofía, la ideología, la base, el cimiento de esta sociedad se hallan actualmente en crisis. Dominan en el mundo nuevas filosofías, filosofías de duda, filosofías de negación, filoso­fías de escepticismo, que son el síntoma elocuen­te de la decadencia de nuestra civilización. Voso­tros habéis oído hablar seguramente del relativismo. El relativismo no es la sola teoría de la relatividad de Einstein. Es una escuela, un movimiento filosófico sobre el cual se erige la sociedad contemporánea. Actualmente está en revisión nuestra concepción del universo. I esto es muy trascendental.

Vivimos, en suma, una época emocionante, una época grandiosa, una época dramática de la historia del mundo. En la historia del mundo de nuestra época tendrá una importancia no menor que la del advenimiento del cristianismo verbi­gracia. Hay ya muchos pensadores que comparan el actual período de la historia europea con el período de la decadencia romana. Guillermo Ferrero en su libro "La Ruina de la civilización antigua", presagia que Europa se encuentra a la hora actual en la situación en que estaba el impe­rio romano al comienzo del siglo III cuando súbitamente se desplomó. I Keynes ha dicho que "Pocos se rinden cuenta de que la organización económica por la cual ha vivido Europa durante el último medio siglo era esencialmente extraordinaria, inestable; compleja, incierta y temporaria".
Presenciamos actualmente la disgregación de la sociedad vieja; la gestación, la formación, la elaboración lenta, dolorosa e inquieta de la socie­dad nueva. Todos debemos fijar hondamente la mirada en este período trascendental, fecundo y dramático de la historia humana. Todos debemos elevarnos por encima de los limitados horizontes locales y personales para alcanzar los vastos horizontes de la vida mundial. Porque, repito, en esta gran crisis se están jugando los destinos del mundo. I nosotros somos también una partícula del mundo. Si un régimen de injusticia, de explotación, de inequi­dad se afirma en Europa, se afirmará también en América. I, por consiguiente, tendremos que sufrirlo en el Perú. En cambio, si surge un régi­men de justicia, de igualdad y de armonía, surgirá también entre nosotros.
Yo me dirijo, sobre todo, a los trabajadores a los proletarios, a los humildes, a los que de una transformación de la sociedad y de sus leyes aguardan el reino de la justicia y de la fraternidad entre los hombres.

José Carlos Mariátegui La Chira

Croquis de la crisis española

Los factores inmediatos de la rápida caída de Primo de Rivera -seguida en tan breve término por su deceso-, que el cable dejó en los primeros días en la sombra, son ya detalladamente conocidos por las revelaciones de Eduardo Ortega y Gasset, Marcelino Domingo, Indalecio Prieto y otros líderes de la oposición al régimen. Se sabe que un movimiento destinado a deponer, con la dictadura, al monarca que la instigó y autorizó, debía haber estallado entre el 5 y el 8 de febrero. El general Goded, gobernador militar de Cádiz, trabajaba desde el mes de octubre de acuerdo con los elementos constitucionales para producir un vasto pronunciamiento militar. Casi todas las guarniciones de Andalucía estaban comprometidas para esta acción revolucionaria. Alfonso XIII y Martínez Anido tuvieron informes de la conspiración, ante los cuales Primo de Rivera decidió la destitución del General Goded y del Infante don Carlos, Capitán General de Sevilla, no sin enviar a Cádiz un emisario, encargado de negociar un arreglo con Goded, quien asumió una actitud de rebeldía, declarando que no tenía que obedecer ninguna orden de destitución. Este conflicto movió a Primo de Rivera a la desdichada consulta a los jefes militares y al Rey a reemplazarlo por el general Berenguer, capitulando ante la tendencia constitucionalista del ejército. Goded se consideró exonerado de todo compromiso con esta solución. Se trasladó a Madrid, donde le aguardaba un importante nombramiento. Eduardo Ortega y Gasset que, bajo su firma, ha explicado de este modo la génesis del ministerio Berenguer, en un artículo titulado “Cómo ha salvado su trono Alfonso XIII”, agrega que muchos oficiales quisieron seguir adelante sin Goded, pero que la indecisión se propagó desde entonces en todas las organizaciones”.
Antes que la restauración del orden constitucional, la misión del gobierno de Berenguer es el salvamento de la monarquía. Este es el juicio que, apenas anunciado el cambio, emití sobre su significado, y en el que me confirma el conocimiento de sus antecedentes. Alfonso XIII se encuentra ante un dilema: el absolutismo o la constitución. No tiene sino estos dos caminos. Tomará cualquiera de los dos para salvarse. Pasará de uno a otro, sin la menor hesitación, si las circunstancias se lo imponen. Por el momento, prefiere el camino del regreso a la legalidad. Pero este camino puede llevar muy lejos: a la Constituyente, a la reforma de la Constitución, al juzgamiento de las responsabilidades, a la proclamación de la República.
Liquidar seis años de dictadura no es un asunto de ordinaria administración. Alfonso XIII ha dado este encargo a un gabinete de familiares, que puede licenciar en cualquier momento para volver a la manera fuerte. En el instante en que se decidió por la rendición a la tendencia constitucional, no le quedaba otra cosa que hacer. Martínez Anido no compartía la confianza de Primo de Rivera sobre la posibilidad de dominar el espíritu de rebelión que cundía en el ejército. El Rey tenía los informes privados del Infante don Carlos, Capitán General de Sevilla, y de otros jefes. Se dice que en una oportunidad, advertido del peligro de que el Rey lo echara por la borda para arreglarse de nuevo con los grupos constitucionales, Primo de Rivera afirmó: “¡A mi no me borbonea este Borbón!”. La decepción de que, años después, no fuese otra su suerte, debe haber amargado profundamente los últimos días del derrotado dictador.
Una monarquía constitucional, así sea la de España, no puede abandonar impunemente la legalidad más de seis años, para restablecerla cuando los acontecimientos se lo impongan conminatoriamente. Viejos servidores de la monarquía como Sánchez Guerra, ajenos a toda veleidad republicana, han cumplido el deber de notificar a Alfonso XIII sobre las irreparables consecuencias de la responsabilidad en que ha incurrido violando el pacto constitucional, en que descansaba su autoridad. Alfonso XIII querría que se le amnistiase alegremente, con todos sus compañeros de aventura, por estos seis años de vacaciones. Pero aún entre lo más ortodoxos monárquicos encuentra censores severos, jueces inexorables como Sánchez Guerra, cuya actitud descubre hasta qué punto está comprometido y socavado el régimen monárquico en España.
¿Cómo va a restablecer la legalidad el gobierno de Berenguer, sin que se ponga en el tapete la cuestión del régimen y las responsabilidades? Ya hemos visto cómo este ministerio normalizador ha tenido que detenerse y retroceder en la primera modestísima etapa de la normalización. La censura de la prensa sigue vigente. ¿Cuándo se restituirá a los ciudadanos y a los partidos la libertad de reunión y de tribuna? Si el discurso de un líder conservador tiene una resonancia revolucionaria tan amenazadora, es fácil prever las aprensiones que van a seguir a los discursos de los líderes republicanos, socialistas, comunistas. I mientras estas elementales libertades no hayan sido restablecidas, ¿qué campaña eleccionaria ni que convocatoria a elecciones será posibles?
Estas son las dificultades del régimen en el orden político. Habría que examinar aparte las que confrontan actualmente en el orden económico. La política hacendaria y financiera de la dictadura ha sido el factor decisivo de su quiebra. Cambó no ha aceptado, en el gabinete de Berenguer, el ministerio de las finanzas, para no cargar con esta ingrata y riesgosa herencia. ¿Qué autoridad tiene un gobierno de transición, de interinidad manifiesta, para abordar eficazmente este problema? La misma que tiene para suprimir la censura de la prensa, resistir la crítica de la opinión, tolerar los comicios de los partidos ir al encuentro de elecciones normales.
No existe, sin duda, en España un partido bastante poderoso y organizado para llevar al pueblo victoriosamente a la revolución. Si existiese, la insurrección no habría estado a merced, en los primeros días de febrero, de la defección del general Goded, posiblemente confabulado con el Rey. El partido socialista es el único partido de masas; pero carece, en su burocracia, de espíritu y voluntad revolucionarias. La crisis del régimen confiere grandes posibilidades de acción a la concentración de los elementos republicanos. Pero lo característico de las situaciones revolucionarias es la celeridad con que crean las fuerzas y el programa de una revolución. La dinastía española, que tiene añeja experiencia de esta clase de vicisitudes, no lo ignora. I tan pronta está probablemente, a festejar en la plaza su retorno al pacto con el pueblo, como a preparar en las capitanías generales un segundo golpe de estado; jugándose, si los riesgos de las elecciones y la constituyente le parecen excesivos, la carta desesperada del absolutismo.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El 10° aniversario de la república alemana

(...) de restauración del Kaiser, llega a este aniversario visiblemente liquidado. El partido nacionalista, contra la recalcitrante protesta de su derecha, no ha tenido más remedio que aceptar la condición de partido republicano para mantener su influencia en el gobierno del país. Queda, sin duda, muchos monárquicos en Alemania. I una marejada reaccionaria, acrecentaría su número quien sabe en qué proporción. Pero la República de Weimar reposa en el cimiento de una sólida mayoría.
De este resultado, se ufana, en primera línea, la social-democracia que, instalada en el poder, de nada se preocupó tanto como de usar de él con prudencia. Pero, en análisis de los acontecimientos, enseña algo muy diverso. El estado mayor de teóricos y burócratas del partido social-demócrata, no se había planteado nunca la cuestión de la toma del poder. El derrumbamiento de la monarquía, los obligó a asumir el gobierno, antes de que hubiesen tenido tiempo de reponerse de la impresión de este cambio, que excedía violenta y desmesuradamente los más osados cálculos de su determinismo y las más distantes esperanzas de su educación parlamentaria. I si la marca reaccionaria que siguió al fracaso de la última ofensiva del proletariado, no restableció la monarquía, el mérito del salvataje de la República, en esa crisis, no pertenece ciertamente a la social democracia. La República, si se prescinde del apoyo que le prestaba el consenso pasivo de las capas sociales gubernamentales por inercia o por precaución, no estaba defendida válidamente sino por el proletariado. La huelga general que obligó a capitular al general Kapp, a los pocos días de su golpe de mano de Berlín, reveló a la burguesía industrial y financiera de Alemania el peligro de jugar a la restauración.

José Carlos Mariátegui La Chira

El alma matinal

El alma matinal

Hace ya tiempo que registré, a fojas 10 de los anales de la época, la decadencia del crepúsculo como motivo, asunto y fondo literarios, Y agregué que el descubrimiento más genial de Ramón Gómez de la Serna era, seguramente, el del alba. Hoy regreso a este tema, después de comprobar que la actual apologética del alba no es exclusivamente literaria.
Todos saben que la Revolución adelantó los relojes de la Rusia sovietista en la estación estival. Europa occidental adoptó también la hora de verano, después de la guerra. Pero lo hizo solo por la economía de alumbrado. Faltaba en esta medida de crisis y carestía, toda convicción matutina. La burguesía grande y media, seguía frecuentando el tabarín. La civilización capitalista encendía todas sus luces de noche, aunque fueses clandestinamente. A este período corresponden la boga del dancing y de Paul Morand.
Pero con Paul Morand había quedado ya licenciado el crepúsculo. Paul Morand representaba la moda de la noche. Sus novelas nos paseaban por un Europa nocturna, alumbrada por una perenne luz artificial. Y el nombre que más legítimamente preside la noche de la decadencia post-bélica no es el de Morand sino el de Proust. Marcel Proust inauguró con su literatura una noche fatigada, elegante, metropolitana, licenciosa, de la que el occidente capitalista no sale todavía. Proust era el trasnochador fino, ambiguo y pulcro que se despide a las dos de la mañana, antes de que las parejas estén borrachas y cometan excesos de mal gusto.
Se retiró de la “soirée” de la decadencia cuando aún no había llegado el charleston, ni Josefina Backer. A Paul Morand, diplomático y demimondain, le tocó solo introducirnos en la noche post-proustiana.
La moda del crepúsculo perteneció a la moda finisecular y decadente de ante-guerra. Sus grandes pontífices fueron Anatole France y Gabriel D’Annunzio.
El viejo Anatole sobresalió en el género de los crepúsculos clásicos y arqueológicos: crepúsculo de Alejandría, de Sinecusa, de Roma, de Florencia, económicamente conocidos en los volúmenes de las bibliotecas oficiales y en viajes de turista moros que no olvida nunca sus maletas en el tren y que tiene previstas todas las estaciones y hoteles de su itinerario. A la hora del tramonto, siempre discreto, sin excesivos arreboles ni escandalosos celajes, era cuando monsieur Bergeret gustaba de aguzar sus ironías. Esas ironías que hace diez años nos encantaban por agudas y sutiles y que hora nos aburren con su monótona incredulidad y con su fastidioso escepticismo.
D’Annunzio era más faustuoso y teatral y también más variado en sus crepúsculos de Venecia vagamente wagnerianos, con la torre de San Jorge el Mayor en un flanco, saboreados en la terraza del Hotel Danieli por amantes inevitablemente célebre, anidados en el mismo cuarto donde cobijaron su famoso amor, bajo antiguos y recamados cobertores, Jorge Sand y Alfredo de Musset; crepúsculos abruzeses deliberadamente rústicos y agrestes, con cabras, pastores, chivos, fogatas, quesos, higos y un incesto de tragedia griega; crepúsculos del Adriático con barcas pescadoras playas lúbricas, cielos patéticos y tufo afrodisíaco; crepúsculos semi-orientales, semi-bizantinos de Ravenna y de Rimini, con vírgenes enamoradas de trenzas inverosímiles y flotantes y un ligero sabor de ostra perlera; crepúsculos romanos, transteverinos, declamatorios, olímpicos, gozados en la colina del Janiculum, refrescados por el agua paola que cae en tazas de mármol antiguo, con reminiscencias del sueño de Escipión y los discursos de Cola di Rienzo; crepúsculos de Quinto al Mare, heroicos, republicanos garibaldinos, retóricos, un poco marineros dignísimos a pesar de la vecindad comprometedora de Portofino Kulm y la perspectiva equívoca de Montecarlo. D’Annunzio agotó en su obra, magníficamente crepuscular, todos los colores, todos los desmayos, todas las ambigüedades del ocaso.
Concluido el período dannunziano y anatoliano -que en España, a no ser por las sonatas del gran Valle Inclán, no dejaría más rastros que los sonetos de Villaespesa, las novelas del Marqués de Hoyos y Vinent y las falsas gemas orientales de Tórtola Valencia- desembarcó en una estación ferroviaria de Madrid, con una sola maleta en la mano, pasajero de tercera clase, Ramón Gómez de la Serna, descubridor del alba.
Su descubrimiento era un poco prematuro. Pero es fuerza que todo descubrimiento verdadero lo sea. Proust con su smoking severo y una perla en la perchera, blando, tácito, pálido, presidía invisible la más larga noche europea, -noche algo boreal por lo prolongada, - de extremos placeres y terribles presagios, arrullada por el fuego de las ametralladoras de Noske en Berlín y de las bombas de mano fascistas en los caminos de la planicie lombarda y romana y de las Montañas Apeninas.
Ahora, aunque quede todavía en ella mucho de la noche de Charlotemburgo y de la noche de Dublín, la Europa que quiere salvarse, la Europa que no quiere morir, aunque sea todavía la Europa burguesa, cansada de sus placeres nocturnos, suspira porque venga pronto el alba. Mussolini, manda a la cama a Italia a las 10 de la noche, cierra cabarets, prohíbe el charleston. Su ideal es una Italia provinciana, madrugadora, campesina, libre de molicie y de artificios urbanos, con muchos rústicos hijos en su ancho regazo. Por su orden, como en los tiempos de Virgilio, los poetas cantan al campo, a la siembra, a la siega. Y la burguesía francesa, la que ama la tradición y el trabajo, burguesía laboriosa, económica, mesurada, continente -no malthusiana-, reclama también en su casa el horario fascista y sueña con un dictador de virtudes romanas y genio napoleónico que cultive durante las vacaciones su trigal y su viña. Oíd como amonesta Lucien Romier a la Francia noctámbula: “Es grave que un pueblo se entregue a los placeres de la noche, no por el mal que encuentran en estos los sermoneadores. Es grave como índice de que tal pueblo pierde sus días. Si tú quieres crecer y prosperar, ¡oh francés! Acuérdate de que la virilidad del hombre se afirma en el triunfo matinal. Es a la hora del alba que viene el invasor, perseguido por el sol levante”.
No es probable que Lucien Romier sepa renunciar a la noche. Pertenece a una burguesía, clarividente en su ruina, que se da cuenta de que el hombre nuevo es el hombre matinal.

José Carlos Mariátegui La Chira

El Burgués

La novela de la guerra alemana, en boga en nuestros días, no será nunca inteligible en todos sus detalles a los lectores que conozcan mal la psicología de la burguesía de la Alemania contemporánea. Leonhard Frank, autor de uno de los primeros libros de guerra, nos puede servir de guía en uno de los sectores de esta indagación. Su novela “El Burgués” es una de sus obras maestras, tiene las más genuinas cualidades de biografía espiritual, de croquis psíquico de la burguesía alemana en su edad crítica.
No es esta una burguesía balzaciana, de franceses de sangre impetuosa y juicio equilibrado; no es una burguesía ibseniana de protestantes heroicos y mujeres apasionadas. Jurgen Kolbenreiher tiene un vago pero cierto parentesco con Jimmy Herf, el protagonista de “Manhattan Transfer”. El burgués novelesco, el burgués espécimen de nuestra época, no es el conformista, el normal, que cumple su misión capitalista de acumulación con perfecta salud moral y seguro equilibrio físico. Este género enrarece, a medida que se acentúa el declinio de la burguesía. La literatura, al menos ha agotado casi la descripción de sus variedades. Tenemos millares de acabadas biografías de industriales, banqueros, funcionarios que emplean sin drama interior su voluntad de potencia. La burguesía en tanto es cada vez menos dueña de su propio espíritu. Están muy relajados los resortes de su mecanismo mental. Le es humanamente difícil retener en sus rangos a los individuos de mayor impulso. Una clase que ha cumplido su misión histórica, y a la que ninguna empresa heroicamente creadora promete ya su futuro, no dispone de los elementos intelectuales y psicológicos necesarios para preservarse de una superproducción de “no conformistas”. El “no conformismo” en tiempos de regular crecimiento capitalista, prestaba a la salud burguesa servicios de reactivo. Tenía por objetos estimular su energía moral e intelectual como una secreción excitante. Henry Thoreau, rebelándose con extremo individualismo contra el pago de impuestos, no pone mínimamente en peligro el equilibrio de una sociedad liberal y puritana; es un signo de vitalidad y de juventud de individualismo de la futura democracia de Roosevelt y Hoover.
Jurgen Kolbenreiher, en el comienzo de la novela, es un tímido alumno de liceo que, en el umbral de una librería, con el dinero en las manos, no osa entrar a adquirir el volumen de filosofía que ha escogido en la vitrina. Sobre Kolbenreiher pesa una opresora educación burguesa que reprime todas sus inquietudes instintivas. Vigilan su adolescencia su padre, burgués implacable, y una hermana de este que exagera su ortodoxia de clase con rutina engañona de tía vieja y soltera. La gravedad contemplativa de Jurgen, su aire distraído, sus salidas heréticas disgustan y preocupan a su padre. Los Kolbenreiher pertenecen a una antigua familia burguesa que en el siglo XV dio a su ciudad un burgomaestre. La inquietud absurda de Jurgen, adolescente de optimismo prematuramente insidiado por la filosofía atenta contra una sólida tradición de adustos negociantes. El viejo Kolbenreiher ha decidido dedicar a su hijo a una carrera administrativa. Un joven de buena familia, inepto para los negocios, no puede aspirar a otra cosa. Jurgen será un pequeño juez de provincia, de humor oscuro y descontento. Para la tía, tutora de Jurgen a la muerte de su padre, esta es la más sagrada de las disposiciones testamentarias. La tía se impone la tarea de velar por la educación de Jurgen de modo que nada lo desvía de su destino de juez de paz. A esta tarea se consagra con el mismo rigor monótono que al crochet y a la administración de sus fincas y valores.
Leonhard Frank sigue en páginas sagaces y concisas el curso de esta adolescencia torturada y difícil. Podría ensayarse útiles confrontaciones entre la adolescencia de Jurgen Kolbenreiher y la del protagonista de Ernst Glaesse. Leonhard Frank desde “La Patria de Bandoleros” se revela biógrafo extraordinariamente penetrante de la juventud alemana. Todo lo que la pedagogía seca y ciega de una tía soltera y rígida, fiel a su tradición burguesa, puede hacer por deformar y anular un alma adolescente, está reflejado en el relato de la juventud de Jurgen. Juventud ensombrecida por la larga e inexorable pesadilla de su conflicto con esta educación de punto crochet que se propone aprehenderlo en propia individualidad.
Jurgen se revela contra esta tía, que intenta dictar a su existencia una regla y un horario estrictos, fijar sus horas de sueño, proscribir poco a poco de sus lecturas y de su ocio la filosofía y los ideales. Pero la rebelión contra la tía y su horrible crochet cotidiano no es posible sino como rebelión contra todo el orden social que representa esta vieja, sus principios y sus casas de alquiles. Jurguen no puede emanciparse de su gris destino de juez de paz y de parsimonioso administrador de su renta, sin emanciparse de toda la tradición de los Kolbenreiher. Desde el liceo, Jurguen se había preguntado ¿Por qué el mejor alumno de su clase, por ser hijo de un cartero, impedido por su pobreza de continuar sus estudios, tendría que empujar una carretilla de mano o recoger boñiga de la calle? ¿Por qué, desde los catorce años hasta su muerte, los mil setecientos obreros del señor Homes, están obligados a trabajar de la mañana a la tarde en su fábrica de papel, mientras millares de muchachos y muchachas que trabajan poco o nada, que se visten bien y se cuidan, pueden pasearse todos los días? Jurguen se había planteado la cuestión de la desigualdad social a sus interrogaciones cuando su impulso centrífugo lo lleva al estudio del ingeniero socialista, licenciado de la fábrica de uno de sus condiscípulos, por sus principios subversivos. El ingeniero es el líder del movimiento socialista local. Jurgen asiste a las reuniones obreras. En las asambleas, en la redacción del periódico socialista halla a Catherine Lenz, otra rebelde de su generación y de su clase, que ha roto con su familia y ha abandonado su hogar para vivir según su propio sentido de la vida. Jurgen deja también su casa y sus odiosos deberes. Conoce la ventura de amar a una mujer que siente y piensa como él, se une a Catherine, más fuerte, más neta que él, heroína modesta y anónima, de la fuerte estirpe de Rosa de Luxemburgo y de Larissa Reisner. Y ya no le será posible olvidar en su vida “esa mañana en que por la primera vez, ha sentido la tranquila seguridad de no estar ya violentado por nada extraño a él y de ser el amo absoluto de su vida sentimental”.
Pero Jurgen no es sino un joven idealista, en el que las raíces de su clase no pueden desaparecer fácilmente. Para militar gozosa y perseverantemente en el movimiento socialista le falta la disciplina del obrero, confinado desde su origen dentro de los límites de su existencia proletaria. Le falta la voluntad firme, el instinto seguro de Catherine Lenz. Jurguen no resiste a la dura prueba de la miseria y la estrechez de una vida de agitador. Es, en el fondo, un egocéntrico, un romántico que no puede imaginarse sino de protagonista de una escena brillante. Su lastre sentimental le impide darse hasta el fin a su nuevo destino, forjarse una nueva existencia como Catherine. Sus más secretos impulsos lo conminan a la deserción, a la fuga. Por esta vía llega a una tentativa de suicidio. En el instante decisivo, se aferra a la vida. Pero desde ese instante se inicia a su retorno a cuanto ha abandonado; bienestar, confort. Una condiscípula de Catherine, inteligente, hermosa, sin prejuicios, rebelde también a su manera, que lo ama acicateada por un sentimiento de curiosidad y admiración, es una tentación a la que inconscientemente sucumbe. Desesperado, después de una escena dolorosa con Catherine busca fugitivo la muerte en los rieles de un tranvía. Cuando se despierta, dos días más tarde, en la alcoba de su tía, vendadas la cabeza y las piernas, Elisabeth, la hija del banquero, vela a su cabecera.
Es así como Jurgen regresa a la existencia a la que ha querido escapar. Ya no será juez de paz. Su rebelión ha tornado a la tía complaciente. Se casará con Elisabeth y reemplazará a su suegro en la banca. Transcurren algunos años. Pero Jurgen no logra ya restituirse, reintegrarse espiritualmente a la clase de la que en su época romántica y juvenil ha desertado. Ni Elisabeth ni los placeres, ni su colección de objetos de arte, bastan a su equilibrio espiritual. Elisabeth es una mujer egoísta y banal que lo engaña para distraerse del aburrimiento de una existencia burguesa. Y, poco a poco, el joven Jurgen reivindica sus derechos, retorna a su vez exigente y acusador. El conflicto entre los dos Kolbenreiher estalla violento, implacable. El banquero Kolbenreiher confronta su caso con el de las gentes que la circundan. “No importa -se dice- el hecho es que sin objeto, sin idea, sin razones de existencia, yo no puedo continuar viviendo. No puedo soportarlo. Es un estado simplemente intolerable. Es en esto que tú te distingues del burgués puro. Este soporta admirablemente tal estado. ¿No es su objeto poseer, poseer, poseer, poseer siempre más? Y él se mantiene generalmente en buena salud. ¿Cómo puede un hombre renunciar a existir hasta el punto de aceptar necesariamente un destino como el que la vieja tía ha soñado siempre para el último Kolbenreiher? La explicación es fácil: “Más del noventa y nueve por ciento de sus contemporáneos que charlan incesantemente sobre el “alma” no son absolutamente incomodados por la suya”. Este conflicto empuja a Kolbenreiher con velocidad vertiginosa hacia la locura. ¿No está ya loco el banquero Kolbenreiher? Ninguno de sus familiares lo duda, al escucharle frases incoherentes, frases absurdas como esta: “Mi villa, mis tres inmuebles de alquiler, toda mi cartera, mi situación, mi crédito, la consideración de que yo disfruto, os doy todo a cambio de esto: yo”. Su vecino, un anticuario sonríe: “Compra de ideales bien conservados. Estilo Luis XVI”. Jurgen huye. Viaja desatentada, desesperadamente, en busca de su yo perdido. Parece que la última estación de su vida va a ser la locura. Los manicomios del siglo veinte albergan muchos Jurgen. Pero Jurgen recorre al final de este viaje, al camino de su primera evasión. Se encamina al barrio de los obreros. Entra al local, donde escuchara en su juventud al ingeniero y donde escuchara a sí mismo, razonando marxistamente. En la puerta, un adolescente de 14 años ofrece a Jurgen un folleto.
“¿Quién habla esta tarde?”
“Mi madre, la camarada Lenz”.
“... Temblando, él mira al hijo de Catherine, cuyo exterior recuerda exactamente al alumno de liceo Jurgen, que, delante de la librería, no tenía valor de entrar a comprar el volumen”.
Leonhard Frank no hace propaganda. Su novela es una pura creación artística. La emoción de su relato no suena jamás a falso. Y todo transcurre en ese tiempo alucinante, suprarrealista, poético, de sus novelas tan densas de humanidad, de misterio.

José Carlos Mariátegui La Chira

El caso Daudet

El caso Daudet

No sé si entre las fobias del espíritu reaccionario y anti-moderno de León Daudet, figure la del teléfono. Pero sabemos, en cambio, hasta qué punto Daudet detesta y condena “el estúpido siglo diecinueve” contra el cual ha escrito una fogosa requisitoria. Se puede chicanear todo lo que se quiera respecto al alcance de este odio del exuberante panfletario de “L’Action Francaise”. No será posible, empero, repudiar del siglo diecinueve el pensamiento o la literatura -liberalismo, democracia, socialismo, romanticismo- para aceptar y usufructuar, sin ninguna reserva, su ingente patrimonio material o físico. En ningún caso, la crónica puede dejar de registrar el hecho de que el factor capital de la fuga de León Daudet de la cárcel ha sido el teléfono o, lo que es lo mismo uno de los instrumentos que forman parte de la herencia del “estúpido siglo diecinueve”.
Esta fuga constituye el lance más ruidoso de la aventurera existencia parisina de León Daudet. La excomunión de “L’Action Francaise”, el diario monarquista y católico de Daudet y Maurras, interesó mucho menos al mundo y a la propia Francia, donde ahora parece que el cinematográfico golpe de escena de los “camelots du roi” ha sacudido las mismas bases del ministerio. La política de la Tercera República exhibe en este periodo toda su puerilidad presente. Unos cuantos muchachos monarquistas y un teléfono incógnito bastan para conmoverla, comprometiendo irreparablemente el prestigio de sus cárceles, la seriedad de sus alcaides y la reputación de su sistema judicial y penitenciario.
León Daudet no cumplía en la cárcel de la Santé una condena política. Su prisión, como es sabido, no se debía a un accidente de trabajo propio de su carrera de panfletista político. Tenía su origen en las acusaciones lanzadas por Daudet contra el funcionario de policía que intervino en el descubrimiento del suicidio de su hijo Felipe. Como se recordará, Felipe Daudet que fugó de su hogar turbado por una oscura crisis de consciencia apareció muerto de un balazo en un taxi. La crispada mano del atormentado adolescente empuñaba un revólver. El suicidio, según todos los datos, era evidente. Mas León Daudet pretendió que su hijo había sido asesinado. El crimen, a su juicio, había sido planeado en una asombrosa conjuración de anarquistas y policías. Daudet sostuvo esta acusación ante los jueces llamados a investigar el hecho y esclarecer su responsabilidad. El fallo del tribunal le fue adverso. De este segundo proceso, salió condenado a cuatro meses de cárcel.
Su prisión se presenta, por tanto, como un incidente de su vida privada, más bien que por su lucha política. Pero en la biografía de un político es sumamente difícil separar lo personal, lo particular, de lo político y de lo público. Daudet, condenado, encontró la solidaridad de “L’Action Francaise” y de la “Liga Monarquista”. Los más ardorosos de sus amigos se aprestaron a resistir por la fuerza a la policía. El local de “L’Action Francaise” se convirtió en una barricada. Daudet acabó, siempre, por ser aprehendido. Mas, a poco tiempo, los “camelots du roi” se han dado maña para sacarlo de la cárcel. Es probable que a la carrera política de Daudet conviniera más el cumplimiento moral de la condena. El prestigio popular de un condottiere se forja en la prisión mejor que en otras fraguas inocuas. Hoy como ayer, no se puede cambiar un orden político sin hombres resueltos a resistir la cárcel o el destierro .Este es, por ejemplo, el criterio del Partido Comunista francés, que no se manifiesta excesivamente interesado en ahorrar a su Secretario General, Pierre Semard, libertado por la treta monarquista al mismo tiempo que León Daudet, los meses de cárcel a que ha sido condenado a consecuencia de su propaganda revolucionaria.
El hecho de que los “camelots du roi” no sean capaces de la misma actitud demuestra hasta qué punto estos buenos y bravos muchachos, y su propio capitán, son políticamente negligibles y anacrónicos. Para un revolucionario -Semard, Cachin, Marté, etc.-, una prisión es simplemente un “accidente del trabajo”; para León Daudet es, más bien, una aventura, efecto y causa de otras aventuras. Toda la historia del acérrimo monarquista asume el carácter de una gran aventura, más literaria o periodística que política. Es una gran aventura romántica.
Porque León Daudet que, mancomunado con Charles Maurras, abomina el romanticismo y de sus consecuencias políticas e ideológicas, no es en el fondo otra cosa que un romántico, un superstite rezagado del propio romanticismo que reniega y repudia. Ese romanticismo, a su tiempo, representó la creencia en la revolución liberal, en la República, etc. Pero, al envejecer o degenerar, cuando estos ideales aparecieron realizados, cambió esta creencia vigente o válida aún, por la pasada y caduca del rey y la monarquía. El nuevo romanticismo, el nuevo misticismo, aporta otros mitos, los del socialismo y del proletariado. Ya he dicho alguna vez que si a Francia le aguarda un periodo fascista, los condottieri de esta reacción no serán, ciertamente, ni Charles Maurras, ni León Daudet. Los directores de “L’Action Francaise” tendrían que contentarse, en la historia del hipotético fascismo de Francia, con el rol de precursores literarios o a lo sumo espirituales -asignado, verbigratia a D’Annunzio o Marinetti, en la historia del fascismo de Italia-. Casi seguramente, el fascismo en Francia se acomodará a la República del mismo modo que en Italia se ha acomodado a la Monarquía. Los servicios de Daudet y Maurras a la causa de la reacción no ganarían demasiado en categoría. Por lo pronto, el embrionario fascismo francés que tiene su promotor o capitán en George Valois, se presenta en abierta disidencia con los monarquistas de “L’Action Francaise”, a los que, por otra parte, la Iglesia no había excomulgado si existiera alguna razón para el catolicismo y la monarquía asociasen en Francia sus destinos.
El rabelaisiano y bullicioso panfletista de “L’Action Francaise”, a pesar de este y otros episodios y aventuras, no muestra mucha aptitud de cumplir en Francia una considerable función histórica. Es un hombre de mucho humor y bastante ingenio a quien, bajo la tercera república, no le ha sido muy difícil echar pestes contra la democracia y pasar por un terrible demoledor. No le ha faltado en su aventura periodística y literaria el viático de opulentas duquesas y graves abates. Su declamación panfletaria se ha acogido a los más viejos principios de orden, de tradición y de autoridad. Y, en su prisión, lo que más lo ha afligido, -si mantenemos la preocupación de Madame Daudet- ha sido la deficiencia del menú, la parvedad de la mesa Por mucho que se trate de idealizar la figura, ciertamente pintoresca y bizarra, Daudet resulta, en último análisis, un pequeño burgués gordo y ameno, de tradición un poco bohemia y un mucho romántica, descendiente de esos cortesanos liberales y heréticos del siglo dieciocho, que se desahogaban en la charla salaz y en la mesa copiosa su vivacidad tumultosa, incapaz de ninguna rebeldía real contra el rey ni la Iglesia.

José Carlos Mariátegui La Chira

El cemento por Fedor Gladkov

El cemento por Fedor Gladkov

“El Cemento” de Fedor Gladkov y “Manhattan Transfer” de John Dos Pasos. Un libro ruso y un libro yanqui. La vida de la URSS frente a la vida de la USA. Los dos super estados de la historia actual se parecen y se oponen hasta en que, como las grandes empresas industriales, -de excesivo contenido para una palabra- usan un nombre abreviado: sus iniciales. (Véase “L’atre Europe” de Luc Durtain) “El Cemento” y “Manhattan Transfer” aparecen fuera del panorama pequeño-burgués de los que en Hispano américa, y recitando cotidianamente un credo de vanguardia, reducen la literatura nueva a un escenario europeo occidental, cuyos confines son los de Cocteau, Morand, Gómez de la Serna, Bontempelli, etc. Esto mismo confirma, contra toda duda, que proceden de los polos del mundo moderno.
España e Hispano-América no obedecen al gusto de sus pequeños burgueses vanguardistas. Entre sus predilecciones instintivas esta la de la nueva literatura rusa. Y, desde ahora, se puede predecir que “El Cemento” alcanzará pronto la misma difusión de Tolstoy, Dovstoyevsky, Gorky.
La novela de Gladkov supera a las que la ha precedido en la traducción, en que nos revela, como ninguna otra, la revolución misma. Algunos novelistas de la revolución se mueven en un mundo externo a ella. Conocen sus reflejos, pero no su conciencia. Pilniak, Zotschenko, un Leonov y Fedin, describen la revolución desde fuera, extraños a su pasión, ajenos a su impulso. Otros como Ivanov y Babel, descubren elementos de la épica revolucionaria, pero sus relatos se contraen al aspecto guerrero, militar, de la Rusia Bolchevique. “La Caballería Roja” y “El Tren Blindado” pertenecen a la crónica de la campaña. Se podía decir que en la mayor parte de estas obras está el drama de los que sufren la revolución, no el de los que la hacen. En “El Cemento” los personajes, el decorado, el sentimiento, son los de la revolución misma, sentida y escrita desde dentro. Hay novelas próximas a esta entre las que ya conozcamos, pero en ninguna se juntan, tan natural y admirablemente concentrados, los elementos primarios del drama individual y la epopeya multitudinaria del bolchevismo.
La biografía de Gladkov, nos ayuda a explicarnos su novela. (Era necesaria una formación intelectual y espiritual como la de este artista, para escribir “El Cemento”). Julio Álvarez del Vayo la cuenta en el prólogo de la versión española en concisos renglones, que, por ser la más ilustrativa presentación de Gladkov, me parece útil copiar.
“Nacido en 1883 de familia pobre, la adolescencia de Gladkov es un documento más para los que quieran orientarse sobre la situación del campo ruso a fines del siglo XIX. Continuo vagar por las regiones del Caspio y del Volga en busca de trabajo. “Salir de un infierno para entrar en otro”. Así hasta los doce años. Como sola nota tierna, el recuerdo de su madre que anda leguas y leguas a su encuentro cuando la marea contraria lo arroja de nuevo al villorio natal. “Es duro comenzar a odiar tan joven, pero también es dura la desilusión del niño al caer en las garras del amo”. Palizas, noches de insomnio, hambre -su primera obra de teatro “Cuadrilla de pescadores” evoca esta época de su vida”. “Mi idea fija era estudiar. Ya a los doce años al lado de mi padre, que en Kurban se acababa de incorporar al movimiento obrero, leía yo ávidamente a Lermontov y Dostoyevsky”. Escribe versos sentimentales, un “diario que movía a compasión” y que registra su mayor desengaño de entonces: en el Instituto le han negado la entrada por pobre. Consigue que le admitan de balde en la escuela municipal. El hogar paterno se resiste de un brazo menos. Con ser bien modesto el presupuesto casero -cinco kopecks de gasto por cabeza- la agravación de la crisis de trabajo pone en peligro la única comida diaria. De ese tiempo son sus mejores descripciones del bajo proletariado. Entre los amigos del padre, dos obreros “semi-intelectuales” le han dejado un recuerdo inolvidable. “Fueron los primeros en quieres escuché palabras cuyo encanto todavía no ha muerto en mi alma. Sabios por naturaleza y corazón. Ellos me acostumbraron a mirar conscientemente el mundo y a tener fe en un día mejor para la humanidad”. Al fin una gran alegría. Gorky, por quien Gladkov siente de joven una admiración sin límites, al acusarle recibo del pequeño cuento enviado, le anima a continuar. Va a Siberia, escribe la vida de los forzados, alcanza rápidamente sólida reputación de cuentista. La revolución de 1906 interrumpe su carrera literaria. Se entrega por entero a la causa. Tres años de destierro en Verjolesk. Período de auto-educación y de aprendizaje. Cumplida la condena se retira a Novorosisk, en la costa del Mar Negro, donde escribe la novela “Los Desterrados”, cuyo manuscrito somete a Korolenko, quien se lo devuelve con frases de elogio para el autor, pero de horror hacia el tema: “Siberia un manicomio suelto”. Hasta el 1917 maestro en la región de Kuban. Toma parte activa en la revolución de octubre, para dedicarse luego otra vez de lleno a la literatura. El Cemento es la obra que le ha dado a conocer en el extranjero”.
Gladkov, pues no ha sido solo un testigo del trabajo revolucionario realizado en Rusia, entre 1905 y 1917. Durante este período, su arte ha madurado en un clima de esfuerzo y esperanza heroico. Luego las jornadas de octubre lo han contado entre sus autores. Y, más tarde, ninguna de las peripecias íntimas del bolchevismo han podido escaparle. Por esto, en Gladkov la épica revolucionaria, más que por las emociones de la lucha armada está representada por los sentimientos de la reconstrucción económica, las vicisitudes y las fatigas de la creación de una nueva vida.
Tchumalov, el protagonista de “El Cemento”, regresa a su pueblo después de combatir tres años en el Ejército Rojo. Y su batalla más difícil, más tremenda es la que le aguarda ahora en su pueblo, donde los años de peligro guerrero han desordenado todas las cosas. Tchumalov encuentra paralizada la gran fábrica de cemento en la que, hasta su ida, -la represión lo había elegido entre sus víctimas- había trabajado como obrero. Las cabras, los cerdos, la maleza, los patios; las máquinas inertes, se anquilosan, los funiculares por los cuales bajaba la piedra de la cantera, yacen inmóviles desde que cesó el movimiento en esta fábrica donde se agitaban antes millares de trabajadores. Solo los Diesel, por el cuidado de un obrero que se ha mantenido en su puesto, reluce, pronto, para reanimar esta mole que se desmorona. Tchumalov no reconoce tampoco su hogar. Dacha, su mujer, estos tres años se ha hecho una militante, la animadora de la Sección Femenina, la trabajadora más infatigable del Soviét local. Tres años de lucha -primero acosada por la represión implacable, después entregada íntegramente a la revolución- ha hecho de Dacha una mujer nueva. Niurka, su hija, no está con ella. Dacha ha tenido que ponerla en la Casa de los Niños, a cuya organización contribuye empeñosamente. El Partido ha ganado una militante dura, enérgica, inteligente; pero Tchumalov ha perdido a su esposa. No hay ya en la vida de Dacha lugar para un pasado conyugal y maternal sacrificado enteramente a la revolución. Dacha tiene una existencia y una personalidad autónoma; no es ya una cosa de propiedad de Tchumalov ni volverá a serlo. En la ausencia de Tchumalov, ha conocido bajo el apremio de un destino inexorable, otros hombres. Se ha conservado íntimamente honrada; pero entre ella y Tchumalov se interpone esa sombra, esta oscura presencia que atormenta al instinto del macho celoso. Tchumalov sufre; pero férreamente cogido, a su vez por la revolución, su drama individual no puede acapararlo, se echa a cuestas el deber de reanimar la fábrica. Para ganar esta batalla tiene que vencer el sabotage de los especialistas, la resistencia de la burocracia, la resaca sorda de la contra-revolución. Hay un instante en que Dacha parece volver a él. Mas es solo un instante en que su destino se junta para separarse de nuevo. Niurka muere. Y se rompe con ella el último lazo sentimental que aún los sujetaba. Después de una lucha en la cual se refleja todo el proceso de reorganización de Rusia, todo el trabajo reconstructivo de la revolución, Tchumalov reanima la fábrica. Es un día de victoria para él y para los obreros; pero es también el día en que siente lejana, extraña, perdida para siempre a Dacha, rabioso y brutales sus celos. -En la novela, el conflicto de estos seres se entrecruza y confunde con el de una multitud de otros seres en terrible tensión, en furiosa agonía. El drama de Tchumalov no es sino un fragmento del drama de Rusia revolucionaria. Todas las pasiones, todos los impulsos, todos los dolores de la revolución están en esta novela. Todos los destinos, los más opuestos, los más íntimos, los más distintos, están justificados. Gladkov logra expresar en páginas de potente y ruda belleza, la fuerza nueva, la energía creadora, la riqueza humana del más grande acontecimiento contemporáneo.

José Carlos Mariátegui La Chira

El duelo de la política de Locarno o de la Sociedad de las Naciones

Los estadistas, los parlamentarios más conspicuos de Occidente han despedido a su colega el Dr. Gustavo Stresseman con palabras emocionadas. El elogio de Stresseman ha desbordado del protocolo. Stresseman era un hombre de Estado que desempeñaba con arte y fortuna la gerencia de la política exterior de Alemania. Sus colegas lo estimaban, sinceramente, por la valoración solidaria de su éxito y de su habilidad. Existe cierto sentimiento gremial, cierta solidaridad profesional entre los ases, entre los “virtuosos” de la política y el gobierno. I el duelo tiene en la política una fina y compleja gradación sentimental. La muerte de otros grandes ministros del Reich, -Erzberger, Rathenau- causó una condolencia menos viva en el areópago político de Occidente capitalista. Erzberger, Rathenau, caían asesinados por la bala de un reaccionario y, por consiguiente, de modo más dramático. Pero eran hombres, sobre todo Rathenau, de los que el instinto burgués de las potencias occidentales desconfiaba un poco. Rathenau profesaba ideas algo heterodoxas y bizarras de reforma social. Estaba en este estado de ánimo, sospechoso a la ortodoxia burguesa, proclive a la aventura y a la desventura, del alemán resentido y humillado de post-guerra. Si su “Defensa de Occidente” hubiese sido escrita a tiempo para enjuiciarlo, Henri Massis no habría dejado de señalarlo como un signo de orientalismo, de asiatismo de una Alemania disolvente e inmanentista. Rathenau había firmado en Rapallo, al margen de la conferencia de Génova, con Chicheri: y Rakovsky, ese tratado ruso-alemán, en virtud del cual Alemania, acosada por los aliados de Versailles, se volvía hacia la Rusia bolchevique. Stresseman, en tanto, es uno de los ministros de la estabilización capitalista, uno de los diplomáticos de Locarno y Ginebra, uno de los artífices de la política que ha restituido al Occidente, después de la escapada de Rapallo, la fidelidad y la cooperación de Alemania. I ha caído, agotado y congestionado por un violento esfuerzo por dominar a una asamblea de partido, en la que todavía se agitaba irreductible el resentimiento de una Alemania subconscientemente revanchista y militar. Los estadistas, los parlamentarios de Occidente sienten la muerte de Stresseman por este carácter patético de accidente del trabajo, mucho más viva y entrañablemente de lo que le habría sentido en otras circunstancias. Stresseman es la víctima de un género eminente y raro de riesgo profesional. Y con Stresseman la burguesía occidental pierde a uno de los más grandes y sagaces realizadores de sus planos de estabilización y economía.
Líder del Volkspartei, el Dr. Gustavo Stresseman representaba en la política alemana los intereses de la burguesía industrial y financiera. Su partido había sido también el de Hugo Stinnes y el de la “Deutsche Allgemeine Zeitung”. Partido de derecha que, piloteado por Stresseman con estrategia de diestro oportunista, no habría seguido a los nacionalistas en la empresa de restauración de la monarquía, sino en caso de que esta restauración hubiese sido exigida por razones reales y posibilidades concretas de la política alemana. Mientras la dirección de la República estuvo en manos de los partidos de Weimar, mientras entre estos partidos, el de la social-democracia no parecía aún bastante resistente al fermento revolucionario, el Volkspartei se mantuvo próximo a los nacionalistas, en una actitud de conservantismo transaccional y realista. Pero desde que se mostró evidente que la estabilización capitalista necesitaba en Alemania las formas democráticas y parlamentarias, para asegurarse la colaboración o, por lo menos, la pasividad de la social-democracia, Stresseman se convirtió en uno de los más disciplinados sostenedores de la República de Weimar. Cierto que la República de Weimar, con el correr de los años, se había transformado también en la República de Hindemburg. Pero, de toda suerte, imponía inexorable y duramente la liquidación de la impaciente esperanza monárquica de las derechas. La burguesía alemana tenía que aceptar los hechos consumados no solo en la vida doméstica sino también en la vida internacional. Stresseman comprendió la necesidad de colaborar, dentro con la República y la social-democracia, fuera con las potencias de la Entente y ante todo con Francia. El para el Volkspartei ni para Stresseman esta colaboración importaba un sacrificio. La burguesía contemporánea no es liberal ni conservadora, no es monárquica ni republicana. Stresseman, monárquico bajo el Imperio, anexionista durante la guerra, republicano con Hindemburg, pacifista después de la ocupación del Ruhr, es un representante típico del posibilismo burgués, del excepticismo operoso de una clase a la que preocupa la salvación de una sola institución y un solo principio: la propiedad.
Alemania no ha sobresalido nunca por su diplomacia. El arte de los tratados, de los entendimientos, de las reservas, de los apartes se ha mostrado un poco inasequible a sus políticos. Stresseman, en el ministerio de negocios extranjeros del Reich, adquiría por esto el relieve de una figura de excepción. En poco tiempo, entonó perfectamente su labor al espíritu de Locarno: espíritu de tregua y compromiso, revestido de elocuencia pacifista. No le costó ningún trabajo aconsejar a sus compatriotas la reconciliación con Francia y aún con Poincaré, el ministro de la ocupación de Ruhr. I, bajo este aspecto, su principal labor de diplomático y de componedor es la realizada en el Reichstag, en Alemania. Un ministro de la social-democracia, un ministro del partido demócrata y hasta un ministro del centro católico, aunque no hubiese sido más flexible que Stresseman, habría encontrado siempre crítica excesiva, vigilancia desconfiada en la Alemania conservadora y nacionalista. Contra Stresseman mismo, se han amotinado a veces las derechas. Pero a él sus antecedentes de hombre de derecha lo preservaban de las sospechas que habrían despertado las transacciones de un hombre de otro sector político. La Alemania conservadora y nacionalista, burguesa y pequeño-burguesa, sabía muy bien que su actitud, en la política extranjera del Reich, se inspiraba estrictamente en los intereses del orden capitalista. El Volkspartei es el partido de la industria. I tiene, por esto, una visión más realista, moderna y práctica de la política y la economía que el otro partido de derecha, el “deutsche national”, representante de la nobleza y la gran propiedad agraria.
Stresseman, político de clase, estaba dotado de un sentido preciso de los intereses capitalistas. Toda su obra, toda su personalidad tienen el estilo de expresiones acabadas del espíritu burgués de nuestro tiempo. Desembarazado de principios, Stresseman lo mismo que como ministro de la paz y la reconciliación habría podido sobresalir como Canciller de Guillermo II y de su imperialismo agresivo.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El exilio de Trotzky

Trotzky, desterrado de la Rusia de los Soviets; he aquí un acontecimiento al que fácilmente no puede acostumbrarse la opinión revolucionaria del mundo. Nunca admitió el optimismo revolucionario de la posibilidad de que esta revolución concluyera, como la francesa, condenando a sus héroes. Pero, sensatamente, lo que no debió jamás esperarse es que la empresa de organizar el primer gran estado socialista fuese cumplida por un partido de más de un millón de militantes apasionados, con el acuerdo de la unanimidad más uno, sin debates ni conflictos violentos.
La oposición trotzkistas tiene una función útil en la política soviética. Representa, si se quiere definirla en dos palabras, la ortodoxia marxista, frente a la fluencia desbordada e indócil de la realidad rusa. Traduce el sentido obrero, urbano, industrial, de la revolución socialista. La revolución rusa debe su valor internacional, ecuménico, su carácter de fenómeno precursor del surgimiento de una nueva civilización, al pensamiento que Trotzky y sus compañeros reivindican en todo su vigor y consecuencias. Sin esta crítica vigilante, que es la mejor prueba de la vitalidad del partido bolchevique, el gobierno soviético correría probablemente el riesgo de caer en un burocratismo formalista, mecánico.
Pero, hasta este momento, los hechos no dan la razón al trotzkismo desde el punto de vista de su aptitud para reemplazar a Stalin en el poder, con mayor capacidad objetiva de realización del programa marxista. La parte esencial de la plataforma de la oposición trotzkysta es su parte crítica. Pero en la estimación de los elementos que pueden insidiar la política soviética, ni Stalin ni Bukharin andan muy lejos de suscribir la mayor parte de los conceptos fundamentales de Trotzky y de sus adeptos. Las proposiciones, las soluciones trotzkistas no tienen en cambio la misma solidez. En la mayor parte de lo que concierne a la política agraria e industrial, a la lucha contra el burocratismo y el espíritu “nep”, el trotzkismo no sabe de un radicalismo teórico que no logra condensarse en fórmulas concretas y precisas. En este terreno, Stalin y la mayoría, junto con la responsabilidad de la administración, poseen un sentido más real de las posibilidades.
Ya he tenido ocasión de indagar los orígenes del cisma bolchevique que con el exilio de Trotzky adquiere tan dramática intensidad. La revolución rusa que, como toda gran revolución histórica, avanza por una trocha difícil que se va abriendo ella misma con su impulso, no conoce hasta ahora días fáciles ni ociosos. En la obra de hombres heroicos y excepcionales, y, por este mismo hecho, no ha sido posible sino con una máxima y tremenda tensión creadora. El partido bolchevique, por tanto, no es ni puede ser una apacible y unánime academia. Lenin le impuso hasta poco antes de su muerte su dirección genial; pero ni aún bajo la inmensa y única autoridad de este jefe extraordinario, escasearon dentro del partido los debates violentos. Lenin ganó su autoridad con sus propias fuerzas; la mantuvo, luego, con la superioridad y clarividencia de su pensamiento. Sus puntos de vista prevalecían siempre por ser los que mejor correspondían a la realidad. Tenían, sin embargo, muchas veces que vencer la resistencia de sus propios tenientes de la vieja guardia bolchevique.
La muerte de Lenin, que dejó vacante el puesto de jefe genial, de inmensa autoridad personal, habría sido seguida por un período de profundo desequilibrio en cualquier partido menos disciplinado y orgánico que el partido comunista ruso. Trotzky se destacaba sobre todos sus compañeros por el relieve brillante de su personalidad. Pero no solo le faltaba vinculación sólida y antigua con el equipo leninista. Sus relaciones con la mayoría de sus miembros habían sido, antes de la revolución, muy poco cordiales. Trotzky, como es notorio, tuvo hasta 1917 una posición casi individual en el campo revolucionario ruso. No pertenecía al partido bolchevique, con cuyos líderes, sin exceptuar al propio Lenin, polemizó más de una vez acremente. Lenin apreciaba inteligente y generosamente el valor de la colaboración de Trotzky, quien, a su vez, -como lo atestigua el volumen en que están reunidos sus escritos sobre el jefe de la revolución, -acató sin celos ni reservas una autoridad consagrada por la obra más sugestiva y avasalladora para la conciencia de un revolucionario. Pero si entre Lenin y Trotzky pudo borrarse casi toda distancia, entre Trotzky y el partido mismo la identificación no pudo ser igualmente completa. Trotzky no contaba con la confianza total del partido, por mucho que su actuación como comisario del pueblo mereciese unánime admiración. El mecanismo del partido estaba en manos de hombres de la vieja guardia leninista que sentían siempre un poco extraño y ajeno a Trotzky, quien, por su parte, no conseguía consustanciarse con ellos en un único bloque. Trotzky, según parece, no posee las dotes específicas de político que en tan sumo grado tenían Lenin. No sabe captarse a los hombres; no conoce los secretos del manejo de un partido. Su posición singular -equidistante del bolchevismo y del menchevismo- durante los años corridos entre 1905 y 1917, además de desconectarlo de los equipos revolucionarios que con Lenin prepararon y realizaron la revolución, hubo de deshabituarlo a la práctica concreta de líder de partido. Mientras duró la movilización de todas las energías revolucionarias contras las amenazas de reacción, la unidad bolchevique estaba asegurada por el pathos bíblico. Pero desde que comenzó el trabajo de estabilización y movilización, las discrepancias de hombres y de tendencias no podían dejar de manifestarse. La falta de una personalidad de excepción como Trotzky, habría reducido la oposición a términos más modestos. No se habría llegado, en ese caso, al cisma violento. Pero con Trotzky en el puesto de comando, la oposición en poco tiempo ha tomado un tono insurreccional y combativo. Zinoviev, lo acusaba en otro tiempo, en un congreso comunista, de ignorar y negligir demasiado al campesino. Tiene, en todo caso, un sentido internacional de la revolución socialista. Sus notables escritos sobre la transitoria estabilización del capitalismo lo colocan entre los más alertas y sagaces críticos de la época. Pero este mismo sentido internacional de la revolución, que le otorga tanto prestigio en la escena mundial le quita fuerza momentáneamente en la práctica de la política rusa. La revolución rusa está en un período de organización nacional. No se trata, por el momento, de establecer el socialismo en el mundo, sino de realizarlo en una nación que, aunque es una nación de ciento treinta millones de habitantes que se desbordan sobre dos continentes, no deja de constituir por eso, geográfica e históricamente una unidad. Es lógico que es esta etapa, la revolución rusa esté representada por los hombres que más hondamente siente su carácter y sus problemas nacionales. Stalin, eslavo puro, es de esos hombres. Pertenece a una falange de revolucionarios que se mantuvo siempre arraigada al suelo ruso. Mientras tanto Trotzky, como Radek, como Rakovsky, pertenece a una falange que pasó la mayor parte de su vida en el destierro. En el destierro hicieron su aprendizaje de revolucionarios mundiales, ese aprendizaje que ha dado a la revolución rusa su lenguaje universalista, su visión acuménica.
La revolución rusa se encuentra en un periodo forzoso de economía. Trotzky, desconectado personalmente del equipo stalinista, es una figura excesiva en un plano de realizaciones nacionales. Se le imagina predestinado para llevar en triunfo, con energía y majestad napoleónicas, a la cabeza del ejército rojo, por toda Europa, el evangelio socialista. No se le concibe, con la misma facilidad, llevando el oficio modesto de ministro de tiempos normales. La Nep lo condena al regreso de su beligerante posición de polemista.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El gabinete Tardieu. El proceso de Gastonia. Las relaciones anglo-rusas

El gabinete Tardieu
La crisis ministerial ha seguido en Francia el curso previsto. Después de una tentativa de reconstrucción del cartel de izquierdas y de otra tentativa de concentración de los partidos burgueses, Tardieu ha organizado el gabinete con las derechas y el centro. Es casi exactamente, por sus bases parlamentarias, el mismo gabinete, batido hace algunos días, el que se presenta a la cámara francesa, con Tardieu a la cabeza. La fórmula Briand-Tardieu, que encontraba más benigno al sector radical-socialista, ha sido reemplazada por la fórmula Tardieu-Briand. Tardieu era en el ministerio presidido por Briand el hombre que daba el tono a la política interior del gobierno. En la cartera del interior, se le sentía respaldado por el consenso de la gran burguesía. Pero, ahora, la fórmula no se presta ya al menos equívoco. Cobra neta y formalmente su carácter de fórmula fascista. Tardieu, jefe de la reacción, ocupa directamente su verdadero puesto; a Briand se le relega al suyo. La clase conservadora necesita en la presidencia del consejo y en el ministerio del interior a un político agresivo; en el ministerio de negocios extranjeros puede conservar al orador oficial de los Estados Unidos de Europa.
El fascismo, sin duda, no puede vestir en Francia el mismo traje que en Italia. Cada nación tiene su propio estilo político. I la Tercera República ama el legalismo. El romanticismo de los “camelots du roi” y del anti-romántico Maurras encontrará siempre desconfiada a la burguesía francesa. Un lugarteniente de Clemenceau, un abogado y parlamentario como André Tardieu, es un caudillo más de su gusto que Mussolini. La burguesía francesa se arrulla a si misma desde hace mucho tiempo con el ritornello aristocrático de que Francia es el país de la medida y del orden. Hasta hoy, Napoleón es un personaje excesivo para esta burguesía, que juzgaría un poco desentonada en Francia la retórica de Mussolini. La Francia burguesa y pequeño-burguesa es esencialmente poincarista. A un incandescente condotiero formado en la polémica periodística, prefiere un buen perfecto de policía. I al rigor del escuadrismo fascista, el de polizontes y gendarmes.
Los radicales-socialistas han rehusado su apoyo a Tardieu. Pero no de un modo unánime. La colaboración con Tardieu ha obtenido no pocos votos en el grupo parlamentario radical-socialista. El briandismo no escasea en el partido de Herriot, Serrault y Daladier, si no como séquito de Arístides Briand, al menos como adhesión y práctica de su oportunismo político. La presencia en el gabinete Tardieu de un republicano-socialista como Jean Hennesy, propietario de “L’Oeuvre” y “Le Quotidien” que no vaciló en recurrir en gran escala a la demagogia cuando necesitada un trampolín para cubrir a un ministerio, podía tener no pocos duplicados. A Tardieu no le costaría mucho trabajo hacer algunas concesiones a la izquierda burguesa para asegurarse su concurso en el trabajo de fascistización de la Francia.
La duración del gabinete Tardieu depende de que Briand y los centristas lleguen a un compromiso estable respecto a algunos puntos de política internacional. Este compromiso garantizaría al ministerio Tardieu una mayoría ciertamente muy pequeña; pero a favor de la cual trabajaría el oportunismo de una parte de los radicales-socialistas y el hamletismo de los socialistas. A Tardieu le basta obtener los votos indispensables para conservar el poder. Cuenta, desde ahora, con su pericia de ministro del interior para apelar a la consulta electoral en el momento oportuno. Está ya averiguado que con la composición parlamentaria actual, no es posible un ministerio radical-socialista. Si tampoco es posible un gobierno de las derechas, las elecciones no podrán ser diferidas. Tardieu tiene menos escrúpulos que Poincaré para poner toda la fuerza de poder al servicio de sus intereses electorales.
El problema político de Francia, en lo sustancial, no ha modificado. A la interinidad Briand-Tardieu, va a seguir la interinidad Tardieu-Briand. Es cierto que la estabilización capitalista es, por definición, una época de interinidades. Pero Tardieu ambiciona un rol distinto. No se atiene como Briand al juego de las intrigas y acomodos parlamentarios. Quiere ser el condotiere de la burguesía en su más decisiva ofensiva contra-revolucionaria. I si la abdicación continúa de los elementos liberales de esa burguesía, que han asistido sin inmutarse en la República de los derechos del hombre al escándalo de las prisiones preventivas, Tardieu impondrá su jefatura a las gentes que aún hesitan para aceptarla.

El proceso de Gastonia
Un llamamiento suscrito por Upton Sinclair, uno de los grandes novelistas norte-americanos, John dos Pasos, autor de “Manhattan Transfer”, Michael Gold, director de “The New Masses” y otros escritores de Estados Unidos, invita a todos los espíritus libres y justos a promover una gran agitación internacional para salvar de la silla electrónica a 16 obreros textiles de Gastonia, procesados por homicidio. El proceso de los obreros de Gastonia es una reproducción, en más vasta escala, del proceso de Sacco y Vanzetti. I, en este caso, se trata más definida y característicamente de un episodio de la lucha de clases. No se imputa esta vez a los obreros acusados la responsabilidad de un delito vulgar, cuya responsabilidad, no sabiéndose a quien atribuirla con plena evidencia, era cómo al sentimiento hoscamente reaccionario de un juez fanático hacer recaer en dos subversivos. En Gastonia los obreros en huelga fueron atacados el 7 de junio a balazos por las fuerzas de policía. Rechazaron el ataque en la misma forma. I víctima del choque murió un comisario de policía. Con este incidente culminaba un violento conflicto entre la clase patronal y el proletariado textil, provocado por el empeño de las empresas en reducir los salarios.
El número de inculpados hoy por la muerte del comisario de policía fue, en el primer momento, de cincuentainueve. Entre estos, una sumaria información policial, en la que se ha tenido especialmente en cuenta las opiniones y antecedentes de los procesados, ha escogido dieciseis víctimas. Se ha formado en los Estados Unidos un comité para la defensa de estos acusados, a los que una justicia implacable enviará a la silla eléctrica, sino la presión de la opinión internacional no se deja sentir con más eficacia que en el caso de Sacco y Vanzetti. El llamamiento de Sinclair, dos Passos y Gold, ha recorrido ya el mundo, suscitando en todas partes un movimiento de protesta contra este nuevo proceso de clase.
La defensa ha obtenido el aplazamiento de la vista decisiva, para que se escuche nuevos testimonios. Gracias a este triunfo jurídico, la condena aún no se ha producido. Pero el enconado e inexorable sentimiento de clase con que los jueces Thayer entienden su función, no consiente dudas respecto al riesgo que corren las vidas de los procesados.

Las relaciones anglo-rusas
La cámara de los comunes ha aprobado por 234 votos contra 199 la reanudación de las relaciones anglo-rusas, conforme al convenio celebrado por Henderson con el representante de los Soviets, desechando una enmienda de Bladwin quien pretendía que no se restableciesen dichas relaciones hasta que las “condiciones preliminares” no fuesen satisfechas. Se sabe cuáles son las “condiciones preliminares”. Henderson mismo ha tratado de imponerlas a los Soviets en la primera etapa de las negociaciones. La suspensión de estas tuvo, precisamente, su origen en la insistencia británica en que antes de la reanudación de las relaciones, el gobierno soviético arreglara con el de la Gran Bretaña. La cuestión de las deudas, etc. Baldwin no ignora, por consiguiente, que a ningún gabinete británico le sería posible obtener de Rusia, en los actuales momentos, un convenio mejor. Pero el partido conservador ha agitado ante el electorado en las dos últimas elecciones la cuestión rusa en términos de los que no puede retractarse tan pronto. Su líder tenía que oponerse al arreglo pactado por el gobierno laborista, aunque no fuera sino por coherencia con su propio programa.
De toda suerte, sin embargo, resulta excesivo en un estadista tan fiel a los clásicos, declarar que “era humillante rendirse ante Rusia” en los momentos en que se consideraba también, en el parlamento, el informe de primer ministro de la Gran Bretaña sobre su viaje a Washington. El signo más importante de la disminución del Imperio Británico no es, por cierto, el envío de un encargado de negocios a la capital de los Soviets, después de algún tiempo de entredicho y ruptura. Es, más bien, la afirmación de la hegemonía norte-americana implícita en la negociación de un acuerdo para la paridad de armamentos navales de los Estados Unidos y la Gran Bretaña.
La Gran Bretaña necesita estar representada en Moscú. La agitación anti-imperialista la acusa de dirigir la conspiración internacional contra el Estado soviético. A esta acusación un gabinete laborista estaba obligado a dar la respuesta mínima del restablecimiento de las relaciones diplomáticas. El Labour Party estaba comprometido a esta política por sus promesas electorales. Además, la Gran Bretaña reanudando su diálogo diplomático con la URSS se muestra más fiel a su tradición y a su estilo que invadiendo las oficinas de la casa Arcos en Londres y transgrediendo las reglas de su hospitalidad y su diplomacia.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El gobierno de la gran coalición en Alemania

La laboriosa gestación del gabinete que preside el líder socialista Herman Müller, denuncia la dificultad del compromiso logrado entre la Social-democracia y el Volkspartei para constituir un gobierno de coalición en Alemania. Los socialistas, que en las últimas elecciones obtuvieron una magnífica victoria, han hecho las mayores concesiones posibles a los populistas y Stresseman (Volkspartei), que en dichas elecciones perdieron no pocos asientos parlamentarios. La social-democracia ha vuelto al poder pero a condición de compartirlo con el partido que representa más específicamente los intereses de la burguesía alemana. El programa del gabinete Müller-Stresseman es un programa de transacción, en cuya práctica tienen que surgir frecuentes contrastes. A eliminar en lo posible las causas de conflicto, ha estado destinadas, sin duda, las largas negociaciones que han precedido la formación del gobierno. Pero el compromiso, por sagaces que sean sus términos, está siempre subordinado en su aplicación al juego de las contingencias.
La culminación de la victoria de los socialistas habría sido el restablecimiento de la coalición de Weimar: socialistas, centristas y demócratas; la asunción del poder por la coalición negro-blanco y oro; la restauración en el gobierno de los colores y el espíritu republicanos y democráticos. Pero una victoria electoral no es la garantía de una victoria parlamentaria. Las elecciones francesas del 11 de mayo de 1924 dieron la mayoría al bloque de izquierdas; pero la asamblea salida de ellas concluyó por restablecer en el gobierno a Poincaré. El parlamento y el gobierno parecer ser, además, en Alemania, desde hace algún tiempo, una escuela de prudencia y ponderación. Los partidos creen servir mejor sus doctrinas por la transacción, que por la táctica opuesta. Alemania está resuelta a dar al mundo, -que le reprochó siempre su tiesura, su rigidez y su lentitud,- las más voluntarias seguridades de su flexibilidad y de su ponderación, recibía el tono y el verbo de los nacionalistas, fue estimada por muchos como el comienzo de una restauración monárquica y conservadora, que en poco tiempo habría cancelado el espíritu y la letra de la constitución de Weimar. Mas la ascensión de Hindemburg a la presidencia tuvo, por el contrario, la virtud de conciliar poco a poco a las derechas con las instituciones democráticas. El partido populista ya había superado esta prueba. Pero el partido nacionalista conservaba aún, enardecido por la marejada reaccionaria, su intransigencia anti-republicana. El paso de la oposición al poder, lo obligó a abandonarla, al mismo tiempo que a suavizar, en obsequio a la política de Stresseman, su aspereza revanchista. No obstante sus críticas y reservas, los nacionalistas han aceptado prácticamente la política de reconciliación de Alemania con los vencedores, hábilmente actuada por Stresseman. I han relegado, durante largo tiempo, a último término, sus reivindicaciones monárquicas. Su colaboración con la república, aunque dosificada a las circunstancias, ha servido a la estabilización democrática y republicana del Reich. Los nacionalistas han salido diezmados de las últimas elecciones, en cuales, en cambio, los partidos del proletariado, socialista y comunista, han hecho una imponente afirmación de su fuerza popular. Los socialistas no han podido, a su turno, sustraerse al influjo de esta atmósfera de moderación y compromiso. El retorno a la coalición de Weimar no les ha parecido inoportuno y aventurado a los centristas, sino también a los propios directores de la social-democracia. Por esto, la participación de Strresseman y el Volkspartei en el gobierno, reclamada también seguramente por Hindemburg, ha exigido una gestión empeñosa, en la cual los jefes socialistas se han sentido impulsados a una estrategia muy cauta. Stresseman, ha discutido con ellos en una posición ventajosa. Algunos votos menos en el parlamento, no han restado a su partido absolutamente nada de su significación de órgano político de la gran industria y la alta finanza. La social-democracia sabe perfectamente que al parlamentar con los populistas, trata con el estado mayor de la burguesía alemana.
[Y desde un punto de vista, el proceso de estabilización democrática de] Alemania nos descubre, en sus raíces, un aspecto de la crisis del parlamentarismo o sea de la democracia. La potencia de un partido, como lo demuestra este caso, no depende estrictamente de su fuerza electoral y parlamentaria. El sufragio universal puede disminuir sus votos en la cámara, sin tocar su influencia política. Un partido de industriales y banqueros, no es lo mismo que un partido de heterogéneo proselitismo. Al partido socialista, que un partido de clase, sus ciento cincuenta y tantos votos parlamentarios, si le bastan para asumir la organización del gabinete, no lo autorizan a excluir de este a la banca y la industria.
La gran coalición no deja fuera de la mayoría parlamentaria, sino de un lado a los nacionalistas fascistas y, de otro lado, a los comunistas. A la extrema derecha y a la extrema izquierda. Los comunistas, -que a consecuencia del fracaso de la agitación revolucionaria de 1923 han atravesado un período de crisis interna,- han realizado en las últimas elecciones una extraordinaria movilización de sus efectivos. Grandes masas de simpatizantes, han vuelto a favorecer con sus votos al partido revolucionario. Las consecuencias de la victoria de la clase obrera en la política ha sido, por esto, la amnistía para todos los perseguidos y procesados político-social. Esta amnistía fue uno de los votos del pueblo. El gobierno no podía dejar de sancionarlo.
Los socialistas tienen cuatro ministros en el gabinete: Müller, canciller, Hilferding (Finanzas), Severing (Interior) y Wisel (Trabajo). Pero esta fuerte participación en el poder, no es la que corresponde a la fuerza electoral del proletariado. Stresseman y sus amigos pesan en el gobierno de la gran coalición, tanto como los ministros de la social-democracia. El equilibrio de este gobierno, por lo tanto, resulta artificial y contingente en grado sumo. Ya se habla de la probabilidad de apuntarlo en el otoño próximo, con un remiendo. I esto es lógico. La gran coalición es un frente demasiado extenso para no ser provisional e interino.

José Carlos Mariátegui La Chira

El hombre y el mito

I.
Todas las investigaciones de la inteligencia contemporánea sobre la crisis mundial desembocan en esta unánime conclusión; la civilización burguesa sufre de la falta de un mito, de una fe, de una esperanza. Falta que es la expresión de su quiebre material. La experiencia racionalista ha tenido esta paradójica eficacia de conducir a la humanidad a la desconsolada convicción de que la Razón no puede darle ningún camino. El racionalismo no ha servido sino para desacreditar la razón. A la idea Libertad, ha dicho Mussolini, la han muerto los demagogos. Más exacto es, sin duda, que la idea de Razón la han muerto los racionalistas. La Razón ha extirpado del alma de la civilización burguesa los residuos de los antiguos mitos. El hombre occidental ha colocado, durante algún tiempo, en el retablo de los dioses muertos, a la Razón y a la Ciencia. Pero ni la Razón ni la Ciencia pueden ser un mito. Ni la Razón ni la Ciencia pueden satisfacer toda la necesidad de infinito que hay en el hombre. La propia Razón se ha encargado de demostrar a los hombres que ella no les basta. Que únicamente el Mito posee la preciosa virtud de llenar su yo profundo.
La Razón y la Ciencia han corroído y han disuelto el prestigio de las antiguas religiones. Eucken en su libro sobre el sentido y el valor de la vida, explica clara y certeramente el mecanismo de este trabajo disolvente. Las creaciones de la ciencia han dado al hombre una sensación nueva de su potencia. El hombre, antes sobrecogido ante lo sobrenatural, se ha descubierto de pronto un exorbitante poder para corregir y rectificar la Naturaleza. Esta sensación ha despojado de su alma las raíces de la vieja metafísica.
Pero el hombre, como la filosofía lo define, es un animal metafísico. No se vive fecundamente sin una concepción metafísica de la vida. El mito mueve al hombre en la historia. Sin un mito la existencia del hombre no tiene ningún sentido histórico. La historia la hacen los hombres poseídos e iluminados por una creencia superior, por una esperanza super-humana; los demás hombres son el coro anónimo del drama. La crisis de la civilización burguesa apareció evidente desde el instante en que esta civilización constató su carencia de un mito. Renán remarcaba melancólicamente, en tiempos de orgulloso positivismo, la decadencia de la religión y se inquietaba por el provenir de la civilización europea. "Las personas religiosas -escribía- viven de una sombra. ¿De qué se vivirá después de nosotros?". La desolada interrogación aguarda una respuesta todavía.
La civilización burguesa ha caído en el escepticismo. La guerra pareció reanimar los mitos de la revolución liberal: la Libertad, la Democracia, la Paz. Mas la burguesía aliada los sacrificó, enseguida, a sus intereses y a sus rencores en la conferencia de Versalles. El rejuvenecimiento de esos mitos sirvió, sin embargo, para que la revolución liberal concluyese de cumplirse en Europa. Su invocación condenó a muerte los rezagos de la feudalidad y de absolutismo sobrevivientes aún en Europa Central, en Rusia y en Turquía. Y, sobretodo, la guerra probó una vez más, fehaciente y trágica, el valor del mito. Los pueblos capaces de la victoria fueron los pueblos capaces de un mito multitudinario.
II.
El hombre contemporáneo siente la perentoria necesidad de un mito. El escepticismo es infecundo y el hombre no se conforma con la infecundidad. Una exasperada y a veces impotente "voluntad de creer", tan aguda en el hombre post-bélico, era ya intensa y categórica en el hombre pre-bélico. Un poema de Henri Frank "La Danza delante del Arca", es el documento que tengo más a la mano respecto del estado de ánimo de la literatura de los últimos años pre-bélicos. En este poema late una grande y onda emoción. Por esto, sobretodo, quiero citarlo. Henri Frank nos dice su profunda "voluntad de creer". Israelita, trata, primero, de encender en su alma la fe en el dios de Israel. El intento es vano. Las palabras del Dios de sus padres suenan extrañas en esta época. El poeta no las comprende. Se declara sordo a su sentido. Hombre moderno, el verbo del Sinaí no puede captarlo. La fe muerta no es capaz de resucitar. Pesan sobre ella veinte siglos. Israel ha muerto de haber dado un Dios al mundo. La voz del mundo moderno propone su mito ficticio y precario: la Razón. Pero Henri Frank no puede aceptarlo. "La Razón, dice, la razón no es el universo".
"La raison sans Dieu c'est la chambre sans lampe".
El poeta parte en busca de Dios. Tiene urgencia de satisfacer su sed de infinito y de eternidad. Pero la peregrinación en infructuosa. El peregrino querría contentarse con la ilusión cotidiana. "¡Ah! sache franchement saisir de tout moment la fuyante fumée et le suc éphémère". Finalmente piensa que "la verdad es el entusiasmo sin esperanza". El hombre porta su verdad en sí mismo.
"Si la Arche et vide où tu pensais trouver la loi, rien n'est réel que ta danse".
III.
Los filósofos nos aportan una verdad análoga a los poetas. La filosofía contemporánea ha barrido el mediocre edificio positivista. Ha esclarecido y demarcado los modestos confines de la razón. Y ha formulado las actuales teorías del Mito y de la Acción. Inútil es, según estas teorías, buscar una verdad absoluta. La verdad de hoy no será la verdad de mañana. Una verdad es válida sólo para una época. Contentémonos con una verdad relativa.
Pero este lenguaje relativista no es asequible, no es inteligible para el vulgo. El vulgo no sutiliza tanto. El hombre se resiste a seguir una verdad mientras no la crea absoluta y suprema. Es en vano recomendarle la excelencia de la fe, del mito, de la acción. Hay que proponerle una fe, un mito, una acción. ¿Donde encontrar el mito capaz de reanimar espiritualmente el orden que tramonta?
La pregunta exaspera a la anarquía intelectual, a la anarquía espiritual de la civilización burguesa. Algunas almas pugnan por restaurar el Medio Evo y el ideal católico. Otras trabajan por un retorno al Renacimiento y al ideal clásico. El fascismo, por boca de sus teóricos, se atribuye una mentalidad medioeval y católica; cree representar el espíritu de la Contra-Reforma; aunque por otra parte, pretende encarnar la idea de la Nación, idea típicamente liberal. La teorización parece complacerse en la invención de los más alambicados sofismas. Mas todos los intentos de resucitar mitos pretéritos resultan, en seguida, destinados al fracaso. Cada época quiere tener un intuición propia del mundo. Nada más estéril que pretender reanimar un mito extinto. Jean R. Block, en un artículo publicado últimamente en la revista "Europe", escribe a este respecto palabras de profunda verdad. En la catedral de Chartres ha sentido la voz maravillosamente creyente del lejano Medio Evo. Pero advierte cuánto y cómo esa voz es extraña a las preocupaciones de esta época. "Sería una locura -escribe- pensar que la misma fe repetiría el mismo milagro. Buscad a vuestro alrededor, en alguna parte, una mística nueva, activa, susceptible a milagros, apta a llenar a los desgraciados de esperanza, a suscitar mártires y a transformar el mundo con promesas de bondad y de virtud. Cuando la habréis encontrado, designado, nombrado, no seréis absolutamente el mismo hombre".
Ortega y Gasset habla del "alma desencantada". Romain Rolland habla del "alma encantada". ¿Cuál de los dos tiene razón? Ambas almas coexisten. El "alma desencantada" de Ortega y Gasset es el alma de la decadente civilización burguesa. El "alma encantada" de Romain Rolland es el alma de los forjadores de la nueva civilización. Ortega y Gasset no ve sino el ocaso, el tramonto, der Untergang. Romain Rolland ve el otro, el alba, der Aufgang. Lo que más neta y claramente diferencia en esta época a la burguesía y al proletariado es el mito. La burguesía no tiene ya mito alguno. Se ha vuelto incrédula, escéptica, nihilista. El mito liberal, renacentista, ha envejecido demasiado. El proletariado tiene un mito: la revolución social. Hacia ese mito se mueve con una fe vehemente y activa. La burguesía niega; el proletariado afirma. La inteligencia burguesa se entretiene en una crítica racionalista del método, de la teoría de los revolucionarios. ¡Qué incomprensión! La fuerza de los revolucionarios no está en su ciencia; está en su fe, en su pasión, en su voluntad. Es una fuerza religiosa, mística, espiritual. Es la fuerza del Mito. La Emoción revolucionaria, como escribí en un artículo sobre Ghandi, es una emoción religiosa. Los motivos religiosos se han desplazado del cielo a la tierra. No son divinos; son humanos, son sociales.
Hace algún tiempo que se constata el carácter religioso, místico, metafísico del socialismo. Jorge Sorel, uno de los más altos representantes del pensamiento francés del siglo XX, decía en sus Reflexiones sobre la Violencia: "Se ha encontrado una analogía entre la religión y el socialismo revolucionario, que se propone la preparación y aún la reconstrucción del individuo para una obra gigantesca. Pero Bergson nos ha enseñado que no sólo la religión puede ocupar la región del yo profundo; los mitos revolucionarios pueden también ocuparla con el mismo título. Renan, como el mismo Sorel lo recuerda, advertía la fe religiosa de los socialistas, constatando su inexpugnabilidad a todo desaliento. "A cada experiencia frustrada, recomienzan. No han encontrado la solución; la encontrarán. Jamás los asalta la idea de que la solución no exista. He ahí su fuerza".
La misma filosofía que nos enseña la necesidad del mito y de la fe, resulta incapaz generalmente de comprender la fe y el mito de los nuevos tiempos. "Miseria de la filosofía" como decía Marx. Los profesionales de la Inteligencia no encontrarán el camino de la fe; lo encontrarán las multitudes. A los filósofos les tocará más tarde, codificar el pensamiento que emerja de la gran gesta multitudinaria. ¿Supieron acaso los filósofos de la decadencia romana comprender el lenguaje del cristianismo? La filosofía de la decadencia burguesa no puede tener mejor destino.

José Carlos Mariátegui La Chira

El intermezzo Berenguer. Las elecciones colombianas.

El intermezzo Berenguer
La agitación política a que debe hacer frente en España el gobierno de transición del general Berenguer, no ha tardado en cobrar un acentuado tono antimonárquico. Unamuno, recibido jubilosamente en España, a nada se ha apresurado tanto como a reafirmar su posición republicana. No habría podido tomar otra actitud, después de sus vehementes campañas en Hendaya. Pero, probablemente, en los cálculos del restablecimiento del régimen constitucional entraba cierta confianza de que la satisfacción por la caída del Primo de Rivera atenuase en los políticos en ostracismo el enojo contra la monarquía.
La dictadura de Primo de Rivera ha tenido el paradójico resultado de resucitar en España al Partido Republicano. Los socialistas habían ido desplazando, poco a poco, a los republicanos, antes de esta crisis de la legalidad, de sus posiciones electorales. Durante la dictadura, el partido socialista ha acrecentado su poder y su influencia. Pero, en parte, ha sido por el rol democrático que su oposición le asigna en el futuro próximo de España. Más que un partido socialista, desde el punto de vista de la composición y la ideología, es un partido demo-liberal. El republicanismo, el antimonarquismo es el aspecto que más expectación enciende en torno a su política. I es lógico que, en esta situación, los antiguos republicanos se sientan también llamados a jugar un rol. La dictadura militar no miraba a otra cosa que a un retorno absolutista. Su fracaso reabre la cuestión del régimen, la cuestión monarquía o república, que los partidos constitucionales creían definitivamente superada o abandonada, con el desarrollo de un movimiento socialista que trasladaba las reivindicaciones de las masas al terreno económico y social.
La monarquía está comprendida en el proceso a Primo de Rivera. El conde de Romanones ha hecho, según el cable, declaraciones que indican su preocupación respecto a la suerte del orden monárquico en España. A su juicio, los acontecimientos exigen una transformación del régimen. España necesita una monarquía constitucional, un orden parlamentario como el de Inglaterra. El viejo ideal de los monárquicos liberales reaparece, en la mente y la práctica de estos, como la fórmula salvadora. La subsistencia del régimen monárquico no tiene otra garantía.
El gobierno de transición de Berenguer, como ya he tenido oportunidad de remarcarlo, asume el encargo de liquidar la dictadura militar; pero es todavía la continuación de esta dictadura, con nuevo personal y diverso programa. La legalidad no está restablecida. El objeto de este gobierno es la normalización, pero la normalización no puede obtenerse por decreto real. La suspensión parcial de la Constitución se mantiene vigente. Berenguer, por ejemplo, tiene que seguir usando la censura de la prensa. La agitación de los partidos y las masas, lo coloca frente a una grave cuestión de procedimiento: ¿Puede su gobierno autorizar o tolerar, inmediatamente, mítines, manifiestos, campañas que son, legalmente, normales? Si la Constitución continúa en suspenso, si los derechos de reunión, de prensa, de negociación no son restituidos al pueblo, ¿Cómo podrá hablarse de restablecimiento de la legalidad? Las medidas restrictivas, en instantes de efervescencia popular, provocarán protestas. I estas, a su vez, incitarán al gobierno de la represión.
Cuando las condiciones políticas de un país llegan a este punto, la revolución puede comenzar en un tumulto. Después de una aventura como la de Primo de Rivera, la vuelta a la constitución no puede cumplirse sin riesgos. Los partidos de oposición entienden, lógicamente, la derrota del dictador como su victoria. Los victoriosos no se conforman fácilmente con que a la hora de la paz se les escamotee las ventajas de la derrota, del fracaso del enemigo. Las cosas se complican con la complicidad notoria de Alfonso XIII, con su interés personal en el golpe de Estado del Marqués de Estella.
La monarquía, ante la bancarrota de la política de Primo de Rivera, ha ofrecido para salvarse la vuelta lisa y llana a la Constitución. Esto es todo lo que la monarquía puede prometer. Pero es mucho más lo que la oposición se encuentra con derecho y con fuerzas para reclamar. El Conde de Romanones: viejo y astuto servidor del régimen, pide que la monarquía se convierta en una monarquía liberal de tipo inglés. Es la reivindicación de un cortesano y de un parlamentario: la reivindicación mínima. Los republicanos quieren la República, los socialistas denuncian la incompatibilidad de la monarquía actual con un orden democrático. Lo que las masas demandarán, en la calle, en los comicios, si se le consiente formular públicamente sus desideratas, será no unas Cortes ordinarias, normalizadoras, sino una Constituyente. Quien dice Constituyente, en las presentes circunstancias, dice Revolución.
El segundo acto de este drama, después del intermezzo Berenguer, si las fuerzas republicanas y socialistas no son en España suficientemente activas y eficaces para empujar al país por este camino, puede ser, por ende, la dictadura absolutista. Ya se ha hablado de la intención de Alfonso XIII de jugar, eventualmente, a la misma carta que Alejandro, el Rey de Yugo-Eslavia. La Unión Patriótica, en previsión de las emergencias posibles, no desarma sus cuadros. Berenguer, conforme a un cablegrama último, se ha visto obligado a telegrafiar a los capitanes generales del reino “recordándoles que la función militar es incompatible con la actuación política y que, su consecuencia, los militares que actuaban en el partido de la Unión Patriótica deben abandonar esa labor política”.
¿Quiénes obran más enérgica y prontamente? ¿Los agentes de la reacción, batidos en la batalla de Primo de Rivera, o las fuerzas de la revolución, sorprendidos por los acontecimientos y carentes de una organización de combate?

Las elecciones colombianas
Ha concluido el gobierno de los conservadores en Colombia. En apariencia, los liberales han ganado las elecciones porque los conservadores se presentaron divididos en ellas. Pero no hay que atenerse a lo aparencial en la estimación de los fenómenos históricos. La división no habría sido posible sin una grave y honda crisis de la política conservadora. Es a esta crisis a la que los conservadores deben su derrota revolucionaria. El cisma del partido, el antagonismo de valencistas y vasquistas, no era sino un síntoma.
El gobierno conservador tendía, a la agitación social y política del país, a una política fascista. El acto más significativo de la administración del Dr. Abadía ha sido la “ley heroica” que niega a la acción política clasista del proletariado de las libertades que la Constitución del Estado acuerda a la expresión de todos los programas e ideologías. La represión sanguinaria de las huelgas de las bananeras no ha sido otra cosa que la aplicación a la lucha contra las reivindicaciones proletarias de los principios fascistas en que se inspiraba esa ley de excepción. El general Rengifo, ministro de guerra del Dr. Abadía hasta los acontecimientos que impusieron su caída, no ha disimulado sus propósitos fascistas. Se ha ofrecido, en todos los tonos, a la clase conservadora para el aplastamiento de las fuerzas revolucionarias. Es uno de esos Martínez Anido hispano-americanos que sueñan con los honores de gendarmes de la Reacción. El general Vásquez Cobo era el candidato de su tendencia. En los primeros tiempos sonó el del propio Rengifo como el de un posible candidato. Pero Rengifo había caído demasiado estruendosamente repudiado por las masas en las manifestaciones que forzaron al Dr. Abadía a licenciar a sus más belicosos y comprometedores ministros. Vásquez Cobo, además, a juicio de un mayor número de conservadores, reunía mejores aptitudes para desenvolver un programa equivalente.
Pero no todos los conservadores se inclinaban a este método. La mayoría del partido está aún formada por gente parsimoniosa, reacia a salir de las viejas normas del conservantismo clásico. La escisión del partido ha sido, por esto, inevitable.
Los liberales no estaban dispuestos a presentar candidato. Hace algunas semanas creían que su mejor política era, una vez más, la abstención. Una rama del partido entendía la abstención como el preámbulo de una acción insurreccional. El declinio de los conservadores, el descrédito creciente de su método gubernamental, reforzaba crecientemente al partido liberal. Los liberales se aprestaban a recoger la herencia del gobierno. Pero había discrepancias sobre la mejor forma de apresurar la sucesión. El triunfo de Olaya Herrera [en las elecciones] es el triunfo de la tendencia pacifista y conciliadora del [partido. A Olaya Herrera] de nada se ha preocupado tanto como de presentarse como un [candidato nacional,] como un hombre exento de espíritu de facción.
Los intereses imperialistas juegan un rol primordial en la política colombiana. Uno de los más sonoros incidentes de la designación de los candidatos conservadores, fue como se sabe el veto del Dr. Concha por sus antecedentes de canciller que defendió celosamente la soberanía nacional frente a la agresiva política yanqui. Vásquez Cobos representaba ostensiblemente una política favorable al capitalismo norte-americano. También, bajo este aspecto, aunque muy discreta y atenuadamente, Valencia encarnaba la tradición conservadora. Olaya Herrera, ex-embajador en Washington, tiene toda la simpatía de los intereses de Estados Unidos. Sus declaraciones, a este respecto, han sido, por lo demás explícitas.
El proletariado colombiano ha afirmado en las elecciones su orientamiento clasista, votando por la candidatura de Alberto Castrillón, líder de la huelga de las bananeras. El partido socialista revolucionario no se ha hecho ninguna ilusión respecto a su fuerza electoral al presentar esta candidatura. Ha querido únicamente proclamar la autonomía de la política obrera.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

"El juego del amor y de la muerte" de Romain Rolland

La última obra de Romain Rolland es una obra de teatro. El autor de las “Tragedias de la fe” figura habitualmente en el elenco de autores del teatro francés. Pocos, sin embargo, han realizado un esfuerzo tan elevado por renovar y animar este teatro. Pocos contribuyeron tan noblemente a realzar, fuera de Francia, su -asaz- gastado prestigio. No son por cierto los nombres de Bataille, Capus, Bernstein, etc. los que en nuestro tiempo pueden representar el arte dramático de Francia. Son en todo caso los nombres de Rolland, Claudel y Crommelynk.
Romain Rolland participó hace más de veinticuatro años en un hermoso experimento de creación del “teatro del pueblo”, realizado bajo los auspicios de “La Reveu d’Art dramatique” por un grupo de escritores jóvenes. Este grupo dirigió un llamamiento “a todos aquellos que se hacen del arte un ideal humano y de la vida un ideal fraternal, a todos aquellos que no quieren separar el sueño de la acción, lo verdadero de lo bello, el pueblo de la élite”. “No se trata -continuaba el manifiesto- de una tentativa literaria. Es una cuestión de vida o muerte para el arte y para el pueblo. Pues si el arte no se abre al pueblo está condenado a desaparecer; y si el pueblo no encuentra el camino del arte, la humanidad abdica sus destinos”.
Este experimento de renovación del teatro, que se alimentaba del mismo idealismo social del cual brotaron las universidades populares, no encontró en París un clima propicio para su desarrollo. No pudo, pues, prosperar. Pero de él quedó una obra: la de Romain Rolland.
En la formación de un teatro nuevo Romain Rolland había visto ideal digno de su esfuerzo artístico. Acaso desde que, intacto todavía su candor de estudiante de provincia, sufrió su primer contacto con el teatro parisién, empezó a incubarse en su espíritu este propósito. La impresión de este contacto no pudo ser más ingrata. “Recuerdo -escribe Romain Rolland con su cristalina sinceridad- la indignación y el desprecio que sentí cuando, al venir a París por primera vez, descubrí el arte de los boulevards parisienses. Me ha pasado la indignación, pero el desprecio me ha quedado.”
Mas esta repulsa en Romain Rolland tenía que ser fecunda. Sus pasiones, sus impulsos se resuelven siempre en amor, en creación. Tal vez porque el teatro fue lo primero que repudió de París, fue también lo primero que ganó sus potencias de artista. Puede decirse que Romain Rolland debutó en la literatura como dramaturgo. “Saint Louis”, drama “de la exaltación religiosa” (1897) y “Aert”, drama “de la exaltación nacional” (1898), esto es sus dos primeras tragedias de la fe, lo revelaron a un público que, en su mayoría, no era aún capaz de desertar de las salas de la comedia burguesa. Vinieron, después, “Les Loups” que, olvidado quizá en París, yo he visto representar en Berlín hace tres años y “Le Triomphe de la Raison” que completa el tríptico de las tragedias de la fe.
En un volumen, “El teatro de la Revolución”, ha reunido Romain Rolland tres dramas de la epopeya revolucionaria del pueblo francés. (“Le 14 Juillet”, “Danton” y “Les Loups”) Estos dramas, concebidos como piezas de un políptico de la revolución francesa, tienen ahora su continuación en “Le Jeu de l’Amour et de la Mort”. Otros trabajos han solicitado en el tiempo transcurrido desde el experimento del teatro del pueblo la energía y el esfuerzo de Romain Rolland. Sus obras de este tiempo, “Juan Cristobal”, “Colas Breugnon” “El Alma Encantada”, le han conquistado la gloria literaria que cien pueblos han consagrado plebiscitariamente. Pero no lo han distraído de la vieja y cara idea del políptico dramático. Su espíritu ha trabajado silenciosamente en esta concepción.
“El juego del Amor y de la Muerte” es un capítulo del teatro de la revolución. El espíritu es el mismo, mas el acento ha cambiado. El artista, el pensador en los veinticinco años que nos separan aproximadamente de los primeros dramas, toda su plenitud. Nos sentimos en una nueva estación, en una nueva jornada del viaje de Romain Rolland. La tormenta de la juventud se ha calmado. Los ojos del artista aprehenden serena y lúcidamente los contornos de la realidad. Esta integralidad se propone purificar y acrisolar la fe. Pero es quizá superior a la resistencia de los espíritus propensos a la duda. Romain Rolland nos da en este drama su más intensa lección de estoicismo.
El protagonista del drama, Jerome de Courvoisier, como nos advierte Rolland, “evoca por su nombre y por su carácter el martirio del último de los enciclopedistas y del genial Lavoisier. Pero la imagen dominante es aquí la del hombre de frente de vencedor y boca de vencido, Cordorcet, el volcán bajo la nieve como decía de él D’Alembert”. Fugitivo, acosado se asila en la casa de Courvoisier, Vallée, el girondino cuya cabeza ha puesto precio la convención. Vallée ama a la mujer de Courvoisier y es amado por ella. No busca un asilo en su casa, viene a confesar su amor. Es el proscrito perseguido, rechazado por todos sus amigos que, sabiendose perdido, regresa de la Gironda a París, portando a través de toda la Francia su cabeza puesta a precio para que antes de caer besase la boca de la amada”. Courvoisier, que se ha tornado sospechoso a la convención, vuelve de la sesión que ha votado la muerte de Danton. En su casa encuentra a Vallée denunciado ya al comité de salud pública. Y, descubierto el amor del proscrito y de su mujer, resuelve sin vacilar su sacrificio. Un esbirro del comité de salud pública halla en su escritorio un manuscrito que lo compromete irremesiblemente. Carnot, su amigo, acude a salvarlo. Le reclama el sacrificio de sus ideas a la revolución. Pero el filósofo rehusa: ha decidido el sacrificio de su vida, no el de sus ideas. Carnot le entrega entonces dos pasaportes para que antes de que la policía venga a aprehenderlo salga de París. Courvoisier da los pasaportes a Vallée y a su mujer. Pero Sofía de Courvoisier es también un alma heroica. Obliga a Vallée a la fuga. Y destruye su pasaporte para seguir la suerte de su marido. Courvoisier ha renunciado por ella a su vida. Ella renuncia por él a su amor. “¿Para qué nos ha sido dada la vida? -exclama Sofía cuando los pasos de los soldados suenan ya en la antesala. “Para vencerla” -respone Courvoisier”.
En esta respuesta, que habíamos encontrado ya en “L’Ame Enchantée”, en esta estoica respuesta a la eterna interrogación, está toda la filosofía de la obra. Pero no toda la filosofía de Romain Rolland. Todo Romain Rolland no se entrega nunca en un libro, en una actitud, en una creación. En este hombre se realiza la Unidad. Es todos los principios de la vida. Es, como dice Waldo Frank, “un hombre integral en una época de caos”.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El parlamento de Primo de Rivera

La dictadura española ha querido celebrar su cuarto aniversario con la convocatoria a la asamblea nacional tantas veces prometida por Primo de Rivera desde que, conchabado con don Alfonso XIII, restauró en España, con especiosos disfraces, la monarquía absoluta. Esta asamblea debía haber sido, conforme al ambicioso designio de Primo de Rivera, cuando enfáticamente anunciaba la inauguración de un nuevo régimen destinado a rehacer España -una asamblea con poderes de constituyente. Pero en estos cuatro años los planes de la dictadura han sufrido más de una metamorfosis. La idea de la asamblea nacional ha encontrado, según se ha dicho, no poca resistencia en la propia monarquía, temerosa de dar un paso excesivo, superior a sus mediocres y achulado oportunismo borbónico. Varias veces la convocatoria a la asamblea ha parecido inminente; otras tantas la ha frustrado el desgano de Alfonso para esta gruesa jugada. Y en esta difícil gestación, la asamblea se ha achicado a tal punto que ahora que nos la enseñan nacida, casi no la reconocemos. No porque la esperásemos más o menos apta y válida, sino porque no es la misma de que Primo de Rivera, con jactanciosa paternidad, nos había anticipado el diseño.
La asamblea de Primo de Rivera, conforme a la descripción que nos ofrece de todas sus piezas y funciones en decreto de convocatoria, es modesto instrumento de legislación, de facultades muy restringidas, que recibe solo el encargo de elaborar el anteproyecto de la reforma constitucional. El personal, de elección real, pretenderá representar nada menos que a la nación; pero, en verdad, no representará en su gran mayoría, sino a la clientela de la dictadura. La representación subsidiariamente acordada a algunas categorías del trabajo intelectual o manual no alcanzará a conferir una autoridad siquiera aparente a este parlamento larvado.
Habría sido bastante comprometedor para la monarquía española el confiar a una asamblea designada por el rey la reforma de la Constitución. Por esto, la facultad de la asamblea ha quedado reducida a la mera confección del proyecto respectivo. La reforma resulta así aplazada al menos por tres años fijados como término a la asamblea. Este plazo de tres años es también el que provisoriamente se señala a si misma la dictadura para continuar su experimento.
Desde su aparición, esta dictadura se ha presentado modestamente como un gobierno a plazo fijo. No ha osado atribuirse la misión de reorganizar por si misma el Estado español. Primo de Rivera ha comprendido siempre que debía renovar periódicamente a sus compatriotas la garantía de su interinidad. El lenguaje de su gobierno, hasta en sus más fanfarronas proclamas, es íntimamente el de un gobierno provisorio.
Esta es una de las cosas que más profundamente diferencias a la dictadura de Primo de Rivera de la de Mussolini. El fascismo no conoce la preocupación del plazo. Se siente definitivo y perdurable. Emprende sus reformas, directas e inmediatamente. Tiene una idea mística de su función histórica. Además de todo lo que personal e intelectualmente separa a Mussolini de Primo de Rivera, los distingue y distancia, desde un punto de vista político, el hecho de que el primero tiene tras de sí un partido fuertemente organizado mientras el segundo se apoya en un séquito precario de elementos sin cohesión, congregados eventualmente en torno suyo por el influjo del poder.
Primo de Rivera tiene siempre el aire de pedir permiso para seguir. Mussolini obra como si estuviera totalmente seguro del consenso indefinido de su pueblo. El general juerguista ignora todavía la magnitud de su aventura. Teme mucho los riesgos de exagerarla. Puede ser que ambicione la duración ilimitada de su poder. Pero se propone ganarla por prórrogas sucesivas, como una suma de interinidades.
Basta este rasgo para juzgar la incurable mediocridad de la dictadura española, cuya subsistencia se explica únicamente como el resultado de un conjunto de circunstancias y elementos negativos: la descomposición de los viejos partidos constitucionales; el descrédito del régimen parlamentario; la insolvencia popular de los líderes liberales o reformistas; la inmadurez del proletariado cuya educación revolucionaria ha sufrido de una parte la influencia enervante del socialismo domesticado y de otra parte el efecto disolvente del sindicalismo anarquista.
La esperanza de los políticos desalojados del gobierno y del parlamento por el golpe de estado de Primo de Rivera se ha alimentado hasta ahora de la confianza en la incapacidad constructiva de la dictadura, sin tener en cuenta su propia insolvencia en este plano. En vez de una activa y combatiente, han preferido oponerle una expectación pasiva y expectante. Licenciados por el rey, no han sabido rebelarse contra la monarquía desleal al pacto del cual emana su autoridad. Hoy mismo, la convocatoria de esta asamblea, que cancela sus ilusiones, -porque dentro de tres años el desamparo de los viejos políticos será más grande aún que ahora- en vez de empujarlos a una acción de resulta defensa de los principios liberales contra la monarquía les inspira apenas el gesto inocuo e impotente de retirarse a la vida privada o de reprochar, melancólicamente al rey una infidelidad que están, sin embargo, dispuestos a perdonarle apenas el badulaque lo solicite. El único documento serio, entre los que recogen la protesta o la queja de los políticos despedidos del servicio real, parece ser la carta de Sánchez Guerra que recuerda a Alfonso XIII que su familia reina en España no por ser haber representado el principio de la monarquía constitucional en oposición al principio de la monarquía absoluta encarnado por el carlismo.
Si esta tesis hubiese sostenida por todos los líderes de los grupos constitucionales en una forma beligerante y agresiva, es probable que Alfonso XIII, a quien no se conocen aún rasgos audaces de héroe sino modestas habilidades de mundano, no había autorizado a Primo de Rivera a esta continuación de su aventura.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El plan Young en vigencia. Tardieu y el parlamento francés. La conferencia naval de Londres

El plan Young en vigencia
Finalmente, los vencedores de Versailles han suscrito con Alemania una reglamentación definitiva del pago de las reparaciones. La reunión de La Haya, en que se ha concluido y firmado el acuerdo que pone en vigencia el Plan Young, no ha trascurrido sin incidentes. Un mes antes de la conferencia, el Dr. Schacht, director del Reichsbank, había insurgido contra las concesiones del gobierno a las potencias creadoras, sosteniendo que el régimen fiscal que imponían a Alemania no era el que convenía a la convalecencia de sus finanzas. Actitud política, antes que financiera, la del Dr. Schacht, no aspiraba naturalmente a detener a Alemania en la vía seguida, sino a echar sobre el gabinete de coalición, y particularmente sobre el partido socialista, la responsabilidad de estos compromisos. El Dr. Schacht ha formado parte de la delegación alemana, aunque no haya sido sino para tener oportunidad de confirmar su posición individual.
El arreglo de las reparaciones quedó obtenido, provisoriamente, con el plan Dawes. Desde entonces, los gobiernos interesados fijaron las líneas generales del sistema de amortización y distribución de la deuda alemana. Pero el plan Dawes, adoptado en instantes en que era prematuro decidir el monto de la indemnización alemana, había dejado pendiente esta cuestión. Era una solución interina que hacía falta experimentar. Pero en esta solución interina estaban ya sancionados los principios que deberían caracterizar el régimen de reparaciones, ante todo, su funcionamiento bajo la tutela de la finanza norte-americana.
La estabilización capitalista empieza propiamente con el plan Dawes. Mientras Francia hubiese continuado empeñada en exigir de Alemania el pago de las armadas que podía reclamarle blandiendo el pacto de Versailles, habría sido vano todo esfuerzo por restaurar la economía capitalista del Reich. No fue un azar que el plan Dawes siguiera a la ofensiva revolucionaria de 1923 en dos Estados del Reich. El plan Young significa, por consiguiente, la ratificación del estatuto de la estabilización capitalista, después de algunos años de experimentación.

Tardieu y el parlamento francés
La mayoría parlamentaria de Tardieu ha bajado fuertemente en las últimas votaciones. Soplan vientos de fronda en el sector radical-socialista. Pero la vuelta de La Haya, con el protocolo del plan Young en el bolsillo, no puede esperar a Tardieu y su ministerio sino un voto de confianza, al que no negarán su adhesión muchos de los que se supone dispuestos a provocar una crisis.
El gabinete Tardieu no habría podido constituirse sin la abdicación tácita de las fuerzas que habrían debido a su vez, sabe “menager” a este sector parlamentario, oponérsele con extrema energía. Tardieu, no ha ocupado la presidencia del consejo con una explícita declaración fascista. Se ha hablado mucho de él como de un joven condotiero. Pero solícitamente, quienes más interesados están en sostenerlo, han rectificado los comentarios presurosos de quienes lo saludaban como al iniciador de una nueva política -ha escrito M. Maurice Colrat- “M. Tardieu tiene más años y prudencia de las que le atribuyen ciertos historiógrafos. A su edad, habría dicho Floquet, Bonaparte había muerto. Además, ningún gesto en su actitud, ningún propósito en sus decisiones traiciona la menor veleidad de rebelión, la menor intención de disidencia. M. André Tardieu ha aparecido más bien como un heredero, como un sucesor, que como un insurgente. A ejemplo de M. Briand y de M. Poincare, ha tratado al principio de agrupar alrededor de él a las fuerzas republicanas y de formar un ministerio de conservación, ofreciendo siete carteras a los radicales-socialistas”. Equívoco, compromiso, transacción, -parlamentarismo para decirlo en una sola palabra- de una y otra parte. Tardieu no es el dictador con el que soñaba el esnobismo y la teorización reaccionarias en Francia. No en vano su escuela ha sido la del parlamento y la del periodismo.
Su programa es, modestamente, sobre todo, un programa de policía. Su misión, dar jaque mate, aún a costa de la tradición republicana y liberal de Francia, a las fuerzas revolucionaria. Su política no significa ni puede significar una ruptura con el estilo parlamentario.
Tardieu en la presidencia del consejo es la Reacción con mayoría parlamentaria, obtenida mediante un experto y prudente juego de fintas y concesiones. Lo que caracteriza al gobierno de Tardieu es su función policial, su técnica policial, su espíritu policial. Marcel Fourrier escribe en el último número de la Revolution Surrealiste: “La policía es esencialmente un estado de espíritu de la burguesía”. El ministerio Tardieu es el más burgués, bajo este punto de vista, de los ministerios de la Tercera República.
Pero el parlamento mismo está permeado de este espíritu, que algunos llamarán por disimulo de “defensa social”, pero que es simplemente de “seguridad pública”, en la acepción policial, corriente, del término. I aquí reside todo el secreto de la fuerza de Tardieu en el parlamento.

La conferencia naval de Londres
Como un último homenaje a la clásica hegemonía naval de la Gran Bretaña, la reina de los mares, se celebra en Londres la conferencia en que las cinco principales potencias marítimas esperan ponerse de acuerdo respecto a la limitación o equilibrio de sus flotas. Acordada previamente entre los Estados Unidos y la Gran Bretaña, la paridad naval de ambas potencias, lo primero que la conferencia va a sancionar es la defunción de la hegemonía naval inglesa.
Es posible que este sea el único resultado final de la conferencia que entonces habría servido sino para refrendar y perfeccionar el entendimiento entre Estados Unidos y la Gran Bretaña, logrado por Mac Donald en su visita a Washington.
Los problemas más intrincados por resolver son, como se sabe, el de la paridad naval de Francia e Italia, reivindicada por el gobierno italiano y a la que difícilmente podría renunciar la diplomacia fascista; el de la abolición de los submarinos, como arma de guerra, punto en el que Francia se ha mostrado siempre irreductible y en el que sus intereses chocan inconciliablemente con los de Inglaterra; y el del programa de armamentos navales del Japón, basado en sus miras en el Pacífico.
El ministerio laborista, batido en la Cámara de los Lores en la votación de la ley sobre seguro de los desocupados, se presenta a la Conferencia con disminuida fuerza política. La Inglaterra tradicional, aristocrática, acaba de marcar su discrepancia con el laborismo, tan pávido y modesto sin embargo en la aplicación de su programa sobre los desocupados.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El sargento Grischa, por Arnold Zweig

Arnold Zweig inauguró con esta novela la estación adulta de la literatura de la guerra alemana. Que su éxito editorial no haya igualado al de “Sin novedad en el Frente” de Erich María Remarque se explica claramente. No sucede solo que a este libro le ha faltado el lanzamiento de gran estilo de “Sin novedad en el Frente”. Arnold Zweig no nos muestra la guerra en las trincheras sino la guerra en la “etapa”. El escenario de sus personajes es ese variado y extenso territorio cruzado de rieles y alambres, donde se anuda y repara la malla terca de la beligerancia. El frente es más terrible y patético; pero es la periferia del complejo fenómeno guerrero. Tiene la dramaticidad de esas úlceras en que afloran a la epidermis enfermedades profundas. En la etapa funcionan los centros nerviosos de la guerra. Una novela que registra sus oscuros movimientos impresiona menos directamente al lector que una crónica animada y violenta de las trincheras.
Pero si al lector corriente, que devora la literatura de guerra con un interés un poco folletinista, le es más difícil seguir y apreciar a Arnold Zweig que a Remarque, el crítico literario reconoce seguramente en “El Sargento Grischa” una obra a la que corresponde con más propiedad la etiqueta de novela. Porque en “El Sargento Grischa” la guerra presta su fondo, su atmósfera, sus personajes a la obra; pero con estos materiales el autor construye un relato que se rige por las reglas de su propio e individual desarrollo. El drama de un soldado no es aquí una ventana para asomarse al espectáculo. El novelista no se entretiene completamente en el otro gran drama de las muchedumbres y las naciones. No hay en esta novela nada anecdótico ni ornamental. Únicamente entran en su desarrollo los personajes necesarios a su propio proceso. “El Sargento Grischa” obedece a la ley de su propia y personal biología. Tiene por esto el grado de realización artística de las obras arquitectónicas en que el estilo exento de postizos, desnudos, de recamos, no es sino un resultado de la armonía de los materiales y las proporciones. No se siente en la novela la intención de describir la etapa. Pero acaso por esto la describe más eficazmente. Todos los individuos, todos los hechos que Arnold Zweig nos presenta, del lado por el que tocan el destino del sargento Grischa Ilyitsch Paprotkin, están arrancados a la más cruda y honda realidad de la etapa. De esta zona compleja y profunda de la guerra, Andreas Latzko nos había dado quizás las primeras visiones en los hombres en guerra. Arnold Zweig nos guía por este intrincado tejido, donde en torno del cuartel general pululan, arrolladas por el tráfico inexorable de las órdenes superiores, criaturas que sufren y resisten la guerra, extrañas a su desenvolvimiento y a sus pasiones, con una obstinada voluntad de salvarse y sobrevivir. A través de este tejido pugna por abrirse paso el prisionero ruso Grischa, prófugo de un campo de concentración alemán, avanzado a ratos, enquistándose en un bosque, hasta caer en una plaza militar donde lo alcanza inexorable el poder del cuartel general.
Grischa ha abandonado el campo de concentración de los prisioneros empujado por el poder irresistible de evasión. En Rusia, la revolución promete la paz. Y Grischa no sabe vencer la nostalgia de regresar a su aldea, donde lo aguardan su mujer y una niña. Se refugia por algún tiempo, en un bosque donde otros prófugos rusos viven una existencia peligrosa de tejones. Y ahí conoce una mujer, campesina rusa también, cuyos cabellos se han puesto blancos en un instante de intensa tragedia en que asistió al fusilamiento de su padre y sus hermanos; pero que conserva aún ternura, bastante para alegrar el descanso de un soldado joven. Para preservarlo de los riesgos de su viaje de prisionero prófugo, ella, la del destino trágico, le propone y transfiere una nueva identidad, la del soldado Byuschev. Puede usarla libremente puesto que Byuschev ha muerto. Pero esta identidad ajena pierde a Grischa. Prendido y juzgado, le corresponde como Byuschev una implacable condena de muerte. El tiempo que Byuschev ha vagado por territorio alemán, lo hace responsable del delito de espionaje. Grischa cree que podrá sacudirse de este destino, extraño, confesando su mentira. Lo mismo piensan cuantos lo rodean. Pero reconocido como Grischa Ilyitsch Paprotkin, nada puede librarlo ya de la sentencia. Nada ni el poder del general de división Otto von Lychow, antiguo tipo militar y aristócrata prusiano que Arnold Zweig retrata con simpatía y que, salvo la heterodoxia tiene algunos puntos de afinidad histórica con el “Comandante rojo” de Ernst Glaesser. El comandante general Schieffezanh, trazado con enérgicas líneas, decide que se cumpla con la condena. El duelo entre los dos poderes es obstinado; pero la ley de la guerra la condena ciega e injusta. I Grischa, que en su fuga, inexorable que en el frente, ha conocido a seres de acendrada humanidad, como ese Babka de cabellos blancos y carne aún joven, a la que deja un hijo, como el carpintero judío Tawje, acaba fusilado. En el instante en que disparan los cinco fusiles del pelotón en una extrema defensa, en una desesperada resistencia a la muerte, “su sentimiento vital, hace mucho tiempo sobrepujado y borrado del presente, se inflama, desde los cimientos del alma, por la certeza de haber salvado de la destrucción una parte de su ser. El germen primero, el potente plasma, saciado de haberes seguido dando en cuerpo de mujer a nuevas encarnaciones, arroja en él, en su cerebro, este pálido reflejo fiel, como una gota de lluvia refleja todo el cielo, y le da -a la manera del deslumbrado hombre de carne- el sentimiento de la perduración en el Yo, de la inmortalidad de su individualidad, que sin embargo está extinguida ya en este momento”.
Zweig, que tan admirablemente crea y anima a sus tipos de nobles y burgueses prusianos, de oficiales y enfermeras, y que escoge como protagonista de su novela a un soldado ruso, sobresale en los retratos de judíos. Extraordinarios, inquietantes, magistralmente logrados son los judíos de esta novela: Posnanski, Bertin, Tawje. Sobre todo ese humilde y bondadoso carpintero Tawje, típico espécimen de artesano hebreo de Polonia, transido de teología, lleno de piedad, que confronta de este modo el caso del sargento Grischa con las categorías i las imágenes de la Biblia. “He aquí un hombre que quiere volver a su hogar, huyendo de los extraños como Tobías (en cuya memoria el mismo se llama Tawje) que, de camino, ha caído a falsos consejeros como Absalón, que ha cometido el pecado de tomar nombre falso, casi como Abraham cuando dio a su mujer Sarah por hermana suya; pues el hombre no tiene su nombre al acaso, sino que lo ha recibido de las esferas del cielo. Después fue arrojado a la cueva, como José o Daniel y sentencia de muerte fue pronunciada sobre él como sobre Urías. Pero el señor le ha abierto la boca como a la burra de Balaam, y tornó a la verdad, lo mismo que Jonás; luego halló gracia como la halló Esther; el poderoso le escuchó benévolo; la pena de muerte pasó. Y una vez que todo esto ha quedado aparte, el pecado de cambio de nombre ha sido purgado; ahora ya sucederá algo nuevo”. Nada nuevo podía acontecer. Nada que no fuese la ejecución de la dura e injusta sentencia. Poco esto no se hallaba previsto en el Antiguo Testamento y escapaba de la sabiduría de Tawje, el carpintero.

José Carlos Mariátegui La Chira

El sumo cicerone del foro romano

Para conocer algún lado, algún perfil de la figura de Giacomo Boni no es indispensable haber visitado Roma y, por ende, el Foro con un ticket de la Agencia Cook. Basta haber leído la novela de Anatole France “Sobre la piedra blanca”. Giacomo Boni es uno de los personajes del diálogo de Anatole France. Y el escenario o el motivo del diálogo es el Foro Romano. Boni pasará, acaso, a la posteridad sentado, filosófica y taciturnamente sobre la “Piedra Blanca” de France. Lo cual inducirá a la posteridad a un error muy grave acerca del verdadero color de la gloria de Boni. Porque, realmente, la fama de Boni proviene, ante todo, del descubrimiento del Lapis Niger que es una piedra negra. El Lapis Niger, según la leyenda, señalaba el lugar donde había sido sepultado Rómulo. Y Boni, en sus búsquedas en el suelo del Foro, encontró una piedra negra que si no es auténticamente la lápida de Rómulo merece serlo. El hallazgo de esta piedra negra ha significado para Roma algo así como el hallazgo de su primera piedra. La posteridad, por consiguiente, acusará talvez a Anatole France de haber pretendido escamotearle a la gloria de Boni el Lapis Niger.
Giacomo Boni sentía en el Foro toda la historia de Roma. Sus búsquedas y sus hallazgos demostraron que el Foro no debía ser considerado y admirado como una superficie cubierta de vestigios ilustres sino como varias superficies superpuestas. En un estrato, está la Roma de Augusto y de Trajano; en un estrato más profundo está la Roma de Marco Curzio; en un estrato más profundo aún, está la Roma de Rómulo y del Lapis Niger. El descubrimiento de la piedra negra fue de Boni la satisfacción de una necesidad espiritual perentoria. Sobre esta piedra quería reposar su inteligencia y su ánima.
Boni ha muerto en el Foro. Era este un derecho que no podía negársele. Había vivido en el Foro veintisiete años. Durante estos veintisiete años no había dejado el Foro ni aún para visitar su Venecia natal. El Foro era su hogar, su oficina, su mundo. La mayor parte de las piedras del Foro han sido identificadas, clasificadas, catalogadas por este cicerone de cicerones. Se puede así decir que Boni ha descubierto el Foro. El turista no podía concebir el Foro sin Boni. El estado ha tenido que reconocer a sus restos el derecho a ser sepultados en el Palatino bajo un ciprés o un mirto plantado por sus propias manos. (Por orden y cuidado de Boni, en el Palatino y en el Foro se ha restaurado la clásica flora romana: laureles, mirtos, rosas y cipreses).
Procedía Boni de la escuela de Ruskin. En los libros de Ruskin aprendió Boni a amar y entender las piedras. Su nacimiento y su ruskinismo lo designaban sin duda para restaurar y conservar Venecia. Pero su destino o trasplantó a Roma. Veintisiete años de vida arqueológica en el Foro y el Palatino, hicieron de Boni un romano. Pero no un romano moderno sino un romano antiguo. Boni se impregnó totalmente de antigüedad romana. No frecuentó nunca el “píccolo mondo moderno” de los hoteles de la Via Vittorio Veneto. No se abonó jamás a la ópera ni al drama. Ignoró absolutamente los restaurantes rusos. Ha muerto probablemente sin conocer el cinematógrafo, las carreras de caballos, el sleeping-car, el cabaret y el jazz-band. Daba la impresión de ser el hombre más antiguo de la edad moderna.
El aspecto más interesante de su biografía es su metamorfosis no sólo espiritual sino también fisiológica. Boni no nació hombre antiguo: se metamorfoseó en hombre antiguo. Sustituyó gradualmente su personalidad nativa de veneciano con una personalidad completamente clásica y latina de senador o de arúspice de Roma. Todo en su vida estaba dirigido a la restauración del antiguo romano. Hugo Oietti cuenta que en un almuerzo ofrecido por Boni a Anatole France el menú era, rigurosamente, en menú del Imperio. France, desolado, se declaró iconoclasta y moderno en materia de cocina.
No obstante su consustanciación con Roma y sus ruinas Giacomo Boni guardó siempre, en el fondo de su alma, la nostalgia de Venecia. En sus serenos ojos vénetos no se borró hasta la muerte la imagen del puente de Rialto ni la de la isla de San Jorge el Mayor. Se leía en sus ojos que no había nacido bajo el cielo del Latium. -Tenía un alma de gondolero o de mosaísta: un alma ni lacustre ni marítima, un alma un poco ambigua como las aguas palúdicas del Gran Canal. -Muerto Ruskin, Giacomo Boni lo sucedió en la apología y la defensa de Venecia. Yo recuerdo haberlo oído discurrir una vez, en la Iglesia de Santa Fancesca Romana sobre su tema dilecto.
Papini y Gioliotti tratan muy mal a Giacomo Boni en “Diccionario del Hombre Selvático” que aspira a ser una especie de enciclopedia del nuevo cruzado cristiano. Lo catalogan o lo clasifican así: Giacomo Boni (1860). Hombre que vive entre los escombros, de los cuales es “cicerone autorizado” para los grandes de la tierra y de la literatura. Necrófilo y violador de tumbas, sale del silencio sólo cuando le sube a la garganta algún bufido de retórica liviana o cesariana”. Este juicio se explica. Papini y Gioliotti no pueden perdonarle a Giacomo Boni su paganismo, ni siquiera en gracia a que este paganismo, tácito y no confeso, estaba atenuado y hasta absuelto por la amistad de Papas y Cardenales. Si Boni hubiese permanecido toda su vida fiel a Venecia y a Ruskin, si en vez de convertirse en cicerone de las ruinas del paganismo se hubiese mantenido ruskiniano y prerrafaelista, el “Diccionario del Hombre Selvático” lo habría juzgado diversamente.
Pero Boni, cualquiera que sea la opinión que su vida merezca a Papini, no era ciertamente un cicerone ni un arqueólogo vulgar. Le había tocado guiar por los caminos del Foro y del Palatino a los grandes de la tierra y de la literatura: reyes, multimillonarios, primeros ministros, premios Nobel, etc. Mas, exceptuado el conocimiento de algún literato humanista o de un cardenal erudito y epicúreo, es probable que el trato fugaz de un monarca o de una princesa no le haya importado nunca nada a Giacomo Boni. A este hombre, instalado en el proscenio y en el ombligo de muchos siglos de historia universal, las figuras de nuestra época no podían interesarle de veras. Boni tenía que sentirse amigo o un cliente de Julio César, de Marco Aurelio o de Appio Claudio. Bajo el Arco de Tito dialogaba tal vez de tarde en tarde con el alma de Plutarco o de Cicerón, que es imposible que alguna vez no le hayan hecho compañía en su tramonto.

José Carlos Mariátegui La Chira

El tramonto de Primo de Rivera. La conferencia de La Haya. La limitación de los armamentos navales

El tramonto de Primo de Rivera
Con escepticismo de viejo mundano, no exento aún del habitual alarde fanfarrón, el Marqués de Estella prepara su partida del poder. El año 1930 señalará la liquidación de la dictadura militar, inaugurada con hueca retórica fascista hace seis años.
Estos seis años de administración castrense debían haber servido, según el programa de Primo de Rivera, para una completa transformación del régimen político y constitucional de España. Pero esta es, precisamente, la promesa que no ha podido cumplir. Después de seis años de vacaciones, no muy alegres ni provechosas, la monarquía española regresa prudentemente a la vieja legalidad. El proyecto de reforma constitucional, boicoteado por todos los partidos, ha sido abandonado. Primo de Rivera no ha podido persuadir al rey de que debe correr hasta el final esta juerga. El rey prefiere restaurar, con gesto arrepentido, la antigua constitución y los antiguos partidos. A este mísero resultado llega una jactanciosa aventura que se propuso nada menos que el entierro de la vieja política.
Unamuno puede reír del trágico-cómico acto final de esta triste farsa con legítimo gozo de profeta. Los que encuentran siempre razones para vivir el minuto, pensando que “lo real es racional”, declararon exagerada y hasta ridícula la campaña de Unamuno en Hendaya. El filósofo de Salamanca, según ellos, debía comportarse con más diplomática reserva. Sus coléricas requisitorias no les parecían de buen tono. Ahora quien da “zapatetas en el aire” no es el gran desterrado de Hendaya. Es el efímero e ineficaz dictador de España que, en el poder todavía, hace el balance de su gobierno frustrado. Sirvió hace seis a su rey y para una escapatoria de monarca calavera. I ahora su rey lo licencia, para volver a la constitucionalidad.
La dictadura flamenca del Marqués de Estella no ha cumplido siquiera el propósito de jubilar definitivamente a los viejos políticos. Los más acatarrados liberales y conservadores se aprestan a reanudar el juego interrumpido en 1923. Primo de Rivera es un jugador que ha perdido la partida. No jugaba por cuenta suya, sino por la del rey. Alonso XIII no le ha dejado al menos terminar su juego.

La conferencia de La Haya
La nueva conferencia de la Haya relega a segundo término a los diplomáticos de la paz capitalista. Esta vez es Tardieu y no Briand quien tiene la palabra a nombre de Francia. Mientras Tardieu exige la inclusión en el protocolo sobre el pago de las reparaciones de las sanciones militares que se adoptarán en caso de incumplimiento de Alemania, Briand prepara las frases que pronunciará en Ginebra, en el consejo de la Liga de las Naciones. Los propios delegados financieros pasan a segundo término. Tardieu necesita satisfacer el nacionalismo del electorado en que se apoya su gobierno. I hasta ahora, a lo que parece, los antiguos aliados de Francia lo sostienen. Briand ha quedado desplazado del puesto de responsabilidad. Tardieu engancha sus poderes en el ministerio que preside y en el que desempeña la cartera del interior. Negociador del tratado de Versailles, le toca hoy firmar el protocolo que pone en vigencia, ligeramente retocado, el plan Young para el pago de las reparaciones. Hace doce años, en Versailles, le habría sido difícil prever que el capítulo del arreglo de las reparaciones resultase tan largo. Tal vez, en sus previsiones íntimas de entonces, su propia ascensión a la jefatura del gobierno aparecía calculada para mucho antes de 1929.
El gobierno alemán, en visible crisis desde la renuncia de Hilferding, sacrificado al implacable director del Reichsbank, puede regresar seriamente disminuido en su prestigio a Berlín, si Tardieu obtiene en la Haya la suscripción de sus condiciones.

La limitación de los armamentos navales
En otra estación se encuentra el debate sobre la limitación de los armamentos navales de las grandes potencias. La conferencia de las cinco potencias vencedoras en la guerra mundial, -Estados Unidos, Gran Bretaña, Japón, Francia e Italia-, que se reunirá en Londres no cuenta con más base de trabajo que el entendimiento anglo-americano. Para arribar a un acuerdo de las cinco potencias, hace falta todavía concretar las reivindicaciones del Japón, Francia e Italia entre si y con el equilibrio y la primacía de las escuadras de la Gran Bretaña y Estados Unidos. El Japón aspira una proporción mayor de la que estas dos potencias le han fijado. Francia resiste a la supresión del submarino como arma naval. Italia reclama la paridad franco-italiana. Anteriormente, Italia era también favorable al submarino; pero conforme a los últimos cablegramas parece ahora ganada a la tesis adversa. En cambio, se muestra irreductible en cuanto al derecho a tener una escuadra igual a la de Francia. Este derecho, por mucho tiempo, sería solo teórico. Su uso estaría condicionado por las posibilidades económicas del país. Mas el gobierno fascista considera la paridad como una cuestión de prestigio. Un régimen que se propone restituir a Italia su rol imperial no puede suscribir un pacto naval que la coloque en un rango inferior al de Francia.
Francia, a su vez, sentiría afectado su prestigio político por la paridad de armamentos navales con Italia. Aceptar esta paridad sería consentir en una disminución de su jerarquía de gran potencia o convenir en la ascensión de Italia al lado de una Francia estacionaria no obstante la victoria de 1928. Tardieu no es el gobernante más dispuesto a este género de concesiones que podrían comprometer su compósita mayoría parlamentaria.
Las perspectivas de la conferencia son, por tanto, muy oscuras. No existe sino un punto de partida: el acuerdo de los Estados Unidos y la Gran Bretaña para dividirse la supremacía marítima. I, por supuesto, no es el caso de hablar absolutamente de desarme.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El vacío en torno a Primo de Rivera. El entendimiento Hoover-Mac Donald. Política argentina

El entendimiento Hoover-Mac Donald.

La Gran Bretaña ha renunciado formalmente, en la conversación entre Mac Donald y Hoover, a la hegemonía mundial de potencia marítima. Este es el primer resultado concreto de las negociaciones entre los dos presidentes, en de la República de USA y en del Consejo de Ministros de SM Británica. La paridad naval de los dos Imperios anglo-sajones era, sin duda, la condición básica de un acuerdo. El imperio yanqui ha llegado a un grado de su crecimiento y expansión en que no le [es] posible reconocer, en el plano de los armamentos navales, la superioridad británica. La limitación de los gastos navales es una necesidad del tesoro británico; no del tesoro norte-americano. Por consiguiente, la gestión del acuerdo y las concesiones elementales para allanarlo correspondían a la Gran Bretaña. Mac Donald ha empezado por reconocer este hecho.

Obtenido el entendimiento de las dos potencias anglo-sajonas en los puntos fundamentales, sin esperar el regreso de Mac Donald a Londres, se ha convocado para enero próximo a una nueva conferencia sobre el desarme naval. La conferencia se celebrará esta vez en Londres y a ella concurrirán solo cinco potencias: la Gran Bretaña, los Estados Unidos, el Japón, Francia e Italia.

Ya se dibujan las irreductibles oposiciones de intereses que esa conferencia tratará de resolver. La Gran Bretaña y los Estados Unidos propugnan la supresión de los submarinos como arma naval. I en este punto no se muestran dispuestas a ceder Francia ni Italia. Para las potencias a las que no es posible sostener escuadras formadas por unidades costosas, el submarino es el arma por excelencia. Navalmente, Francia e Italia quedarían reducidas a una condición de suma inferioridad, si renunciaran a sus flotillas de sub-marinos. La prensa fascista, reaccionando rápidamente contra el plan Hoover-Mac Donald, lo denuncia como el pacto de los imperios para imponer su ley al mundo. El Japón, a su vez, no se aviene a la escala de 5-5-3- que se pretende fijar en lo que respecta. I los Estados Unidos, sin duda, no querrán hacer concesiones al Japón en este terreno. No es el desarme, sino un equilibro, fundado en la absoluta primacía anglo-americana, lo que se negocia, en este difícil y complicado proceso.

El vacío en torno a Primo de Rivera

La designación de Sánchez Guerra, Alba, y Eduardo Ortega y Gasset por el Colegio de Abo­gados de España para tres asientos en la Asam­blea Nacional, es un gesto de reto y de desdén a la dictadura de Primo de Rivera que confirma vivazmente el estado de ánimo de la nación es­pañola. La terna no puede ser, por las personas y por la intención, más hostil contra la desven­cijada y alegre dictadura del Marqués de Es­tella.

Sánchez Guerra no ha salido aún de la juris­dicción del tribunal militar que lo juzga por su tentativa de insurrección. Es el caudillo más agresivo y conspicuo de la lucha contra Primo de Rivera. Preso, después del fracaso del plan insurreccional, no pidió gracia ni excusa. No ate­nuó mínimamente su actitud de rebeldía contra el régimen. La declaró legítima, ratificándose en su condena de este régimen y de sus proyectos de falsificar la legalidad con una reforma pseudo-plebiscitaria de la Constitución que ha pues­to en suspenso. Dr. Santiago Alba es el ex minis­tro del antiguo régimen contra el que se ensañó tan porfiada y escandalosamente en sus comien­zos la belicosidad fanfarrona de Primo de Rive­ra. Ninguna reputación del liberalismo español fue entonces tan rabiosamente agredida como la de Alba por los paladines de la Unión Patriótica. Alba, por su parte, ha respondido siempre con beligerancia decidida a la ofensiva del somatenis­mo. Eduardo Ortega y Gasset, en fin, no es me­nos conocido por su obstinada oposición al ré­gimen que desde hace algunos años sufre su pa­tria. En mi última crónica, comenté precisamen­te su expulsión de Hendaya, a consecuencia de su tesonera y enérgica campaña contra Primo de Rivera en esa ciudad de la frontera franco­-española, al frente de la revista "Hojas Libres". Su aclamación por el Colegio de Abogados ha seguido por pocas semanas esta medida drástica de la policía francesa, solicitada empeñosamente por la Embajada de España en París.

Pero este hecho, con ser significativo, no agre­ga sustancialmente nada a lo que ya sabíamos respecto al aislamiento, a la soledad de Primo de Rivera y su clientela. El fascismo italiano se atrevió al acaparamiento total y despótico del gobierno y del parlamento, a base de una facción entrenada y aguerrida, militarmente disciplinada. El somatenismo español, en tanto, no ha llegado después de seis años de poder, a constituir un partido apto para desafiar a la oposición y or­ganizar sin ella y contra ella gobierno, parlamen­to y plebiscito. Ya me he referido a la proviso­riedad que Primo de Rivera ha invocado siem­pre como una excusa de su presencia en la jefa­tura del gobierno. Pasado su período de desplante y jactancia, Primo de Rivera ha cortejado a los mismos viejos partidos contra los que antigramaticalmente despotricara en las primeras jornadas de su aventura palaciega, para conseguir su colaboración en la Asamblea Nacional y en la reforma de la Constitución. Algunos líderes liberales, no han dejado de mostrarse oportunísticamente dispuestos a una componenda; pero se han guardado no menos oportunísticamente de situarse en un terreno de franco consenso. El Partido Socialista y la Unión de Trabajadores han tomado posición neta contra el simulacro de asamblea y de reforma. Como lo ha observado bien nuestra inteligente y avisada amiga Carmen Saco, viajando de Barcelona a Valencia y Manises, el pueblo español toma a risa el régimen de Primo de Rivera. Todo el mundo piensa que eso no es serio y no durará. Primo de Rivera con sus actitudes, con sus discursos, con sus presuntuosos disparates de legislador, crea el vacío en torno suyo. Su política, bajo este aspecto, tiene un efecto automático, que él no se propone, pero que por esto mismo obtiene infaliblemente.

Política argentina

El gobierno de Irigoyen hace frente a una oposición combativa, en la que hay que distinguir dos frentes bien diversos. Las requisitorias de los conservadores, del antipersonalismo y de la Liga Patriótica, son de la más neta filiación reaccionaria. Su beligerancia se alimenta del resentimiento de los variados intereses unificados alrededor de la fórmula Melo-Gallo. Estos intereses no le perdonan al irigoyenismo su victoria abrumadora en la batalla eleccionaria. Irigoyen, en el poder, ha decepcionado a muchos de los que esperaban no se sabe qué milagros de su demagógica panacea populista. En la lucha de clases, su gobierno hace sin disimulas la política de la burguesía industrial y mercantil. El proletariado, por consiguiente, lo reconoce como un gobierno de clase. La reducción de la burocracia, la redistribución de los emplees públicos, crea un ejército de cesantes y desocupados que actúa como activo elemento de agitación antiirigoyenista. Esto sirve a la oposición conservadora para elevar a un rango espectacular la escaramuza parlamentaria. Pero la verdadera oposición de clase y de doctrina es la que se delínea, con carácter cada vez más acentuado y propio, en el proletariado.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El viaje de Mac Donald

Ramsay Mac Donald, navegando hacia los Estados Unidos en el “Berengaria”, continúa más que una línea del Labour Party, su trayectoria personal de pacifista y social-demócrata escocés. Durante la guerra, su vocación de pacifista lo alejó de la política mayoritaria de su partido. En los tiempos en que Henderson y Clynes colaboraban en un gobierno de “unión sagrada”, Ramsay Mac Donald era, por sus puritanas razones de “consciencious objector” parlamentario, el líder de una minoría suave y ponderada. Rectificada la atmósfera bélica, su pacifismo se convirtió en el más eficaz impulso de su ascensión política. El propugnador de la paz de las naciones era, simultánea y consustancialmente, un predicador de la paz de las clases. Mac Donald se descubría acendrada y evangélicamente evolucionista. Condenaba toda violencia, la nacional como la revolucionaria. En el poder, su esfuerzo tendería, ante todo, a la paz social.
Los gustos, los ideales, el estilo de este pacifista acompasado, menos brillante y universitario que Wilson, con discreción y mesura de hombre del viejo mundo, afinado por una antigua civilización, conviene a la política del Imperio británico en esta etapa en que sus esfuerzos pugnan por contener sagazmente en avance brioso del Imperio yanqui. No es el imperialismo de hombres de la estirpe de Cecil Rhodes, Chamberlain, ni siquiera de Churchill, el que corresponde a las necesidades actuales de la diplomacia británica. El Imperio británico habla siempre el lenguaje de su política colonizadora; pero entonándolo a las conveniencias de un período de declinio, de defensiva, en que su hegemonía se siente condenada por el crecimiento del Imperio yanqui. Los gerentes, los cancilleres de la antigua política británica, representaban también una Gran Bretaña evolucionista, pronta a acudir a cualquier cita, a donde se le invitase a nombre de la paz y el progreso de la humanidad. Pero el de esos hombres era un evolucionismo agresivo, darwiniano, que miraba en el Imperio británico la culminación de la historia humana y que identificaba la razón de Estado inglesa con el interés de la civilización. Un “premier” de esa estirpe o de esa época, no se habría embarcado en un transatlántico para los Estados Unidos, a negociar el desarme. No habría llegado a Washington sin cierto aire imperial.
I es significativo que Ramsay Mac Donald, no encuentre en la presidencia de los Estado Unidos a un retor de la paz mundial como Woodrov o Wilson, ni a un líder de la democracia como Al. Smiths, sino a un neto representante de una industria y una finanza ricas, jóvenes y prepotentes como el ingeniero Herbert Hoover. Estados Unidos está en la etapa a la que la Gran Bretaña ha dicho adiós, después de conocer en Versailles su máxima apoteosis. Los hombres de Estado del Imperio yanqui son en este momento sus industriales y sus banqueros. Todos los negocios de la república se resuelven en Wall Street.
Los dos estadistas proceden de la misma matriz espiritual; los dos descienden del puritanismo. Pero el puritanismo del “pioneer” de Norte-América, por el mecanismo de transformación de su energía que nos ha explicado Waldo Frank, se prolonga en una estirpe de técnicos y capitanes de industria, mientras el puritanismo de los doctores de Edimburgo produce, en el Imperio en tramonto, abogados elocuentes del desarme y teóricos pragmatistas de un socialismo pacifista y teosófico.
El sentido del británico vigila, sin embargo, en las promesas y en el programa de Ramsay Mac Donald. No sería propio de un primer ministro de Inglaterra hacerse ilusiones excesivas; menos propio aún sería consentir que se las hiciese el electorado. Mac Donald no promete a su país, inmediatamente, el desarme, ni al mundo la paz. Sus objetivos inmediatos son mucho más modestos. Se trata de obtener un acuerdo preliminar entre la Gran Bretaña y los Estados Unidos respecto a la limitación de sus armamentos navales, a fin de que la próxima conferencia del desarme trabaje sobre esta base. La limitación de armamentos, como se sabe, no es propiamente el desarme. La URSS es el único de los Estados del mundo que tiene al respecto un programa radical. Lo que razones de economía imponen, por ahora, a las grandes potencias navales y militares es cierto equilibrio en los armamentos. I, en cuanto se empieza a discutir acerca de la escala de las necesidades de la defensa nacional de cada una, el acuerdo se presenta difícil. El primer obstáculo en la competencia entre la Gran Bretaña y Norte-América. Por eso, se plantea ante todo la cuestión del entendimiento anglo-americano. Confiado en su fortuna de jugador novel, Ramsay Mac Donald va a tirar esta carta.
Pero, como ya lo observan los comentadores más objetivos y claros, la rivalidad entre los dos imperios, el británico y el yanqui, no se expresa en unidades navales sino en cifras de producción y comercio. La competencia entre los Estados Unidos y la Gran Bretaña es económica y política; no militar y naval. El peligro de un conflicto bélico entre las dos potencias, no queda mínimamente conjurado con un pacto que fije el límite temporal de sus armamentos. La causa de sus respectivos imperios, sobre el número de barcos de guerra que construirán anualmente. Esa es una cuestión económica muy premiosa, sin duda, para Inglaterra que tiene otros gastos a que hacer frente de urgencia. Mas no se conseguiría con ese acuerdo una garantía de paz más sólida que la firma del pacto Kellog. La potencia bélica de los Estados modernos se calcula por su poder financiero, por su organización industrial, por sus masas humanas, La posibilidad de transformar la industria de paz en industria de guerra en pocos días, tiene en nuestra época mucha más importancia que el volumen del parque o el efectivo del ejército. El Japón ha realizado no hace mucho la más importante maniobra militar, poniendo en pie de guerra por algunos días todas sus fábricas.
En las dos naciones, a nombre de las cuales Mac Donald y Hoover discutirán o negociarán en breve, los líderes y las masas revolucionarias denuncian la política imperialista de sus respectivos gobiernos como el más cierto factor de preparación de una nueva guerra mundial. Los propios laboristas británicos no suscriben unánimemente las esperanzas de su “premier”. El Independant Labour Party ha estado representado por Maxton y Coock en el 2º. Congreso Anti-imperialista Mundial de Francfort. Este congreso, donde los peligros de guerra han sido examinados sin diplomacia y sin reserva, han sido, por esto mismo, un esfuerzo a favor de la paz y la unión de los pueblos mucho más considerable que el que puede esperarse del diálogo Hoover-Mac Donald.
José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Estación electoral en Francia

Este año promete una buena cosecha a la democracia. Es un año esencial y unánimemente electoral. Habrá elecciones en Francia, Inglaterra, Alemania, la Argentina, etc. Y no sería normal ni lógico que la democracia saliera ejecutada de una votación. El sufragio universal se traicionaría a si mismo si condenase el parlamento y la democracia. Puede inclinarse alternativamente a izquierda o a derecha; pero no puede suprimir la derecha ni la izquierda. Ni la revolución ni la reacción muestran, por esto, ninguna ternura electoral o parlamentaria. Las elecciones son, así para los reaccionarios como para los revolucionarios, una simple oportunidad de predicar el cambio de régimen y de denunciar la quiebra de la democracia. Las elecciones italianas de 1921, convocadas en plena creciente fascista, dieron la mayoría a las izquierdas y trajeron abajo a Giolitti. El fascismo ganó apenas treintaicinco asientos en la cámara. Pero el año siguiente, después de la marcha a Roma, obtuvo de la misma cámara un voto de confianza. Poco importa que la reacción o la revolución estén próximas. Las elecciones, formalmente, oficialmente, necesitan dar siempre la razón a la democracia. La víspera misma de ganar el gobierno, los bolcheviques perdieron las elecciones. Los social-demócratas de Kerensky tenían la cándida pretensión de que, dueños ya del poder, Lenin y sus correligionarios reconociesen a una asamblea que los condenaba a priori. Lenin, como bien se sabe, prefirió licenciar esta asamblea extemporánea y retórica.
El momento, por otra parte, es de estabilización capitalista, que es como decir de estabilización democrática. Porque la burguesía puede haber empleado el golpe de estado fascista para conseguir o afianzar su estabilización; pero solo en los países donde la democracia no era muy extensa ni muy efectiva. En Inglaterra, en Alemania, en Francia, el capitalismo se ha defendido dentro de la democracia, aunque se haya valido a ratos de leyes de excepción contra sus adversarios. La burguesía no es precisa o estrictamente el capitalismo; pero el capitalismo si es, forzosamente, la democracia burguesa.
Los resultados de las elecciones no importan demasiado. El 11 de mayo de 1924, el bloque nacional y el cartel de izquierdas se disputaron acanitamente en Francia la victoria electoral. El escrutinio de ese día no se contentó con derribar a Poincaré de la presidencia del consejo. No pareció satisfecho sino después de arrojar a Millerand de la presidencia de la república. Caillaux, el condenado del bloque nacional, regresó a Francia con cierto aire de césar democrático. Y, sin embargo, dos años después el cartel se disolvía, para dar paso a una nueva fórmula: un gabinete presidido por Poincaré, con Herriot en el ministerio de instrucción y Briand en el del exterior. El 1 de mayo no tocó, en consecuencia, la sustancia de las cosas. Herriot acabó colaborando en un ministerio poincarista y Poincaré concluyó presidiendo un gobierno apoyado en los radicales-socialistas. Esta vez, como la anterior, cualquiera que sea el resultado de las elecciones, solo podrá sostenerse en el gobierno un ministerio de opinión. El escrutinio no producirá, por ningún motivo, un gobierno de partido. Ni un bloque de derechas ni un cartel de izquierdas sería suficientemente sólido. El gobierno tendrá que contar, como el de Poincaré, con el favor de la pequeña burguesía no menos que con la venia de la alta finanza y la gran industria. Una victoria del partido socialista sería, sin duda, la única posibilidad de acontecimientos imprevistos e insólitos. Pero ningún partido asumiría el poder con más miedo a sus responsabilidades ni con más miramiento a la opinión que el partido socialista.
Los socialistas franceses se inclinan, por esto, a una reconstitución más o menos adaptada a las circunstancias, de la fórmula radical-socialista. León Blum rehusaba en 1925 y 26 la participación de los socialistas en el gobierno, en espera, según él, de que les llegara la oportunidad de asumirlo íntegramente por su cuenta. Esta política apresuró el regreso de Poincaré y el restablecimiento de la unión nacional, con el programa de revalorización del franco. Mas la oportunidad aguardada, con tanta certidumbre, por León Blum, no parece haber llegado todavía. Los socialistas no podrían hacer en el poder sino una de estas dos políticas: o una política revolucionaria, sostenida por todas las fuerzas del proletariado, que conduciría inevitablemente a la guerra social, o una política conservadora, de concesiones incesantes a los intereses y la opinión burgueses, como la practicada por los laboristas ingleses durante el experimento Mac Donald. En el segundo caso, un ministerio socialista duraría menos aún que el primer ministerio Herriot después de las elecciones victoriosas del 1º de mayo. En el primer caso, salvo la acción de jefes superiores, con dotes excepcionales de comando, los socialistas serían finalmente desalojados del poder por los comunistas.
El destino del partido socialista francés podía ser el de reemplazar al partido radical-socialista. Pero este proceso requiere tiempo. Los radicales socialistas, aunque pierdan súbitamente su ascendiente sobre las masas pequeño-burguesas de las ciudades, conservarán por algún tiempo, sus clientelas electorales de provincias. Tienen viejas raíces que los defienden de una rápida absorción, sea por parte de la izquierda socialista, sea por parte de la derecha plutocrática. Su función no ha terminado. Y, mientras le estabilización democrática no se encuentre seriamente amenazada, su chance electoral seguirá siendo considerable.

José Carlos Mariátegui La Chira

Europa y la bolsa de New York. La nueva generación española y la política

Europa y la bolsa de New York
La Europa capitalista manifiesta cierto optimismo respecto a las consecuencias de la crisis financiera de New York. La caída de los valores se ha detenido a la altura que la salud de Europa puede tolerar. I el primer efecto que es lógico predecir para las finanzas europeas es el regreso gradual al viejo continente de los capitales que lo había abandonado buscando inversiones, si no más fructuosas, más seguras al menos en Norte-América, Cambó, según anunció oportunamente el cable, se contó entre los primeros que señalaron este reflujo.
La estabilización capitalista se realiza en Europa con el concurso financiero norte-americano. No es por azar que dos norte-americanos, Dawes y Young, dan su nombre a los complicados acuerdos sobre las reparaciones. El capitalismo yanqui es el principal empresario de la reconstrucción europea. Antes de que los Estados de la Entente pactaran con Norte América las condiciones de amortización de su deuda, su nuevo mondus vivendi no se sentía establecido. Puede agregarse que en la estabilización capitalista europea los yanquis han mostrado, hasta cierto punto, más confianza que muchos capitalistas europeos, a quienes la amenaza de la revolución proletaria indujo en Alemania, Italia, Francia, a dirigir sus capitales a América.
Pero Europa no se resigna a convertirse, poco a poco, en un conjunto de colonias de los Estados Unidos. El paneuropeísmo es la expresión de una corriente defensiva que mira en la fórmula de Briand la única defensa válida de los intereses del capitalismo europeo contra el dominio yanqui. A los Estados europeos les satisface, por esto, la probabilidad de recuperar los capitales que se habían retirado de su industria y su comercio para aumentar la congestión de oro de Norte América. Estos capitales han sido advertidos enérgicamente por la crisis de New York de los riesgos de la congestión.
Naturalmente, si el pánico bursátil de New York hubiese rebasado el límite más allá del cual estaban profundamente en juego todos los intereses de la economía capitalista mundial, las constataciones y vaticinio de los observadores de Europa estarían muy lejos del menor optimismo. Las consecuencias de la crisis en Europa no les consentirían ninguna esperanza de compensación satisfactoria. Aún como han ido las cosas, cuantiosos intereses resultan afectados. Pero la caída de los valores en New York ha sido frenada en el nivel que los nervios de los financistas europeos podían resistir sin que los ganase también el vértigo. I esto es bastante, por el momento, para la convalecencia de las esperanzas de Europa.

La Nueva generación española y la política
Luis Emilio Soto examina en un artículo de “La Vida Literaria” de Buenos Aires la actitud de la joven generación literaria de España frente a la crisis política de su patria. El tópico es tratado con frecuencia. I las constataciones del colaborador de “La Vida Literaria” carecen de rigurosa novedad. Pero resulta siempre más actual e interesante, en todo caso, que lo insulsos artículos escritos para la United Press por el general Primo de Rivera y rematando los cuales este castizo espécimen de donjuanismo y flamenquismo españoles escribe que “el Dios de todos los cristianos sabrá recompensar a los que supieron consagrar su vida terrenal a ideales más altos y permanentes que los goces materiales o al alimento de las pasiones que encienden el espíritu diabólico en la flaca humanidad”.
Los intelectuales jóvenes de España están acusando, en estos años; menos sensibilidad política que los intelectuales maduros, aunque de algunos de estos últimos José Ortega y Gasset, Eugenio D’Ors -reciban las más persuasivas lecciones de displicencia. La zarandeada generación de 95 mostró, en su tiempo, interés mucho más vivo y arriesgado por lo político. I la generación siguiente está, sin duda, mucho más propiamente representada por Marañón y Jiménez de Asúa que por Ortega y D’Ors.
Soto anota, con razón, que por la abstención de la nueva generación literaria no puede ni debe procesarse a la juventud. Sería injusto olvidar las impetuosas jornadas de los estudiantes españoles contra la dictadura. La que está en causa, específicamente, es la juventud representada por “La Gaceta Literaria” de Madrid, cuyo director Giménez Caballero no tiene reparo en declarar que “España hoy descansa, engorda y se abanica”. Soto no pide a estos equipos de intelectuales jóvenes una agitación callejera, tumultuaria. Suscribe la fórmula defendida por Araquistaín en su periódico “España” en 1920, “acción difusa, crítica, clarificadora, estimulante de creación renovación de las ideas ambientes”. Quiere, en cualquier caso, negar que “el silencio sea una actitud digna de los jóvenes frente al régimen que impera en la patria de Larra”.
El equipo de “La Gaceta Literaria” no es toda la nueva generación intelectual española. Incurriría en una grave omisión el biógrafo de esta juventud que no recordase con la debida estimación el esfuerzo de los grupos de intelectuales jóvenes que, después de otras empresas incompatibles con un régimen de censura, han invertido su energía en la creación de las Ediciones Oriente y Cenit. La revista “Post-Guerra”, aunque efímera, ha sido un momento de la historia de esta generación. La intelectualidad española no ha perdido, en general, su interés por las nuevas corrientes políticas e ideológicas. El hecho de que una de las mejores versiones periodísticas de la nueva Rusia sea la de un español, Álvarez del Vayo, no carece de significación. La indiferencia, la abstención, caracterizan a la juventud literaria. Es la nueva gente de letras a la que ha hecho suyo, ante lo político, el gesto de don José Ortega y Gasset. Propaganda literaria aparte, un Joaquín Maurin, trabajando oscuramente en París, vale bien, por ahora, lo que un Giménez Caballero recorriendo ruidosamente Europa.
Pero aún circunscrita y demarcada de este modo, es indudable que se trata de una actitud singular. Es muy distinta la actitud de la juventud literaria de Alemania. También la de esa juventud literaria de Francia, a la que los jóvenes miran tan deferentemente. En Alemania, del teatro a la novela, de Piscator a Glaesser, la nota dominante en la vanguardia es la beligerancia política. En Francia, tan burguesa y conservadora en sus varios estratos, la nueva generación intelectual es uno de los más activos fermentos ideológicos y pasionales. Un libro de un francés –“Mort de la pensés bourgeoise” de Enmanuel Berl-, precisamente, ha hecho viva impresión en uno de los más conspicuos representantes del equipo de “La Gaceta Literaria” de Madrid, residente desde hace algún tiempo en Buenos Aires, -Guillermo de Torre. Lo sé por el propio Guillermo de Torre que atribuye también a los capítulos que conoce de mi “Defensa del Marxismo” una influencia de que me complazco en sus actuales preocupaciones.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

"Europe"

Entre las revistas francesas de mayor autoridad y de mayor prestigio se encuentra, desde hace algún tiempo, la revista “Europe”. El rápido éxito de Europe se explica perfectamente. Fundada por tres escritores de la calidad de Albert Cremieux, Paul Colín y René Arcos, “Europe” es un órgano de la inteligencia europea. Detrás de esta revista está una gran casa de ediciones: F. Rieder et Cie. Y, sobre todo, en la plana mayor de colaboradores de “Europe” figuran varios grandes europeos: Unamuno, Sternheim, Gorki, Boris Pilniak, Sigfred Unset, Kasimir Edschmidt, Pirandello, Thilgher, etc. “Europe” se presenta como una “revista francesa de cultura internacional”.
Se reconoce claramente en su programa la misma aspiración de Romain Rolland preocupado en toda su obra por el servicio de la unidad moral de la civilización “Europe”, como Romain Rolland, se coloca “au dessus de la melée”.
Y así como se defiende de todo nacionalismo, “Europe” se defiende también de toda escuela y hasta de toda doctrina. En su elenco se juntan lo nombres de Henri Barbusse y de Henri de Motherland. Tiene, sin embargo, una personalidad. La personalidad que le imprime el rollandismo. Romain Rolland y sus amigos, Georges Duhamel, René Arcos, Paul Colín, Charles Vildrac, Pierre Hamp, etc., dan el tono a la revista.
Uno de los sucesos más resonantes de la vida de “Europe” fue la sensacional publicación de un extracto del diario del fallecido diplomático Georges Louis. Las notas de Georges Louis -director de negocios políticos del Ministerio del Exterior, embajador de Francia en Saint Petersburgo hasta la ascensión de Poincaré a la Presidencia de la República- constituye una gravísima revelación respecto a las responsabilidades de la guerra. Georges Louis, diplomático de fina inteligencia y de espíritu pacifista, había anotado en su carnet, día a día, sus conversaciones con estadistas y diplomáticos de Francia, Inglaterra, Rusia, Italia, etc. Estas conversaciones, anteriores casi todas a la guerra, desnudaban de toda hipocresía la política pre-bélica de Poincaré. Proyectaban, sobre todo, una luz muy viva en la sombría interioridad de la política intrigante de la Rusia de los zares, descubriendo las maquinaciones y los maquiavelismos de sus dos más conspicuos agentes, Sazonof e Isvolsky. Poincaré, defendiéndose de los cargos categóricos de Georges Louis pretendió insinuar que sus carnets, antes de ser publicados en Francia, habrían sufrido una especial manipulación en Alemania. Pero la viuda de Georges Louis desmintió netamente esta especia, declarando que los papeles del ex-embajador no había salido jamás de Francia ni habían estado en otro poder que en el suyo. “Europe” publicó, de otro lado, una fotografía de la página del carnet y demostró que este estaba escrito de puño y letra de Georges Louis. El estruendo de la revelación, que siguió al documentado y vigoroso libro de Alfred Fabre Luce, “La Victoire” -atrajo sobre “Europe”la atención mundial.
Las ediciones de F. Rieder et Cie. coinciden con el programa y el espíritu de “Europe”. En su valiosa colección “Cristianismo”, la Casa Rieder ha publicado en francés el último libro de don Miguel de Unamuno “La Agonía del Cristianismo”. En su colección de “prosadores extranjeros modernos” ha editado obras de los norte-americanos Henri Thoreau, Waldo Frank, Theodore Dreiser, de los alemanes Gottfried Keller y René Schikelé, etc. Rieder y “Europe” han revelado a Francia al desconcertante artista rumano Panait Istrati. Los tres libros de Istrati han aparecido en una selectísima biblioteca de Rieder, dirigida por uno de los más puros y altos representantes de la literatura francesa: Jean Richard Bloch.

José Carlos Mariátegui La Chira

Francia y Alemania. Estilo fascista

Francia y Alemania
Aunque cuatro millones de electores han votado en Alemania por los nacionalistas y contra el plan Young, las distancias que separaban a los dos adversarios de 1870 y de 1914 se muestran cada día más acortadas. El trabajo de las minorías de buena voluntad por una duradera inteligencia recíproca, prosigue alacre y tesonero. Si algo se interpone entre Alemania y Francia es el sentimiento político reaccionario que en Alemania inspira el plebiscito nacionalista y en Francia dicta a Tardieu la resolución de demorar la evacuación de las zonas ocupadas.
Es probable que este plebiscito sea la postrera gran movilización del partido nacionalista. Las últimas elecciones municipales de Berlín han acusado un retroceso de los nacionalistas en el electorado de la capital alemana. Los fascistas, partido de extrema derecha, ha ganado una parte de estos votos; pero el escrutinio, en general, se ha inclinado a izquierda. Los comunistas han ganado -con asombro probablemente de los asmáticos augures de su liquidación definitiva- un número de asientos que los coloca en segundo lugar en el Municipio de Berlín. I los socialistas han conservado el primer puesto.
Los libros de guerra, cuyo éxito es para algunos críticos una consecuencia del actual período de estabilización capitalista, -no son el único signo de que Alemania revisa profundamente sus conceptos. El libro de Remarque, de un pacifismo entonado a los sentimientos de la clientela de Ulsstein, no está exento de nacionalismo y de resentimiento. El autor satisface el más íntimo amor propio nacional, recalcando la superioridad material de los aliados. En los últimos capítulos de “Sin Novedad en el Frente”, se nota cierta intención apologética al trazar el cuadro de la resistencia alemana. Una Alemania heroica vencida por la fatalidad, no es ciertamente una de las más vagas imágenes que proyecta el libro en la consciencia del lector.
[Fuera de la política, en los dominios de la literatura y el arte, se acentúa en Alemania el interés por conocer y comprender las cosas y el alma francesas] y en Francia la atención por el pensamiento y la literatura alemanas. “La Revue Nouvelle” anuncia un número especialmente dedicado al romanticismo alemán. “Europe”, una de las primeras entre las revistas de París en incorporar en su equipo internacional colaboradores alemanes, persevera en su esfuerzo por el entendimiento de las minorías intelectuales de ambos pueblos.
En el número de octubre de esta revista, leo un artículo de Jean Guehenno sobre el libro en que el profesor de la Universidad de Berlín, Eduardo Wechssler confronta y estudia a los dos pueblos. Guehenno no encuentra al profesor Wechssler más emancipado de prevenciones nacionalistas que al malogrado Jacques Riviere en una tentativa análoga sobre Alemania. Guehenno resume así la definición del francés y del alemán por Wechssler:
“El francés es un hombre de sensación, susceptible, impresionable, excitado, tentado por los Paraísos artificiales, sin gusto por la naturaleza y que, si no la domina, desconfía de ella, la desprecia, la odia. Si ama a los animales, ama a los que lo son menos: los gatos, no a los perros. Carece de amor por los niños, Tiene el horror de lo indefinido. Es eminentemente social y sociable, Es cortesano, burgués hombre honrado, galante. El fin que persigue es la alegría de vivir. No teme a nada tanto como el aburrimiento. Posee todos los talentos, pero no posee más que talentos. Lo atormenta sin cesar el espíritu de conquista. Se daría al diablo con tal de que se le distinga. Ambicioso, glorioso, impone a las cosas su marca. Sabe componer, elegir. Se quiere libre. La coacción, venga de donde venga, lo irrita y desarrolla en él el fanatismo y el resentimiento. Es razón, inteligencia, espíritu; capaz de duda y de ironía. Su regla es el principio de identidad y el mundo de sus pensamientos, un mundo de claridad”.
“El Alemán es “profundo”, “expresionista”, preocupado siempre de captar al todo más que la parte. No se confía a las impresiones de un momento, sino espera todo de una lenta preparación de las cosas. Ama la naturaleza, se abandona a ella como a la creación de Dios. Ama a los animales -su amor por ellos es una herencia de la vieja sangre germánica- y a los niños. Tiene el sentido del infinito. Se baña en él son delicia. Su alma es un espejo del mundo. Es grave, adherido al pasado, naturalmente atento, pesado. El pedantismo es para él el escollo. Aplicado y trabajados, se confía al porvenir. Es entusiasta, benévolo, longánimo y paciente. Se remite a la intuición. Un sentimiento profundo de la unidad le permite acordar los contrarios. El mundo de sus pensamientos no es jamás un mundo cerrado. Las palabras que emplea están rodeadas como de un halo o un margen. Un Alemán habla porque piensa, decía Jacob Crimm, y sabe que ningún lenguaje igualará jamás las potencias del alma”.
Muchos de estos rasgos son exactos. Pero el profesor alemán idealiza ostensiblemente a su pueblo. Describe al alemán, como se describiría a si mismo. Guehenno no está seguro de que este sea un medio eficaz de reconciliación franco-alemana. Pero el punto que le interesa sustancialmente es el que alude el título de sus meditaciones: “Cultura europea y desnacionalización”. Gide ha escrito que “es un profundo error creer que se trabaja por la cultura europea con obras desnacionalizadas”. Guehenno no conviene con Gide en este juicio porque avanzamos “hacia un tiempo en que una gran obra de inspiración nacional será prácticamente imposible”. Pero este es ya otro debate y, en estos apuntes, no quiere preferirme sino al recíproco esfuerzo de franceses y alemanes por comprenderse.

Estilo fascista
André Tardieu ha hecho una declaración de neto estilo fascista al anunciar su confianza de permanecer en el gobierno al menos cinco años. Es el tiempo que necesita para actuar su programa y espera que, por esta sola razón, contará por ese plazo con mayoría en el congreso.
No es este el lenguaje del parlamentarismo, sobre todo en un país como Francia de tan inestables mayorías. Ha habido ministerios de larga duración; ha habido políticos como Briand que no se han despedido nunca del palacio de la presidencia del consejo sin la seguridad del regreso. Pero no se ha usado hasta hoy en Francia estos anuncios de la certidumbre y la voluntad de conservar el poder por cinco años. Todos estos ademanes pertenecen al repertorio fascista. Claro que la megalomanía de Mussolini no puede fijar a su régimen el plazo modesto de un quinquenio. Mussolini prefiere no señalarse límites o afirmar que el fascismo representa un nuevo Estado. Pero por algo se comienza. Tardieu tiene que representar la transacción entre el género fascista y el género parlamentario.
¿Cómo hará Tardieu para quedarse en el poder cinco años? Es evidente que desde hace algún tiempo, -desde antes de reemplazar a Briand en la presidencia del consejo- prepara sus elecciones. La disolución de la cámara será, probablemente, la medida a que apelará. En vísperas de las elecciones de 1924, decía que los que discernía en el país era la voluntad clara de ser gobernado y agregaba que "la dictadura es inútil con un parlamento que funciona, con un gobierno que es jefe de su mayoría Tardieu no puede creer que este parlamento y esta mayoría existan. Su esfuerzo tiene que tender a formarlos. Los medios son los que ensaya y perfecciona desde hacer algún tiempo como ministro del interior.
José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

George Brandes

Casi simultáneamente nos llegan los ecos de dos funerales europeos: el de George Brandes el de Rainer María Rilke. Los dos, el crítico danés y el poeta alemán, pertenecían a la estirpe, cara a Goethe y a Nietzche, de los buenos europeos. George Brandes, sobre todo, puso su mayor empeño en adquirir y merecer este título. El estudio de la obra de Ibsen, que fue uno de los primeros en explicar a Europa, le reveló lo difícil que es para un escritor superar las barreras de su idioma, cuando este no es un idioma muy difundido. Brandes resolvió escapar a esas barreras, escribiendo en alemán. Dominaba el alemán, el francés y el inglés como su lengua propia. Del francés decía que sería siempre para él la lengua de los artistas y de los hombres libres. Protestó siempre contra las limitaciones de todo nacionalismo.
No se le define, sin embargo, cuando se le llama internacionalista. Más que internacionalista era antes un europeista. El internacionalismo del siglo diecinueve -, y Brandes se sintió siempre un hijo de su siglo- tuvo sus fronteras, que si no fueron, precisamente, las de un continente, fueron las de una raza: la raza blanca. Lo que descubrió este siglo no fue la solidaridad de todos los pueblos, sino la solidaridad de los pueblos blancos. El sello occidental o blanco del internacionalismo de esos tiempos está impreso hasta en la práctica de las internacionales obreras.
Judío, Brandes procedía de una raza que parece predestinada para empresas universales y ecuménicas y a la que los nacionalismos europeos miran con encono por esta aptitud o destino. Pero Brandes se mantuvo a cierta distancia del mesianismo mundiales. Estaba demasiado enamorado de Occidente y, más que de Occidente, de Europa, para que lo atrajeran dormidas culturas y aletargadas razas.
Los rasgos esenciales de George Brandes son su individualismo y su racionalismo. Bajo este aspecto, fue también un hijo de su siglo. No entendió nunca el demos, ni amó jamás la masa. El culto de los héroes ocupó perenne y ardientemente su espíritu. Le tocó, sin embargo, pensar y obrar como un representante de un siglo de democracia burguesa y liberal. Pero no aceptó el título de demócrata, sin vacilaciones y sin escrúpulos, provenientes de su convicción de que ninguna gran idea, ninguna gran iniciativa habían emanado nunca de las masas. “El gran hombre -afirmaba- no es el resumen de la civilización ya existente, es la fuente y el origen de un estado nuevo de civilización”. Por eso prefería titularse radical. Su famoso estudio sobre Nietzche, de quien fue grande y devoto amigo, se subtitulaba “Ensayo sobre el aristocratismo radical”.
Por su individualismo y por su racionalismo, George Brandes no podía amar este siglo, contra el cual empezó a malhumorarse de la propagación desde la filosofía bergsoniana. En una entrevista con Federico Lefevre, de hace dos años, recordaba el mismo una frase suya, pronunciada dos años atrás en su conferencia en Londres: “La intuición, he aquí una cualidad que hay que dejar a los admiradores de MR. Bergson”. Su racionalismo ochocentista, reaccionaba agriamente contra toda tentativa de disminuir el imperio de la razón. El freudismo era una de las corrientes de este siglo que más le disgustaba. No obstante el vínculo racial del judaísmo, -que juntó sus hombres en el comité de dirección de “La Revue Juive”- Brandes trataba con pocas consideraciones a Freud, cuyas teorías calificó una vez de “fantasías obscenas e inhumanas”. Así como la intuición debía ser dejada a los admiradores de Bergson, el psico-análisis debía abandonarse a sus cultivadores de América. Para Brandes, el hombre de pensamiento más grande de hoy era, sin disputa, Einstein. ¿Por qué? No es difícil adivinarlo. Porque en Einstein reconocía, ante todo, un representante del racionalismo. Todas sus conclusiones -decía- son verificables.
George Brandes no podía, absolutamente, comprender esta época, que repudiaba en bloque. Su criticismo ochocentista, descendiente en parte del de Renán, -sobre escribió fervorosas e inteligentes páginas, en sus buenos tiempos,- se había tornado un pesimismo negativo, no menos radical que su antiguo aristocratismo. El bolchevismo y el fascismo eran para Brandes fenómenos totalmente ininteligibles. El naufragio de sus viejos y caros ideales lo hacía pensar que no quedaban más ideales en el mundo ni en Europa. Al periodista norteamericano Clair Price, que lo entrevistó poco antes de su muerte, le confesó todo su desencanto, más que crepuscular, apocalíptico. “¡Europa! ¿Existe aún la idea de Europa?” Brandes no hablaba como si con él se acabara una época, sino como si con [él] se acabara Europa.
No hay que sorprenderse, pues, de que los intelectuales de hoy lo mirasen con un sobreviviente del siglo XX. Extremando este juicio, o asimilando al del propio Brandes, Clair Price lo llamaba “un europeo que ha sobrevido a Europa”. Otros escritores contemporáneos, más distantes de su espíritu y de su mentalidad, -porque repudian por herético cuando no por estúpido el siglo diecinueve. Pareció a los hiperbóreos la síntesis terinitaria de Voltaire-Taine-Heine. Hizo carrera como revelador y apóstol de Ibsen, Nietzche, Strindberg, etc., pero no consiguió jamás descubrirse a sí mismo y los últimos apóstoles de su gloria danesa reblandecer solo”.
Papini cometía la más grande injusticia, en este juicio sumario al confinar la figura y la obra de Brandes dentro de los confines de Dinamarca. Desterrado en su juventud de su país, donde su radicalismo chocaba con los residuos del fariseismo conservador, en su vejez le faltado también a la gloria de Brandes la ratificación de la mayoría de los suyos. Nacionalistas y revolucionarios lo declaran distante y extraño a ellos.
Pero el nombre de Brandes queda, de toda suerte, escrito honrosamente en el escalofón intelectual del siglo diecinueve. Su obra capital, seis volúmenes sobre las grandes corrientes de este siglo, -aunque no abarcan, propiamente, sino su primera mitad- le asegura un puesto de honor en su tiempo. Y tiene, además, Brandes un mérito que nadie puede contestarle: su intransigente y apasionada fidelidad a sus ideales. En esta época en que ante la novedad reaccionaria, abdican tantos viejos representantes del pensamiento demo-burgués, ese mérito hace particularmente respetable la figura de Brandes, el “buen europeo” que no quiso jamás renegar este título.

José Carlos Mariátegui La Chira

Georges Clemenceau

Entre los retratos que del primer ministro de la Unión Sagrada nos ofrecen sus biógrafos y sus críticos, ninguno retorna a mi recuerdo con la insistencia de este esquema de León Blum: “Lo que hay de más apasionante y de más patético en aquel que se ha apodado el Tigre es el drama interior, el conflicto que sostienen en él dos seres. El uno, moral, está animado por un pesimismo absoluto, por la misantropía más aguda, más cínica, por la repugnancia de los hombres, de la acción, de todo. La habita un escepticismo espantoso. Lo obsede la vanidad de las cosas y del esfuerzo. I su filosofía íntima es la del Nirvana. El otro ser, físico, tiene por el contrario una necesidad desmesurada de acción, una devorante fiebre de energía, un temperamento de ímpetu, de ardor y de brutalidad. Así Clemenceau, desesperando de lo que hace a causa de la nada terrible que percibe al cabo de todo, es empujado por su actividad demoniaca a luchar por aquello de que duda, a defender aquello que secretamente desprecia y a desgarrar a quienes se oponen a aquello que él congenitalmente estima inútil. Creo sin embargo, que en el fondo de este abismo de escepticismo, hay en él un refugio sólido y firme como una rosa; su amor por la Francia”.
Este retrato atribuye a Clemenceau el mismo rasgo fijado en la célebre: “Ama a la Francia y odia a los franceses”. La antinomia entre los dos seres, que se oponían en Clemenceau, entre su razón pesimista y su vida operante y combativa, está sagazmente expresada, de acuerdo con el gusto stendhaliano de León Blum por lo psicológico e íntimo. Clemenceau era, sin duda, un caso de escepticismo y desesperanza en una vocación y un destino de hombre de lucha y de presa. Ministro de la Tercera República, le tocó gobernar con una burguesía financiera y urbana que se sentía seguramente más a gusto con Caillaux, el hombre a quien Clemenceau, implacable y ultrancista, hizo condenar. Las ideas, las instituciones por las que combatió le era, en último análisis, indiferentes. No asignó nunca a las grandes palabras que inscribió en sus banderas de polemista más valor que el de santos y de señas de combate. Libertad, justicia, democracia, abstracciones que no estorbaban, con escrúpulos incómodos, su estrategia de conductor.
Pero no se explica uno suficientemente el conflicto interior, el drama personal de Clemenceau, si no lo relaciona con su época, si no lo sitúa en la historia. La fuerza, la pasión de Clemenceau estaban en contraste con los hechos y las ideas de la realidad sobre la cual actuaban. Este aldeano de la Vandée, este espécimen de una Francia anticlerical, campesina y “frondeuse”, era un jacobino supérstite, inconvencional, extraviado en el parlamento y la prensa de la Tercera República. No entendió jamás, por esto, los intereses ni la psicología de la clase que en dos oportunidades lo elevó al gobierno. Tenía el ímpetu demoledor de los tribunos de la Revolución Francesa. En una Francia parlamentaria, industrial y prestamista, este ímpetu no podía hacer de él sino un polemista violento, un adversario inexorable de ministerios de los que nada sustancial lo separaba ideológica y prácticamente. Pequeño burgués de la Vandée, humanista, asaz voltairiano. Clemenceau no podía poner su fuerza al servicio del socialismo o del proletariado. El humanitarismo y el pacifismo de los elocuentes parlamentario de la escuela de Jaurés se avenían poco, sin duda, con su humor jacobino. Pero lo que alejaba sobre todo a Clemenceau del socialismo, más que su recalcitrante individualismo pequeño-burgués de provincia, era su incomprensión radical de la economía moderna. Esto lo condenaba a los impases del radicalismo. Clemenceau, no podía ser sino un “hombre de izquierda”, pronto a emplear su violencia, como Ministro del Interior, en la represión de las masas revolucionarias izquierdistas.
La guerra dio a este temperamento la oportunidad de usar plenamente su energía, su rabia, su pasión. Clemenceau era en el elenco de la política francesa el más perfecto ejemplar de hombre de presa. La guerra no podía ser dirigida en Francia con las hesitaciones y compromisos de los parlamentarios, de los estadistas de tiempos normales. Reclamaba un jefe como Clemenceau, este perpetuo viento de fronda ansioso de transformarse en huracán. Otro hombre, en el gobierno de Francia, habría negociado con menos rudeza la unidad de comando, habrían plan­teado y resuelto con menos agresividad las cues­tiones del frente interno. Otro hombre no habría sometido a Caillaux a la Corte de Justicia. La guerra bárbara, la guerra a muerte, exige jefes como Clemenceau. Sin la guerra, Clemenceau no habría jugado el rol histórico que avalora hoy mundialmente su biografía. Se le recordaría como una figura de la política francesa. Nada más.
Pero si la guerra sirvió para conocer la fuerza destructora y ofensiva de Clemenceau, sirvió también para señalar sus límites de estadista. La actuación de Clemenceau en la paz de Versalles es la de un político clausurado en sus horizontes nacionales. El tigre siguió comportándose en las negociaciones de la paz como en las operaciones de la guerra. El castigo de Alemania, la seguridad de Francia: estas dos preocupaciones inspiraban toda su conducta, impidiéndole proceder con una ancha visión internacional. Keynes, en su versión de la conferencia de la paz, presenta a Clemenceau desdeñoso, indiferente a todo lo que no importaba a la revancha francesa contra Alemania. "Pensaba de la Francia -escribe Keynes- lo que Pericles pensaba de Atenas-; todo lo importante residía en ella, -pero su teoría política era la de Bismark. Tenía una ilusión: -la Francia; y una desilusión- la humanidad; a comenzar por los franceses y por sus colegas". Esta actitud permitió a Francia obtener del tratado de Versalles el máximo reconocimiento de los derechos de la victoria; pero permitió a la política imperial de Inglaterra, al mismo tiempo, contar en la reglamentación de los problemas internacionales y coloniales con el voto de Francia. Francia llevó a Versalles un espíritu nacionalista; Inglaterra un espíritu imperialista. No es necesario aludir a otras diferencias para establecer la superioridad de la política británica.
El patriotismo, el nacionalismo exacerbado de Clemenceau -sentido con exaltación de jacobino- era una fuerza decisiva, poderosa, en la guerra; en una paz que no podía sustraerse al influjo de la interdependencia de las naciones de sus intereses, cesaba de operar con la misma eficacia. Hacía falta, en esta nueva etapa política, una noción cosmopolita, moderna, de la economía mundial, a cuyas sugestiones el genio algo provincial y huraño de Clemenceau era íntimamente hostil.
El amigo de Georges Brandes y de Claudio Monet, consecuente con el sentimiento de que se nutrían en parte estas dos devociones, aplicaba a la política, por recónditas razones de temperamento, los principios del individualismo y del impresionismo. Era un individualista casi misántropo que no tenía fe sino en si mismo. Despreciaba la sociedad en que vivía, aunque luchaba por imponerle su ley con exasperada voluntad de dominio. I era también un impresionista. No dejaba teorías, programas, sino impresiones, manchas, en que el color sacrifica y desborda el dibujo.
La fuerza de su personalidad está en su beligerancia. Su perenne ademán de desafío y de combate, es lo que perdurará de él. No lo sentimos moderno sino cuando constatamos que, sin profesarla, practicaba la filosofía de la actividad absoluta. En abierto contraste con una demo-burguesía de compromisos y transacciones infinitas, de poltronería refinada. Clemenceau se mantuvo obstinada, agresivamente, en un puesto de combate. Tal vez, en el trato del pionner norte-americano, del puritano industrial o colonizados, se acrecentó, excitada por el dinamismo de la vida yanqui, su voluntad de potencia. "En la política, obedeció siempre su instinto de hombre de presa. Entre los bolcheviques y nosotros decía este jacobino anacrónico- no hay sino una cuestión de fuerza". Contra todo lo que pueda sugerir la obra de su primer gobierno. Clemenceau no podía plantearse el problema de a lucha contra la revolución en términos de diplomacia y compromiso. Pero le sobraban años, desilusión, aversiones para acaudillar a la burguesía de su patria en esta batalla. Y, por esto, el congreso del bloque nacional y de las elecciones de 1919, después de glorificarlo como caudillo de la victoria, votó eligiendo presidente a un adversario a quien despreciaba su jubilación y su ostracismo del poder.
José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Giovanni Giolitti

Los días que corren no son propicios para una equitativa valoración de Giolitti. El fascismo no puede mostrarse demasiado indulgente con el político que más conspicua y específicamente representa la Italia liberal, positivista, tendera, burocrática de los últimos lustros pre-bélicos. El anti-fascismo, aunque grato a la firmeza con que Giolitti votó en el Parlamento contra la política anti-liberal del fascismo, no puede perdonar al estadista piamontés su parte en los errores tácticos que consintieron la marcha sobre Roma y la abdicación y desmoronamiento del Estado liberal. La apología de Francesco Crispi y de los hombres de la antigua derecha, se acomoda al gusto y al interés de la dictadura fascista mucho más que el reconocimiento de la bemerencias de Giolitti, que debió su fortuna política a la derrota del método crispiano.
Nunca se ha despotricado tanto en Italia contra la democracia sanchopancesca, utilitaria, negociante, giolittiana en una palabra de la “monarquía socialista” como desde que Mussolini, en la necesidad de sofocar toda protesta contra su régimen, anunció su intención de reemplazar definitiva y formalmente al viejo Estado liberal por el Estado fascista. Giolitti ha escuchado sin inmutarse, en sus postreros años, las más exorbitantes y estruendosas requisitorias contra su sentido prudente, realista, práctico, administrativo de la política.
La Italia de Victorio Veneto, que el fascismo siente espiritual e históricamente tan suya, debe a la obra giolittiana, ordenadora y parsimoniosa, los elementos fundamentales de su costosa victoria. En largos años de administración, que sacrificó los tópicos clásicos del Risorgimento a los hechos prosaicos de un trabajo de crecimiento y equilibrio capitalistas Giolitti, el neutralista, preparó a Italia para la guerra, capacitándola para ascender del desastre de Adua al triunfo de Vittorio Veneto.
El rencor de la Italia d’annunziana, retórica, militarista, contra el sobrio y parco estadista piamontés, se ha tomado la más exultante y completa revancha con el régimen fascista. Sería fácil, sin embargo, probar que el fascismo debe su persistencia y estabilización, más que a sus medidas de violencia, a su método oportunista, a su estrategia social, a una praxis, en suma, heredada del giolittismo, con la diferencia de que este prescindía de la declamación idealista y asignaba a su función fines más modestos e inmediatos,
Giolitti era la antítesis del político programático y doctrinario. Profesaba, sin duda, íntimamente un ideal, que ahora se destaca más netamente que nunca como el resorte espiritual de su obra; el ideal de hacer de Italia un estado moderno, apto para superar definitivamente una pesada tradición clerical, comunal, güelfa, anti-unitario, surgido de las luchas del Risorgimento, Giolitti comprendió que era necesario abandonar el dogmatismo y la intransigencia de Crispi y licenciar definitivamente una buena parte de las frases e ideas del Risorgimento mismo. La política del Estado, en la medida en que podía ser reformadora y progresista, en el orden político, tenía que apoyarse en las masas obreras, cada vez más ganadas al socialismo. El ideario liberal significaba un constante fermento de tendencias e impulsos republicanos. Giolitti, liquidó la cuestión institucional acordando a las masas el derecho de huelga, el sufragio universal el mejoramiento económico. Críticos liberales como Mario Missiroli no le han ahorrado invectivas por su empirismo oportunista, exento al parecer de toda convicción doctrinal. Pero precisamente Missiroli, que acusaba a Giolitti de haber destruido el patrimonio ideal del Risorgimento con su política transformista y compromiso, ha acabado por reconocer, el fondo voluntarista e ideal de la política giolittiana. La experiencia de la crisis post-bélica, lo obligó a admitir que “la política giolittiana era la sola conveniente a un pueblo incapaz de superar y las contradicciones de su historia milenaria”. “Fue después de la catástrofe del socialismo y de la democracia -escribe Missiroli- cuando comprendí la ineluctabilidad de la política giolittiana y la grandeza de Giolitti. Fue entonces cuando intuí su profundo pesimismo, su patriotismo ascético, su infalible sentido de la historia. No se comprende la política de Giolitti sin el subsidio de una filosofía de la historia, que parece confluir con su obra en virtud de una milagrosa adivinación. Es una cuestión de la más alta psicología moral saber como haya conseguido creer y obrar, no obstante sus íntimos convencimientos sobre la historia, la naturaleza, las costumbres de los italianos. La grandeza de Giolitti consiste en haber sabido gobernar, según los modos de la civilización occidental, un pueblo que había permanecido extraño a las formaciones espirituales de la modernidad y en el haberlo elevado, merced de una obra exclusivamente personal por encima de su propia consciencia moral y de sus hábitos atrasados”.
Piero Gobetti no anda muy lejos de Missiroli cuando define a Giolitti como “la sublimación más rara y casi única de la ordinaria administración”. Giolitti, realmente, resolvía la política en la administración; pero sin perder de vista los fines superiores del Estado liberal. Incorporando a las masas en la vida política, como partido de clase, opuso a las inclinaciones conservadoras de la burguesía el contrapeso indispensable para que no condujesen al Estado al renegamiento gradual de los principios del liberalismo. El socialismo le permitió salvar al Estado de la reacción ultramontana. La función del socialismo, como Missiroli también lo acepta en el prefacio de su segunda edición de “La Monarquía Socialista”, que rectifica en parte las aserciones originales de la obra, fue eminentemente liberal en el período giolittiano.
Pero esta política solo podía desenvolverse libremente en la época en que las masas se acomodaban con facilidad a una acción reformista. Desde que la guerra abrió un período revolucionario, el socialismo se tornó amenazados e inquietante. Giolitti, siguiendo su estrategia equilibrista de contrapesos y antinomias, pensó que podía servirse de las brigadas fascistas para volver a la razón a los socialistas. Luego, sería fácil reducir al orden a los “fasci di combatimento”. Su último gran servicio a la burguesía y al orden fue su actitud contemporizadora ante la ocupación de las fábricas. La resistencia del gobierno a la reivindicación obrera del control de las fábricas, habría provocado probablemente la revolución. Giolitti prefirió ceder a la demanda de las masas, quitándoles de este modo el móvil concreto que las impulsaba a la lucha. Pero erró, en cambio, en su cálculo cuando disolvió a la cámara en 1921, con la esperanza de asegurarse, con el concurso de la violencia fascista, una mayoría manejable. Este error franqueó el camino del poder. Mussolini le debe toda su fortuna política. Si el Ministro “de la mala vida” como le llamaban algunos por su concomitancias con la plutocracia sententrional y las oligarquías y caciquizmos meridionales, hubiese acertado en su maniobra electoral, la conquista de Roma por el fascismo habría quedado conjurada. Giolitti no se daba cuenta de la naturaleza extraordinaria, excepcional, de los nuevos tiempos. Con su calma y su socarronería piamontesas, creía que todas las efervescencias y exuberancias post-bélicas acabarían por apaciguarse y desvanecerse. Presentía más próxima de lo que en verdad estaba la estabilización. Este error histórico, esta falla política, han puesto a dura prueba su fatigosa obra de parlamentario y gobernante; y le han restado, en su última hora la satisfacción de verse continuado.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Gomez Carrillo

Un nuevo capítulo del periodismo hispano-americano, el del apogeo del “cronista”, principia y termina con Enrique Gómez Carrillo. Capítulo concluido con la guerra que desalojó de la primera plana de los diarios los tópicos de miscelánea, a favor de los tópicos de historia. Con su fin, vino un período de decadencia no precisamente de la crónica sino del cronista. La crónica ha pasado a manos más graves o más finas: Araquistain o Gómez de la Serna. El cronista tiene ahora un lugar subsidiario.
La opinión pública, “emperatriz nómade” como la llama Lucien Romier, condecoró a Gómez Carrillo con el título de “príncipe de los cronistas”. Coronación honoraria, parisiense, democrática, efímera, con algo de la reina de carnaval. Gómez Carrillo ejerció su principado con la alegría bohemia de una griseta. Tenía para todo, la maleabilidad y el mimetismo del criollo, su pasta blanda de mundano innato.
Pertenecía literariamente a una época en que el alma de la América española se prendó de un París finisecular y en que la prosa y poesía hispanoamericanas se afrancesaron algo versallescamente. Rubén Darío, hijo del trópico como Gómez Carrillo, aunque como gran poeta más americano, manos deraciné, condensa, reúne y preside este fenómeno a través del cual nuestra América no asimiló tanto a la Sorbona como al boulevard. Boulevard arriba, boulevard abajo, caminaba todavía Fray Candil, cuando en 1919, me instalé yo por primera vez en la terraza de un café de París, a pocos pasos del café napolitano, donde Gómez Carrillo completaba una peña inestable y compósita. Pero ya ni el boulevard ni Fray Candil, interesaban como antes. Por el boulevard había pasado la guerra, el armisticio, la victoria. Y a la América Latina le había nacido un alma nueva.
A las generaciones post-bélicas, Europa le sirve para descubrir a América. Tramonta cada día más esa literatura de emigrados que, en la crónica, representa Gómez Carrillo. El cosmopolitismo -que puede parecer a algunos un rasgo común de una y otra época literaria- nos conduce al autoctonismo. Además el cosmopolitismo de ahora es distinto al de ayer, también cosa de boulevard, emoción de París. Gómez Carrillo visitó Jerusalén y el Japón sin abandonar sentimental ni literariamente su café parisiense. Con el viajaban siempre sus recuerdos literarios, sus clichés sentimentales. No nos dio nunca, por esto, una visión directa y profunda de las ciudades y de los pueblos. Amó y sintió a los paisajes según la literatura. No descubrió jamás un tópico origen, un sentimiento inédito. Por esto, ignoró siempre a América. Su nomadismo intelectual prefería el último exotismo de moda en un París más Henri Bataille que Paul Bourget. “Jerusalem la Tierra Santa”, “El Japón Heroico y Galante”, “Flores de Penitencia” son otras tantas estaciones del itinerario sentimental de un burgués parisiense de su tiempo. Tiempo de voluptuoso y crepuscular snobismo que se enamoraba versátil lo mismo de Mata Bari que de San Francisco. Anatole France, Gabriel D’Annunzio, diversos pero no contrarios, resumen su espíritu: culto galante de la “mujer fatal” sobre todas las mujeres, epicureísmo, humanismo y donjuanismo burgueses; helenismo de biblioteca y misticismo de menopausia; libídine fatiga y lujo industrial y rastacuero; “La Falena” y “El Martirio de San Sebastián”. Una decadencia no es siquiera exasperada y frenética de “La Noche de Charlotemburgo”, porque no es todavía la noche sino el crepúsculo.
Gómez Carrillo partía de un cabaret de Tebaida. De su viaje libresco -literatura- no imaginación, regresaba con sus artificiales “Flores de Penitencia”. Sabía que un público de gustos inestables se serviría de sus morosos y facticios éxtasis, cristianos con la misma gana que su última crónica del “demi-monde”.
Cortesano de los gustos de su clientela, Gómez Carrillo, esquivó lo difícil, se movió siempre sobre la superficie de las cosas que era casi siempre y brillante como un azulejo. La forma en Gómez Carrillo no era estructura ni volumen. No era sino superficie, y a lo sumo, esmalte. El rasgo de la “crónica” de su tiempo era la facilidad, rasgo característico. Nuestro tiempo ama y busca lo difícil. Lo difícil, no lo raro. La literatura difícil, como lo observa Tribaudet, conquista por primera vez, la popularidad, el mercado.
El “cronista” típico carece de opiniones. Reemplaza el pensamiento con impresiones que casi siempre coinciden con las del público. Gómez Carrillo era sobre todo un impresionista. Esto era lo que en él había de característicamente tropical y criollo. Impresionismo: he ahí el, rasgo más peculiar de la América criolla o mestiza. Impresionismo: color, esmalte, superficie.

José Carlos Mariátegui La Chira

Guillermo Ferrero y la Terza Roma

El historiógrafo de Roma antigua deviene, en su ancianidad, el novelista de Roma moderna. La serie de novelas que con el título de “La Terza Roma” ha comenzado a publicar (“Le Due Veritá”, “La Rivolta del Figlio”, A. Mondadori, Milano, 1927) nos introducen en la vida romana, en los últimos años de la administración de Francesco Crispi, cuando se entrevé ya el fracaso de la aventura colonial de Abisinia. Zola, en una de sus tentaculares novelas, intentó aprehender en un solo volumen el espíritu de esta misma Roma. Pero, encontrando todavía demasiado frágil y exigua la Roma del Risorgimento, esbozó más bien un cuadro de la Roma pontificia. Sus pasos buscaron el ánima compleja y múltiple de Roma en el tortuoso “borgho” transteverino y en los umbrosos palacios eclesiásticos. I por este lado no iban mal encaminados. Mas Roma les escapó siempre. Cerrado el volumen se advierte enseguida que la Roma del Vaticano y del Quirinal no está en la enorme anécdota urdida por Zolá para capturarla.
Guglielmo Ferrero sigue otro derrotero. Nos introduce en Roma por la puerta de un palacio que aloja en sus suntuosos y antiguos salones la alianza de la prepotente y alacre burguesía de Milán y la conquistadora y cultivada aristocracia del Piamonte. En este palacio, en el cual los nuevos amos de la Ciudad Eterna han sucedido a la decaída nobleza romana, se respira el ambiente oficial de la Italia crispiana, que empieza su acercamiento al mundo vaticano, bajo el auspicio de la catolicidad de doña Eduvigis Alamanni.
La figura del senador Alamanni, hijo de un plebeyo, más aún, de un siervo enriquecido, que se hacer perdonar su origen por la aristocracia mediante su unión con una patricia empobrecida, es en los dos primeros tomos de “La Terza Roma” la figura central de la novela. Alamanni tiene en su juventud la dureza, el ímpetu, los dotes de comando y potencia de los grandes burgueses. Capitán de finanza y de industria, posee el genio de los negocios. La acumulación de capitales es, en su teoría y en su práctica, la vía de la posesión del mundo. Siente un desprecio altanero de plebeyo victorioso por la nobleza desmonetizada y parasitaria. Pero en los cuarenta años, el enlace con doña Eduvigis, -a quien Guglielmo Ferrero generoso con los vencidos, caballeresco con el pasado, concede todas las cualidades y virtudes de la nobleza cristiana,- domestica su voluntad agresiva. Alamanni se enamora insensiblemente de los hábitos y de los gustos de la aristocracia. Reconoce a la tradición y a la estirpe el valor que antes les había negado. Se deja ganar por los sentimientos de la aristócrata gentil y delicada a la cual sus millones le han permitido llegar. La psicología de la época es propicia a este cambio. “La Monarquía, la Aristocracia y una parte, la más ambiciosa y la más fina, de la Riqueza no blasonada todavía había comenzado, desde hacía un ventenio, en toda Europa, a atrincherarse en el acrópolis de la sociedad contra la Democracia y la llanura; y a fin de que la trinchera fuese alta y sólida, cada uno aportaba lo que podía que todo servía: la cultura, la gloria, la potencia, el blasón, el valor, la elegancia y las bellas maneras, la riqueza y el lujo y el arte, antiguo patrimonio de los grandes y los humildes; y quien no poseía otra cosa, frivolidad, ignorancia y disipación”. El dinamismo de la idea liberal, generadora del Risorgimento, inquietaba a los espíritus. En las masas prendía la idea socialista, catastrófica y mesiánica. La política de Francesco Crispi tendía a dar al orden el cimiento de la tradición, sofocando las consecuencias lógicas de los principios del Risorgimento. Contra esta política, se alzaban en el parlamento, además de los tribunos socialistas, los hombres de izquierda del liberalismo. Cavalloti y Rudini preparaban con sus requisitorias contra la administración crispiana el advenimiento de la era de Giolitti. Alamanni, que había gastado su impulso original en la creación de una gran fortuna, y que había suavizado su soberbia de nuevo rico en un sedante palacio romano, se sentía un soporte de orden. Intuitivo, práctico, pesimista, no abría en su espíritu un excesivo crédito de confianza a los dotes del presunto Bismarck italiano. Pero sus sentimientos y móviles de conservador lo constreñían a sostener esta política, contra todas las amenazas tormentosas del sufragio y de la plaza. Los paladines de la izquierda demo-liberal, Cavalloti, Di Rudiní, Giolitti, le parecía peligrosos demagogos. Prefería a su victoria, el compromiso directo entre la plutocracia y el socialismo, entre el poder el proletariado, conforma a la praxis bismarckiana. Mas estas ideas eran de naturaleza absolutamente confidencial, privada. Alamanni no era un político; era solo un plutócrata. Daba al orden el apoyo de sus millones, de su riqueza, en cambio de las garantías que le otorgaba para acrecentarlos. Su campo era la economía, no la política ni la administración. Vagamente percibía el peso muerto de la política y de sus funcionarios y doctrinas en el libre juego de los intereses económicos. Los políticos, le parecían costosos y embarazantes intermediarios. Estaba ligado al conservantismo de Crispi por todos los vínculos de su ambición y de su riqueza. Crispi lo había hecho marqués. El despreciador de títulos y blasones, había gestionado solícitamente esta merced, que lo igualaba formalmente con su mujer en la jerarquía mundana.
Pero el argumento de “La Terza Roma” no es la vida misma de un hombre. Ferrero le antepone una intriga de sabor folletinesco, que si nos conduce a la entraña de algunos aspectos de la vida social de la época, se apropia demasiado, con sus episodios, de las páginas de la obra y del espíritu del narrador. El novelista, se impone, con prepotencia de diletante y debutante, al historiógrafo. I, al cerrar al segundo volumen, -“La Rivolta del Figlio”- la impresión de que la Terza Roma está escapando también a Ferrero, nos trae el recuerdo de la frustrada tentativa de Zola. El conflicto sentimental y moral del hijo del senador Alamanni, que parte al África en vísperas del desastre de Adua, acapara demasiado la obra y el novelista. Esperemos que este, en el descanso que ha seguido a “La Rivolta del Figlio”, tenga tiempo y voluntad de advertirlo.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

H.G. Wells y el fascismo

El juicio sobre el presente de un hombre diestro en traducir el pasado y en imaginar el porvenir, tiene siempre un interés conspicuo. Sobre todo si este hombre es Mr. H. G. Wells, a quien no hay talvez en el mundo quien no conozca como metódico explorador de la historia y la utopía. H. G. Wells, desde su gabinete de historiador y novelista, se ha puesto ha observar “cómo marcha el mundo” y a comunicar al público, por medio de artículos, sus impresiones. Uno de los artículos más comentados hasta hoy, de esta serie, es el que se propone absolver la pregunta: ¿qué es el fascismo?
Wells se ha decidido a enjuiciar y definir al fascismo cuando ha creído ya disponer de materiales abundantes para este examen. Mas prisa y menos prudencia tuvo para estudiar la revolución bolchevique. El experimento sovietista y el escenario moscovita lo atrajeron, más, probablemente por sus romancescos mirajes de utopía. Y, de otro lado, su libro de impresiones sobre la Rusia de Lenin, releído a cierta distancia, le debe haber revelado la diferencia que existe entre sus especulaciones habituales de historiador y novelista y la excepcional empresa de comprender y juzgar una revolución, su espíritu y sus hombres.
El fascismo no es ya la misma nebulosa que en los días de la marcha a Roma, cuando abdicaban ante él muchos eminentes liberales tenidos seguramente en gran estima por el autor de “The Outline of History”. El trabajo de estudiarlo, se presenta, pues, bastante facilitado. Se encuentra hoy con un nutrido acopio de conceptos que definen los diversos factores de la formación del fascismo. El experimento gubernamental del fascismo ha llegado a su cuarto aniversario. El juicio de Wells se mueve, así, sobre una base amplia y segura.
No contiene talvez por esto, proposiciones originales respecto a los orígenes del movimiento fascista. H. G. Wells, en este estudio sigue, más o menos el mismo itinerario que otros críticos del fascismo. Encuentra las raíces espirituales de este en el d’annunzianismo y el futurismo clasificados ya como fenómenos solidarios.
Y lógicamente, tampoco en sus conclusiones, Wells ofrece ninguna originalidad. Su actitud, es la actitud característica, de un reformista, de un demócrata, aunque atormentado por una serie de “dudas sobre la democracia” y de inquietudes respecto a la reforma. El fascismo le parece algo así como un cataclismo, más bien que como la consecuencia y el resultado la de quiebra de la democracia burguesa y de la derrota de la revolución proletaria. Evolucionista conocido, Wells, no puede concebir el fascismo, como un fenómeno posible dentro de la lógica de la historia Tiene que entenderlo como un fenómeno de excepción. Para Wells, el fascismo es un movimiento monstruoso, teratológico, dable solo en un pueblo de educación defectuosa, propenso a todas las exuberancias de la acción y de la palabra. Mussolini, dice Wells: “es un producto de Italia, un producto mórbido”. Y el pueblo italiano, un pueblo que no ha estudiado debidamente la geografía ni la historia universales.
En esta, como en casi todas las actitudes intelectuales de H. G. Wells, se identifica fácilmente las cualidades y los defectos del pedagogo, el evolucionista y el inglés.
Acusa al pedagogo, no solo el corte didáctico de la exposición sino el fondo mismo de su juicio. Wells, piensa que una de las causas del fascismo es el deficiente desenvolvimiento de la enseñanza secundaria y superior en la nación italiana. Las malas escuelas, los insuficientes colegios, han sido a su juicio el primer factor del sentimiento fascista. Pero este concepto no tiene el sentido general que necesitaría para ser admitido y sancionado. Wells parece (...)

José Carlos Mariátegui La Chira

Interpretación de Roma. Las tres Romas.

En la Ciudad Eterna, con su Baedecker en la mano, el peregrino busca a Roma. Como Hipólito Taine, nuestro peregrino visita primero el Coloseo, luego San Pedro, después el Foro. En su ruta encuentra cosas que Taine no encontró. El monumento a Víctor Manuel. El Palacio de Justicia. Estas cosas que presumen de grandes, no existían en los tiempos de Taine. Y nuestro peregrino, que no es un hombre vulgar, a pesar de que pasea por la Ciudad Eterna con su Baedecker en la mano, no querrían que existiesen tampoco ahora. Este monumento y este palacio tienen un aire de nuevos ricos. Su “toilette” burguesa no es del gusto de nuestro peregrino. Y, sobre todo, este monumento y este palacio complican demasiado el panorama y el espíritu de la Ciudad Eterna. El peregrino los desearía más simples. Es un hombre que ha leído a Goethe, a Stendhal, a Taine. (Ha leído también a Madame Stael, aunque no acostumbre a recordarlo). Y le contaría que, por culpa de un monumento y de un palacio nuevos, las impresiones de Goethe, de Stendhal y de Taine no pueden ser ya total y absolutamente válidas para un viajero un poco romántico. El peregrino, algo desencantado, renuncia entonces a buscar a Roma en esta urbe un poco vieja y un poco nueva, por cuya calzada rueda desacompasadamente su “vettura”.
II.
Este viaje en “vettura” no sería sin embargo infructuoso. El peregrino acabará por comprender que su Roma -Roma una- no existe. Pero que, en cambio, existen tres Romas: La Roma de los Césares, la Roma de los Papas y la Roma de Víctor Manuel. (La Roma de Remo y Rómulo está demasiado lejana, demasiado borrada. No ha existido tal vez nunca. Pertenece a la pre-historia, a la mitología). Después de Stendhal, de Goethe y de Taine, ha nacido una Roma nueva. Esta Roma de Víctor Manuel y del Risorgimento -garibaldiana, liberal y masónica en su origen- es aún muy joven, muy incipiente, muy informe. Pero domina oficialmente la Ciudad Eterna. La gobierna políticamente. Se llama la Terza Roma.
Nuestro peregrino aprenderá, a costa de algunas ilusiones y de algunas liras, que en la Ciudad Eterna hay tres ciudades superpuestas. Tres ciudades que no logran mezclarse, que no logran fundirse en una sola, no obstante que el tiempo ha entreverado tanto sus elementos. La ciudad papal se halla poblada de vestigios de la ciudad pagana. Los templos católicos contienen muchas columnas, muchos frisos, muchos mármoles, de los templos paganos. Sin embargo, se siente uno y otro estilo, que una y otra época, no consiguen identificarse y fusionarse. En la Ciudad Eterna se distinguen siempre diversas ciudades, como en un corte geológico se distinguen netamente diversos terrenos.
III.
Pero la Roma que predomina todavía, en el plano y en el estilo de la Ciudad Eterna, es la misma que constataron Goethe, Stendhal y Taine. (Es probable que nuestro Peregrino -a quien el lector y yo abandonaremos desde este instante en su peripecia- se regocije y se satisfaga de esta constatación. Dejémoslo explorar, por su cuenta y a su guisa, el misterio de la unidad y de la trinidad de la Ciudad Eterna.
La coexistencia de tres Romas resulta, en el fondo, ficticia. La Roma del Imperio es, desde hace mucho tiempo, una cosa muerta. La Roma de Víctor Manuel es -malgrado su presuntuoso monumento- una cosa larvada. Entre una y otra, ocupa hasta ahora el mayor puesto, un poco derrotada, un poco decaída, pero viviente aún, la Roma del Papado. La Roma del Papado tiene sobre la Roma del Risorgimento la ventaja de haber realizado su personalidad plenamente. Le pertenece, por ende, la mayoría de los monumentos y de las piedras. Su realidad, es para el viajero, para el turista, más sensible que la realidad de la Roma del Risorgimento.
La Roma de los Papas desciende legítimamente de la Roma de los Césares. Esto es muy cierto. El sentimiento asiático, oriental, del primitivo cristiano no conservó en Roma su pureza sino durante el periodo de las catacumbas. Luego, se confundió y se consubstanció con el sentimiento pagano. Pero entre una ciudad y otra se siente límites muy marcados y muy presentes. En la Roma papal renacieron muchos elementos, muchos matices de la Roma pagana. Mas renacieron con una nueva ánima, en una nueva edad. La Roma papal se construyó sobre las ruinas de la Roma pagana. No hubo continuidad de una ciudad a otro. El renacimiento no habría podido enlazar fuertemente el estilo de la Roma pagana con el estilo de la Roma papal. La falta de monumentos góticos que señala la historia del Medio Evo facilitaba en Roma la unificación. Por muy complejas razones, el Renacimiento no quiso, empero, cumplir esta función. El estilo renacentista se convirtió muy pronto en Roma en el estilo barroco. Perdió rápidamente su mesura clásica, su serenidad greco-latina. El Papado edificó una ciudad barroca.
Entre la Roma papal y la Terza Roma los límites no están demarcados. La Terza Roma no ha destruido a la Roma papal. Ha crecido a su flanco.
No ha pretendido reemplazarla en la historia. Se ha conformado con sustituirla en la política. La ha dejado intacta. Ha querido vivir en buenas relaciones de vecindad con el Papado. La Terza Roma, por ende, se deja sentir muy poco. La Monarquía de los Saboya no tiene una casa propia. Se alberga en el Quirinal, en un palacio barroco de los Papas. Todo esto se explica muy bien. El catolicismo fue un fenómeno ecuménico, un movimiento humano. El Risorgimento, en tanto, ha sido un fenómeno local, un movimiento italiano. Ha representado un ideal burgués, un ideal nacional del siglo diecinueve. Es lógico, pues, que la Roma del Risorgimento no se afirme con la misma potencia que la Roma del catolicismo. Es lógico que carezca de su fuerza destructiva. La Monarquía de Saboya. La historia contemporánea de Italia nos ofrece numerosas señales de adaptación de la Terza Roma al ambiente del Quirinal y del borgho. Tres hechos elocuentes se eslabonan en esta dirección en la política post-bélica: la colaboración de los católicos como partido político, en el gobierno de Italia. La abdicación de la democracia liberal ante el fascismo antiliberal y antidemocrático. El restablecimiento, por el fascismo, de la influencia de la Iglesia en la enseñanza.
El Papado, prisionero en el Vaticano, no es un vencido del Quirinal. No lo ha sido nunca, ni ha perdido su poder espiritual. Ha hecho concesiones más bien aparentes que reales al espíritu de la época. Presentemente, recupera muchas posiciones abandonadas en discurso de medio siglo demo-masónico. El fascismo se declara filo-católico. Mussolini mira en la Iglesia una fuerza de difusión de la italianidad en el mundo. La ideología imperialista y reaccionaria del fascismo encuentra en la Iglesia un instrumento adecuado a sus fines.
La historia de la política explica el panorama de la Ciudad Eterna mejor que la historia del arte. Las piedras de Roma no tienen origen puramente estético. (Mientras su cerebro no se acomode a esta visión de la realidad, el peregrino deambulará desorientado, sin brújula, por el borgho tortuoso.)
En la Ciudad Eterna hay tres ciudades superpuestas; pero hay una que predomina: la ciudad papal. La Roma de la civilización romana no es sino un resto arqueológico. Y la Terza Roma no es, hasta ahora, sino una expresión política.

José Carlos Mariátegui La Chira

La agitación proletaria en Europa en 1919-1920 [Manuscrito]

[Transcripción Completa]

La agitación proletaria en Europa en 1919-1920

El tema de la disertación de hoy es muy vasto, tanto que no sé si en una hora llegaré a desenvolverlo íntegramente. Trataré de evitar las digresiones episódicas para no extender demasiado este capítulo de nuestra historia de la crisis mundial.
Veamos cómo se incubó este periodo de agitación proletaria en Europa y en el mundo. Ya he expuesto sumariamente la situación social y política de Europa durante la guerra. Durante la guerra, la clase capitalista se vio obligada a hacer numerosas concesiones a la clase trabajadora y a la idea socialista. Le era necesario adormecer en el proletariado toda voluntad revolucionaria. No le bastaba al Estado la neutralidad de las clases trabajadoras; le era indispensable su colaboración. Para conseguir esta adhesion de la clase trabajadora, el Estado tuvo que mostrarse conciliador, transaccional y sagaz con los partidos socialistas y los sindicatos. Los salarios fueron elevados; los deudos de los [que] combatieron fueron subsidiados por el Estado; el Estado se encargó del abastecimiento alimenticio de la población encargándose de la adquisición del trigo y vendiéndolo con pérdida para evitar el encarecimiento del pan. El Estado asimiló una ligera dosis de colectivismo. Hizo algunos fugaces experimentos de socialismo de Estado. Prevaleció una política intervencionista, fiscalista, estadista. El proletariado y su orientación económica consiguieron, en suma, algunas conquistas, algunos progresos, que acrecentaron su fuerza y robustecieron su confianza. Vino, más tarde, otro motivo de avance del proletariado: la Revolución Rusa. Los Estados capitalistas se dieron cuenta, por una parte, de su necesidad de asfixiar la revolución en Rusia y, por otra parte, de impedir su repercusión, y su propagación en sus respectivos territorios. Contra la revolución rusa se emplearon las armas marciales de la invasión, del bloqueo, ataque militar. Contra la revolución doméstica, nacional, se usaron las armas sagaces de la reforma social y del mantenimiento y acrecentamiento de la política benévola inaugurada en el curso de la guerra. Fue un momento de avance de la idea revolucionaria y de retroceso de la idea conservadora. Fue un momento de ofensiva del proletariado y de replegamiento y de retirada estratégica del capitalismo. Fue un instante de apogeo de la revolución. La característica de la lucha social en ese periodo era la iniciativa del ejército proletario en el ataque. La ofensiva proletaria, iniciada con la revolución rusa, se desencadenó y se extendió a todos los frentes de combate. En Alemania, los so[...] conquistaron el gobierno y los socialistas minoritarios, acaudillados por Liebnecht y Rosa Luxemburgo, libraron violentas batallas por la instauración de un regimen netamente socialista y proletario. En Baviera se proclamó república sovietista. En Austria asumieron el poder los social-democráticos, con Adler, Bauer y Renner a la cabeza. En Hungría, el gobierno de Karolyi fue seguido por el gobierno comunista de Bela Kun. En las naciones vencedoras, la burguesía conservaba el poder, pero la agitación proletaria adquiría un carácter más revolucionario que nunca. Ante esta ofensiva unánime el regimen capitalista se vio forzado a retroceder , a replegarse, desordenadamente en unos frentes de combate, ordenadamente en otros. Los estadistas más avisados y perspicaces del capitalismo comprendieron entonces que no era posible detener la revolución sino con grandes sacrificios del regimen burgués e individualista. En ese periodo, dominó en los Estados Europeos una corriente avanzadamente reformista. La burguesía adoptó una actitud renovadora. Afirmó su filiación democrática y evolucionista. Execró la dictadura. Exaltó el sufragio universal y el parlamentarismo. Cantó a la libertad y a la paz. Cubrió la paz de Versalles con la Sociedad de las Naciones, destinada, según los pacifistas burgueses, a asegurar la paz en el mundo, a desarmar a los pueblos, a garantizar la soberanía y la independencia de las naciones débiles, a dictar una legislación universal del trabajo inspirada en los derechos y en los intereses de los trabajadores. Creó la Oficina Internacional del Trabajo. Reunió en Washington el Primer Congreso Internacional del Trabajo. Toda esta política no tenía otro objeto que dividir al proletariado, atrayendo al camino de la colaboración y de la reforma a los elementos minimalistas y derechistas del socialismo y de los sindicatos. Y esta división fue conseguida. Una parte del socialismo y de los sindicatos se pronunció por una política revolucionaria tendiente a precipitar la revolución social en Europa. Otra parte del socialismo y de los sindicatos se pronunció por una política prudente y transaccional que esquivase toda acción decisiva y violenta. Una tendencia creó la Tercera Internacional. La otra tendencia resucitó la Segunda Internacional. Algunos elementos centristas, intermedios, dubitativos, conservaron independencia frente a una y otra Internacional. Mas tarde se agruparon en la Internacional Dos y Medio. La primera reunión preparatoria de la reorganización de la Segunda Internacional se efectuó en Berna en febrero de 1919. Seis meses después, los adherentes a la Segunda Internacional volvieron a reunirse en Lucerna en agosto de 1919. Y en Julio de 1920, en el congreso de Ginebra, quedó definitivamente consagrada la reconstrucción de la Segunda Internacional. En noviembre de 1920 se reorganizó, al flanco de la Segunda Internacional, la Internacional Sindical Reformista que tiene ahora su sede en Amsterdam. El primer congreso de la III Internacional se realizó en Moscú en marzo de 1919. Ese primer congreso fue, a su turno, nada más que una junta preparatoria de la III Internacional. Concurrieron a ese congreso las minorías socialistas y sindicales de Francia, Inglaterra, Alemania, los socialistas italianos y algunos otros grupos socialistas más. En el segundo congreso, que se reunió en Moscú en 1920, quedaron determinados los principios de la III Internacional y fijadas las condiciones de adhesión a este movimiento. En ese congreso, se sancionaron las famosas 21 condiciones sometidas a la consideración y al voto de todos los partidos deseosos de adherirse a la III Internacional, las 21 condiciones dieron como es sabido origen a la escisión de los partidos socialistas. El partido socialista independiente alemán discutió en su congreso de Halle de octubre de 1920 su adhesión a la Internacional Comunista. La mayoría, encabezada por Hoffman y Daumig, se pronunció por la aprobación de las 21 condiciones. Y se fusionó, enseguida, con el partido comunista alemán, construido a base de la liga espartaquista. Los socialistas franceses resolvieron el punto en el congreso de Tours.
Las tendencias eran tres: la representada por Renaudel y Sembat, favorable a la segunda Internacional; la representada por Longuet y Paul Faure, favorable a la Internacional 2 y medio; y la representada por Cachin y Frossard favorable a la III Internacional. Predominó esta ultima. La mayoría del partido socialista francés se adhirió a la tesis comunista. En esta virtud "L'Humanité" el órgano del partido, pasó al comunismo. El partido socialista italiano decidió en su congreso de Bologna, en noviembre de 1919, la adhesión a la III Internacional. Pero vinieron más tarde las 21 condiciones. Y estas 21 condiciones originaron en Livorno en enero de 1921 la división del partido. Los comunistas quedaron en minoría. Y constituyeron el partido.

José Carlos Mariátegui La Chira

La agitación revolucionaria y socialista del mundo oriental [Manuscrito]

[Transcripción completa]
La agitación revolucionaria y socialista del mundo oriental

El tema de esta noche es la agitación revolucionaria y nacionalista en Oriente. He explicado ya la conexión que existe entre la crisis europea y la insurrección del Oriente. Algunos estadistas europeos encuentran en una explotación más metódica, más científica y más intensa del mundo oriental, el remedio del malestar económico del Occidente. Tienen el plan audaz de extraer de las naciones coloniales los recursos necesarios para la convalecencia y la restauración de las naciones capitalistas. Que los braceros de la India, del Egipto, del África o de la América Colonial, produzcan el dinero necesario para conceder mejores salarios a los braceros de Inglaterra, de Francia, de Alemania, de Estados Unidos, etc. El capitalismo europeo sueña con asociar a los trabajadores europeos a su empresa de explotación de los pueblos coloniales. Europa intenta reconstruir su riqueza, dilapidada durante la guerra, con los tributos de las colonias. El capitalismo occidental no consigue la resignación del proletariado occidental a un tenor de vida miserable y paupérrimo. Se da cuenta de que el proletariado europeo no quiere que recaigan sobre él las obligaciones económicas de la guerra. Y acomete, por esto, la colonial empresa de reorganizar y ensanchar la explotación de los pueblos orientales. El capitalismo europeo trata de sofocar la revolución social de Europa con la distribución entre los trabajadores europeos de las utilidades obtenidas con la explotación de los trabajadores coloniales. Que los trescientos millones de habitantes de Europa occidental y Estados Unidos esclavicen a los mil quinientos millones de habitantes del resto de la tierra. A esto se reduce el programa del capitalismo europeo y norteamericano. Al esclavizamiento de la mayoría atrasada e inculta en beneficio de la minoría evolucionada y culta del mundo. Pero este plan es demasiado simplista para ser realizable. A su realización se oponen varios factores. Europa ha predicado durante mucho tiempo el derecho de los pueblos a la libertad y la independencia. La última guerra ha sido hecha por Inglaterra, por Francia, por los Estados Unidos y por Italia, en el nombre de la libertad y la democracia, contra el imperialismo y la conquista. Al lado de los soldados europeos, han luchado por estos mitos y por estos principios, muchos soldados africanos y asiáticos. Y estos mitos y estos principios, de los cuales el capitalismo aliado y norteamericano ha hecho tan imprudente y desmedido abuso, han echado raíces en el Oriente. La India, el Egipto, Persia, el África septentrional, reclaman hoy, invocando la doctrina europea, el reconocimiento de su derecho a disponer de sí mismos. El Asia y el África quieren emanciparse de la tutela de Europa, en el nombre de la ideología, en el nombre de la doctrina que Europa les ha enseñado y que Europa les ha predicado. Existe, además, otro motivo psicológico para la insurrección del Oriente. Hasta antes de la guerra, las poblaciones orientales tenían un respeto supersticioso por las sociedades europeas, por la civilización occidental, creadoras de tantas maravillas y depositarias de tanta cultura. La guerra y sus consecuencias han aminorado, han debilitado mucho ese respeto supersticioso. Los pueblos de Oriente han visto a los pueblos de Europa combatirse, desgarrarse y devorarse con tanta crueldad, tanto encarnizamiento y tanta perfidia, que han dejado de creer en su superioridad y su progreso. Europa, más que su autoridad material sobre Asia y África, ha perdido su autoridad moral. Tiene todavía armas suficientes para imponerse; pero sus armas morales son cada día menores.


Además la conciencia moral de los países occidentales ha avanzado también mucho para que una política de conquista y de opresión sea amparada y consentida por las masas populares. Antes, el proletariado, no oponía a la política colonizadora e imperialista de sus gobiernos una resistencia eficaz y convencida. Los trabajadores ingleses, franceses, alemanes, eran más o menos indiferentes a la suerte de los trabajadores asiáticos y africanos. El socialismo era una doctrina internacional; pero su internacionalismo concluía en los confines de Occidente, en los límites de la civilización occidental. Los socialistas, los sindicalistas, hablaban de liberar a la humanidad, pero, prácticamente, no se interesaban sino por la humanidad occidental. Los trabajadores occidentales consideraban tácitamente natural la esclavitud de los trabajadores coloniales. Hombres occidentales, al fin y al
cabo, educados dentro de los prejuicios de la civilización occidental, miraban a los trabajadores de Oriente como hombres bárbaros. Todo esto era natural, era justo. Entonces la civilización occidental vivía demasiado orgullosa de sí misma. Entonces no se hablaba de civilización occidental y civilizaciones orientales, sino se hablaba de civilización a secas. Entonces la cultura imperante no admitió la coexistencia de dos civilizaciones, no admitía la equivalencia de civilizaciones, ninguno de esos conceptos que impone ahora el relativismo histórico. Entonces, en los límites de la civilización occidental, comenzaba la barbarie egipcia, barbarie asiática, barbarie china, barbarie turca. Todo lo que no era occidental, todo lo que no era europeo, era bárbaro. Era natural, era lógico, por consiguiente, que dentro de esta atmósfera de ideas, el socialismo occidental y el proletariado occidental, hubiesen hecho del internacionalismo una doctrina prácticamente europea también. En la Primera Internacional no estuvieron representados sino los trabajadores europeos y los trabajadores norteamericanos. En la Segunda Internacional ingresaron las vanguardias de los trabajadores sudamericanos y de otros trabajadores incorporados en la órbita del mundo europeo, del mundo occidental. Pero la Segunda Internacional continuó siendo una Internacional de los trabajadores de Occidente, un fenómeno de la civilización y de la sociedad europeas.
Todo esto era natural y era justo, además, porque la doctrina socialista, la doctrina proletaria, constituían una creación, un producto de la civilización europea y occidental. Ya he dicho, al disertar rápidamente sobre la crisis de la democracia, que la doctrina socialista y proletaria es hija de la sociedad capitalista y burguesa. En el seno de la sociedad medioeval y aristocrática se generó y maduró la sociedad burguesa. De igual modo, en el seno de la sociedad burguesa se genera y madura, actualmente la sociedad proletaria. La lucha social no tiene, pues, el mismo carácter en los pueblos de Occidente y en los pueblos de Oriente. En los pueblos de Oriente, sobrevive hasta el régimen esclavista. Los problemas de los pueblos de Oriente son diferentes de los pueblos de Occidente. Y la doctrina socialista, la doctrina proletaria, es un fruto de los problemas de los pueblos demOccidente, un método de resolverlos. La solución aparece donde existe el problema. La solución no puede ser planteada donde el problema no existe aún. En los países de Occidente la solución ha sido planteada porque el problema existe. El socialismo, el sindicalismo, las teorías que apasionaban a las muchedumbres europeas, dejaban por esto indiferentes a las muchedumbres asiáticas, a las muchedumbres orientales. No existía por esto en el mundo una solidaridad de muchedumbres explotadas, sino una solidaridad de muchedumbres socialistas. Éste era el sentido, éste era el alcance, ésta era la extensión de las antiguas internacionales, de la Primera Internacional y de la Segunda Internacional. Y de aquí que las masas trabajadoras de Europa no combatiesen enérgicamente la colonización de las masas trabajadoras de Oriente, tan distantes de sus costumbres, de sus sentimientos y de sus direcciones. Ahora, este estado de ánimo se ha modificado. Los socialistas empiezan a comprender que la revolución social no debe ser una revolución europea, sino una revolución mundial. Los líderes de la revolución social perciben y comprenden la maniobra del capitalismo que busca en las colonias los recursos y los medios de evitar o de retardar la revolución en Europa. Y se esfuerzan por combatir al capitalismo, no sólo en Europa, no sólo en el Occidente, sino en las colonias. La Tercera Internacional inspira su táctica en esta nueva orientación. La Tercera Internacional estimula y fomenta la insurrección de los pueblos de Oriente, aunque esta insurrección carezca de un carácter proletario y de clases, y sea, antes bien, una insurrección nacionalista. Muchos socialistas han polemizado, precisamente, por esta cuestión colonial, con la Tercera Internacional. Sin comprender el carácter decisivo que tiene para la revolución social la emancipación de las colonias del dominio capitalista, esos socialistas han objetado a la Tercera Internacional la cooperación que este organismo presta a esa emancipación política de las colonias. Sus razones han sido éstas: el socialismo no debe amparar
sino movimientos socialistas. Y la rebelión de los pueblos orientales es una rebelión nacionalista. No se trata de una insurrección proletaria, sino de una insurrección burguesa. Los turcos, los persas, los egipcios, no luchan por instaurar en sus países el socialismo, sino por independizarse políticamente de Inglaterra y de Europa. Los proletarios combaten y se agitan en esos pueblos, confundidos y mezclados con los burgueses. En el Oriente no hay guerra social, sino guerras políticas, guerras de independencia. El socialismo no tiene nada de común con esas insurrecciones nacionalistas que no tienden a liberar al proletariado del capitalismo, sino a liberar a la burguesía india, o persa, o egipcia, de la burguesía inglesa. Esto dicen, esto sostienen algunos líderes socialistas que no estiman, que no advierten todo el valor histórico, todo el valor social de la insurrección del Oriente. En un congreso memorable, en el Congreso de Halle, Zinovief, a nombre de la Tercera Internacional, defendía la política colonial de ésta de los ataques de Hilferding, líder socialista, actual Ministro de Finanzas. Y en esa oportunidad decía Zinovief: “La Segunda Internacional
estaba limitada a los hombres de color blanco; la Tercera no divide a los hombres según el color. Si vosotros queréis una revolución mundial, si vosotros queréis liberar al proletariado de las cadenas del capitalismo, no debéis pensar solamente en Europa. Debéis dirigir vuestras miradas también al Asia. Hilferding dirá despreciativamente: ¡Estos asiáticos, estos tártaros, estos chinos! Compañeros, yo os digo: una revolución mundial no es posible si no ponemos los pies también en el Asia. Allá habita una cantidad de hombres cuatro veces mayor que en Europa, y estos hombres son oprimidos y ultrajados como nosotros". Y es, por todo esto, que la Tercera Internacional no es ni ha querido ser una Internacional exclusivamente europea. Al congreso de fundación de la Tercera Internacional asistieron delegados del Partido Obrero Chino y de la Unión Obrera Coreana. A los congresos siguientes han asistido delegados persas, turquestanos, armenios y de otros pueblos orientales. Y el 14 de agosto de 1920 se reunió en Bakú ese gran congreso de los pueblos de Oriente, al cual alude Zinovief, al que concurrieron los delegados de 24 pueblos orientales. En
ese congreso quedaron echados los cimientos de una Internacional del Oriente, no de una Internacional socialista, sino revolucionaria e insurreccional únicamente.
Bajo la presión de estos acontecimientos y de estas ideas, los mismos socialistas reformistas, los mismos socialistas democráticos, tan saturados de los antiguos prejuicios occidentales, han concluido por interesarse mucho más que antes de la cuestión colonial. Y han comenzado a reconocer la necesidad de que el proletariado europeo se preocupe seriamente de combatir la opresión del Oriente y a amparar el derechos de estos pueblos a disponer de sí mismo. Está actitud nueva de los partidos socialistas cohibe y coacta a las grandes naciones capitalistas para emplear contra los pueblos de Oriente la fuerza de las expediciones guerreras. Y así vimos el año pasado que Inglaterra, desafiada por Mustafá Kemal en Turquía, no pudo responder a este reto con operaciones de guerra. El partido laboralista inglés inició una violenta agitación contra todo envío de tropas al Oriente. Los dominios ingleses, Australia, el Transvaal, declararon su voluntad de no consentir un ataque a Turquía. El gobierno inglés se vio obligado a transigir con Turquía, a ceder ante Turquía, a la cual, en otros tiempos, habría aplastado sin piedad. Igualmente, hace tres años vimos al proletariado italiano oponerse resueltamente a la ocupación de Albania por Italia. El gobierno italiano fue obligado a retirar sus tropas del suelo albanés. Y a firmar un tratado amistoso con la pequeña Albania. Estos hecho revelan una situación nueva en el mundo.
Esta situación se puede resumir en tres observaciones: 1. Europa carece de autoridad material para sojuzgar a los pueblos coloniales. 2. Europa ha perdido su antigua autoridad moral sobre esos pueblos. 3. La consciencia moral de las naciones europeas no permite en esta época, al régimen capitalista, una política brutalmente opresora y conquistadora contra el Oriente. Existen, en una palabra, las condiciones históricas los elementos políticos necesarios para que el Oriente resurja, para que el Oriente se independice, para que el Oriente se libere. Así como, a principios del siglo pasado, los pueblos de América se independizaron del dominio político de Europa porque la situación del mundo era propicia, era oportuna para su liberación, así ahora los pueblos del Oriente se sacudirán también del dominio político de Europa porque la situación del mundo es propicia, es oportuna su liberación.
Tenemos asó panorámicamente contempladas las relaciones entre la situación europea y la insurrección oriental. Estudiemos ahora la agitación revolucionaria de Orente en sí misma. Recorramos, velozmente, sus principales acontecimientos.
El fenómeno sustantivo de la agitación del Oriente es la resurrección de Turquía.

José Carlos Mariátegui La Chira

La asamblea de la Sociedad de las Naciones. La reacción en México. Guillermo Valencia y Vasquez Cobo.

La asamble de la Sociedad de las Naciones
La más visible consecuencia de un gabinete laborista británico en la política internacional es, seguramente, la reanimación de la Sociedad de las Naciones. No es, por supuesto, que el Labour Party, en el gobierno de la Gran Bretaña, represente sustancialmente un nuevo rumbo en la gestión de los negocios extranjeros de ese imperio. La Gran Bretaña es un país fundamentalmente conservador en su política; pero en ningún aspecto lo es tanto como en el diplomático. Mas el estilo y el espíritu de los conservadores se avenía poco con el rol de empresarios de la Sociedad de las Naciones y de las asambleas de Ginebra. Los ministros conservadores asistían a las reuniones de la Sociedad de las Naciones con un gesto demasiado cansado y escéptico. Los laboristas, en cambio, estrenan en este campo uno de sus más intactos entusiasmos. En conferencias como la de las reparaciones, estarán siempre dispuestos a defender los intereses de la Gran Bretaña, con mayor celo nacionalista que los conservadores, sin exceptuar a Churchill, pero en la Sociedad de las Naciones, en debates generales sobre el desarme y el arbitraje obligatorio, pueden consentirse generosos brindis pacifistas.
La nota más importante de la décima asamblea de la Sociedad de las Naciones es hasta ahora la elección de Guerrero, delegado de la República del Salvador, como presidente del Consejo de la Liga. I, seguramente, este es un acto de inspiración británica. Se trata más que de atraer a la política de la Liga a los pequeños Estados, disimulando su carácter de trust de grandes potencias, de acentuar la participación de la América Latina en sus labores centrales. Guerrero, en la Conferencia Pan-Americana de la Habana, representó como se recordará la resistencia a la política yanqui. Hasta ahora, los Estados Unidos es la única gran potencia capitalista ausente de la liga, aunque intervenga en todos sus trabajos de colaboración internacional: economía, higiene, trabajo, etc. I es obvio que, a medida que se acentúe el antagonismo anglo-yanqui, la política de la Gran Bretaña tiene que esforzarse por sacar partido de esta circunstancia. Si bien Norte América está habituada a domesticar las veleidades anti-yanquis del nacionalismo centro-americano -se recuerda demasiado los casos Sacasa y Moncada- su diplomacia debe haber recibido con gesto un poco desabrido el nombramiento del salvadoreño Guerrero como Presidente del Consejo de la Liga.
En general, la Sociedad de las Naciones se presenta esta ves bastante convalecida a sus crisis. La abstención yanqui se compensa, en parte, con la activa presencia de Alemania, representada por Stresseman, que necesita aprovechar este retorno de su país a la sociedad internacional, después del largo aislamiento a que la condenó la derrota. La Liga es, por otra parte, el centro de operaciones de Briand, “speaker” oficioso de los Estado Unidos de Europa.

La reacción en México
Portes Gil sigue haciendo contramarchar a la Revolución Mexicana. Obtuvo la victoria sobre la insurrección militar de Escobar, Aguirre, etc, mediante una gran movilización de las masas revolucionarias -obreras y campesinas-. Pero, enseguida, mientras de una parte se ha apresurado a hacer la paz con el clero, de otra parte ha iniciado la ofensiva contra la extrema izquierda. Algunos de los mismo agraristas, que se unieron a la cabeza de las masas campesinas para defender la Revolución contra los generales que la traicionan alzando repentinamente la bandera de la Reacción, han caído, abatidos no por la balas de los “cristeros”, sino por las balas de las tropas federales.
El pacto con la Iglesia, que siguió al pacto con el capitalismo yanqui, expresa nítidamente el carácter del gobierno interino del licenciado Portes Gil, a quien ni estas transacciones, ni la persecución de la vanguardia obrera y campesina, impiden por supuesto emplear, en sus arengas, un lenguaje pródigo todavía en término revolucionarios.
Pascual Ortiz Rubio, candidato del partido gubernamental, se prepara sin duda a continuar en el poder la política del licenciado Portes Gil. La factura del antiguo frente revolucionario, sostenedor de Obregón en la última lucha electoral, ha consentido a Vasconcelos, candidato anti-reeleccionista, una extensa e imponente demostración de fuerza en varios Estados. El próximo gobierno tendrá que hacer frente a dos fuertes corrientes de oposición: la de derecha y la de izquierda. A la primera procurará quebrantarla con nuevas concesiones a los intereses que representa. A la segunda, resistirá simultáneamente con las armas de la represión y la demagogia. Pero en este difícil equilibrio, le será imposible seguir haciendo figura de gobierno “revolucionario”.

Guillermo Valencia y Vásquez Cobo
Los dos candidatos conservadores -Guillermo Valencia y Vásquez Cobo- continúan en Colombia irreductiblemente sostenidos por sus partidarios del Congreso. De hecho, el partido conservador se presenta escisionado ante el problema presidencial. Valencia ha obtenido la mayoría en la votación de los representantes a congreso de su partido. Pero los 45 representantes que ha votado por Vasquez Cobo se manifiestan resueltos a luchar hasta el fin por su candidato. El partido liberal, en minoría en el congreso, no tendrá candidato. Frente al dilema Valencia o Vásquez Cobo, es probable que, con ciertas condiciones, y ante el significado ostensible que ha dado a la candidatura del general la recomendación del arzobispo de Bogotá, se decida a concurrir a la victoria del candidato civil. Los liberales andan divididos; pero son, aún así, una fuerza. El partido socialista revolucionario, que los reemplaza cada vez más como partido de izquierda, no cuenta, puesto casi fuera de la ley, con representación parlamentaria ni con prensa.
En las razones del Arzobispo de Bogotá para apoyar a Vásquez Cobo, son, en orden a la política internacional, las mismas que ha tenido para vetar a Concha. Vásquez Cobo no es persona ingrata a los Estados Unidos, a cuyo canciller Root le tocó saludar cortésmente, a nombre del gobierno colombiano, vivo aún el resentimiento por la desmembración de Panamá, cuando ese activo gerente del panamericanismo visitó la América Latina en gira oficial. Concha, que somo ministro representó una política de celosa reivindicación de los intereses colombianos, frente a Norte-América, no está en el mismo caso. Su elección como presidente de la república podría perjudicar a la reconciliación yanqui-colombiana. La razón de Estado es decisiva para los políticos de la Iglesia.
Valencia, en las últimas semanas, quizá en parte a consecuencia de la fisionomía abiertamente dictatorial y reaccionaria que ha mostrado la candidatura de su opositor, apoyado por el ex-ministro de guerra Rengifo, el hombre de la ley “heroica” y de la represión de Santa Marta, parece haber ganado terreno. La votación así lo demuestra.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La ciencia y la política. El Dr. Schacht y el plan Young. La república de Mongolia

La ciencia y la política
El último libro del Dr. Gregorio Marañón, “Amor, Conveniencia y Eugenesia”, (Ediciones “Historia Nueva”, Madrid 1929), no trata tópicos específicamente políticos, pero tiene ostensiblemente el valor y la intención de una actitud política. Marañón continúa en este libro -sincrónico con otra actitud suya: su adhesión al socialismo- una labor pedagógica y ciudadana que, aunque circunscrita a sus meditaciones científicas, no trasciende menos, por esto, al campo del debate político. Ya desde los “Tres Ensayos sobre la Vida Sexual”, César Falcón había señalado, entre los primeros, el actualísimo significado político de la campaña de Marañón contra el donjuanismo y el flamenquismo españoles. Partiendo en guerra contra el concepto donjuanesco de la virilidad, Marañón atacaba a fondo la herencia mórbida en que tiene su origen la dictadura jactanciosa e inepta del general Primo de Rivera.
En “Amor, Conveniencia y Eugenesia”, libro que toma su título del primero de los tres ensayos que lo componen, el propio Marañón confirma y precisa las conexiones estrechas de su prédica de hombre de ciencia con las obligaciones que le impone su sentido de la ciudadanía. La consecuencia más nociva de un régimen de censura y de absolutismo es para Marañón la disminución, la atrofia que sufre la consciencia viril de los ciudadanos. Esto hace más vivo el deber de los hombres de pensamiento influyente de actuar sobre la opinión como factores de inquietud. “Por ellos -dice Marañón- me decido a entregar al público estas preocupaciones mías, no directamente políticas, sino ciudadanas; aunque por ello, tal vez, esencialmente políticas. Porque en estos tiempos de radical transformación de cosas viejas, cuando los pueblos se preparan para cambiar su ruta histórica -y es, por ventura, el caso de España- no hay más política posible que la formación de esa ciudadanía. Política, no teórica, sino inmediata y directa. Muchos se lamentan de que en estos años de régimen excepcional, no hayan surgido partidos nuevos e ideologías políticas renovadoras. Pero no advierten estos pesimistas que las ideologías políticas no se pueden inventar porque están ya hechas desde siempre. Lo que [se precisa son] los hombres que las encarnen. I los hombres que exija el porvenir [solo edificarán sobre conductas austeras y definidas. Esta y no otra es la obra de] la oposición: crear personalidades de conducta ejemplar. Los programas, los manifiestos, no tienen la menor importancia. Si los hombres se forjan en moldes rectos, de conducta impecable, todo lo demás, por si solo, vendrá. Para que una dictadura sea útil, esencialmente útil a un país, basta con que su sombra -a veces la sombra del destierro o de la cárcel- se forje esta minoría de gentes refractarias y tenaces, que serán mañana como el puñado de una semilla conservada con que se sembrarán las nuevas cosechas”.
No se puede suscribir siempre, y menos aún en el hombre de los principios de la corriente política a la que Marañón se ha sumado, todos los conceptos políticos del autor de “Amor, Conveniencia y Eugenesia”. Pero ninguna discrepancia en cuanto a las conclusiones, compromete en lo más mínimo la estimación de la ejemplaridad de Marañón, del rigor con que busca su línea de conducta personal. Marañón es el más convencido y ardoroso asertor de que la política, como ejercicio del gobierno, requiere una consagración especial, una competencia específica. No creo, pues, que la autoridad científica de un investigador, de un maestro, deba elevarle a una función de gobernante. Pero esto no exime, absolutamente, al investigador, al maestro de sus deberes de ciudadano. Todo lo contrario. “El hombre de ciencia, como el artista, -sostiene Marañón- cuando ha rebasado los límites del anónimo y tiene ante una masa más o menos vasta de sus conciudadanos -o de sus contemporáneos si su renombre avasalla las fronteras- lo que se llama “un prestigio”, tiene una deuda permanente con esa masa que no valora su eficacia por el mérito de su obra misma, limitándose a poner en torno suyo una aureola de consideración indiferenciada, y en cierto modo mítica, cuya significación precisa es la de una suerte de ejemplaridad, representativa de sus contemporáneos. Para cada pueblo, la bandera efectiva -bajo los colores convencionales del pabellón nacional- la constituyen en cada momento de la Historia esos hombres que culminan sobre el nivel de sus conciudadanos. Sabe ese pueblo que, a la larga, los valores ligados a la actualidad política o anecdótica parecen, y flotan solo en el gran naufragio del tiempo los nombres adscritos a los valores eternos del bien y de la belleza. El Dante, San Francisco de Asís, Pasteur [o Edison] caracterizan a un país y a una época histórica muchos años después de haber [desaparecido de la memoria] de los no eruditos los reyes y los generales que por entonces manejaban el mecanismo social. ¿Quién duda que de nuestra España de ahora, Unamuno, perseguido y desterrado, sobrevivirá a los hombres que ocupan el Poder? La cabeza solitaria que asoma sus canas sobre las barbas de la frontera; prevalecerá ante los siglos venideros sobre el poder de los que tienen en sus manos la vida, la hacienda y el honor de todos los españoles. Pero ese prestigio que concede la muchedumbre ignara no es -como las condecoraciones oficiales- un acento de vanidad para que la familia del gran hombre lo disfrute y para que orne después su esquela de defunción. Sino, repitámoslo, una deuda que hay que pagar en vida -y con el sacrificio, si es necesario, del bienestar material- en forma de lealtad a las ideas de clara y explícita postura ante la crisis de los pueblos sufren en su evolución”.

El Dr. Schacht y el plan Young
Los delegados de Alemania han tenido que aceptar, en la segunda conferencia de las reparaciones, el plan Young, tal como ha quedado después de su retoque por las potencias vencedoras. Esto hace recaer sobre el ministerio de coalición y, en particular sobre la social-democracia, toda la responsabilidad de los compromisos contraídos por Alemania en virtud de ese plan. El Dr. Schacht, presidente del Reichsbank, ha jugado de suerte que aparece indemne de esa responsabilidad. La burguesía industrial y financiera estará tras él, a la hora de beneficiarse políticamente de sus reservas, si esa hora llega. El sentimiento nacionalista es una de las cartas a que juega la burguesía en todos los países de Occidente, a pesar de que los propios intereses del capitalismo no pueden soportar el aislamiento nacional. La subsistencia del capitalismo no es concebible sino en un plano internacional. Pero la burguesía cuida como de los resortes sentimentales y políticos más decisivos de su extrema defensa del sentimiento nacionalista. El Dr. Schacht ha obrado, en todo este proceso de las reparaciones, como un representante de su clase.

La república de Mongolia
Cuando el gobierno nacionalista, revisando apresuradamente la línea del Kue Ming Tang despidió desgarbadamente a Borodin y sus otros consejeros rusos, [las potencias] capitalistas saludaron exultante este signo del definitivo [tramonto] de la influencia soviética en la China. El ascendiente de la soviética, la presencia activa de sus emisarios en Cantón, Peking y el mismo Mukden, eran la pesadilla de la política occidental. Chang Kai Shek aparecía como un hombre providencial porque aceptaba y asumía la misión de liquidar la influencia rusa en su país.
Hoy, después del tratado ruso-chino, que pone término a la cuestión del ferrocarril oriental, la posición de Rusia en la China se presenta reforzada. I de aquí el recelo que suscitan en Occidente los anuncios de la próxima creación de la república soviética de la Mongolia. La Mongolia fue el centro de las actividades de los rusos blancos, después de las jornadas de Kolchak en la Siberia. Empezó luego, con la pacificación de la Siberia y la consolidación en todo su territorio del orden soviético, la penetración natural de la política bolchevique en Barga y Hailar. En este proceso, lo que el imperialismo capitalista se obstina en no ver es, sin duda, lo más importante: la acción espontánea del sentimiento de los pueblos de Oriente para organizarse nacionalmente, que solo para la política soviética no es un peligro, pero a la que todas las políticas imperialistas temen como la más sombría amenaza.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La conferencia de las reparaciones

La estabilización capitalista descansa en fórmulas provisionales. La interinidad, los acuerdos es su característica dominante. La constitución de los Estados Unidos de Europa sería el medio de organizar a la Europa burguesa en una liga que resolviendo los conflictos internos de la política y la economía europeas, opusiese un compacto bloque, de un lado a la influencia ideológica de la URSS y de otro a la expansión económica de Norte-América. Pero, a cada paso, surge un incidente que descubre la persistencia, -más todavía, la sorda exacerbación- de los antagonismos que alejan o descartan la posibilidad de unificar a la Europa capitalista. Ramsay Mc Donald se cuenta entre los estadistas que prevén que en el decenio próximo se preparará algo así como los Estados Unidos de Europa; pero esto no le impide asumir en la conferencia de las reparaciones de La Haya una actitud tan estrictamente ajustada al interés y al sentimiento nacionales como la que tomaría en el mismo caso, Winston Churchill. Las siete potencias interesadas en la cuestión de las reparaciones y de los créditos de guerra, después de algunos coloquios, pueden entenderse provisoriamente respecto a este problema; pero mucho más difícil es que pacten un plan definitivo, una solución integral. Formular el plan Young ha sido por esto más laborioso y complicado que formular el plan Dawes. Se trata ahora de fijar totalmente las obligaciones de Alemania; hasta la extinción de su deuda, la participación de los aliados -o menos, ex-aliados- en estas cantidades y vinculación entre los pagos alemanes y las deudas inter-aliadas. I, antes de suscribir un convenio que compromete irremediablemente su política en el porvenir, cada uno de los principales interesados extrema sus precauciones. Como el régimen Dawes debe cesar el 31 de este mes, si el régimen Young no queda sancionado en La Haya, la conferencia de las reparaciones se verá en el caso de adoptar, mientras se elabora un acuerdo completo, alguna disposición provisoria.
El plan Young, según sus autores, es un todo indivisible. Todas sus partes están en relación unas con otras. Tocar el capítulo del pago en especies, por ejemplo, o toca el monto de la indemnización y, por consiguiente, la escala de las anualidades. Los expertos de Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Italia, Bélgica, el Japón y Alemania, no han conseguido montar esta ingeniosa maquinaria sino después de un larguísimo trabajo de coordinación de sus engranajes. Si se mueve una sola de sus ruedas, la maquinaria no funcionará: habrá que reconstruirla totalmente. Los expertos han establecido, en primer término, un sistema de cierta elasticidad. Distribuir el total de la deuda alemana en un número de años, y señalar la cuota fija de amortización anual, habría sido fácil; pero un sistema de esta rigidez habría exigido, en conflicto con las circunstancias, constantes revisiones prácticas. El plan de los expertos tenía que considerar la capacidad de pago de Alemania como un factor sujeto a posibles variaciones. Dentro de un programa de regulación definitiva de los pagos y las deudas, necesitaba dejar un margen al juego de las contingencias. El plan Young, objeto actualmente de los reparos de Inglaterra, adopta una escala de amortizaciones que prevé la cancelación de la deuda alemana en el lazo de 59 años. Pero divide las anualidades en dos partes: una incondicional y otra dependiente de la capacidad de pago de Alemania. El Reich pagará en divisas extranjeras, en cuotas mensuales, sin ningún derecho de suspensión, 660 millones de marcos al año. Esta suma corresponde a la que el plan Dawes exige obtener de las entradas de los ferrocarriles alemanes. Durante diez años, Alemania conserva el derecho de efectuar en mercaderías una parte adicional de los pagos, conforme a una escala que fija esta cuota, para el primer año, en 750 millones de marcos, reduciéndola anualmente en 50 millones, de suerte que la décima anualidad sea solo de 300 millones. El pago del resto de la anualidad, -que fijada en 1.707,9 millones de marcos oro para el ejercicio 1930-31, sube a 2.428,8 millones para 1965-66,- es diferible, si circunstancias especiales lo demandan. La apreciación de estas circunstancias queda encargada a un comité consultivo, convocado por el Banco de “reglements” internacionales que el plan Young propone como organismo especial de recaudación y administración de las reparaciones. Los plazos que, en virtud de este margen, pueden ser concedidos a Alemania tienen por objeto protegerla “contra las consecuencias posibles de un período de depresión relativamente corta que, por razones de orden interno o externo, podría amenazar suficientemente los cambios como para tornar peligrosas las transferencias al exterior”. El gobierno alemán, en este caso, tiene el derecho de suspender estos abonos por un plazo máximo de dos años.
Las observaciones de Inglaterra no conciernen a este aspecto del plan Young -las obligaciones de Alemania y el método de hacerlas efectivas sin daño de la economía alemana en el caso de eventuales crisis- sino a la participación británica en las anualidades y al mantenimiento por diez años del pago en mercaderías. La industria británica sufre las consecuencias de esta estipulación del plan Dawes que impone a la Gran Bretaña, en plena crisis industrial por el descenso de sus exportaciones, absorber anualmente una cantidad de manufacturas alemanas. Snowden reclama que se asignen a su país 48 millones más de marcos en el reparto de las anualidades alemanas. Cualquiera rectificación, en uno y otro aspecto, importa la revisión total del plan Young. Si se suprime o reduce la cuota en especies, toda la escala de amortización de la deuda alemana tendría que ser reformada. Por consiguiente, nuevo debate respecto a la capacidad de pago del Reich en los 59 años próximos. Si se acuerda a Inglaterra los millones suplementarios que demanda, ¿a quién o a quienes se rebajaría su parte? Francia defiende celosamente su prioridad. Italia piensa que es ya bastante exigua su participación.
Inglaterra, en todo caso, no esta dispuesta a prestar su asentamiento a ninguno fórmula que perjudique sus intereses, visiblemente distintos de los de Francia, Alemania y Estados Unidos. Hasta hace pocos años, las mayores dificultades para el arreglo de la cuestión de las reparaciones parecían provenir del conflicto de intereses alemanes y franceses. Ahora resulta evidente que la oposición entre los intereses alemanes y británicos es todavía mayor. Alemania no puede prosperar y restaurarse industrialmente sino a expensas, en cierto grado, de la reconstrucción británica. Y no se hable del conflicto todavía más profundo e irreductible que se manifiesta de la Gran Bretaña y Estados. La conferencia de reparaciones de La Haya ha venido a revelar el abismo (...).

José Carlos Mariátegui La Chira

La crisis de la democracia

Los propios fautores de la democracia -el término democracia es empleado como equivalente del término Estado demo-liberal-burgués- reconocen la decadencia de este sistema político. Convienen en que se encuentra envejecido y gastado y aceptan su reparación y su compostura. Mas, a su parecer, lo que está deteriorado no es la democracia como idea, como espíritu, sino la democracia como forma.
Este juicio sobre el sentido y valor de la crisis de la democracia se inspira en la incorregible inclinación a distinguir en todas las cosas cuerpo y espíritu. Del antiguo dualismo de la esencia y la forma, que conserva en la mayoría de las inteligencias sus viejos rasgos clásicos, se desprenden diversas supersticiones.
Pero una idea realizada no es ya válida como idea sino como realización. La forma no puede ser separada, no puede ser aislada de su esencia. La forma es la idea realizada, la idea actuada, la idea materializada. Diferenciar independizar la idea de la forma es un artificio y una convención teóricas y dialécticas. No es posible renegar la expresión y la corporeidad de una idea sin renegar la idea misma. La forma representa todo lo que la idea animadora vale práctica y concretamente. Si se pudiese desandar la historia, se constataría que la repetición de un mismo experimento político tendría siempre las mismas consecuencias. Vuelta una idea a su pureza. A su virginidad originales, y a las condiciones primitivas del tiempo y lugar, no daría una segunda vez más de lo que dio la primera. Una fórmula política constituye, en suma, todo el rendimiento posible de la idea que la engendró. Tan cierto es esto que el hombre, prácticamente, en religión y en política, acaba por ignorar lo que en su iglesia o su partido es esencial para sentir únicamente lo que es formal y corpóreo.
Esto mismo les pasa a los fautores de la democracia que no quieren creerla vieja y gastada como idea sino como organismo. Lo que estos políticos defienden, realmente, es la forma perecedera y no el principio inmortal. La palabra democracia no sirve ya para designar la idea abstracta de la democracia pura, sino para designar como digo, al principio de este artículo, el Estado demo-liberal-burgués. La democracia de los demócratas contemporáneos es la democracia capitalista. Es la democracia-forma y no la democracia-idea.
I esta democracia se encuentra en decadencia y disolución. El parlamento es el órgano, es el corazón de la democracia. I el parlamento ha cesado de corresponder a esos fines y ha perdido su autoridad y su función en el organismo democrático. La democracia se muere de mal cardiaco.
La reacción confiesa, explícitamente, sus propósitos anti-parlamentarios. El fascismo anuncia que no se dejará expulsar del poder por un voto del parlamento. El consenso de la mayoría parlamentaria es para el fascismo una cosa secundaria: no es una cosa primaria. La mayoría parlamentaria, un artículo de lujo; no un artículo de primera necesidad. El parlamento es bueno si obedece; malo si protesta o regaña. Los fascistas se proponen reformar la carta política de Italia, adaptándola a sus nuevos usos. El fascismo se reconoce anti-democrático anti-liberal y anti-parlamentario. A la fórmula jacobina de la Libertad, Igualdad y la Fraternidad oponen la fórmula fascista de la jerarquía. Algunos fascistas se entretienen en especulaciones teóricas, definen el fascismo como un renacimiento del espíritu de la contra-reforma. Asignan al fascismo un ánima medio-eval y católica. Mussolini suele decir que “indietro non si torna” los propios fascistas se complacen de encontrar sus orígenes espirituales en la Edad Media.
El fenómeno fascista no es sino un síntoma de la situación. Desgraciadamente para el parlamento, el fascismo no es su único ni es siquiera su principal enemigo. El parlamento sufre, de un lado, los asaltos de la Reacción, y de otro lado, los de la Revolución. Los reaccionarios y los revolucionarios de todos los climas coinciden en la descalificación de la vieja democracia Los unos y los otros propugnan métodos dictatoriales.
La teoría y la praxis de ambos bandos ofende el pudor de la Democracia, por mucho que la democracia no se haya comportado nunca con excesiva casidad. Pero la Democracia sede alternativa o simultáneamente, a la atracción de la derecha y de la izquierda. No escapa a un campo de gravitación sino para en el otro. La desgarran dos fuerzas antítéticas, dos amores antagónicos. Los hombres más inteligentes de la democracia se empeñan en renovarla y enmendarla. El régimen democrático resalta sometido a un ejercicio de crítica y de revisión internas, superior a sus años y a sus achaques.
Nitti no cree que sea el caso de hablar de una democracia a seca sino, más bien, de una democracia social. El autor de “La Tragedia de Europa” es un demócrata dinámico y heterodoxo. Caillaux preconiza “una síntesis de la democracia de tipo occidental y del sovietismo ruso” No consigue Caillaux indicar el camino que conduciría a ese resultado. Pero admite, explícitamente, que se reduzca las funciones del parlamento. El parlamento, según Caillaux no debe tener sino derechos y no desempeñarse una misión de control superior. La dirección completa del Estado económico debe ser transferida a nuevos organismos.
Estas concesiones a la teoría del Estado sindical expresan hasta qué [punto ha envejecido la antigua concepción] del parlamento. Abdicando una parte de su autoridad, el parlamento entra en una vía que lo llevará a la pérdida de sus poderes. Ese Estado económico, que Caillaux quiere subordinar al Estado político en una realidad superior a la voluntad y a la coerción de los estadistas que aspiran a aprehenderlo dentro de sus impotentes principios. El poder político es una consecuencia del poder económico. La plutocracia europea y norte-americana no tiene ningún medio a los ejercicios dialécticos de los políticos demócratas. Cualquiera de los “trusts” o de los carteles industriales de Alemania y Estados Unidos influyen en la política de su nación respectiva más que toda la ideología democrática. El plan Dawes y el acuerdo de Londres han sido dictados a sus ilustres signatarios por los intereses de Morgan, Loucheur, etc.
La crisis de la democracia es el resultado del crecimiento y el concentramiento simultáneo del capitalismo y del proletariado. Los resortes de la producción están en manos de estas dos fuerzas. La clase proletaria lucha por reemplazar en el poder a la clase burguesa. Le arranca, en tanto, sucesivas concesiones. Amblas clases pactan sus treguas, sus armisticios y sus compromisos directamente, sin intermediarios. El parlamento en estos debates, y en estas transacciones no es aceptado como árbitro. Poco a poco, la autoridad parlamentaria ha ido, por consiguiente, disminuyendo. Todos los sectores políticos tienden, actualmente, a reconocer la realidad del Estado económico. El sufragio universal y las asambleas parlamentarias, se avienen a ceder muchas de sus funciones a las agrupaciones sindicales. La derecha al centro y la izquierda, son más o menos filo-sindicalistas. El fascismo por ejemplo trabaja por la restauración de las corporaciones medioevales y constriñe a obreros y patrones a convivir y cooperar dentro de un mismo sindicato. Los teóricos de la “camisa negra” en sus bocetos del futuro Estado fascista, lo califican como Estado sindical. Los social democráticos pugnan por injertar en el mecanismo de la democracia los sindicatos y asociaciones profesionales. Walter Rathenau, uno de los más conspicuos y originales teóricos y realizadores de la burguesía, soñaba con un desdoblamiento del Estado en Estado Industrial, Estado Administrativo, Estado Educador, etc. En la organización concebida por Rathenau, las diversas funciones del Estado serían transferidas a las asociaciones profesionales.
¿Cómo ha llegado la democracia a la crisis que acusan todas estas inquietudes y conflictos? El estudio de las raíces de la decadencia del régimen democrático no cabe en los últimos acápites de un artículo como este. Hay que suplirlo con una definición incompleta y sumaria. La forma democrática ha cesado, gradualmente, de corresponder a la nueva estructura económica de la sociedad. El Estado demo-liberal-burgués fue un efecto de la ascensión de la burguesía a la posición de la clase dominante. Constituyó una consecuencia de la acción de fuerzas económicas y productoras que no podían desarrollarse dentro de los diques rígidos de una sociedad gobernada por la aristocracia y la iglesia. Ahora como entonces el nuevo juego de las fuerzas económicas y productoras reclama una nueva organización política. Las formas políticas, sociales y culturales son siempre previsoras, son siempre interinas. En su entraña contienen, invariablemente, el germen de una forma futura. Anquilosada, petrificada, la forma democrática, como las que la han precedido en la historia, no puede contener ya la nueva realidad humana.

José Carlos Mariátegui La Chira

La crisis de la democracia en Francia

En Francia no ha prosperado ninguna de las tentativas de fascismo, más o menos directamente inspiradas en el modelo italiano. Los equipos de “L’Action Francaise” han sufrido sucesivas derrotas. El estado francés ha reprimido sus más belicosas efervescencias, aplicando el código a León Daudet; la Iglesia romana ha puesto a Charles Maurras en el “index” de los autores heréticos. Las patrullas fascistas de George Vaulois y del renegado Gustavo Nervé no han tenido más fortuna. Las derechas, en busca de un dictador, han creído encontrarlo, por momentos, en un general: Castelnau el católico, Lyautey el africano; pero todos estos preludios de fascitización de la Tercera República han durado poco y han tenido un final chafado y pobre.
La reacción, el fascismo, como movilización de todas las fuerzas del Estado y de la burguesía contra la agitación revolucionaria, sin embargo, no ha cesado de ganar terreno. Los fascistas de estilo netamente escuadrista y dictatorial han fracasado en sus empeños; pero el fascismo, -un fascismo francés, leguleyo, poincarista, que ha hablado siempre el lenguaje de la legalidad aunque por esto no haya blandido menos rabiosamente el bastón reaccionario- ha conquistado lentamente al gobierno, instalando en el ministerio del interior a André Tardieu, el lugarteniente de Clemenceau, el negociador de Versailles, el reaccionario bochado en las elecciones del 11 de Mayo reintegrado al Palacio Borbón por una elección suplementaria, apenas desencadenada la contra-ofensiva de las derechas. Desde el momento en que el cartel de izquierdas, dirigido por Herriot, se reveló incapaz de actuar el programa victorioso en las urnas eleccionarias del 11 de Mayo, la restauración de Poincaré, aunque realizada con algunas concesiones a los radicales-socialistas, era evidente este “ricorso”. El gabinete del franco no era otra cosa que un retorno al bloque nacional, a una política de concentración burguesa, actuando conforme a los principios de Poincaré y Clemenceau bélicos. La Tercera República no se avenía a que la crisis del régimen demo-liberal y parlamentario le impusiera una dictadura personal y facciosa: se conformaba, por el momento, con una dictadura de clase, de estilo estrictamente legal y republicano, amparada por una mayoría parlamentaria. Las invocaciones reaccionarias no habías llevado el poder al Dictador, aguardado con impaciencia por la burguesía tomista y católica a nombre de la cual René Johannet escribió su “Elogio del burgués francés”. Regresaba al gobierno Poincaré, un político de tradición netamente parlamentaria, aferrado a la convenciones jurídicas y republicanas, con obstinación y ergotismo de abogado. La estabilización capitalista, en Francia como en otros países, aportaba formalmente la estabilización democrática. Pero, bajo este ropaje, se inauguraba en verdad una política cerradamente reaccionaria, enderezada a la represión fascista del proletariado. Con Poincaré, llegaba al gobierno André Tardieu, el más agresivo y ambicioso líder de las derechas.
Esta fisionomía y esta práctica reaccionarias se han acentuado con el gabinete Briand-Tardieu, ministro del interior, se esmera en la ofensiva anti-proletaria. Emplea contra la organización y propaganda comunista una especie de fascismo policial, en el que los polizontes hacen el trabajo de los “Camisas negras”, con menos estridencia y alaridos que estos. Pero con los mismos objetivos. Briand, a quien su vejez no ha ahorrado ninguna claudicación, ni aún la de su laicismo de parlamentario de escuela demo-masónica, suscribe y auspicia esta política con su eterno escepticismo. Está demasiado habituado a las contradicciones de su destino, para que su función de presidente de un ministerio derechista le cause algún disgusto. Teorizante de la huelga general en su debut de abogado socialista, le tocó reprimir una gran huelga en el gobierno. El más intransigente y celoso prefecto de Francia no lo hubiese superado en el método. Briand, además, ocupa la presidencia del consejo, pero es, sobre todo, en el gabinete precario que encabeza, un ministro de negocios extranjeros. ¿Qué política interna, por otro parte, se le podría pedir? Briand nunca ha tenido ninguna. La de Tardieu, como ministro del interior, no se diferencia sustancialmente de la de Sarrault. Briand está pronto a suscribir cualquiera: la que las circunstancias y la mayoría parlamentaria consientan.
Los radicales-socialistas, según los cablegramas de los últimos días, se aprestan a la batalla parlamentaria contra este gabinete. El partido radical-socialista es de un humor perennemente “frondeur”, cuando se sienta en los bandos de la oposición. Bajo este aspecto, sus preparativos de combate no tienen por qué suscitar excepcional preocupación. Pero la tendencia a coaligar otra vez los votos parlamentarios del partido radical socialista y del partido socialista, reanudando el experimento del cartel de izquierdas, coincide con la presión reaccionaria por aumentar los poderes de Tardieu hasta colocar en sus manos la dirección misma del gobierno. Los socialistas pudieron llevar a las últimas consecuencias, hace cinco años, la táctica colaboracionista que consintió la constitución del cartel de izquierdas. No se sabe, exactamente, qué misterioso pudor o qué ambicioso cálculo detuvo entonces, al líder de los socialistas Leon Blum, en la antesala de la colaboración ministerial. Blum no admitía que el Partido Socialista fuese más allá de la política de apoyo parlamentario de un gabinete radical-socialista. El partido debía reservar sus hombres para la hora, que Blum anunciaba próxima, en que conquistada la mayoría parlamentaria asumiese íntegramente el poder. El vaticinio de este augur escéptico, comentador agudo de Sthendal sirena asmática del reformismo, no se ha cumplido aún. El Labour Party británico ha precedido a sus colegas del socialismo reformista francés en la asunción total del gobierno, vemos ya con qué resultados. La social-democracia alemana encabeza un ministerio de coalición, en el que más que rectora resulta prisionera de la aleatoria mayoría que preside. I, en el actual parlamento francés, las fuerzas del cartel de izquierdas son menores que en el parlamente del 11 de mayo. -La ofensiva radical-socialista bien podría tener como desenlace el apresuramiento de un gabinete Tardieu.
La persecución policial del comunismo es la nota dominante de la política gubernamental francesa desde hace algún tiempo. Pero, acaso por esto mismo, el tema de la revolución es más debatido que nunca. Comentando un último escrito de André Chamson, escribe Jean Guehenno: “Estamos obsedidos por la Revolución. Desde hace seis meses, los escritores no hablan en París sino de ella. Esto no quiere decir que la harán ellos, sino a lo más que temen que se haga sin ellos, lo que sería igualmente lesivo para su amor propio. Chamson está obsedido como todo el mundo. Se quiere revolucionario, pero no llega a ser sin dificultades”. I Jean Richard Bloch, en todo desencantado y pesimista, constata la paganización del pensamiento moderno y ve a Francia encaminarse a grandes pasos hacia la situación dictatorial de Italia, España y otros países, entre los cuales Bloch incluye a Rusia, que con la estabilización stalinista del régimen soviético ha dejado de representar para él, abstractista y romántico, el mito revolucionario.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La crisis del régimen monárquico en España. Otra vez Tardieu

La crisis del régimen monárquico en España
La tendencia antimonárquica del movimiento antidictatorial en España, que desde la caída de Primo de Rivera, antes de que los líderes de la heterogénea oposición tuvieran tiempo de pronunciarse sobre el cambio operado con la constitución del gabinete Berenguer, era fácil indicar como el rasgo dominante de la nueva situación, no ha tardado mucho en alarmar a los sucesores del Marqués de Estella hasta el punto de obligarlos a una censura tan rígida, a una interdicción tan sistemática de toda manifestación pública del pensamiento de los partidos y los caudillos como las que rigieron durante el gobierno fracasado.
Berenguer insiste, naturalmente, en que su misión es el restablecimiento de la legalidad y la realización, dentro de un ambiente de libertad, de las elecciones con que se retornará al régimen constitucional. Pero, actualmente, está prohibida toda propaganda, con el pretexto de que en las presentes circunstancias puede [comprometer la tranquilidad pública].
El discurso de Sánchez Guerra ha revelado a todos la gravedad de la crisis del régimen monárquico. Berenguer cuidó primero de retardar estas declaraciones, con la esperanza de que los mensajeros y abogados del Rey disuadieran al líder conservador del propósito de plantear de nuevo la cuestión de las responsabilidades de la monarquía. Pero Sánchez Guerra ha querido ser coherente con su actitud frente a la dictadura de Primo de Rivera.
Que un jefe conservador, con larga foja de servicios a la monarquía, afirme que no es posible ya servir al Rey y que no es contestable el derecho ni la capacidad del pueblo español para reemplazar la monarquía por la república, no puede sino ser un signo del descrédito y de la descomposición irremediables del régimen monárquico. Sánchez Guerra no podía decir más. No le toca hacer la apología del sistema republicano ni la crítica del monárquico. Es un político del viejo régimen, un hombre de orden, un antiguo presidente del consejo, conservador y constitucional ortodoxo, que toma posición contra el Rey por razones contingentes, accidentales, no por consideraciones de principio ni de programa. El Rey Alfonso XIII ha faltado al pacto de la monarquía con el pueblo español. Un político leal a la constitución y al orden, no puede prestarse a la componenda de una política de “borrón y cuenta nueva”. Esta es la posición de Sánchez Guerra. Sería absurdo pedirle veleidades republicanas y socialistas. Sánchez Guerra no se convierte tardíamente al republicanismo, por decepción respecto a la monarquía, ni por abandono de sus ideas conservadores y constitucionales. Su causa sigue siendo la de la constitución y el orden. Está contra el Rey porque el Rey es culpable de haberlas traicionado.
No es de excluir la posibilidad de que sedicentes liberales o reformistas prefieran una actitud más conciliadora o equívoca. Del Conde de Romanones, que ha dicho ya sin embargo que la salvación de la monarquía está en un parlamentarismo de tipo inglés, cabe esperar todas las ambigüedades. El retorno a una censura cerrada, después de la emoción producida por las declaraciones de Sánchez Guerra, nos ha impedido conocer lo que piensa Melquiades Álvarez, a quien la actual crisis ofrece la oportunidad de reintegrarse a adoptar la fórmula reformista.
Pero la posición de Sánchez Guerra tendrá, necesariamente, entre otras consecuencias, la de excitar y animar a los otros líderes a acentuar el tono de sus reivindicaciones. Quedarán en deplorable ridículo todos los liberales, reformistas y republicanos que se muestren menos liberales, reformistas y republicanos que el viejo jefe conservador.
La tarea fundamental de Berenguer, como lo apunté desde primer comentario sobre la crisis española, no es por supuesto el restablecimiento de la legalidad sino el salvamento de la monarquía. Su programa es el regreso a la Constitución porque se piensa que este es el mejor medio de salvar al régimen. Pero si en los preliminares del período eleccionario, se comprueba que la restauración de la legalidad, significa una peligrosa restauración del derecho de crítica, reunión, tribuna, etc., que no conducirá al juzgamiento de las responsabilidades de la monarquía, el intermezzo Berenguer procederá y preparará simplemente un nuevo golpe de Estado. Ya se anuncia la amenaza de un pronunciamiento reaccionario de los jefes militares de Barcelona. Se organiza un frente único monárquico, al cual la interdicción temporal de reuniones públicas no impedirá una teatral parada, protegida por la policía de Berenguer. Con el nombre de juventud monárquica, se moviliza una guardia blanca, con carta blanca para vapulear en las calles a los que se expresen irrespetuosamente sobre el Rey y las instituciones. Todo esto no constituye sino una vasta preparación fascista. Alfonso XIII está más propenso que nunca a jugar la carta del absolutismo. ¿Se dejarán sorprender las fuerzas antidictatoriales por un nuevo golpe de Estado? Esta es la incógnita de la hora presente.

Otra vez Tardieu
Con el apoyo individual de algunos radicales-socialistas, André Tardieu ha constituido su segundo ministerio. El partido radical-socialista, después del fracaso de la tentativa de Chautemp, rehusó entrar en el gabinete de concentración, propuesto por Tardieu al recibir del Presidente de la República el encargo de organizar el gobierno. Tadieu se verá obligado a acentuar el carácter poincarista de su programa, para obtener los votos de mayoría que consentirán a su ministerio vivir hasta el inevitable choque con otro escollo parlamentario.
La interinidad de este gobierno aparece evidente a los observadores. La mayoría de Tardieu no es hoy mayor que ayer. La tendencia de una parte de la burguesía francesa a retornar a la fórmula democrática, para resistir mejor a las masas, se acentúa, en tanto, poco a poco. Este proceso no tardará en reflejarse en el curso del debate parlamentario.
La defección de algunos radicales-socialistas no asegura a Tardieu la estabilidad. Destiñe, en cambio, su programa como programa derechista. Pese al fracaso de Chautemps, los bonos de la derecha están en baja en Francia. Las elecciones, si a ellas se acude a breve plazo, no darán a Tardieu una mayoría derechista.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La crisis dinástica rumana. El 3er. Congreso Internacional de la Reforma Sexual

La crisis dinástica rumana
Cuando Maniu, líder de una gran agitación popular, asumió el poder en Rumania como jefe del gabinete, muchas voces expectantes le pidieron, desde todas las latitudes de la democracia, que arrancara con mano firme las raíces de la feudalidad contra la cual insurgía su pueblo. Pero Maniu, como la gran mayoría de los jefes de pequeña burguesía, no es un político dispuesto [a] llevar a sus últimas consecuencias su programa. Entre barrer definitivamente la monarquía y gobernar como su cancillar, juzgó más discreto este último partido. Hoy, la dinastía, que llegara a un grado tan estrecho y patente de mancomunidad con la política reaccionaria de los Bratianu, se siente bastante fuerte para intentar la ofensiva contra el gobierno de Maniu. El nombramiento de un nuevo miembro del Consejo de la Regencia ha provocado un conflicto entre la dinastía y el gobierno, que plantea pese a la voluntad de Maniu, la cuestión monárquica. La reina María, según los cablegramas, se muestra combativa. Ella y su corte sueñan, seguramente, con la restauración de un regimen policial como el sedicentemente policial de los Bratianu, que les devuelva todos sus fueros. Las aspiraciones populares reconocen como su más irreconciliable adversario el poder aristocrático.
También según el cable, Maniu ha hecho protestas de lealtad al orden monárquico. Pero él mismo lo sabe, probablemente, hasta qué punto los acontecimientos le permitirán ser fiel a ese empeño. Toda la política de Rumania, de los años de post-guerra, se reduce en último análisis a la afirmación de los derechos y sentimientos populares contra los privilegios de la aristocracia. El pueblo no tiennde a otra cosa que a la liquidación de la feudalidad. Y este es un resultado de que la política de los partidos y estadistas monárquicos se muestra impotente de obtener. La reforma agraria no ha resuelto la cuestión social rumana. Pero ha fortalecido social y políticamente al campesinado, a cuya fuerza, enérgicamente rebelada contra la dictatura de Bratianu, tan cara a la reina María, debe Maniu la jefatura del gobierno.

El 3er. Congreso Internacional de la Reforma Sexual
Nunca se debatió, con la libertad y la extensión que hoy la cuestión sexual. El imperio de los tabús religiosos reservó esta cuestión a la casuística eclesiástica hasta mucho después del Medio Evo. La sociología restituyó, en la edad moderna, al régimen sexual la atención de la ciencia y de la política. Se ha cumplido, en el curso del siglo pasado, algo así como un proceso de laicización de lo sexual, Engels, entre los grandes teóricos del socialismo, se distinguió por la convicción de que hay que buscar en el orden sexual la explicación de una serie de fenómenos históricos y sociales. I Marx extrajo importantes conclusiones de la observación de las consecuencias de la economía industrial y capitalista en las relaciones familiares. Se sabe la importancia que para Sorel, continuador de Proudhon en este y otros aspectos, tenía este factor. Sorel se asombraba de la insensibilidad y gazmoñería con que negligían su apreciación estadistas y filósofos que se proponían arreglar: desde su nacimiento, la organización social. En la preocupación de la literatura y del arte por el tema del amor, veía un signo de sensibilidad y no de frivolidad como se inclinaban probablemente a sentenciar graves doctores.
Pero la universalización del debate de la cuestión sexual es de nuestros días. A mediados de setiembre se ha celebrado en Londres el 3er. Congreso Internacional de la reforma sexual, en el que se han discutido tesis de Bernard Shaw, Bertrand Russel, Alexandra Kollontay y otros intelectuales conspicuos. Este congreso ha sido convocado por la “Liga Mundial para la reforma sexual”, fundada en el segundo congreso, en Copenhague en julio del año último. En el segundo congreso se consideraron las cuestiones siguientes: reforma del matrimonio; situación de la mujer en la sociedad; control de los nacimientos; derecho de los solteros; libertad de las relaciones sexuales; eugenesia; lucha contra la prostitución y las enfermedades venéreas; las aberraciones del deseo; establecimiento de un código de leyes sexuales; necesidad de la educación sexual. En el tercer congreso, se ha discutido ponencias sobre sexualidad y censura, la educación sexual, la adolescencia, la reforma de la unión marital, el aborto en la URSS, etc.
No habrá dentro de poco país civilizado donde no se estudie y siga estos trabajos por grupos, en los que será siempre indispensable y esencial la presencia de la mujer. Los estadistas, los sociólogos, los reformadores del mundo entero se dan cuenta hoy de que el destino de un pueblo depende, en gran parte, de su educación sexual. Alfred Fabre Luce acaba de publicar un libro “Pour une politique sexuelle”, que en verdad no propugna una idea absolutamente nueva en esta época de la URSS y de la Liga Mundial por la reforma sexual. El Estado soviético tiene una política sexual, como tiene una política pedagógica, una política económica, etc. I los otros Estados modernos, aunque menos declarada y definida, la tiene también. El Estado fascista, imponiendo un impuesto al celibato y abriendo campaña por el aumento de la natalidad, no hace otra cosa que intervenir en el dominio antes privado o confesional, de las relaciones sexuales. Francia, protegiendo a la madre soltera y situándose así en un terreno de realismo social y herejía religiosa, hace mucho tiempo que había sentido la necesidad de esta política.
No se estudia, en nuestro tiempo, la vida de una sociedad, sin averiguar y analizar su base: la organización de la familia, la situación de la mujer. Este es el aspecto de la Rusia soviética que más interesa a los hombres de ciencia y de letras que visitan ese país. Sobre él se discurre, con prolija observación, en todas las impresiones de viaje de la URSS. Singularmente sagaces son las páginas escritas al respecto por Teodoro Dreisser y Luc Durtain.
I la actitud ante la cuestión sexual es en sí, generalmente, una actitud política. Como lo observará inteligentemente hace ya algunos años nuestro compatriota César Falcón, Marañón, desde que condenara el donjuanismo, había votado ya contra Primo de Rivera y su régimen.

José Carlos Mariátegui La Chira

La crisis francesa - La tentativa de Daladier

El partido socialista francés se ha pronunciado una vez más contra la participación socialista en un ministerio de coalición, pero esta vez la orden del día anti-participacionista ha prevalecido en el consejo nacional del partido por una mayoría de solo 1590 contra 1451 mandatos. I, aunque en la extrema izquierda el socialismo francés se agita una fracción que se reclama de la doctrina y la praxis clasistas, la moción victoriosa no es propiamente anti-colaboracionista, puesto que declara al partido pronto para “asumir las responsabilidades directas del poder solo o con el sostén de los grupos de la izquierda, cuya colaboración no rechazaría, pero conservando él la autoridad y la mayoría”. Lo que se ha rechazado en el consejo no ha sido, pues, la colaboración ministerial, sino únicamente la colaboración sin la hegemonía.
Los radicales-socialistas llegan bastante disminuidos a esta etapa de la crisis del parlamento y de los partidos. Al rendirse la política de unión sagrada y aceptar el papel de soportes del poincarismo, liquidando el programa del bloque de izquierdas, los radicales-socialistas se descalificaron para ocupar en un futuro próximo, con éxito y prestancia, la dirección y el comando del gobierno. En política, no se abdica impunemente.
Es cierto que a la cabeza del partido radical-socialista no se encuentra ya Herriot sino Daladier, líder nuevo, animoso y beligerante. Pero a Daladier no le ha sido posible persuadir a los socialistas que esperan con un poco de impaciencia la hora de recibir una cartera. El partido socialista francés, hasta por su rol parlamentario, es un partido de gobierno, más que de oposición. Blum piensa, sin duda, que en otras elecciones, su partido puede ganar una mayoría como la del Labour Party en Inglaterra o siquiera como la de los social-demócratas en Alemania. Mas los acontecimientos pueden ir más de prisa de lo que supone. Antes de una nueva consulta electoral, el poder puede pasar a Tardieu y a la rendición con irreparables consecuencias en la sensibilidad y el mecanismo eleccionarios o los socialistas pueden dividirse para permitir a Boncour, Renaudel y sus amigos la entrada en un ministerio.
En Italia una política hesitante del partido socialista, que después de haber renunciado al camino de la revolución vacilaba para resolverse por el camino de la colaboración, franqueó a Mussolini y a sus camisas negras la vía del poder. En Francia no exista la inminencia de un golpe de estado fascista de tipo italiano. Ahí, como ya he observado, la reacción prefiere fórmulas legales y métodos burocráticos. Tardieu es su hombre.
Los grandes intereses plutocráticos maniobran visiblemente contra un experimento de las izquierdas. Ya en la Bolsa se ha iniciado una depresión al anuncio de un gobierno de estos partidos.

José Carlos Mariátegui La Chira

La crisis ministerial en Francia

Como estaba anunciado, el gabinete Briand ha zozobrado al primer choque con la marea parlamentaria. Era un ministerio interino, que en su propio seno portaba sus elementos de destrucción. André Tardieu, su Ministro del Interior, aspira demasiado visiblemente a la presidencia del gabinete. Su ofensiva policial contra el proletariado revolucionario daba el tono al gobierno de Briand en la política interna. Tardieu, además, es uno de los hombres de Versailles. El hecho de que un antiguo clemencista como Handel, haya participado destacadamente en el ataque parlamentario a la política de Briand, no carece de significación. Tardieu, probablemente, no lleva su solidaridad con la gestión de Briand, en los negocios extranjeros, sino hasta un límite prudente. Si en la derecha y el centro del parlamento prevalece un humor nacionalista, Tardieu no podrá dejar de conformar a él su actitud. Es ya jefe, el ministro de la reacción. Personalmente, está ligado a las garantías militares y territoriales del pacto de Versailles.
Briand ha sido batida por el ataque simultáneo de Marin, Handel y Montigny, esto es de dos líderes de su propia mayoría y uno del grupo radical-socialista. El grupo de Louis Marin votó a favor del ministerio; pero ya este estaba en minoría. Todo esto entre en las reglas de juego parlamentario.
El papel de los socialistas, bajo la dirección refinadamente jesuítica de León Blum no parece ser otro que el del salvataje del ministerio. El partido socialista francés hace, desde el 11 de mayo de 1924, una política de “soutien”. No importa que en el gobierno se encuentren los radicales-socialistas o el bloque nacional, Herriot o Poincaré. La política de sostén es actuada en el primer caso como táctica de partido ministerial; en el segundo caso como de partido de oposición. No cambian sino los nombres, las formas; la estrategia y sus objetivos son los mismos. Los socialistas temen que el ministerio futuro sea más reaccionario, más adverso a los intereses de su partido, que el ministerio presente. Este miedo al porvenir, los paraliza para la lucha. El gobierno de Briand les parece, probablemente, el único medio de postergar el gobierno de Tardieu. Pero Tardieu gobierna ya, aún con Briand en el ministerio de negocios extranjeros, con la desventaja por el indumento y el tocado democráticos y legales. En todo caso, para un partido como el socialista, que se imaginaba no hace mucho, cuando la creciente revolucionaria le consentía infinitas ilusiones sobre su porvenir próximo, que pronto estaría en grado de asumir íntegramente en sus manos el poder, es un rol bien pobre el de condenarse, en el parlamento, a una táctica de salvataje de Poincaré o Briand.
Con esta política se espera, sin duda, que Briand conserve el poder, organizando el nuevo gabinete, que Briand suceda a Briand. Pero, amotinados por Caillaux contra toda forma de poincarismo, muchos de los radicales-socialistas son un obstáculo para que Briand ensanche a izquierda las bases parlamentarias del gabinete de León Blum a hacer una política ministerial como partido de oposición.
Pero Tardieu aguarda su hora. Puede avenirse a una renovación de la fórmula interina Briand, si su instituto parlamentario le indica que no ha llegado todavía. Es difícil que Briand, en un nuevo período, prescinda de los servicios de un ministro del interior tan del gusto y la confianza de la burguesía. Un gabinete de Briand-Tardieu es quizá el que más conviene a los intereses y sentimientos de la burguesía francesa, aún de la más conservadora. De esta suerte, a política de represión, los métodos fascistas, son aplicados por el más agresivo parlamentario de la reacción, dentro de un ministerio de unión nacional, a la que el propio partido socialista presta su apoyo, con la convicción de que así hace su propio juego y sirve maquiavélicamente sus propios intereses.

José Carlos Mariátegui La Chira

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