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La batalla de Martín Fierro

La batalla de Martín Fierro

La rotunda negativa con que "Martín Fierro" ha respondido bajo la firma de Rojas Paz, Molinari, Borges, Pereda Valdés, Olivari, Ortelli y algunos otros de sus colaboradores, a una extemporánea invitación de "La Gaceta Literaria" de Madrid, refresca mi simpatía por este aguerrido grupo de escritores argentinos y su animoso periódico. Hace tres años, Oliverio Girondo, –traído a Lima por su afán de andariego y en función de embajador de la nueva generación argentina– me hizo conocer los primeros números del intrépido quincenario que desde entonces leo sin más tregua que las dependientes de las distracciones del servicio postal.

Mi sinceridad me obliga a declarar que "Martín Fierro" me parecía en sus últimas jornadas menos osado y valiente que en aquellas que le ganaron mi cariño. Le notaba un poco de aburguesamiento, a pesar del juvenil desplante que encontraba siempre en sus columnas polémicas. (El espíritu burgués tiene muchos capciosos desdoblamientos) "Martín Fierro, a mi juicio, caía en el frecuente equívoco de tomar por señales de revolución las que son, mas bien, señales de decadencia. Por ejemplo cuando a propósito de Beethoven, dijo: "debemos defender nuestra pequeñez contra los gigantes, si es preciso", adoptó la actitud conformista, esto es burguesa, de los que, obedeciendo a una necesidad espiritual del viejo orden político y económico, repudian iconoclastas del pasado en nombre de un reverente acatamiento al presente. El ambicioso "futurismo" de otros días degenera así en un engreído presentismo, inclinado a todas suerte de indulgencias con los más mediocres frutos artísticos si los identifica y cataloga como frutos de la estación.

La función de "Martín Fierro" en la vida literario y artística de la Argentina, y en general de Hispano América, ha sido sin duda una función revolucionaria. Pero tendería a devenir conservadora si la satisfacción de haber reemplazado a los valores y conceptos de ayer por los de hoy produjeses una peligrosa y megalómana superestimación de estos. "Martín Fierro", por otra parte, ha reivindicado, contra el juicio europeizante y académico de sus mayores, un valor del pasado. A esta sana raíz debe una buena parte de su vitalidad. Su director Evar Méndez lo recuerda oportunamente en un ponderado balance de su obra publicado en la "Exposición de la Actual Poesía Argentina" de P.J. Vignale y Cesar Tiempo (Editorial Minerva, Buenos Aires, 1927). "Martín Fierro" –escribe Evar Méndez– tiene por nombre el de un poema que es la más típica creación del alma de nuestro pueblo. Sobre esa clásica base, ese sólido fundamento, –nada podría impedirlo– edificamos cualquier aspiración con capacidad de toda altura".

El activo de "Martín Fierro" está formado por todos los combates que ha librado obedeciendo a su tradición que es tradición de lucha. Y que por arrancar de "la más típica creación" del alma popular argentina no puede avenirse con un concepto antisocial del arte y mucho menos con una perezosa [abdicación de la cultura ante] las corrientes de moda. El pasivo está compuesto, en parte, de las innumerables páginas dedicadas, verbigracia, a Valery Larbaud que, juzgado por estos reiterados testimonios de admiración, podría ocupar en la atención del público más sitio que Pirandello. Evar Méndez está en lo cierto cuando recapitulando la experiencia martinfierrista apunta los siguientes: "La juventud aprendió de nuevo a combatir; la crisis de opinión y de crítica fue destruída, los escritores jóvenes adquirieron el concepto de su entidad y responsabilidad.

Por todo esto me complace, en grado máximo, la cerrada protesta de los escritores de "Martín Fierro" contra la anacrónica pretensión de "La Gaceta Literaria" de que se reconozca a Madrid como "mediano intelectual de Hispano-América". Esta actitud los presenta vigilantes y despiertos y combativos frente a cualquier tentativa de restauración conservadora. Contra la tardía reivindicación española, debemos insurgir todos los escritores y artistas de la nueva generación hispano-americana.

Borges tiene cabal razón al afirmar que Madrid no nos entiende. Solo al precio de la ruptura con la Metrópoli, nuestra América ha empezado a descubrir su personalidad y a crear su destino. Esta emancipación nos ha costado una larga fatiga. Nos ha permitido ya cumplir libremente un vasto experimento cosmopolita que nos ha ayudado a reivindicar y revalorar lo más nuestro, lo autóctono. Nos proponemos realizar empresas más ambiciosas que la de endeudarnos nuevamente a España.

La hora, de otro lado, no es propicia para que Madrid solicite su reconocimiento como metrópoli espiritual de Hispano-América. España no ha salido todavía completamente del Medioevo. Peor todavía: por culpa de su dinastía borbónica se obstina en regresar a él. Para nuestros pueblos en crecimiento no representa siquiera el fenómeno capitalista. Carece, por consiguiente, de títulos para reconquistarnos espiritualmente. Lo que más vale de España —don Miguel de Unamuno— está fuera de España. Bajo la dictadura de Primo de Rivera es inconcebiblemente oportuno invitarnos a reconocer la autoridad suprema de Madrid. El "meridiano intelectual de Hispano-América" no puede estar a merced de una dictadura reaccionaria. En la ciudad que aspire a coordinarnos y dirigirnos intelectualmente necesitamos encontrar, si, no espíritu revolucionario, al menos tradición liberal. ¿Ignora "La Gaceta Literaria" que el general Primo de Rivera negó libertad de palabra al profesor argentino Mario Saenz y que la negará invariablemente a todo el que lleve a España la representación del pensamiento de América?.

Nuestros pueblos carecen aún de la vinculación necesaria para coincidir en una sola sede. Hispano-América es todavía una cosa inorgánica. Pero el ideal de la nueva generación es, precisamente, el de darle unidad. Por lo pronto hemos establecido ya entre los que pensamos y sentimos parecidamente una comunicación fecunda. Sabemos que ninguna capital puede imponer artificialmente su hegemonía a un continente. Los campos de gravitación del espíritu hispano-americano son, por fuerza, al norte México, al su Buenos Aires. México está físicamente un poco cerrado y distante. Buenos Aores, más conectada con las demás centros de Sud-América, reúne más condiciones materiales de Metrópoli. Es ya un gran mercado literario. Un "meridiano intelectual", en gran parte, no es otra cosa.

"Martín Fierro", en todo caso, tiene mucha más "chance" de acertar que "La Gaceta Literaria".

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

"La literatura peruana" por Luis Alberto Sánchez

"La literatura peruana" por Luis Alberto Sánchez

Nueva contribución a la crítica de Valdelomar

Valdelomar no es todavía, en nuestra literatura, el hombre matinal. Actuaban sobre él demasiadas influencias decadentistas. Entre “las cosas inefables e infinitas” que intervienen en el desarrollo de sus leyendas incaicas, con la Fe, el Mar y la Muerte, pone al Crepúsculo. Desde su juventud, su arte estuvo bajo el signo de D’Annunzio. En Italia, el tramonto romano, el atardecer voluptuoso del Janiculum, la vendimia autumnal, Venecia anfibia -marítima y palúdica- exacerbaron en Valdelomar las emociones crepusculares de “Il Fuoco”.

Pero a Valdelomar lo preserva de una excesiva intoxicación decadentista su vivo y puro lirismo. El “humor” esa nota frecuente de su arte, es la senda por donde se evade del universo d’annunziano. El “humor” da el tono al mejor de sus cuentos: “Hebaristo, el sauce que se murió de amor”. Cuento pirandelliano, aunque Valdelomar acaso no conociera a Pirandello que, en la época de la visita de nuestro escritor a Italia, estaba muy distante de la celebridad ganada para su nombre por sus obras teatrales. Pirandelliano por el método: identificación panteísta de las vidas paralelas de un sauce y un boticario: pirandelliano por el personaje: levemente caricaturesco, mesocrático, pequeño burgués, inconcluso; pirandelliano por el drama; el fracaso de una existencia que, en una tentativa superior a su ritmo sórdido, siente romperse su resorte con grotesco y risible traquido.
Un sentimiento panteísta, pagano, empujaba a Valdelomar a la aldea, a la naturaleza. Las impresiones de su infancia, transcurrida en una apacible caleta de pescaderos, gravitan melodiosamente en su subconsciencia. Valdelomar es singularmente sensible a las cosas rústicas. La emoción de su infancia está hecha de hogar, de playa y de campo. El “soplo denso, perfumado del mar”, la impregna de una tristeza tónica y salobre:
“y lo que él me dijera aún en mi alma persiste; mi padre era callado y mi madre era triste y la alegría nadie me la supo enseñar”.
(“Tristitia”)
Tiene, empero, Valdelomar, la sensibilidad cosmopolita y viajera del hombre moderno. New York, Times Square, son motivos que lo atraen tanto como la aldea encantada y el “caballero carmelo”. Del piso 54 del Woolworth pasa sin esfuerzo a la yerbasanta y a la verdolaga de los primeros soledosos caminos de su infancia. Sus cuentos acusan la movilidad caleidoscópica de su fantasía. El dandismo de sus cuentos yanquis o cosmopolitas, el exotismo de sus imágenes china y orientales (“mi alma tiembla como un junco débil”), el romanticismo de sus leyendas incaicas el impresionismo de sus relatos criollos, son en su obra estaciones que se suceden, se repiten, se alternan en el itinerario del artista, sin transición y sin ruptura espirituales.
Su obra es esencialmente fragmentaria y escisípara. La existencia y el trabajo del artista se resentían de indisciplina y exuberancia criolla. Valdelomar reunía, elevadas a su máxima potencia, las cualidades y los defectos del mestizo costeño. Era un temperamento excesivo que del más exasperado orgasmo creador caía en el más asiático y fatalista renunciamiento de todo deseo. Simultáneamente ocupaban su imaginación un ensayo estético, una divagación humorística, una tragedia pastoril (“Verdolaga”), una vida romanesca (“La Mariscala”). Pero poseía el don del creador. Los gallinazos del Martinete, la Plaza del Mercado, las riñas de gallos, cualquier tema podía poner en marcha su imaginación, con fructuosa cosecha artística. De muchas cosas, Valdelomar es descubridor. A él se le revoló, primero que a nadie en nuestras letras, la trágica belleza agonal de las corridas de toros. En tiempos en que este asunto estaba reservado aún a la prosa pedestre de los iniciados en la tauromaquia, escribió su “Belmonte, el trágico”.
La “greguería” empieza con Valdelomar en nuestra literatura. Me consta que los primeros libros de Gómez de la Serna que arribaron a Lima, gustaron sobre manera a Valdelomar. El gusto atomístico de la “greguería” era, además, innato en él, aficionado a la pesquisa original y a la búsqueda microcósmica. Pero, en cambio Valdelomar no sospechaba aún en Gómez de la Serna al descubridor del Alba. Su retina de criollo impresionista era experta en gozar voluptuosamente, desde la ribera dorada, los colores ambiguos del crepúsculo.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Pasadismo y Futurismo

Pasadismo y Futurismo

Luis Alberto Sánchez y yo hemos constatado recientemente que uno de los ingredientes, tanto espirituales como formales, de nuestra literatura y nuestra vida es la melancolía. Bien. Pero otro, menos negligible tal vez, es el pasadismo. Estos elementos no coinciden arbitraria o casualmente. Coinciden porque son solidarios, porque son consustanciales, porque son consanguíneos. Son dos aspectos congruentes de un solo fenómeno, dos expresiones mancomunadas de un mismo estado de ánimo. Un hombre aburrido, hipocondriaco, gris, tiende no solo a renegar el presente y a desesperar del porvenir sino también a volverse hacia el pasado. Ninguna ánima, ni aún la más nihilista, se contenta ni se nutre únicamente de negaciones. La nostalgia del pasado es la afirmación de los que repudian el presente. Ser retrospectivos es una de las consecuencias naturales de ser negativos. Podría decirse, pues, que la gente peruana es melancólica porque es pasadista y es pasadista porque es melancólica.

Las preocupaciones de otros pueblos son más o menos futuristas. Las del nuestro, resultan casi siempre tácita o explícitamente pasadistas. El futuro ha tenido en esta tierra muy mala suerte y ha recibido muy injusto trato. Un partido de carne, mentalidad y traje conservadores fue apodado partido futurista. El diablo se llevó en hora buena a esa facción estéril, gazmoña, impotente. Mas la palabra “futurista'” quedó desde entonces irremediablemente desacreditada. Por eso, no hablamos ya de futurismo sino, aunque suene menos bien, de porvenirismo. Al futuro lo hemos difamado temerariamente atribuyéndole relaciones y concomitancias con la actitud política de la más pasadista de nuestras generaciones.

El pasadismo que tanto ha oprimido y deprimido el corazón de los peruanos es, por otra parte, un pasadismo de mala ley. El período de nuestra historia que más nos ha atraído no ha sido nunca el período incaico. Esa edad es demasiado autóctona, demasiado nacional, demasiado indígena para emocionar a los lánguidos criollos de la República. Estos criollos no se sienten, no se han podido sentir, herederos y descendientes de lo incásico. El respeto a lo incásico no es aquí espontáneo sino en algunos artistas y arqueólogos. En los demás es, más bien, un reflejo del interés y de la curiosidad que lo incásico despierta en la cultura europea. El virreinato, en cambio, está más próximo a nosotros. El amor al virreinato le parece a nuestra gente un sentimiento distinguido, aristocrático, elegante. Los balcones moriscos, las escalas de seda, las “tapadas”, y otras tonterías, adquieren ante sus ojos un encanto, un prestigio, una seducción exquisitas. Una literatura decadente, artificiosa, se ha complacido de añorar, con inefable y huachafa ternura, ese pasado postizo y mediocre. Al gracejo, a la coquetería de algunos episodios y algunos personajes de la colonia, que no deberían ser sino un amable motivo de murmuración, les ha sido conferidos por esa literatura, un valor estético, una jerarquía espiritual, exorbitantes, artificiales, caprichosos. Los temas y los “dramatis personae” del virreinato no han sido abandonados a los humoristas a quienes pertenecían, por antonomasia, sus motivos cómicos y sus motivos galantes y casanovescos. Don Ricardo Palma hizo de ellos un uso adecuado e inteligente, contándonos con su malicia y su donaire limeños, las travesuras de los virreyes y de su clientela. “La Calesa de la Perricholi”, que Antonio Garland ha traducido con fino esmero y gusto gentil es otra pieza que se mantiene dentro de los mismos límites discretos. Toda esa literatura estaba y está muy bien. La que está mal es esa otra literatura nostálgica que evoca con unción y gravedad las aventuras y los chismes de una época sin grandeza. El fausto, la pompa colonial son una mentira. Una época fastuosa, magnífica, no se improvisa, no nace del azar. Menos aún desaparece sin dejar huellas. Creemos en la elegancia de la época “rococó” porque tenemos de ella, en los cuadros de Watteau y Fragonnard, y en otras cosas más plásticas y tangibles preciosos testimonios físicos de su existencia. Pero la colonia no nos ha legado sino una calesa, un caserón, unas cuantas celosías y varias supersticiones. Sus vestigios son insignificantes. Y no se diga que la historia del virreinato fue demasiado fugaz ni Lima demasiado chica. Pequeñas ciudades italianas guardan, como vestigio de trescientos o doscientos años de historia medioeval un conjunto maravilloso de monumentos y de recuerdos. Y es natural. Cada una de esas ciudades era un gran foco de arte y de cultura.

Adorar, divinizar, cantar el virreinato es, pues, una actitud de mal gusto. Los literatos e intelectuales que, movidos por un aristocratismo y un estetismo ramplones, han ido a abastecerse de materiales y de musas en los caserones y guardarropías de la colonia, han cometido una cursilería lamentable. La época “rococó” fue de una aristocracia auténtica. Francia, sin embargo, no siente ninguna necesidad espiritual de restaurarla. Y las escenas de la revolución jacobina, la música demagógica de la marsellesa, pesan mucho más en la vida de Francia que los melindres y los pecados de Madame Pompadour. Aquí, debemos convencernos sensatamente de que cualquiera de los modernos y prosaicos “buildings” de la ciudad, vale, estética y prácticamente, más que todos los solares y todas las celosías coloniales. La “Lima que se va” no tiene ningún valor serio, ningún perfume poético, aunque Gálvez se esfuerce por demostrarnos, elocuentemente, lo contrario. Lo lamentable no es que esa Lima se vaya, sino que no se haya ido más de prisa.

El doctor Mackay, en una conferencia, se refirió discretamente al pasadismo dominante en nuestra intelectualidad. Pero empleó, tal vez por cortesía, un término inexacto. No habló de “pasadismo” sino de “historicismo”. El historicismo es otra cosa. Se llama historicismo una notoria corriente de filosofía de la historia. Y si por historicismo se entiende la aptitud para el estudio histórico, aquí no hay ni ha habido historicismo. La capacidad de comprender el pasado es solidaria de la capacidad de sentir el presente y de inquietarse por el porvenir. El hombre moderno no es sólo el que más ha avanzado en la reconstrucción de lo que fue sino también el que más ha avanzado en la previsión de lo que será.
El espíritu de nuestra gente es, pues, pasadista; pero no es histórico. Tenemos algunos trabajos parciales de exploración histórica, mas no tenemos todavía ningún gran trabajo de síntesis. Nuestros estudios históricos son, casi en su totalidad, inertes o falsos, fríos o retóricos.

El culto romántico del pasado es una morbosidad de la cual necesitamos curarnos. Oscar Wilde, con esa modernidad admirable que late en su pensamiento y en sus libros, decía: “El pasado es lo que los hombres no habrían debido ser; el presente es lo que no deberían ser”. Un pueblo fuerte, una gran generación robusta no son nunca plañideramente nostálgicos, no son nunca retrospectivos. Sienten, plenamente, fecundamente, las emociones de su época. “Quien se entretenga en idealismos provincianos -escribe Oswald Spengler, el hombre de mayor perspectiva histórica de nuestro tiempo- y busque para la vida estilos de tiempos pretéritos, que renuncie a comprender la historia, a vivir la historia, a crear la historia”.
Una de las actitudes de la juventud, de la poesía, del arte y del pensamiento peruanos que conviene alentar es la actitud un poco iconoclasta que, gradualmente, van adquiriendo. No se puede afirmar hechos e ideas nuevas si no se rompe definitivamente con los hechos e ideas viejas. Mientras algún cordón umbilical nos una a las generaciones que nos han precedido, nuestra generación seguirá alimentándose de prejuicios y de supersticiones. Lo que este país tiene de vital son sus hombres jóvenes; no sus mestizas antiguallas. El pasado y sus pobres residuos son, en nuestro caso, un patrimonio demasiado exiguo. El pasado, sobre todo, dispersa, aísla, separa, diferencia demasiado los elementos de la nacionalidad, tan mal combinados, tan mal concertados todavía. El pasado nos enemista. Al porvenir le toca darnos unidad.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El "Dizionario dell'omo salvatico" de Papini y Giulotti

El "Dizionario dell'omo salvatico" de Papini y Giulotti

En este libro polémico, agresivo -cuyo primer volumen acaba de ser traducido al español-Giovanni Papini continúa su batalla católica. Colabora con Papini en este trabajo, un escritor toscano, Domenico Giulotti, que, en un libro lleno de pasión y ardimiento, “La Hora de Barrabás”, asumió hace tres años la mística actitud de cruzado tomada por el autor de “La Historia de Cristo”.
El “Diccionario del Hombre Selvático” no es un libro de apologética. Es, más bien, un libro de ataque. Según las palabras del prefacio, mueve a los autores “la esperanza de hacer reflexionar a aquellas almas desviadas pero no perdidas, ofuscadas pero no cegadas, lejanas pero no podridas, sobre las cuales pesan los fuliginosos vapores de cinco siglos de pestilencias espirituales”. Este “diccionario” es absolutamente un documento de la época. No tiene ninguna afinidad de espíritu ni de género con los “diccionarios” de Bayle, de Voltaire ni de Flaubert. La única obra con la cual su parentesco espiritual resulta evidente, es la “Exegese des Lieux Comuns” de León Bloy. El bizarro, brillante y violento León Bloy revive en Papini y Giulotti. Como el de León Bloy, el catolicismo de Papini y Giulotti es un catolicismo beligerante, combatiente, colérico.

Papini y Giulotti repudian y condenan en bloque la modernidad. El espíritu moderno cuyos primeros elementos aparecen con el Renacimiento, se presenta hoy como causa y efecto a la vez de esta civilización industrialista y materialista. Se llama humanismo, protestantismo, liberalismo, ateísmo, socialismo, etc. Papini y Giulotti nos predican, como otros espiritualistas reaccionarios, el retorno al Medio Evo.

Su rencor contra la modernidad se traduce por ejemplo en una acérrima diatriba contra América. “La América -dice el Diccionario- es la tierra de los tíos millonarios, la patria de los trusts, de los rascacielos, del tranvía eléctrico, de la ley de Lynch, del insoportable Washington, del aburrido Emerson, del pederasta Walt Whitman, del vomitivo Longfellow, del angélico Wilson, del filántropo Morgan, del indeseable Edison y de otros grandes hombres de la misma pasta. En compensación nos ha venido de América el tabaco que envenena, la sífilis que pudre, el chocolate que harta, las patatas pesadas para el estómago y la Declaración de la Independencia que engendró, algunos años después, la Declaración de los Derechos del Hombre. De lo que se deduce que el descubrimiento de América -aunque realizado por un hombre que tuvo lados de santidad- fue querido por Dios en 1492 como una punición represiva y preventiva de todos los otros grandes descubrimientos del Renacimiento: esto es la pólvora de cañón, el humanismo y el protestantismo”.

La frenética requisitoria contra América define la posición anti-histórica de Papini y Giulotti. Claro que no todas sus razones deben ser tomadas al pie de la letra. Encolerizarse contra América por haber dado al mundo la patata, tiene que parecerle a todos un mero exceso de exaltación verbal. La patata está justificada y defendida por el plebiscito de toda Europa. Un escritor francés un tanto próximo a Papini en el espíritu -Joseph Delteil- ha hecho en su “Juana de Arco” -libro que tal vez sea adoptado por la nueva apologética que el Diccionario propugna y augura- el elogio de la patata. Delteil la declara alimento intelectual por excelencia. Entre otras virtudes le atribuye la de mantener la agilidad de espíritu y conferir el gusto del diálogo.

Pero dejemos a América y la patata y, volviendo a las sugestiones esenciales del Diccionario, constatamos que el caso de Papini, convertido al catolicismo, no es un caso solitario y único en la inteligencia contemporánea. El caos moderno angustia y aterra a los intelectuales. Todos sienten la necesidad de un orden, de una fe. Los que no son capaces de adherir a un orden nuevo, buscan con frecuencia su refugio en Roma. La Iglesia Católica les ofrece un asilo contra la duda. Estas adhesiones de intelectuales desencantados no robustecen históricamente al catolicismo; pero restauran los gastados prestigios de su literatura. Tenemos en el campo filosófico una escuela neo-tomista. La escolástica es desempolvada por escritores y artistas que hasta ayer representaron un nihilismo, un escepticismo, a veces blasfemos.

Papini, extremista orgánico, tenía que reaccionar contra el caos moderno adhiriendo a la revolución o a la tradición. Su psicología y su mentalidad de toscano no eran propensas al misticismo oriental del bolchevismo. Nada hay de raro ni de ilógico en que lo hayan conducido a la tradición romana, al orden latino. Pero, ¿será esta la última estación de su viaje? Giuseppe Prezzolini que lo conoce y admira como nadie, se lo pregunta con incertidumbre. “¿Permanecerá católico? ¿Tendrá tiempo de ensangrentar aún sus pies por ásperos caminos, lo veremos todavía correr tras de una nueva quimera, o quedará encerrado en la cristalización de las fórmulas religiosas y del éxito material?” Aunque tratándose de Papini es arriesgado hacer predicciones, lo último me parece lo más probable. Ya he dicho por qué.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

"Dedalus" o la adolescencia de James Joyce

"Dedalus" o la adolescencia de James Joyce

Ya tenemos en español una parte de James Joyce. No solo una parte de su obra, que no es muy voluminosa, sino una parte de su vida. Una parte del propio James Joyce. Porque “Dedalus”, esta novela que acaba de traducir al español la Biblioteca Nueva, es un “retrato del artista de joven”. “A Portrait of the Artist a Young Man”.

El caso Joyce se presenta con la misma repentina y urgente resonancia del caso Proust o del caso Pirandello. James Joyce nació hace cuarenticuatro años. Pero hasta hace pocos años su existencia no había logrado aún revelarse a Europa. Su descomunal novela “Ulysses”, perseguida en Inglaterra por un puritanismo inquisitorial, apareció en París en 1922. El manuscrito de “Dedalus” está fechado en Trieste en 1914. Joyce vivía en ese tiempo en Trieste como profesor de lenguas extranjeras. De Trieste escribía al escritor italiano Carlos Linati sobre su “Ulysses”, antes de conseguir verlo impreso: “Es la epopeya de dos razas (Israel-Irlanda) y, al mismo tiempo, el ciclo del cuerpo humano, y también la pequeña historia de una jornada... . Hace siete años que trabajo en este libro! Es igualmente una obra de enciclopedia. Mi intención es interpretar el mito sub specie temporis nostri permitiendo que cada aventura (esto es cada hora, cada órgano, cada arte conexa y consustanciada con el esquema del todo) cree su propia técnica. Ningún impresor inglés ha querido imprimir una palabra de esta obra. En Norteamérica, la revista que la ha publicado ha sido suprimida cuatro veces. Ahora se prepara un gran movimiento contra su publicación de parte de puritanos, imperialistas ingleses, republicanos, irlandeses y católicos. ¡Qué alianza!”

La divulgación de Joyce en el mundo latino empezó hace dos años con la traducción francesa de “Dedalus” (Editions de la Sirene. París) y la traducción italiana de “Exiles” (Ed. Convegno. Milán). Pero la notoriedad de su nombre era ya extensa. Esta notoriedad se alimentaba, ante todo, del escándalo suscitado por “Ulysses”. Y, en segundo lugar, del estrépito con que descubrían a Joyce algunos críticos cosmopolitas, pescadores afortunados de novedades extranjeras. Valery Larbaud, uno de estos críticos, decía: “Mi admiración por Joyce es tal que yo no temo afirmar que si de todos los contemporáneos uno solo debe pasar a la posteridad, será Joyce”.

He aquí que hoy llega Joyce al español con menos retardo del que España nos tiene habituados a sufrir en la traducción de los libros contemporáneos. Y está bien entrar en James Joyce por el laberinto de “Dedalus”. “Dedalus” es la mejor introducción posible en “Ulysses”. Ahí está ya, sin duda, —aunque larvada todavía,— la técnica del artista. No aparece aún el “monólogo interior”, con su complicado caos de imágenes, palabras, símbolos, sin puntos ni pausas. Pero en “Dedalus” el artista, en el fondo, monologa únicamente. No se comenta; se retrata. La sola imagen que encontramos en la novela es, verdaderamente, la suya. Las demás imágenes no hacen sino reflejarse en ella como para contrastar su existencia y, sobre todo, su desplazamiento. Valery Larbaud escribe, apologéticamente, que “Dedalus” es un gran libro y Joyce “toda la literatura inglesa en este momento”. Y, con entusiasmo exaltado, agrega: “En verdad, Yeats no será considerado mañana sino como la más grande figura del Renacimiento Irlandés antes de Joyce. “Dedalus” es de la estirpe de “L, Education sentimentale” y de la trilogía de Vallés. Es la historia del esfuerzo del espíritu por superarse, por superar su medio social, su educación y aún su nacionalidad. Y es por esto que, siendo profundamente irlandés, Joyce es también un gran europeo. El es comparable a los santos intelectuales de la antigua Irlanda que han jugado un rol tan grande en la cristiandad”.

Joyce, en esta novela, nos conduce por los intrincados caminos de su adolescencia. Uno de los más logrados intentos del libro me parece el de enseñarnos las estaciones y las jornadas de esta adolescencia reviviéndolas, con su música íntima, con su armonía subjetiva, en toda su virginidad, sin que se sienta el viaje. El artista nos descubre su pasado como nos descubriría su presente. No se mezcla a los acontecimientos ningún elemento que delate que lo actual en el relato ha dejado de ser actual en la vida. Ningún elemento de crítica o de opinión con sabor retrospectivo. Las impresiones de la adolescencia de Stephen Dedali conservan intacta su inocencia.

Stephen Dedalus estudia en un colegio de Jesuitas. Y la novela no deforma ni al estudiante ni al colegio ni a los jesuitas. Todas las cosas, todos los tipos nos son presentados con candor. El artista no los juzga. Stephen Dedalus, buscándose a sí mismo, conoce el pecado y el arrepentimiento, conoce la fe y la duda. Pero, finalmente, las supera. En su peregrinación descubre el arte. El arte, que no es aún una meta, sino sólo una evasión.

Joyce nos da una versión, única acaso en la literatura, de las crisis de conciencia de un adolescente, con espíritu religioso y sensibilidad acendrada en un colegio católico. El capítulo en que su adolescencia, con el sabor del pecado carnal en los labios tímidos, pasa por la prueba de unos “ejercicios espirituales”, es un capítulo maravilloso. Joyce da la impresión de conducirnos con lentitud por este atormentado y proceloso episodio. Los hechos transcurren con una morosidad deliberada. Las pláticas del “retiro” están puntualmente y minuciosamente repetidas. Y sin que falte ni una palabra, ni un gesto del predicador. Y, sin embargo, no hay nada demás en el relato. Como lo observa el distinguido crítico español Antonio de Marichalar este episodio, que fluye en el mismo tiempo que ocuparía en la realidad, "conserva su misma naturaleza".

Y no todo es lentitud ni minucia en “Dedalus”. Las últimas jornadas del viaje están servidas en comprimidos. Las cosas pasan a prisa. Joyce reproduce las notas de un diario que no aprehende sino su esencia. He aquí una muestra de su procedimiento: “22 de marzo. En compañía de Lynch, seguido una enfermera voluminosa. Iniciativa de Lynch. Abomino esto. Dos flacos lebreles famélicos detrás de una ternera".

Y dejamos así a Joyce en la estación en que, evadiéndose de su adolescencia, como de un laberinto, se embarca en el tren de la aventura. En su viaje sin itinerario, lo aguardaba en Trieste, antesala de su celebridad, un oscuro pupitre de profesor de idiomas extranjeros.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La tentativa revisionista de "Más allá del Marxismo"

La tentativa revisionista de "Más allá del marxismo"

Ha habido siempre entre los intelectuales el tipo de Henri de Man una tendencia peculiar a aplicar al análisis de la política o de la economía, los principios de la ciencia más en boga. Hasta hace poco la biología imponía sus términos a especulaciones sociológicas e históricas, con un rigor impertinente y enfadoso. En nuestra América tropical, tan propensa a ciertos- contagios, esta tendencia ha hecho muchas víctimas. El escritor cubano Lamar Sehweyer, autor de una “Biología de la Democracia”, que pretende entender y aplicar los fenómenos de la democracia latino-americana sin el auxilio de la ciencia económica, puede ser citado entre estas víctimas. Es obvio recordar que esta adaptación de una técnica científica a temas que escapan a su objeto, constituye un signo de diletantismo intelectual. Cada ciencia tiene su método propio y las ciencias sociales se cuentan entre las que reivindican con mayor derecho esta autónoma.

Henri de Man representa, en la crítica socialista, la moda de la psicología y del psicoanálisis. La razón más poderosa de que el marxismo le parezca una concepción retrasada y ochocentista, reside sin duda en su disgusto de sentirlo anterior y extraño a los descubrimientos de Freud, Yung, Adler, Ferenzi, etc. En esta inclinación se trasluce también su experiencia individual. El proceso de su reacción antimarxista es, ante todo, un proceso psicológico. Sería fácil explicar toda la génesis de “Más allá del Marxismo” psicoanalíticamente. Para esto, no urge internarse en las últimas etapas de la biografía del autor. Basta seguir, paso a paso, su propio análisis, en el cual se encuentra invariablemente en conflicto su desencanto de la práctica reformista y su recalcitrante y apriorística negativa a aceptar la concepción revolucionaria, no obstante la lógica de sus conclusiones acerca de la degeneración de los móviles de aquella. En la subconsciencia de “Más allá del Marxismo” actúa un complejo. De otra suerte, no sería posible explicarse la línea dramáticamente contradictoria, retorcida, arbitraria, de su pensamiento.

Esto no es un motivo para que el estudio de los elementos psíquicos de la política obrera no constituye la parte más positiva y original del libro, que contiene a este respecto, observaciones muy sagaces y buidas. Henri de Man emplea con fortuna en este terreno la ciencia psicológica, aunque extreme demasiado el resultado de" sus inquisiciones cuando encuentra el resorte principal de la lucha anti-capitalista en un “complejo de inferioridad social”. Contra lo que de Man presupone, su psicoanálisis no obtiene ningún esclarecimiento contrario a las premisas esenciales del marxismo. Así, por ejemplo, cuando sostiene que “el resentimiento contra la burguesía obedece, más a que a su riqueza, a su poder”, no dice nada que contradiga la praxis marxista que propone precisamente la conquista del poder político como base de la socialización de la riqueza. El "error se atribuye a Marx al extraer de sus reivindicaciones sociales y económicas una tesis política —y Henri de Man se cuenta entre los que usan este argumento— no existe absolutamente. Marx colocaba la captura del poder en la cima de su programa, no porque subestimase la acción sindical, sino que consideraba la victoria sobre la burguesía como hecho político. Igualmente inocua, es esta otra aserción: “Lo que impulsó a los obreros de la fábrica a la lucha defensiva, no fue tanto una disminución de salario como de independencia social, de alegría en el trabajo, de la seguridad en el vivir; era una tensión creciente entre las necesidades rápidamente multiplicadas y un salario que aumentaba muy lentamente y era, en fin, la sensación de una contradicción entre las bases morales y jurídicas del nuevo sistema de trabajo y las tradiciones del antiguo”. Ninguna de esta comprobaciones disminuye la validez del método marxista que busca la causa económica “en último análisis, —y esto es lo que nunca han sabido entender los que reducen arbitrariamente el marxismo a una explicación puramente económica de los fenómenos.—

De Man está enteramente en lo justo cuando reclama una mayor valoración de los factores psíquicos del trabajo. Es una verdad. incontestable la que se resume en estas proposiciones: “aunque nos dediquemos a una labor utilitaria, no ha cambiado nuestra disposición original que nos impulsó a buscar el placer del trabajo expresando en él los valores psíquicos que nos son más personales”; “el hombre puede hallar la felicidad no solamente por el trabajo, sino también en el trabajo”; “hoy la mayor parte de la población de todos los países industriales se halla condenada a vivir mediante un trabajo que, aún creando más bienes útiles que antes, proporciona menos placer que nunca a los que trabajan”; “el capitalismo ha separado al productor de la producción: al obrero, de la obra”. Pero ninguno de estos conceptos es un descubrimiento del autor de “Más allá del marxismo”, ni justifican en alguna forma una tentativa revisionista. Están expresados no sólo en la crítica del “taylorismo” y demás consecuencias de la civilización industrial, sino, ante todo, en la nutridísima obra de Sorel, que acordó la atención más cuidadosa a los elementos espirituales del trabajo. Sorel sintió, mejor acaso que ningún otro teórico del socialismo, no obstante su filiación netamente “materialista”, —en la acepción que tiene este término como antagónico del de “idealista” —el desequilibrio espiritual a que condenaba al trabajador el orden capitalista. El mundo espiritual del trabajador, su personalidad moral, preocuparon al autor de “Reflexiones sobre la Violencia”, tanto como sus reivindicaciones económicas. En este plano, su investigación continúa la de Le Play y Prudhon, tan frecuentemente citados en algunos de sus trabajos, entre los cuales el que esboza las bases de una teoría sobre el dolor testimonia su fina y certera penetración de psicólogo. Mucho antes de que el freudismo cundiera, Sorel reivindicó todo el valor del siguiente pensamiento de Renan: “Es sorprendente que la ciencia y la filosofía, adoptando el partido frívolo de las gentes de mundo de tratar la causa misteriosa por excelencia como una simple materia de chirigotas, no hayan hecho del amor el objeto capital de sus observaciones y de sus especulaciones. Es el hecho más extraordinario y sugestivo del universo. Por una gazmoñería que no tiene sentido en el orden de la reflexión filosófica, no se habla de él o se adapta a su respecto algunas ingenuas vulgaridades. No se quiere ver que se está ante el mundo de las cosas, ante el más profundo secreto del mundo”. Sorel, profundizando, como él mismo dice, esta opinión de Renan, se siente movido “a pensar que los hombres manifiestan en su vida sexual todo lo que hay de más esencial en su psicología; si esta ley psicoerótica ha sido tan descuidada por los psicólogos de profesión, ha sido en cambio casi siempre tomada en seria consideración por novelistas y dramaturgos.”

Para Henri de Man es evidente la decadencia del marxismo por la poca curiosidad que, según él, despiertan ahora sus tópicos en el mundo intelectual, en el cual encuentran en cambio extraordinario favor los tópicos de psicología, religión, teosofía, etc. He aquí otra reacción del más específico tipo psicológico intelectual. Henri de Man probablemente siente la nostalgia de tiempos como los del proceso Dreyffus, en que un socialismo gaseoso y abstracto, administrado en dosis inocuas a la neurosis de una burguesía blanda y linfática, o de una aristocracia esnobista, lograba las más impresionantes victorias mundanas. El entusiasmo por Jean Jaurés, que colora de delicado galicismo su llassalliana —y no marxista— educación social-democrática, depende sin duda de una estimación excesiva y “tout a fait” intelectual de los sufragios obtenidos en el gran mundo de su época por el idealismo humanista del gran tribuno. Y la observación misma, que motiva estas nostalgias, no es exacta. No hay duda que la reacción fascista primero y la estabilización capitalista y democrática después, han hecho estragos remarcables en el humor político de literatos y universitarios. Pero la revolución rusa, que es la expresión culminante del marxismo teórico y práctico, conserva intacto su interés para los estudiosos. Lo prueban los libros de Duhamel y Durtain, recibidos y comentados por el público con el mismo interés que, en los primeros años del experimento soviético, los de H. G. Wells y Bertrand Russell. La más inquieta y valiosa falanje vanguardista de la literatura francesa —el suprarrealismo— se ha sentido espontáneamente empujada a solicitar del marxismo una concepción de la revolución que los esclareciera política e históricamente el sentido de su protesta. Y la misma tendencia asoma en otras corrientes artísticas e intelectuales de vanguardia, así de Europa como de América. En el Japón, el estudio del marxismo ha nacido en la universidad; en la China se repite este fenómeno. Poco significa que el socialismo no consiga la misma clientela que en un público versátil el espiritismo, la metapsíquica y Rodolfo Valentino.

La investigación psicológica de Henri de Man, por otra parte, lo mismo que su gación doctrinal, han tenido como sujeto el reformismo. El cuadro sintomático que nos ofrece en su libro del estado afectivo de la obrera industrial corresponde a su experiencia individual en los sindicatos belgas. Henri de Man conoce el campo de la Reforma; ignora el campo de la Revolución. Su desencanto no tiene nada que ver con ésta. Y puede decirse que en la obra de este reformista decepcionado se reconoce, en general el ánima pequeño-burguesa de un país […]pón, prisionero de la Europa capitalista, al cual sus límites prohíben toda autonomía de movimiento histórico. Hay aquí otro complejo y otra represión por esclarecer. Pero no será Henri de Man quien la esclarezca

José Carlos Mariátegui La Chira

"El nuevo derecho" de Alfredo Palacios

"El nuevo derecho" de Alfredo Palacios

El Dr. Alfredo Palacios, a quien la juventud hispano-americana aprecia como a uno de sus más eminentes maestros, ha publicado este año una segunda edición de “El Nuevo Derecho”. Aunque las nuevas notas del autor enfocan algunos aspectos recientes de esta materia, se reconoce siempre en la obra de Palacios un libro escrito en los primeros años de la paz, cuando el mundo, arrullado todavía por los ecos del mensaje wilsoniano, se mecía en una exaltada esperanza democrática. Palacios ha sido siempre, más que un socialista, un demócrata, y no hay de qué sorprenderse si en 1920 compartía la confianza entonces muy extendida, de que la democracia conducía espontáneamente al socialismo. La democracia burguesa, amenazada por la revolución en varios frentes, gustaba entonces de decirse y creerse democracia social, a pesar de que una parte de la burguesía prefería ya el lenguaje y la práctica de la violencia. Se explica, por esto, que Palacios conceda a la conferencia del trabajo de Washington y los principios de legislación internacional del trabajo incorporados en el tratado de Paz, una atención mucho mayor que a la revolución rusa y a sus instituciones. Palacios se comportaba en 1920, frente a la revolución, con mucha más sagacidad que la generalidad de los social-demócratas. Pero veía en las conferencias del trabajo, más que en la revolución soviética, el advenimiento del derecho socialista. Es difícil que mantenga esta actitud hoy que Mr. Albert Thomas, Jefe de la Oficina Internacional del Trabajo, —esto es del órgano de las conferencias de Washington, Ginebra, etc.— acuerda sus alabanzas a la política obrera del Estado fascista, tan enérgicamente acusado de mistificación y fraude reaccionarios por el Dr. Palacios, en una de las notas que ha añadido al texto de “El Nuevo Derecho”.

Este libro, sin embargo, conserva un notable valor, como historia de la formación, del derecho obrero hasta la paz wilsoniana. Tiene el mérito de no ser una teoría ni una filosofía del “nuevo derecho”, sino principalmente un sumario de su historia. El doctor Sánchez Viamonte, que prologa la segunda edición, observa con acierto: “No obstante su estructura y contenido de tratado, el libro del doctor Palacios es más bien un sesudo y formidable alegato en defensa del obrero, explicando el proceso histórico de su avance progresivo, logrado objetivamente en la legislación por el esfuerzo de las organizaciones proletarias y a través de la lucha social en el campo económico. No falta a este libro el tono sentimental un tanto dramático y a veces épico, desde que, en cierto modo, es una epopeya; la más grande y trascendental de todas, la más humana, en suma: la epopeya del trabajo. Por eso, supera al tratado puramente técnico del especialista, frío industrial de la ciencia, que aspira a resolver matemáticamente el problema de la vida”.

Palacios estudia los orígenes del “nuevo derecho” en capítulos a los que el sentimiento apologético, el tono épico como dice Sánchez Viamonte, no resta objetividad ni exactitud magistrales. El sindicato, como órgano de la consciencia y la solidaridad obreras, es enjuiciado por Palacios con un claro sentido de su valor histórico. Palacios se da cuenta perfecta de que el proletariado ensancha y educa su consciencia de clase en el sindicato mejor que en el partido. Y, por consiguiente, busca en la acción sindical, antes que en la acción parlamentaria de los partidos socialistas, la mecánica de las conquistas de la clase obrera.

Habría, empero, que reprocharle, a propósito del sindicalismo, su injustificable prescindencia del pensamiento de Georges Sorel en la investigación de los elementos doctrinales y críticos del derecho proletario. El olvido de la obra de Sorel, —a la cual está vinculado el más activo y fecundo movimiento de continuación teórica y práctica de la idea marxista,— me parece particularmente remarcable por la mención desproporcionada que, en cambio concede Palacios a los conceptos jurídicos de Jaurés. Jaurés, —a cuya gran figura no regateo ninguno de los méritos que en justicia le pertenecen— era esencialmente un político y un intelectual que se movía, ante todo, en el ámbito del partido y que, por ende, no podía evitar en su propaganda socialista, atento a la clientela pequeño-burguesa de su agrupación, los hábitos mentaIes del oportunismo parlamentario. No es prudente, pues, seguirlo en su empeño de descubrir en el código burgués principios y nociones cuyo desarrollo baste para establecer el socialismo. Sorel, en tanto, extraño a toda preocupación parlamentaria y partidista, apoya directamente sus concepciones en la experiencia de la lucha de clases. Y una de las características de su obra, —que por este solo hecho no puede dejar de tomar en cuenta ningún historiógrafo del “nuevo derecho”— es precisamente su esfuerzo por entender y definir las creaciones jurídicas del movimiento proletario. El genial autor de las “Reflexiones sobre la violencia” advertía, —con la autoridad que a su juicio confiere su penetrante interpretación de la idea marxista,— la “insuficiencia de la filosofía jurídica de Marx”, aunque acompañase esta observación de la hipótesis de que “por la expresión enigmática de dictadura del proletariado, él entendía una manifestación nueva de ese Volksgeist al cual los filósofos del derecho histórico reportaban la formación de los principios jurídicos”. En su libro “Materiales de una teoría del proletariado”, Sorel expone una idea —la de que el derecho al trabajo equivaldrá en la consciencia proletaria a lo que es el derecho de propiedad en la- consciencia burguesa— mucho más importante y sustancial que todas las eruditas especulaciones del profesor Antonio Menger. Pocos aspectos, en fin, de la obra de Proudhom, —más significativa también en la historia del proletariado que los discursos y ensayos de Jaurés— son tan apreciados por Sorel como su agudo sentido del rol del sentimiento jurídico popular en un cambio social.

La presencia en la legislación demo-burguesa de principios, como el de “utilidad pública”, cuya aplicación sea en teoría suficiente para instaurar, sin violencia, el socialismo, tiene realmente una importancia mucho menor de la que se imaginaba optimistamente la elocuencia de Jaurés. En el seno del orden medioeval y aristocrático, estaban asimismo muchos de los elementos que, más tarde, debían producir, no sin una violenta ruptura de ese marco histórico, el orden capitalista. En sus luchas contra la feudalidad. los reyes se apoyaban frecuentemente en la burguesía, reforzando su creciente poder y estimulando su desenvolvimiento. El derecho romano, fundamento del código capitalista, renació igualmente bajo el régimen medioeval, en contraste con el propio derecho canónico, como lo constata Antonio Labriola. Y el municipio, célula de la democracia liberal, surgía también dentro de la misma organización social. Pero nada de esto significó una efectiva transformación del orden histórico, sino a partir del momento en qué la clase burguesa tomó revolucionariamente en sus manos el poder. El código burgués requirió la victoria política de la clase en cuyos intereses se inspiraba.

Muy extenso comentario sugiere el nutrido volumen del doctor Palacios. Pero este comentario me llevaría fácilmente al examen de toda la concepción reformista y demócrata del progreso social. Y esta sería materia excesiva para un artículo. Prefiero, abordarla sucesivamente en algunos artículos sobre debates y tópicos actuales de revisionismo socialista.

Pero no concluiré sin dejar constancia de que Palacios se distingue de la mayoría de los reformistas por la sagacidad de su espíritu crítico y el equilibrio de su juicio sobre el fenómeno revolucionario. Su reformismo no le impide explicarse la revolución. La Rusia de los Soviets, —a pesar de su dificultad para apreciar integralmente la obra de Lenín,— tiene en el pensamiento de Palacios la magnitud que le niegan generalmente regañones teóricos y solemnes profesores de la social-democracia. Y en su libro, se revela honradamente contra la mentira de que el derecho “nazca con tanta sencillez como una regla gramatical".

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Rusia vista por Herriot y de Monzie

Rusia vista por Herriot y de Monzie

Dos Libros.

Se predecía que Francia sería la última en reconocer de jure a lo Soviets. La historia no ha querido conformarse a esta predicción. Después de seis años de ausencia, Francia ha retornado, finalmente a Moscou. Su embajador, Mr. Herbette, acaba de instalarse en la capital de todas las Rusias y de los todos los Soviets. Hace más de un mes que Krassin y su séquito bolchevique funcionan en París en el antiguo palacio de la embajada zarista que, casi hasta la víspera de llegada de los representantes de la Rusia nueva, alojada a algunos emigrados y diplomáticos de la Rusia de los zares.

Francia ha liquidado y cancelado en pocos meses la política agresivamente anti-rusa de los gobiernos del bloque nacional. Estos gobiernos habían colocado a Francia a la cabeza de la reacción anti-sovietista. Clemenceau definió la posición de la burguesía francesa a los soviets en una frase histórica: "La cuestión entre los bolcheviques y nosotros es una cuestión de fuerza". El gobierno francés reafirmó, en diciembre de 1919, en un debate parlamentario, su intransigencia rígida, absoluta categórica. Francia no quería ni podía tratar ni discutir con los Soviets. Trabajaba, con todas sus fuerzas, por aplastarlos. Millerand continuó esta política. Polonia fue armada y dirigida por Francia en su guerra con Rusia. El sedicente gobierno del general Wrangel, aventurero asalariado que depredaba Crimea con sus turbias mesnadas, fue reconocido por Francia como gobierno de hecho de Rusia. Briand intentó en Cannes, en 1922, una mesurada rectificación de la política del bloque nacional respecto a los Soviets y de Alemania. Esta tentativa le costó la pérdida del poder. Poincaré, sucesor de Briand, saboteó en las conferencia de Génova y de la Haya toda inteligencia con el gobierno ruso. Y hasta el último día de su ministerio se negó a modificar su actitud. La posición teórica y práctica de Francia, había, sin embargo, mudado poco a poco. El gobierno de Poincaré no pretendía ya que Rusia abjurase su comunismo para obtener su readmisión en la sociedad europea. Convenía en que los rusos tenían derecho para darse el gobierno que mejor les pareciese. Solo se mostraba intransigente en cuanto a las deudas rusas. Exigía, a este respecto, una capitulación plena de los soviets. Mientras esta capitulación no viniese, Rusia debía seguir excluida, ignorada, segregada de Europa y de la civilización occidental. Pero Europa no podía prescindir indefinidamente de la cooperación de un pueblo de ciento treinta millones de habitantes dueño de un territorio de inmensos recursos agrícolas y mineros. Los peritos de la política de reconstrucción europea demostraban cotidianamente la necesidad de reincorporar a Rusia en Europa. Y los estadistas europeos menos sospechosos de ruso-filia aceptaban gradualmente, esta tesis. Eduardo Benés, ministro de negocios extranjeros de Checoslovaquia, notoriamente situado bajo la influencia francesa, declaraba, a la cámara checo-eslava: "Sin Rusia, una política y una paz europeas no son posibles". Inglaterra, Italia y otras potencias concluían por reconocer de jure el gobierno de los Soviets. Y el móvil de esta actitud no era por cierto, un sentimiento filo bolchevista. Coincidían en la misma actitud el laborismo inglés y el fascismo italiano. Y si los laboristas tienen parentesco ideológico con los bolcheviques, los fascistas, en cambio, aparecen en la historia contemporánea como los representantes característicos del anti-bolchevismo. A Europa no la empujaba hacia Rusia sino la urgencia de readquirir marcados indispensables para el funcionamiento normal de la economía europea. A Francia sus intereses le aconsejaban no sustraerse a este movimiento. Todas las razones de la política de bloqueo de Rusia habían prescrito. Esta política no podía conducir al aislamiento de Rusia sino, mas bien, al aislamiento de Francia.

Propugnadores eficaces de esta tesis han sido Herriot, actual jefe del gobierno francés, y De Monzie, leader de los senadores radicales. Herriot desde 1922 y De Manzie desde 1923 emprendieron una enérgica y vigorosa campaña por modificar la opinión de la burguesía y la pequeña burguesía francesas respecto a la cuestión rusa. Ambos visitaron Rusia, interrogaron a sus hombres, estudiaron su régimen. Vieron con sus propios ojos la nueva vida rusa. Constataron, personalmente, la estabilidad y la fuerza del régimen emergido de la revolución. Herriot ha reunido en un libro, "La Rusia nueva", las impresiones de su visita. De Monzie ha juntado en otro libro, "Del Kremlin al Luxemburgo", con las notas de su viaje, todas las piezas de su campaña por un acuerdo franco-ruso.

Estos libros son dos documentos sustantivos de la nueva política de Francia frente a los Soviets. Y son también dos testimonios burgueses de la rectitud y la grandeza de los hombres y las ideas de la difamada revolución. Ni Herriot, ni De Monzie aceptan, por supuesto, la doctrina comunista. La juzgan desde sus puntos de vista burgueses y franceses. Ortodoxamente fieles a la democracia burguesa, se guardan de incurrir en la más leve herejía. Pero, honestamente, reconocen la vitalidad de los soviets y la capacidad de los leaders sovietistas. No proponen todavía en sus libros, a pesar de estas constataciones, el reconocimiento inmediato y completo de los Soviets. Herriot, cuando escribía las conclusiones de su libro, no pedía sino que Francia se hiciese representar en Moscou: "No se trata absolutamente decía de abordar el famoso problema del reconocimiento de jure que seguirá reservado". De Monzie, más prudente mesurado aún, en sus discurso de abril en el senado francés, declaraba, pocos días antes de las elecciones destinadas a arrojar del poder a Poincaré, que el reconocimiento de jure de los Soviets no debía proceder al arreglo de la cuestión de las deudas rusas. Proposiciones que, en poco tiempo, han resultado demasiado tímidas e insuficientes. Herriot, en el poder, no solo ha abordado el famoso problema de reconocimiento de jure: los ha resuelto. De Monzie ha sido uno de los colaboradores de esta solución.

Hay en el libro de Herriot mayor comprensión histórica que en el libro de De Monzie. Herriot considera el fenómeno ruso con un espíritu más liberal. En las observaciones de De Monzie se constata, a cada rato, la técnica y la mentalidad del abogado que no puede prescribir de sus hábitos el gusto de chicanear un poco. Revelan, además, una exagerada aprensión de llegar a conclusiones demasiado optimistas. De Monzie confiesa su "temor exasperado de que se le impute haber visto de color de rosa la Rusia roja". Y, ocupándose de la justicia bolchevique, hace constar que describiéndola "no ha omitido ningún trazo de sombra". El lenguaje de De Monzie es el de un jurista; el lenguaje de Herriot es, más bien, el de un rector de la democracia saturado de la ideología de la revolución francesa.

Herriot explora, rápidamente, la historia rusa. Encuentra imposible comprender la revolución bolchevique sin conocer previamente sus raíces espirituales e ideológicas. “Un hecho tan violento como la revolución rusa —escribe— supone una larga serie de acciones anteriores. No es, a los ojos del historiador, sino una consecuencia”. En la historia de Rusia sobre todo en la historia del pensamiento ruso, descubre Herriot claramente las causas de la revolución. Nada de arbitrario, nada de anti-histórico, nada de romántico ni artificial en este acontecimiento. La revolución rusa, según Herriot, ha sido "una conclusión y una resultante". ¡Qué lejos está el pensamiento de Herriot de la tesis grosera y estúpidamente simplista que calificaba el bolchevismo como una trágica y siniestra empresa semita, conducida por una banda de asalariados de Alemania, nutrida de rencores y pasiones disolventes, sostenida por una guardia mercenaria de lansquenetes chinos! "Todos los servicios de la administración rusa —afirma Herriot– funcionan, en cuanto a los jefes, honestamente. ¿Se puede decir lo mismo de muchas democracias occidentales? Herriot no cree, como es natural en su caso, que la revolución pueda seguir una vida marxista. ‘‘Fijo todavía en su forma política, el régimen sovietista a evolucionado ya ampliamente en el orden económico bajo la presión de esta fuerza invencible y permanente: la vida”. Busca Herriot las pruebas de su aserción en las modalidades y consecuencias de la nueva política económica rusa. Las concesiones hechas por los soviets a la iniciativa y al capital privados, en el comercio, la industria y la agricultura, son anotadas por Herriot con complacencia. La justicia bolchevique en cambio le disgusta. No repara Herriot en que se trata de una justicia revolucionaria. A una revolución no se le puede pedir tribunales ni códigos modelos. La revolución formula los principios de un nuevo derecho; pero no codifica la técnica de su aplicación. Herriot además no puede explicarse ni este ni otros aspectos del bolchevismo. Como él mismo agudamente lo comprende, la lógica francesa pierde en Rusia sus derechos. Más interesantes son las páginas en que su objetividad no encalla en tal escollo. En estas páginas Herriot cuenta sus conversaciones con Kamenef, Trotsky, Krassin, Rykoff, Djerzinski, et. En Djerzinski reconoce un Saint Just eslavo. No tiene inconveniente en comparar al jefe de la Checa, al ministro del interior de la revolución rusa con el célebre personaje de la Convención francesa. En este hombre, de quien la burguesía occidental nos ha ofrecido tantas veces la más sombría imagen, Herriot encuentra un aire de asceta una figura de icono. Trabaja en un gabinete austero, sin calefacción, cuyo acceso no defiende ningún soldado. El ejército rojo impresiona favorablemente a Herriot. No es ya un enorme ejército de seis millones de soldados como en los días críticos de la contra revolución. Es un ejército de menos de ochocientos mil soldados, número modesto para un país tan vasto tan acechado. Y nada más extraño a su ánimo que el sentimiento imperialista y conquistador que frecuentemente se le atribuye. Remarca Herriot una disciplina perfecta, una moral excelente. Y observa, sobre todo, un gran entusiasmo por la instrucción, una gran sed de cultura. La revolución afirma en el cuartel su culto por la ciencia. En el cuartel Herriot advierte profusión de libros y periódicos; ve un pequeño museo de historia natural, cuadros de anatomía halla a los soldados inclinados sobre sus libros. “Malgrado la distancia jerárquica en todo observado —agrega— se siente circular una sincera fraternidad. Así concebido el cuartel se convierte en un medio social de primera importancia. El ejército rojo es, precisamente, una de las creaciones más originales y más fuertes de la joven revolución”. Estudia Herriot las fuerzas económicas de Rusia. Luego se ocupa de sus fuerzas morales. Expone, sumariamente, la obra de Lunatcharsky. “En su modesto gabinete de trabajo del Kremlin, más desnudo que la celda de un monje, Lunatcharsky, gran maestro de la universidad sovietista", explica a Herriot el estado actual de la enseñanza y de la cultura en la Rusia nueva. Herriot describe su visita a una pinacoteca “Ningún cuadro, ningún, mueble de arte ha sufrido, a causa de la Revolución. Esta colección de pintura moderna rusa se ha acrecentado, más bien, en los últimos años”. Constata Herriot los éxitos de la política de los soviets en el Asia, que “presenta a Rusia como la gran libertadora de los pueblos del Oriente”. La conclusión esencial del libro es esta: “La vieja Rusia ha muerto, muerto para siempre. Brutal pero lógica, violenta más consciente de su fin se ha producido una Revolución, hecha de rencores, de sufrimientos, de colleras desde hacía largo tiempo, acumuladas”.

De Monzie empieza por demostrar que Rusia no es ya el país bloqueado, ignorado aislado de hace algunos años. Rusia recibe todos los días ilustres visitas. Norte-América es una de las naciones que demuestra más interés por explorarla y estudiarla. El elenco de huéspedes norte-americanos de los últimos tiempos es interesante; el profesor Johnson, el ex-gobernador Goodrich, Meyer Blonfield, los senadores Wheeler, Brookhart, Wiliam King, Edin Ladde, los obispos Blake y Nuelsen, el ex-ministro del interior Sécy Fall, el diputado Frear, Jhon Sinclar, el hijo de Rossevelt, Irving Bush, Doge y Dellin de la Standard Oil. El cuerpo diplomático residente en
Moscou es numeroso. La posición de Rusia en el Oriente se consolida, día a día. Sun Yat Sen es uno de los mejores amigos de los Soviets. Chang So Lin tiene también un embajador en Moscou. De Monzie entra, enseguida, a examinar las manifestaciones del resurgimiento ruso. Teme a veces, engañarse; pero, confrontando sus impresiones con las de los otros visitantes, se ratifica en su juicio. El. representante de la Compañía General Transatlántica, Maurice Longue, piensa como De Monzie. “La resurrección nacional de Rusia es un hecho, su renacimiento económico es otro hecho y su deseo de reintegrarse en la civilización occidental es innegable”. De Monzie reconoce también a Lunatcharsky el mérito de haber salvado, los tesoros del arte ruso, en particular del arte religioso. “Jamás una revolución —declara— fue tan respetuosa, de los monumentos”. La leyenda de la dictadura le parece a De Monzie muy exagerada. “Si no hay en Moscou control parlamentario, mi libre opinión para suplir este control, ni sufragio, universal, ni nada equivalente al referéndum suizo, no es menos cierto que el sistema no inviste absolutamente de plenos poderes a los comisarios del pueblo u otros dignatarios de la República”. Lenin, ciertamente, hizo figura de dictador; pero “nunca un dictador se manifestó más preocupado de no serlo, de no hablar en su propio nombre, de sugerir en vez de ordenar”. El senador francés equipara, Lenin con Cromwell. “Semejanzas entre los dos jefes —exclama— parentesco, entre las dos revoluciones. Su crítica de la política francesa frente
a Rusia es robusta. L a confronta y compara con la política inglesa. Halla en la historia un antecedente de ambas políticas. Recuerda la actitud de Inglaterra y de Francia, ante la revolución americana. Canning interpretó entonces el tradicional buen sentido político de los ingleses. Inglaterra se apresuró a reconocer las repúblicas revolucionarias de América y a comerciar con ellas. El gobierno francés, en tanto, miró hostilmente las nuevas repúblicas hispano-americanas y usó este lenguaje: “Si Europa es obligada a reconocer los gobiernos de hecho de América, toda su política debe tender a hacer nacer monarquías en el nuevo mundo, en lugar de esas repúblicas revolucionarias que nos enviarán sus principios con los productos de su suelo”. La reacción francesa soñaba con enviarnos uno o dos príncipes desocupados. Inglaterra se preocupaba de trocar sus mercaderías con nuestros productos y nuestro oro. La Francia republicana de Clemenceau y Poincaré había heredado indudablemente, la política de la Francia monárquica del vizconde Chateaubriand.

Los libros De Monzie y Herriot son dos sólidas e implicables requisitorias contra esa política francesa, obstinada en renacer, no obstante su derrota de mayo. Y son al mismo tiempo, dos documentados y sagaces fallos de la burguesía intelectual sobre la revolución bolchevique.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El gabinete Briand [Incompleto]

(...) do a negar sus votos en el parlamento a algunos actos del gabinete.
Con Briand en la presidencia del consejo esta crisis tiene que entrar en una fase aguda. El partido socialista francés no conserva muchos escrúpulos clasistas. Pero, al menos en sus masas, subsiste todavía la tendencia a tratar y a mirar a Briand como un renegado. Briand en la presidencia del consejo indica además un desplazamiento del eje del poder. Por muy grande que sea su destreza parlamentaria, Briand no conseguirá que su política resulte aceptable para el socialismo.
El actual gabinete tiene así toda la traza de una solución provisoria. El pacto de Locarno ha ayudado a Briand a subir a la presidencia del consejo. Pero, firmado el pacto, el gobierno francés se encontrará de nuevo frente a su tremendo problema financiero. Y es justamente este problema el que domina la situación política de Francia. Es este problema el que determina la posición de cada partido. Si los radicales-socialistas abandonan su programa, perderán irremediablemente a la mayor parte de su electorado pequeño burgués. Las derechas y el centro pretenden que el peso de las deudas de Francia no caiga sobre las clases ricas. Las clases pobres exigen a sus partidos, por su parte, una defensa eficaz y enérgica. El socialismo propugna la fórmula del impuesto al capital. Los radicales-socialistas se han visto obligados a admitirla y sancionarla también en su último congreso. Mas no va a ser ciertamente un ministerio con Briand en la presidencia y Loucheur en la cartera de finanzas el que la aplique.
A los socialistas les habría gustado un ministerio presidido por Herriot. El líder radical-socialista goza de la confianza de los parlamentarios de la S. F. I. O. Pero, precisamente, por culpa de los socialistas no ha vuelto Herriot al poder. Herriot no se contentaba con el apoyo parlamentario de los socialistas. Quería su cooperación dentro del ministerio. Y, a pesar de la risa de algunos parlamentarios socialistas como Vincent Auriol o Paul Boncour por ocupar un sillón ministerial, el partido socialista no ha considerado aún posible su participación directa en el gobierno. Están todavía muy próximos los votos de castidad del último congreso de la S. F. I. O. Hace solo cuatro meses León Blum se ratificó en ese congreso en su posición categóricamente adversa a una colaboración de tal género. La fracción colaboracionista se presentó en el congreso engrosada por el voluminoso Renaudel y sus secuaces. Pero, diplomática y sagazmente, Blum salió una vez más victorioso. Supo aplacar, al mismo tiempo, a la derecha y a la izquierda de su partido. A la derecha con la promesa de que, absteniéndose de una participación prematura, el socialismo acaparará finalmente todo el poder. A la izquierda, con la garantía de que el socialismo no comprometerá su tradición ni su programa en una cooperación demasiado ostensible con plutócratas como Loucheur y políticos como Briand.
La crisis, pues, subsiste. No es una crisis de gobierno. Es una crisis de régimen. No cabe la esperanza de una solución electoral. Las crisis de régimen no se resuelven jamás electoralmente. Las elecciones no darían ni a las derechas ni a las izquierdas una mayoría todopoderosa. Una mayoría, cualquiera que sea, no puede ser, de otro lado, ganada por un partido sino por una coalición. El partido socialista, completamente incorporado en la democracia, volvería en las elecciones a constituir el núcleo de una coalición de izquierdas. Y esta coalición dispondría siempre de fuerzas suficientes, sino para asumir el gobierno, al menos para impedir que gobierne, verdadera y plenamente, una coalición adversaria. En suma, los términos del problema se invertirían acaso. Pero el problema en si mismo no se modificaría absolutamente.

Un libro de José Carlos Mariátegui.
En mis manos el libro de José Carlos Mariátegui, “Escena Contemporánea”. Este libro indispensable de este hombre claro, inteligente, varonil y puro. Sobre todo puro. Con esa pureza simple, no ostentada, no declamada a los cuatro vientos como bandera o como affiche. José Carlos es un espíritu de cristal. Sí, pero cristal de roca. Facetado, limpio, noble, devuelve la imagen ambiente sin fijarse nunca en la boca abierta de la charca. José Carlos ignora que la charca existe. Y hace bien en ignorarla. Y esta es la tortura de la charca. No existir. Por eso grita, por eso se exaspera y cría batracios. Para afirmar su existencia. Pero...
Asombra el don de equilibrio, de sobriedad, de mesura en este hombre joven que no tuvo nunca postura doctoral. Y este don de equilibrio se traduce en la palabra justa. Ni consideraciones de amistad, ni simpatías o antipatías de credo, o diferencias de actitud le hacen proferir la palabra descomedida o indignada o torcer su criterio. No es un espectador indiferente, pero es un juez leal. Tiene la pasión que vivifica, pero tiene el don de mesura y de comprensión que equilibra y persuade.
Espíritu nuevo, su sensibilidad recoge el latido ambiente con una precisión, con una justeza, con una cordialidad que delatan artista y al hombre nuevo.
Por eso Mariátegui es un guía y un conductor.
Por eso, por su imparcialidad, por su don de comprensión y de mesura, por la pureza vertical de su espíritu por su criterio abierto a todos los vientos y a todos los ismos.
Y es que Mariátegui no es solo una cultura sino una mentalidad. Vibra con la emoción de su tiempo y el problema social le merece sus mejores afanes. Es el intelecto típico de nuestra hora. Está vinculado a su época por todos los poros abiertos de su espíritu dúctil y cordial. Es nuestro intelectual moderno, nuestro más puro sembrador de idea.
Su estilo es preciso, ágil, nervioso y de cristalina concisión. Jamás aparece en él el orador ni el declamador. Es rotundo como la idea, preciso como el cristal.
Mal hace, pues, José Carlos en decir que su vida es “una nerviosa serie de inquietos preparativos”. Su obra atalayante es nuestra antena sobre el mundo. Y su vida clara, fértil, abnegada es un ejemplo, una lección y un camino.
Alberto Guillén.

José Carlos Mariátegui La Chira

Poetas nuevos y poesía nueva

Los juegos florales me han comunicado con la nueva generación de poetas peruanos. Mis andanzas y mis estudios cosmopolitas me tenían desconectado de las cosas y de las emociones que aquí se riman. Hoy no me creo todavía muy enterado de la calidad ni del número de poetas jóvenes; pero sí de la temperatura y del humor de su poesía. Naturalmente los juegos florales no han atraído a todos los poetas nuevos. Los más íntimos, los más recatados, los más originales, les han rehusado hurañamente su contribución.
Parcialmente comprendo y comparto el sentimiento que los ha alejado de la fiesta. Los juegos florales son una ceremonia provinciana, cursi, medioeval. Aquí resultan, además, una costumbre extranjera y postiza. Me explico que su coreografía anacrónica no seduzca a todos los poetas. El fallo del jurado último no debe ser tomado, por consiguiente, como un juicio sumario sobre la poesía de la última generación.
Fuera de los juegos florales, he conocido varios poetas que merecen ser tratados de otra suerte. Sobre ninguno de ellos se puede decir aún una palabra definitiva. Sus personalidades están en formación. Pero nos han dado ya algunas anticipaciones muy nobles de su porvenir. Luis Berninzone posee una fantasía poderosa que no necesita sino encontrar una forma menos retórica y un gusto menos ornamental. Arnaldo Bazán, que apenas si ha tenido algún furtivo contacto con el público, es ya un intérprete hondo del sentimiento trágico de la vida. Juan María Merino Vigil acusa en sus versos y en su prosa un temperamento lírico y panteísta de insólitos matices. Juan Luis Velásquez, niño-poeta o poeta-niño, tiene la divina incoherencia de los inspirados. Hay en su pequeño libro algunos bellos disparates y dos o tres notas admirables. Jacobo Hurwitz no debe ser juzgado por su incipiente libro, que contiene, sin embargo, algunas emociones originales y sutiles. Magda Portal es algo muy raro y muy precioso en nuestra literatura: una poetisa. Mario Chávez gusta del funambulismo agresivo y pintoresco de los futuristas. Su poesía, es un cohete de luces polícromo y estridente. En torno mío se habla mucho y muy bien de Juan José Lora, inédito hasta ahora. Y, probablemente, el número de los poetas de esta generación es mayor aún. Yo no intento enumerarlos ni calificarlos a todos en mi elenco.
No nos faltan poetas nuevos. Lo que nos falta, más bien, es nueva poesía. (Los juegos florales reunieron, sobre la mesa del jurado, un muestrario exiguo de baratijas sentimentales, de ripios vulgares y de trucos desacreditados. La monotonía de este paisaje poético movió, sin duda, a Luis Alberto Sánchez a negar en su vigoroso discurso que la tristeza sea el elemento esencial de nuestra poesía. Esta poesía, dice Sánchez no es triste sino melancólica. Triste es Vallejo; pero no Ureta. Yo agrego que, más que melancólico, el tono de nuestra poesía es hipocondriaco. Pero no acepto la tesis de que estos versos sean extraños al ambiente. No es cierto que nuestra gente sea alegre. Aquí no hay ni ha habido alegría. Nuestra gente tiene casi siempre un humor aburrido, asténico y gris. Es jaranera, pero no jocunda. La jarana es una de las formas de su astenia. Nos falta la euforia, nos falta la juventud de los occidentales. Somos más asiáticos que europeos. ¡Qué vieja, qué cansada, parece esta joven tierra sud-americana al lado de la anciana Europa! No es posible saberlo, no es posible sentirlo, sino cuando, en un ambiente occidental, confrontamos nuestra psicología con la de la psicología europea. El europeo tiene una espontánea aptitud orgánica para creer que la vida es bella; nosotros para suponerla triste, aburrida, pesada. “La vita e bella e degna di essere magnificamente vissuta” dice D’Annunzio y su frase refleja el optimismo de su pueblo apasionado voluptuoso y panteísta. El criollo es insensible a la ingenuidad de los ‘‘lieder” alemanes y escandinavos. No entiende la efusión, la plenitud con que el europeo se entrega íntegro, sin reserva a la alegría y al placer de una fiesta. Tampoco sabe que el europeo con la misma efusión y la misma plenitud se da entero a la vida. Aquí la embriaguez es melancólica o pendenciera y los borrachos, sin saber por qué lloran o riñen. Aunque una convención literaria y ridícula nos anexe a la raza latina -¡latinos, nosotros!- nuestra alma amarilla o cetrina no fraternizará jamás con el alma blonda de los occidentales. Nunca comprenderemos el valor eufórico del cielo azul ni de los verdes racimos del Latino. Hasta la voluptuosidad, hasta el placer son aquí un poco malhumorados y descontentos. Eros es regañón y agridulce. Nuestra gente, parece, casi siempre fastidiada, desalentada, nostálgica. Flotan los chistes sobre una laguna enferma, sobre una palude de tedio.
La tristeza, como todas las cosas, tiene sus calidades y sus jerarquías. Nuestra gente padece de una tristeza superficial e insípida. Por eso, Luis Alberto, la llamamos melancolía. Por la literatura y la vida europeas ha pasado una gélida ráfaga de pesimismo y de desesperanzas. Andrehiew, Gorky, Block, Barbusse, son tristes. El mismo Pirandello, en su actitud escéptica y relativista, también lo es. El humorismo y el escepticismo contemporáneos son amargos. Aparecen como la sonrisa de un alma desencantada. Pero los criollos no son tristes así. No son tampoco desesperada, trágica, wertherianamente tristes. Nuestra poesía no ha destilado, por eso el acre zumo, las “gotas amargas” de la poesía de José Asunción Silva, las raíces de la melancolía criolla, sobre todo de la melancolía limeña, no son muy profundas ni muy excelsas. Sus gérmenes son la pobreza, la anemia, la limitación, el provincianismo del ambiente. La gente tiene aquí muy modestos horizontes espirituales y materiales. Y es, en parte, por esta causa trivial, que se aburre y bosteza. Está además demasiado nutrida de malas lecturas españolas. Abundan en nuestra poesía mediocres rapsodias de motivos musicales flamencos o castellanos. El clima y la meteorología deben influir también en esta crónica depresión de las almas. La melancolía peruana es la neblina persistente e invencible de un trópico sin gran sol y sin grandes tempestades. El Perú no es solo Lima; en el Perú hay como en otros países, ortos y tramontos suntuosos, cielos azules, nieves cándidas, etc. Pero Lima da el ejemplo e impone las modas. Su irradiación sobre la vida espiritual de las provincias es intensa y constante. Solo los temperamentos fuertes -César Vallejos, César Rodríguez, etc.- saben resistir a su influencia mórbida. Finalmente, ¿no será acaso esta melancolía un simple producto biliar? “En el amor y en otras cosas de menor cuantía todo depende de la digestión” dice Luis C. López. Lo evidente es que vivimos dentro de un círculo vicioso. La poesía melancólica aburre a la gente y el aburrimiento de la gente segrega poesía melancólica. A algunos de nuestros poetas les convendría confesarse con un médico y, como en los versos de Silva, decirle: “Doctor, un desencanto de la vida, etc.” El médico les daría, también como en los versos de Silva, varios consejos higiénicos y un diagnóstico doloroso.
Es cierto que el mundo moderno anda neurasténico y un poco cansado, pero la neurastenia de las grandes urbes es de otro género y es además muy compleja, muy honda y muy pintoresca. La neurastenia de nuestra gente es artificial y monótona. Su cansancio es el cansancio de los que no han hecho nada.
Y no es el caso de hablar de modernismo. El modernismo no es solo una cuestión de forma, sino, sobre todo, de esencia. No es modernista el que se contenta de una audacia o una arbitrariedad externas de sintaxis o de metro. Bajo el traje huachafamente nuevo, se siente intacta la vieja sustancia. ¿Para qué trasgredir la gramática si los ingredientes espirituales de la poesía son los mismos de hace veinte o cincuenta años? “Il faut etre absolument moderne”, como decía Rimbaud; pero hay que ser moderno espiritualmente. Aquí se respira, generalmente, en los dominios del arte y la inteligencia, un pasadismo incurable y enfermizo. Nuestros poetas se refugian, voluptuosamente, en la evocación y en la nostalgia más pueriles, como si su contorno actual careciese de emoción y de interés. No osan domar la Belleza sino cuando la suponen suficientemente doméstico. El futurismo, el dadaísmo, el cubismo, son en las grandes urbes un fenómeno espontáneo, un producto genuino de la vida. El estilo nuevo de la poesía es cosmopolita y urbano. Es la espuma de una civilización ultrasensible y quintaesenciada. No es asequible por ende a un ambiente provinciano. Es una moda que no encuentra aquí los elementos necesarios para aclimatarse. Es el perfume, es el efluvio lírico del espíritu humorista, escéptico, relativista de la decadencia burguesa. Esta poesía, sin solemnidad y sin dramaticidad, que aspira a ser un juego, un deporte, una pirueta, no florecerá entre nosotros.
No es tampoco el caso de hablar de decadencia de la poesía peruana. No decae sino lo que alguna vez ha sido grande. Y una rápida investigación nos persuadirá de que la poesía de ayer no era mejor que la poesía de hoy. Los poetas de hoy no usan como los de ayer, unas melenas muy largas y unas camisas muy sucias. Su higiene y su estética han ganado mucho. Las brisas y los barcos del Occidente traen un polen nuevo. Algunos artistas de la nueva generación comprenden ya que la torre de marfil era la triste celda de un alma exangüe y anémica. Abandonan el ritornello gris de la melancolía, y se aproximan al dolor social que les descubrirá un mundo menos finito. De estos artistas podemos esperar una poesía más humana, más fecunda, más espontánea, más biológica.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Don Miguel de Unamuno y el Directorio

Varios actos brutales del Directorio español -la aprehensión de don Miguel de Unamuno, la clausura del Ateneo de Madrid, el procesamiento del catedrático Jiménez de Asúa -tienen intensamente agitado y conmovido al público latino-americano. En varias capitales, las universidades, los ateneos y otras tribunas de la inteligencia, han emitido declaraciones de fervorosa solidaridad con el gran maestro y pensador de Salamanca y de acérrima censura a la dictadura marcial del general Primo de Rivera. Aquí mismo, en este rincón sudamericano tan sordo y gélido ha habido núcleos sensibles a esa vasta emoción internacional. Un numeroso grupo de escritores y artistas ha suscrito una protesta. La Federación de Estudiantes, la Universidad Popular y los Sindicatos Obreros han insurgido en defensa de la libertad y las prerrogativas del pensamiento.

Pero no debemos agotarnos y extenuarnos en un clamoreo de reivindicación y de protesta. Debemos, también investigar las causas y el proceso del hecho que nos solivianta y nos escandaliza. Desentrañar y definir su sentido histórico. Buscar el por qué de tanta violencia marcial del Directorio contra los mejores intelectuales de España.

Los intelectuales españoles han contribuido activamente al socavamiento del viejo régimen, a la descalificación de sus métodos y al descrédito de sus políticos. Se les atribuye, por eso, una participación sustantiva en la génesis de la actual dictadura. Y se juzga el advenimiento del Directorio como un suceso incubado al calor de sus conceptos.

¿Cómo es posible, entonces, que el Directorio libre contra esos intelectuales su más encarnizada batalla? La explicación es clara. Entre estos intelectuales y los generales del Directorio no existe ningún parentesco espiritual, ninguna consanguineidad histórica. Los intelectuales españoles denunciaron la incapacidad del régimen viejo y la corrupción de los partidos turnantes. Y propugnaron un régimen nuevo. Su actividad, voluntariamente o no, fue una actividad revolucionaria. El Directorio, en tanto, es un fenómeno inconfundible e inequívocamente reaccionario. Su objeto preciso es impedir que la revolución se actúe: su función es sustituir en la defensa del viejo orden social la complicada y desgastada autoridad del gobierno representativo y democrático con la autoridad tundente del gobierno absoluto y autocrático.

Los intelectuales y los militares españoles no han coincidido, en suma, sino en la constatación de la ineptitud del antiguo sistema. El móvil de esa constatación ha sido diverso. Los intelectuales han juzgado a la antigua clase gobernante inepta para adaptarse a la nueva realidad histórica: los militares la han juzgado inepta para defenderse de ella. El malestar de España era diagnosticado por unos y por otros desde puntos de vista inconciliables y enemigos. Los intelectuales condenaban a las averiadas facciones liberales: pero no propugnaban la exhumación de las facciones absolutistas, tradicionalistas. Se declaraban descontentos y quejosos del presente; pero no sentían ninguna nostalgia del pasado.

La propaganda y la crítica de los intelectuales ha aportado, a los más, un elemento negativo, pasivo, a la formación del movimiento de setiembre. Y, luego, los intelectuales no han saludado a los generales del Directorio como a los representantes de una clase política vital sino como a los sepultadores de una clase política decrépita.

El conflicto entre los intelectuales y el Directorio no ha tardado, por todo esto, en manifestarse. Además, el programa, la actitud y la fisionomía del nuevo gobierno han disgustado particularmente a los intelectuales desde que se han empezado a bosquejar. La composición de la clientela del Directorio ha desvanecido rápidamente en los menos perspicaces toda ilusión sobre el verdadero carácter de esta dictadura de generales. Exhumando a los más rancios y manidos personajes tradicionalistas, recurriendo a su asistencia y consejo, complaciéndose de su adhesión y de su amistad, el Directorio ha descubierto a todo España su estructura y su misión reaccionarias. Se ha inhabilitado para merecer o recibir la adhesión de la gente sin filiación y propensa a enamorarse de la primera novedad estruendosa y afortunada.

Los intelectuales se han visto empujados a un disgusto creciente. El Directorio se ha defendido a su crítica sometiendo a la prensa a una censura estricta. Pero la prensa no es la única ni la más pura tribuna del pensamiento. Desterrada de los periódicos y las revistas, la crítica de los intelectuales se ha refugiado en la universidad y en el ateneo. Y, no obstante la limitación de estos escenarios, su resonancia ha sido tan extensa, ha encontrado, un ambiente tan favorable a su propagación que el Directorio ha sentido la necesidad de perseguirla y reprimirla extremamente. Así han desembocado el Directorio y sus opositores en el conflicto contemporáneo.
Los actuales ataques del Directorio a la libertad de pensamiento, de prensa, de cátedra, etc., aparecen como una consecuencia de su política y de su función reaccionarias. No son medios ni resortes extraños a su praxis y a su ideario; sino congruentes y propios de este y de aquella. La reacción no ha usado en otros países coacciones y persecuciones tan violentas contra la libre actividad de la inteligencia porque no ha chocado con tanta resistencia de esta. Más aún, en otros países la reacción ha sabido crear estados de ánimo populares, ha sabido representar una pasión multitudinaria. En Italia, por ejemplo, el fascismo ha sido un movimiento de muchedumbres intoxicadas de sentimientos chauvinistas e imperialistas y sagazmente excitadas contra el socialismo y el proletariado. Timoneado por expertos demagogos y diestros agitadores, el fascismo ha movilizado contra la revolución a la clase media, cuyas pasiones y sentimiento ha explotado redomadamente.

Ahí, por tanto, la reacción ha dispuesto de los recursos morales precisos para contar con una numerosa clientela intelectual. En Francia ha acontecido otro tanto. La victoria ha generado una atmósfera favorable al desarrollo de un ánimo y una consciencia reaccionaria. Consiguientemente, una numerosa categoría intelectual ha tomado abiertamente partido contra la revolución. La reacción en estos y otros países ha conseguido captarse la adhesión o la neutralidad de una extensa zona intelectual. No se ha visto, por tanto, urgida a atacar los fueros de la inteligencia. En España, en cambio, el gobierno reaccionario no ha brotado de una corriente organizada de opinión ciudadana. Ha sido obra exclusiva de las juntas militares, progresivamente rebeladas contra el poder civil. Los somatenes no han tenido como los “fasci” la virtud de atraerse masas fanáticas y delirantes de voluntarios. La reacción española, en suma, ha carecido de los elementos psicológicos y políticos necesarios para formarse un séquito intelectual importante.

Pero estas consideraciones sobre la posición del pensamiento español ante el Directorio no definen, no contienen totalmente el caso de Unamuno. Unamuno no cabe dentro de un juicio global, panorámico, sobre la generación española a que pertenece. Una de las características de su inteligencia es la de tener un perfil muy personal, muy propio. A Unamuno no se le puede catalogar, fácilmente como un escritor de tal género y de tal familia. El pensamiento de Unamuno no solo tiene mucho de individualista sino, sobre todo, de individual. Unamuno, de otro lado, no es una de las grandes inteligencias de España sino de Europa, de Occidente. Su obra no es nacional sino europea, mundial. A ningún escritor español contemporáneo se conoce y se aprecia tanto en Europa como a Unamuno. Y este hecho no carece de significación. Indica, antes bien, que la obra de Unamuno refleja inquietudes, preocupaciones y actitudes actuales del pensamiento mundial. La literatura de otros escritores españoles -de Azorín verbigracia- que encuentra en Sud-América un ambiente tan favorable, no logra interesar seriamente a la crítica y a la investigación europeas. Apenas si la conoce y la explora uno que otro erudito. Aparece construida con elementos demasiado locales. Es, fuera de España, una literatura inactual y secundaria. Sus filtraciones europeas no han sido, pues, abundantes. Recuerdo la opinión de un crítico francés que ve en la obra de Azorín y de otro nada más que una prolongación y un apéndice de la obra de Larra. Larra, Azorín, etc., traducen un España malhumorada, malcontenta, melancólica, aislada de las corrientes espirituales del resto de Europa. Unamuno, en tanto, asume ante la vida una actitud original y nueva. Sus puntos de vista tienen una señalada afinidad espiritual con los puntos de vista de otros actualísimos escritores europeos. Su filosofía paradójica y subjetiva es una filosofía esencialmente relativista. Su arte tiende a la creación libre de la ficción; no se dirige a la traducción objetiva y patética de la realidad, como quería el decaído y superado gusto realista y naturalista. Unamuno, afirmando su orientación subjetivista ha dicho alguna vez que Balzac no pasaba su tiempo anotando lo que veía o escuchaba de los otros, sino que llevaba el mundo dentro de si. Y bien. Esta manera de pensar y de sentir es muy siglo veinte y es “muy moderna, audaz, cosmopolita”.

Unamuno no es ortodoxamente revolucionario, entre otras cosas porque no es ortodoxamente nada. No se compadece con su agreste individualismo el ideario más o menos rígido de un partido ni de una agrupación. Hace poco, respondiendo a una carta de Rivas Cherif que lo invitaba precisamente a presidir la acción de la intelectualidad joven, Unamuno escribía, entre otros conceptos, que “recababa la absoluta independencia de sus actos”. Estas razones psicológicas han alejado a Unamuno de las muchedumbres y de sus reivindicaciones. Pero el pensamiento de Unamuno ha tenido siempre un sentido revolucionario. Su [influencia, sobre todo, ha sido hondamente revolucionaria. Últimamente, la política del Directorio] había empujado a Unamuno más marcadamente aún hacia la Revolución. Su repugnancia intelectual y espiritual a la Reacción, y a su despotismo opresor de la Inteligencia, no había aproximado al proletariado y al socialismo. Una de sus más recientes actitudes ha sido socialista o, al menos, filosocialista. En este punto de su trayectoria lo han detenido el ultraje y la agresión brutales del Directorio.

José Ortega y Gasset, a propósito de la muerte de Mauricio Barrés, dice que la entrada de un literato en la política acusa escrúpulos de consciencia estéticos. “El argumento está muy seductoramente sostenido -como está siempre los argumentos de Ortega y Gasset- en un artículo ágil y elegante. Pero no es verdadero ni aún respecto de los literatos y artistas específicos. En los periódicos tempestuosos de la historia, ningún espíritu sensible a la vida puede colocarse al margen de la política. La política en esos períodos no es una menuda actividad burocrática, sino la gestación y el parto de un nuevo orden social. Así como nadie puede ser indiferente al espectáculo de una tempestad, nadie tampoco puede ser indiferente al espectáculo de una Revolución. La infidelidad al arte no es en estos casos [una cuestión de flaqueza estética sino una cuestión de sensibilidad histórica. Dante intervino ardorosamente en la política y esa] intervención no disminuyó, por cierto, el caudal ni la prestancia de su poesía. A los casos en que Ortega y Gasset apoya capciosamente su tesis se podría oponer innumerables casos que válidamente la aniquilan. ¿El contenido de la obra de Wagner no es, acaso, eminentemente político? ¿Y el pintor Courbet comprometió acaso, con su participación en la Comuna de su París, algo de su calidad estética? Actualmente, la trama del teatro de Bernard Shaw es, una trama política. Bernard Shaw, antiguo fabiano, marcha hoy hacia el comunismo. La Inteligencia y el Sentimiento no pueden ser apolíticos. No pueden serlo sobre todo en una época principalmente política. La gran emoción contemporánea es la emoción revolucionaria. ¿Cómo puede entonces, un artista, un pensador, ser insensible a ella? ¡Pobres almas ramplonas, impotentes, femeninas, aquellas que se duelen de que don Miguel de Unamuno haya abandonado la solemne austeridad de su cátedra de Salamanca para intervenir, batalladora y gallardamente, en la política de su pueblo! Nunca la personalidad de Unamuno ha sido tan admirable, tan mundial, tan contemporánea y tan fecunda.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira