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La revolución y la reacción en Bulgaria

Bulgaria es el país más conflagrado de los Balkanes. La derrota ha sido en Europa un poderoso agente revolucionario. En toda Europa existe actualmente un estado revolucionario; pero es en los países vencidos donde ese estado revolucionario tiene un grado más intenso de desarrollo y fermentación. Los Balkanes son una prueba de tal fenómeno político. Mientras en Rumania y Serbia, engrandecidas territorialmente, el viejo régimen cuenta con numerosos sostenes, en Bulgaria reposa sobre bases cada día más minadas, exiguas e inciertas.
El Zar Fernando de Bulgaria fue, más acentuadamente que el Rey Constantino de Grecia, un cliente de los Hohenzollern y de los Hapsburgo. El Rey Constantino se limitó a la defensa de la neutralidad de Grecia. El Zar Fernando condujo a su pueblo a la intervención a favor de los imperios centrales. Se adhirió, y se asoció plenamente a la causa alemana. Esta política, en Bulgaria, como en Grecia, originó la destitución del monarca germanófilo y aceleró la decadencia de su dinastía. Fernando de Bulgaria es hoy un monarca desocupado, un zar “chomeur”. El trono de su sucesor Boris, desprovisto de toda autoridad, ha estado a punto, en setiembre último, de ser barrido por el oleaje revolucionario.
En Bulgaria, más agudamente aún que en Grecia, la crisis no es de gobierno sino de régimen. No es una crisis de la dinastía sino del Estado. Stamboulinski, derrocado y asesinado por la insurrección de junio, que instaló en el poder a Zankov y su coalición, presidía un gobierno de extensas raíces sociales. Era el leader de la Unión Agraria, partido en el cual se confundían terratenientes y campesinos pobres. Representaba en Bulgaria ese movimiento campesino que tan trascendente y vigorosa fisonomía tiene en toda la Europa Central. En un país agrícola como Bulgaria la Unión Agraria constituía, naturalmente, el más sólido y numeroso sector político y social. Los socialistas de izquierda, a causa de su política pacifista, se habían atraído un vasto proselitismo popular. Habían formado un fuerte partido comunista, adherente ortodoxo de la Tercera Internacional, seguido por la mayoría del proletariado urbano y algunos núcleos rurales. Pero las masas campesinas se agrupaban, en su mayor parte, en los rangos del partido agrario. Stamboulinsky ejercitaba sobre ellas una gran sugestión. Su gobierno era, por tanto, inmensamente popular en el campo. En las elecciones de noviembre de 1922, Stamboulinsky obtuvo una estruendosa victoria. La burguesía y la pequeña burguesía urbanas, representadas por las facciones coaligadas actualmente alrededor de Zankov, fueron batidas sensacionalmente. A favor de los agrarios y de los comunistas votó el setentaicinco por ciento de los electores.
Más, empezó entonces a incubarse el golpe de mano de Zankov, estimulado por la lección del fascismo que enseñó a todos los partidos reaccionarios a conquistar el poder insurreccionalmente. Stamboulinsky había perseguido y hostilizado a los comunistas. Había enemistado con su gobierno a los trabajadores urbanos. Y no había, en tanto, desarmado a la burguesía urbana que acechaba la ocasión de atacarlo y derribarlo
Estas circunstancias prepararon el triunfo de la coalición que gobierna presentemente Bulgaria. Derrocado y muerto Stamboulinsky, las masas rurales se encontraron sin nudillo y sin programa. Su fe en el estado mayor de la Unión Agraria estaba quebrantada y debilitada. Su aproximación al comunismo se iniciaba apenas. Además, los comunistas, paralizados por su enojo contra Tamboulinsky, no supieron reaccionar inmediatamente contra el golpe de Estado. Zankov consiguió así dispersar a las bandas campesinas de Stamboulinsky y afirmarse en el poder.
Pronto, sin embargo, comenzaron a entenderse y concertarse los comunistas y los agrarios y a amenazar la estabilidad del nuevo gobierno. Los comunistas se entregaron a un activo trabajo de organización revolucionaria que halló entusiasta apoyo en las masas aldeanas. La elección de una nueva cámara se acercaba. Esta elección significaba para los comunistas una gran ocasión de agitación y propaganda. El gobierno de Zankov se sintió gravemente amenazado por la ofensiva revolucionaria y se resolvió a echar mano de recursos marciales y extremos contra los comunistas. Varios leaders del comunismo, Kolarov entre ellos, fueron apresados. Las autoridades anunciaron el descubrimiento de una conspiración comunista y el propósito gubernamental de reprimirla severamente. Se inauguró un período de persecución del comunismo. A estas medidas respondieron espontáneamente las masas trabajadoras y campesinas con violentas protestas. Las masas manifestaron una resuelta voluntad de combate. El Partido Comunista y la Unión Agraria pensaron que era indispensable empeñar una batalla decisiva. Y se colocaron a la cabeza de la insurrección campesina. La lucha armada entre el gobierno y los comunistas duró varios días. Hubo un instante en que los revolucionarios dominaron una gran parte del territorio búlgaro. La república fue proclamada en innumerables localidades rurales. Pero, finalmente, la revolución resultó vencida. El gobierno, dueño del control de las ciudades, reclutó en la burguesía y en la clase media urbanas legiones de voluntarios bien armados y abastecidos. Movilizó contra los revolucionarios al ejército del general ruso Wrangel asilado en Bulgaria desde que fue derrotado y expulsado de Rusia por los bolcheviques, usó también contra la revolución a varias tropas macedonias. Favoreció su victoria, sobre todo, la circunstancia de que la insurrección, propagada principalmente en el campo, tuvo escaso éxito urbano. Los revolucionarios no pudieron, por esto, proveerse de armas y municiones. No dispusieron sino del escaso parque colectado en el campo y en las aldeas.
Ahogada la insurrección, el gobierno reaccionario de Zankov ha encarcelado a innumerables militantes del comunismo y de la Unión Agraria. Millares de comunistas se han visto obligados a refugiarse en los países limítrofes para escapar a la represión. Kolarov y Dimitrov se han asilado en territorio yugoeslavo.
Dentro de esta situación, se han efectuado en noviembre último, las elecciones. Sus resultados han sido, por supuesto, favorables a la coalición acaudillada por Zankov. Los agrarios y los comunistas, procesados y perseguidos, no han podido acudir organizada y numerosamente a la votación. Sin embargo, veintiocho agrarios y nueve comunistas han sido elegidos diputados. Y en Sofía, malgrado la intensidad de la persecución, los comunistas han alcanzado varios millares de sufragios.
Los resultados de las elecciones no resuelven, por supuesto, ni aún parcialmente la crisis política búlgara. Las facciones revolucionarias han sufrido una cruenta y dolorosa derrota, pero no han capitulado. Los comunistas invitan a las masas rurales y urbanas a concentrarse en torno de un programa común. Propugnan ardorosamente la constitución de un gobierno obrero y campesino. La Unión Agraria y el Partido Comunista tienden a soldarse cada vez más. Saben que no conquistarán el poder parlamentariamente. Y se preparan metódicamente para la acción violenta. (En estos tiempos, el parlamento no conserva alguna vitalidad sino en los países, como Inglaterra y Alemania, de arraigada y profunda democracia. En las naciones de democracia superficial y tenue es una institución atrofiada.)
Y en Bulgaria, como en el resto de Europa, la reacción no elimina ni debilita, mayor factor revolucionario: el malestar económico y social. El gobierno de Zankov del cual acaba de separarse un grupo de derecha, los liberales nacionales, subordina su política a los intereses de la burguesía urbana. Y bien. Esta política no cura ni mejora las heridas abiertas por la guerra en la economía búlgara. Deja intactas las causas de descontento y de mal humor.
Se constata en Bulgaria, como en las demás naciones de Europa, la impotencia técnica de la reacción para resolver los problemas de la paz. La reacción consigue exterminar a muchos fautores de la revolución, establecer regímenes de fuerza, abolir la autoridad del parlamento. Pero no consigue normalizar el cambio, equilibrar los presupuestos, disminuir los tributos ni aumentar las exportaciones. Antes bien produce, fatalmente, un agravamiento de los problemas económicos que estimulan y excitan la revolución.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Grecia, república

¿Cómo ha llegado Grecia al umbral del régimen republicano? La guerra mundial precipitó la decadencia de la monarquía helénica. El Rey Constantino vivía bajo la influencia alemana. Su actitud ante la guerra estuvo ligada a esta influencia. La suerte de su dinastía se solidarizó así con la suerte militar de Alemania. La derrota de Alemania, que causó la condena inmediata de las monarquías responsables de los Hohen-zollern y los Hapsburgo, socavó mortalmente a las monarquías mancomunadas o comprometidas con ellas. Sucesivamente, se han desplomado, por eso, las dinastías turca y griega. La dinastía búlgara anda tambaleante. Grecia no pudo como Bulgaria y como Turquía entrar en la guerra al lado de Alemania y Austria. Existía en Grecia una densa y caudalosa corriente aliadófila. Venizelos, perspicaz y avisado, presentía la victoria de los aliados. Y veía que a ella estaba vinculada su fortuna política. Pugnaba, pues, por desviar a Grecia de Alemania y por empujarla al séquito de la Entente. La Entente, impaciente, intervino sin ningún recato en la política griega a favor del bando yenizelista. Grecia fue marcialmente constreñida por la Entente a desembarazarse del Rey Constantino y a adherirse a la causa aliada. El sector republicano quiso aprovechar la ocasión para desalojar definitivamente de Grecia a la monarquía. La Entente agitaba demagógicamente a los pueblos contra Alemania en nombre de la Democracia y de la Libertad. Pero no le pareció prudente consentir la defunción definitiva de una dinastía. El radicalismo griego fue inducido, a aceptar la subsistencia del régimen monárquico. El príncipe heredero de Grecia no era persona grata a los aliados. Se colocó, por esto, la corona sobre la cabeza de otro hijo de Constantino que se avino a reinar con Venizelos y para la Entente. Grecia, timoneada por Venizelos, se incorporó, finalmente, en los rangos aliados.
Pero los métodos usados por la Entente en Grecia habían sido demasiado duros. Y habían perjudicado políticamente al partido aliadófilo. El pueblo griego se había sentido, tratado como una colonia por los representantes de la Entente. La altanería y la acritud de la coacción aliada habían engendrado una reacción del ánimo griego. Ganada la guerra, Grecia tuvo, gracias a Venizelos, una gruesa participación en el botín de la victoria. La Entente, obedeciendo las sugestiones de Inglaterra, impuso a Turquía en Sevres un tratado de paz que la expoliaba y desvalijaba en beneficio de Grecia. Grecia recibía, en virtud de ese tratado, varios valiosos presentes territoriales. El tratado le daba Smirna y otros territorios en el Asia Menor. Fue ese un período de fáciles éxitos de la política internacional de Venizelos. Sin embargo, el gobierno de Venizelos no consiguió consolidarse a la sombra de esos éxitos. La oposición a Venizelos aumentaba día a día. Venizelos recurría a la fuerza para sostenerse. Los leaders constantinistas fueron expulsados o encarcelado. Los leaders socialistas y sindicales se atrajeron, a causa de su propaganda pacifista, las mismas o peores persecuciones. Los venizelistas asaltaron y destruyeron las oficinas del diario socialista “Rizospastis”.
Esta política venizelista arrojó a Italia a gran número de personajes griegos. Gounaris, por ejemplo, se refugió en Italia. Y en Italia, en el verano de 1920, trabé amistad con uno de sus mayores tenientes el ex-ministro Aristides Protopadakis, sensacionalmente fusilado dos años después, junto con Gounaris y otros cuatro ministros del Rey Constantino, bajo el régimen militar de Plastiras y Gonatas. Protopadakis y su familia veraneaban en Vallombrosa en el mismo hotel en que veraneaba yo. Su amistad me inició en la intimidad y la trastienda de la política griega. Era Protopapadakis un viejo ingeniero, afable y cortés. Un hombre “ancien regime” de mentalidad política ascendradamente conservadora y burguesa; pero de una bonhomía y una mundanidad atrayentes y risueñas. Juntos discurrimos muchas veces bajo la fronda de los abetos de Vallombrosa. Casi juntos abandonamos Vallombrosa y nos trasladamos a Florencia, él para marchar a Berlín, yo para explorar curiosa y detenidamente la ciudad de Giovanni Papini. Protopadakis preveía la pronta caída de Venizelos. Temeroso a su resultado, Venizelos venía aplazando la convocatoria a elecciones políticas. Pero tenía que arrostrarla de grado o de fuerza. Hacía cinco años que no se renovaba el parlamento griego. Las elecciones no podrían ser diferidas indefinidamente. Y su realización tendría que traer aparejada la caída del gobierno venizelista.
Así fue efectivamente. La previsión de Protopadakis se cumplió con rapidez. Venizelos no quiso ni pudo postergar la convocatoria por más tiempo. Y en noviembre de 1920 se efectuaron las elecciones. Aparentemente la coyuntura era propicia para el leader griego. Su ideal de reconstruir una gran Grecia parecía en marcha. Pero el pueblo griego, disgustado y fatigado por la guerra, tendía a una política de paz. Adivinaba probablemente la imposibilidad de que Grecia se asimilase todas las poblaciones y los territorios que el tratado de Sevres le asignaba. El engrandecimiento territorial de Grecia era un engrandecimiento artificial. Constituía una aventura grávida de peligros y de incertidumbres. Turquía, en vez de someterse pasivamente al tratado de Sevres, lo desconocía y lo repudiaba. La firma del gobierno de Constantinopla era una firma sin autoridad y sin validez. Acaudillado por Mustafá Kemal, el pueblo turco se disponía a oponerse con todas sus fuerzas a la vejatoria paz de Sevres. Smirna se convertía en un bocado excesivo para la capacidad digestiva de Grecia. El regreso del Rey Constantino significaba para el pueblo griego, en esa situación, el regreso a una política de paz. El Rey Constantino simbolizaba, sobre todo, la condenación de una política de servidumbre a los aliados. Estas circunstancias decretaron la derrota electoral de Venizelos. Y dieron la victoria a los constantinistas. El rey Constantino volvió a ocupar su trono. Venizelos fue desalojado del poder por Gounaris.
Mas el rey Constantino y sus consejeros no eran dueños de adoptar una orientación internacional nueva. Vencida Alemania, destruida la Triple Alianza, todas las pequeñas potencias europeas tenían que caer en el campo de gravitación de las potencias aliadas. Grecia era, en virtud de los compromisos aceptados y suscritos por Venizelos, un peón de Inglaterra en el tablero de la política oriental. El rey Constantino heredó, por consiguiente, todas las responsabilidades y obligaciones de Venizelos. Y su política no pudo ser una política de paz. Grecia continuó, bajo el rey Constantino y Gounaris, su aventura bélica contra Turquía.
La historia de esta aventura es conocida. Mustafá Kemal organizó vigorosamente la resistencia turca. Varios hechos lo auxiliaron y sostuvieron. Rusia se esforzaba en rebelar contra el capitalismo británico a los pueblos orientales. Francia tenía intereses diferentes de los de Inglaterra en el Asia Menor. Italia estaba celosa del crecimiento territorial y político de Grecia. El gobierno ruso estimulaba francamente a la lucha al gobierno de Mustafá Kemal. París y Roma coqueteaban con Angora. Todas, estas simpatías ayudaron a Mustafá Kemal a arrojar a las tropas griegas, minadas por el descontento, de las tierras de Asia Menor.
El desastre militar excitó el humor revolucionario que desde hacía tiempo se propagaba en Grecia. Una insurrección militar, dirigida por Plastiras y Gómalas, expulsó del poder al partido de Constantino y Gounaris. El Rey Constantino tuvo que retirarse de Grecia. Y esta vez para siempre. Un tribunal militar, acremente revolucionario, condenó a muerte a Gounaris, Protopadakis y cuatro ministros más. La ejecución siguió a la sentencia. El proceso revolucionario de Turquía se apresuró con estos acontecimientos. Más tarde, murió el rey Constantino y la dinastía quedó sin cabeza. La posición del hijo de Constantino se tornó cada vez más débil.
Presenciamos hoy el último episodio de la decadencia de la monarquía griega. El rey Jorge y su consorte han sido expulsados de Grecia. En el nuevo parlamento griego prevalece la tendencia a reemplazar la monarquía con la república. Grecia, pues, tendrá pronto una nueva carta constitucional que será una carta republicana. Los venizelistas, reforzados y reorganizados, llaman a Grecia a su viejo leader. Venizelos, oportunista y redomado, colaborará en la organización republicana de Grecia. Pero el proceso revolucionario de Grecia no se detendrá ahí. La revolución no sólo fermenta en Grecia. Fermenta en toda Europa, fermenta en todo el mundo. Su manifestación, su intensidad, sus síntomas varían según los climas y las latitudes políticas. Pero una sola es su raíz, una sola en su esencia y una sola es su historia.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El directorio español

La dictadura del general Primo de Rivera es un episodio, un capítulo, un trance de la revolución española. En España existe desde hace varios años un estado revolucionario. Desde hace varios años se constata la descomposición del viejo régimen y se advierte el anquilosamiento de la burocrática y exangüe democracia nacional. El parlamento, que en pueblos que más arraigada y honda democracia conserva todavía residuos de vitalidad, hacía tiempo que en España era un órgano entorpecido, atrofiado, impotente. El proletariado, que en otros pueblos europeos no vive ausente del parlamento, en España tendía a recogerse y concentrarse agriamente bajo las banderas de un sindicalismo abstencionista y sorelliano. España era el país de la acción directa. (Un libro muy actual, aunque un poco retórico, de Ortega Gasset, “España invertebrada”, retrata nítidamente este aspecto de la crisis española.) Los partidos españoles, a causa de su superada ideología y su antigua arquitectura, creían estar situados por encima de los intereses en contraste y de las clases en guerra. Consiguientemente, sus rangos se vaciaban, se reducían. La lucha política se transformaba de lucha de partidos en lucha de categorías, de corporaciones, de sindicatos. A causa de la escisión mundial del socialismo, el partido socialista español no podía atraer a sus filas a toda la clase trabajadora. Una parte de sus adherentes lo abandonaba para constituir un partido comunista. Los sindicatos barceloneses seguían ligados a sus viejos mitos libertarios. El panorama político de España era un confuso y caótico panorama de escaramuzas entre las clases y las categorías sociales. Las asociaciones patronales de Barcelona oponían su acción directa a la acción directa de los sindicatos obreros.
Como era lógico dentro de este ambiente, en la oficialidad española se desarrolló también una acentuada consciencia gremial. Los oficiales se organizaron en sindicatos, cual los patrones y cual los obreros, para defender sus intereses de corporación y de costa. Nacieron las juntas militares. La aparición de estas juntas fue una de las expresiones históricas más peculiares de la decadencia y de la debilidad del régimen español. Esas juntas no habrían germinado nunca frente a un Estado vigoroso. Pero en un período en que todas las categorías sociales libraban sus combates y pactaban sus treguas, al margen del Estado, era fatal que la oficialidad se colocase igualmente sobre el terreno de la acción directa. Acontecía, además, que en España la oficialidad tenía típicos intereses gremiales. España es un país de industrialismo limitado, de agricultura feudal, de economía un tanto rezagada. El ejército absorbe, por esto, a un número crecido de nobles y burgueses. Esta razón económica engendra una hipertrofia de la burocracia militar. El número de oficiales españoles es de veinticinco mil. Se calcula que existe un oficial por cada trece soldados. El sostenimiento de la numerosa burocracia militar, ocupada principalmente en la guerra marroquí, es una pesada carga fiscal. Los estadistas miraban en este pliego del presupuesto un gasto excesivo y desproporcionado a la capacidad económica del Estado español. Y esto estimulaba e incitaba a los oficiales a sindicarse y mancomunarse vigilante y estrechamente.
La historia de las juntas militares es la historia de la dictadura de Primo de Rivera. Las juntas militares no brotaron de la aspiración de conquistar el poder; pero si de la intención de rebelarse contra él si un acto suyo atacaba un interés corporativo de la oficialidad. Las juntas trajeron abajo varios ministerios. El gobierno español, desprovisto de autoridad para disolverlas, tenía que capitular ante ellas. Más de un decreto gubernamental, amparado por la regia firma, fue vetado y repudiado por las juntas que insurgían así contra el Estado y la dinastía. La continua capitulación del Estado, cada vez más flaco y anémico, generó en las juntas la voluntad de enseñorearse de él. El poder civil o las juntas militares debían, por tanto sucumbir. Contra el poder civil conspiraba su falta de vitalidad que se traducía en falta de sugestión y de ascendiente sobre la muchedumbre. En favor de las juntas militares obraba, en cambio, la desorientación mental de la clase media invenciblemente propensa a simpatizar con una insurrección que barriese del gobierno a la desacreditada y desvalorizada burocracia política. Las viejas y arterioesclerosas facciones liberales y conservadoras se alternaban en el gobierno cada vez más acosadas y presionadas por la ofensiva sorda o clamorosa de las juntas. Así llegó España al gobierno liberal de García Prieto. Ese gobierno representaba toda la gama liberal. Se apoyaba sobre una coalición parlamentaria en la cual se aglutinaban íntegramente las izquierdas dinásticas: García Prieto y Romanones, Alba y Melquiades Alvarez. Significaba una tentativa solidaria del liberalismo y del reformismo por revalorizar el parlamento y galvanizar el régimen. Era, históricamente, la última carta de la democracia hispana. El régimen parlamentario, mal aclimatado en tierra española, había llegado a una etapa decisiva de su crisis, a un instante agudo de su descomposición. El pronunciamiento militar, en incubación desde el nacimiento de las juntas, encontró en esta situación sus estímulos y su motor.
¿Cuál es la semejanza, cuál es el parentesco entre la marcha a Roma del fascismo y la marcha a Madrid del general Primo de Rivera? Externamente, ambos movimientos son disímiles. Los fascistas se apoderaron del poder después de cuatro años de tundentes campañas de prensa, de alalás y de aceite de ricino. Las juntas militares han arribado al gobierno repentinamente, en virtud de un pronunciamiento. Su actividad no estaba públicamente dirigida a la asunción del poder. Pero toda esta diferencia es formal y adjetiva. Está en la superficie; no en la entraña. Está en el cómo; no en el porqué. Sustancialmente, espiritualmente, el fenómeno de fuerza que desgarran la democracia para resistir más ágilmente el ataque de la revolución. Son la contraofensiva violenta y marcial de la idea conservadora que responde a la ofensiva tempestuosa de la idea revolucionaria. La democracia no se halla en crisis únicamente en España. Se halla en crisis en Europa y en el mundo.
La clase dominante no se siente ya suficientemente defendida por sus instituciones. El parlamento y el sufragio universal le estorban. Clemenceau ha definido así la posición de la clase conservadora ante la clase revolucionaria: “Entre ellos y nosotros es una cuestión de fuerza”.
Algunos cronistas localizan la revolución española en la inauguración de la dictadura militar de Primo de Rivera. Ahora bien. Este régimen representa una insurrección, un pronunciamiento, un “putsch”. Es un fenómeno reaccionario. No es la revolución sino su antítesis. Es la contrarrevolución. Es la reacción, que, en todos los pueblos, se organiza al son de una música demagógica y subversiva. (Los fascistas bávaros se titulan “socialistas nacionales”. El fascismo usó abundantemente, durante su “trainning” tumultuario, una prosa anticapitalista, anticlerical y aún antidinástica.)
La buena fe de las muchedumbres reaccionaria es indiscutible. Los propios condotieros de la contrarrevolución no son siempre protagonistas conscientes de ella. Sus faustores, sus prosélitos, creen honestamente que su gesta es renovadora, revolucionaria. No perciben que la clase conservadora se adueña de su movimiento. En España es un dato histórico muy claro la adhesión dada al directorio por la extrema derecha. La insurrección de noviembre ha reflotado a las más olvidadas y arcaicas figuras de la política española; a los polvorientos y medioevales hierofantes del jaimismo. En los somatenes se han enrolado entusiastas los marqueses y los condes y otros desocupados de la aristocracia. Toda la extrema derecha siente su consanguineidad con el directorio. Otras facciones conservadoras se irán fusionando poco a poco con la facción militar. Maura, La Cierva no tardarán tal vez en aprovechar la coyuntura de exhumar su ideología arqueológica.
Pasemos a otro tópico. Examinemos la capacidad del directorio para reorganizar la política y la económica españolas. Primo de Rivera ha pedido modestamente tres meses para encarrilar a España hacia la felicidad. Los tres meses van a vencerse. El directorio no ha anotado hasta ahora en su activo sino algunas medidas disciplinarias y correccionales. Ha mandado a la cárcel a varios alcaldes deshonestos; ha podado ligeramente algunas ramas de árbol burocrático; ha reclamado implacable la observancia puntual de los horarios de los ministerios. Pero los grandes problemas de España están intactos. Veamos, por ejemplo, la posición del directorio ante dos cuestiones urgentes: la guerra marroquí y el déficit fiscal.
España quiere la liquidación de la aventura bélica de Marruecos. Pero el ejército español, naturalmente, no es de la misma opinión. El abandono de Marruecos traería crisis de desocupación militar. El directorio, que es una emanación de las juntas militares, no puede, pues renunciar a la guerra de Marruecos. La psicología de todo gobierno militar es, de otro lado, una psicología conquistadora y guerrera. España e Italia acaban de tener un diálogo sintomáticamente imperialista. Han considerado la necesidad de desenvolver juntas una política que acrescente su influencia moral y económica en América. Esta tendencia, discreta y moderada hoy, crecerá mañana en otras direcciones. España sentirá la nostalgia de su antiguo rango en la política europea. Y entonces consideraciones de prestigio internacional se opondrán más que nunca al abandono de Marruecos.
El problema financiero es solidario del problema de Marruecos. El déficit español ascendió en el último ejercicio a mil millones de pesetas. Ese déficit proviene principalmente de los gastos bélicos. Por consiguiente, si la guerra continúa, continuará el déficit. ¿De donde va a extraer el directorio recursos extraordinarios? La industria española, malgrado el proteccionismo de las tarifas, es una industria embrionaria y lánguida. La balanza comercial de España está gravemente desequilibrada. Las importaciones, son exorbitantemente superiores a las exportaciones. La peseta anda mal cotizada ¿Cómo van a resolver estos problemas complejamente técnicos los generales del directorio y sus oráculos jaimistas? La puntualidad en las oficinas y la punición de los funcionarios prevaricadores no bastan para conferir autoridad y capacidad a un gobierno.
El insulso y sandio José María Salaverría anuncia que la insurrección de setiembre ha sido festejada por toda la prensa de Londres, de París, de Berlín, etc. Salaverría, probablemente, no está enterado sino de la existencia de la prensa reaccionaria. Y la prensa reaccionaria, lógicamente, se ha regocijado del putsch de Primo de Rivera. No en vano la reacción es un fenómeno mundial. Pero aún se edita en Londres, París, Berlín, etc., prensa revolucionaria y prensa democrática. Y así, ante la dictadura de Primo de Rivera, mientras “L’Action Francaise” exulta, el “Berliner Tageblatt” se consterna. Un órgano sagaz de la plutocracia italiana “Il Corriere delle Sera”, ha publicado varios artículos de Filippo Saschi tan adversos al directorio que ha sido advertido por los fascistas milaneses con la colocación de un petardo en su imprenta de que no debe perseverar en esa actitud.
El fascismo saluda con sus alalás a los somatenes. León Daudet, Charles Maurras, Hittler, Luddendorff, Horthy miran con ternura la reacción española. Pero Lloyd George, Nitti, Paul Boncour, Teodoro Wolf, los políticos y los fautores de la democracia y del reformismo, la consideran una escena, un sector, un episodio de la tragedia de Europa.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Lenin

La figura de Lenin está nimbada de leyenda, de mito y de fábula. Se mueve sobre un escenario lejano que, como todos los escenarios rusos, es un poco fantástico y un poco aladinesco. Posee las sugestiones y atributos misteriosos de los hombres y las cosas eslavas. Los otros personajes contemporáneos viven en roce cotidiano, en contacto inmediato con el público occidental. Lloyd George, Poincaré, Mussolini, nos son familiares. Su cara nos sonríe consuetudinariamente desde las carátulas de las revistas. Estamos abundantemente informados de su pensamiento, su horario, su menú, su palabra, su intimidad. Y se nos muestran siempre dentro de un marco europeo: un hotel, una villa, un automóvil, un pullmann, un boulevard. Lenin, en cambio, está lejos del mundo occidental, en una ciudad mitad asiática y mitad europea. Su figura tiene como retablo el Krenlim, y como telón de fondo el Oriente. Nicolás Lenin no es siquiera un nombre sino un pseudónimo. El leader bolchevique se llama Vladimir Illicht Ulianow, como podría llamarse un protagonista de Gorky, de Andrejew o de Korolenko. Hasta físicamente es un hombre un poco exótico: un tipo mongólico de siberiano o de tártaro. Y como la música de Balakirew o de Rimsky Korsakow, Lenin nos parece más oriental que occidental, más asiático que europeo. (Rusia irradia simultáneamente en el mundo su bolchevismo, su arte, su teatro y su literatura. Sincrónicamente se derraman, se difunden y se aclimatan en las ciudades europeas los dramas de Checow, las estatuas de Archipouko y las teorías de la Tercera Internacional. Agentes viajeros del alma rusa, Stravinsky seduce a París, ChaIlapine conquista Berlín, Tchicherine agita a Lausanne.)
Lenin ejerce una fascinación rara en los pueblos más lontanos y abstrusos. Moscou atrae peregrinos de Persia, de la China, de la India. Moscou es actualmente una feria de abigarrados trajes indígenas y de lenguas esotéricas. La celebridad de Oswald Spengler, de Charles Maurras o del general Primo de Rivera no es sino una celebridad occidental. La celebridad de Lenin, en tanto, es una celebridad unánimemente mundial. El nombre de Lenin ha penetrado en tierra afgana, siria, árabe. Y ha adquirido timbres mitológicos.
Quienes han asistido a asambleas, mítines, comicios, en los cuales ha hablado Lenin, cuentan la religiosidad, el fervor, la pasión que suscita el leader ruso. Cuando Lenin se alza para hablar, se suceden ovaciones febriles, espasmódicas, frenéticas. Las gentes vitorean, gritan, sollozan.
Pero Lenin no es un tipo místico, un tipo sacerdotal, ni un tipo hierático. Es un hombre terso, sencillo, cristalino, actual, moderno. W. T. Goode, en el “Manchester Guardian”, lo ha retratado así: “Lenin es un hombre de estatura media, de cincuenta años en apariencia, bien proporcionado. A la primera mirada, los lineamientos recuerdan un poco el tipo chino; y los cabellos y la barba en punta tienen un tinte rojizo oscuro. La cabeza bien poblada de cabellos y la frente espaciosa y bien modelada. Los ojos y la expresión son netamente simpáticos. Habla con claridad y con voz bien modulada: en todo nuestro coloquio no ha tenido nunca un momento de agitación. La única neta impresión que me ha dejado es la de una inteligencia clara y fría. La de un hombre plenamente dueño de sí mismo y de su argumentación que se expresa con una lucidez extraordinariamente sugestiva”. Arthur Ransome, también en el “Manchester Guardian”, ha dado estos datos físicos y psicológicos del caudillo bolchevique: “Lenin me pareció un hombre feliz. Volviendo del Kremlin a mi alojamiento, me preguntaba yo qué hombre de su calibre tiene un temperamento alegre como el suyo. No encontré ninguno. Aquel hombre calvo, arrugado, que voltea su silla de aquí a allá, riendo ora de una cosa, ora de otra, pronto en todo momento a dar un consejo serio a quien lo interrumpa para pedírselo, -consejo bien razonado que resulta más imperioso que cualquier orden- respira alegría: cada arruga suya ha sido trazada por la risa, no por la preocupación”. Este retrato de un periodista británico, circunspecto y anastigmático como un objetivo Zeiss, nos ofrece un Lenin, sana y contagiosamente jocundo y plácido, muy disímil del Lenin hosco, feroz y ceñudo de tantas fotografías. Ni taciturno, ni alucinado, ni místico, Lenin es, pues, un individuo normal, equilibrado, expansivo. Es, además, un hombre bien abastecido de experiencia y saturado de modernidad. Su cultura es occidental; su inteligencia es europea. Lenin ha residido en Inglaterra, en Francia, en Italia, en Alemania, en Suiza. Su orientación no es empírica ni utopista sino materialista y científica, Lenin cree que la ciencia resolverá los problemas técnicos de la organización socialista. Proyecta la electrificación de Rusia. Bertrand Russell, que califica de ideológico este plan, juzga a Lenin un hombre genial.
La vida de Lenin ha sido la de un agitador. Lenin nació socialista. Nació revolucionario. Proveniente de una familia burguesa, Lenin se entregó, sin embargo, desde su juventud, al socialismo y a la revolución. Lenin es un antiguo leader, no solo del socialismo ruso, sino del socialismo internacional. La Segunda Internacional, en el congreso de Stuttgart de 1907, votó esta moción suya y de Rosa Luxemburgo: “En el caso de que estalle una guerra europea, los socialistas están obligados a trabajar por su rápido fin y a utilizar la crisis económica y política que la guerra provoque para sacudir al pueblo y acelerar la caída del régimen capitalista”. Esta declaración contenía el germen de la revolución rusa y de la Tercera Internacional. Fiel a ella, Lenin explotó las consecuencias de la guerra para conducir a Rusia a la revolución. Timoneada por Lenin, la revolución rusa arribará en noviembre a su sexto aniversario. La táctica diestra y cauta de Lenin ha evitado los arrecifes, las minas y los temporales de la travesía. Lenin es un revolucionario sin desconfianzas, sin vacilaciones, sin grimas. Pero no es un político rígido ni inmóvil. Es, antes bien, un político ágil, flexible, dinámico, que revisa, corrige y rectifica sagaz y continuamente su obra. Que la adapta y la condiciona a la marcha de la historia. La necesidad de defender la revolución lo ha obligado a algunas transacciones, a algunos compromisos. Sobre él pesa la responsabilidad de un generalísimo de millones de soldados que, mediante retiradas, fintas y maniobras oportunas, debe preservar a su ejército de una acción imprudente. La historia rusa de estos seis años es un testimonio de su capacidad de estratega y de conductor de muchedumbres y de pueblos. Lenin no es un ideólogo sino un realizador. El ideólogo, el creador de una doctrina carece, generalmente, de sagacidad, de perspicacia y de elásticidad para realizarla. Toda doctrina tiene; por eso, sus teóricos y sus políticos. Lenin es un político; no es un teórico. Su obra de pensador es una obra polémica. Lenin ha escrito muchos libros y, con frecuencia, interrumpe fugazmente su actividad de presidente del soviet de comisarios del pueblo, para reaparecer en su tribuna de periodista de “Pravda” o “Izvestia”. Pero el libro, el discurso, el artículo no son para él sino instrumentos de propaganda, de ofensiva, de lucha. Su temperamento polémico es característica y típicamente ruso. Lenin es agresivo, áspero, rudo, tundente, desprovisto de cortesía y de eufemismo. Su dialéctica es una dialéctica de combate, sin elegancia, sin retórica, sin ornamento. No es la dialéctica universitaria de un catedrático sino la dialéctica desnuda de un político revolucionario. Lenin ha sostenido un duelo resonante con los teóricos de la Segunda Internacional: Kaustky, Bauer, Turati. La argumentación de estos ha sido más erudita, más literaria, más elocuente. Pero la disertación de Lenin ha sido más original, más guerrera, más penetrante. Lenin es el caudillo de la Tercera Internacional. El socialismo, como se sabe, está dividido en dos grupos: Tercera Internacional y Segunda Internacional. Internacional bolchevique y revolucionaria e Internacional menchevique y reformista. La doctrina de una y otra rama es el marxismo. Su divergencia, su disentimiento, no son, pues, de orden programático sino de orden táctico. Algunos atribuyen al bolchevismo una idea mesiánica, milagrista, taumatúrgica de la revolución. Creen que el bolchevismo aspira a una transformación instantánea, violenta, súbita del orden social. Pero bolchevismo y menchevismo son gradualistas. Solo que el bolchevismo es gradualista revolucionariamente y el menchevismo es gradualista reformísticamente. El bolchevismo sostiene que no es posible utilizar la máquina actual del Estado pasable sustituirla con una máquina adecuada; que el Estado proletario, distinto del Estado burgués en sus funciones, tiene que ser también distinto en su arquitectura. El tipo de Estado proletario creado por los bolcheviques es el Estado sovietal. La República de los Soviets es la federación de todos los soviets locales. El soviet local es la asociación de obreros, empleados y campesinos de una comuna. En el régimen de los soviets no hay dualidad de poderes. Los soviets son, al mismo tiempo, un cuerpo administrativo y legislativo. Y son el órgano de la dictadura del proletariado. Lenin, dice, defendiendo este régimen, que el soviet es el órgano de la democracia proletaria, tal como el parlamento es el órgano de la democracia burguesa. Así como la sociedad contemporánea y la sociedad medioeval han tenido sus formas peculiares, sus instrumentos típicos, sus instituciones características, la sociedad proletaria tiene que crear también las suyas.
Y esta resistencia al parlamento no es originalmente bolchevique. Desde hace varios años se constata la crisis de la democracia y la crisis del parlamento. Y se sugiere la creación de un tipo de parlamento profesional o sindical basado en la representación de los intereses más que en la representación de los electores. Joseph Caillaux sostiene que es necesario “mantener asambleas parlamentarias pero no dejándoles sino derechos políticos, confiar a nuevos organismos la dirección completa del Estado económico y hacer en una palabra la síntesis de la democracia occidental y del sovietismo ruso”. La aparición del Estado bolchevique coincide, pues, con una intensa predicación anti-parlamentaria y una creciente tendencia a dar al Estado una estructura más económica que política. El parlamento, en fin, es atacado, de una parte, por la revolución, y de otra parte por la reacción. El fascismo es esencialmente antidemocrático y antiparlamentario. Mussolini conquistó el poder extra-parlamentariamente. Primo de Rivera acaba de seguir la misma vía. Los organismos de la democracia, son declarados inaparentes para la revolución y para la reacción.
Lenin y Mussolini, el caudillo de la revolución y el caudillo de la reacción, oponen una dictadura de clase a otra dictadura de clase. El choque, el conflicto entre ambas dictaduras inquieta a muchos pensadores contemporáneos. Se presiente que este choque, que este conflicto de clases reducirá a escombros la civilización y sumirá el mundo occidental en una oscura Edad Media. El Occidente se distrae de su drama con sus boxeadores, y se anestesia con sus alcaloides y su música negra. Y, en tanto, como escribía Luis Araquistaín a don Ramón del Valle Inclán en julio de 1920, “por Oriente otra vez el evangelio asoma como hace veinte siglos asomó el cristianismo”.

José Carlos Mariátegui La Chira

Roma, polis moderna

El señor Paul Bourguet, de la Academia Francesa, en una novela delicuescente y capitosa, nos ha descrito Roma como una cosmopolis. Pero, por fortuna, las opiniones del señor Bourguet han pasado ya de moda. La literatura decadente abastece a su clientela de novelas más adecuadas a su humor post-bélico. La generación de la post-guerra conoce a Bourget por el cine. Yo estoy seguro, por otra parte, de que el señor Bourget no conoce de Roma sino el “piccolo mondo moderno” de los hoteles del Quartrere Ludovisi. En este mundo, el señor Bourget, de la Academia Francesa, ha pescado las ideas y los personajes de su “Cosmopolis”. ¿No os parece ver al señor Bourget, sentado en el hall de un gran hotel, en una beata actitud de “pecheur a la ligne”?
Mas la idea de Roma Cosmopolis no pertenece exclusivamente al señor Bourget y a su literatura. Es muy difícil que un académico se atreva a poseer ideas personales. El señor Bourget, sobre todo, no habría osado nunca, en sus novelas psicológicas, sostener una tesis que no hubiese sancionado antes su clientela.
Todo turista se siente inclinado a reconocer en Roma una cosmópolis. El ambiente del hotel, del restaurant y de la Agencia Cook, ¿no es un ambiente cosmopolita? El turista no tiene tiempo para recordar que en Niza, Baden-Baden y Venecia acontece lo mismo. Y que, sin embargo, ni a Niza ni a Venecia se les llama Cosmopolis. Lo que quiere decir que no es el cosmopolitismo lo que hace de una ciudad una cosmopolis.
La civilización occidental no se contenta de una cosmopolis. Posee varias: New York, Londres, París, Berlín, La Ciudad Eterna tiene, -como Zola lo constata en el discurso de una novela folletinesca pero vigorosa- un ánima imperial. En Roma sobrevive obstinadamente el sentimiento del Imperio. (Roma-Imperial es la fórmula fascista). Pero no basta tener un ánima imperial para ser una cosmópolis. Malgrado el fascismo, Roma no tiene en el cosmos moderno la misma función que Londres, París, New York, etc. Plutos no se somete a la retórica ni a la megalomanía de las “camisas negras”.
II
Roma no es siquiera la metrópoli de la Terza Italia. La capital de la Italia moderna es, más bien Milán. Plutos y Demos residen en Milán; no residen en Roma. Milán tiene características físicas de urbe occidental: gran industria, proletariado. Milán es un núcleo de civilización capitalista. Milán es el ombligo y el motor de la vida económica de Italia. Milán es una ciudad de alta tensión. Milán es, como diría un norteamericano, una ciudad al 100 por ciento. En Milán se respira la misma atmósfera de usina, de bolsa, de feria y de mercado que en Londres, que en New York, que en París. Romain Rolland encontraría en Milán todos los personajes de “La Foire sur la Place”.
En la Italia capitalista y en la Italia del Cuarto Estado, Milán juega un rol primario. Un poco irónicamente se llama a Milán la capital moral de Italia. Milán, con su escepticismo setentrional y socarrón, se contenta de ser la capital económica. Roma vive de sus fueros y de sus títulos políticos y espirituales; Milán, de sus fuerzas y sus poderes económicos.
La urbe moderna constituye, sobre todo, un fenómeno económico. Es una concentración de fábricas, negocios, bancos, almacenes. Representa, fundamentalmente un foco de trabajo y de cambio. En Roma todas estas cosas tienen una importancia secundaria. En Roma la política ocupa más sitio que la economía. Las bases, los centros de la población romana son la burocracia del estado -corte, ministerios, parlamento- y la burocracia de la Iglesia -Vaticano, Santo Oficio, seminarios-. Estos dos grandes organismos burocráticos son los dos principales factores demográficos de Roma. El tercer factor es el turismo: hoteleros, cicerones, horizontales, etc.
Las raíces de la vida de Roma se encuentran en el Vaticano, el Quirinal y la arqueología. La civilización capitalista no ha hecho de Roma una capital productora. Roma conserva los rasgos morales y físicos de una capital medioeval. En el mundo medioeval, sus fueros políticos y espirituales podían bastarle para ser una gran señora. En el mundo moderno, en el mundo de Plutos, del dinero y de la máquina, no le bastan sino para ser una mantenida.
En Roma ha surgido potentemente, una sola industria: la industria del pasado. El comercio de Roma es un comercio de curiosidades, de reliquias, de antigüedades. Es un comercio para peregrinos, viajeros, coleccionistas. Los grandes hoteles son las mayores expresiones de vida moderna de Roma. Roma no explota, en vasta escala, sino sus ruinas, sus monumentos, sus castillos, su campiña, su cielo y su historia. La cosmópolis moderna se nutre de su presente; Roma se nutre de su pasado.
La Roma de la Terza Italia, la Roma moderna, se reduce, en último análisis, a una casa real, una burocracia, un parlamento. La máquina del Estado italiano funciona en Roma; pero recibe sus energías y sus direcciones de Milán, de Turín, de Génova, de Bologna, de Nápoles, etc. Todas las grandes corrientes de la Italia moderna se forman en estas ciudades. Y, sobre todo, en la Italia setentrional. Ninguna ha nacido en Roma. Roma ha sido invariablemente conquistada ya por una, ya por otra corriente forastera. El socialismo germinó, originalmente, en la Lombardía, en el Piamonte, en la Liguria. Su partida de bautismo es el acta de Génova. El futurismo reclutó sus primeras fuerzas en el Norte. El fascismo debutó en Milán. Y en los orígenes de la Terza Italia encontramos, predominantemente, elementos y energías setentrionales. La Unidad italiana no se hizo en Roma ni con Roma sino contra Roma.
III
El arte, naturalmente, no logra sustraerse a la influencia de estas fuerzas históricas. En la sociedad medioeval, los artistas medraban y florecían en torno de las cortes poderosas; en la sociedad burguesa, se sienten atraídos fatalmente por los grandes centros capitalistas e industriales. Un florecimiento artístico es, bajo muchos aspectos, una cuestión de clientela, de ambiente, de riqueza. Roma, mediocre mercado de arte, no puede ser, por ende, sino un mediocre centro de creación artística. En la historia de la pintura italiana moderna, Roma no aparece como sede de ninguna escuela sustantiva. El romanticismo prendió, principalmente, en Nápoles y en la Lombardía. El divisionismo fructificó en el Setentrión. Segantin, Fattori, Morelli, -tres pintores representativos de los últimos cincuenta años de historia italiana,- pertenecen a la Toscana, a la Lombardía, a Nápoles. El Instituto de Bellas Artes, la Academia de San Lucas y la Academia de Santa Cecilia de Roma están enfermos de decrepitud y de clasicismo. Se pudren en su tradición y en su pasado. La vida artística de Roma tiene algunas cosas modernas, algunas cosas vitales: la Casa de Arte Bragaglia, el teatro de los Doce, el teatro ruso, etc. Pero ninguna de estas cosas es específica ni originalmente romana.
IV
Roma se refleja en su prensa. En una prensa peculiarmente romana; la prensa del mediodía, “la stampa del mezzogiorno”. En esta prensa tiene un puesto referente el hecho de crónica: el “fattaccio”. El público de esta prensa degusta cotidianamente su “fattaccio” con una voluptuosidad totalmente romana. Nada importa que el “fattaccio” sea casi siempre el mismo. El público necesita, todos los días, un melodrama de amor, de pecado, de vendetta. Una novela del “demi-monde” o del bajo fondo. El “Corriere della Sera” de Milán, parco en estos folletines, resulta un diario demasiado adusto, árido y milanés para el gusto romano. El romano del Corso Umberto no se interesa en política sino por lo episódico, lo teatral, lo novelesco. En una palabra, por el “fattaccio” político. Yo dudo mucho de que un artículo político de Nitti o un ensayo filosófico de Benedetto Croce halle lectores en el Corso Umberto.
No obstante su millón de habitantes, Roma tiene, como dijo una vez Caillaux, un ambiente de provincia. Según Caillaux, en la tertulia del Café Arango se compendia y se resume toda la vida romana. Este juicio es, sin duda, excesivo. Pero se acerca a la verdad más que la tonta novela del señor Bourguet, de la Academia Francesa. Roma no es una cosmópolis. Tiene extensión, volumen, elegancia, refinamiento de gran urbe; pero no tiene, en nuestra época, espíritu ni función de cosmópolis. La Ciudad Eterna -la maravillosa Ciudad Eterna- no constituye uno de los focos de la historia contemporánea. Roma no es liberal, socialista ni fascista. No quiere ni puede ser una ciudad de opinión. El fascismo señorea, presentemente en el Capitolio. ¡Salve Roma Imperial! titulan sus legiones. Pero su incandescente retórica no consigue inflamar a la Ciudad Eterna. En sus palacios, en quince siglos, Roma ha visto instalarse sucesivamente, a muchos conquistadores. Para Roma, el fascismo no es más que un gran fattaccio, un inmenso fattaccio. Y tal vez, no se equivoca.

José Carlos Mariátegui La Chira

La crisis dinástica rumana. El 3er. Congreso Internacional de la Reforma Sexual

La crisis dinástica rumana
Cuando Maniu, líder de una gran agitación popular, asumió el poder en Rumania como jefe del gabinete, muchas voces expectantes le pidieron, desde todas las latitudes de la democracia, que arrancara con mano firme las raíces de la feudalidad contra la cual insurgía su pueblo. Pero Maniu, como la gran mayoría de los jefes de pequeña burguesía, no es un político dispuesto [a] llevar a sus últimas consecuencias su programa. Entre barrer definitivamente la monarquía y gobernar como su cancillar, juzgó más discreto este último partido. Hoy, la dinastía, que llegara a un grado tan estrecho y patente de mancomunidad con la política reaccionaria de los Bratianu, se siente bastante fuerte para intentar la ofensiva contra el gobierno de Maniu. El nombramiento de un nuevo miembro del Consejo de la Regencia ha provocado un conflicto entre la dinastía y el gobierno, que plantea pese a la voluntad de Maniu, la cuestión monárquica. La reina María, según los cablegramas, se muestra combativa. Ella y su corte sueñan, seguramente, con la restauración de un regimen policial como el sedicentemente policial de los Bratianu, que les devuelva todos sus fueros. Las aspiraciones populares reconocen como su más irreconciliable adversario el poder aristocrático.
También según el cable, Maniu ha hecho protestas de lealtad al orden monárquico. Pero él mismo lo sabe, probablemente, hasta qué punto los acontecimientos le permitirán ser fiel a ese empeño. Toda la política de Rumania, de los años de post-guerra, se reduce en último análisis a la afirmación de los derechos y sentimientos populares contra los privilegios de la aristocracia. El pueblo no tiennde a otra cosa que a la liquidación de la feudalidad. Y este es un resultado de que la política de los partidos y estadistas monárquicos se muestra impotente de obtener. La reforma agraria no ha resuelto la cuestión social rumana. Pero ha fortalecido social y políticamente al campesinado, a cuya fuerza, enérgicamente rebelada contra la dictatura de Bratianu, tan cara a la reina María, debe Maniu la jefatura del gobierno.

El 3er. Congreso Internacional de la Reforma Sexual
Nunca se debatió, con la libertad y la extensión que hoy la cuestión sexual. El imperio de los tabús religiosos reservó esta cuestión a la casuística eclesiástica hasta mucho después del Medio Evo. La sociología restituyó, en la edad moderna, al régimen sexual la atención de la ciencia y de la política. Se ha cumplido, en el curso del siglo pasado, algo así como un proceso de laicización de lo sexual, Engels, entre los grandes teóricos del socialismo, se distinguió por la convicción de que hay que buscar en el orden sexual la explicación de una serie de fenómenos históricos y sociales. I Marx extrajo importantes conclusiones de la observación de las consecuencias de la economía industrial y capitalista en las relaciones familiares. Se sabe la importancia que para Sorel, continuador de Proudhon en este y otros aspectos, tenía este factor. Sorel se asombraba de la insensibilidad y gazmoñería con que negligían su apreciación estadistas y filósofos que se proponían arreglar: desde su nacimiento, la organización social. En la preocupación de la literatura y del arte por el tema del amor, veía un signo de sensibilidad y no de frivolidad como se inclinaban probablemente a sentenciar graves doctores.
Pero la universalización del debate de la cuestión sexual es de nuestros días. A mediados de setiembre se ha celebrado en Londres el 3er. Congreso Internacional de la reforma sexual, en el que se han discutido tesis de Bernard Shaw, Bertrand Russel, Alexandra Kollontay y otros intelectuales conspicuos. Este congreso ha sido convocado por la “Liga Mundial para la reforma sexual”, fundada en el segundo congreso, en Copenhague en julio del año último. En el segundo congreso se consideraron las cuestiones siguientes: reforma del matrimonio; situación de la mujer en la sociedad; control de los nacimientos; derecho de los solteros; libertad de las relaciones sexuales; eugenesia; lucha contra la prostitución y las enfermedades venéreas; las aberraciones del deseo; establecimiento de un código de leyes sexuales; necesidad de la educación sexual. En el tercer congreso, se ha discutido ponencias sobre sexualidad y censura, la educación sexual, la adolescencia, la reforma de la unión marital, el aborto en la URSS, etc.
No habrá dentro de poco país civilizado donde no se estudie y siga estos trabajos por grupos, en los que será siempre indispensable y esencial la presencia de la mujer. Los estadistas, los sociólogos, los reformadores del mundo entero se dan cuenta hoy de que el destino de un pueblo depende, en gran parte, de su educación sexual. Alfred Fabre Luce acaba de publicar un libro “Pour une politique sexuelle”, que en verdad no propugna una idea absolutamente nueva en esta época de la URSS y de la Liga Mundial por la reforma sexual. El Estado soviético tiene una política sexual, como tiene una política pedagógica, una política económica, etc. I los otros Estados modernos, aunque menos declarada y definida, la tiene también. El Estado fascista, imponiendo un impuesto al celibato y abriendo campaña por el aumento de la natalidad, no hace otra cosa que intervenir en el dominio antes privado o confesional, de las relaciones sexuales. Francia, protegiendo a la madre soltera y situándose así en un terreno de realismo social y herejía religiosa, hace mucho tiempo que había sentido la necesidad de esta política.
No se estudia, en nuestro tiempo, la vida de una sociedad, sin averiguar y analizar su base: la organización de la familia, la situación de la mujer. Este es el aspecto de la Rusia soviética que más interesa a los hombres de ciencia y de letras que visitan ese país. Sobre él se discurre, con prolija observación, en todas las impresiones de viaje de la URSS. Singularmente sagaces son las páginas escritas al respecto por Teodoro Dreisser y Luc Durtain.
I la actitud ante la cuestión sexual es en sí, generalmente, una actitud política. Como lo observará inteligentemente hace ya algunos años nuestro compatriota César Falcón, Marañón, desde que condenara el donjuanismo, había votado ya contra Primo de Rivera y su régimen.

José Carlos Mariátegui La Chira

Últimas aventuras de la vida de don Ramón del Valle Inclán

Cierta vez bosquejé a algunos amigos en una plática íntima la “teoría de la barba biológica”. Mis proposiciones, aproximadamente, se resumían así: la barba decae, porque desaparecen sus razones biológicas, históricas. La barba tramonta porque es extraña a una civilización maquinista, industrial, urbana, cubista. La figura del hombre moderno no necesita esta decoración medioeval, inadecuada a sus gustos deportivos, a su movimiento, a su mecánica. La estética del hombre está, en el fondo, regida por las mismas leyes de la estética de los edificios. La necesidad, la utilidad, justifican y determinan sus elementos. La barba, en un hombre, debe ser como la columna, como la cariátide, en un palacio o un templo: debe ser necesaria. Está demás cuando no lo es. Hay personas que se dejan la barba porque creen que les sienta bien; otras, porque creen parecerse a sus antepasados. Estas barbas de carácter puramente hereditario o de origen exclusivamente estético, no son biológicas, no son arquitectónicas. Carecen de función vital. Es como si fueran postizas. Pero todas las reglas de nuestra edad, tienen excepciones. Un estado de pura civilización, no es posible sin muchas excepciones, vale decir sin variedad, sin diversidad. También en nuestra época nacen y crecen barbas biológicas.
La barba de don Ramón del Valle Inclán, aunque haya tenido un proceso mucho más ordenado, es de la misma estirpe. Tiene todos los atributos del buen espécimen de barba biológica. La barba de Valle Inclán es como su manquera. ¿Cómo habría podido Valle Inclán ser Valle Inclán sin su barba? (Entre los mitos de la Biblia el de la cabellera de Sansón me parece más eficaz que un tratado de biología). No es por acaso que el soneto de Rubén Darío comienza con el célebre verso: “Este gran don Ramón de las barbas de chivo”. El genio poético de Rubén Darío tenía que asir la personalidad de Valle Inclán por la barba, esto es por lo más vital de su figura.
Esta barba, que es uno de los más nobles ornamentos de España, uno de los más ultramodernos retintos y señeros atributos de su individualidad, ha comparecido hace poco ante un juez. Porque, muy donquijotesco, muy caballero, muy español como es, Valle Inclán está siempre dispuesto a romper una lanza por la justicia, contra los jueces y alguaciles. El haber gritado en un teatro contra una pieza mala, le ha validado un proceso. Un proceso que no ha sido sino un interrogatorio, en el cual Valle Inclán rehusó declarar su nombre, profesión y domicilio como cualquier anónimo. Era el juez el que debía decirle su nombre, porque mientras en la sala de la audiencia nadie ignoraba el de Valle Inclán, muy poco sabía sin duda el del magistrado que lo interrogaba. Valle Inclán declaró en su diálogo ser coronel-general de los ejércitos de España y se afirmó antidinástico.
Valle Inclán es tradicionalista, ultramoderno, por oposición a la España jesuíticamente constitucional, burocráticamente dinástica, falsamente liberal de don Alfonso XIII. Es o ha sido carlista; pero no a la manera de don Carlos ni de su líder Vásquez de la Mella. Ha sido carlista, por sentir el carlismo algo así como una reivindicación de caballero andante. En 1920, estaba hasta la médula con la Revolución Rusa, con Lenin, con Trotzky, con todos los grandes don quijotes de la época. De partir en guerra, lo habría hecho por los soviets, no por don Jaime. Y hoy mismo, interrogado sobre el porvenir del liberalismo por un diario español, ha respondido que un liberalismo iluminado debe hacerse socialista. El porvenir no será liberal sino socialista. Don Ramón no lo piensa como político sino como intelectual; lo siente como artista, lo intuye como hombre de genio. Este hombre de la España negra es el que más cerca está de una España nueva.
Los amigos y paisanos de Blasco Ibáñez andas quejosos de la manera desdeñosa y agresiva como Valle Inclán ha tratado la memoria de “Sangre y Arena”. Esta ha sido otra de las últimas aventuras de Valle Inclán. También, aunque no lo parezca, aventura, de viejo hidalgo, porque es muy de viejo hidalgo es guardar sus ojerizas y sus aversiones más allá de la muerte. La aversión de Valle Inclán a Blasco Ibáñez refleja un contraste profundo entre la España del ochocientos y la España inmortal y eterna. ¿Qué podía amar Valle Inclán en un Mediterráneo optimista, republicano, democrático, de gusto mesocrático y de ideales estandarizados, y sobre todo tan exentos de pasión y tan incapaz de tragedia?
La crítica nueva hará justicia a este gran don Ramón, pendenciero, arbitrario y quijotesco. Waldo Frank, en su magnífico libro “España Virgen”, -que tan justicieramente [pasa] por alto otro valores adjetivos, otros signos secundarios de la literatura española- destacan el carácter singularmente representativo, profundamente español, de Valle Inclán.

José Carlos Mariátegui La Chira

Maeztu y la dictadura

Aunque “es obvio que un Embajador no puede entrar en polémicas periodísticas, el señor Maeztu ha creído necesario responder al artículo en que yo examinaba el proceso y las razones de su adhesión a la dictadura de Primo de Rivera, porque que “puede y debe rectificar una inexactitud”. La inexactitud en que yo he incurrido, y que el Sr. Maeztu en una carta a don Joaquín García Monge, director de “Repertorio Americano”, califica de cronológica, se encontraría en el párrafo siguiente: “El reaccionario explícito e inequívoco no ha aparecido en Maeztu sino después de tres años de meditación jesuítica y de duda luterana. Para que el pensamiento de un intelectual formalmente liberal y orgánicamente conservador, haya recorrido el camino que separa la reforma de la reacción, han sido necesarios tres años de experiencia reaccionaria, planeada y cumplida de modo muy diverso del que habría sido grato especulador teórico. El hecho ha precedido a la teoría; la acción a la idea. Maeztu ha encontrado su camino mucho después de Primo de Rivera”. Son estas las palabras de mi artículo que Maeztu copia para contradecirlas. I su artículo se contrae a sostener que el “cambio central de sus ideas” o, mejor dicho, “la fijación de sus ideas fundamentales” data de 1912. Hasta entonces Maeztu había escrito indistintamente en periódicos liberales como el “Heraldo de Madrid” y conservadores como “La Correspondencia de España” y, consecuente con la fórmula favorita de los hombres del 98, “escuela y despensa”, no se había preocupado gran cosa del problema de derechas e izquierdas. Posición que correspondería en propiedad intelectual “formalmente liberal y orgánicamente conservador”, como yo me he permitido definir al señor Maeztu.
Mi ilustre contradictor no niega, precisamente, el cambio. Y ni siquiera lo atenúa. Lo que le importa es su cronología. Mi inexactitud no es de concepto sino de fecha. El “reaccionario explícito e inequívoco” no ha aparecido en Maeztu después de tres años de experiencia reaccionaria, sino mucho antes de la experiencia misma. ¿Cómo y cuándo? He aquí lo que Maeztu trata de explicarnos. La cronología de su conversión es la siguiente: En 1912, se regresó de Londres, se encontró con que un militar amigo suyo, persuadido por un libro de Mr. Norman Angell de que la guerra no es negocio, se había vuelto pacifista. Los libros de Mr. Norman Angell fueron, diversa y opuestamente, el camino de Damasco, de Maeztu y su amigo militar. El militar se desilusionó de la guerra y la fuerza; el escritor, por reacción, comenzó a apasionarse por ellas. I el día en que descubrió que la fuerza tiene que ser un valor en si misma, ese día, -son sus palabras- pudo advertir que “se había alejado definitivamente del sector de opinión que actualmente lo combate”. En 1916 publicó en inglés un libro, traducido en 1919 al castellano con el título de “La Crisis del Humanismo”, que contiene sustancialmente todo conforme a esta versión, psicológica e intelectualmente sincera sin duda alguna, a pesar de provenir de un Embajador, la conversión de Maeztu ha sido en gran parte causal. Sin la claudicación de un militar honesto y sedentario, capaz de interesarse por las ideas de un pacifista inglés, Maeztu no habría leído con atención los libros de Norman Angell. Y sin meditar en estos libros, no habría llegado, -al menos, tan pronto- a las opiniones expresadas en “La Crisis del Humanismo”. Se trata, en suma de una conversación totalmente causal, vital, pragmatista y polémica. En esto, Maeztu descubre la filiación íntimamente protestante y británica de su mente y su cultura. Y he aquí dos factores más serios de su cambio que el encuentro del militar pacifista y la lectura meditada de “La Gran Ilusión”. Más o menos lo mismo que al señor Maeztu, le sucedió a la Gran Bretaña en el siglo pasado. La gran Bretaña era pacifista en la época del apogeo de las ideas libre-cambistas y manchesterrianas. Gladstone, liberal, acabó practicando, sin embargo, una política imperialista. I Chamberlain, anti-imperialista de origen y escuela, se transformó como Ministro de Colonias, en apóstol del imperialismo. Terminado el periodo de revolución liberal -y, por ende, de emancipación política de los pueblos- liquidados o reducidos a modestos límites los imperios feudales, Inglaterra advirtió que su interés había dejado de ser anti-imperialista. La concurrencia de nuevos imperios capitalistas como Alemania, la obligaba a asegurarse la mejor parte en la distribución de las colonias. El capitalismo británico se tornó agresivo, conquistador y guerrero, hasta precipitar la guerra mundial en la forma que todos sabemos. El señor Maeztu, que formal o teóricamente había permanecido hasta 1912 fiel a una filosofía más o menos liberal, humanista y rousseauniana, estaba ya espiritual y aún racionalmente demasiado impregnado del nuevo clima y del nuevo sentimiento del capitalismo británico. El militar pacifista y Normal Angell son menos responsables de lo que el señor Maeztu cree.
En “La Crisis del Humanismo”, el señor Maeztu no se revelaba solo contra las ideas políticas, sociales y filosóficas que se habían engendrado al impulso del movimiento romántico iniciado por Rousseau. Sus iros, según él mismo, iban más lejos. “El culpable del romanticismo era el humanismo, el subjetivismo de los siglos anteriores y del Renacimiento, por el que el hombre había tratado de convertirse en la medida de todas las cosas, del bien y del mal, de la verdad y de la falsedad”. Más o menos así razonan también los ideólogos fascistas. Su condena no se detiene en el demo liberalismo-burgués; alcanza al Renacimiento, a la Reforma y al protestantismo, después de hacer justicia sumaria de la Enciclopedia, Rousseau y la Revolución Francesa. Pero el señor Maeztu, inveterado y recalcitrante admirador de las creaciones del genio anglo-sajón, -y, por consiguiente, del capitalismo y el industrialismo, de la grandeza y del poder de Inglaterra y Estados Unidos- no puede asumir esta actitud, sin contradicción flagrantes con algunas de sus opiniones más caras. Al señor Maeztu le debemos sagaces críticas del ideal de Rodó, inteligentes interpretaciones del espíritu puritano y de su influencia en el fenómeno yanqui. No puede arribar, por consiguiente, a las mismas conclusiones que un neo-tomista francés o un nacionalista católico italiano. Condenando “el humanismo, el subjetivismo de los siglos anteriores y del Renacimiento”, el señor Maeztu condena la Reforma, el protestantismo y el liberalismo, esto es los elementos religiosos, filosóficos y políticos de los cuales se ha nutrido la civilización capitalista fruto de un régimen de libre concurrencia. La Reforma representó la ruptura entre el mundo medioeval y el mundo moderno. ¿Y qué es, en último análisis, el protestantismo, sino ese subjetivismo, o mejor, ese individualismo que el señor Maeztu repudia?
En el terreno de la doctrina y de la historia, se le podrían dirigir al señor Maeztu muchas interrogaciones embarazantes. Pero esto no cabe dentro de los límites forzosos de mi dúplica. El señor Maeztu ha rectificado una “inexactitud cronológica”. Y a esta rectificación debo contraerme, sosteniendo que la inexactitud no existe. Es una inexactitud subjetiva, que tiene realidad y valor solo para el señor Maeztu. Pero objetiva, históricamente, no tiene realidad ni valor. Yo no he dicho que todas las ideas actuales del señor Maeztu sean posteriores a tres años de dictadura española. He dicho solo que el reaccionario explícito e inequívoco no ha aparecido en él sino después de esos tres años. Poco importa que en “La Crisis del Humanismo”, estuviese ya, en esencia, toda la filosofía actual de su autor. ¿No he definido acaso al Maeztu de ayer como un intelectual formalmente liberal y orgánicamente conservador? Maeztu había adquirido, antes de “La Crisis del Humanismo”, un concepto, que el llamará, realista, de la fuerza. Pero esto no fijaba todavía totalmente su posición política. Hace solo cuatro años, en artículos de “El Sol”, de los cuales recordaré precisamente uno titulado “Reforma y Reacción”, atribuía toda la responsabilidad del momento reaccionario que atravesaba Europa, a la agitación revolucionaria que lo había antecedido. Hasta entonces no había abandonado aún del todo, ideológicamente, el campo de la Reforma. Esto es lo que he afirmado. Y en esto insisto.
Me explico que a un hombre inteligente y culto como el señor Maeztu, con el orgullo y también la vanidad peculiar del hombre de ideas, le moleste llegar en retardo respecto a Primo de Rivera, por quien no puede sentir excesiva estimación. Pero el hecho es así, cualesquiera que sean las atenuantes que se admitan. I mi tesis que el destino del intelectual, -salvo todas las excepciones que confirman la regla- es el de seguir el curso de los hechos, más bien que el de precederlos y anticiparlos.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Nacionalismo y vanguardismo en la literatura y en el arte

I.
En el terreno de la literatura y del arte, quienes no gusten de aventurarse en otros campos percibirán fácilmente el sentido y el valor nacionales de todo positivo y auténtico vanguardismo. Lo más nacional de una literatura en siempre lo más hondamente revolucionario. I esto resulta muy lógico y muy claro.
Una nueva escuela, una nueva tendencia literaria o artística sus puntos de apoyo en el presente. Si no los encuentra perece fatalmente. En cambio las viejas escuelas, las viejas tendencias se contentan de representar los residuos espirituales y formales del pasado.
Por ende, solo concibiendo a la nación como una realidad estática se puede suponer un espíritu y una inspiración más nacionalista en los repetidores y rapsodas de un arte viejo que en los creadores o inventores de un arte nuevo. La nación vive en los precursores de su provenir mucho más que en los supérstites de su pasado.
Demostremos y expliquemos esta tesis con algunos hechos concretos. Las aserciones demasiado generales o demasiado abstractas tienen el peligro de parecer sofisticadas o, por lo menos, insuficientes.
II.
He tenido ya ocasión de sostener que en el movimiento futurista italiano no es posible no reconocer un gesto espontáneo del genio de Italia y que los iconoclastas que se proponían limpiar Italia de sus museos, de sus ruinas, de sus reliquias, de todas sus cosas venerables estaban movidos en el fondo por un profundo amor a Italia.
El estudio de la biología del futurismo italiano conduce irremediablemente a esta constatación. El futurismo ha representado, no como modalidad literaria y artística, sino como actitud espiritual, un instante de la conciencia italiana. Los artistas y escritores futuristas, insurgieron estrepitosa y destempladamente contra los vestigios del pasado, afirmaban el derecho y la aptitud de Italia para renovarse y superarse en la literatura y en el arte.
Cumplida esta misión, el futurismo cesó de ser, como en sus primeros tiempos, un movimiento sostenido por los más puros y altos valores artísticos de Italia. Pero subsistió es estado de ánimo que había suscitado. Y en este estado de ánimo se preparó, en parte, el fenómeno fascista, tan acendradamente nacional en sus raíces según sus apologistas. El futurismo se hizo fascista porque el arte no domina a la política. Y sobre todo porque fueron los fascistas quienes conquistaron Roma. Mas, con idéntica facilidad, se habría hecho socialista, si se hubiese realizado, victoriosamente, la revolución proletaria. Y en este caso, su suerte habría sido diferente. En vez de desaparecer definitivamente, como movimiento o escuela artística, (esta ha sido la suerte que le ha tocado bajo el fascismo) el futurismo habría logrado entonces un renacimiento vigoroso. El fascismo, después de haber explotado su impulso y su espíritu, ha obligado al futurismo a aceptar sus principios reaccionarios, esto es a renegarse a sí mismo teórica y prácticamente. La revolución, en tanto, habría estimulado y acrecentado su voluntad de crear un arte nuevo en una sociedad nueva.
Esta ha sido, por ejemplo, la suerte del futurismo en Rusia. El futurismo ruso constituía un movimiento más o menos gemelo del futurismo italiano. Entre ambos futurismos existieron constantes y estrechas relaciones. Y así como el futurismo italiano siguió al fascismo, el futurismo ruso se adhirió a la revolución proletaria. Rusia es el único país de Europa donde, como lo constata con satisfacción Guillermo de Torre, el arte futurista ha sido elevado a la categoría de arte oficial.
En Rusia esta victoria no ha sido obtenida a costa de una abdicación. El futurismo en Rusia ha continuado siendo futurismo. No se ha dejado domesticar como en Italia. Ha seguido sintiéndose factor del porvenir. Mientras en Italia el futurismo no tiene ya un solo gran poeta en plena beligerancia iconoclasta y futurista, en Rusia Mayakowski, cantor de la revolución, ha alcanzado en este oficio sus más perdurables triunfos.
III.
Pero para establecer más exacta y precisamente el carácter emocional de todo vanguardismo, tornemos a nuestra América. Los poetas nuevos de la Argentina constituyen un interesante ejemplo. Todos ellos están nutridos de estética europea. Todos o casi todos han viajado en uno de esos vagones de la Compagnie des Grands Expres Europeens que para Blaise Cendrars, Valery, Larbaur y Paul Morand son sin duda los vehículos de la unidad europea además de los elementos indispensables de una nueva sensibilidad literaria.
Y bien. No obstante esta impregnación de cosmopolitismo, no obstante su concepción ecuménica del arte, los mejores de estos poetas vanguardistas siguen siendo los más argentinos. La argentinidad de Girondo, Guiraldes, Borges, etc. no es menos evidente que su cosmopolitismo. El vanguardismo literario argentino se denomina “martinfierrismo” quien alguna vez haya leído el periódico de ese núcleo de artistas, Martín Fierro, habrá encontrado en él al mismo tiempo que los más recientes ecos del arte ultramoderno de Europa, los más auténticos acentos gauchos.
¿Cuál es el secreto de esta capacidad de sentir las cosas del mundo y del terruño? La respuesta es fácil. La personalidad del artista, la personalidad del hombre, no se realiza plenamente sino cuando sabe ser superior a toda limitación.
IV.
En la literatura peruana, aunque con menos intensidad, advertimos el mismo fenómeno. En tanto que la literatura peruana conservó un carácter conservador y académico, no supo ser real y profundamente peruana. Hasta hace muy pocos años, nuestra literatura no ha sido sino una modesta colonia de la literatura española. Su transformación, a este respecto como a otros, empieza con el movimiento “Colónida”. En Valdelomar se dio el caso de literato en quien se juntan y combinan el sentimiento cosmopolita y el sentimiento nacional. El amor snobista a las cosas y a las modas europeas no sofocó ni atenuó en Valdelomar el amor a las rústicas y humildes cosas de su tierra y de su aldea. Por el contrario, contribuyó tal vez a suscitarlo y exaltarlo.
Y ahora el fenómeno se acentúa. Lo que más nos atrae, lo que más nos emociona tal vez en el poeta César Vallejo es la trama indígena, el fondo autóctono de su arte. Vallejo es muy nuestro, es muy indio. El hecho de que lo estimemos y lo comprendamos no es un producto del azar. No es tampoco una consecuencia exclusiva de su genio. Es más bien una prueba de que, por estos caminos cosmopolitas y ecuménicos, que tanto se nos reprochan, nos vamos acercando cada vez más a nosotros mismos.

José Carlos Mariátegui La Chira

La lucha final

Magdeleine Marx, una de las mujeres de letras más inquietas y más modernas de la Francia contemporánea, ha reunido sus impresiones de Rusia en un libro que lleva este título: “C’est la lutte finale...” La Frase del canto de Eugenio Pottier adquiere un relieve histórico. “¡Es la lucha final!”
El proletariado ruso saluda la revolución con este grito que es el grito ecuménico del proletariado mundial. Grito multitudinario de combate y de esperanza que Magdeleine Marx ha oído en las calles en las calles de Moscú y que yo he oído en las calles de Roma, de Milán, de Berlín, de París, de Viena y de Lima. Toda la emoción de una época está en él. Las muchedumbres revolucionarias creen librar la lucha final.
¿La libran verdaderamente? Para las escépticas criaturas del orden viejo esta lucha final es sólo una ilusión. Para los fervorosos combatientes del orden nuevo es una realidad. Au dessus de la melée, una nueva y sagaz filosofía de la historia nos propone otro concepto: ilusión y realidad. La lucha final de la estrofa de Eugenio Pottier es, al mismo tiempo, una realidad y una ilusión.
Se trata, efectivamente, de la lucha final de una época y de una clase. El progreso -o el proceso humano- se cumple por etapas. Por consiguiente, la humanidad tiene perennemente la necesidad de sentirse próxima a una meta. La meta de hoy no será seguramente la meta de mañana; pero, para la teoría humana en marcha, es la meta final. El mesiánico milenio no vendrá nunca. El hombre llega para partir de nuevo. No puede, sin embargo, prescindir de que la nueva jornada es la jornada definitiva. Ninguna revolución prevé la revolución que vendrá después, aunque en la entraña porta su germen. Para el hombre, como sujeto de la historia, no existe sino su propia y personal realidad. No le interesa la lucha abstractamente sino su lucha concretamente. El proletariado revolucionario, por ende, vive la realidad de una lucha final. La humanidad, en tanto, desde un punto de vista abstracto, vive la ilusión de una lucha final.
II.
La revolución francesa tuvo la misma idea de su magnitud. Sus hombres creyeron también inaugurar una era nueva. La Convención quiso gravar para siempre en el tiempo, el comienzo del milenio republicano. Pensó que la era cristiana y el calendario gregoriano no podían contener a la República. El himno de la revolución saludó el alba de un nuevo día: “le jour de gloire est arrivé”. La república individualista y jacobina aparecía como el supremo desiderátum de la humanidad. La revolución se sentía definitiva e insuperable. Era la lucha final. La lucha final por la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad.
Menos de un siglo y medio ha bastado para que este mito envejezca. La Marsellesa ha dejado de ser un canto revolucionario. El “día de la gloria” ha perdido su prestigio sobrenatural. Los propios factores de la democracia se muestran desencantados de la prestancia del parlamento y del sufragio universal. Fermenta en el mundo otra revolución. Un régimen colectivista pugna por reemplazar el régimen individualista. Los revolucionarios del siglo veinte se aprestan a juzgar sumariamente la obra de los revolucionarios del siglo dieciocho.
La revolución proletaria es, sin embargo, una consecuencia de la revolución burguesa. La burguesía ha creado, en más de una centuria de vertiginosa acumulación capitalista, las condiciones espirituales y materiales de un orden nuevo. Dentro de la revolución francesa se anidaron las primeras ideas socialistas. Luego, el industrialismo organizó gradualmente en sus usinas los ejércitos de la revolución. El proletariado, confundido antes con la burguesía en el estado llano, formuló entonces sus reivindicaciones de clase. El seno pingüe del bienestar capitalista alimentó el socialismo. El destino de la burguesía quiso que ésta abasteciese de ideas y de hombres a la revolución dirigida contra su poder.
III.
La ilusión de la lucha final resulta, pues, una ilusión muy antigua y muy moderna. Cada dos, tres o más siglos, esta ilusión reaparece con distinto nombre. Y, como ahora, es siempre la realidad de una innumerable falange humana. Posee a los hombres para renovarlos. Es el motor de todos los progresos. Es la estrella de todos los renacimientos. Cuando la gran ilusión tramonta es porque se ha creado ya una nueva realidad humana. Los hombres reposan entonces de su eterna inquietud. Se cierra un ciclo romántico y se abre el ciclo clásico. En el ciclo clásico se desarrolla, estiliza y degenera una forma que, realizada plenamente, no podrá contener en sí las nuevas formas de la vida. Sólo en los casos en que su potencia creadora se enerva, la vida dormita, estancada, dentro de una forma rígida, decrépita, caduca. Pero estos éxtasis de los pueblos o de las sociedades no son ilimitados. La somnolienta laguna, la quieta palude, acaba por agitarse y desbordarse. La vida recupera entonces su energía y su impulso. La India, la China, la Turquía contemporáneas son un ejemplo vivo y actual de estos renacimientos. El mito revolucionario ha sacudido y ha reanimado, potentemente, a esos pueblos en colapso.
El Oriente se despierta para la acción. La ilusión ha renacido en su alma milenaria.
IV.
El escepticismo se contentaba con contrastar la irrealidad de las grandes ilusiones humanas. El relativismo no se conforma con el mismo negativo e infecundo resultado. Empieza por enseñar que la realidad es una ilusión; pero concluye por reconocer que la ilusión es, a su vez, una realidad. Niega que existan verdades absolutas: pero se da cuenta de que los hombres tienen que creer en sus verdades relativas como si fueran absolutas. Los hombres han menester de certidumbre. ¿Qué importa que la certidumbre de los hombres de hoy no sea la certidumbre de los hombres de mañana? Sin un mito los hombres no pueden vivir fecundamente. La filosofía relativista nos propone, por consiguiente, obedecer a la ley del mito.
Pirandello, relativista, ofrece el ejemplo adhiriéndose al fascismo. El fascismo seduce a Pirandello porque mientras la democracia se ha vuelto escéptica y nihilista, el fascismo representa una fe religiosa, fanática, en la Jerarquía y la Nación. (Pirandello que es un pequeño-burgués siciliano, carece de aptitud psicológica para comprender y seguir el mito revolucionario). El literato de exasperado escepticismo no ama en la política la duda. Prefiere la afirmación violenta, categórica, apasionada, brutal. La muchedumbre, más aún que el filósofo escéptico, más aún que el filósofo relativista, no puede prescindir de un mito, no puede prescindir de una fe. No le es posible distinguir sutilmente su verdad de la verdad pretérita o futura. Para ella no existe sino la verdad. Verdad absoluta, única, eterna. Y, conforme a esta verdad, su lucha es, realmente, una lucha final.
El impulso vital del hombre responde a todas las interrogaciones de la vida antes que la investigación filosófica. El hombre iletrado no se preocupa de la relatividad de su mito. No le sería dable siquiera comprenderla. Pero generalmente encuentra, mejor que el literato y que el filósofo, su propio camino. Puesto que debe actuar, actúa. Puesto que debe creer, cree. Puesto que debe combatir, combate. Nada sabe de la relativa insignificancia de su esfuerzo en el tiempo y en el espacio. Su instinto lo desvía de la duda estéril. No ambiciona más que lo que puede y debe ambicionar todo hombre: cumplir bien su jornada.

José Carlos Mariátegui La Chira

George Brandes

Casi simultáneamente nos llegan los ecos de dos funerales europeos: el de George Brandes el de Rainer María Rilke. Los dos, el crítico danés y el poeta alemán, pertenecían a la estirpe, cara a Goethe y a Nietzche, de los buenos europeos. George Brandes, sobre todo, puso su mayor empeño en adquirir y merecer este título. El estudio de la obra de Ibsen, que fue uno de los primeros en explicar a Europa, le reveló lo difícil que es para un escritor superar las barreras de su idioma, cuando este no es un idioma muy difundido. Brandes resolvió escapar a esas barreras, escribiendo en alemán. Dominaba el alemán, el francés y el inglés como su lengua propia. Del francés decía que sería siempre para él la lengua de los artistas y de los hombres libres. Protestó siempre contra las limitaciones de todo nacionalismo.
No se le define, sin embargo, cuando se le llama internacionalista. Más que internacionalista era antes un europeista. El internacionalismo del siglo diecinueve -, y Brandes se sintió siempre un hijo de su siglo- tuvo sus fronteras, que si no fueron, precisamente, las de un continente, fueron las de una raza: la raza blanca. Lo que descubrió este siglo no fue la solidaridad de todos los pueblos, sino la solidaridad de los pueblos blancos. El sello occidental o blanco del internacionalismo de esos tiempos está impreso hasta en la práctica de las internacionales obreras.
Judío, Brandes procedía de una raza que parece predestinada para empresas universales y ecuménicas y a la que los nacionalismos europeos miran con encono por esta aptitud o destino. Pero Brandes se mantuvo a cierta distancia del mesianismo mundiales. Estaba demasiado enamorado de Occidente y, más que de Occidente, de Europa, para que lo atrajeran dormidas culturas y aletargadas razas.
Los rasgos esenciales de George Brandes son su individualismo y su racionalismo. Bajo este aspecto, fue también un hijo de su siglo. No entendió nunca el demos, ni amó jamás la masa. El culto de los héroes ocupó perenne y ardientemente su espíritu. Le tocó, sin embargo, pensar y obrar como un representante de un siglo de democracia burguesa y liberal. Pero no aceptó el título de demócrata, sin vacilaciones y sin escrúpulos, provenientes de su convicción de que ninguna gran idea, ninguna gran iniciativa habían emanado nunca de las masas. “El gran hombre -afirmaba- no es el resumen de la civilización ya existente, es la fuente y el origen de un estado nuevo de civilización”. Por eso prefería titularse radical. Su famoso estudio sobre Nietzche, de quien fue grande y devoto amigo, se subtitulaba “Ensayo sobre el aristocratismo radical”.
Por su individualismo y por su racionalismo, George Brandes no podía amar este siglo, contra el cual empezó a malhumorarse de la propagación desde la filosofía bergsoniana. En una entrevista con Federico Lefevre, de hace dos años, recordaba el mismo una frase suya, pronunciada dos años atrás en su conferencia en Londres: “La intuición, he aquí una cualidad que hay que dejar a los admiradores de MR. Bergson”. Su racionalismo ochocentista, reaccionaba agriamente contra toda tentativa de disminuir el imperio de la razón. El freudismo era una de las corrientes de este siglo que más le disgustaba. No obstante el vínculo racial del judaísmo, -que juntó sus hombres en el comité de dirección de “La Revue Juive”- Brandes trataba con pocas consideraciones a Freud, cuyas teorías calificó una vez de “fantasías obscenas e inhumanas”. Así como la intuición debía ser dejada a los admiradores de Bergson, el psico-análisis debía abandonarse a sus cultivadores de América. Para Brandes, el hombre de pensamiento más grande de hoy era, sin disputa, Einstein. ¿Por qué? No es difícil adivinarlo. Porque en Einstein reconocía, ante todo, un representante del racionalismo. Todas sus conclusiones -decía- son verificables.
George Brandes no podía, absolutamente, comprender esta época, que repudiaba en bloque. Su criticismo ochocentista, descendiente en parte del de Renán, -sobre escribió fervorosas e inteligentes páginas, en sus buenos tiempos,- se había tornado un pesimismo negativo, no menos radical que su antiguo aristocratismo. El bolchevismo y el fascismo eran para Brandes fenómenos totalmente ininteligibles. El naufragio de sus viejos y caros ideales lo hacía pensar que no quedaban más ideales en el mundo ni en Europa. Al periodista norteamericano Clair Price, que lo entrevistó poco antes de su muerte, le confesó todo su desencanto, más que crepuscular, apocalíptico. “¡Europa! ¿Existe aún la idea de Europa?” Brandes no hablaba como si con él se acabara una época, sino como si con [él] se acabara Europa.
No hay que sorprenderse, pues, de que los intelectuales de hoy lo mirasen con un sobreviviente del siglo XX. Extremando este juicio, o asimilando al del propio Brandes, Clair Price lo llamaba “un europeo que ha sobrevido a Europa”. Otros escritores contemporáneos, más distantes de su espíritu y de su mentalidad, -porque repudian por herético cuando no por estúpido el siglo diecinueve. Pareció a los hiperbóreos la síntesis terinitaria de Voltaire-Taine-Heine. Hizo carrera como revelador y apóstol de Ibsen, Nietzche, Strindberg, etc., pero no consiguió jamás descubrirse a sí mismo y los últimos apóstoles de su gloria danesa reblandecer solo”.
Papini cometía la más grande injusticia, en este juicio sumario al confinar la figura y la obra de Brandes dentro de los confines de Dinamarca. Desterrado en su juventud de su país, donde su radicalismo chocaba con los residuos del fariseismo conservador, en su vejez le faltado también a la gloria de Brandes la ratificación de la mayoría de los suyos. Nacionalistas y revolucionarios lo declaran distante y extraño a ellos.
Pero el nombre de Brandes queda, de toda suerte, escrito honrosamente en el escalofón intelectual del siglo diecinueve. Su obra capital, seis volúmenes sobre las grandes corrientes de este siglo, -aunque no abarcan, propiamente, sino su primera mitad- le asegura un puesto de honor en su tiempo. Y tiene, además, Brandes un mérito que nadie puede contestarle: su intransigente y apasionada fidelidad a sus ideales. En esta época en que ante la novedad reaccionaria, abdican tantos viejos representantes del pensamiento demo-burgués, ese mérito hace particularmente respetable la figura de Brandes, el “buen europeo” que no quiso jamás renegar este título.

José Carlos Mariátegui La Chira

Tres libros de Panait Istrati sobre la U.R.S.S.

Es notoria mi admiración por el autor de “Kyra Kyralina” y “Oncle Anghel”. Hace cinco años, meses después de la publicación en francés de estos dos libros, saludé jubilosamente la aparición de Panait Istrati, como la de un novelista extra-ordinario. Me interesaba en Panait Istrati, tanto como el artista, el hombre, aunque era la sugestión del artista, -la potencia genial de algunas páginas de “Oncle Angel” sobre todo- la que me revelaba, mejor que ninguna anécdota, el alma apasionada y profunda del hombre. Este artículo tuvo cierta fortuna. Panait Istrati, súbitamente descubierto por Romain Rolland y “Europe”, no era aún conocido en Hispano América. Reproducida mi crónica en varios periódicos hispano-americanos, supe que era la primera que se escribía en estos países sobre Panait Istrati, a quien no he cesado después de testimoniar una simpatía y una atención que, sin duda, no han pasado inadvertidos a mis lectores. Los volúmenes de la serie de relatos de Adrián Zograffi que siguieron a Kyra Kyralina y Tio Angel, confirman plenamente las dotes de narrador, de cuentista oriental, -de Panait Istrati.
Recuerdo este antecedente como garantía de la rigurosa equidad de mi juicio sobre los tres volúmenes que Panait Istrati acaba de publicar en París sobre la Rusia de los Soviets (Vers l’Autre Flamme: “Soviets 1929”, Apres seize mois dans la URSS y “La Rusie Nue”: Editions Rieder, 1929). La “Nouvelle Revue Francaise” adelantó a sus lectores, en su número de octubre, un capítulo del segundo de estos volúmenes, el que mejor define el espíritu de inesperada requisitoria de Panait Istrati contra el régimen soviético. En este capítulo, Istrati expone el caso del obrero Rousakov a quien el conflicto con los vecinos malquerientes ha costado la expulsión del Sindicato, la pérdida de su trabajo, un proceso fastinatorio y una condena injusta, cuya revocación no han obtenido los esfuerzos de Panait Istrati. Rousakov, adverso a la actual política soviética, es suegro de un miembro activo y visible de la oposición trotzkysta, el escrito Víctor Serge, bien conocido en Francia por su obra de divulgación y crítica de la nueva literatura rusa en las páginas de “Clarté” y otras revistas. La hostilidad de sus vecinos se ha aprovechado de esta circunstancia para prevenir contra él a todos los organismos llamados a juzgar su caso. Una resolución del Comité del edificio contra el padre político de Víctor Serge, acusado de haber agredido con su familia a una antigua militante y funcionaria del Partido, en ocasión de una visita al departamento de los Rousakov, ha sido la base de todo un proceso judicial y político. La relativa holgura del albergue de los Rousakov que disponían de un departamento de varias piezas en esta época de crisis de alojamientos, hacía que se les mirase con envidia por un vecindario que no les perdonaba, además su oposición al régimen y que, en todo caso, contaban con explotarla ante la burocracia soviética para arrebatarles las habitaciones codiciadas. Panait Istrati, amigo fraternal de Víctor Serge, ha sentido en su propia carne la persecución desencadenada contra Rousakov por la declaración hostil de sus convecinos. La burocracia en la URSS, como en todo el mundo, no se distingue por su sensibilidad ni por su vigilancia. Una de las campañas del partido Comunista, léase del Estado Soviético, es como el propio Panait Istrati lo anota, la lucha contra la burocracia. Y el caso de Rousakov, como Panait Istrati lo expone, es un caso de automatismo burocrático. Rousakov ha sido víctima de una injusticia. Panait Istrati, que entiende y practica la amistad con el ardor que sus novelas traducen, fracasado en el intento de que se reparase ampliamente esta injusticia, rehabilitando de modo completo a Rousakov, ha experimentado la más violenta decepción respecto al orden soviético. Y, por este caso, enjuicia todo el sistema comunista.
Su reacción no es incomprensible para quien pondere sagazmente los datos de su temperamento y de su formación intelectual y sentimental. Panait Istrati tiene una mentalidad y una psicología de “revolte”, de rebelde, no de revolucionario, en un sentido ideológico y político del término. Su existencia ha sido la de un vagabundo, la de un bohemio, y esto ha dejado huellas inevitables en su espíritu. Su simpatía por el “naiduc” se nutre de sus sentimientos de “hors la loi”. Estos sentimientos, que pueden producir una obra artística, son esencialmente negativos cuando se trata de pasar a una obra política. El verdadero revolucionario es, aunque a algunos les parezca paradójico, un hombre de orden. Lenin lo era en grado eminente. No despreciaba nada tanto como el sentimentalismo humanitario y subversivo. Panait Istrati podría haber amado durante el orden soviético, pero fuera de él, bajo la posesión incesante del orden capitalista, contra el que ha sido y sigue siendo insurgente. Lo demuestra claramente el segundo volumen de “Vers L’Autre Flamme”.
Istrati confiesa en él que su entusiasmo por la obra soviética se mantuvo intacto hasta algún tiempo después de su regreso a Rusia, a continuación de una accidentada visita a Grecia, de donde salió expulsado como agitador. Toda su reacción antisoviética corresponde a los últimos meses de su segunda estada en la URSS. Si Panait Istrati hubiese escrito sus impresiones sobre Rusia sin más documentación y experiencia que las de su primera estada, su libro hubiera sido una fervorosa defensa a la obra de los Soviets. Él mismo habría sido el carácter de su obra, si su segunda estada no la hubiese prolongado hasta hacer inevitable el choque de su temperamento impaciente y apasionado de “revolté” con los lados más prosaicos e inferiores de la edificación del socialismo.
Panait Istrati ha escrito estos libros en unión de un colaborador anónimo, cuyo nombre no revela por ahora a causa de que carece de la autoridad del de Istrati para obtener la atención del público. No es posible decidir hasta qué punto esta colaboración, que tal vez Istrati superestima por sentimiento de amistad, afecta la unidad, la organicidad de esta requisitoria. Lo evidente es que el reportaje contenido en estos tres volúmenes está aún formalmente, muy por debajo de la obra de novelista del autor de los tres relatos de Adrián Zograffi. Todo el material que acumulan Istrati y su colaborador incógnito contra el régimen soviético, es un material anecdótico. No faltan, en estos volúmenes, -mejor en los dos primeros- algunas explicaciones de las declaraciones a favor de la obra soviética; pero el conjunto, dominado por la rabia de su decepción sentimental, se identifica absolutamente con la tendencia pueril a juzgar un régimen político, un sistema ideológico, por un lío de casas de vecindad.

José Carlos Mariátegui La Chira

Sergio Essenin

El poeta ruso Sergio Essenin debe una buena parte de su fama en el Occidente a la extraordinaria artista Isadora Duncan. Su matrimonio con Essenin constituyó la última gran aventura de la vida de esta mujer que acaso habría podido reivindicar para sí el derecho de llamarse d’annunzianamente “la aventura sin ventura”. Essenin clasificado entre los poetas de la revolución a pesar de ser un lírico de pura sangre, desposó a la Duncan en plena epopeya bolchevique. Pero su renombre europeo no arranca de los días en que su bizarra esposa lo paseaba por Berlín, París y New York. La novela de Essenin y la Duncan empezó a propagarse más o menos folletinescamente complicada por las revistas ilustradas, cuando se conoció el suicidio de Essenin en diciembre de 1925 divorciado hacía ya tiempo. La exportación del hombre precedió a la del poeta. Y tenía además, que ser más duradera.
Sació su arte bajo el signo sangriento de la guerra. Hacía pico que se había encendido este cundo Essenin arribó a Petrogrado, proveniente de su aldea de Rjazan. Tenía 18 años. Había escrito algunos versos que no acusaban aún una personalidad original. Cantaba con voz dulce los aires de su región. No sospechaba todavía su destino de poeta iconoclasta y escandaloso. Conservaba una idea respetuosa y campesina del “padrecito Zar”. Es así como lo recuerda Zenaida Hippius, la mujer de Mjereskosky a cuya tertulia literaria acudían los debutantes como a un rito de su iniciación.
No es posible, pues, sorprenderse del tono apocalíptico frecuente en la poesía de Essenin. Su temperamento de “primitivo” se desarrolló en un clima de tragedia. La sicología de guerra encontró en este infante rústico una naturaleza espontáneamente inclinada a la violencia y a la jacquerie. Essenin se afilió a una escuela poética que tomaba su nombre y una parte de su inspiración de la vieja secta rura de los “chlysti” que esperaba nuevas encarnaciones de Jesús. El mesianismo blasfemo, el misticismo inverecundo de Essenin procede sin duda de la asociación de la “sicología de la guerra” con la mitología de una secta que por traducir una de las típicas reacciones primitivas del alma rusa ante el cristianismo encontró fácilmente resonancia en el espíritu agreste del poeta de Rjazan.
Uno de los poemas de Essenin que han sido traducidos y citados con mayor insistencia por sus críticas de occidente, el titulado “Inonia” es una de los productos característicos de esta tendencia con lo que se combina el gusto por la manera bíblica y el gesto profético. En su epígrafe se lee.
“Os prometo la Ciudad Inonia
donde habita el Dios de los Vivos”.
Y luego así prosigue:
“No temeré la muerte
ni lanzas ni lluvias de flechas.
Así habla según la Biblia
el profeta Sergio Essenin”.
Este mismo poema nos descubre otro elemento esencial del arte de Essenin; un exasperado individualismo que conduce al poeta a esa exaltación megalómena que constantemente encontramos en muchos artistas de esta época en quienes termina aunque ellos no se reconozcan esta genealogía la estirpe romántica. La imagen antropomórfica, tan usada en la poesía moderna tiene evidentemente su origen síquico en ese agocentrismo megalómeno que en último análisis, no es sino puro individualismo, vale decir puro romanticismo. Desde Khlebikov, otro campesino turbulento y genial la metáfora antropomórfica ha caracterizado el imaginismo ruso. Según he leído en Pasternak, de un verso de Khlebikov. “El mar se ha puesto su calzón azul desciende seguramente el título de uno de los primeros libros del futurista o constructivista Mayakovsky: “La nuve es pantalón”. En Essenin, la exaltación megalómena tiene notas como estas:
“Quiero trasquilas el firmamento
como una oveja sarnosa”.
“Alzaré las manos hacia la luna
como una nuez la partiré con los dientes;
no quiero cielos sin escalas
no quiero que caiga la nieve
Hoy con la mano elástica
podría derribar todo el mundo...”
La atmósfera moral y física de los primeros años de la revolución era como lo observa Ilya Ehrenburg, favorable a la superproducción y a la hipertrofia poética. El “pathos” revolucionario creaba una consciencia apocalíptica, propicia a todas las hipérbolas épicas y líricas. “Electrizaremos al mundo entero” decía uno de los anuncios luminoso del bolchevismo encendido sobre las ciudades famélicas que gastaban en este alarde el único combustible de que disponían para su calefacción. Por otra parte como dice Ehremburg, “la prosa requiere tiempo y dinero: ambas cosas faltaban. Los poetas recitaban sus versos en las asambleas o los escribían en las paredes. La revolución rusa creó el “poema mural”, “el poema affiche”. Me he enterado también de que la revista oral es una invención rusa. (Es probable que nuestro querido y brillante Alberto Hidalgo solo lo haya sabido después de su experimento bonaerense”. En ese tiempo de caos o poesía Essenin, igual que Mayakovsky, aunque representando otra cara del alma rusa, avanzó por el camino de la violencia verbal y de la estridencia lírica, más allá de su propia meta. Cultivó un “ismo” personal: el “escandalismo”. Su amor a la pendencia y al vagabundaje no halló vallas molestas en una época de tempestad revolucionaria. Y lo indujo a rotular uno de sus libros “Confesión de un granuja”.
Pero la revolución no pudo alimentarse indefinidamente del poesías y apocalipsis. El genio realista de Lenin inauguró el “nuevo curso” vino el periodo de la “nep” (nueva política económica). Período de trabajo prosaico: reorganización de la industria y el comercio. En el orden de la vida cultural el panorama también es otro. Surgen editoriales del Estado y editoriales privadas. Se dispone de más tiempo y de más dinero. El apogeo de los poetas sucede el de los novelistas. Ehrenburg dice: “el nacimiento de la nueva prosa rusa ha coincidido con el cambio de ritmo de la revolución. Un cierto escepticismo ha reemplazado al reciente entusiasmo incondicional. He aquí que comenzó la reducción del personal de los gastos, de los proyectos, de la fantasía”. Essenin que en un ambiente henchido de electricidad, había alcanzado una extrema tensión no podía adaptarse al cambio. El conflicto entre su individualismo y el comunismo de un estado social al cual había adherido sin comprenderlo enteramente -no lo graba como antes disfrazarse y disimularse en el torbellino de una consciencia aturdida. Un poema de esta época traducida al italiano por Ettore Le Gatto, Essennin nos cuenta su regreso a la aldea después de 8 años de ausencia. Su pueblo transformado por la revolución no es el mismo. Essenin sufre una desilusión que expresa con nostalgia melancolía. “En los ojos de nadie encuentra refugio. En mi pueblo soy un extranjero”. Mi poesía aquí no sirve más.
El equilibrio no solo se había roto entre Essenin y el mundo exterior. Se había roto, sobre todo, en el propio poema. Dentro de un mundo en laboriosa organización, el poema, “escandilista” y quedaba desocupado. A pesar de sus cantos revolucionarios no era el poeta de la Revolución.
Troszky en una emocionada despedida al gran poeta define así su caso: “Essenin era un ser interior, tierno lírico la Revolución es “pública” “épica”. El poeta ha muerto porque no era de la misma naturaleza de la Revolución, pero en nombre del porvenir la Revolución lo adoptará para siempre”. “El poeta ha muerto; vive la poesía. Indefenso, un hijo de los hombres rodado al abismo; viva la vida creadora en la que Sergio Essenin, hasta el último momento, entretejía sus hilos de oro”.
Los cróticos de la emigración, no obstante su rabioso antibolchevismo, reconocen el genio de Serio Essenin. No le disputan ni pueden disputarle, su puesto en la historia de la poesía rusa. Se da un caso curioso remarcado inteligentemente por Victor Serge: la Revolución recibió la adhesión de los poetas: -Block, Briussev, Balmont, Mayakovsky, Biely, Essenin encontró en cambio hostiles a los novelistas. Y de novelistas cróticos historiografos, está compuesto la plana mayor de los “emigrados”. La poesía votó por la Revolución.
Y la revolución por la boca de uno de sus grandes capitanes que al revés de la mayor de los estadistas de la burguesía, es un hombres capaz de juzgar con la misma inteligencia una cuestión económica que una cuestión filosófica o artística, le dice ahora su reconocimiento.

José Carlos Mariátegui La Chira

¿Existe una inquietud propia, de nuestra época?

(...) esta inquietud en unos es desesperación, en otros desequilibrio, en otros esperanza en los demás vacío. No se puede hablar de una “inquietud contemporánea” como de la uniforme y misteriosa preparación espiritual de un mundo nuevo.
Del mismo modo que en el arte de vanguardia, se confunden los elementos de revolución con los elementos de decadencia, en la “inquietud contemporánea” se confunde la fe facticia, intelectual, pragmática de los que encuentran su equilibrio en los dogmas y el orden antiguos con la fe apasionada, riesgosa, heroica de los que combaten peligrosamente por la victoria de un orden nuevo.
La historia clínica de la “inquietud contemporánea” anotará, con meticulosa objetividad todos los síntomas de la crisis del mundo moderno; pero nos servirá muy poco como medio de resolverla. La encuesta de los “Cashiers de l’Etoile” no invita a otra cosa que a un examen de conciencia, del que no puede salir, como resultado o indicación de conjunto, sino una pluralidad desorientadora de proposiciones.
Lo que se designa con el nombre de “inquietud” no es, en último análisis, sino la crisis contemporánea o, por lo menos, su expresión intelectual y sentimental. Los artistas y los pensadores de esta época rehúsan, por orgullo o por temor, ver en su desequilibrio y en su angustia el reflejo de la crisis del capitalismo, quieren sentirse ajenos o superiores a esta crisis. No se dan cuenta de que la muerte de los principios y dogmas que constituían el Absoluto burgués ha sido decretado en un plano distinto del de su mediocre especulación personal.
La burguesía ha perdido el poder moral que antes le consentía retener en sus rangos, sin conflicto interno, a la gran mayoría de los intelectuales. Las fuerzas centrífugas, secesionistas, actúan sobre estos con una intensidad y multiplicidad antes desconocidas. De aquí, las defecciones como las conversiones. La inquietud aparece como una gran crisis de consciencia.
La inquietud contemporánea, por consiguiente, está hecha de factores negativos y positivos. La inquietud de los espíritus que no tienden sino a la seguridad y al reposo, carece de todo valor creativo. Por este sendero no se descubrirá sino los refugios, las ciudadelas del pasado. En el hombre moderno, la abdicación más cobarde es la del que busca asilo en ellos.
Nuestra primera declaratoria de guerra debe ser a las que mi compatriota Ibérico llama “filosofías del retorno”. ¿El florecimiento de estas filosofías, en un clima mórbido de decadencia, entra en gran escala en Occidente en la “inquietud contemporánea”? Esta es la primera cuestión que hay que esclarecer para no tomar sutiles “alibis” de la Inteligencia y teorías derrotistas sobre la modernidad como elaboraciones de un espíritu nuevo.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El idealismo de Edwin Elmore

I.
El mejor homenaje que podemos rendir a Edwin Elmore quienes lo conocimos y estimamos es, talvez, es de revelarlo. Su firma era familiar para todos los que entre nosotros tienen el que Valery Larbad ruiseñamente llama “ce vice impuni, la lecture”. Pero Elmore pertenecía al número de aquellos escritores de quienes se dice que no han “llegado” al público. El público ignora en estos casos las ideas, las actitudes del escritor; pero ignora un poco al escritor mismo. Edwin Elmore no había buscado ninguno de los tres éxitos que en nuestro medio recomiendan a un intelectual a la atención pública: éxito literario, éxito universitario, éxito periodístico. I en su obra dispersa e inquieta, no está toda su personalidad. Su personalidad no ha sacudido fuertemente al público sino en su muerte.
Digamos sus amigos, sus compañeros, lo que sabemos de ella. Todos nuestros recuerdos, todas nuestras impresiones honran, seguramente, la memoria del hombre y del escritor. Lo presentan como un intelectual que sentía la necesidad de dar a su pensamiento y a su acción una meta generosa y elevada.
Personalidad singular, y un poco extraña, en este pueblo. Se reconocía en Elmore los rasgos espirituales de su estirpe anglo-sajona. Tenía de los anglo-sajones el liberalismo. El espíritu religioso y puritano. El temperamento mas bien ético que estético. La confianza en el poder del espíritu.
II.
Este hombre de raza anglo-sajona quiso ser un vehemente asertor de ibero-americanismo. “El genio ibero, la raza ibera, -decía- renace entre nosotros se renueva entre América”.
Pensaba que la cultura del porvenir debía ser una cultura ibérica. Mas aún. Creía que este renacimiento hispánico estaba ya gestándose.
Yo le demandaba las razones en que se apoyaba su creencia, mejor dicho su predicción. Yo quería hechos evidentes, signos contrastables. Pero la creencia de Elmore no necesitaba de los hechos ni de los signos que yo le pedía. Era una creencia religiosa.
-Usted tiene la fe del carbonero- de dije una vez
Y el me respondió convencido que sí.
Su fe era, en verdad, una fe mística. Pero, precisamente, por esto, era tan fuerte y honda. En sus ojos iluminados leí la esperanza de que la fe obraría el milagro.
III.
Como mílite de esta fe, como cruzado de esta creencia, Edwin Elmore servía la idea de la celebración de un congreso de intelectuales ibero-americanos. No lo movía absolutamente, -como podían suponer los malévolos, los hostiles- ninguna ambición de notoriedad internacional de su nombre. Lo movía más bien, como en todas las empresas de su vida, la necesidad de gastar su energía por una idea noble y alta.
En nuestras conversaciones sobre el tema del congreso comprendí lo acendrado de su liberalismo. Elmore no sabía ser intolerante. Yo le sostenía que el congreso, para ser fecundo, debía ser un congreso de la nueva generación. Un congreso de espíritu y de mentalidad revolucionarias. Por consiguiente, había que excluir de él a todos los intelectuales de pensamiento y ánimos conservadores.
Elmore rechazaba toda idea de exclusión.
-Ingenieros- me decía- piensa como Usted. Quiere un congreso casi sectario. Yo creo que debemos oír a todos los hombres aferrados a la tradición y al pasado. Antes de repudiarlos, antes de condenarlos, debemos escucharlos una última vez.
Había instantes en que admitía la lógica de mi intransigencia. Pero, luego, su liberalismo reaccionaba.
IV.
Edwin Elmore no podía concebir que un individuo, una categoría, un pueblo, viviesen sin ideal. La somnolencia criolla y sensual del ambiente lo desesperaba. “¡No hacemos nada por salir del marasmo!”- exclamaba. I mostraba todos los días, en sus palabras y en sus actos, el afán de “hacer algo”.
La gran jornada del 23 de mayo le descubrió al proletariado. Elmore empezó entonces a comprender a la masa. Empezó entonces a percibir en su oscuro seno la llama de un ideal verdaderamente grande. Sitió que el proletariado, además de ser una fuerza material, es también una fuerza espiritual. En los pobres encontró lo que acaso nunca encontró en los ricos.
V.
Lo preocupaban todos los grandes problemas de la época. Sus estudios, sus inquietudes no son bastante conocidos. Elmore se dirigía muy poco al público. Se dirigía generalmente a los intelectuales. Su pensamiento está más en sus cartas que en sus artículos. Se empeñaba en recordar a los intelectuales los deberes del servicio del Espíritu. Esta era su ilusión. Este era su error. Por culpa de esta ilusión y de este error, la mayor parte de su obra y de su vida queda ignorada. Elmore pretendía ser un agitador de intelectuales. No reparaba en que para agitar a los intelectuales, hay que agitar primero a la muchedumbre.
VI.
Por invitación suya escribí, en cinco artículos, una “introducción al problema de la educación pública”. Elmore trabajaba por conseguir una contribución sustanciosa de los intelectuales peruanos al debate o estudio de los temas de nuestra América planteado por la Unión Latinoamericana de Buenos Aires y por “Repertorio Americano” de Costa Rica. Dichos artículos han merecido el honor de ser reproducidos en diversos órganos de la cultura americana. Quiero, por esto, dejar constancia de su origen. I declarar que los dedico a la memoria de Elmore.
Recuerdo que en una de nuestras conversaciones me dijo:
-He resuelto mi problema personal, el problema de mi felicidad, casándome con la mujer elegida. Ahora me siento frente al problema de mi generación.
Yo traduje así su frase:
-Mi vida ha alcanzado sus fines individuales. Ahora debe servir un fin social.
Estoy pronto.
Estaba, en verdad, pronto para ocupar su puesto de combate. Cuando le ha tocado probarlo, ha dado su vida entera.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La liquidación de la cuestión romana

El fascismo concluye, en estos momentos, uno de los trabajos para que se sintió instintivamente predestinado desde antes, acaso, de su ascensión al poder. Ni sus orígenes anti-clericales, agresivamente teñidos de paganismo marinettiano y futurista -el programa de Marinetti comprendía la expulsión del Papa y su corte y la venta del Vaticano y sus museos-; ni las reyertas entre campesinos católicos y legionarios fascistas en los tiempos de beligerancia del partido de don Sturzo; ni las violentas requisitorias de Farinacci contra el anti-fascismo -nittiano addiritura- del Cardenal Gasparri; ni la condena por los tribunales fascistas de algunos curas triestinos; ni la terminante exclusión del “scoutismo” católico como concurrente de la organización mussolinista de la adolescencia; ninguno de los actos o conceptos, individuos o situaciones que han opuesto tantas veces el “fascio littorio” y el cetro de San Pedro, ha frustrado la ambición del Dux de reconciliar el Quirinal y el Vaticano, el Estado y la Iglesia.
¿Quien ha capitulado, después de tantos lustros de intransigente reafirmación de sus propios derechos? Verdaderamente, la cuestión romana, como montaña casi insalvable entre el Quirinal y el Vaticano, había desaparecido poco a poco. Incorporada la Italia del Risorgimento en la buena sociedad europea, el Vaticano había visto tramontar, año tras año, la esperanza de que un nuevo ordenamiento de las relaciones internacionales consintiese la reivindicación del Estado pontificio. Dictaba su ley no solo a la buena sociedad europea, sino a la sociedad mundial, naciones protestantes y sajonas con muy pocos motivos de aprecio por la ortodoxia romana; le imponía su etiqueta diplomática una nación latina, entregada, desde su revolución, a la más severa y formalista laicidad franc-masona. La Iglesia Romana, en el curso del ochocientos, había dado muchos pasos hacia la democracia burguesa, separando teórica y prácticamente su destino del de la feudalidad y la autocracia. El liberalismo italiano, a su vez, no había osado tocar el dogma, llevando a su pueblo al protestantismo, a la iglesia nacional. La cuestión romana había sido reducida por los gobernantes del “transformismo” italiano a las proporciones de una cuestión jurídica. En realidad, descartados sus aspectos político, religioso y moral, no era otra cosa. Si el Vaticano aceptaba el dogma de la soberanía popular y, por ende, el derecho del pueblo italiano en su organización a adoptar los principios del Estado moderno, no tenía que reclamar sino contra la unilateralidad arbitraria de la Ley “delle Guarentigie”. Esta ley era inválida por haber pretendido resolver, sin preocuparse, del consenso ni las razones del Papado, una cuestión que afectaba a sus derechos.
Pero, en tiempos de parlamentarismo demo-liberal, un arreglo estaba excluido por el juego mismo de la política de cámara y pasillos. Aparte de que todos los líderes coincidían tácitamente con la tendencia giolittiana a aplazar, por tiempo indefinido, cualquier solución. La política -o la administración- giolittiana tenía que “menager”, de una parte, a los clericales, gradualmente atraídos a una democracia sosegada, progresista, tolerante, exenta de todo excesivo sectarismo, de toda peligrosa duda teológica; y de otra parte, a los demo-liberales y demo-masones, empeñados en sentirse legítimos y vigilantes herederos del patrimonio ideal del Risorgimento.
La crisis post-bélica, la transformación cada día más acentuada de la política de partidos en política de clases, la consiguiente aparición del partido popular italiano bajo la dirección de don Sturzo, cambiaron después de la guerra los términos de la situación. La catolicidad, que políticamente había carecido hasta entonces de representación propia, comenzó a disponer de una fuerza electoral y parlamentaria que pesaba decisivamente, dada la actitud de los socialistas, en la composición de la mayoría y el gobierno.
Pero estaba vigente aún la tradición del Estado liberal y laico surgido del Risorgimento. La distancia entre el Estado y la Iglesia se había acortado. Mas el Estado no podía dar, por su parte, el paso indispensable para salvarla. La Iglesia, a su vez, esperaba la iniciativa del Estado. Histórica y diplomáticamente, no le tocaba abrir las negociaciones.
Mussolini ha operado en condiciones diversas. En primer lugar, el gobierno fascista, como he recordado ya en otra ocasión, tratando este mismo tópico, no se considera vinculado a los conceptos que inspiraron invariablemente a este respecto a la política de los anteriores gobiernos de Italia. Frente a la “cuestión romana”, como frente a todas las otras cuestiones de Italia, el fascismo no se siente responsable del pasado. El fascismo pregona su voluntad de construir el Estado fascista sobre bases y principios absolutamente diversos de los que durante tantos años ha sostenido el Estado liberal. Al mismo tiempo, el fascismo desenvuelva, con astuto oportunismo, una política de acercamiento a la iglesia, cuyo rol como instrumento de italianidad y latinidad ha sido imperialistamente exaltado por Mussolini. En materia religiosa, el fascismo ha realizado el programa del partido popular o católico fundado de 1919 por don Sturzo. Lo ha realizado a tal punto que ha hecho inútil la existencia en Italia de un partido católico. (Hay que agregar que, en ningún caso, después del Aventino, la habría permitido como existencia de un partido democrático). “El Papa puede despedir a don Sturzo”, escribía ya hace cinco años Mario Missiroli. El acercamiento del fascismo a la Iglesia, no solo se ha operado en el orden práctico, mediante una restauración más o menos política del catolicismo en la escuela. También se ha intentado la aproximación en el orden teórico. Los intelectuales fascistas de Gentile, a Ciusso y Pellizzi, se han esmerado en el elogio de Iglesia. Los más autorizados teóricos del “fascio littorio”, han encontrado en el tomismo no poco de los fundamentos filosóficos de su doctrina. La ex-comunión de “L’Action Francaise”, ha comprometido un poco esta “demarche” reaccionaria. Frente al mismo fascismo, el Vaticano ha reivindicado discretamente el concepto católico del Estado, incompatible con el dogma fascista del Estado ético y soberano.
Mas, si a este respecto el acuerdo resultará siempre difícil, no ocurriría los mismo con la “cuestión romana”. Precisamente en este terreno, el fascismo podía ceder sin peligro. I reconocer al Papado la soberanía sobre los palacios vaticanos, una indemnización y otras prerrogativas, no es ceder demasiado. Lo mismo habría dado, presuroso, Cavour. Solo que entonces habría parecido muy poco.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El exilio de Trotzky

Trotzky, desterrado de la Rusia de los Soviets; he aquí un acontecimiento al que fácilmente no puede acostumbrarse la opinión revolucionaria del mundo. Nunca admitió el optimismo revolucionario de la posibilidad de que esta revolución concluyera, como la francesa, condenando a sus héroes. Pero, sensatamente, lo que no debió jamás esperarse es que la empresa de organizar el primer gran estado socialista fuese cumplida por un partido de más de un millón de militantes apasionados, con el acuerdo de la unanimidad más uno, sin debates ni conflictos violentos.
La oposición trotzkistas tiene una función útil en la política soviética. Representa, si se quiere definirla en dos palabras, la ortodoxia marxista, frente a la fluencia desbordada e indócil de la realidad rusa. Traduce el sentido obrero, urbano, industrial, de la revolución socialista. La revolución rusa debe su valor internacional, ecuménico, su carácter de fenómeno precursor del surgimiento de una nueva civilización, al pensamiento que Trotzky y sus compañeros reivindican en todo su vigor y consecuencias. Sin esta crítica vigilante, que es la mejor prueba de la vitalidad del partido bolchevique, el gobierno soviético correría probablemente el riesgo de caer en un burocratismo formalista, mecánico.
Pero, hasta este momento, los hechos no dan la razón al trotzkismo desde el punto de vista de su aptitud para reemplazar a Stalin en el poder, con mayor capacidad objetiva de realización del programa marxista. La parte esencial de la plataforma de la oposición trotzkysta es su parte crítica. Pero en la estimación de los elementos que pueden insidiar la política soviética, ni Stalin ni Bukharin andan muy lejos de suscribir la mayor parte de los conceptos fundamentales de Trotzky y de sus adeptos. Las proposiciones, las soluciones trotzkistas no tienen en cambio la misma solidez. En la mayor parte de lo que concierne a la política agraria e industrial, a la lucha contra el burocratismo y el espíritu “nep”, el trotzkismo no sabe de un radicalismo teórico que no logra condensarse en fórmulas concretas y precisas. En este terreno, Stalin y la mayoría, junto con la responsabilidad de la administración, poseen un sentido más real de las posibilidades.
Ya he tenido ocasión de indagar los orígenes del cisma bolchevique que con el exilio de Trotzky adquiere tan dramática intensidad. La revolución rusa que, como toda gran revolución histórica, avanza por una trocha difícil que se va abriendo ella misma con su impulso, no conoce hasta ahora días fáciles ni ociosos. En la obra de hombres heroicos y excepcionales, y, por este mismo hecho, no ha sido posible sino con una máxima y tremenda tensión creadora. El partido bolchevique, por tanto, no es ni puede ser una apacible y unánime academia. Lenin le impuso hasta poco antes de su muerte su dirección genial; pero ni aún bajo la inmensa y única autoridad de este jefe extraordinario, escasearon dentro del partido los debates violentos. Lenin ganó su autoridad con sus propias fuerzas; la mantuvo, luego, con la superioridad y clarividencia de su pensamiento. Sus puntos de vista prevalecían siempre por ser los que mejor correspondían a la realidad. Tenían, sin embargo, muchas veces que vencer la resistencia de sus propios tenientes de la vieja guardia bolchevique.
La muerte de Lenin, que dejó vacante el puesto de jefe genial, de inmensa autoridad personal, habría sido seguida por un período de profundo desequilibrio en cualquier partido menos disciplinado y orgánico que el partido comunista ruso. Trotzky se destacaba sobre todos sus compañeros por el relieve brillante de su personalidad. Pero no solo le faltaba vinculación sólida y antigua con el equipo leninista. Sus relaciones con la mayoría de sus miembros habían sido, antes de la revolución, muy poco cordiales. Trotzky, como es notorio, tuvo hasta 1917 una posición casi individual en el campo revolucionario ruso. No pertenecía al partido bolchevique, con cuyos líderes, sin exceptuar al propio Lenin, polemizó más de una vez acremente. Lenin apreciaba inteligente y generosamente el valor de la colaboración de Trotzky, quien, a su vez, -como lo atestigua el volumen en que están reunidos sus escritos sobre el jefe de la revolución, -acató sin celos ni reservas una autoridad consagrada por la obra más sugestiva y avasalladora para la conciencia de un revolucionario. Pero si entre Lenin y Trotzky pudo borrarse casi toda distancia, entre Trotzky y el partido mismo la identificación no pudo ser igualmente completa. Trotzky no contaba con la confianza total del partido, por mucho que su actuación como comisario del pueblo mereciese unánime admiración. El mecanismo del partido estaba en manos de hombres de la vieja guardia leninista que sentían siempre un poco extraño y ajeno a Trotzky, quien, por su parte, no conseguía consustanciarse con ellos en un único bloque. Trotzky, según parece, no posee las dotes específicas de político que en tan sumo grado tenían Lenin. No sabe captarse a los hombres; no conoce los secretos del manejo de un partido. Su posición singular -equidistante del bolchevismo y del menchevismo- durante los años corridos entre 1905 y 1917, además de desconectarlo de los equipos revolucionarios que con Lenin prepararon y realizaron la revolución, hubo de deshabituarlo a la práctica concreta de líder de partido. Mientras duró la movilización de todas las energías revolucionarias contras las amenazas de reacción, la unidad bolchevique estaba asegurada por el pathos bíblico. Pero desde que comenzó el trabajo de estabilización y movilización, las discrepancias de hombres y de tendencias no podían dejar de manifestarse. La falta de una personalidad de excepción como Trotzky, habría reducido la oposición a términos más modestos. No se habría llegado, en ese caso, al cisma violento. Pero con Trotzky en el puesto de comando, la oposición en poco tiempo ha tomado un tono insurreccional y combativo. Zinoviev, lo acusaba en otro tiempo, en un congreso comunista, de ignorar y negligir demasiado al campesino. Tiene, en todo caso, un sentido internacional de la revolución socialista. Sus notables escritos sobre la transitoria estabilización del capitalismo lo colocan entre los más alertas y sagaces críticos de la época. Pero este mismo sentido internacional de la revolución, que le otorga tanto prestigio en la escena mundial le quita fuerza momentáneamente en la práctica de la política rusa. La revolución rusa está en un período de organización nacional. No se trata, por el momento, de establecer el socialismo en el mundo, sino de realizarlo en una nación que, aunque es una nación de ciento treinta millones de habitantes que se desbordan sobre dos continentes, no deja de constituir por eso, geográfica e históricamente una unidad. Es lógico que es esta etapa, la revolución rusa esté representada por los hombres que más hondamente siente su carácter y sus problemas nacionales. Stalin, eslavo puro, es de esos hombres. Pertenece a una falange de revolucionarios que se mantuvo siempre arraigada al suelo ruso. Mientras tanto Trotzky, como Radek, como Rakovsky, pertenece a una falange que pasó la mayor parte de su vida en el destierro. En el destierro hicieron su aprendizaje de revolucionarios mundiales, ese aprendizaje que ha dado a la revolución rusa su lenguaje universalista, su visión acuménica.
La revolución rusa se encuentra en un periodo forzoso de economía. Trotzky, desconectado personalmente del equipo stalinista, es una figura excesiva en un plano de realizaciones nacionales. Se le imagina predestinado para llevar en triunfo, con energía y majestad napoleónicas, a la cabeza del ejército rojo, por toda Europa, el evangelio socialista. No se le concibe, con la misma facilidad, llevando el oficio modesto de ministro de tiempos normales. La Nep lo condena al regreso de su beligerante posición de polemista.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La conferencia de las reparaciones

La estabilización capitalista descansa en fórmulas provisionales. La interinidad, los acuerdos es su característica dominante. La constitución de los Estados Unidos de Europa sería el medio de organizar a la Europa burguesa en una liga que resolviendo los conflictos internos de la política y la economía europeas, opusiese un compacto bloque, de un lado a la influencia ideológica de la URSS y de otro a la expansión económica de Norte-América. Pero, a cada paso, surge un incidente que descubre la persistencia, -más todavía, la sorda exacerbación- de los antagonismos que alejan o descartan la posibilidad de unificar a la Europa capitalista. Ramsay Mc Donald se cuenta entre los estadistas que prevén que en el decenio próximo se preparará algo así como los Estados Unidos de Europa; pero esto no le impide asumir en la conferencia de las reparaciones de La Haya una actitud tan estrictamente ajustada al interés y al sentimiento nacionales como la que tomaría en el mismo caso, Winston Churchill. Las siete potencias interesadas en la cuestión de las reparaciones y de los créditos de guerra, después de algunos coloquios, pueden entenderse provisoriamente respecto a este problema; pero mucho más difícil es que pacten un plan definitivo, una solución integral. Formular el plan Young ha sido por esto más laborioso y complicado que formular el plan Dawes. Se trata ahora de fijar totalmente las obligaciones de Alemania; hasta la extinción de su deuda, la participación de los aliados -o menos, ex-aliados- en estas cantidades y vinculación entre los pagos alemanes y las deudas inter-aliadas. I, antes de suscribir un convenio que compromete irremediablemente su política en el porvenir, cada uno de los principales interesados extrema sus precauciones. Como el régimen Dawes debe cesar el 31 de este mes, si el régimen Young no queda sancionado en La Haya, la conferencia de las reparaciones se verá en el caso de adoptar, mientras se elabora un acuerdo completo, alguna disposición provisoria.
El plan Young, según sus autores, es un todo indivisible. Todas sus partes están en relación unas con otras. Tocar el capítulo del pago en especies, por ejemplo, o toca el monto de la indemnización y, por consiguiente, la escala de las anualidades. Los expertos de Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Italia, Bélgica, el Japón y Alemania, no han conseguido montar esta ingeniosa maquinaria sino después de un larguísimo trabajo de coordinación de sus engranajes. Si se mueve una sola de sus ruedas, la maquinaria no funcionará: habrá que reconstruirla totalmente. Los expertos han establecido, en primer término, un sistema de cierta elasticidad. Distribuir el total de la deuda alemana en un número de años, y señalar la cuota fija de amortización anual, habría sido fácil; pero un sistema de esta rigidez habría exigido, en conflicto con las circunstancias, constantes revisiones prácticas. El plan de los expertos tenía que considerar la capacidad de pago de Alemania como un factor sujeto a posibles variaciones. Dentro de un programa de regulación definitiva de los pagos y las deudas, necesitaba dejar un margen al juego de las contingencias. El plan Young, objeto actualmente de los reparos de Inglaterra, adopta una escala de amortizaciones que prevé la cancelación de la deuda alemana en el lazo de 59 años. Pero divide las anualidades en dos partes: una incondicional y otra dependiente de la capacidad de pago de Alemania. El Reich pagará en divisas extranjeras, en cuotas mensuales, sin ningún derecho de suspensión, 660 millones de marcos al año. Esta suma corresponde a la que el plan Dawes exige obtener de las entradas de los ferrocarriles alemanes. Durante diez años, Alemania conserva el derecho de efectuar en mercaderías una parte adicional de los pagos, conforme a una escala que fija esta cuota, para el primer año, en 750 millones de marcos, reduciéndola anualmente en 50 millones, de suerte que la décima anualidad sea solo de 300 millones. El pago del resto de la anualidad, -que fijada en 1.707,9 millones de marcos oro para el ejercicio 1930-31, sube a 2.428,8 millones para 1965-66,- es diferible, si circunstancias especiales lo demandan. La apreciación de estas circunstancias queda encargada a un comité consultivo, convocado por el Banco de “reglements” internacionales que el plan Young propone como organismo especial de recaudación y administración de las reparaciones. Los plazos que, en virtud de este margen, pueden ser concedidos a Alemania tienen por objeto protegerla “contra las consecuencias posibles de un período de depresión relativamente corta que, por razones de orden interno o externo, podría amenazar suficientemente los cambios como para tornar peligrosas las transferencias al exterior”. El gobierno alemán, en este caso, tiene el derecho de suspender estos abonos por un plazo máximo de dos años.
Las observaciones de Inglaterra no conciernen a este aspecto del plan Young -las obligaciones de Alemania y el método de hacerlas efectivas sin daño de la economía alemana en el caso de eventuales crisis- sino a la participación británica en las anualidades y al mantenimiento por diez años del pago en mercaderías. La industria británica sufre las consecuencias de esta estipulación del plan Dawes que impone a la Gran Bretaña, en plena crisis industrial por el descenso de sus exportaciones, absorber anualmente una cantidad de manufacturas alemanas. Snowden reclama que se asignen a su país 48 millones más de marcos en el reparto de las anualidades alemanas. Cualquiera rectificación, en uno y otro aspecto, importa la revisión total del plan Young. Si se suprime o reduce la cuota en especies, toda la escala de amortización de la deuda alemana tendría que ser reformada. Por consiguiente, nuevo debate respecto a la capacidad de pago del Reich en los 59 años próximos. Si se acuerda a Inglaterra los millones suplementarios que demanda, ¿a quién o a quienes se rebajaría su parte? Francia defiende celosamente su prioridad. Italia piensa que es ya bastante exigua su participación.
Inglaterra, en todo caso, no esta dispuesta a prestar su asentamiento a ninguno fórmula que perjudique sus intereses, visiblemente distintos de los de Francia, Alemania y Estados Unidos. Hasta hace pocos años, las mayores dificultades para el arreglo de la cuestión de las reparaciones parecían provenir del conflicto de intereses alemanes y franceses. Ahora resulta evidente que la oposición entre los intereses alemanes y británicos es todavía mayor. Alemania no puede prosperar y restaurarse industrialmente sino a expensas, en cierto grado, de la reconstrucción británica. Y no se hable del conflicto todavía más profundo e irreductible que se manifiesta de la Gran Bretaña y Estados. La conferencia de reparaciones de La Haya ha venido a revelar el abismo (...).

José Carlos Mariátegui La Chira

La crisis de la democracia en Francia

En Francia no ha prosperado ninguna de las tentativas de fascismo, más o menos directamente inspiradas en el modelo italiano. Los equipos de “L’Action Francaise” han sufrido sucesivas derrotas. El estado francés ha reprimido sus más belicosas efervescencias, aplicando el código a León Daudet; la Iglesia romana ha puesto a Charles Maurras en el “index” de los autores heréticos. Las patrullas fascistas de George Vaulois y del renegado Gustavo Nervé no han tenido más fortuna. Las derechas, en busca de un dictador, han creído encontrarlo, por momentos, en un general: Castelnau el católico, Lyautey el africano; pero todos estos preludios de fascitización de la Tercera República han durado poco y han tenido un final chafado y pobre.
La reacción, el fascismo, como movilización de todas las fuerzas del Estado y de la burguesía contra la agitación revolucionaria, sin embargo, no ha cesado de ganar terreno. Los fascistas de estilo netamente escuadrista y dictatorial han fracasado en sus empeños; pero el fascismo, -un fascismo francés, leguleyo, poincarista, que ha hablado siempre el lenguaje de la legalidad aunque por esto no haya blandido menos rabiosamente el bastón reaccionario- ha conquistado lentamente al gobierno, instalando en el ministerio del interior a André Tardieu, el lugarteniente de Clemenceau, el negociador de Versailles, el reaccionario bochado en las elecciones del 11 de Mayo reintegrado al Palacio Borbón por una elección suplementaria, apenas desencadenada la contra-ofensiva de las derechas. Desde el momento en que el cartel de izquierdas, dirigido por Herriot, se reveló incapaz de actuar el programa victorioso en las urnas eleccionarias del 11 de Mayo, la restauración de Poincaré, aunque realizada con algunas concesiones a los radicales-socialistas, era evidente este “ricorso”. El gabinete del franco no era otra cosa que un retorno al bloque nacional, a una política de concentración burguesa, actuando conforme a los principios de Poincaré y Clemenceau bélicos. La Tercera República no se avenía a que la crisis del régimen demo-liberal y parlamentario le impusiera una dictadura personal y facciosa: se conformaba, por el momento, con una dictadura de clase, de estilo estrictamente legal y republicano, amparada por una mayoría parlamentaria. Las invocaciones reaccionarias no habías llevado el poder al Dictador, aguardado con impaciencia por la burguesía tomista y católica a nombre de la cual René Johannet escribió su “Elogio del burgués francés”. Regresaba al gobierno Poincaré, un político de tradición netamente parlamentaria, aferrado a la convenciones jurídicas y republicanas, con obstinación y ergotismo de abogado. La estabilización capitalista, en Francia como en otros países, aportaba formalmente la estabilización democrática. Pero, bajo este ropaje, se inauguraba en verdad una política cerradamente reaccionaria, enderezada a la represión fascista del proletariado. Con Poincaré, llegaba al gobierno André Tardieu, el más agresivo y ambicioso líder de las derechas.
Esta fisionomía y esta práctica reaccionarias se han acentuado con el gabinete Briand-Tardieu, ministro del interior, se esmera en la ofensiva anti-proletaria. Emplea contra la organización y propaganda comunista una especie de fascismo policial, en el que los polizontes hacen el trabajo de los “Camisas negras”, con menos estridencia y alaridos que estos. Pero con los mismos objetivos. Briand, a quien su vejez no ha ahorrado ninguna claudicación, ni aún la de su laicismo de parlamentario de escuela demo-masónica, suscribe y auspicia esta política con su eterno escepticismo. Está demasiado habituado a las contradicciones de su destino, para que su función de presidente de un ministerio derechista le cause algún disgusto. Teorizante de la huelga general en su debut de abogado socialista, le tocó reprimir una gran huelga en el gobierno. El más intransigente y celoso prefecto de Francia no lo hubiese superado en el método. Briand, además, ocupa la presidencia del consejo, pero es, sobre todo, en el gabinete precario que encabeza, un ministro de negocios extranjeros. ¿Qué política interna, por otro parte, se le podría pedir? Briand nunca ha tenido ninguna. La de Tardieu, como ministro del interior, no se diferencia sustancialmente de la de Sarrault. Briand está pronto a suscribir cualquiera: la que las circunstancias y la mayoría parlamentaria consientan.
Los radicales-socialistas, según los cablegramas de los últimos días, se aprestan a la batalla parlamentaria contra este gabinete. El partido radical-socialista es de un humor perennemente “frondeur”, cuando se sienta en los bandos de la oposición. Bajo este aspecto, sus preparativos de combate no tienen por qué suscitar excepcional preocupación. Pero la tendencia a coaligar otra vez los votos parlamentarios del partido radical socialista y del partido socialista, reanudando el experimento del cartel de izquierdas, coincide con la presión reaccionaria por aumentar los poderes de Tardieu hasta colocar en sus manos la dirección misma del gobierno. Los socialistas pudieron llevar a las últimas consecuencias, hace cinco años, la táctica colaboracionista que consintió la constitución del cartel de izquierdas. No se sabe, exactamente, qué misterioso pudor o qué ambicioso cálculo detuvo entonces, al líder de los socialistas Leon Blum, en la antesala de la colaboración ministerial. Blum no admitía que el Partido Socialista fuese más allá de la política de apoyo parlamentario de un gabinete radical-socialista. El partido debía reservar sus hombres para la hora, que Blum anunciaba próxima, en que conquistada la mayoría parlamentaria asumiese íntegramente el poder. El vaticinio de este augur escéptico, comentador agudo de Sthendal sirena asmática del reformismo, no se ha cumplido aún. El Labour Party británico ha precedido a sus colegas del socialismo reformista francés en la asunción total del gobierno, vemos ya con qué resultados. La social-democracia alemana encabeza un ministerio de coalición, en el que más que rectora resulta prisionera de la aleatoria mayoría que preside. I, en el actual parlamento francés, las fuerzas del cartel de izquierdas son menores que en el parlamente del 11 de mayo. -La ofensiva radical-socialista bien podría tener como desenlace el apresuramiento de un gabinete Tardieu.
La persecución policial del comunismo es la nota dominante de la política gubernamental francesa desde hace algún tiempo. Pero, acaso por esto mismo, el tema de la revolución es más debatido que nunca. Comentando un último escrito de André Chamson, escribe Jean Guehenno: “Estamos obsedidos por la Revolución. Desde hace seis meses, los escritores no hablan en París sino de ella. Esto no quiere decir que la harán ellos, sino a lo más que temen que se haga sin ellos, lo que sería igualmente lesivo para su amor propio. Chamson está obsedido como todo el mundo. Se quiere revolucionario, pero no llega a ser sin dificultades”. I Jean Richard Bloch, en todo desencantado y pesimista, constata la paganización del pensamiento moderno y ve a Francia encaminarse a grandes pasos hacia la situación dictatorial de Italia, España y otros países, entre los cuales Bloch incluye a Rusia, que con la estabilización stalinista del régimen soviético ha dejado de representar para él, abstractista y romántico, el mito revolucionario.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El viaje de Mac Donald

Ramsay Mac Donald, navegando hacia los Estados Unidos en el “Berengaria”, continúa más que una línea del Labour Party, su trayectoria personal de pacifista y social-demócrata escocés. Durante la guerra, su vocación de pacifista lo alejó de la política mayoritaria de su partido. En los tiempos en que Henderson y Clynes colaboraban en un gobierno de “unión sagrada”, Ramsay Mac Donald era, por sus puritanas razones de “consciencious objector” parlamentario, el líder de una minoría suave y ponderada. Rectificada la atmósfera bélica, su pacifismo se convirtió en el más eficaz impulso de su ascensión política. El propugnador de la paz de las naciones era, simultánea y consustancialmente, un predicador de la paz de las clases. Mac Donald se descubría acendrada y evangélicamente evolucionista. Condenaba toda violencia, la nacional como la revolucionaria. En el poder, su esfuerzo tendería, ante todo, a la paz social.
Los gustos, los ideales, el estilo de este pacifista acompasado, menos brillante y universitario que Wilson, con discreción y mesura de hombre del viejo mundo, afinado por una antigua civilización, conviene a la política del Imperio británico en esta etapa en que sus esfuerzos pugnan por contener sagazmente en avance brioso del Imperio yanqui. No es el imperialismo de hombres de la estirpe de Cecil Rhodes, Chamberlain, ni siquiera de Churchill, el que corresponde a las necesidades actuales de la diplomacia británica. El Imperio británico habla siempre el lenguaje de su política colonizadora; pero entonándolo a las conveniencias de un período de declinio, de defensiva, en que su hegemonía se siente condenada por el crecimiento del Imperio yanqui. Los gerentes, los cancilleres de la antigua política británica, representaban también una Gran Bretaña evolucionista, pronta a acudir a cualquier cita, a donde se le invitase a nombre de la paz y el progreso de la humanidad. Pero el de esos hombres era un evolucionismo agresivo, darwiniano, que miraba en el Imperio británico la culminación de la historia humana y que identificaba la razón de Estado inglesa con el interés de la civilización. Un “premier” de esa estirpe o de esa época, no se habría embarcado en un transatlántico para los Estados Unidos, a negociar el desarme. No habría llegado a Washington sin cierto aire imperial.
I es significativo que Ramsay Mac Donald, no encuentre en la presidencia de los Estado Unidos a un retor de la paz mundial como Woodrov o Wilson, ni a un líder de la democracia como Al. Smiths, sino a un neto representante de una industria y una finanza ricas, jóvenes y prepotentes como el ingeniero Herbert Hoover. Estados Unidos está en la etapa a la que la Gran Bretaña ha dicho adiós, después de conocer en Versailles su máxima apoteosis. Los hombres de Estado del Imperio yanqui son en este momento sus industriales y sus banqueros. Todos los negocios de la república se resuelven en Wall Street.
Los dos estadistas proceden de la misma matriz espiritual; los dos descienden del puritanismo. Pero el puritanismo del “pioneer” de Norte-América, por el mecanismo de transformación de su energía que nos ha explicado Waldo Frank, se prolonga en una estirpe de técnicos y capitanes de industria, mientras el puritanismo de los doctores de Edimburgo produce, en el Imperio en tramonto, abogados elocuentes del desarme y teóricos pragmatistas de un socialismo pacifista y teosófico.
El sentido del británico vigila, sin embargo, en las promesas y en el programa de Ramsay Mac Donald. No sería propio de un primer ministro de Inglaterra hacerse ilusiones excesivas; menos propio aún sería consentir que se las hiciese el electorado. Mac Donald no promete a su país, inmediatamente, el desarme, ni al mundo la paz. Sus objetivos inmediatos son mucho más modestos. Se trata de obtener un acuerdo preliminar entre la Gran Bretaña y los Estados Unidos respecto a la limitación de sus armamentos navales, a fin de que la próxima conferencia del desarme trabaje sobre esta base. La limitación de armamentos, como se sabe, no es propiamente el desarme. La URSS es el único de los Estados del mundo que tiene al respecto un programa radical. Lo que razones de economía imponen, por ahora, a las grandes potencias navales y militares es cierto equilibrio en los armamentos. I, en cuanto se empieza a discutir acerca de la escala de las necesidades de la defensa nacional de cada una, el acuerdo se presenta difícil. El primer obstáculo en la competencia entre la Gran Bretaña y Norte-América. Por eso, se plantea ante todo la cuestión del entendimiento anglo-americano. Confiado en su fortuna de jugador novel, Ramsay Mac Donald va a tirar esta carta.
Pero, como ya lo observan los comentadores más objetivos y claros, la rivalidad entre los dos imperios, el británico y el yanqui, no se expresa en unidades navales sino en cifras de producción y comercio. La competencia entre los Estados Unidos y la Gran Bretaña es económica y política; no militar y naval. El peligro de un conflicto bélico entre las dos potencias, no queda mínimamente conjurado con un pacto que fije el límite temporal de sus armamentos. La causa de sus respectivos imperios, sobre el número de barcos de guerra que construirán anualmente. Esa es una cuestión económica muy premiosa, sin duda, para Inglaterra que tiene otros gastos a que hacer frente de urgencia. Mas no se conseguiría con ese acuerdo una garantía de paz más sólida que la firma del pacto Kellog. La potencia bélica de los Estados modernos se calcula por su poder financiero, por su organización industrial, por sus masas humanas, La posibilidad de transformar la industria de paz en industria de guerra en pocos días, tiene en nuestra época mucha más importancia que el volumen del parque o el efectivo del ejército. El Japón ha realizado no hace mucho la más importante maniobra militar, poniendo en pie de guerra por algunos días todas sus fábricas.
En las dos naciones, a nombre de las cuales Mac Donald y Hoover discutirán o negociarán en breve, los líderes y las masas revolucionarias denuncian la política imperialista de sus respectivos gobiernos como el más cierto factor de preparación de una nueva guerra mundial. Los propios laboristas británicos no suscriben unánimemente las esperanzas de su “premier”. El Independant Labour Party ha estado representado por Maxton y Coock en el 2º. Congreso Anti-imperialista Mundial de Francfort. Este congreso, donde los peligros de guerra han sido examinados sin diplomacia y sin reserva, han sido, por esto mismo, un esfuerzo a favor de la paz y la unión de los pueblos mucho más considerable que el que puede esperarse del diálogo Hoover-Mac Donald.
José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El duelo de la política de Locarno o de la Sociedad de las Naciones

Los estadistas, los parlamentarios más conspicuos de Occidente han despedido a su colega el Dr. Gustavo Stresseman con palabras emocionadas. El elogio de Stresseman ha desbordado del protocolo. Stresseman era un hombre de Estado que desempeñaba con arte y fortuna la gerencia de la política exterior de Alemania. Sus colegas lo estimaban, sinceramente, por la valoración solidaria de su éxito y de su habilidad. Existe cierto sentimiento gremial, cierta solidaridad profesional entre los ases, entre los “virtuosos” de la política y el gobierno. I el duelo tiene en la política una fina y compleja gradación sentimental. La muerte de otros grandes ministros del Reich, -Erzberger, Rathenau- causó una condolencia menos viva en el areópago político de Occidente capitalista. Erzberger, Rathenau, caían asesinados por la bala de un reaccionario y, por consiguiente, de modo más dramático. Pero eran hombres, sobre todo Rathenau, de los que el instinto burgués de las potencias occidentales desconfiaba un poco. Rathenau profesaba ideas algo heterodoxas y bizarras de reforma social. Estaba en este estado de ánimo, sospechoso a la ortodoxia burguesa, proclive a la aventura y a la desventura, del alemán resentido y humillado de post-guerra. Si su “Defensa de Occidente” hubiese sido escrita a tiempo para enjuiciarlo, Henri Massis no habría dejado de señalarlo como un signo de orientalismo, de asiatismo de una Alemania disolvente e inmanentista. Rathenau había firmado en Rapallo, al margen de la conferencia de Génova, con Chicheri: y Rakovsky, ese tratado ruso-alemán, en virtud del cual Alemania, acosada por los aliados de Versailles, se volvía hacia la Rusia bolchevique. Stresseman, en tanto, es uno de los ministros de la estabilización capitalista, uno de los diplomáticos de Locarno y Ginebra, uno de los artífices de la política que ha restituido al Occidente, después de la escapada de Rapallo, la fidelidad y la cooperación de Alemania. I ha caído, agotado y congestionado por un violento esfuerzo por dominar a una asamblea de partido, en la que todavía se agitaba irreductible el resentimiento de una Alemania subconscientemente revanchista y militar. Los estadistas, los parlamentarios de Occidente sienten la muerte de Stresseman por este carácter patético de accidente del trabajo, mucho más viva y entrañablemente de lo que le habría sentido en otras circunstancias. Stresseman es la víctima de un género eminente y raro de riesgo profesional. Y con Stresseman la burguesía occidental pierde a uno de los más grandes y sagaces realizadores de sus planos de estabilización y economía.
Líder del Volkspartei, el Dr. Gustavo Stresseman representaba en la política alemana los intereses de la burguesía industrial y financiera. Su partido había sido también el de Hugo Stinnes y el de la “Deutsche Allgemeine Zeitung”. Partido de derecha que, piloteado por Stresseman con estrategia de diestro oportunista, no habría seguido a los nacionalistas en la empresa de restauración de la monarquía, sino en caso de que esta restauración hubiese sido exigida por razones reales y posibilidades concretas de la política alemana. Mientras la dirección de la República estuvo en manos de los partidos de Weimar, mientras entre estos partidos, el de la social-democracia no parecía aún bastante resistente al fermento revolucionario, el Volkspartei se mantuvo próximo a los nacionalistas, en una actitud de conservantismo transaccional y realista. Pero desde que se mostró evidente que la estabilización capitalista necesitaba en Alemania las formas democráticas y parlamentarias, para asegurarse la colaboración o, por lo menos, la pasividad de la social-democracia, Stresseman se convirtió en uno de los más disciplinados sostenedores de la República de Weimar. Cierto que la República de Weimar, con el correr de los años, se había transformado también en la República de Hindemburg. Pero, de toda suerte, imponía inexorable y duramente la liquidación de la impaciente esperanza monárquica de las derechas. La burguesía alemana tenía que aceptar los hechos consumados no solo en la vida doméstica sino también en la vida internacional. Stresseman comprendió la necesidad de colaborar, dentro con la República y la social-democracia, fuera con las potencias de la Entente y ante todo con Francia. El para el Volkspartei ni para Stresseman esta colaboración importaba un sacrificio. La burguesía contemporánea no es liberal ni conservadora, no es monárquica ni republicana. Stresseman, monárquico bajo el Imperio, anexionista durante la guerra, republicano con Hindemburg, pacifista después de la ocupación del Ruhr, es un representante típico del posibilismo burgués, del excepticismo operoso de una clase a la que preocupa la salvación de una sola institución y un solo principio: la propiedad.
Alemania no ha sobresalido nunca por su diplomacia. El arte de los tratados, de los entendimientos, de las reservas, de los apartes se ha mostrado un poco inasequible a sus políticos. Stresseman, en el ministerio de negocios extranjeros del Reich, adquiría por esto el relieve de una figura de excepción. En poco tiempo, entonó perfectamente su labor al espíritu de Locarno: espíritu de tregua y compromiso, revestido de elocuencia pacifista. No le costó ningún trabajo aconsejar a sus compatriotas la reconciliación con Francia y aún con Poincaré, el ministro de la ocupación de Ruhr. I, bajo este aspecto, su principal labor de diplomático y de componedor es la realizada en el Reichstag, en Alemania. Un ministro de la social-democracia, un ministro del partido demócrata y hasta un ministro del centro católico, aunque no hubiese sido más flexible que Stresseman, habría encontrado siempre crítica excesiva, vigilancia desconfiada en la Alemania conservadora y nacionalista. Contra Stresseman mismo, se han amotinado a veces las derechas. Pero a él sus antecedentes de hombre de derecha lo preservaban de las sospechas que habrían despertado las transacciones de un hombre de otro sector político. La Alemania conservadora y nacionalista, burguesa y pequeño-burguesa, sabía muy bien que su actitud, en la política extranjera del Reich, se inspiraba estrictamente en los intereses del orden capitalista. El Volkspartei es el partido de la industria. I tiene, por esto, una visión más realista, moderna y práctica de la política y la economía que el otro partido de derecha, el “deutsche national”, representante de la nobleza y la gran propiedad agraria.
Stresseman, político de clase, estaba dotado de un sentido preciso de los intereses capitalistas. Toda su obra, toda su personalidad tienen el estilo de expresiones acabadas del espíritu burgués de nuestro tiempo. Desembarazado de principios, Stresseman lo mismo que como ministro de la paz y la reconciliación habría podido sobresalir como Canciller de Guillermo II y de su imperialismo agresivo.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La federación americana del trabajo y la América Latina. La natalidad en la Europa occidental.

La federación americana del trabajo y la América Latina.
Cuando los sindicatos de espíritu y tradición clasistas de Europa o de la América Latina califican a la Federación Americana del Trabajo como el más obediente instrumento del capitalismo norte-americano, no falta quienes temen que se exagere. Los poderosos medios de propaganda de que dispone la Federación Pan-Americana del Trabajo le consienten, si no conquistar, neutralizar al menos algunos sectores de la opinión popular.
Pero la propia Federación Americana del Trabajo se encarga con sus actos de destruir toda duda acerca de su rol. Últimamente el cable, ha registrado rápidamente la noticia de que la central de los sindicatos reformistas de USA ha tomado netamente posición contra la inmigración latino-americana a su país. El pan-americanismo de los obreros de la Federación no se diferencia mínimamente del de los banqueros de Wall Street. La solidaridad de clases es algo que, pese a la retórica de la Confederación Pan-Americana del Trabajo, ignora radicalmente su política. Los sucesores de Compers no tienen inconveniente en estrechar periódicamente las manos rusas y oscuras de los delegados de los obreros del Sur, en una cita pan-Americana; pero rehúsan absolutamente admitir su competencia en sus propios mercados de trabajo. Los tratan, en esto, como a los demás inmigrantes. No quieren obreros latino-americanos en su país. Le basta con convocarlos en Washington o La Habana, para afirmar su hegemonía sobre ellos. Las conferencias pan-americanas del trabajo no son sino un aspecto de la diplomacia imperialista.
Eso lo saben, en la América Latina, todos los sindicatos obreros dignos de este nombre. I lo prueba el hecho de que para las paradas de la Confederación Pan-americana del Trabajo, los líderes del reformismo yanqui no cuenten sino con amorfos agregados fácilmente manejables. La única central importante de la América Latina que participaba en las conferencias pan-americanas del trabajo era la CROM. I la Crom obedecía en esto a razones de estrategia que Luis Araquistaín ha enfocado nítidamente. La Crom creía ganar, por este medio, el apoyo de la Federación Americana del Trabajo en la política yanqui para la Revolución Mexicana. Hoy no solo los factores de la política mexicana han cambiado; la Crom, que alcanzara con el gobierno de Calles su más alto grado de apogeo, está casi deshecha. Primero, la ofensiva de las fuerzas que enarbolaron, muerto Obregón, la bandera del obregonismo, enseguida, la agrupación de las masas obreras y campesinas en una nueva central, -la que representó al proletariado mexicano en el congreso sindical de Montevideo- ha anulado el antiguo valor de la Crom. Morones viaja por Europa, en momentos en que se discute y vota en el parlamento de su país el Código del Trabajo del Licenciado Portes Gil. La Crom asistirá a la próxima conferencia pan-americana del trabajo, con sus efectivos enormemente relucidos, con su autoridad completamente disminuida.
I habrá que averiguar lo que piensan los obreros de México del pan-americanismo que actúan las uniones amarillas de USA al votar por el cierre de la frontera yanqui a las inmigraciones del Sur.

La natalidad en la Europa occidental
Francia no ha resulto, en los años de post-guerra, el problema de su despoblación. Pero al menos, ha visto extenderse ese problema en la Europa occidental. Ya no es posible oponer a una Francia malthusiana una Alemania prolífica. El crecimiento demográfico de la vecina del otro lado del Rhin se ha detenido desde la guerra. En 1900, la estadística registraba en Alemania dos millones de nacimientos al año, con una población de 56 millones. En 1927, con 63 millones, la cifra de nacimientos ha descendido a 1,2. De 35.6 por mil, ha bajado a 18.3 por mil. La guerra costó a Alemania, en capital humanos, aparte de las pérdidas del campo de batalla y del hambre de la retaguardia, la pérdida invisible de los 3,5 millones de hombres que habrían debido nacer. “Monde” de París toma estos datos de una interesante obra publicada recientemente en Alemania, sobre la materia, con el título de “El descenso de la natalidad y la lucha contra él”.
Como se sabe, uno de los objetivos centrales de la política fascista es el aumento de la población. Italia ha sido, tradicionalmente, un pueblo prolífico. El desequilibrio entre su crecimiento demográfico y sus recursos económicos, la constreñía a la exportación de una parte de su fuerza de trabajo. Mussolini considera el aumento de la población como el elemento decisivo del porvenir de Italia. 45.000.000 de hombres no pueden soñar con imponer su ley al mundo. No se concibe el resurgimiento de Roma imperial con las cifras demográficas actuales. El fascismo, entre otras batallas pacíficas, se propone ganar la batalla de la natalidad.
Pero, como dice Nitti, "no se concibe nada más absurdo". Es imposible regular la natalidad con discursos y decretos. El impuesto al celibato, no decide a los solteros, en tiempos de carestía y desocupación, a crecer y multiplicarse. Nadie se casa por evitar la tasa. "No conozco a nadie que haya tenido hijos bajo la sugestión del gobierno", anota burlonamente Nitti.
Las cifras estadísticas denuncian el fracaso de la política fascista en este embrollado terreno. En 1922, había en Italia 32,2 nacimientos por 1000 habitantes; en 1927, ha habido solo 26,9. La baja se ha acentuado en 1928.
La Europa occidental, en la post-guerra, como en la guerra, se despuebla. La estabilización capitalista no ha logrado el equilibrio en este aspecto de la producción y la economía. Un poco despechadamente, la Europa capitalista constata, con las cifras demográficas en las manos, que en la URSS no obstante la guerra, el hambre, el terror, etc., la política soviética acusa distintos resultados. Ni el bolchevismo ni el divorcio libérrimo, ni el aborto legal, ni la nueva moral de los sexos, han tenido las consecuencias que en la Europa occidental la nacionalización, el fascismo, etc.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La crisis ministerial en Francia

Como estaba anunciado, el gabinete Briand ha zozobrado al primer choque con la marea parlamentaria. Era un ministerio interino, que en su propio seno portaba sus elementos de destrucción. André Tardieu, su Ministro del Interior, aspira demasiado visiblemente a la presidencia del gabinete. Su ofensiva policial contra el proletariado revolucionario daba el tono al gobierno de Briand en la política interna. Tardieu, además, es uno de los hombres de Versailles. El hecho de que un antiguo clemencista como Handel, haya participado destacadamente en el ataque parlamentario a la política de Briand, no carece de significación. Tardieu, probablemente, no lleva su solidaridad con la gestión de Briand, en los negocios extranjeros, sino hasta un límite prudente. Si en la derecha y el centro del parlamento prevalece un humor nacionalista, Tardieu no podrá dejar de conformar a él su actitud. Es ya jefe, el ministro de la reacción. Personalmente, está ligado a las garantías militares y territoriales del pacto de Versailles.
Briand ha sido batida por el ataque simultáneo de Marin, Handel y Montigny, esto es de dos líderes de su propia mayoría y uno del grupo radical-socialista. El grupo de Louis Marin votó a favor del ministerio; pero ya este estaba en minoría. Todo esto entre en las reglas de juego parlamentario.
El papel de los socialistas, bajo la dirección refinadamente jesuítica de León Blum no parece ser otro que el del salvataje del ministerio. El partido socialista francés hace, desde el 11 de mayo de 1924, una política de “soutien”. No importa que en el gobierno se encuentren los radicales-socialistas o el bloque nacional, Herriot o Poincaré. La política de sostén es actuada en el primer caso como táctica de partido ministerial; en el segundo caso como de partido de oposición. No cambian sino los nombres, las formas; la estrategia y sus objetivos son los mismos. Los socialistas temen que el ministerio futuro sea más reaccionario, más adverso a los intereses de su partido, que el ministerio presente. Este miedo al porvenir, los paraliza para la lucha. El gobierno de Briand les parece, probablemente, el único medio de postergar el gobierno de Tardieu. Pero Tardieu gobierna ya, aún con Briand en el ministerio de negocios extranjeros, con la desventaja por el indumento y el tocado democráticos y legales. En todo caso, para un partido como el socialista, que se imaginaba no hace mucho, cuando la creciente revolucionaria le consentía infinitas ilusiones sobre su porvenir próximo, que pronto estaría en grado de asumir íntegramente en sus manos el poder, es un rol bien pobre el de condenarse, en el parlamento, a una táctica de salvataje de Poincaré o Briand.
Con esta política se espera, sin duda, que Briand conserve el poder, organizando el nuevo gabinete, que Briand suceda a Briand. Pero, amotinados por Caillaux contra toda forma de poincarismo, muchos de los radicales-socialistas son un obstáculo para que Briand ensanche a izquierda las bases parlamentarias del gabinete de León Blum a hacer una política ministerial como partido de oposición.
Pero Tardieu aguarda su hora. Puede avenirse a una renovación de la fórmula interina Briand, si su instituto parlamentario le indica que no ha llegado todavía. Es difícil que Briand, en un nuevo período, prescinda de los servicios de un ministro del interior tan del gusto y la confianza de la burguesía. Un gabinete de Briand-Tardieu es quizá el que más conviene a los intereses y sentimientos de la burguesía francesa, aún de la más conservadora. De esta suerte, a política de represión, los métodos fascistas, son aplicados por el más agresivo parlamentario de la reacción, dentro de un ministerio de unión nacional, a la que el propio partido socialista presta su apoyo, con la convicción de que así hace su propio juego y sirve maquiavélicamente sus propios intereses.

José Carlos Mariátegui La Chira

La crisis francesa - La tentativa de Daladier

El partido socialista francés se ha pronunciado una vez más contra la participación socialista en un ministerio de coalición, pero esta vez la orden del día anti-participacionista ha prevalecido en el consejo nacional del partido por una mayoría de solo 1590 contra 1451 mandatos. I, aunque en la extrema izquierda el socialismo francés se agita una fracción que se reclama de la doctrina y la praxis clasistas, la moción victoriosa no es propiamente anti-colaboracionista, puesto que declara al partido pronto para “asumir las responsabilidades directas del poder solo o con el sostén de los grupos de la izquierda, cuya colaboración no rechazaría, pero conservando él la autoridad y la mayoría”. Lo que se ha rechazado en el consejo no ha sido, pues, la colaboración ministerial, sino únicamente la colaboración sin la hegemonía.
Los radicales-socialistas llegan bastante disminuidos a esta etapa de la crisis del parlamento y de los partidos. Al rendirse la política de unión sagrada y aceptar el papel de soportes del poincarismo, liquidando el programa del bloque de izquierdas, los radicales-socialistas se descalificaron para ocupar en un futuro próximo, con éxito y prestancia, la dirección y el comando del gobierno. En política, no se abdica impunemente.
Es cierto que a la cabeza del partido radical-socialista no se encuentra ya Herriot sino Daladier, líder nuevo, animoso y beligerante. Pero a Daladier no le ha sido posible persuadir a los socialistas que esperan con un poco de impaciencia la hora de recibir una cartera. El partido socialista francés, hasta por su rol parlamentario, es un partido de gobierno, más que de oposición. Blum piensa, sin duda, que en otras elecciones, su partido puede ganar una mayoría como la del Labour Party en Inglaterra o siquiera como la de los social-demócratas en Alemania. Mas los acontecimientos pueden ir más de prisa de lo que supone. Antes de una nueva consulta electoral, el poder puede pasar a Tardieu y a la rendición con irreparables consecuencias en la sensibilidad y el mecanismo eleccionarios o los socialistas pueden dividirse para permitir a Boncour, Renaudel y sus amigos la entrada en un ministerio.
En Italia una política hesitante del partido socialista, que después de haber renunciado al camino de la revolución vacilaba para resolverse por el camino de la colaboración, franqueó a Mussolini y a sus camisas negras la vía del poder. En Francia no exista la inminencia de un golpe de estado fascista de tipo italiano. Ahí, como ya he observado, la reacción prefiere fórmulas legales y métodos burocráticos. Tardieu es su hombre.
Los grandes intereses plutocráticos maniobran visiblemente contra un experimento de las izquierdas. Ya en la Bolsa se ha iniciado una depresión al anuncio de un gobierno de estos partidos.

José Carlos Mariátegui La Chira

El gabinete Tardieu. El proceso de Gastonia. Las relaciones anglo-rusas

El gabinete Tardieu
La crisis ministerial ha seguido en Francia el curso previsto. Después de una tentativa de reconstrucción del cartel de izquierdas y de otra tentativa de concentración de los partidos burgueses, Tardieu ha organizado el gabinete con las derechas y el centro. Es casi exactamente, por sus bases parlamentarias, el mismo gabinete, batido hace algunos días, el que se presenta a la cámara francesa, con Tardieu a la cabeza. La fórmula Briand-Tardieu, que encontraba más benigno al sector radical-socialista, ha sido reemplazada por la fórmula Tardieu-Briand. Tardieu era en el ministerio presidido por Briand el hombre que daba el tono a la política interior del gobierno. En la cartera del interior, se le sentía respaldado por el consenso de la gran burguesía. Pero, ahora, la fórmula no se presta ya al menos equívoco. Cobra neta y formalmente su carácter de fórmula fascista. Tardieu, jefe de la reacción, ocupa directamente su verdadero puesto; a Briand se le relega al suyo. La clase conservadora necesita en la presidencia del consejo y en el ministerio del interior a un político agresivo; en el ministerio de negocios extranjeros puede conservar al orador oficial de los Estados Unidos de Europa.
El fascismo, sin duda, no puede vestir en Francia el mismo traje que en Italia. Cada nación tiene su propio estilo político. I la Tercera República ama el legalismo. El romanticismo de los “camelots du roi” y del anti-romántico Maurras encontrará siempre desconfiada a la burguesía francesa. Un lugarteniente de Clemenceau, un abogado y parlamentario como André Tardieu, es un caudillo más de su gusto que Mussolini. La burguesía francesa se arrulla a si misma desde hace mucho tiempo con el ritornello aristocrático de que Francia es el país de la medida y del orden. Hasta hoy, Napoleón es un personaje excesivo para esta burguesía, que juzgaría un poco desentonada en Francia la retórica de Mussolini. La Francia burguesa y pequeño-burguesa es esencialmente poincarista. A un incandescente condotiero formado en la polémica periodística, prefiere un buen perfecto de policía. I al rigor del escuadrismo fascista, el de polizontes y gendarmes.
Los radicales-socialistas han rehusado su apoyo a Tardieu. Pero no de un modo unánime. La colaboración con Tardieu ha obtenido no pocos votos en el grupo parlamentario radical-socialista. El briandismo no escasea en el partido de Herriot, Serrault y Daladier, si no como séquito de Arístides Briand, al menos como adhesión y práctica de su oportunismo político. La presencia en el gabinete Tardieu de un republicano-socialista como Jean Hennesy, propietario de “L’Oeuvre” y “Le Quotidien” que no vaciló en recurrir en gran escala a la demagogia cuando necesitada un trampolín para cubrir a un ministerio, podía tener no pocos duplicados. A Tardieu no le costaría mucho trabajo hacer algunas concesiones a la izquierda burguesa para asegurarse su concurso en el trabajo de fascistización de la Francia.
La duración del gabinete Tardieu depende de que Briand y los centristas lleguen a un compromiso estable respecto a algunos puntos de política internacional. Este compromiso garantizaría al ministerio Tardieu una mayoría ciertamente muy pequeña; pero a favor de la cual trabajaría el oportunismo de una parte de los radicales-socialistas y el hamletismo de los socialistas. A Tardieu le basta obtener los votos indispensables para conservar el poder. Cuenta, desde ahora, con su pericia de ministro del interior para apelar a la consulta electoral en el momento oportuno. Está ya averiguado que con la composición parlamentaria actual, no es posible un ministerio radical-socialista. Si tampoco es posible un gobierno de las derechas, las elecciones no podrán ser diferidas. Tardieu tiene menos escrúpulos que Poincaré para poner toda la fuerza de poder al servicio de sus intereses electorales.
El problema político de Francia, en lo sustancial, no ha modificado. A la interinidad Briand-Tardieu, va a seguir la interinidad Tardieu-Briand. Es cierto que la estabilización capitalista es, por definición, una época de interinidades. Pero Tardieu ambiciona un rol distinto. No se atiene como Briand al juego de las intrigas y acomodos parlamentarios. Quiere ser el condotiere de la burguesía en su más decisiva ofensiva contra-revolucionaria. I si la abdicación continúa de los elementos liberales de esa burguesía, que han asistido sin inmutarse en la República de los derechos del hombre al escándalo de las prisiones preventivas, Tardieu impondrá su jefatura a las gentes que aún hesitan para aceptarla.

El proceso de Gastonia
Un llamamiento suscrito por Upton Sinclair, uno de los grandes novelistas norte-americanos, John dos Pasos, autor de “Manhattan Transfer”, Michael Gold, director de “The New Masses” y otros escritores de Estados Unidos, invita a todos los espíritus libres y justos a promover una gran agitación internacional para salvar de la silla electrónica a 16 obreros textiles de Gastonia, procesados por homicidio. El proceso de los obreros de Gastonia es una reproducción, en más vasta escala, del proceso de Sacco y Vanzetti. I, en este caso, se trata más definida y característicamente de un episodio de la lucha de clases. No se imputa esta vez a los obreros acusados la responsabilidad de un delito vulgar, cuya responsabilidad, no sabiéndose a quien atribuirla con plena evidencia, era cómo al sentimiento hoscamente reaccionario de un juez fanático hacer recaer en dos subversivos. En Gastonia los obreros en huelga fueron atacados el 7 de junio a balazos por las fuerzas de policía. Rechazaron el ataque en la misma forma. I víctima del choque murió un comisario de policía. Con este incidente culminaba un violento conflicto entre la clase patronal y el proletariado textil, provocado por el empeño de las empresas en reducir los salarios.
El número de inculpados hoy por la muerte del comisario de policía fue, en el primer momento, de cincuentainueve. Entre estos, una sumaria información policial, en la que se ha tenido especialmente en cuenta las opiniones y antecedentes de los procesados, ha escogido dieciseis víctimas. Se ha formado en los Estados Unidos un comité para la defensa de estos acusados, a los que una justicia implacable enviará a la silla eléctrica, sino la presión de la opinión internacional no se deja sentir con más eficacia que en el caso de Sacco y Vanzetti. El llamamiento de Sinclair, dos Passos y Gold, ha recorrido ya el mundo, suscitando en todas partes un movimiento de protesta contra este nuevo proceso de clase.
La defensa ha obtenido el aplazamiento de la vista decisiva, para que se escuche nuevos testimonios. Gracias a este triunfo jurídico, la condena aún no se ha producido. Pero el enconado e inexorable sentimiento de clase con que los jueces Thayer entienden su función, no consiente dudas respecto al riesgo que corren las vidas de los procesados.

Las relaciones anglo-rusas
La cámara de los comunes ha aprobado por 234 votos contra 199 la reanudación de las relaciones anglo-rusas, conforme al convenio celebrado por Henderson con el representante de los Soviets, desechando una enmienda de Bladwin quien pretendía que no se restableciesen dichas relaciones hasta que las “condiciones preliminares” no fuesen satisfechas. Se sabe cuáles son las “condiciones preliminares”. Henderson mismo ha tratado de imponerlas a los Soviets en la primera etapa de las negociaciones. La suspensión de estas tuvo, precisamente, su origen en la insistencia británica en que antes de la reanudación de las relaciones, el gobierno soviético arreglara con el de la Gran Bretaña. La cuestión de las deudas, etc. Baldwin no ignora, por consiguiente, que a ningún gabinete británico le sería posible obtener de Rusia, en los actuales momentos, un convenio mejor. Pero el partido conservador ha agitado ante el electorado en las dos últimas elecciones la cuestión rusa en términos de los que no puede retractarse tan pronto. Su líder tenía que oponerse al arreglo pactado por el gobierno laborista, aunque no fuera sino por coherencia con su propio programa.
De toda suerte, sin embargo, resulta excesivo en un estadista tan fiel a los clásicos, declarar que “era humillante rendirse ante Rusia” en los momentos en que se consideraba también, en el parlamento, el informe de primer ministro de la Gran Bretaña sobre su viaje a Washington. El signo más importante de la disminución del Imperio Británico no es, por cierto, el envío de un encargado de negocios a la capital de los Soviets, después de algún tiempo de entredicho y ruptura. Es, más bien, la afirmación de la hegemonía norte-americana implícita en la negociación de un acuerdo para la paridad de armamentos navales de los Estados Unidos y la Gran Bretaña.
La Gran Bretaña necesita estar representada en Moscú. La agitación anti-imperialista la acusa de dirigir la conspiración internacional contra el Estado soviético. A esta acusación un gabinete laborista estaba obligado a dar la respuesta mínima del restablecimiento de las relaciones diplomáticas. El Labour Party estaba comprometido a esta política por sus promesas electorales. Además, la Gran Bretaña reanudando su diálogo diplomático con la URSS se muestra más fiel a su tradición y a su estilo que invadiendo las oficinas de la casa Arcos en Londres y transgrediendo las reglas de su hospitalidad y su diplomacia.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Georges Clemenceau

Entre los retratos que del primer ministro de la Unión Sagrada nos ofrecen sus biógrafos y sus críticos, ninguno retorna a mi recuerdo con la insistencia de este esquema de León Blum: “Lo que hay de más apasionante y de más patético en aquel que se ha apodado el Tigre es el drama interior, el conflicto que sostienen en él dos seres. El uno, moral, está animado por un pesimismo absoluto, por la misantropía más aguda, más cínica, por la repugnancia de los hombres, de la acción, de todo. La habita un escepticismo espantoso. Lo obsede la vanidad de las cosas y del esfuerzo. I su filosofía íntima es la del Nirvana. El otro ser, físico, tiene por el contrario una necesidad desmesurada de acción, una devorante fiebre de energía, un temperamento de ímpetu, de ardor y de brutalidad. Así Clemenceau, desesperando de lo que hace a causa de la nada terrible que percibe al cabo de todo, es empujado por su actividad demoniaca a luchar por aquello de que duda, a defender aquello que secretamente desprecia y a desgarrar a quienes se oponen a aquello que él congenitalmente estima inútil. Creo sin embargo, que en el fondo de este abismo de escepticismo, hay en él un refugio sólido y firme como una rosa; su amor por la Francia”.
Este retrato atribuye a Clemenceau el mismo rasgo fijado en la célebre: “Ama a la Francia y odia a los franceses”. La antinomia entre los dos seres, que se oponían en Clemenceau, entre su razón pesimista y su vida operante y combativa, está sagazmente expresada, de acuerdo con el gusto stendhaliano de León Blum por lo psicológico e íntimo. Clemenceau era, sin duda, un caso de escepticismo y desesperanza en una vocación y un destino de hombre de lucha y de presa. Ministro de la Tercera República, le tocó gobernar con una burguesía financiera y urbana que se sentía seguramente más a gusto con Caillaux, el hombre a quien Clemenceau, implacable y ultrancista, hizo condenar. Las ideas, las instituciones por las que combatió le era, en último análisis, indiferentes. No asignó nunca a las grandes palabras que inscribió en sus banderas de polemista más valor que el de santos y de señas de combate. Libertad, justicia, democracia, abstracciones que no estorbaban, con escrúpulos incómodos, su estrategia de conductor.
Pero no se explica uno suficientemente el conflicto interior, el drama personal de Clemenceau, si no lo relaciona con su época, si no lo sitúa en la historia. La fuerza, la pasión de Clemenceau estaban en contraste con los hechos y las ideas de la realidad sobre la cual actuaban. Este aldeano de la Vandée, este espécimen de una Francia anticlerical, campesina y “frondeuse”, era un jacobino supérstite, inconvencional, extraviado en el parlamento y la prensa de la Tercera República. No entendió jamás, por esto, los intereses ni la psicología de la clase que en dos oportunidades lo elevó al gobierno. Tenía el ímpetu demoledor de los tribunos de la Revolución Francesa. En una Francia parlamentaria, industrial y prestamista, este ímpetu no podía hacer de él sino un polemista violento, un adversario inexorable de ministerios de los que nada sustancial lo separaba ideológica y prácticamente. Pequeño burgués de la Vandée, humanista, asaz voltairiano. Clemenceau no podía poner su fuerza al servicio del socialismo o del proletariado. El humanitarismo y el pacifismo de los elocuentes parlamentario de la escuela de Jaurés se avenían poco, sin duda, con su humor jacobino. Pero lo que alejaba sobre todo a Clemenceau del socialismo, más que su recalcitrante individualismo pequeño-burgués de provincia, era su incomprensión radical de la economía moderna. Esto lo condenaba a los impases del radicalismo. Clemenceau, no podía ser sino un “hombre de izquierda”, pronto a emplear su violencia, como Ministro del Interior, en la represión de las masas revolucionarias izquierdistas.
La guerra dio a este temperamento la oportunidad de usar plenamente su energía, su rabia, su pasión. Clemenceau era en el elenco de la política francesa el más perfecto ejemplar de hombre de presa. La guerra no podía ser dirigida en Francia con las hesitaciones y compromisos de los parlamentarios, de los estadistas de tiempos normales. Reclamaba un jefe como Clemenceau, este perpetuo viento de fronda ansioso de transformarse en huracán. Otro hombre, en el gobierno de Francia, habría negociado con menos rudeza la unidad de comando, habrían plan­teado y resuelto con menos agresividad las cues­tiones del frente interno. Otro hombre no habría sometido a Caillaux a la Corte de Justicia. La guerra bárbara, la guerra a muerte, exige jefes como Clemenceau. Sin la guerra, Clemenceau no habría jugado el rol histórico que avalora hoy mundialmente su biografía. Se le recordaría como una figura de la política francesa. Nada más.
Pero si la guerra sirvió para conocer la fuerza destructora y ofensiva de Clemenceau, sirvió también para señalar sus límites de estadista. La actuación de Clemenceau en la paz de Versalles es la de un político clausurado en sus horizontes nacionales. El tigre siguió comportándose en las negociaciones de la paz como en las operaciones de la guerra. El castigo de Alemania, la seguridad de Francia: estas dos preocupaciones inspiraban toda su conducta, impidiéndole proceder con una ancha visión internacional. Keynes, en su versión de la conferencia de la paz, presenta a Clemenceau desdeñoso, indiferente a todo lo que no importaba a la revancha francesa contra Alemania. "Pensaba de la Francia -escribe Keynes- lo que Pericles pensaba de Atenas-; todo lo importante residía en ella, -pero su teoría política era la de Bismark. Tenía una ilusión: -la Francia; y una desilusión- la humanidad; a comenzar por los franceses y por sus colegas". Esta actitud permitió a Francia obtener del tratado de Versalles el máximo reconocimiento de los derechos de la victoria; pero permitió a la política imperial de Inglaterra, al mismo tiempo, contar en la reglamentación de los problemas internacionales y coloniales con el voto de Francia. Francia llevó a Versalles un espíritu nacionalista; Inglaterra un espíritu imperialista. No es necesario aludir a otras diferencias para establecer la superioridad de la política británica.
El patriotismo, el nacionalismo exacerbado de Clemenceau -sentido con exaltación de jacobino- era una fuerza decisiva, poderosa, en la guerra; en una paz que no podía sustraerse al influjo de la interdependencia de las naciones de sus intereses, cesaba de operar con la misma eficacia. Hacía falta, en esta nueva etapa política, una noción cosmopolita, moderna, de la economía mundial, a cuyas sugestiones el genio algo provincial y huraño de Clemenceau era íntimamente hostil.
El amigo de Georges Brandes y de Claudio Monet, consecuente con el sentimiento de que se nutrían en parte estas dos devociones, aplicaba a la política, por recónditas razones de temperamento, los principios del individualismo y del impresionismo. Era un individualista casi misántropo que no tenía fe sino en si mismo. Despreciaba la sociedad en que vivía, aunque luchaba por imponerle su ley con exasperada voluntad de dominio. I era también un impresionista. No dejaba teorías, programas, sino impresiones, manchas, en que el color sacrifica y desborda el dibujo.
La fuerza de su personalidad está en su beligerancia. Su perenne ademán de desafío y de combate, es lo que perdurará de él. No lo sentimos moderno sino cuando constatamos que, sin profesarla, practicaba la filosofía de la actividad absoluta. En abierto contraste con una demo-burguesía de compromisos y transacciones infinitas, de poltronería refinada. Clemenceau se mantuvo obstinada, agresivamente, en un puesto de combate. Tal vez, en el trato del pionner norte-americano, del puritano industrial o colonizados, se acrecentó, excitada por el dinamismo de la vida yanqui, su voluntad de potencia. "En la política, obedeció siempre su instinto de hombre de presa. Entre los bolcheviques y nosotros decía este jacobino anacrónico- no hay sino una cuestión de fuerza". Contra todo lo que pueda sugerir la obra de su primer gobierno. Clemenceau no podía plantearse el problema de a lucha contra la revolución en términos de diplomacia y compromiso. Pero le sobraban años, desilusión, aversiones para acaudillar a la burguesía de su patria en esta batalla. Y, por esto, el congreso del bloque nacional y de las elecciones de 1919, después de glorificarlo como caudillo de la victoria, votó eligiendo presidente a un adversario a quien despreciaba su jubilación y su ostracismo del poder.
José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La guerra civil en la China

Para que se le ratifiquen de nuevo sus poderes, Chang Kai Shek ha renunciado por enésima vez. La renuncia es el arma que mejor esgrime dentro de su partido. En todas las situaciones difíciles, Chag Kai Shek hace uso de ella con provecho inmediato para los fines de su caudillaje, bastante maltrecho con la larga serie de fracasos que sigue a la toma de Shanghai y al golpe de estado de 1927.
El programa de la dictadura de Chang Kai Shek era la unificación de la China bajo un gobierno sedicentemente nacionalista que formalmente detentara los lemas del antiguo Kuo Ming Tang. Para obtener esta unificación, Chang Kai Shek no retrocedió ante ninguna transacción. Comenzó por capitular ante los imperialismos extranjeros que pronto reconocieron en él un aliado y un servidor incondicional,
La China, dividida y desgarrada por la guerra civil, denuncia cotidianamente la quiebra de este programa. La Manchuria sigue constituyendo, como en los tiempos de Chang So Ling, un Estado aparte. La provocación primero y la cesación después del estado de guerra con Rusia, han sido decididas por Mukden y no por Nanking. La lucha de facciones y de caudillos renace implacable. El proletariado, pese al régimen de terror de Chang Kai Shek, continúa su acción de clase.
Aunque otra vez Chang Kai Shek domine a Feng Yuh Siang y sus demás adversarios, el gobierno de Nanking no alcanzará la estabilidad a que aspira. El fermento revolucionario seguirá trabajando en la situación social, económica y política de la inmensa república feudal de los chinos. La rivalidad y la potencia de los caudillos militares no son sino una consecuencia de esa situación que el triunfo temporal de uso de esos condotieres no modificará sustancialmente.
La china no reserva sino sorpresas a los observadores occidentales que la contemplan desde su particular punto de vista. El optimismo de los imperialistas anunció con demasiada prisa la unificación de la China bajo el general que acababa de probar su ferocidad reaccionaria masacrando en Shanghai y Canton a los organizadores obreros. Traicionado por Chang Kai Shek, el programa de Sun Yat Sen, puesto al día por sus legítimos herederos, tenía aún muchos adeptos vigilantes y fieles.

José Carlos Mariátegui La Chira

Europa y la bolsa de New York. La nueva generación española y la política

Europa y la bolsa de New York
La Europa capitalista manifiesta cierto optimismo respecto a las consecuencias de la crisis financiera de New York. La caída de los valores se ha detenido a la altura que la salud de Europa puede tolerar. I el primer efecto que es lógico predecir para las finanzas europeas es el regreso gradual al viejo continente de los capitales que lo había abandonado buscando inversiones, si no más fructuosas, más seguras al menos en Norte-América, Cambó, según anunció oportunamente el cable, se contó entre los primeros que señalaron este reflujo.
La estabilización capitalista se realiza en Europa con el concurso financiero norte-americano. No es por azar que dos norte-americanos, Dawes y Young, dan su nombre a los complicados acuerdos sobre las reparaciones. El capitalismo yanqui es el principal empresario de la reconstrucción europea. Antes de que los Estados de la Entente pactaran con Norte América las condiciones de amortización de su deuda, su nuevo mondus vivendi no se sentía establecido. Puede agregarse que en la estabilización capitalista europea los yanquis han mostrado, hasta cierto punto, más confianza que muchos capitalistas europeos, a quienes la amenaza de la revolución proletaria indujo en Alemania, Italia, Francia, a dirigir sus capitales a América.
Pero Europa no se resigna a convertirse, poco a poco, en un conjunto de colonias de los Estados Unidos. El paneuropeísmo es la expresión de una corriente defensiva que mira en la fórmula de Briand la única defensa válida de los intereses del capitalismo europeo contra el dominio yanqui. A los Estados europeos les satisface, por esto, la probabilidad de recuperar los capitales que se habían retirado de su industria y su comercio para aumentar la congestión de oro de Norte América. Estos capitales han sido advertidos enérgicamente por la crisis de New York de los riesgos de la congestión.
Naturalmente, si el pánico bursátil de New York hubiese rebasado el límite más allá del cual estaban profundamente en juego todos los intereses de la economía capitalista mundial, las constataciones y vaticinio de los observadores de Europa estarían muy lejos del menor optimismo. Las consecuencias de la crisis en Europa no les consentirían ninguna esperanza de compensación satisfactoria. Aún como han ido las cosas, cuantiosos intereses resultan afectados. Pero la caída de los valores en New York ha sido frenada en el nivel que los nervios de los financistas europeos podían resistir sin que los ganase también el vértigo. I esto es bastante, por el momento, para la convalecencia de las esperanzas de Europa.

La Nueva generación española y la política
Luis Emilio Soto examina en un artículo de “La Vida Literaria” de Buenos Aires la actitud de la joven generación literaria de España frente a la crisis política de su patria. El tópico es tratado con frecuencia. I las constataciones del colaborador de “La Vida Literaria” carecen de rigurosa novedad. Pero resulta siempre más actual e interesante, en todo caso, que lo insulsos artículos escritos para la United Press por el general Primo de Rivera y rematando los cuales este castizo espécimen de donjuanismo y flamenquismo españoles escribe que “el Dios de todos los cristianos sabrá recompensar a los que supieron consagrar su vida terrenal a ideales más altos y permanentes que los goces materiales o al alimento de las pasiones que encienden el espíritu diabólico en la flaca humanidad”.
Los intelectuales jóvenes de España están acusando, en estos años; menos sensibilidad política que los intelectuales maduros, aunque de algunos de estos últimos José Ortega y Gasset, Eugenio D’Ors -reciban las más persuasivas lecciones de displicencia. La zarandeada generación de 95 mostró, en su tiempo, interés mucho más vivo y arriesgado por lo político. I la generación siguiente está, sin duda, mucho más propiamente representada por Marañón y Jiménez de Asúa que por Ortega y D’Ors.
Soto anota, con razón, que por la abstención de la nueva generación literaria no puede ni debe procesarse a la juventud. Sería injusto olvidar las impetuosas jornadas de los estudiantes españoles contra la dictadura. La que está en causa, específicamente, es la juventud representada por “La Gaceta Literaria” de Madrid, cuyo director Giménez Caballero no tiene reparo en declarar que “España hoy descansa, engorda y se abanica”. Soto no pide a estos equipos de intelectuales jóvenes una agitación callejera, tumultuaria. Suscribe la fórmula defendida por Araquistaín en su periódico “España” en 1920, “acción difusa, crítica, clarificadora, estimulante de creación renovación de las ideas ambientes”. Quiere, en cualquier caso, negar que “el silencio sea una actitud digna de los jóvenes frente al régimen que impera en la patria de Larra”.
El equipo de “La Gaceta Literaria” no es toda la nueva generación intelectual española. Incurriría en una grave omisión el biógrafo de esta juventud que no recordase con la debida estimación el esfuerzo de los grupos de intelectuales jóvenes que, después de otras empresas incompatibles con un régimen de censura, han invertido su energía en la creación de las Ediciones Oriente y Cenit. La revista “Post-Guerra”, aunque efímera, ha sido un momento de la historia de esta generación. La intelectualidad española no ha perdido, en general, su interés por las nuevas corrientes políticas e ideológicas. El hecho de que una de las mejores versiones periodísticas de la nueva Rusia sea la de un español, Álvarez del Vayo, no carece de significación. La indiferencia, la abstención, caracterizan a la juventud literaria. Es la nueva gente de letras a la que ha hecho suyo, ante lo político, el gesto de don José Ortega y Gasset. Propaganda literaria aparte, un Joaquín Maurin, trabajando oscuramente en París, vale bien, por ahora, lo que un Giménez Caballero recorriendo ruidosamente Europa.
Pero aún circunscrita y demarcada de este modo, es indudable que se trata de una actitud singular. Es muy distinta la actitud de la juventud literaria de Alemania. También la de esa juventud literaria de Francia, a la que los jóvenes miran tan deferentemente. En Alemania, del teatro a la novela, de Piscator a Glaesser, la nota dominante en la vanguardia es la beligerancia política. En Francia, tan burguesa y conservadora en sus varios estratos, la nueva generación intelectual es uno de los más activos fermentos ideológicos y pasionales. Un libro de un francés –“Mort de la pensés bourgeoise” de Enmanuel Berl-, precisamente, ha hecho viva impresión en uno de los más conspicuos representantes del equipo de “La Gaceta Literaria” de Madrid, residente desde hace algún tiempo en Buenos Aires, -Guillermo de Torre. Lo sé por el propio Guillermo de Torre que atribuye también a los capítulos que conoce de mi “Defensa del Marxismo” una influencia de que me complazco en sus actuales preocupaciones.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Política alemana. La crisis doctrinal del socialismo

Política alemana
Aunque acaba de obtener un triunfo enfático sobre la derecha nacionalista, el gabinete de coalición que preside Hermann Müller está deshaciéndose. La dimisión de su Ministro de Finanzas, Rudolf Hilferding, no es sino la abierta declaración de una crisis que se incuba desde las primeras jornadas de este ministerio heteróclito. Hilferding es la personalidad de más relieve entre los socialistas que forman parte del equipo ministerial de Müller. La celebridad del autor de “El Capital Financiero”, como teórico del socialismo moderno, se apuntala desde hace más de dos lustros en las reiteradas citas que de ese rubro contiene uno de los más universales volúmenes de Lenin. Luego, las requisitorias comunistas contra el reformismo de este convicto y confeso fautor de la colaboración de clases, no han sido el combustible menos activo de la notoriedad de su nombre. Pero ni su personalidad ni su reformismo lo han congraciado suficientemente con la burguesía industrial o bancaria de finanzas del partido mas fuerte del Reichstag. Los millones de votos del partido socialistas no pesan bastante al lado de la autoridad de este fiduciario implacable de la burguesía. Todo esto en régimen de estricta democracia y sufragio universal.
La interinidad del ministro Müller estaba prevista desde las difíciles gestiones de su constitución. Como todo ministerio de coalición entre fuerzas distintas y opuestas, el de Müller reposa en un compromiso precario. Que los socialistas intenten ejecutar cualquier plan que toque seriamente algún grueso interés capitalista. El partido populista le notificará sin demora la imposibilidad de contar con sus votos en el Reichstag.
Con la esperanza de salvar la coalición del naufragio, los socialistas han avenido a echar por la borda a Rudolf Hilferding. El sacrificio de este Jonás meticuloso y escéptico, que no irá a predicar a ninguna Ninive capitalista, no conjura ni resuelve el verdadero problema. Lo que a la industria y la banca representadas electoral y parlamentariamente por el Volkspartei le interesa no es que la social-democracia sacrifique a Hilferding, sino que sacrifique integra y radicalmente al socialismo. Con la misma condición gobierna en la Gran Bretaña el Labour Party y su elocuente pastor Mr. Mac Donald.
Los nacionalistas, como lo demuestra el plebiscito contra el plan Young, están batidos. Esto también lo ha decidido, sin deliberación explícita y visible, la burguesía de Schacht a la que también podríamos llegar en lenguaje más universal la burguesía de Stresseman. El pangermanismo y la revancha constituyen un programa inoportuno y romántico para la industria alemana que, sin mucha nostalgia, se ha pronunciado por el ahorro resuelto de la monarquía. Los más incandescentes nacionalistas no significan una amenaza para la República.
I, en tanto, las incógnitas de la estabilización capitalista, vale decir de la colaboración de clases, residen siempre en la economía. Los partidos burgueses de Alemania, y aún el partido socialista, han anunciado demasiadas veces la liquidación inminente y definitiva del partido comunista por dispersión de sus masas. Pero, como lo han demostrado recientemente las elecciones municipales de Berlín, mientras la desocupación siga arrojando obreros a la calle, a la extrema izquierda no le costará mucho esfuerzo mantener y aumentar sus efectivos electorales.

La crisis doctrinal del socialismo
“Monde” ha abierto una nueva encuesta, destinada a lograr una extensa resonancia que la de la literatura proletaria, que tanto contribuyó a la rápida popularización internacional del semanario fundido y dirigido por Henri Barbusse, con la contribución ilustre de hombres como Einstein, Gorki, Unamuno. Las encuestas, en la mayoría de los casos, no sirven lealmente al esclarecimiento de una cuestión. Los periódicos y las revistas de partido no pueden conducir una encuesta con suficiente rigor. Las amañan generalmente de acuerdo con la tesis que les interesa sacar victoriosa. Las encuestas, por esto, se encuentran bastante desacreditadas. Pero no por ser encuestas, sino (...).

José Carlos Mariátegui La Chira

Los votos del congreso nacional hindú. El gobierno de Nanking contra la extraterritorialidad

Los votos del congreso nacional hindú
Habría que ignorar toda la historia de la lucha del pueblo hindú por su independencia nacional en la etapa que comienza en 1918, para sorprenderse del voto del Congreso Nacional de la India reunido en Lahora. El Congreso Nacional, al que las declaraciones británicas tratan de restar autoridad ahora porque ha cesado de ser una asamblea de espíritu colaboracionista, auspiciada semi-oficialmente por los funcionarios del Imperio, no ha llegado a este voto, sino a través de una serie de experiencias, determinadas por el movimiento de las masas. El primer paso positivo de esta asamblea hacia la emancipación de la India fue el de establecer en 1916 el acuerdo entre mahometanos e hinduistas. La corriente nacionalista revolucionaria dominó en 1918 en el Congreso en forma que parecía enunciar una decidida lucha por la emancipación. Pero era esa la época irresistible creciente del gandhismo. Las masas estaban bajo la sugestión del Gandhi, que se proponía obtener el triunfo de la causa swarajista mediante la desobediencia civil. Repetidas veces se aplazó la aplicación de esta medida, destinada, no obstante su carácter pasivo, a conducir al pueblo hindú a un conflicto abierto con sus opresores. Pero este efecto disgustó el Gandhi, a quien las primeras escenas de violencia disgustaron como un horrendo pecado. En los años siguientes a 1922 el gandhismo tomó el carácter de una experiencia mística más bien que de un movimiento político. Pero el anhelo de libertad vigilaba en las masas y la lucha de clases aseguraba la participación activa y resuelta del proletariado en la batalla por la independencia, que adquiría de este modo un sentido económico-social. Los elementos de la burguesía hindú, partidarios de una reforma moderada que entregase a su clase el poder, dentro del Imperio británico, creyeron que era el momento de buscar una fórmula transaccional. Mas la presión de las masas no dejaba de actuar sobre los debates del Congreso Nacional y sobre el partido swarajista. I la reivindicación de la independencia completa se afirmó victoria en su reunión de diciembre de 1927. Un año después, el Congreso limitaba a un año el plazo dentro del cual aceptaba la autonomía dentro del Imperio. No debe olvidarse que los dos últimos años han sido de agitaciones de masas: a los movimientos huelguísticos de Bombay y Calcuta siguieron en 1928 las demostraciones hostiles con que fuera recibida la comisión británica presidida por Mr. John Simon.
Hoy el Congreso Nacional, a propuesta de un leader como el Mahatma Gandhi a quien nadie tachará sin duda de violento, ha proclamado la independencia absoluta de la India, porque a esto la comprometían, en términos perentorios, sus propias anteriores deliberaciones y porque en este sentido se pronuncia, con energía cada vez más visible, las clases trabajadores y campesinas. Los ingleses fingen subestimar el valor de este voto, con argumentos tan superficiales como el de que este Congreso carece de facultades legales. Evidentemente, no es compatible con el régimen colonial que pesa sobre la India el funcionamiento de un parlamento del pueblo hindú de reconocidos poderes legislativos. [Pero este] Congreso no por eso representa menos a las masas hindúes. El imperialismo [se] apresta, por eso, a resistirlas en las fábricas, en las ciudades [industriales], que serán los centros principales de la lucha revolucionaria. I la izquierda reclama la movilización inmediata de los sindicatos obreros.
El Congreso ha resuelto el boycott de las legislaturas provinciales. A estos burlescos consejos legislativos de provincias se reducía la participación que la constitución vigente de la India, implantada en 1919, concedía a los hindús en la administración de su país. Su función es puramente consultiva, por lo que estuvieron siempre boycoteados por los nacionalistas. El número de electores es, además, conforme con la ley, muy restringido. Con estas asambleas [serán] boycoteados los cuerpos que asisten al gobernador en la administración [de] cada ciudad una de las nueve provincias de la India, pero cuyas decisiones pueden [ser revisadas] y contrariadas por el Virrey, suprema autoridad.
El propósito de prolongar las sesiones del Congreso, que conforme a la costumbre debería terminar sus labores el 19 de enero, es un dato significativo de la intención de la asamblea de no detenerse en la proclamación platónica de la independencia de su país.

El Gobierno de Nanking contra la extraterritorialidad
Otro aguinaldo para el imperialismo británico en particular y para las potencias beneficiadas por el régimen de extraterritorialidad en general, ha sido la abrogación de esos privilegios por el gobierno de Nanking. No hay que ver, por supuesto en este acto, un signo de la voluntad revolucionaria del gobierno de Nanking de poner en práctica el programa nacionalista que Chang Kai Shek renegó desde su golpe de estado. El derecho de extraterritorialidad, -que sustrae a los súbditos de los más poderosos Estados del mundo, con excepción de la URSS que renunció expresamente a todos estos privilegios, responsables de un delito cualquiera a la acción de la justicia china y coloca en cambio todo acto en daño de sus intereses bajo el fuero de sus propios jueces,- irrita y ofende profundamente al [pueblo] chino. Todas las ofensivas que ha tenido que afrontar hasta hoy el [gobierno de] Nanking, contra el cual una parte de China sigue en armas, [reconocen su] origen en el abandono de los principios de la revolución por Chang Kai Shek y sus colaboradores. César Falcón, comentando la situación del gobierno de Nanking, observaba recientemente que si el gobierno británico hubiese aceptado negociar sobre la extraterritorialidad, lo habría reforzado. Negándole toda chance en esta reivindicación, lo disminuía y debilitaba ante el pueblo. Las insurrecciones encontraban un terreno favorable.
Son, pues, razones de política interna, las que mueven a Chang Kai Shek a batirse por la extraterritorialidad. Su declaración ha sido posible, porque una profunda exigencia de las masas la demanda desde hace mucho tiempo. Este hecho es garantía de que la China no retrocederá en la resolución adoptada. La extraterritorialidad está en crisis definitiva. Su anulación forma parte del proceso de la lucha anti-imperialista de la China.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El tramonto de Primo de Rivera. La conferencia de La Haya. La limitación de los armamentos navales

El tramonto de Primo de Rivera
Con escepticismo de viejo mundano, no exento aún del habitual alarde fanfarrón, el Marqués de Estella prepara su partida del poder. El año 1930 señalará la liquidación de la dictadura militar, inaugurada con hueca retórica fascista hace seis años.
Estos seis años de administración castrense debían haber servido, según el programa de Primo de Rivera, para una completa transformación del régimen político y constitucional de España. Pero esta es, precisamente, la promesa que no ha podido cumplir. Después de seis años de vacaciones, no muy alegres ni provechosas, la monarquía española regresa prudentemente a la vieja legalidad. El proyecto de reforma constitucional, boicoteado por todos los partidos, ha sido abandonado. Primo de Rivera no ha podido persuadir al rey de que debe correr hasta el final esta juerga. El rey prefiere restaurar, con gesto arrepentido, la antigua constitución y los antiguos partidos. A este mísero resultado llega una jactanciosa aventura que se propuso nada menos que el entierro de la vieja política.
Unamuno puede reír del trágico-cómico acto final de esta triste farsa con legítimo gozo de profeta. Los que encuentran siempre razones para vivir el minuto, pensando que “lo real es racional”, declararon exagerada y hasta ridícula la campaña de Unamuno en Hendaya. El filósofo de Salamanca, según ellos, debía comportarse con más diplomática reserva. Sus coléricas requisitorias no les parecían de buen tono. Ahora quien da “zapatetas en el aire” no es el gran desterrado de Hendaya. Es el efímero e ineficaz dictador de España que, en el poder todavía, hace el balance de su gobierno frustrado. Sirvió hace seis a su rey y para una escapatoria de monarca calavera. I ahora su rey lo licencia, para volver a la constitucionalidad.
La dictadura flamenca del Marqués de Estella no ha cumplido siquiera el propósito de jubilar definitivamente a los viejos políticos. Los más acatarrados liberales y conservadores se aprestan a reanudar el juego interrumpido en 1923. Primo de Rivera es un jugador que ha perdido la partida. No jugaba por cuenta suya, sino por la del rey. Alonso XIII no le ha dejado al menos terminar su juego.

La conferencia de La Haya
La nueva conferencia de la Haya relega a segundo término a los diplomáticos de la paz capitalista. Esta vez es Tardieu y no Briand quien tiene la palabra a nombre de Francia. Mientras Tardieu exige la inclusión en el protocolo sobre el pago de las reparaciones de las sanciones militares que se adoptarán en caso de incumplimiento de Alemania, Briand prepara las frases que pronunciará en Ginebra, en el consejo de la Liga de las Naciones. Los propios delegados financieros pasan a segundo término. Tardieu necesita satisfacer el nacionalismo del electorado en que se apoya su gobierno. I hasta ahora, a lo que parece, los antiguos aliados de Francia lo sostienen. Briand ha quedado desplazado del puesto de responsabilidad. Tardieu engancha sus poderes en el ministerio que preside y en el que desempeña la cartera del interior. Negociador del tratado de Versailles, le toca hoy firmar el protocolo que pone en vigencia, ligeramente retocado, el plan Young para el pago de las reparaciones. Hace doce años, en Versailles, le habría sido difícil prever que el capítulo del arreglo de las reparaciones resultase tan largo. Tal vez, en sus previsiones íntimas de entonces, su propia ascensión a la jefatura del gobierno aparecía calculada para mucho antes de 1929.
El gobierno alemán, en visible crisis desde la renuncia de Hilferding, sacrificado al implacable director del Reichsbank, puede regresar seriamente disminuido en su prestigio a Berlín, si Tardieu obtiene en la Haya la suscripción de sus condiciones.

La limitación de los armamentos navales
En otra estación se encuentra el debate sobre la limitación de los armamentos navales de las grandes potencias. La conferencia de las cinco potencias vencedoras en la guerra mundial, -Estados Unidos, Gran Bretaña, Japón, Francia e Italia-, que se reunirá en Londres no cuenta con más base de trabajo que el entendimiento anglo-americano. Para arribar a un acuerdo de las cinco potencias, hace falta todavía concretar las reivindicaciones del Japón, Francia e Italia entre si y con el equilibrio y la primacía de las escuadras de la Gran Bretaña y Estados Unidos. El Japón aspira una proporción mayor de la que estas dos potencias le han fijado. Francia resiste a la supresión del submarino como arma naval. Italia reclama la paridad franco-italiana. Anteriormente, Italia era también favorable al submarino; pero conforme a los últimos cablegramas parece ahora ganada a la tesis adversa. En cambio, se muestra irreductible en cuanto al derecho a tener una escuadra igual a la de Francia. Este derecho, por mucho tiempo, sería solo teórico. Su uso estaría condicionado por las posibilidades económicas del país. Mas el gobierno fascista considera la paridad como una cuestión de prestigio. Un régimen que se propone restituir a Italia su rol imperial no puede suscribir un pacto naval que la coloque en un rango inferior al de Francia.
Francia, a su vez, sentiría afectado su prestigio político por la paridad de armamentos navales con Italia. Aceptar esta paridad sería consentir en una disminución de su jerarquía de gran potencia o convenir en la ascensión de Italia al lado de una Francia estacionaria no obstante la victoria de 1928. Tardieu no es el gobernante más dispuesto a este género de concesiones que podrían comprometer su compósita mayoría parlamentaria.
Las perspectivas de la conferencia son, por tanto, muy oscuras. No existe sino un punto de partida: el acuerdo de los Estados Unidos y la Gran Bretaña para dividirse la supremacía marítima. I, por supuesto, no es el caso de hablar absolutamente de desarme.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La ciencia y la política. El Dr. Schacht y el plan Young. La república de Mongolia

La ciencia y la política
El último libro del Dr. Gregorio Marañón, “Amor, Conveniencia y Eugenesia”, (Ediciones “Historia Nueva”, Madrid 1929), no trata tópicos específicamente políticos, pero tiene ostensiblemente el valor y la intención de una actitud política. Marañón continúa en este libro -sincrónico con otra actitud suya: su adhesión al socialismo- una labor pedagógica y ciudadana que, aunque circunscrita a sus meditaciones científicas, no trasciende menos, por esto, al campo del debate político. Ya desde los “Tres Ensayos sobre la Vida Sexual”, César Falcón había señalado, entre los primeros, el actualísimo significado político de la campaña de Marañón contra el donjuanismo y el flamenquismo españoles. Partiendo en guerra contra el concepto donjuanesco de la virilidad, Marañón atacaba a fondo la herencia mórbida en que tiene su origen la dictadura jactanciosa e inepta del general Primo de Rivera.
En “Amor, Conveniencia y Eugenesia”, libro que toma su título del primero de los tres ensayos que lo componen, el propio Marañón confirma y precisa las conexiones estrechas de su prédica de hombre de ciencia con las obligaciones que le impone su sentido de la ciudadanía. La consecuencia más nociva de un régimen de censura y de absolutismo es para Marañón la disminución, la atrofia que sufre la consciencia viril de los ciudadanos. Esto hace más vivo el deber de los hombres de pensamiento influyente de actuar sobre la opinión como factores de inquietud. “Por ellos -dice Marañón- me decido a entregar al público estas preocupaciones mías, no directamente políticas, sino ciudadanas; aunque por ello, tal vez, esencialmente políticas. Porque en estos tiempos de radical transformación de cosas viejas, cuando los pueblos se preparan para cambiar su ruta histórica -y es, por ventura, el caso de España- no hay más política posible que la formación de esa ciudadanía. Política, no teórica, sino inmediata y directa. Muchos se lamentan de que en estos años de régimen excepcional, no hayan surgido partidos nuevos e ideologías políticas renovadoras. Pero no advierten estos pesimistas que las ideologías políticas no se pueden inventar porque están ya hechas desde siempre. Lo que [se precisa son] los hombres que las encarnen. I los hombres que exija el porvenir [solo edificarán sobre conductas austeras y definidas. Esta y no otra es la obra de] la oposición: crear personalidades de conducta ejemplar. Los programas, los manifiestos, no tienen la menor importancia. Si los hombres se forjan en moldes rectos, de conducta impecable, todo lo demás, por si solo, vendrá. Para que una dictadura sea útil, esencialmente útil a un país, basta con que su sombra -a veces la sombra del destierro o de la cárcel- se forje esta minoría de gentes refractarias y tenaces, que serán mañana como el puñado de una semilla conservada con que se sembrarán las nuevas cosechas”.
No se puede suscribir siempre, y menos aún en el hombre de los principios de la corriente política a la que Marañón se ha sumado, todos los conceptos políticos del autor de “Amor, Conveniencia y Eugenesia”. Pero ninguna discrepancia en cuanto a las conclusiones, compromete en lo más mínimo la estimación de la ejemplaridad de Marañón, del rigor con que busca su línea de conducta personal. Marañón es el más convencido y ardoroso asertor de que la política, como ejercicio del gobierno, requiere una consagración especial, una competencia específica. No creo, pues, que la autoridad científica de un investigador, de un maestro, deba elevarle a una función de gobernante. Pero esto no exime, absolutamente, al investigador, al maestro de sus deberes de ciudadano. Todo lo contrario. “El hombre de ciencia, como el artista, -sostiene Marañón- cuando ha rebasado los límites del anónimo y tiene ante una masa más o menos vasta de sus conciudadanos -o de sus contemporáneos si su renombre avasalla las fronteras- lo que se llama “un prestigio”, tiene una deuda permanente con esa masa que no valora su eficacia por el mérito de su obra misma, limitándose a poner en torno suyo una aureola de consideración indiferenciada, y en cierto modo mítica, cuya significación precisa es la de una suerte de ejemplaridad, representativa de sus contemporáneos. Para cada pueblo, la bandera efectiva -bajo los colores convencionales del pabellón nacional- la constituyen en cada momento de la Historia esos hombres que culminan sobre el nivel de sus conciudadanos. Sabe ese pueblo que, a la larga, los valores ligados a la actualidad política o anecdótica parecen, y flotan solo en el gran naufragio del tiempo los nombres adscritos a los valores eternos del bien y de la belleza. El Dante, San Francisco de Asís, Pasteur [o Edison] caracterizan a un país y a una época histórica muchos años después de haber [desaparecido de la memoria] de los no eruditos los reyes y los generales que por entonces manejaban el mecanismo social. ¿Quién duda que de nuestra España de ahora, Unamuno, perseguido y desterrado, sobrevivirá a los hombres que ocupan el Poder? La cabeza solitaria que asoma sus canas sobre las barbas de la frontera; prevalecerá ante los siglos venideros sobre el poder de los que tienen en sus manos la vida, la hacienda y el honor de todos los españoles. Pero ese prestigio que concede la muchedumbre ignara no es -como las condecoraciones oficiales- un acento de vanidad para que la familia del gran hombre lo disfrute y para que orne después su esquela de defunción. Sino, repitámoslo, una deuda que hay que pagar en vida -y con el sacrificio, si es necesario, del bienestar material- en forma de lealtad a las ideas de clara y explícita postura ante la crisis de los pueblos sufren en su evolución”.

El Dr. Schacht y el plan Young
Los delegados de Alemania han tenido que aceptar, en la segunda conferencia de las reparaciones, el plan Young, tal como ha quedado después de su retoque por las potencias vencedoras. Esto hace recaer sobre el ministerio de coalición y, en particular sobre la social-democracia, toda la responsabilidad de los compromisos contraídos por Alemania en virtud de ese plan. El Dr. Schacht, presidente del Reichsbank, ha jugado de suerte que aparece indemne de esa responsabilidad. La burguesía industrial y financiera estará tras él, a la hora de beneficiarse políticamente de sus reservas, si esa hora llega. El sentimiento nacionalista es una de las cartas a que juega la burguesía en todos los países de Occidente, a pesar de que los propios intereses del capitalismo no pueden soportar el aislamiento nacional. La subsistencia del capitalismo no es concebible sino en un plano internacional. Pero la burguesía cuida como de los resortes sentimentales y políticos más decisivos de su extrema defensa del sentimiento nacionalista. El Dr. Schacht ha obrado, en todo este proceso de las reparaciones, como un representante de su clase.

La república de Mongolia
Cuando el gobierno nacionalista, revisando apresuradamente la línea del Kue Ming Tang despidió desgarbadamente a Borodin y sus otros consejeros rusos, [las potencias] capitalistas saludaron exultante este signo del definitivo [tramonto] de la influencia soviética en la China. El ascendiente de la soviética, la presencia activa de sus emisarios en Cantón, Peking y el mismo Mukden, eran la pesadilla de la política occidental. Chang Kai Shek aparecía como un hombre providencial porque aceptaba y asumía la misión de liquidar la influencia rusa en su país.
Hoy, después del tratado ruso-chino, que pone término a la cuestión del ferrocarril oriental, la posición de Rusia en la China se presenta reforzada. I de aquí el recelo que suscitan en Occidente los anuncios de la próxima creación de la república soviética de la Mongolia. La Mongolia fue el centro de las actividades de los rusos blancos, después de las jornadas de Kolchak en la Siberia. Empezó luego, con la pacificación de la Siberia y la consolidación en todo su territorio del orden soviético, la penetración natural de la política bolchevique en Barga y Hailar. En este proceso, lo que el imperialismo capitalista se obstina en no ver es, sin duda, lo más importante: la acción espontánea del sentimiento de los pueblos de Oriente para organizarse nacionalmente, que solo para la política soviética no es un peligro, pero a la que todas las políticas imperialistas temen como la más sombría amenaza.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El plan Young en vigencia. Tardieu y el parlamento francés. La conferencia naval de Londres

El plan Young en vigencia
Finalmente, los vencedores de Versailles han suscrito con Alemania una reglamentación definitiva del pago de las reparaciones. La reunión de La Haya, en que se ha concluido y firmado el acuerdo que pone en vigencia el Plan Young, no ha trascurrido sin incidentes. Un mes antes de la conferencia, el Dr. Schacht, director del Reichsbank, había insurgido contra las concesiones del gobierno a las potencias creadoras, sosteniendo que el régimen fiscal que imponían a Alemania no era el que convenía a la convalecencia de sus finanzas. Actitud política, antes que financiera, la del Dr. Schacht, no aspiraba naturalmente a detener a Alemania en la vía seguida, sino a echar sobre el gabinete de coalición, y particularmente sobre el partido socialista, la responsabilidad de estos compromisos. El Dr. Schacht ha formado parte de la delegación alemana, aunque no haya sido sino para tener oportunidad de confirmar su posición individual.
El arreglo de las reparaciones quedó obtenido, provisoriamente, con el plan Dawes. Desde entonces, los gobiernos interesados fijaron las líneas generales del sistema de amortización y distribución de la deuda alemana. Pero el plan Dawes, adoptado en instantes en que era prematuro decidir el monto de la indemnización alemana, había dejado pendiente esta cuestión. Era una solución interina que hacía falta experimentar. Pero en esta solución interina estaban ya sancionados los principios que deberían caracterizar el régimen de reparaciones, ante todo, su funcionamiento bajo la tutela de la finanza norte-americana.
La estabilización capitalista empieza propiamente con el plan Dawes. Mientras Francia hubiese continuado empeñada en exigir de Alemania el pago de las armadas que podía reclamarle blandiendo el pacto de Versailles, habría sido vano todo esfuerzo por restaurar la economía capitalista del Reich. No fue un azar que el plan Dawes siguiera a la ofensiva revolucionaria de 1923 en dos Estados del Reich. El plan Young significa, por consiguiente, la ratificación del estatuto de la estabilización capitalista, después de algunos años de experimentación.

Tardieu y el parlamento francés
La mayoría parlamentaria de Tardieu ha bajado fuertemente en las últimas votaciones. Soplan vientos de fronda en el sector radical-socialista. Pero la vuelta de La Haya, con el protocolo del plan Young en el bolsillo, no puede esperar a Tardieu y su ministerio sino un voto de confianza, al que no negarán su adhesión muchos de los que se supone dispuestos a provocar una crisis.
El gabinete Tardieu no habría podido constituirse sin la abdicación tácita de las fuerzas que habrían debido a su vez, sabe “menager” a este sector parlamentario, oponérsele con extrema energía. Tardieu, no ha ocupado la presidencia del consejo con una explícita declaración fascista. Se ha hablado mucho de él como de un joven condotiero. Pero solícitamente, quienes más interesados están en sostenerlo, han rectificado los comentarios presurosos de quienes lo saludaban como al iniciador de una nueva política -ha escrito M. Maurice Colrat- “M. Tardieu tiene más años y prudencia de las que le atribuyen ciertos historiógrafos. A su edad, habría dicho Floquet, Bonaparte había muerto. Además, ningún gesto en su actitud, ningún propósito en sus decisiones traiciona la menor veleidad de rebelión, la menor intención de disidencia. M. André Tardieu ha aparecido más bien como un heredero, como un sucesor, que como un insurgente. A ejemplo de M. Briand y de M. Poincare, ha tratado al principio de agrupar alrededor de él a las fuerzas republicanas y de formar un ministerio de conservación, ofreciendo siete carteras a los radicales-socialistas”. Equívoco, compromiso, transacción, -parlamentarismo para decirlo en una sola palabra- de una y otra parte. Tardieu no es el dictador con el que soñaba el esnobismo y la teorización reaccionarias en Francia. No en vano su escuela ha sido la del parlamento y la del periodismo.
Su programa es, modestamente, sobre todo, un programa de policía. Su misión, dar jaque mate, aún a costa de la tradición republicana y liberal de Francia, a las fuerzas revolucionaria. Su política no significa ni puede significar una ruptura con el estilo parlamentario.
Tardieu en la presidencia del consejo es la Reacción con mayoría parlamentaria, obtenida mediante un experto y prudente juego de fintas y concesiones. Lo que caracteriza al gobierno de Tardieu es su función policial, su técnica policial, su espíritu policial. Marcel Fourrier escribe en el último número de la Revolution Surrealiste: “La policía es esencialmente un estado de espíritu de la burguesía”. El ministerio Tardieu es el más burgués, bajo este punto de vista, de los ministerios de la Tercera República.
Pero el parlamento mismo está permeado de este espíritu, que algunos llamarán por disimulo de “defensa social”, pero que es simplemente de “seguridad pública”, en la acepción policial, corriente, del término. I aquí reside todo el secreto de la fuerza de Tardieu en el parlamento.

La conferencia naval de Londres
Como un último homenaje a la clásica hegemonía naval de la Gran Bretaña, la reina de los mares, se celebra en Londres la conferencia en que las cinco principales potencias marítimas esperan ponerse de acuerdo respecto a la limitación o equilibrio de sus flotas. Acordada previamente entre los Estados Unidos y la Gran Bretaña, la paridad naval de ambas potencias, lo primero que la conferencia va a sancionar es la defunción de la hegemonía naval inglesa.
Es posible que este sea el único resultado final de la conferencia que entonces habría servido sino para refrendar y perfeccionar el entendimiento entre Estados Unidos y la Gran Bretaña, logrado por Mac Donald en su visita a Washington.
Los problemas más intrincados por resolver son, como se sabe, el de la paridad naval de Francia e Italia, reivindicada por el gobierno italiano y a la que difícilmente podría renunciar la diplomacia fascista; el de la abolición de los submarinos, como arma de guerra, punto en el que Francia se ha mostrado siempre irreductible y en el que sus intereses chocan inconciliablemente con los de Inglaterra; y el del programa de armamentos navales del Japón, basado en sus miras en el Pacífico.
El ministerio laborista, batido en la Cámara de los Lores en la votación de la ley sobre seguro de los desocupados, se presenta a la Conferencia con disminuida fuerza política. La Inglaterra tradicional, aristocrática, acaba de marcar su discrepancia con el laborismo, tan pávido y modesto sin embargo en la aplicación de su programa sobre los desocupados.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La juventud española contra Primo de Rivera

Otra vez, la juventud de las universidades españolas se encuentra en acérrimo conflicto con la dictadura del general Primo de Rivera. La agitación universitaria coincide esta vez con la crisis, definitiva al parecer, del gobierno que preside el Marqués de Estella que acaba de solicitar, según el cable, el sufragio de los capitanes generales del ejército, la armada y la policía para saber si debe retener el poder.
La huelga universitaria de hace cerca de un año movilizó contra Primo de Rivera, con la vehemencia que todos recuerdan, la opinión de los estudiantes. La dictadura se halló de pronto en incómoda lucha con la juventud del claustro, fallida totalmente la esperanza de enrolar fascísticamente a una parte de estas, con una etiqueta más o menos romántica, en los rangos de la Reacción. Unamuno, el gran maestro de Salamanca, saludó desde su destierro esta insurrección que la juventud española contra un régimen que solo por insensibilidad anacrónica o escepticismo precoz habría podido obtener la neutralidad o la resignación de esa juventud.
Los que se imaginan que el régimen de Primo de Rivera tenía las mismas posibilidades de duración que el régimen de Mussolini solo por reposar como este en la fuerza, negligían o ignoraban uno de los aspectos fundamentales del fascismo: el romántico alistamiento de grandes contingentes de la juventud italiana bajo las banderas de Mussolini al canto de “¡Giovinezza, giovinezza!”. El fascismo antes de ser una dictadura había sido un movimiento, un partido, una milicia. Sus “condottieri”, sus agitadores habían usado expertamente en la excitación de la juventud burguesa y pequeño-burguesa un lenguaje d’annunziano y futurista que imprimía al fascismo un tono estrictamente nacional y le otorgaba una tradición, aunque no fuese política sino literaria o sentimental, en el proceso histórico de Italia. Primo de Rivera y sus eventuales colaboradores, antes y después de su golpe de Estado, eran impotentes para un trabajo semejante.
Asistido por generales, nobles y bachilleres de muy mediocre inteligencia, Primo de Rivera no ha sabido maniobrar de su suerte de ganarse, por alguna vía indirecta al menos, cierto séquito en la juventud universitaria. La juventud no es, necesariamente, revolucionaria. El Dr. Marañón que en su último libro proclama como su primer deber la rebeldía, conviene sagazmente en que el ímpetu combativo de la juventud puede ponerse al servicio de una política reaccionaria. “Lo típico de la juventud -escribe- es la rebeldía, la noble dificultad con que acomoda el ritmo generoso de su vida que empieza, al ritmo mesurado del ambiente; pero se concibe un joven que se sienta henchido de esta juventud y que sea, por lo tanto biológicamente joven, y que se aplique su rebeldía a sostener una causa profundamente antigua. Los camelots du roi, que en Francia luchan bravamente por un ideal incompatible con el tono de nuestros tiempos, como en el de resucitar en su país una monarquía reaccionaria, son todo lo anticuados que se quiera, pero tan legítimamente jóvenes como los comunistas que propugnan la implantación de un estado social fantástico de puro remoto. Y en nuestra patria podrían citarse muchos casos, algunos bien recientes (juventudes carlistas, juventudes conservadoras, jóvenes de la Unión Patriótica, etc) de como una auténtica juventud biológica florecía en gentes que sostenía criterios que trascendían a moho de vetustez”. No es esta ocasión de criticar el juicio que este párrafo contiene sobre el comunismo. En el hombre de ciencia y de cátedra, de espíritu liberal y humanista, que concede sin reservas al partido socialista de su patria, con un certificado de salud, un testimonio de simpatía y confianza, y que predica como un ideal de su tiempo la eugenesia. La palabra comunismo puede suscitar supersticiosas aprensiones, aunque la práctica del único estado comunista del mundo -la URSS- le enseñe que no existe entre los dos términos más conflicto que el originado por el cisma entre reformistas y revolucionarios y por la necesidad de distinguir estos dos campos con dos rótulos diversos. Lo que viene a cuento subrayar es la negación de que la juventud emplee natural y espontáneamente su energía y su entusiasmo en una empresa revolucionaria.
La dictadura no ha sido apta ni aún para crearse un influyente equipo intelectual. El estado de espíritu de una buena parte de los intelectuales, como lo atestigua la conducta de “La Gaceta Literaria” y de don José Ortega y Gasset, le habría permitido asegurarse cierto activo consenso de la literatura y la cátedra, con solo esquivar conflictos demasiado estridentes con ciertos fueros de la inteligencia. Pero Primo de Rivera no ha tenido esta habilidad elemental. La insolvencia espiritual e ideológica de su régimen lo ha condenado a gestos de agravio y desacato contra toda institución liberal. Su actitud contra los estudiantes en 1926 le acarreó, entre otras, la renuncia del propio Ortega y Gasset.
La presencia de los más autorizados maestros en las filas de la oposición, ha ejercido igualmente un fuerte influjo anti-dictatorial. La juventud española ha seguido, sin duda, las lecciones políticas de Marañón, Jimenez de Asúa, Besteiro, etc. más atentamente que sus lecciones científicas. Hay épocas en que la preocupación política está por encima de todas las otras preocupaciones, por una exigencia que Marañón llamaría tal vez biológica.
¿A dónde va España? Se preguntan vigilantes críticos de la situación española. Si la huelga universitaria sirve para acelerar la descomposición de la dictadura, y con ella la de la monarquía, la generación estudiantil de 1930, en lucha con Primo de Rivera, entrará a los veinte años en la historia. Debut precoz que no significará ciertamente la inauguración de una política ni de un régimen de la “nueva generación”, como con facilidad latino-americana se ambicionaría en algún claustro de nuestro continente en parecidas circunstancias, sino el impulso desinteresado, instintivo de los jóvenes en una vasta, larga y difícil batalla.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El intermezzo Berenguer. Las elecciones colombianas.

El intermezzo Berenguer
La agitación política a que debe hacer frente en España el gobierno de transición del general Berenguer, no ha tardado en cobrar un acentuado tono antimonárquico. Unamuno, recibido jubilosamente en España, a nada se ha apresurado tanto como a reafirmar su posición republicana. No habría podido tomar otra actitud, después de sus vehementes campañas en Hendaya. Pero, probablemente, en los cálculos del restablecimiento del régimen constitucional entraba cierta confianza de que la satisfacción por la caída del Primo de Rivera atenuase en los políticos en ostracismo el enojo contra la monarquía.
La dictadura de Primo de Rivera ha tenido el paradójico resultado de resucitar en España al Partido Republicano. Los socialistas habían ido desplazando, poco a poco, a los republicanos, antes de esta crisis de la legalidad, de sus posiciones electorales. Durante la dictadura, el partido socialista ha acrecentado su poder y su influencia. Pero, en parte, ha sido por el rol democrático que su oposición le asigna en el futuro próximo de España. Más que un partido socialista, desde el punto de vista de la composición y la ideología, es un partido demo-liberal. El republicanismo, el antimonarquismo es el aspecto que más expectación enciende en torno a su política. I es lógico que, en esta situación, los antiguos republicanos se sientan también llamados a jugar un rol. La dictadura militar no miraba a otra cosa que a un retorno absolutista. Su fracaso reabre la cuestión del régimen, la cuestión monarquía o república, que los partidos constitucionales creían definitivamente superada o abandonada, con el desarrollo de un movimiento socialista que trasladaba las reivindicaciones de las masas al terreno económico y social.
La monarquía está comprendida en el proceso a Primo de Rivera. El conde de Romanones ha hecho, según el cable, declaraciones que indican su preocupación respecto a la suerte del orden monárquico en España. A su juicio, los acontecimientos exigen una transformación del régimen. España necesita una monarquía constitucional, un orden parlamentario como el de Inglaterra. El viejo ideal de los monárquicos liberales reaparece, en la mente y la práctica de estos, como la fórmula salvadora. La subsistencia del régimen monárquico no tiene otra garantía.
El gobierno de transición de Berenguer, como ya he tenido oportunidad de remarcarlo, asume el encargo de liquidar la dictadura militar; pero es todavía la continuación de esta dictadura, con nuevo personal y diverso programa. La legalidad no está restablecida. El objeto de este gobierno es la normalización, pero la normalización no puede obtenerse por decreto real. La suspensión parcial de la Constitución se mantiene vigente. Berenguer, por ejemplo, tiene que seguir usando la censura de la prensa. La agitación de los partidos y las masas, lo coloca frente a una grave cuestión de procedimiento: ¿Puede su gobierno autorizar o tolerar, inmediatamente, mítines, manifiestos, campañas que son, legalmente, normales? Si la Constitución continúa en suspenso, si los derechos de reunión, de prensa, de negociación no son restituidos al pueblo, ¿Cómo podrá hablarse de restablecimiento de la legalidad? Las medidas restrictivas, en instantes de efervescencia popular, provocarán protestas. I estas, a su vez, incitarán al gobierno de la represión.
Cuando las condiciones políticas de un país llegan a este punto, la revolución puede comenzar en un tumulto. Después de una aventura como la de Primo de Rivera, la vuelta a la constitución no puede cumplirse sin riesgos. Los partidos de oposición entienden, lógicamente, la derrota del dictador como su victoria. Los victoriosos no se conforman fácilmente con que a la hora de la paz se les escamotee las ventajas de la derrota, del fracaso del enemigo. Las cosas se complican con la complicidad notoria de Alfonso XIII, con su interés personal en el golpe de Estado del Marqués de Estella.
La monarquía, ante la bancarrota de la política de Primo de Rivera, ha ofrecido para salvarse la vuelta lisa y llana a la Constitución. Esto es todo lo que la monarquía puede prometer. Pero es mucho más lo que la oposición se encuentra con derecho y con fuerzas para reclamar. El Conde de Romanones: viejo y astuto servidor del régimen, pide que la monarquía se convierta en una monarquía liberal de tipo inglés. Es la reivindicación de un cortesano y de un parlamentario: la reivindicación mínima. Los republicanos quieren la República, los socialistas denuncian la incompatibilidad de la monarquía actual con un orden democrático. Lo que las masas demandarán, en la calle, en los comicios, si se le consiente formular públicamente sus desideratas, será no unas Cortes ordinarias, normalizadoras, sino una Constituyente. Quien dice Constituyente, en las presentes circunstancias, dice Revolución.
El segundo acto de este drama, después del intermezzo Berenguer, si las fuerzas republicanas y socialistas no son en España suficientemente activas y eficaces para empujar al país por este camino, puede ser, por ende, la dictadura absolutista. Ya se ha hablado de la intención de Alfonso XIII de jugar, eventualmente, a la misma carta que Alejandro, el Rey de Yugo-Eslavia. La Unión Patriótica, en previsión de las emergencias posibles, no desarma sus cuadros. Berenguer, conforme a un cablegrama último, se ha visto obligado a telegrafiar a los capitanes generales del reino “recordándoles que la función militar es incompatible con la actuación política y que, su consecuencia, los militares que actuaban en el partido de la Unión Patriótica deben abandonar esa labor política”.
¿Quiénes obran más enérgica y prontamente? ¿Los agentes de la reacción, batidos en la batalla de Primo de Rivera, o las fuerzas de la revolución, sorprendidos por los acontecimientos y carentes de una organización de combate?

Las elecciones colombianas
Ha concluido el gobierno de los conservadores en Colombia. En apariencia, los liberales han ganado las elecciones porque los conservadores se presentaron divididos en ellas. Pero no hay que atenerse a lo aparencial en la estimación de los fenómenos históricos. La división no habría sido posible sin una grave y honda crisis de la política conservadora. Es a esta crisis a la que los conservadores deben su derrota revolucionaria. El cisma del partido, el antagonismo de valencistas y vasquistas, no era sino un síntoma.
El gobierno conservador tendía, a la agitación social y política del país, a una política fascista. El acto más significativo de la administración del Dr. Abadía ha sido la “ley heroica” que niega a la acción política clasista del proletariado de las libertades que la Constitución del Estado acuerda a la expresión de todos los programas e ideologías. La represión sanguinaria de las huelgas de las bananeras no ha sido otra cosa que la aplicación a la lucha contra las reivindicaciones proletarias de los principios fascistas en que se inspiraba esa ley de excepción. El general Rengifo, ministro de guerra del Dr. Abadía hasta los acontecimientos que impusieron su caída, no ha disimulado sus propósitos fascistas. Se ha ofrecido, en todos los tonos, a la clase conservadora para el aplastamiento de las fuerzas revolucionarias. Es uno de esos Martínez Anido hispano-americanos que sueñan con los honores de gendarmes de la Reacción. El general Vásquez Cobo era el candidato de su tendencia. En los primeros tiempos sonó el del propio Rengifo como el de un posible candidato. Pero Rengifo había caído demasiado estruendosamente repudiado por las masas en las manifestaciones que forzaron al Dr. Abadía a licenciar a sus más belicosos y comprometedores ministros. Vásquez Cobo, además, a juicio de un mayor número de conservadores, reunía mejores aptitudes para desenvolver un programa equivalente.
Pero no todos los conservadores se inclinaban a este método. La mayoría del partido está aún formada por gente parsimoniosa, reacia a salir de las viejas normas del conservantismo clásico. La escisión del partido ha sido, por esto, inevitable.
Los liberales no estaban dispuestos a presentar candidato. Hace algunas semanas creían que su mejor política era, una vez más, la abstención. Una rama del partido entendía la abstención como el preámbulo de una acción insurreccional. El declinio de los conservadores, el descrédito creciente de su método gubernamental, reforzaba crecientemente al partido liberal. Los liberales se aprestaban a recoger la herencia del gobierno. Pero había discrepancias sobre la mejor forma de apresurar la sucesión. El triunfo de Olaya Herrera [en las elecciones] es el triunfo de la tendencia pacifista y conciliadora del [partido. A Olaya Herrera] de nada se ha preocupado tanto como de presentarse como un [candidato nacional,] como un hombre exento de espíritu de facción.
Los intereses imperialistas juegan un rol primordial en la política colombiana. Uno de los más sonoros incidentes de la designación de los candidatos conservadores, fue como se sabe el veto del Dr. Concha por sus antecedentes de canciller que defendió celosamente la soberanía nacional frente a la agresiva política yanqui. Vásquez Cobos representaba ostensiblemente una política favorable al capitalismo norte-americano. También, bajo este aspecto, aunque muy discreta y atenuadamente, Valencia encarnaba la tradición conservadora. Olaya Herrera, ex-embajador en Washington, tiene toda la simpatía de los intereses de Estados Unidos. Sus declaraciones, a este respecto, han sido, por lo demás explícitas.
El proletariado colombiano ha afirmado en las elecciones su orientamiento clasista, votando por la candidatura de Alberto Castrillón, líder de la huelga de las bananeras. El partido socialista revolucionario no se ha hecho ninguna ilusión respecto a su fuerza electoral al presentar esta candidatura. Ha querido únicamente proclamar la autonomía de la política obrera.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Tardieu batido. La conferencia de Londres.

Tadieu batido
Cuando un gabinete es la estrecha mayoría de la combinación Tardieu-Briand, no es posible sorprenderse de que caiga de improviso, batido por un veto adverso del parlamento en una cuestión secundaria. Se asignaba, prematuramente, a Tardieu la misión de inaugurar en Francia una política fuerte que significara, entre otras cosas, la liquidación del viejo parlamentarismo. Tardieu mismo declaró su confianza en la larga duración de su gobierno. Su programa reclamaba para su ejecución al menos cinco años.
Pero la composición de la cámara no autorizaba este optimismo. Tardieu, en realidad, no ha hecho con esta cámara sino una política poincarista. La Tercera República no ha salido todavía de una era que transcurre, gubernamentalmente, bajo el signo de Poincaré. El gabinete Tardieu estaba obligado a un difícil equilibrio, que no ha tardado en fallar al primer paso en falso del Ministro Cheron.
Sin duda, la repentina crisis no excluye la posibilidad de que Tardieu presida el nuevo gabinete. Pero es evidente que no podría asumir esta tarea sin compromisos que ensanchen la base parlamentaria del gobierno. La atención de la fisionomía fascista, derechista, de la fórmula Tardieu será la primera condición de una tregua o un entendimiento con los radicales-socialistas. Tardieu no puede aspirar a más que a la sucesión de Poincaré, si quiere ganar la confianza de la pequeña burguesía francesa, reacia a la experimentación de cualquier mussolinismo altisonante y megalómano.
El hecho de que, apenas producida la crisis, reaparezca en la escena Poincaré, si no como organizador del nuevo gobierno, como consejero principal y decisivo de la fórmula a que se ajustará, está adelantando el espíritu poincarista de la receta gubernamental y parlamentaria que se va a aplicar.
Tardieu representa, sobre todo, en el gobierno un método policial. Ha ascendido a la presidencia del consejo por las gradas del ministerio del interior. Es el funcionario impávido que demandaba en ese puesto la alarma de los Coty, la aprehensión [de una burguesía exonerada de los principios de la Gran Revolución], la algazara de todos los que especulan sobre el pánico de los rentistas y los tenderos, denunciando el peligro rojo y las maniobras de Moscú.
No es este método lo que ha desaprobado, por pocos votos de mayoría, la cámara de diputados. Tardieu, como ministro del interior, como ejecutor de un plan policial como jefe de una renovación que no choque excesivamente a los gustos legales y jurídicos de una Francia poincarista y moderna, queda indemne. Si Tardieu resume sus funciones en el nuevo ministerio, aunque sea con el consenso y la colaboración de los radicales socialistas, continuará su obra policial. Sus amigos se han apresurado por esto a declarar que la cámara ha censurado a Cheron, no a Tardieu.
Pero una cuestión hacendaria o financiera no es, políticamente, una cuestión de segundo orden. El poincarismo se define, en su apogeo, como la política de la estabilización del franco. Poincaré es para la pequeña burguesía francesa el hombre que ha salvado el franco. La autoridad de los hombres se asienta en los intereses económicos. Tardieu ha llegado al puesto de leader por haberse granjeado la confianza de la burguesía industrial, del capitalismo financiero. Su orden policial, su maquinaria de represión no tiene otro objeto que asegurar el tranquilo desenvolvimiento de un programa de racionalización capitalista.
El progreso de la crisis ministerial promete ser interesante como ilustración de las fuerzas y los métodos realmente en conflicto en el parlamento y en la política de Francia. La consulta al electorado puede aparecer indispensable antes de lo generalmente previsto.

La conferencia de Londres
Las bases de un acuerdo naval anglo-americano, convenidas en las entrevistas de Mc Donald y Hoover en Washington, no han bastado, como fácilmente se preveía, para que la Conferencia de Londres logre la conciliación de los intereses de las cinco mayores potencias navales sobre la limitación de los armamentos. El propio acuerdo anglo-americano no era completo. Estaba trazado solamente en sus líneas principales y su actuación depende del entendimiento con Japón, Francia e Italia, acerca de sus respectivos programas navales, que el Japón acepte la proporción que le concede la fórmula de Washington, es la condición de que Estados Unidos no extreme sus precauciones en el Pacífico, con consecuencias en su programa de construcciones navales que no puede resistir la economía británica. Que Francia e Italia se allanen a la abolición del submarino como arma de guerra es una garantía esencial de la seguridad del dominio de los mares por el poder anglo-americano.
El compromiso de que los submarinos no serán empleados, en una posible guerra, contra los buques mercantes, no puede ser más tonto. La experiencia de la guerra mundial no permite abrigar ninguna ilusión respecto a la autoridad de estos convenios solemnes. La guerra, si estalla, no reconocerá límites. No será menos sino más implacable que la de 1914-1918. No la harán estadistas ni funcionarios, formados en el clima benigno y jurídico de Ginebra y La Haya, sino caudillos de la estirpe de Clemenceau, inexorables en la voluntad de ir en todo “jusqu’au bout”. El más hipócrita o ingenio pacifismo no puede prestar ninguna fe a la estipulación sobre el respeto de los buques mercantes por los submarinos de guerra. En la guerra no hay buques mercantes.
La crisis ministerial francesa no estorba sino incidental y secundariamente la marcha de la Conferencia de Londres. Lo que desde sus primeros pasos la tiene en “panne” son los inconciliables intereses de las potencias deliberantes. Esta Conferencia se ha inaugurado, formalmente, bajo mejores auspicios que la de Ginebra de 1927. La entente anglo-americana sobre la paridad es una base de discusión que en 1927 no existía. El carácter de limitación, de equilibrio de los armamentos, perfectamente extraño a todo efectivo plan de desarme, está además, perfectamente establecido. Pero el conflicto de los intereses imperialistas sigue actuando en esta como en otras cuestiones. La contradicción irreductible entre las exigencias internacionales de la estabilización capitalista y las pasiones e intereses nacionalista que con el imperialista entran exasperadamente en juego, opone su resistencia aún a este modestísimo entendimiento temporal, fundado en la paridad anglo-americana, que encubre un profundo contraste, una obstinada y fatal rivalidad.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La crisis del régimen monárquico en España. Otra vez Tardieu

La crisis del régimen monárquico en España
La tendencia antimonárquica del movimiento antidictatorial en España, que desde la caída de Primo de Rivera, antes de que los líderes de la heterogénea oposición tuvieran tiempo de pronunciarse sobre el cambio operado con la constitución del gabinete Berenguer, era fácil indicar como el rasgo dominante de la nueva situación, no ha tardado mucho en alarmar a los sucesores del Marqués de Estella hasta el punto de obligarlos a una censura tan rígida, a una interdicción tan sistemática de toda manifestación pública del pensamiento de los partidos y los caudillos como las que rigieron durante el gobierno fracasado.
Berenguer insiste, naturalmente, en que su misión es el restablecimiento de la legalidad y la realización, dentro de un ambiente de libertad, de las elecciones con que se retornará al régimen constitucional. Pero, actualmente, está prohibida toda propaganda, con el pretexto de que en las presentes circunstancias puede [comprometer la tranquilidad pública].
El discurso de Sánchez Guerra ha revelado a todos la gravedad de la crisis del régimen monárquico. Berenguer cuidó primero de retardar estas declaraciones, con la esperanza de que los mensajeros y abogados del Rey disuadieran al líder conservador del propósito de plantear de nuevo la cuestión de las responsabilidades de la monarquía. Pero Sánchez Guerra ha querido ser coherente con su actitud frente a la dictadura de Primo de Rivera.
Que un jefe conservador, con larga foja de servicios a la monarquía, afirme que no es posible ya servir al Rey y que no es contestable el derecho ni la capacidad del pueblo español para reemplazar la monarquía por la república, no puede sino ser un signo del descrédito y de la descomposición irremediables del régimen monárquico. Sánchez Guerra no podía decir más. No le toca hacer la apología del sistema republicano ni la crítica del monárquico. Es un político del viejo régimen, un hombre de orden, un antiguo presidente del consejo, conservador y constitucional ortodoxo, que toma posición contra el Rey por razones contingentes, accidentales, no por consideraciones de principio ni de programa. El Rey Alfonso XIII ha faltado al pacto de la monarquía con el pueblo español. Un político leal a la constitución y al orden, no puede prestarse a la componenda de una política de “borrón y cuenta nueva”. Esta es la posición de Sánchez Guerra. Sería absurdo pedirle veleidades republicanas y socialistas. Sánchez Guerra no se convierte tardíamente al republicanismo, por decepción respecto a la monarquía, ni por abandono de sus ideas conservadores y constitucionales. Su causa sigue siendo la de la constitución y el orden. Está contra el Rey porque el Rey es culpable de haberlas traicionado.
No es de excluir la posibilidad de que sedicentes liberales o reformistas prefieran una actitud más conciliadora o equívoca. Del Conde de Romanones, que ha dicho ya sin embargo que la salvación de la monarquía está en un parlamentarismo de tipo inglés, cabe esperar todas las ambigüedades. El retorno a una censura cerrada, después de la emoción producida por las declaraciones de Sánchez Guerra, nos ha impedido conocer lo que piensa Melquiades Álvarez, a quien la actual crisis ofrece la oportunidad de reintegrarse a adoptar la fórmula reformista.
Pero la posición de Sánchez Guerra tendrá, necesariamente, entre otras consecuencias, la de excitar y animar a los otros líderes a acentuar el tono de sus reivindicaciones. Quedarán en deplorable ridículo todos los liberales, reformistas y republicanos que se muestren menos liberales, reformistas y republicanos que el viejo jefe conservador.
La tarea fundamental de Berenguer, como lo apunté desde primer comentario sobre la crisis española, no es por supuesto el restablecimiento de la legalidad sino el salvamento de la monarquía. Su programa es el regreso a la Constitución porque se piensa que este es el mejor medio de salvar al régimen. Pero si en los preliminares del período eleccionario, se comprueba que la restauración de la legalidad, significa una peligrosa restauración del derecho de crítica, reunión, tribuna, etc., que no conducirá al juzgamiento de las responsabilidades de la monarquía, el intermezzo Berenguer procederá y preparará simplemente un nuevo golpe de Estado. Ya se anuncia la amenaza de un pronunciamiento reaccionario de los jefes militares de Barcelona. Se organiza un frente único monárquico, al cual la interdicción temporal de reuniones públicas no impedirá una teatral parada, protegida por la policía de Berenguer. Con el nombre de juventud monárquica, se moviliza una guardia blanca, con carta blanca para vapulear en las calles a los que se expresen irrespetuosamente sobre el Rey y las instituciones. Todo esto no constituye sino una vasta preparación fascista. Alfonso XIII está más propenso que nunca a jugar la carta del absolutismo. ¿Se dejarán sorprender las fuerzas antidictatoriales por un nuevo golpe de Estado? Esta es la incógnita de la hora presente.

Otra vez Tardieu
Con el apoyo individual de algunos radicales-socialistas, André Tardieu ha constituido su segundo ministerio. El partido radical-socialista, después del fracaso de la tentativa de Chautemp, rehusó entrar en el gabinete de concentración, propuesto por Tardieu al recibir del Presidente de la República el encargo de organizar el gobierno. Tadieu se verá obligado a acentuar el carácter poincarista de su programa, para obtener los votos de mayoría que consentirán a su ministerio vivir hasta el inevitable choque con otro escollo parlamentario.
La interinidad de este gobierno aparece evidente a los observadores. La mayoría de Tardieu no es hoy mayor que ayer. La tendencia de una parte de la burguesía francesa a retornar a la fórmula democrática, para resistir mejor a las masas, se acentúa, en tanto, poco a poco. Este proceso no tardará en reflejarse en el curso del debate parlamentario.
La defección de algunos radicales-socialistas no asegura a Tardieu la estabilidad. Destiñe, en cambio, su programa como programa derechista. Pese al fracaso de Chautemps, los bonos de la derecha están en baja en Francia. Las elecciones, si a ellas se acude a breve plazo, no darán a Tardieu una mayoría derechista.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Croquis de la crisis española

Los factores inmediatos de la rápida caída de Primo de Rivera -seguida en tan breve término por su deceso-, que el cable dejó en los primeros días en la sombra, son ya detalladamente conocidos por las revelaciones de Eduardo Ortega y Gasset, Marcelino Domingo, Indalecio Prieto y otros líderes de la oposición al régimen. Se sabe que un movimiento destinado a deponer, con la dictadura, al monarca que la instigó y autorizó, debía haber estallado entre el 5 y el 8 de febrero. El general Goded, gobernador militar de Cádiz, trabajaba desde el mes de octubre de acuerdo con los elementos constitucionales para producir un vasto pronunciamiento militar. Casi todas las guarniciones de Andalucía estaban comprometidas para esta acción revolucionaria. Alfonso XIII y Martínez Anido tuvieron informes de la conspiración, ante los cuales Primo de Rivera decidió la destitución del General Goded y del Infante don Carlos, Capitán General de Sevilla, no sin enviar a Cádiz un emisario, encargado de negociar un arreglo con Goded, quien asumió una actitud de rebeldía, declarando que no tenía que obedecer ninguna orden de destitución. Este conflicto movió a Primo de Rivera a la desdichada consulta a los jefes militares y al Rey a reemplazarlo por el general Berenguer, capitulando ante la tendencia constitucionalista del ejército. Goded se consideró exonerado de todo compromiso con esta solución. Se trasladó a Madrid, donde le aguardaba un importante nombramiento. Eduardo Ortega y Gasset que, bajo su firma, ha explicado de este modo la génesis del ministerio Berenguer, en un artículo titulado “Cómo ha salvado su trono Alfonso XIII”, agrega que muchos oficiales quisieron seguir adelante sin Goded, pero que la indecisión se propagó desde entonces en todas las organizaciones”.
Antes que la restauración del orden constitucional, la misión del gobierno de Berenguer es el salvamento de la monarquía. Este es el juicio que, apenas anunciado el cambio, emití sobre su significado, y en el que me confirma el conocimiento de sus antecedentes. Alfonso XIII se encuentra ante un dilema: el absolutismo o la constitución. No tiene sino estos dos caminos. Tomará cualquiera de los dos para salvarse. Pasará de uno a otro, sin la menor hesitación, si las circunstancias se lo imponen. Por el momento, prefiere el camino del regreso a la legalidad. Pero este camino puede llevar muy lejos: a la Constituyente, a la reforma de la Constitución, al juzgamiento de las responsabilidades, a la proclamación de la República.
Liquidar seis años de dictadura no es un asunto de ordinaria administración. Alfonso XIII ha dado este encargo a un gabinete de familiares, que puede licenciar en cualquier momento para volver a la manera fuerte. En el instante en que se decidió por la rendición a la tendencia constitucional, no le quedaba otra cosa que hacer. Martínez Anido no compartía la confianza de Primo de Rivera sobre la posibilidad de dominar el espíritu de rebelión que cundía en el ejército. El Rey tenía los informes privados del Infante don Carlos, Capitán General de Sevilla, y de otros jefes. Se dice que en una oportunidad, advertido del peligro de que el Rey lo echara por la borda para arreglarse de nuevo con los grupos constitucionales, Primo de Rivera afirmó: “¡A mi no me borbonea este Borbón!”. La decepción de que, años después, no fuese otra su suerte, debe haber amargado profundamente los últimos días del derrotado dictador.
Una monarquía constitucional, así sea la de España, no puede abandonar impunemente la legalidad más de seis años, para restablecerla cuando los acontecimientos se lo impongan conminatoriamente. Viejos servidores de la monarquía como Sánchez Guerra, ajenos a toda veleidad republicana, han cumplido el deber de notificar a Alfonso XIII sobre las irreparables consecuencias de la responsabilidad en que ha incurrido violando el pacto constitucional, en que descansaba su autoridad. Alfonso XIII querría que se le amnistiase alegremente, con todos sus compañeros de aventura, por estos seis años de vacaciones. Pero aún entre lo más ortodoxos monárquicos encuentra censores severos, jueces inexorables como Sánchez Guerra, cuya actitud descubre hasta qué punto está comprometido y socavado el régimen monárquico en España.
¿Cómo va a restablecer la legalidad el gobierno de Berenguer, sin que se ponga en el tapete la cuestión del régimen y las responsabilidades? Ya hemos visto cómo este ministerio normalizador ha tenido que detenerse y retroceder en la primera modestísima etapa de la normalización. La censura de la prensa sigue vigente. ¿Cuándo se restituirá a los ciudadanos y a los partidos la libertad de reunión y de tribuna? Si el discurso de un líder conservador tiene una resonancia revolucionaria tan amenazadora, es fácil prever las aprensiones que van a seguir a los discursos de los líderes republicanos, socialistas, comunistas. I mientras estas elementales libertades no hayan sido restablecidas, ¿qué campaña eleccionaria ni que convocatoria a elecciones será posibles?
Estas son las dificultades del régimen en el orden político. Habría que examinar aparte las que confrontan actualmente en el orden económico. La política hacendaria y financiera de la dictadura ha sido el factor decisivo de su quiebra. Cambó no ha aceptado, en el gabinete de Berenguer, el ministerio de las finanzas, para no cargar con esta ingrata y riesgosa herencia. ¿Qué autoridad tiene un gobierno de transición, de interinidad manifiesta, para abordar eficazmente este problema? La misma que tiene para suprimir la censura de la prensa, resistir la crítica de la opinión, tolerar los comicios de los partidos ir al encuentro de elecciones normales.
No existe, sin duda, en España un partido bastante poderoso y organizado para llevar al pueblo victoriosamente a la revolución. Si existiese, la insurrección no habría estado a merced, en los primeros días de febrero, de la defección del general Goded, posiblemente confabulado con el Rey. El partido socialista es el único partido de masas; pero carece, en su burocracia, de espíritu y voluntad revolucionarias. La crisis del régimen confiere grandes posibilidades de acción a la concentración de los elementos republicanos. Pero lo característico de las situaciones revolucionarias es la celeridad con que crean las fuerzas y el programa de una revolución. La dinastía española, que tiene añeja experiencia de esta clase de vicisitudes, no lo ignora. I tan pronta está probablemente, a festejar en la plaza su retorno al pacto con el pueblo, como a preparar en las capitanías generales un segundo golpe de estado; jugándose, si los riesgos de las elecciones y la constituyente le parecen excesivos, la carta desesperada del absolutismo.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La urbe y el campo

Todos los episodios de la crisis contemporánea denuncian la propagación, centro de la sociedad occidental, de un humor contrario a la convivencia y a la colaboración. A través de esos episodios constatamos que el organismo de la civilización se fractura y se desintegra. Los diversos interese y pasiones que dan vida a una forma social cesen de tolerarse recíprocamente. Se mueven con propio impulso, hacia una propia meta.
La lucha de clases llena el primer plano de la crisis mundial; pero ésta contiene, además, otro contrastes y otros conflictos. Crece, por ejemplo, la desavenencia entre la urbe y la provincia, entre la ciudad y el campo. Existen numerosas señales de una agria discrepancia entre el espíritu urbano y el espíritu campesino. Los hombres del campo tienden actualmente a aislarse, a diferenciarse. Se juntan en partidos y facciones que oponen a la política industrial una política agraria. En algunos países Hungría, Rumania brotan gobiernos de raíces y conciencia casi exclusivamente rurales. EL fascismo italiano se complace de reconocerse y sentirse provinciano. Mussolini ha saludado a los delegados del último Consejo Nacional Fascista como a hombres de la provincia, "de la buena, la sólida, la cuadrada provincia". Los ha invitado a llevar a las ciudades "demasiado populosas y con frecuencia faltas de médula", su rudeza, su rusticidad, su efluvio y su energía agrarias. "Hay que hacer del fascismo –ha dicho– un fenómeno prevalentemente rural. En el fondo de las ciudades se anidan los residuos de los viejos partidos, de las viejas sectas, de los viejos institutos". Los capitanes de la reacción tratan así de utilizar en su favor la ojeriza de la provincia contra la urbe.
La marea campesina parece, en verdad, movida por una voluntad reaccionaria hacia fines reaccionarios. El campo ama demasiado la tradición. El conservador y supersticioso. Conquistan fácilmente su ánimo la antipatía y la resistencia al espíritu herético e iconoclasta del progreso. El nacionalismo alemán, como el fascismo italiano, se abastece de hombres en la provincia, en las campiñas.
La revolución comunista, en tanto, no ha penetrado hondamente todavía en los estratos agrarios de Rusia. Los campesinos la sostienen porque le deben la posesión de las tierras; pero la doctrina comunista es ininteligible aún para su mentalidad e inconciliable con su codicia. Los soviets tienen que cosificar su radicalismo a la atrasada conciencia campesina. Gorki mira en el campesino el enemigo de la revolución rusa y de sus creaciones. Caillauz, por su parte, se alarma de la tendencia de los campesinos de la Europa Central a boicotear la industria urbana y a reconstruir una economía medioeval. Hombre de la metrópoli, sin nostalgias poéticas, teme el renacimiento de los tiempos del huso y de la rueca.
Cierto que este no es todo el panorama político agrario. En otro países, en Bulgaria verbigracia, agrarios y comunistas se confunden en una misma multitud revolucionaria. Radich, el leader de los campesinos yugoeslavos, acaba de visitar Rusia, atraído por sus hombre y sus métodos. Progresa la organización novísima de una Internacional Campesina o Internacional Verde.
Pero el espíritu revolucionario reside siempre en la ciudad. Y este hecho tienen claros motivos históricos. Es en la ciudad donde el capitalismo ha llegado a su plenitud y donde se libra la batalla actual entre el orden individualista y la idea socialista. Berlín en las últimas elecciones, ha dado medio millón de votos a los comunistas; París, trescientos mil. Milán sigue siendo la plaza fuerte del proletariado de Italia. La teoría y la práctica del socialismo son un producto urbano. La aspiración de la propiedad colectiva nace espontáneamente en la fábrica, en la usina; no en la alquería. El campesino y el artesano ambicionan la adquisición de una pequeña propiedad individual. Mientras la ciudad educa al hombre para el colectivismo, el campo excita su individualismo. En el campo se vive demasiado disperso e individualmente; no es facil, por tanto, sentir una grande, intensa y generosa emoción social. La ciudad, en cambio ha alojado perennemente un fuerte afán de creación. A su calor se han incubado las actuales corrientes políticas. El propio fascismo nación en Milán, en una urbe industrial y opulenta. Sus raíces encontraron luego un suelo más propicio en la provincia; pero su germen fue genuinamente ciudadano.
Hablar de ciudad revolucionaria y provincia reaccionaria sería, sin embargo, aceptar una clasificación demasiado simplista para ser exacta. En la urbe y en el campo, la sociedad se divide en dos clases. La beligerancia entre ambas clases suele ser menor en la provincia; pero su oposición recíproca es idéntica que en la urbe. Si no existe mucha solidaridad entre las reivindicaciones de los trabajadores agrarios y los obreros urbanos, es a causa, en parte, de que el socialismo ha descuidado la conquista del campo. Finalmente, en algunos países, el capitalismo no ha puesto una resistencia intransigente a la reivindicaciones de los campesinos. Les ha abandonado la propiedad de las tierras.
Al capitalismo le basta la posesión de la ciudad, de los bancos, de las fábricas y de los mercados para dominar toda la economía de un país. Bien puede pues, dejarles a los campesinos la ilusión de ser dueños del campo.
Lo que distingue y separa a la ciudad del campo no es, por ende, la revolución ni la reacción. Es, sobre todo, una diferencia de mentalidad y de espíritu que emana de una diferencia de función. En el panorama de una sociedad, la ciudad es la cima y el campo es la llanura. La ciudad es la sede de la civilización. A medida que la civilización se perfecciona, se acentúan las distancias espirituales y psicológicas entre el hombre de la urbe y el hombre del agro. El hombre de la urbe vive a prisa. (La velocidad es una invención urbana, una cosa moderna). El campesino vie monótona y lentamente. Su trabajo y su producción están gobernados por las estaciones. Arada por el buey o la máquina, la tierra da en el mismo tiempo y en la misma estación sus espigas . La urbe y la campiña producen dos distintas psicologías, dos ánimos diversos.
Según Spengler –a quien no se puede hoy olvidar en ningún intento de interpretación de la historia– la última etapa de una cultura es urbana y cosmopolita. "La urbe mundial –dice Spengler– significa el cosmopolitalismo ocupando el puesto del "terruño", el sentido frío de los hechos sustituyendo a la veneración de lo tradicional; significa la irreligión científica como petrificación de la anterior religión del alma, "la sociedad" en lugar del Estado, los derechos naturales en lugar de adquiridos".
La ciudad ha sido injustamente tratada y escasamente comprendida por los literatos románticos o neo-románticos. Todos los que hemos respirado intensa y ávidamente la atmósfera de la urbe hemos leído acaso "La Ciudad y las Sierras" de Eça de Queiroz; pero es difícil que alguien se solidarice, en este tiempo, con su ingenua tendencia. Eça de Queiroz, en esa novela, no sintió ni entendió la ciudad. Su personaje, su Jacinto, es un hidalgo de provincia incapaz de asimilarse al verdadero espíritu urbano. Su vida y la de las demás "dramatis personae" no es sino una vida ociosa, aburrida, elegante, superflua. Y esa no es la vida de la Urbe. De la Urbe el pobre Jacinto no vio sino la "non chalance", el placer, el fastidios, el confort y el esplín. Era natural, por consiguiente, que encontrase, luego, mucho más poéticos y mejores el queso fresco y el cándido pan de la aldea. Ni a Hugo Stinnes, ni a Pierpont Morgan les habría acontecido lo mismo.
¿Hasta qué punto se puede predecir el porvenir de la Ciudad? Hay algunos presagios de su decadencia. Anatole France prevé un desplazamiento de los hombre hacia el campo. La urbe gigantesca es, a su juicio, una consecuencia del orden capitalista. El advenimiento del colectivismo, que distribuirá las funciones y las cosas con más equidad sobre la superficie de la tierra, detendrá el crecimiento mastodóntico de las ciudades. Otros agüeros son más pesimistas. Anuncian implícitamente que la ciudad será reasorbida por el campo innumerable y anónimo.
Pero estos presagios son sin duda exagerados. La ciudad que adopta a los hombres a la convivencia y a la solidaridad, no puede morir. Seguirá alimentándose de la rica savia rural. El campo, a su vez, seguirá encontrando en ella su foro su meta y su mercado.
Y lo ideal para los hombres será por mucho tiempo un tipo de vida un poco urbano y otro poco campesino.

José Carlos Mariátegui La Chira

La emoción de nuestro tiempo. Dos concepciones de la vida

I.
La guerra mundial no ha modificado ni facturado únicamente la economía y la política de occidente. Ha modificado y fracturado, también su mentalidad y su espíritu. Las consecuencias económicas, definidas y precisadas por John Maynard Keynes, no son más evidentes ni sensibles que las consecuencias espirituales y psicológicas. Los políticos, los estadistas, hallarán, tal vez, a través de una serie de experimentos, una fórmula y un método para resolver las primeras; pero no hallarán, seguramente, una teoría y una práctica adecuada para anular las segundas. Más probablemente parece que deban acomodar sus programas a la presión de la atmósfera espiritual, a cuya influencia su trabajo no puede sustraerse. Lo que diferencia a los hombres de esta época no es tan sólo la doctrina, sino sobretodo el sentimiento. Dos opuestas concepciones de la vida, una prebélica, otra postbélica, impiden la inteligencia de los hombres que aparentemente, sirven el mismo interés histórico. He aquí el conflicto central de la crisis contemporánea.
La filosofía evolucionista, historicista, racionalista, unía en los tiempos prebélicos, por encima de las fronteras políticas y sociales, a las dos clases antagónicas. El bienestar material, la potencia física de las urbes habían engendrado un respeto supersticioso por la idea del progreso. La humanidad parecía haber hallado una vía definitiva. Conservadores y revolucionarios aceptaban prácticamente las consecuencias de la tesis evolucionista. Unos y otros coincidían en la misma adhesión a la idea del progreso y en la misma aversión a la violencia.
No faltaban hombres a quienes esta chata y acomodada filosofía no lograba seducir ni captar. Jorge Sorel denunciaba, por ejemplo, las ilusiones del progreso. Don Miguel de Unamuno predicaba quijotismo. Pero la mayoría de los europeos habían perdido el gusto de las aventuras y de los mitos históricos. La democracia conseguía el favor de las masas socialistas y sindicales, complacidas de sus fáciles conquistas graduales, orgullosas de cooperativas, de su organización, de sus "casas del pueblo" y de su burocracia. Los capitanes y los oradores de la lucha de clases gozaban de una popularidad, sin riesgos, que adormecía en sus almas toda veleidad. La burguesía se dejaba conducir por líderes inteligentes y progresistas que, persuadidos de la estolidez y la imprudencia de una política de persecución de las ideas y los hombres del proletariado, preferías una política dirigida a domesticarlos y ablandarlos con sagaces transacciones.
Un humor decadente y estetista se difundía, sutilmente, en los estratos superiores de la sociedad. El crítico italiano Adriano Tilgher, en unos de sus remarcables ensayos, define así la última generación de la burguesía parisense: "Producto de una civilización muchas veces secular, saturada de experiencia y de reflexión analítica e introspectiva, artificial y libresca, a esta generación crecida antes de la guerra le tocó vivir en un mundo que parecía consolidado para siempre y asegurado contra toda posibilidad de cambio. Y en este mundo se adaptó sin esfuerzo. Generación toda nervios y cerebro, gastados y cansados por las grandes fatigas de sus genitores, no soportaba los esfuerzos tenaces, las tensiones prolongadas, las sacudidas bruscas, los rumores fuertes, las luces vivas, el aire libre y agitado; amaba la penumbra y los crepúsculos, las luces dulces y discretas, los sonidos apagados y lejanos, los movimientos mesurados y regulares. El ideal de esta generación era vivir dulcemente".
II.
Cuando la atmósfera de Europa, próxima la guerra, se cargó demasiado de electricidad, los nervios de esta generación sensual, elegante e hiperestética, sufrieron un raro malestar y una extraña nostalgia. Un poco aburridos de "vivre avec douceur", se estremecieron con una apetencia morbosa, con un deseo enfermizo. Reclamaron casi con ansiedad, casi con impaciencia, la guerra. La guerra no aparecía como una tragedia, como un cataclismo, sino más bien como un deporte, como un alcaloide o como un espectáculo. ¡Oh!, la guerra, como en una novela de Jean Bernier, esta gente la presentía y la auguraba, "elle serait trés chic la guerre".
Pero la guerra no correspondió a esta previsión frívola y estúpida. La guerra no quiso ser tan mediocre. París sintió en su entraña, la garra del drama bélico. Europa conflagrada, lacerada, mudó de mentalidad y de psicología.
Todas las energías románticas del hombre occidental, anestesiadas por largos lustros de paz confortable y pingüe, renacieron tempestuosas y prepotentes. Resucitó el culto de la violencia. La Revolución Rusa insufló en la doctrina socialista un ánima guerrera y mística. Y el fenómeno bolchevique siguió el fenómeno fascista. Bolcheviques y fascistas no se parecían a los revolucionarios y conservadores pre-bélicos. Carecían de la antigua superstición del progreso. Eran testigos conscientes e inconscientes de que la guerra había demostrado a la humanidad que aún podían sobrevivir hechos superiores a la previsión de la ciencia y también hechos contrarios al interés de la civilización.
La burguesía, asustada por la violencia bolchevique, apeló a la violencia fascista. Confiaba muy poco en que sus fuerzas legales bastasen para defenderla de los asaltos de la revolución. Más, poco a poco, ha aparecido luego en su ánimo la nostalgia de la crasa tranquilidad pre-bélica. Esta vida de alta tensión la disgusta y la fatiga. La vieja burocracia socialista y sindical comparte esta nostalgia. ¿Por qué no volver -se pregunta- al buen tiempo pre-bélico? Un mismo sentimiento de la vida vincula y acuerda espiritualmente a estos sectores de la burguesía y el proletariado que trabajan en comandita, por descalificar, al mismo tiempo, el método bolchevique y el método fascista. En Italia, este episodio de la crisis contemporánea tiene los más nítidos y precisos contornos. Ahí, la vieja guardia burguesa ha abandonado el fascismo. Y se ha concertado en el terreno de la democracia, con la vieja guardia socialista. El programa de toda esta gente se condensa en una sola palabra: normalización. La normalización sería la vuelta a la vida tranquila, el desahucio o el sepelio de todo romanticismo, de todo heroísmo, de todo quijotismo de derecha y de izquierda. Nada de regresar, con los fascistas, al Medio Evo. Nada de avanzar, con los bolcheviques, hacia la Utopía.
El fascismo habla un lenguaje beligerante y violento que alarma a quieres no ambicionan sino la normalización. Mussolini, en un discurso dijo: "No vale la pena vivir como hombres y como partido y sobretodo no valdría la pena de llamarse fascista, si no se supiese que se está en medio de la tormenta. Cualquiera es capaz de navegar en mar de bonanza, cuando los vientos inflan las velas, cuando no hay olas ni ciclones. Lo bello, lo grande: y quisiera decir lo heroico es navegar cuando la tempestad arrecia. Un filósofo alemán decía: vive peligrosamente. Yo quisiera que ésta fuese la palabra de orden del joven fascismo italiano: vivir peligrosamente. Esto significa estar pronto a todo, a cualquier sacrificio, a cualquier peligro, a cualquier acción, cuando se trate de defender a la patria y al fascismo". El fascismo no concibe la contra-revolución como una empresa vulgar y policial sino como una empresa épica y heroica. Tesis excesiva, tesis incandescente, tesis exorbitante para la vieja burguesía, que no quiere absolutamente ir tan lejos. Que se detenga y se frustre la revolución, claro, pero si es posible con buenas maneras. La cachiporra no debe ser empleada sino en caso extremo. Y no hay que tocar, en ningún caso, la Constitución ni el Parlamento. Hay que dejar las cosas como estaban. La vieja burguesía anhela vivir dulce y parlamentariamente. "Libre y tranquilamente", escribía polemizando con Mussolini, "Il Corriere della Sera" en Milán. Pero uno y otro términos designan el mismo anhelo.
Los revolucionarios, como los fascistas, se proponen, por su parte, vivir peligrosamente. En los revolucionarios, como los fascistas, se advierte análogo impulso romántico, análogo al humor quijotesco.
La nueva humanidad, en sus dos expresiones antitéticas, acusa una nueva intuición de la vida. Esta intuición de la vida no asoma, exclusivamente, en la prosa beligerante de los políticos. En una de las divagaciones de Luis Bello encuentro esta frase: "Conviene corregir a Descartes: combato, luego existo". La corrección resulta, en verdad, oportuna. La fórmula filosófica de una edad racionalista tenía que ser: "Pienso, luego existo". Pero a esta edad romántica, revolucionaria, quijotesca, no le sirve ya la misma fórmula. La vida más que pensamiento quiere ser hoy acción, esto es combate. El hombre contemporáneo tiene necesidad de fe. Y la única fe que puede ocupar su yo profundo es una fe combativa. No volverán, quién sabe hasta cuando, los tiempo de vivir con dulzura. La de este escepticismo y de este nihilismo, nace la ruda, la fuerte, la perentoria necesidad de una fe y de un mito que mueva a los hombres a vivir peligrosamente.

José Carlos Mariátegui La Chira

El hombre y el mito

I.
Todas las investigaciones de la inteligencia contemporánea sobre la crisis mundial desembocan en esta unánime conclusión; la civilización burguesa sufre de la falta de un mito, de una fe, de una esperanza. Falta que es la expresión de su quiebre material. La experiencia racionalista ha tenido esta paradójica eficacia de conducir a la humanidad a la desconsolada convicción de que la Razón no puede darle ningún camino. El racionalismo no ha servido sino para desacreditar la razón. A la idea Libertad, ha dicho Mussolini, la han muerto los demagogos. Más exacto es, sin duda, que la idea de Razón la han muerto los racionalistas. La Razón ha extirpado del alma de la civilización burguesa los residuos de los antiguos mitos. El hombre occidental ha colocado, durante algún tiempo, en el retablo de los dioses muertos, a la Razón y a la Ciencia. Pero ni la Razón ni la Ciencia pueden ser un mito. Ni la Razón ni la Ciencia pueden satisfacer toda la necesidad de infinito que hay en el hombre. La propia Razón se ha encargado de demostrar a los hombres que ella no les basta. Que únicamente el Mito posee la preciosa virtud de llenar su yo profundo.
La Razón y la Ciencia han corroído y han disuelto el prestigio de las antiguas religiones. Eucken en su libro sobre el sentido y el valor de la vida, explica clara y certeramente el mecanismo de este trabajo disolvente. Las creaciones de la ciencia han dado al hombre una sensación nueva de su potencia. El hombre, antes sobrecogido ante lo sobrenatural, se ha descubierto de pronto un exorbitante poder para corregir y rectificar la Naturaleza. Esta sensación ha despojado de su alma las raíces de la vieja metafísica.
Pero el hombre, como la filosofía lo define, es un animal metafísico. No se vive fecundamente sin una concepción metafísica de la vida. El mito mueve al hombre en la historia. Sin un mito la existencia del hombre no tiene ningún sentido histórico. La historia la hacen los hombres poseídos e iluminados por una creencia superior, por una esperanza super-humana; los demás hombres son el coro anónimo del drama. La crisis de la civilización burguesa apareció evidente desde el instante en que esta civilización constató su carencia de un mito. Renán remarcaba melancólicamente, en tiempos de orgulloso positivismo, la decadencia de la religión y se inquietaba por el provenir de la civilización europea. "Las personas religiosas -escribía- viven de una sombra. ¿De qué se vivirá después de nosotros?". La desolada interrogación aguarda una respuesta todavía.
La civilización burguesa ha caído en el escepticismo. La guerra pareció reanimar los mitos de la revolución liberal: la Libertad, la Democracia, la Paz. Mas la burguesía aliada los sacrificó, enseguida, a sus intereses y a sus rencores en la conferencia de Versalles. El rejuvenecimiento de esos mitos sirvió, sin embargo, para que la revolución liberal concluyese de cumplirse en Europa. Su invocación condenó a muerte los rezagos de la feudalidad y de absolutismo sobrevivientes aún en Europa Central, en Rusia y en Turquía. Y, sobretodo, la guerra probó una vez más, fehaciente y trágica, el valor del mito. Los pueblos capaces de la victoria fueron los pueblos capaces de un mito multitudinario.
II.
El hombre contemporáneo siente la perentoria necesidad de un mito. El escepticismo es infecundo y el hombre no se conforma con la infecundidad. Una exasperada y a veces impotente "voluntad de creer", tan aguda en el hombre post-bélico, era ya intensa y categórica en el hombre pre-bélico. Un poema de Henri Frank "La Danza delante del Arca", es el documento que tengo más a la mano respecto del estado de ánimo de la literatura de los últimos años pre-bélicos. En este poema late una grande y onda emoción. Por esto, sobretodo, quiero citarlo. Henri Frank nos dice su profunda "voluntad de creer". Israelita, trata, primero, de encender en su alma la fe en el dios de Israel. El intento es vano. Las palabras del Dios de sus padres suenan extrañas en esta época. El poeta no las comprende. Se declara sordo a su sentido. Hombre moderno, el verbo del Sinaí no puede captarlo. La fe muerta no es capaz de resucitar. Pesan sobre ella veinte siglos. Israel ha muerto de haber dado un Dios al mundo. La voz del mundo moderno propone su mito ficticio y precario: la Razón. Pero Henri Frank no puede aceptarlo. "La Razón, dice, la razón no es el universo".
"La raison sans Dieu c'est la chambre sans lampe".
El poeta parte en busca de Dios. Tiene urgencia de satisfacer su sed de infinito y de eternidad. Pero la peregrinación en infructuosa. El peregrino querría contentarse con la ilusión cotidiana. "¡Ah! sache franchement saisir de tout moment la fuyante fumée et le suc éphémère". Finalmente piensa que "la verdad es el entusiasmo sin esperanza". El hombre porta su verdad en sí mismo.
"Si la Arche et vide où tu pensais trouver la loi, rien n'est réel que ta danse".
III.
Los filósofos nos aportan una verdad análoga a los poetas. La filosofía contemporánea ha barrido el mediocre edificio positivista. Ha esclarecido y demarcado los modestos confines de la razón. Y ha formulado las actuales teorías del Mito y de la Acción. Inútil es, según estas teorías, buscar una verdad absoluta. La verdad de hoy no será la verdad de mañana. Una verdad es válida sólo para una época. Contentémonos con una verdad relativa.
Pero este lenguaje relativista no es asequible, no es inteligible para el vulgo. El vulgo no sutiliza tanto. El hombre se resiste a seguir una verdad mientras no la crea absoluta y suprema. Es en vano recomendarle la excelencia de la fe, del mito, de la acción. Hay que proponerle una fe, un mito, una acción. ¿Donde encontrar el mito capaz de reanimar espiritualmente el orden que tramonta?
La pregunta exaspera a la anarquía intelectual, a la anarquía espiritual de la civilización burguesa. Algunas almas pugnan por restaurar el Medio Evo y el ideal católico. Otras trabajan por un retorno al Renacimiento y al ideal clásico. El fascismo, por boca de sus teóricos, se atribuye una mentalidad medioeval y católica; cree representar el espíritu de la Contra-Reforma; aunque por otra parte, pretende encarnar la idea de la Nación, idea típicamente liberal. La teorización parece complacerse en la invención de los más alambicados sofismas. Mas todos los intentos de resucitar mitos pretéritos resultan, en seguida, destinados al fracaso. Cada época quiere tener un intuición propia del mundo. Nada más estéril que pretender reanimar un mito extinto. Jean R. Block, en un artículo publicado últimamente en la revista "Europe", escribe a este respecto palabras de profunda verdad. En la catedral de Chartres ha sentido la voz maravillosamente creyente del lejano Medio Evo. Pero advierte cuánto y cómo esa voz es extraña a las preocupaciones de esta época. "Sería una locura -escribe- pensar que la misma fe repetiría el mismo milagro. Buscad a vuestro alrededor, en alguna parte, una mística nueva, activa, susceptible a milagros, apta a llenar a los desgraciados de esperanza, a suscitar mártires y a transformar el mundo con promesas de bondad y de virtud. Cuando la habréis encontrado, designado, nombrado, no seréis absolutamente el mismo hombre".
Ortega y Gasset habla del "alma desencantada". Romain Rolland habla del "alma encantada". ¿Cuál de los dos tiene razón? Ambas almas coexisten. El "alma desencantada" de Ortega y Gasset es el alma de la decadente civilización burguesa. El "alma encantada" de Romain Rolland es el alma de los forjadores de la nueva civilización. Ortega y Gasset no ve sino el ocaso, el tramonto, der Untergang. Romain Rolland ve el otro, el alba, der Aufgang. Lo que más neta y claramente diferencia en esta época a la burguesía y al proletariado es el mito. La burguesía no tiene ya mito alguno. Se ha vuelto incrédula, escéptica, nihilista. El mito liberal, renacentista, ha envejecido demasiado. El proletariado tiene un mito: la revolución social. Hacia ese mito se mueve con una fe vehemente y activa. La burguesía niega; el proletariado afirma. La inteligencia burguesa se entretiene en una crítica racionalista del método, de la teoría de los revolucionarios. ¡Qué incomprensión! La fuerza de los revolucionarios no está en su ciencia; está en su fe, en su pasión, en su voluntad. Es una fuerza religiosa, mística, espiritual. Es la fuerza del Mito. La Emoción revolucionaria, como escribí en un artículo sobre Ghandi, es una emoción religiosa. Los motivos religiosos se han desplazado del cielo a la tierra. No son divinos; son humanos, son sociales.
Hace algún tiempo que se constata el carácter religioso, místico, metafísico del socialismo. Jorge Sorel, uno de los más altos representantes del pensamiento francés del siglo XX, decía en sus Reflexiones sobre la Violencia: "Se ha encontrado una analogía entre la religión y el socialismo revolucionario, que se propone la preparación y aún la reconstrucción del individuo para una obra gigantesca. Pero Bergson nos ha enseñado que no sólo la religión puede ocupar la región del yo profundo; los mitos revolucionarios pueden también ocuparla con el mismo título. Renan, como el mismo Sorel lo recuerda, advertía la fe religiosa de los socialistas, constatando su inexpugnabilidad a todo desaliento. "A cada experiencia frustrada, recomienzan. No han encontrado la solución; la encontrarán. Jamás los asalta la idea de que la solución no exista. He ahí su fuerza".
La misma filosofía que nos enseña la necesidad del mito y de la fe, resulta incapaz generalmente de comprender la fe y el mito de los nuevos tiempos. "Miseria de la filosofía" como decía Marx. Los profesionales de la Inteligencia no encontrarán el camino de la fe; lo encontrarán las multitudes. A los filósofos les tocará más tarde, codificar el pensamiento que emerja de la gran gesta multitudinaria. ¿Supieron acaso los filósofos de la decadencia romana comprender el lenguaje del cristianismo? La filosofía de la decadencia burguesa no puede tener mejor destino.

José Carlos Mariátegui La Chira

Interpretación de Roma. Las tres Romas.

En la Ciudad Eterna, con su Baedecker en la mano, el peregrino busca a Roma. Como Hipólito Taine, nuestro peregrino visita primero el Coloseo, luego San Pedro, después el Foro. En su ruta encuentra cosas que Taine no encontró. El monumento a Víctor Manuel. El Palacio de Justicia. Estas cosas que presumen de grandes, no existían en los tiempos de Taine. Y nuestro peregrino, que no es un hombre vulgar, a pesar de que pasea por la Ciudad Eterna con su Baedecker en la mano, no querrían que existiesen tampoco ahora. Este monumento y este palacio tienen un aire de nuevos ricos. Su “toilette” burguesa no es del gusto de nuestro peregrino. Y, sobre todo, este monumento y este palacio complican demasiado el panorama y el espíritu de la Ciudad Eterna. El peregrino los desearía más simples. Es un hombre que ha leído a Goethe, a Stendhal, a Taine. (Ha leído también a Madame Stael, aunque no acostumbre a recordarlo). Y le contaría que, por culpa de un monumento y de un palacio nuevos, las impresiones de Goethe, de Stendhal y de Taine no pueden ser ya total y absolutamente válidas para un viajero un poco romántico. El peregrino, algo desencantado, renuncia entonces a buscar a Roma en esta urbe un poco vieja y un poco nueva, por cuya calzada rueda desacompasadamente su “vettura”.
II.
Este viaje en “vettura” no sería sin embargo infructuoso. El peregrino acabará por comprender que su Roma -Roma una- no existe. Pero que, en cambio, existen tres Romas: La Roma de los Césares, la Roma de los Papas y la Roma de Víctor Manuel. (La Roma de Remo y Rómulo está demasiado lejana, demasiado borrada. No ha existido tal vez nunca. Pertenece a la pre-historia, a la mitología). Después de Stendhal, de Goethe y de Taine, ha nacido una Roma nueva. Esta Roma de Víctor Manuel y del Risorgimento -garibaldiana, liberal y masónica en su origen- es aún muy joven, muy incipiente, muy informe. Pero domina oficialmente la Ciudad Eterna. La gobierna políticamente. Se llama la Terza Roma.
Nuestro peregrino aprenderá, a costa de algunas ilusiones y de algunas liras, que en la Ciudad Eterna hay tres ciudades superpuestas. Tres ciudades que no logran mezclarse, que no logran fundirse en una sola, no obstante que el tiempo ha entreverado tanto sus elementos. La ciudad papal se halla poblada de vestigios de la ciudad pagana. Los templos católicos contienen muchas columnas, muchos frisos, muchos mármoles, de los templos paganos. Sin embargo, se siente uno y otro estilo, que una y otra época, no consiguen identificarse y fusionarse. En la Ciudad Eterna se distinguen siempre diversas ciudades, como en un corte geológico se distinguen netamente diversos terrenos.
III.
Pero la Roma que predomina todavía, en el plano y en el estilo de la Ciudad Eterna, es la misma que constataron Goethe, Stendhal y Taine. (Es probable que nuestro Peregrino -a quien el lector y yo abandonaremos desde este instante en su peripecia- se regocije y se satisfaga de esta constatación. Dejémoslo explorar, por su cuenta y a su guisa, el misterio de la unidad y de la trinidad de la Ciudad Eterna.
La coexistencia de tres Romas resulta, en el fondo, ficticia. La Roma del Imperio es, desde hace mucho tiempo, una cosa muerta. La Roma de Víctor Manuel es -malgrado su presuntuoso monumento- una cosa larvada. Entre una y otra, ocupa hasta ahora el mayor puesto, un poco derrotada, un poco decaída, pero viviente aún, la Roma del Papado. La Roma del Papado tiene sobre la Roma del Risorgimento la ventaja de haber realizado su personalidad plenamente. Le pertenece, por ende, la mayoría de los monumentos y de las piedras. Su realidad, es para el viajero, para el turista, más sensible que la realidad de la Roma del Risorgimento.
La Roma de los Papas desciende legítimamente de la Roma de los Césares. Esto es muy cierto. El sentimiento asiático, oriental, del primitivo cristiano no conservó en Roma su pureza sino durante el periodo de las catacumbas. Luego, se confundió y se consubstanció con el sentimiento pagano. Pero entre una ciudad y otra se siente límites muy marcados y muy presentes. En la Roma papal renacieron muchos elementos, muchos matices de la Roma pagana. Mas renacieron con una nueva ánima, en una nueva edad. La Roma papal se construyó sobre las ruinas de la Roma pagana. No hubo continuidad de una ciudad a otro. El renacimiento no habría podido enlazar fuertemente el estilo de la Roma pagana con el estilo de la Roma papal. La falta de monumentos góticos que señala la historia del Medio Evo facilitaba en Roma la unificación. Por muy complejas razones, el Renacimiento no quiso, empero, cumplir esta función. El estilo renacentista se convirtió muy pronto en Roma en el estilo barroco. Perdió rápidamente su mesura clásica, su serenidad greco-latina. El Papado edificó una ciudad barroca.
Entre la Roma papal y la Terza Roma los límites no están demarcados. La Terza Roma no ha destruido a la Roma papal. Ha crecido a su flanco.
No ha pretendido reemplazarla en la historia. Se ha conformado con sustituirla en la política. La ha dejado intacta. Ha querido vivir en buenas relaciones de vecindad con el Papado. La Terza Roma, por ende, se deja sentir muy poco. La Monarquía de los Saboya no tiene una casa propia. Se alberga en el Quirinal, en un palacio barroco de los Papas. Todo esto se explica muy bien. El catolicismo fue un fenómeno ecuménico, un movimiento humano. El Risorgimento, en tanto, ha sido un fenómeno local, un movimiento italiano. Ha representado un ideal burgués, un ideal nacional del siglo diecinueve. Es lógico, pues, que la Roma del Risorgimento no se afirme con la misma potencia que la Roma del catolicismo. Es lógico que carezca de su fuerza destructiva. La Monarquía de Saboya. La historia contemporánea de Italia nos ofrece numerosas señales de adaptación de la Terza Roma al ambiente del Quirinal y del borgho. Tres hechos elocuentes se eslabonan en esta dirección en la política post-bélica: la colaboración de los católicos como partido político, en el gobierno de Italia. La abdicación de la democracia liberal ante el fascismo antiliberal y antidemocrático. El restablecimiento, por el fascismo, de la influencia de la Iglesia en la enseñanza.
El Papado, prisionero en el Vaticano, no es un vencido del Quirinal. No lo ha sido nunca, ni ha perdido su poder espiritual. Ha hecho concesiones más bien aparentes que reales al espíritu de la época. Presentemente, recupera muchas posiciones abandonadas en discurso de medio siglo demo-masónico. El fascismo se declara filo-católico. Mussolini mira en la Iglesia una fuerza de difusión de la italianidad en el mundo. La ideología imperialista y reaccionaria del fascismo encuentra en la Iglesia un instrumento adecuado a sus fines.
La historia de la política explica el panorama de la Ciudad Eterna mejor que la historia del arte. Las piedras de Roma no tienen origen puramente estético. (Mientras su cerebro no se acomode a esta visión de la realidad, el peregrino deambulará desorientado, sin brújula, por el borgho tortuoso.)
En la Ciudad Eterna hay tres ciudades superpuestas; pero hay una que predomina: la ciudad papal. La Roma de la civilización romana no es sino un resto arqueológico. Y la Terza Roma no es, hasta ahora, sino una expresión política.

José Carlos Mariátegui La Chira

Volviendo a Matusalen de Bernard Shaw.

Esta obra de Bernard Shaw traduce el alma fáustica de la civilización occidental. Es una obra que sabiamente filtra emociones y pensamientos peculiares de nuestro tiempo. “Volviendo a Matusalen” tiene un íntimo parentesco con la experiencia de Voronof. Sólo que entre la idea de “Volviendo a Matusalen” y el injerto de la glándula de mono existe, naturalmente, la distancia que separa a una concepción metafísica de una receta médica. Bernard Shaw nos propone la inmortalización; Voronof se conforma con la longevidad. Bernard Shaw cree que la prolongación de la vida se puede arribar mediante el trabajo de la voluntad y el pensamiento; Voronof nos dice que basta un artificio quirúrgico. Entre el pensamiento del dramaturgo y el procedimiento del cirujano hay una diferencia de categoría. Pero uno y otro expresan el mismo estado de alma.
Nunca la humanidad se mostró tan desesperadamente aferrada a la vida. El poema de Goethe simboliza todo el drama de a civilización occidental. El hombre moderno sufre un desesperado afán de conocer el pasado de prever el porvenir. La lúcida definición de este aspecto de la época constituye acaso el acierto esencial del libro de Spengler.
El problema de la vida domina la especulación filosófica y artística de la época. El relativismo contemporáneo parece destinado a revelarnos, entre otras relatividades, la relatividad de la muerte. El propio escepticismo, para ser absoluto, empieza a adoptar ante la ilusión de la muerte la misma actitud que ante las ilusiones de la vida. Pirandello, que no reconoce más realidad que la del espíritu, de la imaginación, no cree que los muertos estén efectivamente muertos. Para él no son sino simples desilusionados. Los que mueren, según el extraordinario dramaturgo de “Ciascuno a suo modo”, no son aquellos que dejamos, bajo tierra en el cementerio; somos, más bien, nosotros. Porque mientras ellos no mueren en nosotros, -que guardamos, en nuestra imagen del difunto amado u odiado, una parte de su realidad- nosotros morimos en ellos. I por consiguiente es el caso de preguntarse: ¿quiénes mueren?
Esto les parecerá a muchos puro humorismo metafórico. Pero sólo podemos negarnos a tomar en serio esta tesis de Pirandello por humorista; no por metafísica. Lo metafísico ha recuperado su antiguo rol en el mundo después del fracaso de la experiencia positivista. Todos sabemos que el propio positivismo cuando ahondó su especulación se tornó metafísico.
Tenemos hoy como consecuencia de esta reacción, una metapsíquica. Pero Bernard Shaw piensa que más falta nos hace una metabiología. “Volviendo a Matusalen” es una alegoría “metabiológica”. La biología es la ciencia que más apasiona hoy a los artistas y a los filósofos. I Bernard Shaw, que querría ser el iconógrafo de la religión de su tiempo, piensa que “toda religión debe ser primero y fundamentalmente una ciencia de metabiología”. Esto le parece indiscutible pues “ha visto el fetichismo de la Biblia, después de mantenerse en pie bajo las baterías nacionalistas de Hume, Voltaire, etc., derrumbarse ante la embestida de evolucionistas de mucho menos fuste, solamente porque la desacreditaron como documento biológico; así, que desde ese momento perdió todo su prestigio y la cristiandad literaria quedó sin fe”.
En la primera jornada o el primer episodio de su drama, Bernard Shaw nos ofrece una nueva interpretación de la leyenda del Edén. Adán y Eva sacrifican la inmortalidad por la creación. Su inmortalidad se sentía, además de estéril, incierta. La voluntad de crear los conduce al pecado. El pecado a la muerte. Pero a este precio adquieren el poder de crear. El poder de renovarse perennemente en muchos Adanes y muchas Evas. “Adán y Eva, -explica Franklin Barnabás en la segunda jornada del drama- se hallaron colocados entre dos terribles posibilidades. La una era la extinción del género humano por su muerte accidental. La otra era la posibilidad de vivir siempre. No pudieron aguantar ni una ni otra. Entonces decidieron que viviría una corta tanda de mil años, y durante ese tiempo dirigirían sus esfuerzos hacia la creación de una nueva pareja. Por consiguiente tuvieron que inventar el nacimiento natural y la muerte natural, que no son, después de todo, sino modos de perpetuar la vida sin imponer a ninguna criatura la terrible carga de la inmortalidad”.
¿Por qué parte Bernard Shaw del Génesis? “Volviendo a Matusalen” pretende ser el comienzo de una nueva Biblia. En el prólogo -que como ocurre en “Santa Juana” es más brillante que el drama- Bernard Shaw hace justicia sumaria del darwinismo. No condena a Darwin mismo sino a los darwinistas. El darwinismo -y de esto Darwin no es responsable- engendró un oportunismo, un materialismo que rebajó inverosímilmente los sueños y los ideales humanos. Shaw dennuncia con ironía colérica las consecuencias de la voluntaria abdicación del hombre de su esencia divina. La leyenda del Edén es para él un documento científico mucho más respetable que el “Origen de las Especies”. “El libro del Génesis -afirma Franklin Barnabas- es una parte de la Naturaleza como cualquier otra parte de la Naturaleza. El hecho de que el cuento del jardín del Edén ha pervivido y mantenido tensa la imaginación de los hombres durante siglos, mientras que centenares de historias mucho más inverosímiles y divertidas han pasado de moda y desaparecieron como las coplas populares del año pasado, es un hecho científico, y la Ciencia está obligada a explicarlo me dice Ud. que la ciencia no sabe nada de él. Entonces la ciencia es más ignorante que los niños de cualquier escuela de aldea”.
El segundo episodio pasa en nuestros días. Es en cierta forma el episodio de la post-guerra. Los hermanos Conrado y Franklin Barnabás exponen a dos políticos británicos, que el lector identifica inmediatamente, su teoría de que es necesario prolongar la vida humana hasta trescientos años. “No existe ya -dice Conrado- la más mínima duda de que lo problemas políticos y sociales originados por nuestra civilización, no pueden ser resueltos por seres efímeros que decaen y mueren en el preciso momento que empiezan a vislumbrar algunos destellos de la sabiduría y el conocimiento necesario para su propio gobierno”. Para que el milagro se opere no es preciso sino que es espíritu humano lo conciba primero y lo quiera después.
Los tres actos siguientes de “Volviendo a Matusalen” son una bizarra fantasía futurista. Nos transportan al mundo de las utopías de Wells. En el primero, “la cosa sucede”, Bernard Shaw nos presenta los dos especímenes inaugurales de longevidad tricentenaria. La utopía no ha tardado mucho en realizarse; se ha cumplido en dos conocidos nuestros, la camarera de Conrado y el novio de la hija de Franklin.
En el siguiente, el experimento alcanza todo su desarrollo. Hacia el año 3000 de nuestra era, Irlanda está habitada por una raza de hombres que viven trescientos años. La humanidad ha adquirido, en estos hombres, una sabiduría y una potencia superiores. Pero en el resto del planeta subsisten todavía hombres de vida corta. El contraste entre una y otra parte del género humanos brinda una gorda ocasión al humor de Shaw. Mas Shaw no la aprovecha sino medianamente.
En el último acto la obra culmina. Las nacionalidades han terminado. No hay sino una raza humana. El hombre ha vuelto a Matusalen. Pero, intelectual y espiritualmente, nada recuerda en él al hombre bíblico. Hasta fisiológicamente no es ya el mismo. La fatiga, el dolor, han sido vencidos. La humanidad es ovípara. La serpiente en la escena final, dice: “Estoy justificada. Pero yo escogí la sapiencia y el conocimiento del bien y el mal y ahora ya no hay mal y la sapiencia y el bien son una sola cosa”. Mas la evolución humana no ha acabado. Lilith, de quien nacieron Adán y Eva, lo constata en estas palabras: “Después de haber alcanzado millones de metas, están afanándose por llegar a la meta de la redención de la carne; al vórtice liberado de la materia al torbellino dentro de la pura fuerza. I, a pesar de que todo lo que han hecho no parece sino la primera hora de la obra infinita de la Creación, no quiero suprimirlos hasta que hayan pasado el último vado ese último río que corre entre la carne y el espíritu y liberado de su vida de la materia que siempre la ha burlado”.
Bernard Shaw adopta hasta cierto punto el concepto apengleriano de la historia. El progreso humano, en su utopía, no sigue una línea única y constante. Las culturas se suceden; las hegemonías se reemplazan. En el año 3000 la capital del Imperio Británico es Bagdad. De Londres no quedan ni si quiera ruinas. Pero, al margen o por encima de este accidentado proceso, la formación de un nuevo tipo humano ha seguido su curso.
I Shaw enmienda y completa, con una rectificación profunda, el esquema en que Spengler pretende encerrar la trayectoria de las culturas. El socialismo aparece siempre en la decadencia, en el Untergang. Pero no es un síntoma de la decadencia misma; es la última y única esperanza de salvación. Una cultura cuando naufraga, ha arribado a un punto en que el socialismo compendia todos sus recursos vitales. No le ha quedado sino aceptar el socialismo o aceptar la quiebra. El socialismo no es responsable que los hombres no sean entonces capaces de entender este dilema.
José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Guillermo Ferrero y la Terza Roma

El historiógrafo de Roma antigua deviene, en su ancianidad, el novelista de Roma moderna. La serie de novelas que con el título de “La Terza Roma” ha comenzado a publicar (“Le Due Veritá”, “La Rivolta del Figlio”, A. Mondadori, Milano, 1927) nos introducen en la vida romana, en los últimos años de la administración de Francesco Crispi, cuando se entrevé ya el fracaso de la aventura colonial de Abisinia. Zola, en una de sus tentaculares novelas, intentó aprehender en un solo volumen el espíritu de esta misma Roma. Pero, encontrando todavía demasiado frágil y exigua la Roma del Risorgimento, esbozó más bien un cuadro de la Roma pontificia. Sus pasos buscaron el ánima compleja y múltiple de Roma en el tortuoso “borgho” transteverino y en los umbrosos palacios eclesiásticos. I por este lado no iban mal encaminados. Mas Roma les escapó siempre. Cerrado el volumen se advierte enseguida que la Roma del Vaticano y del Quirinal no está en la enorme anécdota urdida por Zolá para capturarla.
Guglielmo Ferrero sigue otro derrotero. Nos introduce en Roma por la puerta de un palacio que aloja en sus suntuosos y antiguos salones la alianza de la prepotente y alacre burguesía de Milán y la conquistadora y cultivada aristocracia del Piamonte. En este palacio, en el cual los nuevos amos de la Ciudad Eterna han sucedido a la decaída nobleza romana, se respira el ambiente oficial de la Italia crispiana, que empieza su acercamiento al mundo vaticano, bajo el auspicio de la catolicidad de doña Eduvigis Alamanni.
La figura del senador Alamanni, hijo de un plebeyo, más aún, de un siervo enriquecido, que se hacer perdonar su origen por la aristocracia mediante su unión con una patricia empobrecida, es en los dos primeros tomos de “La Terza Roma” la figura central de la novela. Alamanni tiene en su juventud la dureza, el ímpetu, los dotes de comando y potencia de los grandes burgueses. Capitán de finanza y de industria, posee el genio de los negocios. La acumulación de capitales es, en su teoría y en su práctica, la vía de la posesión del mundo. Siente un desprecio altanero de plebeyo victorioso por la nobleza desmonetizada y parasitaria. Pero en los cuarenta años, el enlace con doña Eduvigis, -a quien Guglielmo Ferrero generoso con los vencidos, caballeresco con el pasado, concede todas las cualidades y virtudes de la nobleza cristiana,- domestica su voluntad agresiva. Alamanni se enamora insensiblemente de los hábitos y de los gustos de la aristocracia. Reconoce a la tradición y a la estirpe el valor que antes les había negado. Se deja ganar por los sentimientos de la aristócrata gentil y delicada a la cual sus millones le han permitido llegar. La psicología de la época es propicia a este cambio. “La Monarquía, la Aristocracia y una parte, la más ambiciosa y la más fina, de la Riqueza no blasonada todavía había comenzado, desde hacía un ventenio, en toda Europa, a atrincherarse en el acrópolis de la sociedad contra la Democracia y la llanura; y a fin de que la trinchera fuese alta y sólida, cada uno aportaba lo que podía que todo servía: la cultura, la gloria, la potencia, el blasón, el valor, la elegancia y las bellas maneras, la riqueza y el lujo y el arte, antiguo patrimonio de los grandes y los humildes; y quien no poseía otra cosa, frivolidad, ignorancia y disipación”. El dinamismo de la idea liberal, generadora del Risorgimento, inquietaba a los espíritus. En las masas prendía la idea socialista, catastrófica y mesiánica. La política de Francesco Crispi tendía a dar al orden el cimiento de la tradición, sofocando las consecuencias lógicas de los principios del Risorgimento. Contra esta política, se alzaban en el parlamento, además de los tribunos socialistas, los hombres de izquierda del liberalismo. Cavalloti y Rudini preparaban con sus requisitorias contra la administración crispiana el advenimiento de la era de Giolitti. Alamanni, que había gastado su impulso original en la creación de una gran fortuna, y que había suavizado su soberbia de nuevo rico en un sedante palacio romano, se sentía un soporte de orden. Intuitivo, práctico, pesimista, no abría en su espíritu un excesivo crédito de confianza a los dotes del presunto Bismarck italiano. Pero sus sentimientos y móviles de conservador lo constreñían a sostener esta política, contra todas las amenazas tormentosas del sufragio y de la plaza. Los paladines de la izquierda demo-liberal, Cavalloti, Di Rudiní, Giolitti, le parecía peligrosos demagogos. Prefería a su victoria, el compromiso directo entre la plutocracia y el socialismo, entre el poder el proletariado, conforma a la praxis bismarckiana. Mas estas ideas eran de naturaleza absolutamente confidencial, privada. Alamanni no era un político; era solo un plutócrata. Daba al orden el apoyo de sus millones, de su riqueza, en cambio de las garantías que le otorgaba para acrecentarlos. Su campo era la economía, no la política ni la administración. Vagamente percibía el peso muerto de la política y de sus funcionarios y doctrinas en el libre juego de los intereses económicos. Los políticos, le parecían costosos y embarazantes intermediarios. Estaba ligado al conservantismo de Crispi por todos los vínculos de su ambición y de su riqueza. Crispi lo había hecho marqués. El despreciador de títulos y blasones, había gestionado solícitamente esta merced, que lo igualaba formalmente con su mujer en la jerarquía mundana.
Pero el argumento de “La Terza Roma” no es la vida misma de un hombre. Ferrero le antepone una intriga de sabor folletinesco, que si nos conduce a la entraña de algunos aspectos de la vida social de la época, se apropia demasiado, con sus episodios, de las páginas de la obra y del espíritu del narrador. El novelista, se impone, con prepotencia de diletante y debutante, al historiógrafo. I, al cerrar al segundo volumen, -“La Rivolta del Figlio”- la impresión de que la Terza Roma está escapando también a Ferrero, nos trae el recuerdo de la frustrada tentativa de Zola. El conflicto sentimental y moral del hijo del senador Alamanni, que parte al África en vísperas del desastre de Adua, acapara demasiado la obra y el novelista. Esperemos que este, en el descanso que ha seguido a “La Rivolta del Figlio”, tenga tiempo y voluntad de advertirlo.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Piero Gobetti

No hemos sido afortunados ni solícitos en el conocimiento y estimación de los valores de la cultura italiana moderna. Y he tenido oportunidad de apuntarlo, comentando un libro de Prezzolini y ocupándome en la averiguación de la influencia italiana en la literatura y el pensamiento hispano-americanos contemporáneos.
En el preludio de la presentación del ensayista Piero Gobetti, muerto cuando aún no había alcanzado la sazón de la treintena, tengo que insistir en este motivo, que se presta a muchas variaciones.
La deficiencia de nuestra asimilación de la mejor Italia, la irregularidad de nuestro trato con su más sustanciosa cultura, no es ciertamente una responsabilidad específica de nuestras Universidades, revistas y mentores. El Perú no tiene, por razones obvias, relación directa y constante sino con dos literaturas europeas: la española y la francesa. Y España hoy mismo que sus distancias con la Europa moderna se han acortado considerablemente no es una intermediaria muy exacta ni muy atenta entre Italia e Hispano-América. La “Revista de Occidente” que registra en su haber un persistente esfuerzo por incorporar a España en la cultura occidental, no ha acordado a la literatura y al pensamiento italianos sino un lugar secundario. Los mejores trabajos de divulgación de los hombres e ideas de la Italia contemporánea son, en los últimos años, los debidos a Juan Chabás que aprovechó excelentemente su estancia en Italia. La obra de Unamuno acusa un reconocimiento serie, -y en algún punto que ya tendré oportunidad de señalar hasta cierto influjo de Benedetto Croce-. Pero, en general, la transmisión española de las corrientes intelectuales y artísticas de Italia ha sido irregular, insegura y defectuosa. Croce, por ejemplo, me parece aún hoy, insuficientemente estudiado y comprendido en España. Y, en Hispano-América, si no le ha faltado expositores y comentadores fragmentarios, no ha encontrado todavía un expositor inteligente y enterado de su obra total. A este respecto está en lo cierto el argentino M. Lizondo Borda que, en un reciente estudio publicado en “Nosotros”, afirma que la filosofía de Croce no ha sido todavía muy entendida en su país, agregando que “igual cabe decir de otros países, inclusive europeos”.
Actualmente, la coquetería reaccionaria de algunos intelectuales españoles con el fascismo, propicia la vulgarización, y aún la imitación en España de los ensayistas y literatos de la Italia fascista, a expensas del conocimiento de valores más esenciales, pero desprovistos de los títulos caros al gusto y al humor propagados en un clima benévolo a la dictadura. Curzio Malaparte, a quien yo cité aquí primero hace cinto años, cuya obra empieza a ser traducida al español, encabeza el elenco de escritores jóvenes de Italia a quienes la política asegura admiradores y partidarios en ciertos equipos sedicentes vanguardistas de la intelectualidad hispánica. La reacción, la dictadura, han menester de teorizantes y no escasean en la juventud letrada quienes, a base de argumentos de “L’Action Francaise”, Meritain, Massis, Valois, Rocco, del Conde Keyserlin, Spengler, Gentile, etc., están dispuestos a asumir ese papel. La política no se mezcla nunca tanto a la literatura y a las ideas como cuando se trató de decretar la moda de un autor extranjero. Papini debe a su conversión al catolicismo, en el mundo hispánico, la difusión que el no había ganado con su obra anterior a la “Historia de Cristo”. Y no sería raro que quieres encuentran abstrusamente hegeliano a Croce, propaguen con entusiasmo la obra de Giovanni Gentile, bonificada por la adhesión de este filósofo, sin duda más hegeliano que Croce en punto a abstractismo, a la política mussoliniana.
Curzio Malaparte es, sin duda, uno de los escritores de la Italia contemporánea. Pero tendría una información muy incompleta de esta misma Italia, en cuanto a críticos y polemistas, quien bien abastecido de frases y anécdotas de Curzio Suckert, (Malaparte en literatura) ignorase en materia de ensayo político y filosófico a Mario Missirolo, Adriano Tilgher, Piero Gobetti y otros. Los críticos y escritores españoles que flirtean con el fascismo y sus gacetas, difícilmente se ocuparán en exponer a estos ensayistas. Y los católicos que tan tiernamente secundan la fama del Papini de post-guerra, sin la menor noticia en muchos casos del Papini de “Pragmatismo” y de “Polemiche Religiose”, no dirán una palabra sobre el católico Guido Miglioli, líder del agrarismo cristiano social de Italia, ex-diputado del Partido Popular y autor de “Il Villagio Soviético”, y ni siquiera sobre Luigi Sturzo, uno de cuyos libros políticos apareció en la editorial que dirigía en Turín, Piero Gobetti, el escritor que precisamente motiva este artículo.
Si Benedetto Croce no ha sido aún debidamente explicado y comentado en nuestra Universidad, -en la que en cambio ha gozado de particular resonancia el mediano renombre de diversos secundarios Guidos de las Universidades italianas- es lógico que Piero Gobetti, muerto en la juventud en ardiente batalla, permanezca completamente desconocido. Piero Gobetti era una filosofía un crociano de izquierda y en política, el teórico de la “revolución liberal” y el mílite de “L’Ordine Nuovo”. Su obra quedó casi íntegramente por hacer en artículos, apuntes, esquemas, que después de su muerte un grupo de editores e intelectuales amigos ha compilado, pero que Gobetti, combatiente esforzado, no tuvo tiempo de desarrollar en los libros planeados mientras fundaba una revista, imponía una editorial, renovaba la crítica e infundía un potente aliento filosófico en el periodismo político.
He leído los cuatro primeros volúmenes de la obra de Piero Gobetti (“Risorgimento”, “senza eroi”, “Paradiso dello spirito russo”, “Opera Critica. Parte Prima” y “Opera Critica. Parte Seconda”, Edizioni del Baretti, Turín), y he hallado en ellos una originalidad de pensamiento, una fuerza de expresión, una riqueza de ideas que están muy lejos de alcanzar, en libros prolijamente concluidos y retocados, los escritores de la misma generación a quienes la política gratifica con una fácil reputación internacional. Un sentimiento de justicia, una acendrada simpatía por el hombre y la obra, un leal propósito de contribuir al conocimiento de los más puros y altos valores de la cultura italiana, me mueven a exponer algunos aspectos esenciales de la obra de este ensayista, a quien no se podría juzgar en toda su singular significación por uno de sus volúmenes ni por un determinado grupo de estudios, porque su genio no logró una expresión acabada ni sus ideas una exposición sistemática en ninguno y hay que buscar la viva y profunda modernidad de uno y otras en el sugestivo conjunto de sus actitudes.
El escritor italiano Santino Caramella, que con fraterna devoción y ponderado juicio prologa la obra de Gobetti dice, en el prefacio del tercer volumen: “La unidad viva e íntima viene de la figura de Piero Gobetti crítico y periodista, polemista y ensayista, que se descubrirá aquí al lector en toda su magnitud y en los más variados aspectos de su actividad: una figura, a la cual toda sus obras le son en cierto sentido inferiores, mientras este volumen servirá en cambio para refrescarla en la memoria de cuantos la admiraron y amaron, como encarnación cotidiana del gran animador de ideas y de obras”. Es esta unidad la que intentaré traducir en un próximo capítulo reconstruyéndolo con los elementos que me ofrecen los cuatro nutridos y preciosos volúmenes de su obra completa, aunque el mérito de Gobetti, más que en la coherencia y originalidad de su pensamiento central, está en los magníficos hallazgos a que lo condujo por la ruta atrevida e individual de sus varias inquisiciones.

José Carlos Mariátegui La Chira

La economía y Piero Gobetti

Prometí un croquis conciso de las ideas de Piero Gobetti, el original y sustancioso ensayista que, precisamente por su escaso título a la atención siempre oportunista de las gacetas literarias y a la consideración generalmente pedante de las tesis doctorales, quiero señalar entre los más vivos y fecundos valores de la cultura italiana contemporánea. Y justamente porque Piero Gobetti no fue específicamente un economista, me parece oportuno empezar por referirme al peso que en sus juicios morales, políticos, filosóficos, estéticos e históricos tuvo, en último análisis, la economía. Esta sagaz y constante preocupación de lo económico me parece uno de los signos más significativos de la modernidad y del realismo de Gobetti, que la debió, no a una hermética educación marxista, sino a una autónoma y libérrima maduración de su pensamiento. Gobetti llegó al entendimiento de Marx y de la economía, por la vía de un agudo y severo análisis de las premisas históricas de los movimientos ideológicos, políticos y religiosos de la Europa moderna en general y de Italia, en particular. En su juventud, la filosofía griega y oriental, escolástica y moderna, la tradición intelectual italiana de Machiavelli a Vico y de Spaventa a Gentile, la indagación estética, ejercitada con idéntica agilidad en el Museo Británico y en la literatura rusa, lo acaparaban demasiado para que se insinuasen en su especulación y en su crítica los móviles de la interpretación económica de la historia. Pero la más perfecta familiaridad con Parménides y Empédocles, con Heráclito y Aristóteles, con Descartes y Kant, con Hegel y Croce, no estorbó a Piero Gobetti para reconocer la rigurosa justificación de la teoría que busca en el movimiento de la economía el impulso decisivo de las transformaciones políticas e ideológicas. La enseñanza austera de Croce, que en su adhesión a lo concreto, a la historia, concede al estudio de la economía liberal y marxista y de las teorías del valor y del provecho un interés no menor que al de los problemas de lógica, estética y política, influyó sin duda poderosamente en el gradual orientamiento de Gobetti hacía el examen del fondo económico de los hechos cuya explicación deseaba rehacer o iniciar. Mas decidió, sobre todo, este orientamiento, el contacto con el movimiento obrero turinés. En su estudio de los elementos históricos de la Reforma, Gobetti había podido ya evaluar la función de la economía en la creación de nuevos valores morales en el surgimiento de un nuevo orden político. Su investigación se transportó con su acercamiento a Gramsci y su colaboración en “L’Ordine Nuovo”, al terreno de la experiencia actual y discreta. Gobetti comprendió, entonces, que una nueva clase dirigente no podía formarse sino en este campo social, donde su idealismo concreto se nutría moralmente de la disciplina y la dignidad del productor. Y, confrontando el proceso religioso y social de Italia con el de los países de desarrollo capitalista, formuló así este juicio: “En la historia italiana los tipos de productores resultaron de las transacciones a que constriñe la dura lucha con la miseria. El artesano y el mercader decayeron después de las comunas. El Agricultore es el antiguo siervo que cultiva por cuenta de los patrones de la curia y tiene en la enfiteusis su única defensa. La civilización más característica es luego la que se forma en las cortes o en los empleos y que habitúa a las astucias, a los funambulismos de la diplomacia y de la adulación, al gusto de los placeres y de la retórica. El pauperismo italiano se acompaña con la miseria de las conciencias: quien no se siente cumplir una función productiva en la civilización contemporánea, no tendrá confianza en si mismo, ni culto religioso de la propia dignidad. He aquí en qué sentido el problema político italiano, entre los oportunismos y la caza descarada de los puestos y la abdicación frente a la clase dominante, es un problema moral”.
Y siempre que ahonda en la explicación del retardo de la consciencia política de Italia, Gobetti retorna a este concepto. El retraso de su economía impide a Italia acompasar su avance al de los grandes Estados capitalistas de Europa. Un brillante ensayo sobre la cultura política, comienza con estas consideraciones: “La economía nacional está todavía demasiado retrasada, el país es pobre y no concede tregua a los individuos, no les permite la dignidad de ciudadanos. Dos tercios de la población comparte la suerte de una agricultura atrasada y condenada por muchos años a no devenir moderna. Se trata de pequeños propietarios, arrendatarios, aparceros, que aspiran solamente a la paz y a la conservación del Estado presente, ostentando indiferencia por toda más amplia preocupación. La aristocracia industrial y obrera, a la cual está ligada la posibilidad de una transformación moderna de Italia, está apenas en su nacimiento y no logra distinguirse de las sobreposiciones y confusiones parasitarias, no logra vencer el pauperismo y el diletantismo”.
La lucha del Risorgimento, que tiene en Gobetti a uno de sus intérpretes más sagaces, se resiente de este peso muerto. Falta a la batalla liberal de Italia el estímulo de una vigorosa afirmación de las clases obreras. El absolutismo pacta incesantemente con la plebe indiferenciada para tener a raya el espíritu liberal y republicano. “Las plebes -escribe Gobetti- continúan viviendo en torno de los conventos y de los institutos de beneficencia, todos católicos; y permanecen católicos por instinto, por educación y por interés. La iniciativa toca a la nueva clase burguesa que actúa con Cavour la política anti-feudal del liberalismo económico, para poderse dedicar a los tráficos, a las industrias y a los ahorros y formar la primera riqueza y el primer capital circulante en Italia”. En el siglo dieciocho, no prospera en Italia el movimiento laico y liberal por la acción de este mismo factor negativo y retardatario. “Se tiene el fenómeno de plebes resueltamente anti-liberales, domesticadas por la política de filantropía de la Iglesia, la cual para hacer prevalecer su socialismo reaccionario cuenta sobre todo con turbas de parásitos”. “El pauperismo en Piamonte era la garantía del viejo régimen: quien vive de limosna no podrá participar en la lucha política; una libre clase trabajadora no tendrá ciudadanía en esta tierra; el Estado seguirá siendo un aparato administrativo en manos de pocos privilegiados”. Y este pauperismo se refleja en el carácter de la emigración italiana que no es, ni puede ser, dado su origen, una emigración de intrépidos colonizadores. De Italia no salen a colonizar tierras lejanas, arrojados por la persecución política, puritanos de fe intransigente, templados en la lucha de la herejía, precursores de la civilización industrial y capitalista, sino campesinos y artesanos desterrados de su suelo por la pobreza. “Las turbas más numerosas de la emigración temporal -apunta Gobetti- eran de gente humilde y mísera sin arte ni parte, estrechadas por la desesperación, casadas de resistir al hambre y en tierras nuevas debían buscar piedad más bien que trabajo. De la Savoya y del Valle de Acosta llegaban a París deshollinadores y lustrabotas”.
Este aspecto de las meditaciones de Gobetti tiene un excepcional interés, que casi es innecesario subrayar, para los estudiosos de la evolución social de España y de sus colonias. Las consecuencias morales, políticas ideológicas del pauperismo, de la beneficencia, de las cortes y las administraciones apoyadas en la domesticidad de las clases parasitarias, del servilismo de las plebes menesterosas, no son menos visibles ni menos trágicas, en la España de Fernando VII y en la América de García Moreno, que en la Italia setecentista o neo-güelfa.

José Carlos Mariátegui La Chira

Piero Gobetti y el Risorgimento

Gobetti tiene un sitio solitario e individual entre los críticos e historiadores del Risorgimento italiano. En este como en todos los debates, su posición era el resultado de un severo y original análisis de los hechos y las ideas, lo más distante posible de las fáciles transacciones de la erudición con las fórmulas de curso, oficiales. No era la crónica de la Unidad Italiana lo que le interesaba; menos todavía la solemne galería de los próceres victoriosos. Sus estudios prefirieron la reivindicación de los precursores vencidos por lo mismo que en ellos es más inteligible y diáfana la preparación ideal del Risorgimento.
En el prefacio del volumen que reúne estos estudios, escribe Gobetti: “El Risorgimento italiano es recordado en sus héroes. En este libro me propongo mirar el Risorgimento a contra luz, en las más oscuras aspiraciones, en los más insolubles problemas, en las más desesperadas esperanzas: Risorgimento sin héroes”. “La exposición no agradará -añade- a los fanáticos de la historia hecha: me atribuirán un humor díscolo, para reprobarme lagunas arbitrarias. Pero yo no quería hablar del Risorgimento que ellos vulgarizan en sus cátedras de apología estipendiada del mito oficial. El mío es el Risorgimento de los heréticos, no de los profesionales”.
En la crítica histórica y política de los últimos años no han escaseado en Italia actitudes que acusan cierta afinidad, en algunos aspectos, con la de Gobetti, ante los problemas del Risorgimento. Los ensayos de Mario Missiroli, -a pesar de ciertas incoherencias, cuya explicación se encuentra en su elaboración polémica, con variados reflejos de las batallas del periodismo,- constituyen en conjunto valiosos procesos del Risorgimento, en pugna en más de un punto con las interpretaciones catedráticas. En Giovanni Améndola, aunque su obligada discreción de político no le consentía excesiva libertad crítica, se constata igualmente la inclinación a sentir y plantearse el problema de una revolución incumplida, más bien que a contentarse de los formales laureles de su victoria. El fascismo con su política de liquidación reaccionaria del Estado democrático, surgido de esta historia, ha demostrado hasta que punto fue superior a las posibilidades de la burguesía y la pequeña burguesía italianas -a ese demos indiferenciado que se llama el pueblo- el esfuerzo de los líderes y precursores de la unidad por dar a Italia las instituciones y las exigencias de un régimen de libertad y laicismo.
Gobetti situaba su observación en el escenario de donde mejor se podía dominar el panorama de la política italiana: el Piamonte. La unidad italiana como expresión de un ideal victorioso de modernidad y reforma, se presentaba a la inquisición apasionada y señera de Gobetti incompleta y convencional. Las corruptelas de la Italia meridional, agrícola y pequeño burguesa, provincial y pobre, palabrera y gaudente, pesaban demasiado en la política y la administración de un Estado creado por el tesón de las “élites” setentrionales. El Estado demo-liberal era en Italia el fruto de una trasacción entre la mentalidad realista y europea de las regiones industriales del Norte y los gustos cortesanos o demagógicos de las regiones campesinas del Sur, afligidas aún por los problemas de la sequía y la malaria. Y, así como en los años del Risorgimento, la Italia setentrional, y más específicamente el Piamonte, había suministrado a la obra de la unidad, una casa real, la de Saboya, de sobria educación europea, un ideario político de fuerte y propia raigambre, un personal de estadistas y administradores que, de Cavour a Giolitti, se mostraron singularmente dotados para la realización; en los años de post-guerra, partían del Norte las fuerzas que anunciaban vigorosamente una democracia obrera y se formaban en Turín, sede de “L’Ordine Nuovo”, asiento de las usinas de la Fiat, los cuadros de la revolución proletaria. Y una vez más el impulso de una Italia absolutamente moderna, entonada económica y mentalmente al ambiente más estrictamente occidental, se esterilizaba por la resistencia de una Italia provincial, íntimamente güelfa y papista, deformada en la superficie por el espectáculo parlamentario, cuyo verbalismo inconcluyente y cuya retórica espumante inficionaban al propio socialismo, basado en clientelas electorales y agitaciones de la plaza mal avenidas en sus móviles con el entendimiento y la actuación de una política marxista.
Puede decirse que el drama del Risorgimento nunca apareció más vivo, en sus consecuencias, que en los días dramáticos en que, vencida sin combate la revolución socialista, se preparaba por la interacción de diversas fuerzas negativas y reaccionarias la revancha de la Italia pequeño-burguesa contra el Estado liberal. Este es, sin duda, el factor que excita la clarividencia de Gobetti para reconstruir tan lúcida y apasionadamente la génesis ideal del Risorgimento.
Y, a propósito de las ricas sugestiones que la economía ofrece al pensamiento de Piero Gobetti, me he referido al rol que atribuye al parasitismo y a la pobreza, a la corrupción de las plebes conservadoras por la beneficencia y las limosnas del absolutismo y la iglesia, a la ausencia de una economía robusta y de masas operantes y productoras. La lucha por la libertad y la democracia no fue sentida suficientemente en sus fines ideales, en su necesidad histórica, por el pueblo. “El problema de nuestro Risorgimento: construir una unidad que fuere unidad de pueblo, -escribe Gobetti- permanece insoluto porque la conquista de la independencia no ha sido obra fatigosa y autónoma de formación activamente espontánea”. El liberalismo renunció en Italia a los objetivos de la Reforma protestante; el catolicismo, para mantener su predominio, devino demo-liberal; el juego político se sujetó a las leyes del oportunismo y la transacción. Italia no superó, ni aún en su ardiente estación demo-masónica, el equívoco del liberalismo católico. “El diletantismo literario, que había impedido una reforma religiosa y en el mismo modo un movimiento franciscano de redención autónoma, era sustancialmente anárquico y antisocial. Y una psicología libertaria así formada podía aceptar por mera inercia una fuerza tradicional como la iglesia, pero no podía dar su vitalidad a la creación del nuevo Estado; como la historia en su más vasta dialéctica europea desbordaba la contingente voluntad de la mayoría de los ciudadanos italianos, se aceptó la osamenta, el mecanismo del Estado liberal, sin vivificarlo interiormente. Las experiencias del 48 y del 49 ayudaron a la formación de la nueva clase dirigente, pero debiendo esta aceptar el equívoco que la circundaba, tuvo solamente una función de práctica habilidad, no fue revolucionaria, no creó al Estado. “En estas palabras está expresada la tragedia de una clase dirigente a la que la Italia fascista ha vuelto las espaldas, pero a la que debe, sin duda, Italia, su puesto actual en el mundo moderno.

José Carlos Mariátegui La Chira

El Burgués

La novela de la guerra alemana, en boga en nuestros días, no será nunca inteligible en todos sus detalles a los lectores que conozcan mal la psicología de la burguesía de la Alemania contemporánea. Leonhard Frank, autor de uno de los primeros libros de guerra, nos puede servir de guía en uno de los sectores de esta indagación. Su novela “El Burgués” es una de sus obras maestras, tiene las más genuinas cualidades de biografía espiritual, de croquis psíquico de la burguesía alemana en su edad crítica.
No es esta una burguesía balzaciana, de franceses de sangre impetuosa y juicio equilibrado; no es una burguesía ibseniana de protestantes heroicos y mujeres apasionadas. Jurgen Kolbenreiher tiene un vago pero cierto parentesco con Jimmy Herf, el protagonista de “Manhattan Transfer”. El burgués novelesco, el burgués espécimen de nuestra época, no es el conformista, el normal, que cumple su misión capitalista de acumulación con perfecta salud moral y seguro equilibrio físico. Este género enrarece, a medida que se acentúa el declinio de la burguesía. La literatura, al menos ha agotado casi la descripción de sus variedades. Tenemos millares de acabadas biografías de industriales, banqueros, funcionarios que emplean sin drama interior su voluntad de potencia. La burguesía en tanto es cada vez menos dueña de su propio espíritu. Están muy relajados los resortes de su mecanismo mental. Le es humanamente difícil retener en sus rangos a los individuos de mayor impulso. Una clase que ha cumplido su misión histórica, y a la que ninguna empresa heroicamente creadora promete ya su futuro, no dispone de los elementos intelectuales y psicológicos necesarios para preservarse de una superproducción de “no conformistas”. El “no conformismo” en tiempos de regular crecimiento capitalista, prestaba a la salud burguesa servicios de reactivo. Tenía por objetos estimular su energía moral e intelectual como una secreción excitante. Henry Thoreau, rebelándose con extremo individualismo contra el pago de impuestos, no pone mínimamente en peligro el equilibrio de una sociedad liberal y puritana; es un signo de vitalidad y de juventud de individualismo de la futura democracia de Roosevelt y Hoover.
Jurgen Kolbenreiher, en el comienzo de la novela, es un tímido alumno de liceo que, en el umbral de una librería, con el dinero en las manos, no osa entrar a adquirir el volumen de filosofía que ha escogido en la vitrina. Sobre Kolbenreiher pesa una opresora educación burguesa que reprime todas sus inquietudes instintivas. Vigilan su adolescencia su padre, burgués implacable, y una hermana de este que exagera su ortodoxia de clase con rutina engañona de tía vieja y soltera. La gravedad contemplativa de Jurgen, su aire distraído, sus salidas heréticas disgustan y preocupan a su padre. Los Kolbenreiher pertenecen a una antigua familia burguesa que en el siglo XV dio a su ciudad un burgomaestre. La inquietud absurda de Jurgen, adolescente de optimismo prematuramente insidiado por la filosofía atenta contra una sólida tradición de adustos negociantes. El viejo Kolbenreiher ha decidido dedicar a su hijo a una carrera administrativa. Un joven de buena familia, inepto para los negocios, no puede aspirar a otra cosa. Jurgen será un pequeño juez de provincia, de humor oscuro y descontento. Para la tía, tutora de Jurgen a la muerte de su padre, esta es la más sagrada de las disposiciones testamentarias. La tía se impone la tarea de velar por la educación de Jurgen de modo que nada lo desvía de su destino de juez de paz. A esta tarea se consagra con el mismo rigor monótono que al crochet y a la administración de sus fincas y valores.
Leonhard Frank sigue en páginas sagaces y concisas el curso de esta adolescencia torturada y difícil. Podría ensayarse útiles confrontaciones entre la adolescencia de Jurgen Kolbenreiher y la del protagonista de Ernst Glaesse. Leonhard Frank desde “La Patria de Bandoleros” se revela biógrafo extraordinariamente penetrante de la juventud alemana. Todo lo que la pedagogía seca y ciega de una tía soltera y rígida, fiel a su tradición burguesa, puede hacer por deformar y anular un alma adolescente, está reflejado en el relato de la juventud de Jurgen. Juventud ensombrecida por la larga e inexorable pesadilla de su conflicto con esta educación de punto crochet que se propone aprehenderlo en propia individualidad.
Jurgen se revela contra esta tía, que intenta dictar a su existencia una regla y un horario estrictos, fijar sus horas de sueño, proscribir poco a poco de sus lecturas y de su ocio la filosofía y los ideales. Pero la rebelión contra la tía y su horrible crochet cotidiano no es posible sino como rebelión contra todo el orden social que representa esta vieja, sus principios y sus casas de alquiles. Jurguen no puede emanciparse de su gris destino de juez de paz y de parsimonioso administrador de su renta, sin emanciparse de toda la tradición de los Kolbenreiher. Desde el liceo, Jurguen se había preguntado ¿Por qué el mejor alumno de su clase, por ser hijo de un cartero, impedido por su pobreza de continuar sus estudios, tendría que empujar una carretilla de mano o recoger boñiga de la calle? ¿Por qué, desde los catorce años hasta su muerte, los mil setecientos obreros del señor Homes, están obligados a trabajar de la mañana a la tarde en su fábrica de papel, mientras millares de muchachos y muchachas que trabajan poco o nada, que se visten bien y se cuidan, pueden pasearse todos los días? Jurguen se había planteado la cuestión de la desigualdad social a sus interrogaciones cuando su impulso centrífugo lo lleva al estudio del ingeniero socialista, licenciado de la fábrica de uno de sus condiscípulos, por sus principios subversivos. El ingeniero es el líder del movimiento socialista local. Jurgen asiste a las reuniones obreras. En las asambleas, en la redacción del periódico socialista halla a Catherine Lenz, otra rebelde de su generación y de su clase, que ha roto con su familia y ha abandonado su hogar para vivir según su propio sentido de la vida. Jurgen deja también su casa y sus odiosos deberes. Conoce la ventura de amar a una mujer que siente y piensa como él, se une a Catherine, más fuerte, más neta que él, heroína modesta y anónima, de la fuerte estirpe de Rosa de Luxemburgo y de Larissa Reisner. Y ya no le será posible olvidar en su vida “esa mañana en que por la primera vez, ha sentido la tranquila seguridad de no estar ya violentado por nada extraño a él y de ser el amo absoluto de su vida sentimental”.
Pero Jurgen no es sino un joven idealista, en el que las raíces de su clase no pueden desaparecer fácilmente. Para militar gozosa y perseverantemente en el movimiento socialista le falta la disciplina del obrero, confinado desde su origen dentro de los límites de su existencia proletaria. Le falta la voluntad firme, el instinto seguro de Catherine Lenz. Jurguen no resiste a la dura prueba de la miseria y la estrechez de una vida de agitador. Es, en el fondo, un egocéntrico, un romántico que no puede imaginarse sino de protagonista de una escena brillante. Su lastre sentimental le impide darse hasta el fin a su nuevo destino, forjarse una nueva existencia como Catherine. Sus más secretos impulsos lo conminan a la deserción, a la fuga. Por esta vía llega a una tentativa de suicidio. En el instante decisivo, se aferra a la vida. Pero desde ese instante se inicia a su retorno a cuanto ha abandonado; bienestar, confort. Una condiscípula de Catherine, inteligente, hermosa, sin prejuicios, rebelde también a su manera, que lo ama acicateada por un sentimiento de curiosidad y admiración, es una tentación a la que inconscientemente sucumbe. Desesperado, después de una escena dolorosa con Catherine busca fugitivo la muerte en los rieles de un tranvía. Cuando se despierta, dos días más tarde, en la alcoba de su tía, vendadas la cabeza y las piernas, Elisabeth, la hija del banquero, vela a su cabecera.
Es así como Jurgen regresa a la existencia a la que ha querido escapar. Ya no será juez de paz. Su rebelión ha tornado a la tía complaciente. Se casará con Elisabeth y reemplazará a su suegro en la banca. Transcurren algunos años. Pero Jurgen no logra ya restituirse, reintegrarse espiritualmente a la clase de la que en su época romántica y juvenil ha desertado. Ni Elisabeth ni los placeres, ni su colección de objetos de arte, bastan a su equilibrio espiritual. Elisabeth es una mujer egoísta y banal que lo engaña para distraerse del aburrimiento de una existencia burguesa. Y, poco a poco, el joven Jurgen reivindica sus derechos, retorna a su vez exigente y acusador. El conflicto entre los dos Kolbenreiher estalla violento, implacable. El banquero Kolbenreiher confronta su caso con el de las gentes que la circundan. “No importa -se dice- el hecho es que sin objeto, sin idea, sin razones de existencia, yo no puedo continuar viviendo. No puedo soportarlo. Es un estado simplemente intolerable. Es en esto que tú te distingues del burgués puro. Este soporta admirablemente tal estado. ¿No es su objeto poseer, poseer, poseer, poseer siempre más? Y él se mantiene generalmente en buena salud. ¿Cómo puede un hombre renunciar a existir hasta el punto de aceptar necesariamente un destino como el que la vieja tía ha soñado siempre para el último Kolbenreiher? La explicación es fácil: “Más del noventa y nueve por ciento de sus contemporáneos que charlan incesantemente sobre el “alma” no son absolutamente incomodados por la suya”. Este conflicto empuja a Kolbenreiher con velocidad vertiginosa hacia la locura. ¿No está ya loco el banquero Kolbenreiher? Ninguno de sus familiares lo duda, al escucharle frases incoherentes, frases absurdas como esta: “Mi villa, mis tres inmuebles de alquiler, toda mi cartera, mi situación, mi crédito, la consideración de que yo disfruto, os doy todo a cambio de esto: yo”. Su vecino, un anticuario sonríe: “Compra de ideales bien conservados. Estilo Luis XVI”. Jurgen huye. Viaja desatentada, desesperadamente, en busca de su yo perdido. Parece que la última estación de su vida va a ser la locura. Los manicomios del siglo veinte albergan muchos Jurgen. Pero Jurgen recorre al final de este viaje, al camino de su primera evasión. Se encamina al barrio de los obreros. Entra al local, donde escuchara en su juventud al ingeniero y donde escuchara a sí mismo, razonando marxistamente. En la puerta, un adolescente de 14 años ofrece a Jurgen un folleto.
“¿Quién habla esta tarde?”
“Mi madre, la camarada Lenz”.
“... Temblando, él mira al hijo de Catherine, cuyo exterior recuerda exactamente al alumno de liceo Jurgen, que, delante de la librería, no tenía valor de entrar a comprar el volumen”.
Leonhard Frank no hace propaganda. Su novela es una pura creación artística. La emoción de su relato no suena jamás a falso. Y todo transcurre en ese tiempo alucinante, suprarrealista, poético, de sus novelas tan densas de humanidad, de misterio.

José Carlos Mariátegui La Chira

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