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El nuevo gabinete alemán

El nuevo gabinete alemán

El período de estabilización capitalista en que ha entrado Europa desde hace más o menos tres años, está liquidando inexorablemente las rezagadas ilusiones del reformismo. Las últimas elecciones parlamentarias de Francia las ganaron, en una estruendosa jornada, las izquierdas. Y, sin necesidad de una nueva consulta al país, están en el gobierno las derechas, acaudilladas por Poincaré y solícitamente sostenidas por el radicalismo bonachón y provincial de Herriot. En Alemania, donde la revolución izó en 1918 a la presidencia de la república a un obrero socialista, las últimas elecciones parlamentarias las ganaron todavía los colores republicanos. Esto es las izquierdas y el centro. Y, -lo mismo que en Francia Poincaré y su banda hace algunos meses,- se instalan ahora en el poder las derechas, en tierna colaboración con el centro, dentro de un ministerio encabezado por Marx, candidato de las izquierdas a la presidencia de la república hace solo dos años.

El proceso de esta reconciliación de los partidos burgueses no ha sido, en su apariencia ni en su ritmo, el mismo. Mientras en Francia son los burgueses de izquierda los que tienen el aire de haberse rendido a los de la derecha, aceptando el regreso de Poincaré a la jefatura del gobierno, en Alemania son los nacionalistas, hasta antes de ayer impugnadores sañudos de la república, de su constitución y de su política, los que se enrolan en una coalición burguesa acaudillada por Marx, juran obediencia a la carta de Weimar y saludan la bandera republicana. Pero esto no es sino la superficie o, si se quiere, la envoltura del fenómeno. En su sustancia, este no se diferencia. En Alemania como en Francia se ha producido una concentración burguesa, fuera de la cual no han quedado sino unos pocos disidentes, insuficientes para constituir el núcleo de una nueva secesión reformista mientras las condiciones del capitalismo no se modifiquen radicalmente.

El gobierno de minoría, encabezado también por Marx, que precedió a este gobierno de concentración burguesa, se apoyaba alternativamente en la derecha nacionalista y en la izquierda socialista. Los votos de los socialistas le servían para llevar adelante la política internacional de Stresseman, condenada por los nacionalistas. Y los votos de estos últimos le servían para imprimir a su política interior un carácter conservador. El partido socialista comprendió recientemente la necesidad de una clarificación, negando sus votos al gobierno y dejándolo en minoría en el Reichstag. Vino así la crisis que acaba de resolver un nuevo ministerio Marx, del cual forman parte los nacionalistas.

Todos saben que los nacionalistas desde que se fundó la República en Alemania, no se ocupan de otra cosa que de atacarla. Representan el antiguo régimen. Encarnan el sentimiento de revancha. Son los que en los últimos meses han lanzado tan incandescentes invectivas contra la adhesión de Alemania al llamado espíritu de Locarno. Nada de esto, empero, ha sido bastante fuerte para ponerlos contra el movimiento de concentración burguesa, reclamado en Alemania por la práctica de la estabilización capitalista. Los nacionalistas han revisado de urgencia su programa, mandándole todas las reivindicaciones estridentes -monarquía, etc.- que pudiesen embarazar su participación en el poder. La revisión continuará, naturalmente, ahora que son un partido de gobierno.

Pero no menos graves resultan las renuncias y los olvidos a que, por su parte, se ven forzados los católicos. El centro católico ha colaborado en toda la política republicana, tan acérrimamente condenada por los nacionalistas. Desde la Constitución de Weimar hasta el pacto de Locarno, todos los documentos de la nueva historia alemana llevan su firma. Erzberger, su máximo hombre de Estado, cayó asesinado por una bala nacionalista precisamente a consecuencia de su solidaridad -los nacionalistas alemanes dirían complicidad- con la república.

Los demócratas no se han decidido a beber este cáliz. Han preferido salir de la coalición ministerial. Componen la única fuerza reformista de la burguesía reacia hasta ahora a la concentración. (A la derecha, está fuera de ella el nacionalismo extremista o racismo que, después del fracaso del putsch de Munich quedó reducido a una exigua patrulla.)

Los socialistas pasan, finalmente, a la oposición. Fundadores de la república, predominaron, o participaron principalmente, en el poder, durante sus primeros años. Posteriormente, el ministerio no ha podido prescindir de su consenso. El ministerio actual es el primero que se constituye en Alemania, después de la revolución, contra el socialismo. La estabilización capitalista les debe a los socialistas alemanes, por lo menos una cooperación pasiva que no les sirve hoy de nada para entrabar a la reacción.

En la burguesía y en el proletariado, el reformismo queda liquidado definitivamente. Esta es la constatación más importante de la experiencia política no solo de Alemania sino de toda la Europa occidental. Únicamente en Inglaterra sobrevive aún, no obstante todas sus fallas recientes, la vieja ilusión democrática.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La elección de Hindenburg

La elección de Hindenburg

¿Por qué ha sido elegido Paul von Hindenburg, presidente del Reich? Los factores de esta elección son menos simples y más variados de lo que parecen. No es posible reducirlos a un factor único: el sentimiento monárquico, conservador e imperialista del pueblo alemán. No; el juicio así formulado resulta demasiado sumario, demasiado exclusivo, demasiado unilateral. La elección de Hindenburg no aparece absolutamente como un resultado lógico de la situación política de Alemania. En la victoria post-bélica del casi octogenario mariscal de los lagos mazurianos, han intervenido elementos complejos y dispares que no se puede condensar en la sencilla fórmula del “resurgimiento del militarismo alemán”. Para explicarse el cómo y el porqué de esta elección, hay que revisar ordenada y sagazmente su proceso.

Hindenburg ha sido elegido en la segunda votación. En la primera votación, efectuada hace más de un mes, el candidato de las derechas fue Jarres. Este candidato no obtuvo la unanimidad de los sufragios de la reacción. Ni el partido fascista ni el partido popular bávaro le dieron su adhesión. Uno y otro exhibieron candidatos propios. Pero esta secesión no impidió al electorado considerar a Jarres, sostenido por los dos grandes partidos conservadores, como el candidato de la monarquía. La candidatura fascista de Ludendorff, a quien Alemania reconoce casi el mismo derecho que Hindenburg a los infructuosos laureles de la empresa bélica, fue, no obstante esta suprema benemerencia, la más negligible e insignificante de todas las candidaturas. Además, sumados íntegramente, los votos de la reacción arrojaron un total inferior al de los votos de la república. Sobre veintiseis millones y medio de sufragios, doce millones tocaron a la monarquía, trece a la república y uno y medio al comunismo. El “sentimiento monárquico, conservador e imperialista” salió batido de la votación. Los tres partidos de la república -demócrata, católico y socialista- que sacudieron separadamente a las elecciones, alcanzaron, en conjunto, la mayoría. Seguros de que el presidente no sería designado en la primera votación, cada uno quiso tener su candidato. Mas los tres estaban de acuerdo, en principio, acerca de la necesidad de un candidato común. ¿Por qué aplazaron este acuerdo? Ninguna cuestión esencial se oponía a la inmediata constitución de un frente único republicano; pero había siempre que eliminar algunas cuestiones adjetivas. Cada partido quería “menager” los intereses y las aspiraciones de su propia clientela electoral. Al partido socialista, por ejemplo, resuelto a sostener la candidatura de Marx, le convenía satisfacer en alguna forma al proletariado, ofreciéndole la impresión de trabajar hasta el último instante por la candidatura socialista.
La candidatura de Hindenburg se ha formado en el intermezzo de las votaciones. No ha sido una candidatura espontáneamente emergida, desde la primera hora, de una unánime corriente nacionalista, sino una candidatura laboriosamente gastada en el mismo seno de la experiencia electoral. Antes de probar fortuna con el nombre de Hindenburg, las derechas probaron fortuna con el nombre de Jarres y con el nombre de Ludendorf. Jarres era la carta del partido nacional alemán y del partido popular (nacionalismo moderado y oportunista). Ludendorf era la carta del partido fascista (nacionalismo ultraísta, “racismo” incandescente). La candidatura Hindenburg ha emanado de un compromiso entre todas las tendencias y todos los matices del nacionalismo. Ha madurado al calor eventual de las circunstancias del combate, sugerida y planteada por una oportunista y sagaz estimación de las fuerzas electorales de la reacción. Se ha alzado sobre un minucioso cálculo de sus posibilidades, sobre un frío cómputo de sus ventajas; no se ha alzado originariamente sobre una impetuosa marejada sentimental. La marejada sentimental ha venido después. Ha sido el éxito de la “mise en scene” de la candidatura. Los empresarios de la cándida e impoluta gloria del viejo mariscal, han pescado a río revuelto la presidencia del Imperio.

El Reichstag es el índice y el compendio de las fuerzas numéricas o electorales de los partidos alemanes. Expresa los resultados de una votación de hace pocos meses, más o menos confirmados por los de la votación presidencial de hace un mes. Y en el Reichstag la reacción está en minoría. El ministerio Luther reposa sobre el voto aleatorio del partido católico o sea de un partido de bloque republicano. El propio escrutinio de la victoria de Hindenburg no asigna a la reacción una verdadera mayoría. Según ese escrutinio, Hindenburg ha obtenido el domingo un poco más del cuarentainueve por ciento de los sufragios. No obstante la concurrencia a la votación de una gran masa agnóstica y abstencionista, casi el cincuentaiuno por ciento de los electores se ha pronunciado por la república o por la revolución.

Los factores primarios de la elección de Hindenburg no son, pues, exclusivamente, de orden político. El bloque monárquico debe sus novecientos mil votos de mayoría sobre el bloque republicano a una violenta erección de la vieja sentimentalidad germana que ha movilizado ocasionalmente, detrás de las banderas de Hindenburg y del nacionalismo, a una gran cantidad de gente electoralmente neutra. Los debe al sufragio femenino, cuyo ensayo acredita que las mujeres, en su mayor parte, por su exigua o nula educación política, no son en la lucha contemporánea una fuerza renovadora sino una fuerza reaccionaria. Los debe, en fin, a la política comunista. A Marx le han hecho falta novecientos mil votos. El partido comunista habría podido darle más de un millón novecientos mil votos. Más de un millón novecientos mil votos que, seguros de su minoría, conscientes de su acto, han sostenido intransigentemente, frente a la monarquía y frente a la república, a su propio candidato el comunista Thaelmann. Ni uno solo de estos votos habría favorecido individualmente a Hindenburg si la lucha hubiese quedado reducida a un duelo entre Hindenburg y Marx. Y, sin embargo, en la lucha tripartita, han decidido colectivamente el triunfo del candidato de la reacción. Los políticos de la república vituperan, acremente, por esta maniobra, a los políticos del comunismo. Y, seguramente, una parte de los mismos simpatizantes de la revolución, se ha negado en estas elecciones a seguir al comunismo. Lo indica la cifra de los votos comunistas. En las elecciones parlamentarias, en las cuales se trataba de enviar al parlamento el mayor número posible de diputados comunistas, el partido de la revolución recogió dos millones setecientos mil sufragios. En estas otras elecciones, en las cuales no se ha tratado de colocar en la presidencia del Reich a un comunista sino de realizar una demostración de fuerza y disciplina electorales, estos sufragios han sumado solo un millón novecientos mil.

Este es uno de los aspectos de la reciente batalla electoral que, si se quiere desentrañar el sentido histórico de la crisis alemana, resulta indispensable analizar. Un observador superficial de la batalla declarará sin duda, absurda y errónea la posición comunista. Creerá encontrarse ante la más inaudita incoherencia de la revolución. ¿Es concebible -se preguntará- que el comunismo, forzado a votar por la monarquía o la república haya votado virtualmente por la monarquía? Toda la cuestión no está contenida ni planteada en la pregunta. Pero, de todos modos, bien se puede absolverla afirmativamente. Sí; es concebible, es perfectamente concebible que el voto negativo del comunismo, debilitando a la república, haya dado prácticamente la razón a la monarquía. En Inglaterra podía y debía el diminuto partido comunista inglés votar en las elecciones por los candidatos del Labour Party. Le tocaba ahí al comunismo apurar el experimento gubernamental del laborismo. En Alemania, el experimento gubernamental del socialismo se ha cumplido ya. Y die Kommunistische Partei es una falange organizada y poderosa que, en dos oportunidades, ha estado a punto de desencadenar la revolución. En Alemania, sobre todo, el gobierno de la social-democracia mantenía en el ánimo de una gran parte de las masas las beatas ilusiones del sufragio universal. El partido socialista se enervaba en el poder. Esto no le habría importado al partido comunista dentro de un concepto demagógico de concurrencia electoral. Pero la política revolucionaria no puede regirse por esta clase de conceptos. A la política revolucionaria le importaba y le preocupaba el hecho de que el poder socialista enervase, con el partido y su burocracia, al grueso del proletariado. La política comunista, de otro lado, no hace diferencia entre la monarquía y la república. Una concepción al mismo tiempo realista y mística de la historia la mueve a combatir con la misma energía a la reacción y a la democracia. Y, tal vez, hasta con más vehemencia polémica a esta que a aquella. Porque, mientras la reacción, en su empeño romántico de reconstruir el pasado, socava el orden en cuya defensa insurge teóricamente, la democracia seduce en el miraje de la revolución y de la reforma a una parte de las muchedumbres y de los hombres que desean crear un orden nuevo. La reacción, atacando y negando los mitos de la democracia, reanima la beligerancia y la combatividad del socialismo y aún del liberalismo, que en el poder se relajan y se desfibran.

No cabe dentro de los límites de mi artículo una prolija exposición de esta compleja teoría, esbozada por mí otras veces. A este artículo no le corresponde ni le preocupa más que fijar las reales proporciones y esclarecer los verdaderos agentes de la victoria de Hindenburg. Que es una victoria de la reacción, claro está; pero victoria incompleta todavía. La reacción ha conquistado la presidencia de la república tudesca; pero no ha conquistado aún el poder. La democracia conserva intactas sus posiciones en el parlamento. Y bien puede acontecer que al reaccionario Hindenburg le toque gobernar con los fautores de la democracia como al socialista Ebert le tocó gobernar con no pocos fautores de la reacción.

Hindenburg, por otra parte, representa asaz atenuada y mediocremente el espíritu de la reacción. Este octogenario Lohengrin de la vieja Alemania tiene un ánimo menos marcial y agresivo de lo que su oficio y su novela inducen a imaginar. Lloyd George ha exagerado ciertamente cuando lo ha definido como un anciano tranquilo con muy pocas ganas de meterse en tremendas aventuras. Pero, en principio, ha enfocado bien al hombre del día. Hindenburg tiene el aire de un viejo burgrave sedentario, protestante, pacífico y un poco reumático. No se sabe, por ejemplo, lo que piense Hindenburg del “racismo” de Ludendorff; pero, si piensa algo, me parece que no debe exceder los límites de lo que puede pensar cualquier inocuo burgués de Hannover. Carece Hindenburg de estilo y de relieves fascistas. Nada denuncia en el al caudillo. Su biografía que, sin el episodio bélico, sería una biografía opaca, es la de un personaje de sencillos contornos. Hindenburg no es un leader. No es un conductor. Es un militar obediente, conservador, monarquista, casado. Como a todos los alemanes le gusta la cerveza y el ganso asado. En su casa existe seguramente una efigie de Federico el Grande. Tiene 77 años de de edad, temperamento frío y reservado y muchos y muy gloriosos años de servicio en el ejército del Emperador y del Imperio. Ahora en atención a estos méritos, sus compatriotas lo han elegido Presidente de la República. He ahí todo el hombre y he ahí también todo el episodio.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El duelo de la política de Locarno o de la Sociedad de las Naciones

Los estadistas, los parlamentarios más conspicuos de Occidente han despedido a su colega el Dr. Gustavo Stresseman con palabras emocionadas. El elogio de Stresseman ha desbordado del protocolo. Stresseman era un hombre de Estado que desempeñaba con arte y fortuna la gerencia de la política exterior de Alemania. Sus colegas lo estimaban, sinceramente, por la valoración solidaria de su éxito y de su habilidad. Existe cierto sentimiento gremial, cierta solidaridad profesional entre los ases, entre los “virtuosos” de la política y el gobierno. I el duelo tiene en la política una fina y compleja gradación sentimental. La muerte de otros grandes ministros del Reich, -Erzberger, Rathenau- causó una condolencia menos viva en el areópago político de Occidente capitalista. Erzberger, Rathenau, caían asesinados por la bala de un reaccionario y, por consiguiente, de modo más dramático. Pero eran hombres, sobre todo Rathenau, de los que el instinto burgués de las potencias occidentales desconfiaba un poco. Rathenau profesaba ideas algo heterodoxas y bizarras de reforma social. Estaba en este estado de ánimo, sospechoso a la ortodoxia burguesa, proclive a la aventura y a la desventura, del alemán resentido y humillado de post-guerra. Si su “Defensa de Occidente” hubiese sido escrita a tiempo para enjuiciarlo, Henri Massis no habría dejado de señalarlo como un signo de orientalismo, de asiatismo de una Alemania disolvente e inmanentista. Rathenau había firmado en Rapallo, al margen de la conferencia de Génova, con Chicheri: y Rakovsky, ese tratado ruso-alemán, en virtud del cual Alemania, acosada por los aliados de Versailles, se volvía hacia la Rusia bolchevique. Stresseman, en tanto, es uno de los ministros de la estabilización capitalista, uno de los diplomáticos de Locarno y Ginebra, uno de los artífices de la política que ha restituido al Occidente, después de la escapada de Rapallo, la fidelidad y la cooperación de Alemania. I ha caído, agotado y congestionado por un violento esfuerzo por dominar a una asamblea de partido, en la que todavía se agitaba irreductible el resentimiento de una Alemania subconscientemente revanchista y militar. Los estadistas, los parlamentarios de Occidente sienten la muerte de Stresseman por este carácter patético de accidente del trabajo, mucho más viva y entrañablemente de lo que le habría sentido en otras circunstancias. Stresseman es la víctima de un género eminente y raro de riesgo profesional. Y con Stresseman la burguesía occidental pierde a uno de los más grandes y sagaces realizadores de sus planos de estabilización y economía.
Líder del Volkspartei, el Dr. Gustavo Stresseman representaba en la política alemana los intereses de la burguesía industrial y financiera. Su partido había sido también el de Hugo Stinnes y el de la “Deutsche Allgemeine Zeitung”. Partido de derecha que, piloteado por Stresseman con estrategia de diestro oportunista, no habría seguido a los nacionalistas en la empresa de restauración de la monarquía, sino en caso de que esta restauración hubiese sido exigida por razones reales y posibilidades concretas de la política alemana. Mientras la dirección de la República estuvo en manos de los partidos de Weimar, mientras entre estos partidos, el de la social-democracia no parecía aún bastante resistente al fermento revolucionario, el Volkspartei se mantuvo próximo a los nacionalistas, en una actitud de conservantismo transaccional y realista. Pero desde que se mostró evidente que la estabilización capitalista necesitaba en Alemania las formas democráticas y parlamentarias, para asegurarse la colaboración o, por lo menos, la pasividad de la social-democracia, Stresseman se convirtió en uno de los más disciplinados sostenedores de la República de Weimar. Cierto que la República de Weimar, con el correr de los años, se había transformado también en la República de Hindemburg. Pero, de toda suerte, imponía inexorable y duramente la liquidación de la impaciente esperanza monárquica de las derechas. La burguesía alemana tenía que aceptar los hechos consumados no solo en la vida doméstica sino también en la vida internacional. Stresseman comprendió la necesidad de colaborar, dentro con la República y la social-democracia, fuera con las potencias de la Entente y ante todo con Francia. El para el Volkspartei ni para Stresseman esta colaboración importaba un sacrificio. La burguesía contemporánea no es liberal ni conservadora, no es monárquica ni republicana. Stresseman, monárquico bajo el Imperio, anexionista durante la guerra, republicano con Hindemburg, pacifista después de la ocupación del Ruhr, es un representante típico del posibilismo burgués, del excepticismo operoso de una clase a la que preocupa la salvación de una sola institución y un solo principio: la propiedad.
Alemania no ha sobresalido nunca por su diplomacia. El arte de los tratados, de los entendimientos, de las reservas, de los apartes se ha mostrado un poco inasequible a sus políticos. Stresseman, en el ministerio de negocios extranjeros del Reich, adquiría por esto el relieve de una figura de excepción. En poco tiempo, entonó perfectamente su labor al espíritu de Locarno: espíritu de tregua y compromiso, revestido de elocuencia pacifista. No le costó ningún trabajo aconsejar a sus compatriotas la reconciliación con Francia y aún con Poincaré, el ministro de la ocupación de Ruhr. I, bajo este aspecto, su principal labor de diplomático y de componedor es la realizada en el Reichstag, en Alemania. Un ministro de la social-democracia, un ministro del partido demócrata y hasta un ministro del centro católico, aunque no hubiese sido más flexible que Stresseman, habría encontrado siempre crítica excesiva, vigilancia desconfiada en la Alemania conservadora y nacionalista. Contra Stresseman mismo, se han amotinado a veces las derechas. Pero a él sus antecedentes de hombre de derecha lo preservaban de las sospechas que habrían despertado las transacciones de un hombre de otro sector político. La Alemania conservadora y nacionalista, burguesa y pequeño-burguesa, sabía muy bien que su actitud, en la política extranjera del Reich, se inspiraba estrictamente en los intereses del orden capitalista. El Volkspartei es el partido de la industria. I tiene, por esto, una visión más realista, moderna y práctica de la política y la economía que el otro partido de derecha, el “deutsche national”, representante de la nobleza y la gran propiedad agraria.
Stresseman, político de clase, estaba dotado de un sentido preciso de los intereses capitalistas. Toda su obra, toda su personalidad tienen el estilo de expresiones acabadas del espíritu burgués de nuestro tiempo. Desembarazado de principios, Stresseman lo mismo que como ministro de la paz y la reconciliación habría podido sobresalir como Canciller de Guillermo II y de su imperialismo agresivo.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Política alemana

La prolongada y exasperante crisis ministerial, resuelta en Alemania, después de una serie de maniobras y de fintas de los grupos parlamentarios, con un feble ministerio Luther, ha venido, casi enseguida de una análoga crisis francesa, a ratificar todo lo que ya sabíamos de la crisis del parlamentarismo. En Alemania, para obtener la mediocre y precaria solución Luther ha sido preciso que el mariscal Hindemburg, con esta admonición, ha dado a entender demasiado claramente su inclinación, prudente y mesurada pero firme, por el segundo término.
El parlamento no puede producir en Alemania un ministerio sostenido por una sólida mayoría. El bloque de derechas que llevó a Hindemburg a la presidencia del imperio está en minoría en el Reichstag. El bloque democrático y republicano que opuso la candidatura centrista de Marx a la candidatura derechista de Hindemburg, se encuentra desde hace algún tiempo roto, a consecuencia de un progresivo y lógico viraje a derecha de los partidos demócrata y católico. Por consiguiente, la única fórmula ministerial posible es la que ha producido penosamente esta crisis. Un ministerio de tipo más burocrático que político, salido de una combinación, no muy segura, de las derechas moderadas (partido popular alemán y partido popular bávaro) y de las izquierdas burguesas (partido demócrata y centro católico).
Este ministerio más o menos centrista no tiene mayoría en el Reichstag. Pero, en cambio, no tiene tampoco una oposición compacta. Sus adversarios se reparten entre las dos alas extremas de la cámara. Son, a la derecha, los nacionalistas y los fascistas; a la izquierda, los socialistas y los comunistas. I estas dos, o cuatro, oposiciones consideran los problemas y los negocios del Estado alemán desde diversos y opuestos puntos de vista.
La vida de un ministerio minoritario se explica por esta pluralidad y este antagonismo de las fuerzas adversarias. El ministerio vive del perenne desacuerdo entre las dos extremas. Su política consiste en buscar, en unos casos, el apoyo de la derecha y, en otros casos, el de la izquierda. Es una política de balancín y de equilibrio que debe esquivar a toda costa el riesgo de una votación en que las dos extremas puedan encontrarse, en algún modo, de acuerdo en el sí o en el no, aunque partan, como es natural, de principios radicalmente adversos.
Luther cree contar con los nacionalistas para la aprobación de su política interna y con los socialistas para la de su política exterior. Sobre este cálculo reposa toda la combinación ministerial que preside y dirige. Su política debe ser, con una curiosa equidad, reaccionaria dentro, democrática fuera. (Nada más alemán que esto -observarán socarronamente los franceses).
Pero este mecanismo de péndulo es, en la práctica, excesivamente delicado. La menor arritmia puede malograrlo. El gabinete es una nave que navega entre dos filas de arrecifes y que, para evitarlos, debe virar con precisión matemática unas veces a la derecha y otras veces a la izquierda. El menor golpe de timón equivocado, encallará a un lado o a otro.
El régimen parlamentario se ha salvado una vez más en Alemania; pero esta vez, en verdad, se ha salvado en una tabla. El tono y los bigotes militares de Hindemburg no permiten, además, hacerse demasiadas ilusiones sobre su seguridad en las futuras tempestades. La primera tempestad que turbe demasiado sus nervios puede decidir a Hindemburg a echarlo por la borda.
Los partidarios del parlamentarismo tienen razón para mostrarse melancólicos. Su sistema funciona todavía, regularmente, en la Gran Bretaña. Pero también ahí, cuando la amenaza de una huelga de mineros constriñe al gobierno conservador a una concesión de laborismo, el rol decisivo de la mayoría parlamentaria aparece asaz desmedrado y disminuido.
Hasta hace poco los partidarios del parlamentarismo se mantenían optimistas sobre el porvenir del régimen. Constatando los efectos del sistema de la representación proporcional, decían que había terminado la época de los gobiernos de partido y que había empezado la época de los gobiernos de coalición. Eso era todo. Pero los gobiernos de coalición funcionan cada día peor y menos. No solo es excesivamente difícil mantenerlos. Más difícil todavía, si cabe, es componerlos. La alquimia de las coaliciones y de las amalgamas no ha encontrado hasta ahora una fórmula siquiera aproximada.
La experiencia de los años post-bélicos ha probado la imposibilidad de constituir coaliciones homogéneas y duraderas. Como lo observa en Francia un diputado reaccionario, Mr. Mandel, las coaliciones no son realizables sino “por un juego de concesiones recíprocas, de ventajas descontadas que invalida la doctrina, disminuyen el valor combativo de los partidos, los solidarizan el uno al otro, en un renunciamiento mutuo y una política negativa”. El método de coalición se resuelve en un método de parálisis y de impotencia. Y la inestabilidad de los ministerios, acaba, de otro lado, por exasperar a la opinión, por ascendrada que sea su educación democrática, hasta persuadirla de la necesidad de una dictadura.
El remedio está para muchos en el abandono del sistema de la representación proporcional. Pero esta solución es de un simplismo extremo. La democracia, el parlamento, conducen fatalmente a la representación proporcional. La representación proporcional es una consecuencia, es un efecto. No se llega a ella por voluntad de los legisladores sino por necesidad del parlamentarismo. Y, en la presente estación del parlamentarismo, no se puede renunciar a la representación proporcional sin renunciar al propio régimen parlamentario. Como lo acaba de recordar Hindemburg a la democracia alemana, no hay modo de escapar al dilema: parlamento o dictadura.
En Alemania se observa, desde hace algún tiempo, un movimiento de concentración burguesa. Los partidos democráticos de la burguesía se han separado del partido socialista. Del gabinete presidido por Luther, forma parte Marx, el opositor de Hindemburg en las elecciones presidenciales. Marx, ministro de Hindemburg. He ahí, sin duda, un síntoma de que las diversas fuerzas burguesas se reconcilian. Todavía los demócratas y los católicos se sienten demasiado lejos de los nacionalistas, esto es de la extrema derecha. Pero, de toda suerte, las distancias se han acortado sensiblemente. Pero este camino se puede llegar a la constitución de un frente único de la burguesía.
Pero no se vislumbra, ni aún por este camino, la solución de la crisis del régimen parlamentario. Porque su vida no depende solo de que crea en él la burguesía sino, sobre todo, de que crea en él la clase trabajadora. En cuanto el parlamento aparezca como un órgano típico del dominio de la burguesía, el socialismo reformista cederá totalmente el campo al socialismo revolucionario. O sea al socialismo que no espera nada del parlamente.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Austria y la paz Europea

La llamarada súbitamente encendida en Viena, ha arrojado una luz demasiado inquietante sobre el panorama europeo que, -según las descripciones prolijas unas veces simplistas otras, de sus observadores- parecía ya reajustado por el trabajo de estabilización capitalista al cual están entregadas con alacre voluntad las naciones de Occidente desde que Alemania y Francia signaron el plan Daxes. Ahora resulta evidente que las bases de esa estabilización, destinada según sus empresarios a asegurar la pacífica reconstrucción de Occidente, son asaz movedizas y convencionales. Cualquiera de los problemas de la paz sin solución todavía, puede comprometerla irreparablemente. El problema de Austria, que acaba de hacerse presente, por ejemplo.
Este problema, a juicio de los optimistas, no había sido, ante todo, un problema económico, -nacido de la separación de Austria de los pueblos que antes habían compuesto juntos el Imperio de los Hapsburgos,- que la gestión sagaz del Caciller, Monseñor Seippel tenía prácticamente resulto con los créditos patrocinados por la Sociedad de las Naciones. Las dificultades subsistentes aún, se resolverían mediante convenios aduaneros con los Estados independizados, o por el gradual reactivamiento de la producción manufacturera.
En contraste completo con estas beatas conjeturas, los últimos sucesos de Viena demuestran que el proletariado austriaco no se siente demasiado distante de los días post-bélicos en que agitaba a las clases trabajadoras europeas un espíritu de violencia. Los teóricos de la democracia veían en esta violencia un mero fruto de la atmósfera material y moral dejada por la guerra. Es posible que en algunos casos episódicos haya sido acertado su diagnóstico; pero, en tesis general, hay que inclinarse que la violencia proletaria acusa factores más propios. La marejada de Viena no ha sido menos que ninguna de las que, sin obedecer a un plan de golpe de Estado, se produjeron en Europa, por estallido espontáneo, en los primeros años de la post-guerra.
El hecho de que su origen no haya sido un conflicto del trabajo sino una sentencia judicial estimada injusta, no atenúa en lo más mínimo el valor de este movimiento como síntoma del estado de ánimo del proletariado austriaco. Y, por otra parte, es imposible que a la creación de este estado de ánimo no concurran los resultados negativos de la obra que se creía más o menos cumplida por Monseñor Seippel en colaboración con los banqueros americanos y europeos. Todos los datos últimos de la economía austriaca denuncian la subsistencia de una crisis industrial a la cual no es fácil encontrar salida. Austria, pueblo principalmente industrial, carece de materias primas bastantes para la alimentación de su industria. Por la insuficiencia de su agricultura, tiene un fuerte déficit alimenticio. El desequilibrio entre la producción y el consumo mundiales, no le consiente esperar, de otro lado, un crecimiento salvador de su comercio extranjero. Estas cosas no las resuelven los créditos de la Sociedad de las Naciones.
Los días de Viena no son ya tan duros como aquellos de 1922 -y de julio precisamente- en que César Falcón y yo vimos caer hambrienta a una mujer en una acera del Ring. Pero el Estado austriaco continúa como entonces sin encontrar su equilibrio. La prueba, políticamente, en forma incontestable, el hecho de que el socialismo haya conservado integra, y tal vez acrecentada, su influencia sobre las masas. El gobierno de Monseñor Seippel ha tenido necesidad de la cooperación solícita del partido socialista para contener la insurrección. El próximo gobierno se constituirá, a lo que parece, con la participación de los socialistas.
El partido socialista que, con el partido cristiano-social encabezado por Monseñor Seippel, se divide la mayoría de los electores, tuvo en sus manos el poder de 1919 en 1920. Acomodó en ese período su político al mismo criterio reformista que la social democracia de Ebert y Scheidemann en Alemania. En su activo no se registra sino una alerta defensa y de las instituciones republicanas y un conjunto de leyes sociales y obreras. Del gobierno lo desalojaron los cristianos-sociales y los nacionalistas que ocupan el tercer puesto entre los partidos austriacos, aunque a buena distancia de los dos mayores. Pero, bajo el prudente gobierno de Monseñor Seippel, ha continuado influyendo, con una oposición más o menos colaboracionista, en la política gubernamental de este período. Y, si ahora se habla de su retorno al poder o de una segunda coalición con los cristianos-sociales, es porque la política de estos no ha sido capaz ni de realizar todo lo que prometió en el orden económico e internacional ni sustraer a las masas al dominio de los socialistas.
El socialismo austriaco no tiene, evidentemente, un criterio uniforme. Entre sus dos alas extremas, reformismo y comunismo -que forma un partido autónomo, pero que aplica a todas las luchas el método del frente único- no es probable ningún compromiso teórico. Parten de puntos de vista radicalmente opuestos. Otto Bauer, el famoso leader del partido austriaco, es uno de los teóricos máximos de la social-democracia. En esta posición, le ha tocado a lado de Kautsky y otros, sostener una polémica histórica con Lenin y Trotsky. El fracaso de la praxis social-democrática en Alemania, y en la misma Austria, después de la Revolución de 1918, no ha modificado la actitud de Bauer. No hay, pues, que sorprenderse de encontrarlo una vez más en abierto conflicto teórico y práctico con los comunistas de su país. Estos no constituyen un partido de importancia numérica, pero en cambio se mantienen estrechamente articulados con las masas obreras, de suerte que en cualquier momento propicio pueden ejercer sobre estas un influjo intensamente superior al que corresponde a su número.
Estos hechos eran, ciertamente, contrastable desde hace tiempo. Pero ha sido necesaria una llamarada formidable, políticamente visible a todos los pueblos de Occidente, para obligar a estos a considerarlos. El problema económico, político e internacional de Austria que, contra un tratado defendido tan celosamente por Italia y Francia, pugna por unirse a Alemania, [- ha recordado de pronto a los buenos y a los malos europeos lo artificial y deleznable de la paz y el orden de Europa].

José Carlos Mariátegui La Chira

Estación electoral en Francia

Este año promete una buena cosecha a la democracia. Es un año esencial y unánimemente electoral. Habrá elecciones en Francia, Inglaterra, Alemania, la Argentina, etc. Y no sería normal ni lógico que la democracia saliera ejecutada de una votación. El sufragio universal se traicionaría a si mismo si condenase el parlamento y la democracia. Puede inclinarse alternativamente a izquierda o a derecha; pero no puede suprimir la derecha ni la izquierda. Ni la revolución ni la reacción muestran, por esto, ninguna ternura electoral o parlamentaria. Las elecciones son, así para los reaccionarios como para los revolucionarios, una simple oportunidad de predicar el cambio de régimen y de denunciar la quiebra de la democracia. Las elecciones italianas de 1921, convocadas en plena creciente fascista, dieron la mayoría a las izquierdas y trajeron abajo a Giolitti. El fascismo ganó apenas treintaicinco asientos en la cámara. Pero el año siguiente, después de la marcha a Roma, obtuvo de la misma cámara un voto de confianza. Poco importa que la reacción o la revolución estén próximas. Las elecciones, formalmente, oficialmente, necesitan dar siempre la razón a la democracia. La víspera misma de ganar el gobierno, los bolcheviques perdieron las elecciones. Los social-demócratas de Kerensky tenían la cándida pretensión de que, dueños ya del poder, Lenin y sus correligionarios reconociesen a una asamblea que los condenaba a priori. Lenin, como bien se sabe, prefirió licenciar esta asamblea extemporánea y retórica.
El momento, por otra parte, es de estabilización capitalista, que es como decir de estabilización democrática. Porque la burguesía puede haber empleado el golpe de estado fascista para conseguir o afianzar su estabilización; pero solo en los países donde la democracia no era muy extensa ni muy efectiva. En Inglaterra, en Alemania, en Francia, el capitalismo se ha defendido dentro de la democracia, aunque se haya valido a ratos de leyes de excepción contra sus adversarios. La burguesía no es precisa o estrictamente el capitalismo; pero el capitalismo si es, forzosamente, la democracia burguesa.
Los resultados de las elecciones no importan demasiado. El 11 de mayo de 1924, el bloque nacional y el cartel de izquierdas se disputaron acanitamente en Francia la victoria electoral. El escrutinio de ese día no se contentó con derribar a Poincaré de la presidencia del consejo. No pareció satisfecho sino después de arrojar a Millerand de la presidencia de la república. Caillaux, el condenado del bloque nacional, regresó a Francia con cierto aire de césar democrático. Y, sin embargo, dos años después el cartel se disolvía, para dar paso a una nueva fórmula: un gabinete presidido por Poincaré, con Herriot en el ministerio de instrucción y Briand en el del exterior. El 1 de mayo no tocó, en consecuencia, la sustancia de las cosas. Herriot acabó colaborando en un ministerio poincarista y Poincaré concluyó presidiendo un gobierno apoyado en los radicales-socialistas. Esta vez, como la anterior, cualquiera que sea el resultado de las elecciones, solo podrá sostenerse en el gobierno un ministerio de opinión. El escrutinio no producirá, por ningún motivo, un gobierno de partido. Ni un bloque de derechas ni un cartel de izquierdas sería suficientemente sólido. El gobierno tendrá que contar, como el de Poincaré, con el favor de la pequeña burguesía no menos que con la venia de la alta finanza y la gran industria. Una victoria del partido socialista sería, sin duda, la única posibilidad de acontecimientos imprevistos e insólitos. Pero ningún partido asumiría el poder con más miedo a sus responsabilidades ni con más miramiento a la opinión que el partido socialista.
Los socialistas franceses se inclinan, por esto, a una reconstitución más o menos adaptada a las circunstancias, de la fórmula radical-socialista. León Blum rehusaba en 1925 y 26 la participación de los socialistas en el gobierno, en espera, según él, de que les llegara la oportunidad de asumirlo íntegramente por su cuenta. Esta política apresuró el regreso de Poincaré y el restablecimiento de la unión nacional, con el programa de revalorización del franco. Mas la oportunidad aguardada, con tanta certidumbre, por León Blum, no parece haber llegado todavía. Los socialistas no podrían hacer en el poder sino una de estas dos políticas: o una política revolucionaria, sostenida por todas las fuerzas del proletariado, que conduciría inevitablemente a la guerra social, o una política conservadora, de concesiones incesantes a los intereses y la opinión burgueses, como la practicada por los laboristas ingleses durante el experimento Mac Donald. En el segundo caso, un ministerio socialista duraría menos aún que el primer ministerio Herriot después de las elecciones victoriosas del 1º de mayo. En el primer caso, salvo la acción de jefes superiores, con dotes excepcionales de comando, los socialistas serían finalmente desalojados del poder por los comunistas.
El destino del partido socialista francés podía ser el de reemplazar al partido radical-socialista. Pero este proceso requiere tiempo. Los radicales socialistas, aunque pierdan súbitamente su ascendiente sobre las masas pequeño-burguesas de las ciudades, conservarán por algún tiempo, sus clientelas electorales de provincias. Tienen viejas raíces que los defienden de una rápida absorción, sea por parte de la izquierda socialista, sea por parte de la derecha plutocrática. Su función no ha terminado. Y, mientras le estabilización democrática no se encuentre seriamente amenazada, su chance electoral seguirá siendo considerable.

José Carlos Mariátegui La Chira

El 10° aniversario de la república alemana

(...) de restauración del Kaiser, llega a este aniversario visiblemente liquidado. El partido nacionalista, contra la recalcitrante protesta de su derecha, no ha tenido más remedio que aceptar la condición de partido republicano para mantener su influencia en el gobierno del país. Queda, sin duda, muchos monárquicos en Alemania. I una marejada reaccionaria, acrecentaría su número quien sabe en qué proporción. Pero la República de Weimar reposa en el cimiento de una sólida mayoría.
De este resultado, se ufana, en primera línea, la social-democracia que, instalada en el poder, de nada se preocupó tanto como de usar de él con prudencia. Pero, en análisis de los acontecimientos, enseña algo muy diverso. El estado mayor de teóricos y burócratas del partido social-demócrata, no se había planteado nunca la cuestión de la toma del poder. El derrumbamiento de la monarquía, los obligó a asumir el gobierno, antes de que hubiesen tenido tiempo de reponerse de la impresión de este cambio, que excedía violenta y desmesuradamente los más osados cálculos de su determinismo y las más distantes esperanzas de su educación parlamentaria. I si la marca reaccionaria que siguió al fracaso de la última ofensiva del proletariado, no restableció la monarquía, el mérito del salvataje de la República, en esa crisis, no pertenece ciertamente a la social democracia. La República, si se prescinde del apoyo que le prestaba el consenso pasivo de las capas sociales gubernamentales por inercia o por precaución, no estaba defendida válidamente sino por el proletariado. La huelga general que obligó a capitular al general Kapp, a los pocos días de su golpe de mano de Berlín, reveló a la burguesía industrial y financiera de Alemania el peligro de jugar a la restauración.

José Carlos Mariátegui La Chira

El gobierno de la gran coalición en Alemania

La laboriosa gestación del gabinete que preside el líder socialista Herman Müller, denuncia la dificultad del compromiso logrado entre la Social-democracia y el Volkspartei para constituir un gobierno de coalición en Alemania. Los socialistas, que en las últimas elecciones obtuvieron una magnífica victoria, han hecho las mayores concesiones posibles a los populistas y Stresseman (Volkspartei), que en dichas elecciones perdieron no pocos asientos parlamentarios. La social-democracia ha vuelto al poder pero a condición de compartirlo con el partido que representa más específicamente los intereses de la burguesía alemana. El programa del gabinete Müller-Stresseman es un programa de transacción, en cuya práctica tienen que surgir frecuentes contrastes. A eliminar en lo posible las causas de conflicto, ha estado destinadas, sin duda, las largas negociaciones que han precedido la formación del gobierno. Pero el compromiso, por sagaces que sean sus términos, está siempre subordinado en su aplicación al juego de las contingencias.
La culminación de la victoria de los socialistas habría sido el restablecimiento de la coalición de Weimar: socialistas, centristas y demócratas; la asunción del poder por la coalición negro-blanco y oro; la restauración en el gobierno de los colores y el espíritu republicanos y democráticos. Pero una victoria electoral no es la garantía de una victoria parlamentaria. Las elecciones francesas del 11 de mayo de 1924 dieron la mayoría al bloque de izquierdas; pero la asamblea salida de ellas concluyó por restablecer en el gobierno a Poincaré. El parlamento y el gobierno parecer ser, además, en Alemania, desde hace algún tiempo, una escuela de prudencia y ponderación. Los partidos creen servir mejor sus doctrinas por la transacción, que por la táctica opuesta. Alemania está resuelta a dar al mundo, -que le reprochó siempre su tiesura, su rigidez y su lentitud,- las más voluntarias seguridades de su flexibilidad y de su ponderación, recibía el tono y el verbo de los nacionalistas, fue estimada por muchos como el comienzo de una restauración monárquica y conservadora, que en poco tiempo habría cancelado el espíritu y la letra de la constitución de Weimar. Mas la ascensión de Hindemburg a la presidencia tuvo, por el contrario, la virtud de conciliar poco a poco a las derechas con las instituciones democráticas. El partido populista ya había superado esta prueba. Pero el partido nacionalista conservaba aún, enardecido por la marejada reaccionaria, su intransigencia anti-republicana. El paso de la oposición al poder, lo obligó a abandonarla, al mismo tiempo que a suavizar, en obsequio a la política de Stresseman, su aspereza revanchista. No obstante sus críticas y reservas, los nacionalistas han aceptado prácticamente la política de reconciliación de Alemania con los vencedores, hábilmente actuada por Stresseman. I han relegado, durante largo tiempo, a último término, sus reivindicaciones monárquicas. Su colaboración con la república, aunque dosificada a las circunstancias, ha servido a la estabilización democrática y republicana del Reich. Los nacionalistas han salido diezmados de las últimas elecciones, en cuales, en cambio, los partidos del proletariado, socialista y comunista, han hecho una imponente afirmación de su fuerza popular. Los socialistas no han podido, a su turno, sustraerse al influjo de esta atmósfera de moderación y compromiso. El retorno a la coalición de Weimar no les ha parecido inoportuno y aventurado a los centristas, sino también a los propios directores de la social-democracia. Por esto, la participación de Strresseman y el Volkspartei en el gobierno, reclamada también seguramente por Hindemburg, ha exigido una gestión empeñosa, en la cual los jefes socialistas se han sentido impulsados a una estrategia muy cauta. Stresseman, ha discutido con ellos en una posición ventajosa. Algunos votos menos en el parlamento, no han restado a su partido absolutamente nada de su significación de órgano político de la gran industria y la alta finanza. La social-democracia sabe perfectamente que al parlamentar con los populistas, trata con el estado mayor de la burguesía alemana.
[Y desde un punto de vista, el proceso de estabilización democrática de] Alemania nos descubre, en sus raíces, un aspecto de la crisis del parlamentarismo o sea de la democracia. La potencia de un partido, como lo demuestra este caso, no depende estrictamente de su fuerza electoral y parlamentaria. El sufragio universal puede disminuir sus votos en la cámara, sin tocar su influencia política. Un partido de industriales y banqueros, no es lo mismo que un partido de heterogéneo proselitismo. Al partido socialista, que un partido de clase, sus ciento cincuenta y tantos votos parlamentarios, si le bastan para asumir la organización del gabinete, no lo autorizan a excluir de este a la banca y la industria.
La gran coalición no deja fuera de la mayoría parlamentaria, sino de un lado a los nacionalistas fascistas y, de otro lado, a los comunistas. A la extrema derecha y a la extrema izquierda. Los comunistas, -que a consecuencia del fracaso de la agitación revolucionaria de 1923 han atravesado un período de crisis interna,- han realizado en las últimas elecciones una extraordinaria movilización de sus efectivos. Grandes masas de simpatizantes, han vuelto a favorecer con sus votos al partido revolucionario. Las consecuencias de la victoria de la clase obrera en la política ha sido, por esto, la amnistía para todos los perseguidos y procesados político-social. Esta amnistía fue uno de los votos del pueblo. El gobierno no podía dejar de sancionarlo.
Los socialistas tienen cuatro ministros en el gabinete: Müller, canciller, Hilferding (Finanzas), Severing (Interior) y Wisel (Trabajo). Pero esta fuerte participación en el poder, no es la que corresponde a la fuerza electoral del proletariado. Stresseman y sus amigos pesan en el gobierno de la gran coalición, tanto como los ministros de la social-democracia. El equilibrio de este gobierno, por lo tanto, resulta artificial y contingente en grado sumo. Ya se habla de la probabilidad de apuntarlo en el otoño próximo, con un remiendo. I esto es lógico. La gran coalición es un frente demasiado extenso para no ser provisional e interino.

José Carlos Mariátegui La Chira