Conflicto Internacional

Taxonomía

Código

Nota(s) sobre el alcance

Nota(s) sobre el origen

Mostrar nota(s)

Términos jerárquicos

Conflicto Internacional

Términos equivalentes

Conflicto Internacional

Términos asociados

Conflicto Internacional

24 Descripción archivística results for Conflicto Internacional

2 resultados directamente relacionados Excluir términos relacionados

Notas de la conferencia Los problemas económicos de la paz

[Trascripción completa]

Problemas económicos de la paz: reparaciones, déficits fiscales, deudas interaliadas, desocupación, cambio. Estos problemas son aspectos diversos de una misma cuestión: la decadencia del regimen capitalista apresurada por la guerra.

Riqueza social destruida por la guerra; deudas de guerra; reconstrucción de las ciudades devastadas; pensiones. A todas estas obligaciones, Europa podría hacer frente si la guerra no hubiese disminuido su capacidad de producción. Pero la guerra ha causado la muerte de diez millones, la invalidez de otros tantos, la subalimentación en la Europa central.

Europa necesita aumentar sus exportaciones y disminuir sus importaciones. Pero, mientras no puede aumentar, su producción, no puede disminuir sus importaciones que son de productos alimenticios y materias primas.

Para el aumento de la producción existe un obstáculo insuperable: el agravamiento de la lucha de clases. Las huelgas, los lock out, los obstruccionismos se suceden. Los estadistas reconstructores quieren una tregua. Pero la colaboración del proletariado no podría ser conseguida sino mediante la aceptación del programa mínimo del socialismo. A esto se oponen los intereses de los grandes industriales y los especuladores.

Además, la III Internacional aspira a la destrucción final del régimen capitalista. Y finalmente es dudoso que se pueda conseguir simultáneamente la restauración económica y el mejoramiento económico del proletariado. Algunos estadistas piensan, por esto, como en una salvación, en las colonias. Pero las colonias están agitadas e insurreccionadas .

Problema de las reparaciones: Cuando se firmó la paz, los aliados creían que Alemania podría pagar una indemnización fabulosa. Poco a poco, la cantidad se fue reduciendo. En 1919, Lord Cunliffe hablaba de una anualidad de 28.000 millones de marcos oro; en setiembre 1919, Klotz indicaba 18.000 millones; en abril de 1921 la comisión de reparaciones reclamaba poco más de 8.000 millones; en mayo de 1921 los aliados fijaban en Londres 4.600 millones. El total en 138.000 millones. Pero también esta suma era exagerada. Ha sido necesario acordar a Alemania una serie de moratorias. Actualmente se considera imposible que Alemania pueda pagar más de 40 o 50.000 millones.

La ocupación del Ruhr. El pretexto: la deficiencia de las entregas de carbón. Francia ha extraído, a causa de la resistencia pasiva, menos de lo que Alemania le consignaba voluntariamente. Y de otro lado hay el gasto del mantenimiento de las tropas y burocracia de la ocupación.

Los políticos que gobiernan. Francia vive bajo la acción de la pesadilla de la revancha alemana. Temen que Alemania resurja. Esto los induce a aniquilarla. Pero la ruina económica de Alemania seria la ruina de Europa. El crédito de Francia, por ejemplo, depende de la solvencia de Alemania. Para que Europa convalezca es necesario que Alemania recobre su actividad normal. Contrariamente a esta necesidad Francia tiende a desmenuzar a Alemania. Banqueros, economistas y técnicos han comprobado la imposibilidad de que Alemania pague un indemnización exagerada. Se podría sacar de ella una gran cantidad si se le devolviesen sus antiguos instrumentos de comercio. Pero esto es imposible porque a la industria aliada no le conviene la competencia de la industria alemana. Y porque Francia no puede tolerar que Alemania resurja potente. Los vencedores no consiguen nivelar su presupuesto y quieren que los vencidos los indemnicen largamente. La reorganización de Europa no es posible sino a condición de que se inaugure una política de solidaridad. De aquí la importancia del problema de las reparaciones que enemista a Francia y Alemania.

Las deudas interaliadas. Francia debe a Estados Unidos 3.634 millones de dólares y a Inglaterra 557 millones de libras. Inglaterra es acreedora de 1.800 millones de libras, Estados Unidos de 6.500 millones de dólares. Pero sin pagar estas deudas, Francia e Italia tienen un deficit de varios miles de millones.

Problema de los déficits. Los gastos militares, las pensiones, etc, impiden la redacción de los presupuestos. Los países viven en déficit que cubren con bonos de tesorería.

Problema del cambio. Para cubrir los bonos se ha hecho sucesivas emisiones de papel. El desnivel de la balanza comercial se ha unido a esto para ocasionar la depreciación. Esta depreciación ha empobrecido a los rentistas, a los tenedores de deudas del Estado, etc. Se han enriquecidos unos cuantos industriales. Una reacción en el cambio resulta temible, porque, de una parte, los empréstitos actuales del Estado resultarían triplicados. No se puede pensar sino en la conversión.

Subconsumo y el Problema de desocupación. Las industrias no consiguen absorber toda la mano de obra. Hay enormes masas de desocupados. El Estado se ve obligado a hacer obras del Estado o a subsidiarlos. El primer sistema encarece el costo de la mano de obra y molesta a los industriales. El segundo sistema origina un gasto improductivo que estimula la tendencia al ocio.

¿Qué soluciones ofrecen a estos problemas los reconstructores?.

El libro de Nitti "Europa sin paz" preconiza la reducción de la deuda alemana, la supresión de las deudas interaliadas, la reorganización de la Sociedad de las Naciones. Nitti describe vivamente la situación trágica de Europa.

Los libros de Keynes. En su primer libro Keynes recomienda los siguientes remedios: la reducción de la deuda de Alemania 1.500 millones de libras o sea a 30.000 millones de marcos en treinta anualidades; constitución de una unión libre-cambista bajo la protección de la Sociedad de las Naciones; condonación de las deudas inter-aliadas; empréstito internacional; la reanudación de relaciones con Rusia. En su segundo libro, Keynes considera mejorada la situación, pero igualmente grave en el fondo si no se arriba, finalmente, a las soluciones propuestas.

Caillaux hace una descripción de este pavoroso cuadro económico. Dice que los árbitros de la situación europea resultan los grandes capitanes de la industria en cuyas manos están la paz y la guerra. No propone un plan completo porque no es posible. No caben sino orientaciones generales. Los acontecimientos pueden superar toda previsión. Aproximación financiera y monetaria de los países de Europa; acuerdo industrial entre ellos. Parlamento profesional. Control de las industrias por los trabajadores.

Walther Rathenau. -Una reorganización de la industria es indispensable, por medio grandes trust que eviten la dispersión y el despilfarro del trabajo y del material. El Estado debe intervenir en estos trust dirigidos por representantes del Estado de los capitalistas y de los trabajadores. Parlamento profesional que corrija los defectos de la organización democrática actual. La plusvalía no es suficiente para asegurar el confort de todos; es además un ahorro necesario.

Pero todos estos hombres no dirigen sus respectivos países. Antes bien andan de capa caída.

José Carlos Mariátegui La Chira

Los problemas económicos de la paz [Manuscrito]

[Transcripción Completa]

Los Problemas Económicos de la Paz

Nuestro tema de hoy, son los problemas económicos de la paz: reparaciones, déficits fiscales, deudas inter-aliadas, desocupación, cambio. Estos problemas son aspectos diversos de una misma cuestión: la decadencia del régimen capitalista apresurada por la guerra. La guerra ha destruido una cantidad ingente de riqueza social. Los gastos de la guerra se calculan en un billón trescientos
mil millones de francos oro. Además la guerra ha dejado otras herencias trágicas: millones de inválidos, millones de tuberculosos, millones de viudas y huérfanos, a los cuales los Estados europeos deben asistencia y protección; ciudades, territorios, fábricas y minas devastadas que los Estados europeos tienen que reconstruir.
A todas estas obligaciones económicas Europa podría hacer frente, aunque no sin grandes dificultades, si la guerra no hubiera disminuido exorbitantemente su capacidad de producción, su capacidad de trabajo. Pero la guerra ha causado la muerte de diez millones de hombres y la invalidez de otros tantos. El capital humano de Europa ha disminuido, pues, considerablemente. Europa dispone hoy de muchos millones menos de brazos productores que antes de la guerra. Además, en la Europa central la guerra ha causado la desnutrición, la sub-alimentación de la población trabajadora. Esta desnutrición, consecuencia de largas privaciones alimenticias, ha reducido la productividad, la vitalidad de la población de la Europa central. Un hombre enfermo o débil, produce menos, trabaja menos, que un hombre sano y vigoroso. Asimismo, un pueblo mal alimentado, extenuado por una serie de hambres y miserias, produce mucho menos, trabaja mucho menos que un pueblo bien nutrido. Europa se encuentra en la necesidad de producir más y de consumir menos que antes de la guerra para ahorrar anualmente la cantidad correspondiente al pago de las deudas dejadas por la guerra; y se encuentra, al mismo tiempo, en la imposibilidad de aumentar su producción y casi en la imposibilidad de disminuir su consumo. Porque las importaciones de Europa no son importaciones de artículos de lujo, de artículos industriales, sino importaciones de artículos alimenticios, carne, trigo, grasa indispensables a la nutrición de sus poblaciones, o de materias primas, metales, algodón, maderas indispensables a la actividad de sus fábricas y de sus industrias.
Para el aumento de la población existe, además, un obstáculo insuperable: el agravamiento de la lucha de clases, la intensificación de la guerra social. Las clases trabajadoras no quieren colaborar a la reconstrucción del régimen capitalista. Antes bien, una parte de ellas, la que marcha con la Tercera Internacional trata de conquistar definitivamente el poder y de poner fin al régimen capitalista. Luego, por razones políticas o por razones económicas, las huelgas, los obstruccionismos, los lock-out, se suceden aquí y allá. Y estas interrupciones completas o parciales del trabajo impiden no sólo el aumento de la producción sino también el mantenimiento de la producción normal. Los estadistas europeos que preconizan una política de reconstrucción económica de Europa tienden, por esto, a una tregua, a un tratado de paz entre el capitalismo y el proletariado. Quieren un entendimiento, un acuerdo, una transacción, más o menos duradera, entre el capital y el trabajo. Pero, ¿cuáles podrían ser las bases, las condiciones de esta transacción, de este acuerdo? Tendrían que ser, necesariamente, la ratificación y el desarrollo de las conquistas del proletariado: jornada de ocho horas, seguros sociales, etc.; la extirpación de las especulaciones que encarecen la vida; salarios altos en relación con el costo de ésta; control de las fábricas; la nacionalización de las minas y las florestas.
En una palabra, la colaboración del proletariado no podría ser adquirida sino mediante la aceptación del programa mínimo de las clases trabajadoras. A esta transacción se oponen los intereses de los grandes capitanes de la industria y de la banca, de los Stinnes, de los Tyissen, de los Loucheur, y, sobre todo, de la nube de especuladores que prospera a la sombra. Y se oponen también la voluntad de las masas maximalistas, adherentes a la Tercera Internacional, que aspiran a la destrucción final del régimen capitalista y rechazan, por consiguiente, la hipótesis de que el proletariado concurra y colabore a su restauración y a su convalecencia. Además, es dudoso que, simultáneamente, se pueda conseguir la reconstrucción de la riqueza social destruida y el mejoramiento del tenor de vida del proletariado. Es probable, más bien, que por mucho que la producción crezca, por mucho que las ganancias de Europa aumenten, no den lo bastante para atender al pago de las deudas y el bienestar de los trabajadores. El socialismo más que un régimen de producción es un régimen de distribución. Y los problemas actuales del capitalismo son problemas de producción más que problemas de distribución. ¿Cómo podrá, pues, el régimen capitalista aceptar y actuar el programa mínimo del proletariado? He ahí la dificultad sustancial de la situación, ante la cual se desconciertan todos los economistas.
Algunos estadistas europeos, Lloyd George, entre ellos, acarician una intención audaz, un plan atrevido. Piensan que no es posible salvar el régimen capitalista sino a condición de conceder un poco de bienestar a los trabajadores. Piensa que este poco de bienestar debe serles concedido, en parte a costa de los capitalistas. Pero que los sacrificios de los capitalistas no bastarán para mejorar considerablemente la vida de los trabajadores. Y que hay que buscar por consiguiente otros recursos. Estos recursos que no es posible encontrar en Europa, que no es posible encontrar en las naciones capitalistas, es posible a su juicio encontrarlos, en cambio, en África, en Asia, en América, en las naciones coloniales. ¿Quiénes insurgen, quiénes se rebelan contra el régimen capitalista? Los trabajadores, los proletarios de los pueblos pertenecientes a la civilización capitalista, a la civilización occidental. La guerra social, la lucha de clases, es aguda, es culminante en Europa, es menor en los Estados Unidos, es menor aún en Sudamérica; pero en los países correspondientes a otras civilizaciones no existe casi, o existe bajo otras formas atenuadas y elementales. Luego, se trata de reorganizar y ensanchar la explotación económica de los países coloniales, de los países incompletamente evolucionados, de los países primitivos de África, Asia, América, Oceanía y de la misma Europa. Se trata de esclavizar las poblaciones atrasadas a las poblaciones evolucionadas de la civilización occidental. Se trata de que el bracero de Oceanía, de América, de Asia o de África pague el mayor confort, el mayor bienestar, la mayor holgura del obrero europeo o americano. Se trata de que el bracero colonial produzca a bajo precio la materia prima que el obrero europeo transforma en manufactura y que consuma abundantemente esta manufactura. Se trata de que aquella parte menos civilizada de la humanidad trabaje para la parte más civilizada. Así se espera, no solucionar definitivamente la lucha social, porque la lucha social existirá mientras exista el salario, sino atenuar la lucha social, aplazar su crisis definitiva, postergar su último capítulo. Las generaciones humanas son egoístas. Y la actual generación capitalista se preocupa más de su propia suerte que de la suerte del régimen capitalista. Después de nosotros, el diluvio, se dicen a sí mismos. Pero su plan de reorganizar científicamente la explotación de los países coloniales, de transformarlos en sus solícitos proveedores de materias primas y en sus solícitos consumidores de artículos manufacturados, tropieza con una dificultad histórica. Esos países coloniales se agitan por conquistar su independencia nacional. El Oriente hindú se rebela contra el dominio europeo. El Egipto, la India, Persia, despiertan. La Rusia de los Soviets fomenta estas insurrecciones nacionalistas para atacar el capitalismo europeo en sus colonias. La independencia nacional de los países coloniales estorbaría su explotación metódica. Sin disponer de un protectorado o de un mandato sobre los países coloniales, Europa no puede imponerles, con entera facilidad, la entrega de sus materias primas o la absorción de sus manufacturas. Un país políticamente independiente puede ser
económicamente colonial. Estos países sudamericanos, por ejemplo, políticamente independientes, son económicamente coloniales. Nuestros hacendados, nuestros mineros son vasallos, son tributarios de los trusts capitalistas europeos.
Un algodonero nuestro, por ejemplo, no es en buena cuenta sino un yanacón de los grandes industriales ingleses o norteamericanos que gobiernan el mercado de algodón. Europa puede, pues, acordar a los países coloniales la soberanía política, sin que estos países se independicen, por esto, políticamente. Pero, actualmente Europa necesita perfeccionar en vasta escala la explotación económica de esas colonias. Y necesita, por tanto, manejarlas a su antojo, disponer de la mayor agilidad y libertad de acción sobre ellas. Reservo para la conferencia en que me ocuparé de los problemas coloniales y de las cuestiones de Oriente el examen detenido de este aspecto de la crisis mundial. Ahora no quiero sino señalar su vinculación con la crisis económica de Europa.
Veamos rápidamente en qué consisten cada uno de los problemas económicos de la paz. Principiemos por el problema de las reparaciones. ¿Qué son las reparaciones? Las reparaciones son las indemnizaciones que Alemania, en virtud del tratado de paz, debe pagar a los aliados. El tratado de paz de Versalles obliga a Alemania a pagar el costo de los territorios devastados de Francia, Bélgica e Italia, y el monto de las pensiones de los inválidos de guerra, de las viudas y de los huérfanos aliados. Cuando se firmó la paz, los aliados especialmente Francia, creían que Alemania podría pagar una indemnización fabulosa. Poco a poco, a medida que se conoció la verdadera situación de Alemania, la suma de la indemnización se fue reduciendo.
En 1919, Lord Cunliffe, hablaba de una anualidad de 28,000 millones de marcos de oro; en 1919 en setiembre, Mr. Klotz indicaba 18,000 millones; en abril de 1921 la Comisión de Reparaciones reclamaba poco más de 8,000 millones; en mayo de 1921, el acuerdo aliado fijaba 4,600 millones. Este acuerdo de Londres establece en 138 mil millones el total de la indemnización debida por Alemania a los aliados. Esta suma parecía entonces el mínimo que los aliados podían exigir. Posteriormente ha comprobado la experiencia que esa misma suma era exagerada. Actualmente se considera imposible que Alemania logre pagar una suma mayor de treinta o cuarenta mil millones de marcos oro.
Alemania ha ofrecido a los aliados como un máximum la cantidad de treinta mil millones. Pero Francia se ha negado a discutir siquiera estas propiedades o proposiciones que ha declarado irrisorias y temerarias. Con el pretexto del incumplimiento por Alemania, de las condiciones del acuerdo de Londres, Francia ha ocupado la región del Ruhr que es la más rica región industrial y
carbonífera de Alemania. El pretexto específico ha sido la impuntualidad y la deficiencia de las entregas del carbón que Alemania, conforme al Tratado, tiene la obligación de hacer a Francia. Ahora bien. Efectivamente Alemania había empezado a suministrar a Francia carbón, pero en cantidad menor de la que estaba forzada a consignarle.
Pero desde que Francia se ha instalado en el Ruhr ha extraído de esa región menos carbón todavía que el que Alemania le proporcionaba voluntariamente. Francia ha calificado siempre la ocupación del Rhur como la toma de una prenda productiva. Ha dicho: ¿qué hace un acreedor cuando su deudor no cumple con pagarle? Pone intervención en su negocio; le embarga uno de sus bienes para explotarlo hasta que la deuda quede cancelada.
Pero en este caso, el Ruhr es para Francia no sólo una prenda improductiva sino, por el contrario, gravosa. El mantenimiento de las tropas del ejército administrativo destacadas por Francia en el Ruhr para gobernar ésa, constituye un gasto formidable. Teóricamente el pago de ese gasto corresponde a Alemania; pero prácticamente Francia necesita extraer de su erario las cantidades precisas para satisfacerlo. Y es que, positivamente, los políticos que gobiernan actualmente Francia no quieren sinceramente que Alemania pague, sino que Alemania no pague, a fin de tener así un pretexto para desmembrarla y mutilarla.
Tienen la pesadilla de que Alemania resurja, de que Alemania se reconstruya, y aspiran a librarse de esta pesadilla aniquilándola. Pero, como ya he dicho y, he tenido la oportunidad de explicar, la ruina económica de Alemania causaría la ruina económica de la Europa continental.
El organismo económico de Europa es demasiado solidario para que pueda soportar al quebrantamiento de Alemania que es uno de los órganos más vitales. Vemos así que la guerra que trajo como consecuencia la caída del marco aleman ocasionó una depreciación del franco francés. Y este es un fenómeno claro. El crédito de Francia depende en parte de la solvencia de Alemania.
Para que el mecanismo de la producción europea recupere su ritmo normal es indispensable que Alemania recobre su funcionamiento tranquilo. Y la política de Francia respecto a Alemania tiende, contrariamente a esta necesidad, a desmenuzar a Alemania. Muchos banqueros, economistas y peritos aliados han comprobado la imposibilidad de que Alemania pague una indemnización exagerada. Sus argumentos son lógicos. Se podría sacar de Alemania una gran cantidad de dinero si se le devolviesen sus antiguos instrumentos de comercio; sus colonias, sus mercados extranjeros, su flota mercante; si se le consintiese incrementar infinitamente su producción industrial; si se le facilitase la venta de esta producción al extranjero. Y estas franquicias son imposibles. Imposibles porque a la industria de Inglaterra, de Francia y de Italia no les conviene esta competencia de la industria alemana. Imposible porque Francia no puede tolerar, por recibir de Alemania algunos o muchos millones de francos, que Alemania resurja más potente, más vigorosa que nunca.
Si las potencias vencedoras, si Francia, si Italia no consiguen nivelar su presupuesto ni pagar sus deudas, es absurdo suponer que una potencia vencida pueda no sólo regularizar sus finanzas sino además llenar los bolsillos de los vencedores. La imposibilidad de que Alemania pague está, pues, documentadamente demostrada. Sin embargo, Francia insiste en que Alemania debe pagar, y en que debe pagar millares de millones, porque así dispone de un pretexto para castigarla, para desmembrarla, para quitarle sus más
ricos territorios. La reorganización de Europa según los técnicos, no es posible sino a condición de que se inaugure una política de solidaridad, de colaboración entre los países europeos. De aquí la importancia del problema de las reparaciones que enemista y aleja a Alemania y a Francia, a las dos naciones más importantes de la Europa continental. El gobierno de Francia, cuando se le pone delante los peligros que constituye para el porvenir europeo este conflicto franco-alemán, responde que no es justo que Alemania sea exonerada de todo pago, mientras que Francia sigue obligada a pagar a EE.UU. sus deudas de guerra. Francia dice: que Inglaterra y EE.UU. nos perdonen nuestras deudas si quieren que seamos generosos y blandos con Alemania.
Llegamos así a otro problema económico de la paz. Al problema de las deudas interaliadas, íntimamente ligado al problema de las reparaciones.

José Carlos Mariátegui La Chira

La paz de Versalles y la Sociedad de Naciones [Manuscrito]

[Transcripción Completa]

La Paz de Versalles

La Paz de Versalles es el punto de partida de todos los problemas económicos y políticos de hoy. El tratado de Paz de Versalles no ha dado al mundo la tranquilidad ni el orden que de él esperaban los Estados. Por el contrario ha aportado nuevas causas de inquietud, de desorden y de malestar. Ni siquiera ha puesto definitivamente fin a las operaciones marciales. Esta paz no ha pacificado al mundo. Después de firmarla, Europa ha continuado en armas. Y hasta ha continuado batiéndose y ensangrentándose parcialmente. Asistimos hoy mismo a la ocupación del Ruhr que es una operación militar. Y que crea entre Francia y Alemania una situación casi bélica. El tratado no merece, por tanto, el nombre de tratado de paz. Merece, más bien, el nombre de tratado de guerra.

Todos los estadistas, que acarician la ilusión de una reconstrucción europea, juzgan indispensable la revisión, la rectificación, casi la anulación de este tratado que separa, enemista y fracciona a las naciones europeas; que hace imposible, por consiguiente, una política de colaboración y solidaridad europeas; y que destruye la economía de Alemania, parte vital del organismo europeo. Con este motivo, el tratado de paz está en discusión permanente. Su sanción, su ratificación, su suscripción resultan provisorias. Uno de los principales beligerantes, Estados Unidos, le ha negado su adhesión y su firma. Otros beligerantes lo han abandonado. Alemania, en vista de la ocupación del Ruhr, se ha negado a seguir cumpliendo las obligaciones económicas que sus cláusulas le imponen. El estudio del tratado es, pues, de gran actualidad.

A los hombres de vanguardia, a los hombres de filiación revolucionaria, el conocimiento y el examen de la Paz de Versalles nos interesa también extraordinariamente. Primero, porque este tratado y sus consecuencias económicas y políticas son la prueba de la decadencia, del ocaso y de la bancarrota de la organización individualista, capitalista y burguesa. Segundo, porque ese tratado, su impotencia y su desprestigio, significan la impotencia y el desprestigio de la ideología democrática de los pacifistas burgueses del tipo de Wilson, que creen compatible la seguridad de la paz con la subsistencia del régimen capitalista.

Veamos qué cosa fue la Conferencia de Versalles. Y qué cosa es el tratado de paz. Tenemos que remontarnos a la capitulación, a la rendición de Alemania. Bien sabéis que Estados Unidos, por boca de Wilson, declararon oficialmente sus fines de guerra, a renglón seguido de su intervención. En enero de 1918, Wilson formuló sus catorce famosos puntos. Estos catorce puntos, como bien sabéis, no eran otra cosa que las condiciones de paz, por las cuales luchaban contra Alemania y Austria las potencias aliadas y asociadas. Wilson ratificó, aclaró y preciso estas condiciones de paz en varios discursos y mensajes, mientras los ejércitos se batían. Inglaterra, Francia e Italia aceptaron los catorce puntos de Wilson. Alemania estaba entonces en una posición militar ventajosa y superior. Como he explicado en mis anteriores conferencias, la propaganda wilsoniana debilitó primero y deshizo después la fortaleza del frente alemán, más que los refuerzos materiales norteamericanos. Las condiciones de paz preconizadas por Wilson ganaron a la mayoría de la opinión popular alemana. El pueblo alemán dejó sentir su cansancio de la guerra, su voluntad de no seguir batiéndose, su deseo de aceptar la paz ofrecida por Wilson. Los generalísimos alemanes advirtieron que esta misma atmósfera moral cundía en el ejército. Comprendieron que, en tales condiciones morales, era imposible proseguir la guerra. Y propusieron el entablamiento inmediato de negociaciones de paz. Lo propusieron, precisamente, como un medio de mantener la unidad moral del ejército. Porque era necesario demostrarle al ejército, en todo caso, que el gobierno alemán no prolongaba caprichosamente los sacrificios de la guerra y que estaba dispuesto a ponerles término, a cambio de una paz honrosa. Bajo esta presión, el gobierno alemán comunicó al presidente Wilson que aceptaba los catorce puntos y que solicitaba la apertura de negociaciones de paz. El 8 de octubre el Presidente Wilson preguntó a Alemania si, aceptadas las condiciones planteadas, su objeto era simplemente llegar a una inteligencia sobre los detalles de su aplicación. La respuesta de Alemania, de fecha 12 de octubre, fue afirmativa. Alemania se adhería, sin reservas, a los catorce puntos. El 14 de octubre, Wilson planteó las siguientes cuestiones previas: las condiciones del armisticio serían dictadas por los consejeros militares de los aliados; la guerra submarina cesaría inmediatamente; el gobierno alemán daría garantías de su carácter representativo. El 20 de octubre Alemania se declaró de acuerdo con las dos primeras cuestiones. En cuanto a la tercera respondió que el gobierno alemán estaba sujeto al control del Reichstag. El 23 de octubre Wilson comunicó a Alemania que había enterado oficialmente a los aliados de esta correspondencia, invitándoles a que, en el caso de que quisiesen la paz en las condiciones indicadas, encargasen a sus consejeros militares la redacción de las condiciones del armisticio. Los consejeros militares aliados, presididos por Foch, discutieron y elaboraron estas condiciones. En virtud de ellas, Alemania quedaba desarmada e incapacitada para proseguir la guerra. Alemania, sin embargo, se sometió. Nada tenía que temer de las condiciones de paz. Las condiciones de paz estaban ya acordadas explícitamente. Las negociaciones no tenían, por finalidad, sino la protocolización de la forma de aplicarlas.
Alemania capituló, pues, en virtud del compromiso aliado de que la paz se ceñiría a los catorce puntos de Wilson y a las otras condiciones sustanciales enunciadas por Wilson en sus mensajes y discursos. No se trataba si no de coordinar los detalles de una paz, cuyos lineamientos generales estaban ya fijados. La paz ofrecida por los aliados a Alemania era una paz sin anexiones ni indemnizaciones, una paz que aseguraba a los vencidos su integridad territorial, una paz que no echaba sobre sus espaldas el fardo de las obligaciones económicas de los vencedores, una paz que garantizaba a los vencidos su derecho a la vida, a la independencia, a la prosperidad. Sobre la base de estas garantías Alemania y Austria depusieron las armas. ¡Qué importaba moralmente que esas garantías no estuviesen aún escritas en un tratado, en un documento suscrito por unos y otros beligerantes! No, por eso, eran menos categóricas, menos explícitas, ni menos terminantes.

Veamos ahora cómo fueron respetadas, cómo fueron cumplidas, cómo fueron mantenidas por los aliados. La historia de la Conferencia de Versalles es conocida en sus aspectos externos e íntimos. Varios de los hombres que intervinieron en la conferencia han publicado libros relativos a su funcionamiento, a su labor y a su ambiente. Son universalmente conocidos el libro de Keynes, delegado económico de Inglaterra, el libro de Lansing, Secretario de Estado de Norteamérica, el libro de Andrés Tardieu, delegado de Francia y colaborador principal de Clemenceau, el libro de Nitti, delegado italiano y Ministro del Tesoro de Orlando. Además, Lloyd George, Clemenceau, Poincaré, Foch, han hecho diversas declaraciones acerca de las intimidades de la conferencia de Versalles. Se dispone, por tanto, de la cantidad necesaria de testimonios autorizados para juzgar, documentadamente, la conferencia y el tratado. Todos los testimonios que he enumerado son testimonios aliados. No deseo recurrir a los testimonios alemanes para que no se les tache de parcialidad, de despecho, de encono.

Todas las potencias participantes enviaron a la conferencia delegaciones numerosas. Principalmente, las grandes potencias aliadas rodearon a sus delegados de verdaderos ejércitos de peritos, técnicos y auxiliares. Pero estas comisiones no intervinieron si no en la elaboración de las cláusulas secundarias del tratado. Las cláusulas sustantivas, los puntos cardinales de la paz, fueron acordados
exclusivamente por cuatro hombres: Wilson, Clemenceau, Lloyd George y Orlando. Estos cuatro hombres constituían el célebre Consejo de los Cuatro. Y de ellos Orlando tuvo en las labores del Consejo una intervención intermitente, localista y limitada. Orlando casi no se ocupó sino de las cuestiones especiales de Italia. La paz fue así, en consecuencia, obra de Wilson, Clemenceau y Lloyd George únicamente. De estos tres hombres, tan sólo Wilson ambicionaba seriamente una paz basada en los catorce puntos y en su ideología democrática. Clemenceau aspiraba, sobre todo, a una paz ventajosa para Francia, dura, áspera, inexorable para Alemania. Lloyd George se oponía a que Alemania fuese tratada inclementemente, no por adhesión al programa wilsoniano sino por interés de que Alemania no resultase expoliada hasta el punto de comprometer su convalecencia y, por consiguiente, la reorganización capitalista de Europa. Pero Lloyd George tenía, al mismo tiempo, que considerarla posición parlamentaria de su gobierno. La opinión pública inglesa quería una paz que impusiese a Alemania el pago de todas las deudas de guerra. El contribuyente inglés no quería que recayesen sobre él las obligaciones económicas de la guerra. Quería que recayesen sobre Alemania. Las elecciones legislativas se efectuaron en Inglaterra antes de la suscripción de la paz. Y Lloyd George, para no ser vencido en las elecciones, tuvo que incorporar en su plataforma electoral esa aspiración del contribuyente inglés. Lloyd George, en su palabra, se comprometió con el pueblo inglés a obligar a Alemania al pago integral del costo de la guerra. Clemenceau, a su turno, era solicitado por la opinión pública francesa en igual sentido. Eran los días delirantes de la victoria. Ni el pueblo francés, ni el pueblo inglés, disponían de serenidad para razonar, para reflexionar; su pasión y su instinto oscurecían su inteligencia, su discernimiento. Tras de Clemenceau y tras de Lloyd George habían, por consiguiente, dos pueblos que deseaban la expoliación de Alemania. Tras de Wilson no había, en tanto, un pueblo devotamente solidario con los catorce puntos. Antes bien, la opinión norteamericana se inclinaba, egoístamente, al abandono de algunos anhelos líricos de Wilson. Wilson trataba con jefes de Estado, parlamentariamente fuertes, dueños de mayorías numerosas en sus cámaras respectivas. A él le faltaba, en tanto, en los Estados Unidos, esta firme adhesión parlamentaria. Tenemos aquí una de las causas de las transacciones y de las concesiones de Wilson en el curso de las conferencias. Pero otras de las causas no era, comoésta, una causa externa. Era una causa interna, una causa psicológica. Wilson se encontraba frente a dos políticos redomados, astutos, expertos en la trapacería, en el sofisma y en el engaño. Wilson era un ingenuo profesor universitario, un personaje un poco sacerdotal, utopista y hierático, un tipo algo místico de puritano y de pastor protestante. Clemenceau y Lloyd George eran, en cambio, dos políticos cautos, consumados y duchos, largamente entrenados para el enredo diplomático. Dos estrategas hábiles y experimentados. Dos falaces zorros de la política burguesa. Keynes dice, además, que Wilson no llevó a la conferencia de la paz sino principios generales, pero no ideas concretas en cuanto a su aplicación. Wilson no conocía detalladamente las cuestiones europeas consideradas por sus catorce puntos. A los aliados les fue fácil, por eso, presentarle la solución en cada una de estas cuestiones con un ropaje idealista y doctrinario. No regateaban a Wilson la adhesión a ninguno de sus principios; pero se daban maña para burlarlos en la práctica y en la realidad. Redactaban astutamente las cláusulas del tratado, de suerte que dejasen resquicio a las interpretaciones convenientes para invalidar los mismos principios que, aparentemente, esas cláusulas consagraban y reconocían. Wilson carecía de experiencia, de perspicacia para descubrir el sentido de todas las interlíneas, de todos los giros gramaticales de cada cláusula. El Tratado de Versalles ha sido, desde este punto de vista, una obra maestra de tinterillismo de los más sagaces y mañosos abogados del mundo.
El programa de Wilson garantizaba a Alemania la integridad de su territorio. El Tratado de Versalles separa de Alemania la región del Sarre, poblada por seiscientos mil alemanes. El sentimiento de esa región es indiscutiblemente alemán. El tratado establece, sin embargo, que después de quince años un plebiscito decidirá la nacionalidad definitiva de esa región. En seguida, el tratado amputa a Alemania otras poblaciones alemanas para dárselas a Polonia y a Checoeslovaquia. Finalmente decide la ocupación por quince años de las provincias de la ribera izquierda del Rhin, que contienen una población de seis millones de alemanes. Varios millones de alemanes han sido arbitrariamente colocados bajo banderas extrañas a su nacionalidad verdadera, en virtud de un tratado que, conforme al programa de Wilson, debió ser un tratado de paz sin anexiones de ninguna clase.

El programa de Wilson garantizaba a Alemania una paz sin indemnizaciones. Y el Tratado de Versalles la obliga, no sólo a la reparación de los daños causados a las poblaciones civiles, a la reconstrucción de las ciudades desvastadas, sino también al pago de las pensiones de los parientes de las víctimas de la guerra y de los inválidos. Además, la computación de estas sumas es hecha inapelablemente por los aliados, interesados naturalmente en exagerar el monto de esas sumas. La fijación del monto de esta indemnización de guerra no ha sido aún concluida. Se discute ahora la cantidad que Alemania está en aptitud de pagar.

El programa de Wilson garantizaba la ejecución del principio de los pueblos a disponer de sí mismos. Y el tratado de paz niega a Austria este derecho. Los austríacos, como sabéis, son hombres de raza, de tradición y de sentimiento alemanes. Las naciones de raza diferente, Bohemia, Hungría, Croacia, Dalmacia, incorporadas antes en el Imperio Austro- Húngaro, han sido independizadas de Austria que ha quedado reducida a una pequeña nación de población netamente germana. A esta nación, el tratado de paz le niega el derecho de unirse a Alemania. No se lo niega explícitamente, porque el tratado, como ya he dicho, es un documento de refinada hipocresía; pero se lo niega disfrazada e indirectamente. El tratado de paz dice que Austria no podrá unirse a otra nación sin la anuencia de la Sociedad de las Naciones. Y dice, en seguida, en una disposición de apariencia inocente, que el consentimiento de la Sociedad de las Naciones debe ser unánime. Unánime, esto es que si un miembro de la Sociedad de las Naciones, uno solo, Francia, por ejemplo, rehúsa su consentimiento, Austria no puede disponer de sí misma. Esta es una de las astutas burlas de sus catorce puntos, que los gobernantes aliados consiguieron jugar a Wilson en el tratado de paz.

El tratado de paz, por otra parte, ha despojado a Alemania de todos sus bienes inmediatamente negociables. Alemania, en virtud del tratado, ha sido desposeída no sólo de su marina de guerra sino, además, de su marina mercante. Al mismo tiempo, se le ha vetado, indirectamente, la reconstrucción de esta marina mercante, imponiéndosele la obligación de construir en sus astilleros, durante cinco años, los vapores que los aliados necesiten. Alemania ha sido desposeída de todas sus colonias y de todas las propiedades del Estado alemán existentes en ellas: ferrocarriles, obras públicas, etc. Los aliados se han reservado, además, el derecho de expropiar, sin indemnización alguna, la propiedad privada de los súbditos alemanes residentes en esas colonias. Se han reservado el mismo derecho respecto a la propiedad de los súbditos alemanes residentes en Alsacia y Lorena y en los países aliados o sus colonias. Alemania ha sido desposeída de las minas de carbón del Sarre, que pasan a propiedad definitiva de Francia, mientras a los habitantes de la región se les acuerda el derecho a elegir, dentro de quince años, la soberanía que prefieran. El pretexto de la entrega de estas minas de carbón a Alemania [Francia] reside en los daños causados por la invasión alemana a las minas de carbón de Francia; pero el tratado contempla en otra cláusula la reparación de estos daños, imponiendo a Alemania la obligación de consignar anualmente a Francia una cantidad de carbón, igual a la diferencia entre la producción actual de las minas destruidas o dañadas y su producción de antes de la guerra. Esta imposición del tratado a Alemania asegura a Francia una cantidad de carbón anual idéntica a la que le daban sus minas antes de la invasión alemana. A pesar de esto, en el nombre de los daños sufridos por las minas francesas durante la guerra, se ha encontrado necesario, además, despojar a Alemania de las minas del Sarre. Alemania, en fin, ha sido desposeída del derecho de abrir y cerrar sus fronteras a quien le convenga. El tratado la obliga a dispensar a las naciones aliadas, sin derecho alguno a reciprocidad, el tratamiento aduanero acordado a la nación más favorecida.

En una palabra, la obliga a que franquee sus fronteras a la invasión de mercaderías extranjeras, sin que sus mercaderías gocen de la misma franquicia aduanera para ingresar en los países aliados y asociados. Para enumerar todas las expoliaciones que el tratado de paz inflige a Alemania necesitaría hablar toda la noche. Necesitaría, además, entrar en una serie de pormenores técnicos o estadísticos, fatigantes y áridos. Basta a mi juicio con la ligera enumeración que ya he hecho para que os forméis una idea de la magnitud de las cargas económicas arrojadas sobre Alemania por el tratado de paz. El tratado de paz ha quitado a Alemania todos los medios de restaurar su economía, ha mutilado su territorio; y ha suprimido virtualmente su independencia y su soberanía. El tratado de paz ha dado a la Comisión de Reparaciones, verdadero instrumento de extorsión y de tortura, la facultad de intervenir a su antojo en la vida económica alemana.

Los aliados han cuidado de que el tratado de paz ponga en sus manos la suerte económica de Alemania. Ellos mismos han tenido que renunciar a la aplicación de muchas cláusulas que les entregaban la vida de Alemania. El tratado, por ejemplo, da derecho a los aliados a reclamar el oro que posea el estado alemán; pero, como este oro es el respaldo de la moneda alemana, los aliados han tenido que abstenerse de exigir su entrega, para evitar que por falta de respaldo metálico, la moneda alemana perdiese todo valor. El tratado es así, en gran parte, inejecutable. Y tiene por eso toda la virtualidad de un nudo corredizo puesto al cuello de Alemania. Los aliados no tienen sino que tirar de ese nudo corredizo para matar a Alemania. Actualmente la discusión entre Francia e Inglaterra no tiene otro sentido que éste: Francia cree en la conveniencia de asfixiar a Alemania, cuya vida está en sus manos; Inglaterra no cree en la conveniencia de acabar con la vida de Alemania. Teme que la descomposición del cadáver alemán infecte mortalmente la atmósfera europea.

El tratado de paz, en suma, reniega los principios de Wilson, en el nombre de los cuales capituló Alemania. El tratado de paz no ha respetado las condiciones ofrecidas a Alemania para inducirla a rendirse. Los aliados suelen decir que Alemania debe resignarse a su suerte de nación vencida. Que Alemania ha perdido la guerra. Que los vencedores son dueños de imponerle una paz dura. Pero estas afirmaciones tergiversan y adulteran la verdad. El caso de Alemania no ha sido éste. Los aliados, precisamente con el objeto de decidir a Alemania a la paz, habían declarado previamente sus condiciones. Y se habían empeñado solemnemente a respetarlas y mantenerlas. Alemania capituló, Alemania se rindió, Alemania depuso las armas, sobre la base de esas condiciones. No había, pues, derecho para imponer a Alemania, desarmada, una paz dura e inclemente. No había derecho a cambiar las condiciones de paz.
¿Cómo pudo tolerar Wilson este desconocimiento, esta violación de su programa? Ya he explicado en parte este hecho. Wilson, en unos casos, fue colocado ante una serie de tergiversaciones hábiles, tinterillescas, hipócritas, de la aplicación de sus principios. Wilson, en otros casos, transigió con los puntos de vista de Francia, Bélgica, Inglaterra a sabiendas de que atacaban su programa. Pero transigió a cambio de la aceptación de la idea de la Sociedad de las Naciones. A juicio de Wilson, nada importaba que algunas
de sus aspiraciones, la libertad de los mares, por ejemplo, no consiguiese una realización inmediata en el tratado. Lo esencial, lo importante era que el número cardinal de su programa no fracasase. Ese número cardinal de su programa era la Sociedad de las Naciones. La Sociedad de las Naciones, pensaba Wilson, hará realizable mañana lo que no es realizable hoy mismo. La reorganización del mundo, sobre la base de los catorce puntos, estaba automáticamente asegurada con la existencia de la Sociedad de las Naciones. Wilson se consolaba, en medio de sus más dolorosas concesiones, con la idea de que la Sociedad de las Naciones se salvaba.

Algo análogo pasó en el espíritu de Lloyd George. Lloyd George resistió a muchas de las exigencias francesas, Lloyd George combatió, por ejemplo, la ocupación militar de la ribera izquierda del Rhin. Lloyd George se esforzó porque el tratado no mutilase ni atacase la unidad alemana. Pero Lloyd George cedió a las demandas francesas porque pensó que no era el momento de discutirlas. Creyó Lloyd George que, poco a poco, a medida que se desvaneciese el delirio dela victoria, se conseguiría la rectificación paulatina de las cláusulas inejecutables del tratado. Por el momento lo que urgía era entenderse. Lo que urgía era suscribir el tratado de paz, sin reparar en muchos de sus defectos. Todo lo que en el tratado existía de absurdo iría desapareciendo sucesivamente en virtud de progresivas rectificaciones y progresivos compromisos. Por lo pronto, urgía firmar la paz. Más tarde se vería la manera de mejorarla. No había necesidad de reñir teóricamente sobre las consecuencias del Tratado de Versalles. La realidad se encargaría de constreñir a las naciones interesadas a reconocer esas consecuencias y a acomodar su conducta a las necesidades que esas consecuencias creasen.

El pensamiento de Wilson, en una palabra, era: el tratado es imperfecto; pero la Sociedad de las Naciones lo mejorará. El pensamiento de Lloyd George era: el tratado es absurdo; pero la fuerza de la realidad, la presión de los hechos se encargarán de corregirlo. Pero la Sociedad de las Naciones era una ilusión de la ideología de Wilson. La Sociedad de las Naciones ha quedado reducida a un nuevo e impotente tribunal de La Haya. Conforme a la ilusión de Wilson, la Sociedad de las Naciones debía haber comprendido a todos los países de la civilización occidental. Y a través de ellos a todos los países del mundo, porque los países de la civilización occidental serían mandatarios de los países de las otras civilizaciones del África, Asia, etc. Pero la realidad es otra. La Sociedad de las Naciones no comprende siquiera a la totalidad de las naciones vencedoras. Estados Unidos no ha ratificado el Tratado de Versalles ni se ha adherido a la Sociedad de las Naciones. Alemania, Austria, Turquía y otras naciones europeas son excluidas de la Sociedad y colocadas bajo su tutelaje. Rusia, que pesa en la economía europea con todo el peso de sus ciento veinte millones de habitantes, no forma parte de la Sociedad de las Naciones. Más aún, domina en ella un régimen antagónico del régimen representado por la Sociedad de las Naciones. Dentro de la Sociedad de las Naciones se reproduciría el peligroso equilibrio continental. Unas naciones se aliarían con otras. La Sociedad de las Naciones debía haber puesto término al sistema de las alianzas. Vemos, sin embargo, que Checoeslavia, Yugoeslavia y Rumania han constituido una alianza, la Petit Entente; que los pactos de grupos de naciones se renuevan. La Sociedad de las Naciones, sobre todo, no es tal Sociedad de las Naciones. Es una sociedad de gobiernos, es una sociedad de Estados, es una liga del régimen capitalista. La Sociedad de las Naciones cuenta con la adhesión de la clase dominante; pero no cuenta con la adhesión de la clase dominada. La Sociedad de las Naciones es la Internacional del Capitalismo; pero no la Internacional de los Pueblos. Ninguna nación quiere renunciar a un derecho dado en favor de la Sociedad de las Naciones. Decidle a Francia que someta el problema de las reparaciones a la Sociedad de las Naciones. Francia responderá que el problema de las reparaciones es un problema suyo; que no es un problema de la Sociedad de las Naciones. La Sociedad de las Naciones es, a lo sumo, interesante como una expresión del fenómeno internacionalista. La burguesía ha concebido la idea de la Sociedad de las Naciones bajo la presión de fenómenos que le indican que la vida humana se ha solidarizado, se ha internacionalizado. La idea de la Sociedad de las Naciones es desde este punto de vista, compañeros, un homenaje involuntario de la burguesía a nuestra ideal proletario y clasista del internacionalismo.

Yo he hablado, compañeros, de estas cuestiones, igualmente lejano de toda francofilia y de toda germanofilia. Yo no soy, no puedo ser ni germanófilo ni francófilo. Mis simpatías no están con una nación ni con otra. Mis simpatías están con el proletariado universal. Mis simpatías acompañan del mismo modo al proletariado alemán que al proletariado francés. Si yo hablo de la Francia oficial con alguna agresividad de lenguaje y de léxico es porque mi temperamento es un temperamento polémico, beligerante y combativo. Yo no sé hablar unciosamente, eufemísticamente, mesuradamente, como hablan los catedráticos y los diplomáticos. Tengo ante las ideas, y ante los acontecimientos, una posición de polémica. Yo estudio los hechos con objetividad; pero me pronuncio sobre ellos sin limitar, sin cohibir mi sinceridad subjetiva. No aspiro al título de hombre imparcial; porque me ufano por el contrario de mi parcialidad, que coloca mi pensamiento, mi opinión y mi sentimiento al lado de los hombres que quieren construir, sobre los escombros de la sociedad vieja, el armonioso edificio de la sociedad nueva.

José Carlos Mariátegui La Chira

Notas de la octava conferencia

[Transcripción completa]

  • Los grandes grupos políticos alemanes son: pangermanistas, populistas, católicos, demócratas, socialistas, comunistas. Organización Cónsul, Organización Escherish, fascismo bávaro de Hitler y Ludendorf.

  • Antecedentes de la situación actual: La caida del gabinete Wirth. La constitución del gabinete Cuno. -Retorno al gobierno de los populistas de Hugo Stinnes. Posición de los socialistas frente a este gobierno. Efectos de la ocupación del Ruhr en la política alemana. La crisis alemana actual no es sino la exasperación de la crisis política originada por el fracaso de la colaboración de la social-democracia con la burguesía. -La renuncia de Cuno. El gabinete Stressemann. Hilferding, ministro de finanzas.

  • El separatismo renano. Las fracciones separatistas de Smeets y Doreen. Su agitación y su próxima fusión. El auspicio francés.

  • Las consecuencias de la ocupación del Ruhr en la economía alemana. La catástrofe del marco. Imposibilidad de que Alemania, mutilada, fraccionada, se reorganice. Una nación constituye un organismo vivo. No es posible lesionarlo ni herirlo ni trastornar, sin desordenar su funcionamiento. La ocupación del Ruhr condena a Alemania a la ruina, a la miseria. Pero una Alemania arruinada significa un agravamiento de la crisis económica europea. No pueden coexistir naciones moribundas, naciones hambrientas y naciones vitales, naciones pletóricas. El organismo económico del mundo se ha hecho demasiado solidario para que esto ocurra. Una nación primitiva, insignificante, poco evolucionada económicamente puede caer en la miseria sin afectar sensiblemente a las demás naciones del continente. Pero una nación de un dinamismo internacional tan complejo y tan vasto no puede ser abatida y destruida sin daño mortal para sus vecinos. Los problemas de la paz han descubierto esta solidaridad de vencedores y vencidos que impide a los primeros aplastar a los segundos.

  • Las causas verdaderas de la ocupación del Ruhr. Los chauvinistas, los nacionalistas, quieren el aniquilamiento de Alemania. Tienen la pesadilla de la reconstrucción alemana, de la revancha alemana. Los metalúrgicos aspiran a la posesión del carbón alemán. La prensa de los metalúrgicos explota el patriotismo de las clases pequeno-burguesas. El bloc nacional, el bloc de izquierdas y los comunistas.

  • El programa de Stinnes: la supresión de la jornada de ocho horas, la reducción del personal del Estado, la entrega de los ferrocarriles a empresas privadas. En una palabra, la abolición, la derogación de todas las conquistas del programa mínimo socialista. Una coalición burguesa carece de fuerza para actuar este plan.

  • La disensión en la social-democracia. La tendencia de derecha y la tendencia de izquierda. El temor a la concurrencia comunista.

  • La política de los comunistas alemanes. Los consejos de fabrica. El frente único proletario. El gobierno obrero. La estatización del 51 por ciento de las empresas, bajo el control de los trabajadores. Los social-democráticos y sus aprensiones y miedos.

  • El fenómeno nacionalista. El pauperismo de las clases medias y pequeño-burguesas. -La miseria de los intelectuales. -Radek propone que se combata al fascismo no solo con armas bélicas sino también con armas políticas. -La clase media, dominada por el recuerdo de su pasado bienestar, tiende al restablecimiento del antiguo régimen. Le falta una mentalidad de clase, una consciencia de clase. Un gobierno de la clase media no puede desenvolver sino una política capitalista. La clase media necesita incorporarse en la clase capitalista o en la clase asalariada. No cabe para ella una posición media ni independiente.

  • ¿Cuáles son las perspectivas de la hora presente?. -No es probable una rectificación inmediata de la política francesa. La ocupación del Ruhr seguirá, pues, desorganizando, empobreciendo y arruinando a Alemania. Se habla de la posibilidad de que los industriales alemanes y los industriales franceses se coordinen y se arreglen. Esta alianza del capitalismo francés con el capitalismo alemán no se haría sino a expensas de la clase trabajadora. Ya ha habido preludios de una inteligencia de esta naturaleza: el convenio Loucheur-Lubersac. Esta inteligencia inquietaría a Inglaterra. La industria alemana y la industria francesa constituirían un formidable bloc continental. Igualmente se habla de la posibilidad de que Inglaterra proponga la constitución de un conglomerado anglo-franco-alemán. Mussolini finalmente suena con un bloc continental: Alemania, Francia e Italia. -Pero todos estos proyectos tropiezan con la dificultad de los egoísmos nacionalistas. Cada potencia suspira por una alianza dentro de la cual le toque la parte del león. La atmósfera dejada por la guerra es una atmósfera emponzoñada y asfixiante. Está envenenada por odios rencores y pasiones egoístas. El razonamiento de que el sentido común, el interés común, predominará en la mentalidad de los diversos grupos capitalistas de Europa, es un razonamiento que desconoce la influencia oscura y misteriosa, pero decisiva que tienen en la marcha de la historia los factores psicológicos.

José Carlos Mariátegui La Chira

La revolución alemana [Manuscrito]

[Transcripción completa]
La revolución alemana

El tema de la conferencia de esta noche es la Revolución Alemana.
En las conferencias precedentes, he expuesto los aspectos principales del proceso de generación, de incubación de la Revolución Alemana.
He dicho ya que la guerra no fue popular en Alemania, que el gobierno alemán condujo la guerra con el viejo criterio de guerra relativa, de guerra militar, de guerra no total; que el gobierno alemán no supo crear ningún mito popular capaz de asegurarle la adhesión sólida de las clases populares; y que la guerra fue presentada al pueblo alemán exclusivamente como guerra de defensa nacional. Mientras el gobierno alemán mantuvo viva la esperanza de la victoria, mientras ningún fracaso militar desacreditó su aventura; mientras pudo evitar al pueblo el hambre y las privaciones, consiguió que la opinión pública sufriese, sin rebelión, la guerra. Pero no consiguió apasionar a las masas por sus ideales imperialistas. La guerra no era popular en el proletariado. Los intelectuales, la inteligencia alemana, se pusieron, en su mayoría, al servicio de la guerra, al servicio de la agresión, y crearon una cínica, una delirante literatura de guerra.
Los poetas alemanes cantaron la guerra y denigraron la paz. Tomás Mann escribió: “El hombre se malogra en la paz. El reposo perezoso es la tumba del corazón. La ley es la amiga del débil; ella quiere aplanarlo todo; si ella pudiera, achataría al mundo; pero la guerra hace surgir la fuerza”.
Heinrich Vierordt escribió su Deutschland, hasse (Alemania, odia). El profesor Ostwald escribió: “Alemania quiere organizar Europa, pues Europa hasta ahora no ha estado organizada”.
Finalmente, los famosos 93 intelectuales alemanes suscribieron aquel célebre manifiesto auspiciando y defendiendo, servilmente, la guerra alemana. Pero, no obstante toda esta literatura bélica, únicamente la burguesía y la pequeña burguesía deliraron de nacionalismo. El proletariado declaró apoyar la guerra no por convicción, sino por deber. El proletariado no suscribió nunca los cínicos conceptos de los intelectuales burgueses y pequeño burgueses.
Además, casi desde el primer momento, apenas pasado el período de intoxicación y de confusión de la declaratoria, se alzaron en Alemania algunas honradas y valientes voces de protesta.
Cuatro sabios alemanes tomaron posición contra los noventitrés intelectuales del manifiesto y publicaron un contra-manifiesto. Ya os he hablado de estos cuatro sabios que fueron el físico Einstein, el fisiólogo Nicolai, el filósofo Buek y el astrónomo Foerster. El poeta Hermann Hesse, asilado como Romain Rolland en Suiza, escribió un canto a la paz y un llamado a los pensadores de Europa, invitándolos a salvar lo poco de paz que podía todavía ser salvado y a no saquear, ellos también, con su pluma el porvenir europeo. La revista Die Weissen Blaetter fue un hogar de los intelectuales alemanes fieles a la causa de la unidad moral de Europa y de la civilización occidental. Y varios líderes del proletariado, Karl Liebknecht, Rosa Luxemburgo, Kurt Eisner, Franz Mehring, León Joguiches y otros más, reaccionaron contra la guerra y denunciaron su meta imperialista y contra-revolucionaria. Carlos Liebknecht, fue uno de los catorce diputados contrarios a los créditos de guerra el 4 de agosto; pero estos catorce diputados no votaron contra los créditos en el Parlamento sino en el seno del grupo socialista parlamentario.
La gran mayoría del grupo acordó votar los créditos. Y los catorce diputados de la minoría, Carlos Liebknecht entre ellos, resolvieron someterse a la decisión de la mayoría . Pero Carlos Liebknecht sintió muy pronto la necesidad de salvar su propia y personal responsabilidad de líder y de intelectual socialista. Y en diciembre de 1914 votó contra los nuevos créditos de la guerra, sin hacer caso de la voluntad del grupo socialista parlamentario.
Por supuesto, dentro y fuera del Reichstag, del parlamento alemán una tempestad se desencadenó contra Carlos Liebknecht. Y en enero de 1915 Carlos Liebknecht fue movilizado en el ejército. Se le envió a Kustrin. Liebknecht se negó a aceptar el fusil. Se le trasladó entonces a una compañía de obreros, de sospechosos, a Lorena. Luego se le mandó al frente de Rusia. Y, desde el frente, Carlos Liebknecht escribió a sus hijos el 21 de diciembre: “Yo no dispararé”. Asistió aún, a otras sesiones del Reichstag, donde nuevamente insurgió repetidas veces contra el gobierno alemán y contra la guerra. Los clamores de la Cámara cubrieron, ahogaron, acallaron invariablemente su voz solitaria y heroica. Pero Carlos Liebknecht no renunció a su propaganda; unido a Rosa Luxemburgo, a Franz Mehring, a Clara Zetkin, escribió aquellas célebres cartas, suscritas con el seudónimo de Spartacus, que más tarde fue el nombre del Partido Comunista Alemán.
El 1º de mayo de 1918 se realizó en Berlín la primera demostración pública contra la guerra. Carlos Liebknecht, disfrazado de civil, asistió a ella. Fue arrestado y procesado por traición a la patria. El tribunal militar lo condenó entonces a cuatro años de trabajos forzados. Un año más tarde, la revolución le abrió las puertas de la cárcel. La figura de Liebknecht, como vemos, no era la única en las filas dirigentes del proletariado alemán que luchaba contra la guerra.
Al lado de Liebknecht se agrupan varias figuras gloriosas.
He mencionado ya a Rosa Luxemburgo, a Clara Zetkin, a Eugenio Levinés. Todos estos líderes reconocieron que su deber era combatir a la guerra, como reconocieron, más tarde, que su deber era llevar a su meta final la revolución.Todos ellos militaron, con Carlos Liebknecht, en el grupo Spartacus, célula inicial del Partido Comunista Alemán. Pero de su conducta durante la revolución misma me ocuparé oportunamente. Ahora no está en examen sino su conducta durante la pre-revolución, porque, basándome en ella, estoy sosteniendo que existía en el movimiento proletario alemán un ambiente distinto acerca de la guerra que en el movimiento proletario en las naciones aliadas. Un numeroso núcleo de opinión proletaria, reprimido, es verdad, marcialmente por la acción del gobierno, luchaba por rebelar contra la guerra al proletariado alemán. Y los cien diputados del socialismo alemán, la mayoría de los líderes de la social-democracia, no podían dar a la guerra una adhesión ardorosa, un apoyo incondicional. La burguesía y la clase media alemanas peleaban por los ideales del militarismo prusiano, por el dominio del mundo, por el Deutschland Uber Alles, por el ubervolk, por el sometimiento de Europa a la organización alemana; pero el proletariado alemán, conforme a las palabras de orden de sus líderes mayoritarios, no peleaba sino por un interés de defensa nacional. El proletariado alemán no sentía la necesidad absoluta de la guerra jusqu’au bout , de la guerra hasta el fin, de la guerra absoluta y, sobre todo, hasta el anonadamiento total del enemigo.
Wilson y su propaganda democrática, Wilson y sus Catorce Puntos, Wilson y sus ilusiones de un nuevo código de justicia internacional, encontraron, por consiguiente, en el frente alemán, un frente permeable, un frente vulnerable, un frente franqueable. Ya he dicho la resonancia revolucionaria que tuvo en el pueblo el programa wilsoniano. Desde que al pueblo austríaco le fue dicho que los aliados no combatían contra ellos sino contra sus gobiernos, desde que les fue asegurado que no se les impondría una paz de anexiones, ni de indemnizaciones, el pueblo alemán y el pueblo austríaco empezaron a sentir cada vez menos la necesidad de la guerra. Además, como ya he dicho también, la propaganda wilsoniana estimuló y despertó en las nacionalidades encerradas en el Imperio Austro-Húngaro viejos y arraigados ideales de independencia nacional.
Y, de otra parte, la Revolución Rusa repercutió también revolucionariamente en el proletariado austríaco y en el proletariado alemán. Dos propagandas se juntaron para minar y franquear el frente austro-alemán: la propaganda democrática de Wilson y la propaganda maximalista de los bolcheviques.
Los efectos de estas propagandas tuvieron que manifestarse a continuación del primer quebranto militar austro-alemán. La ofensiva italiana en el Piave encontró al ejército austríaco mal dispuesto al sacrificio.
Las tropas checoeslovacas capitularon casi en masa. Y en el frente alemán, la noticia de este desastre y la ofensiva francesa, desencadenaron la explosión de los gérmenes revolucionarios durante tanto tiempo acumulados.
El pueblo alemán y el ejército alemán manifestaron su voluntad de paz y de capitulación. E insurgieron contra el Káiser y la monarquía, contra el régimen responsable de la guerra, culpable de la derrota. Deslindaron la responsabilidad del gobierno y del pueblo alemán, Y barrieron a la monarquía y a todas sus instituciones.
El 9 de noviembre de 1918, a poco más de un año de distancia de la Revolución Rusa, se produjo la Revolución Alemana. La historia de los acontecimientos de esos días es conocida. Estalló una guerra revolucionaria en Kiel y Hamburgo. Se insurreccionaron los marineros, quienes en automóviles marcharon sobre Berlín. La huelga general fue proclamada. Las tropas se negaron a reprimir al proletariado insurgente. El Káiser abdicó y abandonó Berlín. Y los revolucionarios proclamaron la República en Alemania. La revolución tuvo en ese instante un carácter netamente proletario.
Se constituyeron en Alemania los consejos de obreros y soldados, los soviets en suma. Y se formó un ministerio de socialistas mayoritarios. Pero este ministerio no comprendió al ala izquierda del socialismo, al grupo de Karl Liebknecht, Rosa Luxemburgo, Franz Mehring, Clara Zetkin, etc., contrario a un compromiso con los socialistas mayoritarios que habían amparado la guerra. Más aún, entre el grupo de Carlos Liebknecht y Rosa Luxemburgo y los socialistas gobernantes se abrieron rápidamente las hostilidades. Carlos Liebknecht fundó la Unión Spartacus, el Partido Comunista Alemán y el órgano periodístico de los espartaquistas Die Rote Fahne (La Bandera Roja).
Los espartaquistas propugnaron la realización del socialismo a través de la dictadura del proletariado, del gobierno de los soviets. Reclamaron la confiscación de todas las propiedades de la Corona en beneficio de la colectividad; la anulación de las deudas del Estado y los empréstitos de guerra; la expropiación de la propiedad agrícola grande y media y la constitución de cooperativas agrícolas encargadas de administrarlas, mientras las pequeñas propiedades permanecían en manos de sus pequeños poseedores hasta que quisieran voluntariamente unirse a las cooperativas; la nacionalización de todos los bancos, minas, fábricas y grandes establecimientos industriales y comerciales. En suma, los espartaquistas propusieron la actuación en Alemania del programa actuado en Rusia por los maximalistas. Los socialistas mayoritarios, Ebert, Scheidemann, etc., eran adversos a este programa. Y las masas que los seguían no estaban espiritualmente preparadas para una transformación tan radical del régimen de Alemania. Los socialistas independientes, Kautsky, Hasse, Hilferding, etc., se mostraron vacilantes. No se inclinaban por el limitado y opacado reformismo de los socialistas mayoritarios ni por el revolucionarismo de los espartaquistas. Los espartaquistas iniciaron, a la manera bolchevique, una campaña de agitación progresiva. Las figuras que acaudillaban la Unión Spartacus eran, ciertamente, figuras de primer rango en el movimiento proletario alemán. Carlos Liebknecht, era hijo de Guillermo Liebknecht, uno de los patriarcas del socialismo alemán. Era, pues, heredero de un nombre glorioso en la historia del socialismo alemán, además dueño de una figuración brillante, intensa, continua en la vanguardia del proletariado. Su pura intranquilidad e intransigencia durante la guerra daba a su nombre una aureola llena de sugestión. Rosa Luxemburgo, figura internacional y figura intelectual y dinámica, tenía también una posición eminente en el socialismo alemán. Se veía, y se respetaba en ella, su doble capacidad para la acción y para el pensamiento, para la realización y para la teoría. Al mismo tiempo era Rosa Luxemburgo un cerebro y un brazo del proletariado alemán. Franz Mehring era uno de los teóricos más profundos, más luminosos y más eruditos del marxismo, autor de una serie de obras profundas y admirables, había escrito, precisamente, un libro fundamental sobre Marx y sobre el marxismo. Era viejo, tenía 72 años, pero conservaba el temple y el fervor de la juventud. Eugenio Levinés, polaco ruso, que participó en Rusia en la revolución de 1905 y que entonces sufrió la prisión en Siberia, era otra noble y bizarra figura revolucionaria, provenía de una familia rica y poseía una vasta cultura literaria y científica. Había renunciado, sin embargo, a sus prerrogativas de intelectual y se había hecho obrero.
León Jogisches, periodista polaco, también era un notable tipo de agitador, de propagandista y de revolucionario, era el colaborador, el confidente, el amigo de Rosa Luxemburgo. En el partido socialista polaco había tenido una actuación sobresaliente, en la Unión Spartacus era el organizador enérgico e incansable de la acción y de la propaganda.
Clara Zetkin, en fin, la única figura que sobrevive de este grupo de líderes, de conductores y de apóstoles, era de la misma estatura moral e intelectual.
Este fuerte, homogéneo e inteligente estado mayor del espartaquismo, consiguió agitar, sacudir potentemente al proletariado alemán. Las masas obreras alemanas carecían de preparación espiritual y revolucionaria, y de esto os hablaré dentro de un instante al hacer la crítica de la revolución. Sin embargo, los jefes espartaquistas consiguieron organizar una nueva vanguardia proletaria. Esta vanguardia proletaria era una vanguardia de acción; pero los jefes espartaquistas no pretendían lanzarla prematuramente a la conquista del poder. Se proponían usarla para despertar la conciencia del proletariado, capacitarla cada día más para la acción, robustecerla numéricamente, prepararla para el asalto decisivo en la hora oportuna.
La táctica de los socialistas mayoritarios, del gobierno de Ebert y de Scheidemann, consistió por esto en precipitar la acción revolucionaria de los espartaquistas, en traer a los espartaquistas al combate antes de tiempo, en obligarlos a empeñar la batalla inmaduramente. Los socialistas mayoritarios necesitaban de la violencia de los espartaquistas a fin de reprimir su violencia con una violencia mayor y eliminar de esta suerte a un enemigo crecientemente peligroso. Las masas espartaquistas, imprudentemente, no midieron sus pasos. El gobernador de Berlín, Eichorn, era socialista de izquierda, un revolucionario, extensamente popular en la capital alemana. Era un elemento indócil a la reacción y leal a la revolución y al proletariado. El gobierno socialista mayoritario resolvió exigirle su renuncia. Era ésta una provocación al proletariado revolucionario de Berlín.
El domingo 5 de enero de 1919 hubo grandes demostraciones revolucionarias en Berlín. Al día siguiente se declaró la huelga. Las masas, indignadas contra el órgano oficial del Partido Socialista, el Vorwaerts, del cual se habían adueñado algunos socialistas mayoritarios, resolvieron ocupar por la fuerza éste y algunos otros diarios. Construyeron barricadas, pero se esforzaron por evitar efusiones de sangre, invitando a las tropas por medio de grandes carteles, a no disparar contra sus hermanos proletarios. Los choques comenzaron, sin embargo, muy en breve. Algunos agentes provocadores, según parece, fueron utilizados para encender la lucha. El caso es que entre las tropas y las masas espartaquistas se empeño el combate. Noske, un socialista mayoritario, se encargó del Ministerio de Guerra y con el concurso entusiasta de los oficiales del antiguo régimen organizaron la represión de los insurrectos. Hubo en Berlín varios días de sangrientas batallas.
El domingo 12 los espartaquistas que ocupaban el Vorwaerts enviaron seis parlamentarios desarmados a negociar la paz con los sitiadores de la imprenta ocupada. Los seis parlamentarios fueron fusilados. Los combates prosiguieron. Los jefes espartaquistas no habían querido nunca conducir a las masas a la lucha, pero una vez emprendida ésta, una vez iniciada la batalla, sintieron que su deber era ocupar su puesto al lado de las masas.
Las autoridades les atribuyeron la responsabilidad íntegra de la insurrección de las masas espartaquistas y se echaron en su persecución. En la tarde del 15 de enero, Carlos Liebknecht y Rosa Luxemburgo, que se habían refugiado en una casa amiga, en un barrio del oeste de Berlín, en Wilmersdof, fueron arrestados por la tropa. Horas más tarde fueron asesinados.
La versión oficial de su muerte dice que, tanto el uno como el otro, intentaron escapar de manos de sus custodios, y que éstos, para evitar la fuga, se vieron obligados entonces a disparar y matarles. Pero la verdad fue otra.
Liebknecht y Rosa Luxemburgo cayeron en manos de oficiales del antiguo régimen, enemigos fanáticos de la revolución, reaccionarios delirantes, que odiaban a todos los autores de la caída del Káiser por conceptuarlos responsables de la capitulación de Alemania. Y esta gente no quiso que los dos grandes revolucionarios ingresasen vivos en una prisión.
Pero con este sangriento episodio de la muerte de Carlos Liebknecht y Rosa Luxemburgo no se extinguió la ola revolucionaria. La vanguardia del proletariado alemán seguía reclamando del gobierno una política socialista. Los socialistas mayoritarios que, con el concurso y el beneplácito de la burguesía, habían reprimido truculentamente la insurrección espartaquista, resultaban cada día más embarazados para desenvolver en el gobierno un programa de socialización.
En febrero y marzo el proletariado vuelve, gradualmente, a asumir una posición de combate. Se suceden de nuevo las huelgas que, de la región del Rhin y de Westfalia, se extienden a la Alemania central, a Baden, a Baviera, a Wurtenberg. En estas huelgas los trabajadores pasan de las reclamaciones de aumento de salarios a la demanda de la socialización y de la instauración de un gobierno sovietista. El gobierno mayoritario aplaca estos movimientos con una serie de vagas y pomposas promesas. Y con estas promesas consigue aquietar a las masas. Pero una parte de ellas manifiestó una decidida voluntad revolucionaria. Y se produjeron en Berlín nuevas jornadas sangrientas. Las víctimas de la represión se contaron una vez más por millares. Y el espartaquismo perdió a otro de sus mejores jefes. León Jogisches, capturado poco después de las jornadas de marzo, tuvo una suerte análoga a Carlos Liebknecht y Rosa Luxemburgo. No fue asesinado en el camino de la prisión, sino en la prisión misma. Se dijo que había intentado fugar (la eterna historia de la fuga), y que por esto había sido preciso disparar contra él.
Pero con estas batallas de la vanguardia proletaria de Berlín no cesó aquel período de actividad revolucionaria en Alemania. También el proletariado de Munich libró valientes batallas. Y la represión en Munich fue más sangrienta, más dura, más costosa todavía para el proletariado que la represión en Berlín.
En Munich, en Baviera, se llegó a instaurar el régimen de los soviets. La república sovietista de Munich, fue de un sovietismo artificial, de un comunismo de fachada, y esto era natural. Predominaban en este gobierno elementos reformistas, elementos semi-burgueses que no daban a la República Bávara una orientación realmente revolucionaria. La vida de esta república sovietista no podía, pues, ser larga. De una parte, porque este gobierno sovietista en la forma, reformista en el contenido, no era capaz de desarmar a la burguesía, de abolir sus privilegios ni de desalojarla de sus posiciones. De otra parte, porque la Baviera era la región de Alemania menos adecuada a la instauración del socialismo.
La Baviera es la región agrícola de Alemania. La Baviera es un país de haciendas y de latifundios: no es un país de fábricas.
El proletariado industrial, eje de la revolución proletaria, se encuentra, pues, en minoría. El proletariado agrícola, la clase media agrícola, predomina absolutamente. Y, como es sabido, el proletariado agrícola no tiene la suficiente saturación socialista, la suficiente educación clasista para servir de base al régimen socialista.
El instrumento de la revolución socialista será siempre el proletariado industrial, el proletariado de las ciudades. Además, no era posible la realización del socialismo en Baviera, subsistiendo en el resto de Alemania el régimen capitalista. No era concebible siquiera una Baviera socialista, una Baviera comunista dentro de una Alemania burguesa.
Vencida la revolución comunista en Berlín, estaba vencida también en Munich. Los comunistas bávaros no renunciaron, sin embargo, a la lucha, y combatieron sin tregua por transformar la república sovietista de Munich en una verdadera república comunista. Poco a poco esta transformación empezó a operarse. La conciencia del proletariado bávaro se desarrolló más día a día. A los puestos directivos fueron llevados obreros efectivamente revolucionarios. Ese fue, simultáneamente, el instante de la contraofensiva burguesa. Vencedora del proletariado en Berlín, la burguesía alemana inició el ataque contra el proletariado en Munich. Las masas comunistas de Munich no tuvieron mejor fortuna que las de Berlín.
Y otro de los líderes del espartaquismo, Eugenio Levinés, aquel intelectual polaco-ruso de que os he hablado hace pocos momentos, fue el mártir de esta jornada revolucionaria. Eugenio Levinés no fue asesinado como Carlos Liebknecht, como Rosa Luxemburgo, etc., sino fusilado en una prisión de Munich. Se le siguió un proceso relámpago y se le condenó a muerte. Frente al pelotón de ejecución, Eugenio Levinés se portó valientemente. Y murió con el grito de “¡Viva la Revolución Universal!”, en los labios.
Estos son, ligeramente narrados, los principales episodios espartaquistas de la Revolución Alemana. Este fue el instante más agudo y culminante de la revolución. El pueblo alemán, pasado este período de agitación que los líderes del espartaquismo crearon con su acción incansable, mostró una capacidad revolucionaria, una voluntad revolucionaria cada día menor.
El poder estuvo, primeramente, en manos de los socialistas mayoritarios, apoyados por los socialistas independientes o sea los socialistas centristas. Estuvo, después, en manos de los socialistas mayoritarios únicamente. Luego, los socialistas mayoritarios, educados en la escuela democrática, necesitaron la colaboración de dos partidos burgueses: el Centro Católico, el Partido de Erzberger, y el Partido Demócrata, el partido de Walther Rathenau y del Berliner Tageblatt.
Como los socialistas mayoritarios, contrarios a la tesis de la dictadura del proletariado, habían convocado a elecciones parlamentarias, quedaron a merced de las combinaciones del equilibrio parlamentario. Faltándoles la colaboración de una parte de los votos socialistas, tenían que buscar la cooperación de igual o mayor número de votos burgueses. La asamblea nacional sancionó en Weimar una constitución democrática; pero no una constitución socialista. Los socialistas mayoritarios, dentro del régimen parlamentarista, no podían conservar íntegramente el poder; pero eran indispensables para la constitución de una mayoría. Por eso, los hemos visto entrar en todos los gabinetes de coalición que se han sucedido. Pero en el gabinete actual, en el gabinete de Cuno, no figuran ya los socialistas mayoritarios.
Su neutralidad benévola en el parlamento sigue siendo necesaria para la vida del ministerio. Pero el ministerio no es ya un ministerio con participación de los socialistas mayoritarios, sino un ministerio de coalición de los partidos burgueses alemanes, coalición en la cual no falta sino la extrema derecha burguesa, el partido pan-germanista, o sea el partido de la monarquía.
La Revolución Alemana, después de la insurrección espartaquista, no ha hecho sino virar a la derecha, siempre a la derecha. Primero, el poder fue ejercido por los socialistas de la derecha y del centro, unidos; después por los socialistas de la derecha solamente. Más tarde, por los socialistas de la derecha, en colaboración con los partidos burgueses más liberales.
Actualmente, por estos partidos burgueses, amparados en la neutralidad benévola de los socialistas de derecha, la Revolución Alemana ha ido perdiendo cada vez más todo carácter socialista, y afirmándose cada vez más en su carácter democrático, en su carácter burgués. Por eso, ahora, se dice que la Revolución Alemana no se ha consumado aún. Que la Revolución Alemana se ha iniciado no más.
Rodolfo Hilferding, antiguo líder de los socialistas independientes, dijo en el Congreso de Halle en 1920: “Nosotros hemos dicho siempre que el 9 de diciembre no fue en un cierto sentido una verdadera revolución. Nosotros hicimos todo lo posible, primero durante la guerra y después al comienzo de la revolución, por dar a ésta el aspecto más decisivo”. Y Walther Rathenau, líder demócrata, pensador notable de la burguesía alemana, que, como recordaréis, fue asesinado hace un año por un nacionalista alemán, en su notable libro La Triple Revolución, emite opiniones muy interesantes sobre la fisonomía y el alcance de la Revolución Alemana. Walther Rathenau dice: “Nosotros llamamos Revolución Alemana, a algo que fue la huelga general de un ejército vencido”.
A continuación Walter Rathenau señala que, mientras en Rusia existía una antigua preparación revolucionaria, en Alemania no había preparación revolucionaria ninguna. El proletariado alemán carecía de estímulos revolucionarios. Gozaba de un tenor de vida discretamente cómodo. Le era permitido vivir con higiene, con desahogo, con limpieza. Y hasta le era permitido ahorrar modestamente. El Estado ayudaba a las familias numerosas. En el orden económico, el proletariado alemán había hecho mayores conquistas que proletariado alguno. Y por esto mismo se había desinteresado de las conquistas en el orden político.
El Káiser, la monarquía, se reservaban el manejo, la dirección de la política exterior e interior del Estado. Al proletariado esto no le preocupaba casi porque no rozaba ningún interés inmediato suyo. En el proletariado alemán no había, por consiguiente, un real estado de conciencia revolucionaria. Mejor dicho, este estado de conciencia era demasiado embrionario, demasiado naciente, demasiado incipiente. La revolución sorprendió, pues, impreparado al proletariado alemán. Naturalmente, de entonces acá la preparación revolucionaria del proletariado alemán ha hecho camino. Hoy esa preparación es mucho mayor que en 1918.
El Estado burgués vira cada día más a la derecha; pero las masas populares viran cada día más a la izquierda. Cada día manifiestan mayor saturación, mayor conciencia, mayor preparación revolucionarias. Precisamente, este apartamiento de los socialistas mayoritarios del gobierno, se ha operado bajo la presión de las masas.
Por todas esas razones, los actuales acontecimientos alemanes no son sino episodios de la Revolución Alemana, el actual gobierno burgués de Alemania no es sino un período, un capítulo de la Revolución Alemana. La Revolución Alemana no se ha consumado, porque una revolución no se consuma ni en meses ni en años; pero tampoco ha abortado, tampoco ha fracasado. La Revolución Alemana se ha iniciado únicamente. Nosotros estamos presenciando su desarrollo.
Un período de reacción burguesa es un período de contraofensiva burguesa, pero no de derrota definitiva proletaria. Y, desde este punto de vista, que es lógico, que es justo, que es exacto, que es histórico, el gobierno fascista, la reacción fascista en Italia, es un episodio, un capítulo, un período de la Revolución Italiana, de la guerra civil italiana. El fascismo está en el gobierno; pero el proletariado italiano no ha capitulado, no se ha desarmado, no se ha rendido. Se prepara para la revancha.
Mientras tanto, el fascismo para llegar al gobierno ha necesitado pisotear los principios de la democracia, del parlamentarismo, socavar las bases institucionales del viejo orden de cosas, enseñar al pueblo que el poder se conquista a través de la violencia, demostrarle prácticamente que se conserva el poder sólo a través de la dictadura. Y todo esto es eminentemente revolucionario, profundamente revolucionario. Todo esto es un servicio a la causa de la revolución.
En la próxima conferencia me ocuparé de la disolución del Imperio Austro-Húngaro y de la Revolución Húngara. Y entraré luego en el examen de la Paz de Versalles, de aquella paz que ha sido el fracaso de las ilusiones democráticas de Wilson, y que ha dejado a Europa la herencia de esta situación.
Pero esto no podrá ser el próximo viernes porque el próximo viernes será el 27 de julio, día de fuegos artificiales y de nochebuena, sino el viernes 4 de agosto.

José Carlos Mariátegui La Chira

Notas de la conferencia La revolución alemana

[Transcripción completa]

He expuesto aspectos principales del proceso de generación, de incubación de la revolución alemana. He dicho ya que la guerra no fue realmente popular en Alemania. Mientras ningún fracaso militar desacreditó la aventura, se consiguió que la opinión sufriese, sin rebelión, la guerra. Pero no apasionar a las masas con los ideales imperialistas. Los intelectuales crearon una cínica literatura. Los poetas cantaron la guerra y denigraron la paz. Tomás Mann: "El hombre se malogra en la paz. El reposo perezoso es la tumba del corazón. La ley es la amiga del débil; ella quiere aplanarlo todo; si ella pudiera achataría al mundo; pero la guerra hace surgir la fuerza”. Enrique Vierordt : "Deuchsland, hasse". El Profesor Ostwald: "Alemania quiere organizar Europa, pues Europa hasta ahora no ha estado organizada”. Finalmente, el célebre manifiesto defendiendo, servilmente, la guerra. Pero únicamente la burguesía deliró de nacionalismo. El proletariado declaro no apoyar la guerra por convicción sino por necesidad o por deber. No suscribió nunca los cínicos conceptos de los intelectuales.

Además, pasada la intoxicación y confusión de la declaratoria, se alzaron algunas voces de protesta. El contra-manifiesto. Hermann Hesse, asilado en Suiza, escribió canto a la Paz y un llamamiento a los artistas y pensadores invitándolos a salvar el poco de paz que podía todavía ser salvado, y a no saquear, ellos también, con su pluma, el porvenir europeo. "Die Weisse Blaetter", hogar de los intelectuales fieles a la unidad moral de Europa y a la civilización occidental. -Leaders del proletariado que reaccionaron contra la guerra y denunciaron su carácter imperialista y contro-revolucionario: Liebnecht, Rosa Luxemburgo, Francisco Mehring, Leon Joguisches, Clara Zetkin, Kurt Eisner, etc. -Liebnecht, el 4 de agosto. Sintió muy pronto la necesidad de salvar su propia y personal responsabilidad. Diciembre, contra los nuevos créditos. Enero 1915, movilizado, enviado a Kustrin, se negó a aceptar el fusil. Luego a Lorena, después a Rusia. Carlos Liebnecht escribió a sus hijos el 21 de diciembre 1915: Yo no dispararé. En el Reichstag, insurgió repetidas veces contra el gobierno. Pero ahogaron su voz solitaria. Unido a Rosa Luxemburgo, Mehring, Clara Ztkin, escribió las cartas de Espartaco. El 1º de Mayo de 1918, la primera demostración publica contra la guerra. Liebnecht, condenado a cuatro años. La figura de Liebnecht no era única. Otras figuras: Rosa Luxemburgo, Mehring, Levinés . Existía, pues, en el movimiento proletario alemán acerca de la guerra un ambiente distinto que en el movimiento proletario de los aliados. Un numeroso núcleo luchaba por rebelar contra la guerra al proletariado. Los diputados social-democráticos no podían dar a la guerra una adhesión entusiasta, incondicional. La burguesía y la clase media luchaban por los ideales del militarismo; pero el proletariado, conforme a las palabras de orden de sus leaders, no peleaba sino por un interés de defensa nacional. El proletariado no sentía la necesidad absoluta de la guerra hasta el anonadamiento del enemigo.

Wilson y sus ilusiones encontraron un frente vulnerable. Desde que al pueblo alemán le fue dicho que no se combatía contra él, empezó a sentir menos y menos la necesidad de la guerra. Además la propaganda wilsoniana estimuló en Austria-Hungria viejos ideales de independencia nacional. La revolución rusa repercutió revolucionariamente. Dos propagandas se juntaron. Los efectos se manifestaron a continuación del primer quebranto militar. El pueblo y el ejército manifestaron su voluntad de paz y de capitulación. Insurgieron contra el Kaiser y la monarquía -9 de Diciembre 1918. Huelga revolucionaria en Kiel y Hamburgo. Marineros insurreccionados marcharon sobre Berlin. Huelga general. Las tropas se negaron a la represión. El Kaiser abdicó y escapó. La República. La Revolución tuvo en ese momento un carácter netamente proletario. Consejos de obreros y soldados. Ministerio de socialistas mayoritarios. Posición de las fuerzas socialistas de Alemania. Entre Liebnecht y. los mayoritarios se abrieron rápidamente las hostilidades. La Union Spartacus y Die Rote Fahne.

Los espartaquistas propugnaron la realización del socialismo a través de la dictadura del proletariado. Propusieron la confiscación de todas las propiedades de la corona en beneficio de la colectividad; la anulación de las deudas del Estado y de los empréstitos de guerra; la expropiación de la grande y media propiedad agrícola; la nacionalización de los bancos, minas, fabricas, establecimientos. En suma, la actuación del programa actuado en Rusia. Los mayoritarios, adversos; sus masas no espiritualmente preparadas para una transformación tan radical. Los independientes vacilantes. Los espartaquistas iniciaron un campana de agitación progresiva.

Figuras de Spartacus: Liebnecht. Su pura intransigencia durante la guerra le daba una aureola llena de sugestión. Rosa Luxemburgo, figura intelectual y figura dinámica, capacidad para la realización y para la teoría. Francisco Mehring, teórico profundo del marxismo. Autor de obras admirables, del "Marx", libro fundamental. Viejo, pero con el fervor de la juventud. Eugenio Levines. Participó en Rusia en la revolución del 905. Sufrió la prisión. Provenía de familia rica, pero se había hecho obrero. Leon Joguisches, tipo de agitador, de propagandista, de revolucionario. Colaborador, amigo intimo de Rosa. La única que sobrevive Clara Zetkin, de la misma estatura moral. Este fuerte e inteligente estado mayor consiguió agitar sacudir potentemente al proletariado. Organizar una numerosa vanguardia. Se proponían capacitarla para la acción, prepararla para la hora oportuna. La táctica del gobierno consistió en precipitar la acción espartaquistas, en atraerlos al combate antes de tiempo, en obligarlos a empeñar la batalla inmaduramente. Los espartaquistas no midieron sus pasos. Eichorn, indócil a la reacción y leal a la revolución, obligado a renunciar. El domingo 5 de enero de 1919 grandes demostraciones en Berlin. El Vorvaerts ocupado. Barricadas. Invitación a las tropas.

Los choques empezaron sin embargo. Varios días de sangrientas batallas. El domingo 12 los ocupantes del Vorvaerts enviaron seis emisarios. Fusilados. Los jefes no habían querido la lucha, pero empeñada esta, ocuparon sus puestos. Las autoridades los atribuyeron la responsabilidad. En la tarde del 15, Liebnecht y Rosa Luxemburgo arrestados. Su muerte. Franciso Mehring.

No se extinguió la ola revolucionaria. La vanguardia seguía reclamando una política socialista. Los mayoritarios, cada día más embarazados para la socialización. En febrero y marzo, el proletariado vuelve a asumir una posición de combate. Nuevas huelgas. Promesas del gobierno. Una parte de las masas manifestaron una decidida voluntad revolucionaria. Nuevas jornadas sangrientas. Más víctimas. Leon Jogisches.

Con estas batallas no cesó aquel periodo de actividad revolucionaria. También el proletariado de Munich libró valientes batallas. Y la represión en Munich fue más costosa para el proletariado. El régimen de los soviets en Munich. Sovietismo artificial. Eugenio Leviné.

Este fue el instante culminante de la revolución. Pasado este periodos, el pueblo alemán mostró una capacidad, una voluntad revolucionaria cada día menor. El poder: su evolución hasta el presente. La revolución, pues, no ha hecho sino virar a la derecha. La revolución ha ido perdiendo todo carácter socialista y afirmándose más en su carácter democrático. Por eso se dice que la revolución no se ha consumado todavía. Palabras de Rodolfo Hilferding. Opiniones de Walther Rathenau. En Rusia había preparación revolucionaria, en Alemania no.

Naturalmente, de entonces acá la revolución ha hecho mucho camino. El estado vira a derecha; el proletariado a izquierda. Cada día, mayor saturación revolucionaria. El apartamiento de los mayoritarios del gobierno operado, bajo la presión de las masas.

Por estas razones, los actuales acontecimientos alemanes no son sino episodios de la revolución; el actual gobierno, un periodo, un capítulo de la revolución. La revolución no se ha consumado; pero tampoco ha abortado. Desde este punto de vista lógico, justo, exacto, histórico, el gobierno es un periodo de la revolución italiana.

Partidos alemanes: pangermanistas, populistas, católicos, demócratas, socialistas, comunistas.

José Carlos Mariátegui La Chira

Notas de la conferencia La intervención de Italia en la Guerra

[Transcripción Completa]

Anteriores conferencias determinaron carácter guerra mundial. Hemos visto que sus más profundos comentadores la han llamado guerra absoluta. Guerra absoluta, guerra de naciones, no de ejércitos. Conclusión de Tilgher define muy bien [la] intervención [de] EE.UU., así como [la] fisonomía [de la] guerra italiana. Por esto es citada.

Italia intervino en virtud de causas económicas más que diplomáticas y políticas. Su suelo no le permitía alimentar [a la] población. Necesitaba exportación e importación. Estaba a merced de la potencia dueña de los mares. Sus importaciones y exportaciones dependían de Inglaterra. Carecía libertad acción. Neutralidad imposible. No podía ser, como Suiza expectadora. Su rol demasiado considerable para que la guerra no la arrastrase. No habiendo seguido a los alemanes, era inevitable que siguiese a los aliados. Verdadera prisionera.

Estas circunstancias condujeron Italia a la intervención. Razones diplomáticas no habrían bastado par a obligar a Italia. Dos clases de elementos intervencionistas. El gobierno italiano tuvo en cuenta ideales nacionalistas al concertar intervención.

Se suscribió el pacto de Londres. Italia entraba en la guerra en el nombre [de] interés nacional. La verdad oficial era otra. Para uso interno razones nacionalistas, para uso externo razones democráticos. Hallábase razón fundamental. Por esto Tilgher dice guerra conducida criterio guerra relativa. Consecuencias se dejaron sentir pronto.

Durante primera fase fuerte corriente neutralista. No solo neutralismo socialistas sino giolittianos. Neutralismo burgués consintió socialistas actuar [con] mayor libertad dentro ambiente menos bélico. La Union Sagrada no era completa. El pueblo italiano no sentía unánimemente la guerra. Estas causas originaron derrota Caporetto. Después reacción política opinión. El pueblo empezó a sentir la necesidad de empeñarse en la guerra. Fuerte ola nacionalismo dominó país. Desde ese momento combatió no solo el ejército sino todo el pueblo. La guerra empezó a ser absoluta.

Comentadores superficiales atribuyeron a Caporetto causas exclusivamente militares, a la reacción también. Importancia exagerada dada a los refuerzos franceses. Fue un canje de tropas. La reacción italiana fue moral, política. Mientras fue débil el frente politico, débil frente militar. Asi en este aspecto como en otros factores políticos psicológicos mayor trascendencia que militares.

La confirmación de esta tesis está en la eficacia de la intervención americana. EE.UU, aportaron no solo concurso material sino sobre todo moral y politico. Discursos Wilson debilitaron frente alemán más que tropas. Asi lo acreditan documentos, lo establecen libros autorizados. Wilson socavó resistencia austro-alemana. Hablaba del pueblo alemán como de un hermano. Esta propaganda, que repercutió en el mundo, repercutió también Alemania Austria. Pueblo alemán sintió guerra no era ya defensa nacional.

Austria más conmovida que Alemania. En Bohemia, Hungría, antiguos ideales [de] independencia nacional. Efectos este debilitamiento tenían que manifestarse al primer quebranto militar. Asi. Mientras pudieron mantener esperanza conservaron adhesión pueblos. Apenas desapareció esperanza todo cambió. Austro-alemanes perdieron control masas. Ofensiva Piave encontró ejército poco dispuesto sacrificio. Divisiones enteras capitularon. Este desastre resonó inmediatamente frente alemán. Estaba militarmente intacto. Pero política y moralmente quebrantado y flanqueado. Hay documentos que describen estado ánimo esos días. Ludendorf, Hidemburg, Erzerberger. Kaiser alentó esperanza ejercito alemán permitiese obtener paz mejor. Pensaba frente no había sido roto. Otros sabían frente, inexpugnable al enemigo, ganado por su propaganda. No había sido roto materialmente, pero invalidado moralmente. No estaba dispuesto a obedecer. En las trincheras germinaba la revolución.

Ahora pangermanistas dicen: "Alemania no fue vencida militarmente". Viejo concepto guerra relativa. Ven como el Kaiser: frente intacto. Su error es el mismo de los comentadores superficiales de Caporetto. Nacionalistas impermeables al nuevo concepto guerra absoluta. Poco importa derrota militar. En guerra absoluta derrota al mismo tiempo moral ideológica. Porque factores militares subordinados factores morales. No se llama derrota militar. Lo críticos de la guerra no son militares. Son filósofos, políticos, sociales. Por primera vez victoria ha sido cuestión de estrategia ideologica. Desde este punto de vista, Wilson generalísimo de la victoria.
Este concepto resume valor intervención americana.

Ahora no examen programa wilsoniano, critica gran ilusión Liga Naciones. De acuerdo programa, dejaremos estas cosas para paz Versalles. Fijar rápidamente valor intervención. Ideología requiere examen aparte. Conectado con examen Versalles y consecuencias.

Allora estudio otro trascendental fenomeno: revolución rusa. Fase social-democrática. Cómo llegó al gobierno Kerensky. Anterior conferencia posición socialistas rusas frente guerra. Plekanof. Otros muchos fieles congreso Stuttgart. Zarismo conducía la guerra con mentalidad guerra relativa. No contaba adhesión pueblo. Frente interno menos fuerte que otros beligerantes. Rusia, por esto, primera vencida. Dentro burguesía, elementos inconciliables con zarismo. Cortex, conspiradores germanófilos. Todas estas circunstancias hacían inevitable revolución y derrota.- "La Rusia de los Zares durante la gran guerra". Paleologue espectador cercano. Describe ambiente oficial periodo incubación revolucionaria. Presintiose crisis. Intento no conjurarla, sino encauzarla. Mesa Paleologue Milukouff. Zaris no carecía autoridad moral y capacidad, política para manejar negocios guerra. Cerca Zarina intrigas. Zarina, temperamento místico, fanático, gobernada Rasputin. Ejército en condiciones desastrosos. Descontento extendíase.

EI zar, medioeval e imbécil, no percibía la catástrofe vecina. Asesinato Rasputin. Conflicto con nobleza por prisión Dimitri. Dias de gran inquietud para aristocracia. Insinuaciones alejar Zarina. Zar tomó actitud caballeresca hidalga. Las suertes del imperio en manos hombre insensato enfermo. Zarina, alucinada, delirante, dialogaba con Rasputin. No había quien no se diese cuenta crisis tenia que explosionar.

Anécdota Olive. 10 Enero 1917. Palacio gran duquesa Maria Pavlowna. Vista San Pedro y San Pablo. Chambrun. Los días de la autocracia estaban contados. Burguesía, aristocracia aliados trabajaban porque caída zarismo no fuese suya. Indirectamente apresuraban revolución. Interesados canalizar revolución acrecentaban gérmenes revolucionarios. Revolución vino. Kerensky figura anémica. No quiso gobierno obrero, miedoso de la revolución misma.

Dentro de este ambiente indeciso, regimen precario, fue germinando revolución bolchevique. Próxima clase veremos como se produjo hacia el cual convergen miradas proletariado universal.

José Carlos Mariátegui La Chira

Sin novedad en el frente, por Erich María Remarque

La novela de guerra es la fruta de estación de la literatura alemana. No es solo el libro de Erich María Remarque, con sus varias centenas de miles de ejemplares, el que ha llevado a la literatura de Alemania el tema del frente; ni es sólo el libro de Ernest Glaesser el que ha enfocado últimamente, en esa literatura, el cuadro del retrofrente, el drama de los que sufrieron la guerra en la ciudad y el campo, lejos de las trincheras. La novela de guerra se presenta en Alemania en completo y variado equipo. A cierta distancia de la obra de Zweig ha aparecido “Sin Novedad en el Frente” de Erich María Remarque, “Los que teníamos Doce Años” (“Jahrgang 1902”) de Ernst Glaesser, “Guerra” de Ludwing Renn y “Ghinster” de autor anónimo. Zweig explicaba en una interview del “berliner Tageblatt”, el retraso con que llegaba su propio libro, con estas palabras: “Los alemanes tienen necesidad de más distancia y objetividad”. Otro autor prefiere reconocer en la actual boga de los libros de guerra en Alemania, una consecuencia de la estabilización capitalista, mientras un tercero la entiende como el anuncio de una nueva marea romántica y revolucionaria. Lo cierto es que ni Zweig ni Remarque han inaugurado en alemán esta literatura. Hace dos años, en 1917, como lo ha recordado Henri Barbusse, se publicaba el hondo relato del austriaco Andreas Latzko “Los hombres en guerra”. Barbusse reivindica justicieramente el valor de este libro, salido a la luz en plena tormenta, cuando la crítica tenía que descartarlo de su comentario. I como novela de la guerra en lo que en algunos países se ha llamado “el frente interno”, a esta reivindicación hay que agregar la de “El hombre es bueno” de Leonhardt Frank, otro austriaco. Pero Latzko y Frank, con sus patéticos y magníficos testimonios, desafiaron demasiado pronto los sentimientos de un público, educado en el respeto de los comunicados del cuartel general. A Alemania vencida le era menos fácil que a Francia victoriosa aceptar una versión verídica de la guerra en las trincheras. Ahora, las cosas han cambiado. Un libro de guerra bajo el signo de Locarno, en tiempos en que es lícito dar rienda suelta al pacifismo literario, siempre que no extrañe una condenación explícita del orden capitalista, se convierte en un buen filón editorial. La protesta de los “cascos de acero” contra una descripción demasiado realista y osada, no puede sino favorecer el tiraje excitando la curiosidad del público, como ha ocurrido en el caso de “Sin novedad en el frente”. Además, en diez o doce años, las imágenes de la guerra se han sedimentado y clasificado en el espíritu de los novelistas alemanes, que se ha impuesto el trabajo de revivir, estilizadas, las escenas del frente. Como los cineastas, estos novelistas están en aptitud de recordar todo lo que, en su acervo de impresiones, en vago o redundante. En esta simplificación cinematográfica de los materiales de su relato reside, quizá, una buena parte del secreto de “Sin novedad en el frente”. Erich María Remarque nos ahorra en su libro las repeticiones. Sus impresiones del frente se encuentran ordenadas, clasificadas, con riguroso sentido de su valor en el relato, -iba a decir en el film,-. Su visión comprende una escena certeramente escogida, de cada aspecto, de cada género de emociones bélicas. A tal punto lo patético y singular de la escena tiene valor en sí mismo, en este libro, que no falta quien desconfío de la unidad y de la individualidad estrictas de la experiencia de que “Sin novedad en el frente” extrae sus elementos. Un combatiente, que está escribiendo también sus memorias del frente, nota en el relato de Remarque algunas incoherencias. Me afirma que un hombre que da algunos pasos convulsos después que le han rebanado la cabeza es una pura fantasía literaria. El hombre a quien se corta la cabeza cae instantáneamente. El golpe violento y rápido, lo derriba.
Pero, aún admitiendo la intervención del artificio literario, no se pasa por las páginas del libro de Remarque, sin el estremecimiento que sentimos solo al tocar un grado conspicuo de verdad y de belleza. La descripción sobria, precisa, directa, de algunas escenas está tan admirablemente lograda, como es dable únicamente a un verdadero artista. La escena del comentario, la de los caballos ametrallados, entre otras, tienen la fuerza de las grandes expresiones trágicas. Remarque ha sido las notas más patéticas de la agonía del combatiente. Desde la existencia reducida a sus más simples términos de animalidad trófica, hasta la nostalgia del campesino a quien la contemplación de unas flores de cerezo incita locamente a la fuga, a la deserción, esto es a la muerte, todo está escrupulosa y potentemente observado en “Sin novedad en el frente”. Y hay en este libro pasajes transidos de piedad, de compasión, que nos comunican con lo más acendrado y humano de la emoción del combatiente. Por ejemplo, el ya citado en que los soldados asisten desesperados al sufrimiento y a la agonía de los caballos, bajo el fuego de las granadas, y en que uno dice: “Es la más horrenda infamia que los animales tengan que venir a la guerra”. Y más adelante, aquel cuadro triste de los prisioneros rusos, grandes y mansos campesinos, miserables, piojosos, famélicos, barbudos, diezmados por el hambre y la enfermedad, “¿Quién no ve ante esos pobres prisioneros, silenciosos, de cara infantil, de barbas apostólicas, que un sub-oficial para un quinto y un profesor para un alumno son peores enemigos que los rusos para nosotros? Y, sin embargo, si de nuevo estuviesen libres, dispararíamos contra ellos y ellos contra nosotros”. Y la escena del remordimiento por la muerte del soldado enemigo a quien por instinto de conservación se ha apuñalado en el fondo de un agujero en el que los dos buscaban refugio. “Ahora comprendo que eres un hombre como yo. Pensé entonces en tus granadas de mano, en tu bayoneta, en tu fusil... Ahora veo a tu mujer, veo tu casa, veo lo que tenemos de común. Perdóname camarada, Siempre vemos esto demasiado tarde. Porque no nos repiten siempre que vosotros seis unos desdichados como nosotros, que vuestras madres viven en la misma angustia que las nuestras; que tenemos el mismo miedo a morir, la misma suerte, el mismo dolor...”.
En la breve presentación de este libro, Erich María Remarque dice que “no pretende ser ni una acusación ni una confesión, solo intenta informar sobre una generación destruida por la guerra, totalmente destruida, aunque se salvase de las granadas”. El espíritu de una generación aniquilada, deshecha, habla por boca de Remarque, quien ya en el frente sentía terminados a los hombres de 18 a 20 años, lanzados con él a las trincheras. “Abandonados como niños, expertos como viejos; brutos, melancólicos, superficiales... Creo que estamos perdidos”. No faltan en el libro frases de acusación, más aún de condenación. He aquí algunas del angustiado monólogo del combatiente en el hospital, donde, como él dice, “Se ve al desnudo la guerra”, más horrible acaso que en el frente: “Tengo veinte años, pero solo conozco de la vida la desesperación, la muerte, el miedo, un enlace de la más estúpida superficialidad con un abismo de dolores. Veo que azuzan pueblos contra pueblos; ve que estos se matan en silencio, ignorantes, neciamente, sumisos, inocentes... veo que las mentes más ilustres del orbe inventan armas y fases para que esto se refine y dure más. Y conmigo ve esto todos los hombres de mi edad, aquí y allá, en todo el mundo; conmigo vive esto mismo toda mi generación”.
Pero estas mismas palabras indican que si Remarque se exime de un juicio sobre la guerra misma, de una condena del orden que la engendra, no es por atenerse a una rigurosa objetividad artística. En más de un momento, al relato se mezclan en este libro la disgresión, el comentario. Remarque apunta: “Los fabricantes de Alemania se han hecho ricos, pero a nosotros nos quebranta los intestinos la disentería”. Mas se detiene aquí. Y por esto, con el pretexto fariseo de un tributo a su objetividad, le sonríe reconocida la misma crítica que en Francia y en todas partes no perdona a Barbusse el llamamiento revolucionario de “El Fuego”.
El testimonio de Erich María Remarque es el de una generación vencida, resignada, indiferente, sin fe, sin esperanza. El de Barbusse, escrito cuando llameaba aún la guerra en las trincheras, cuando la censura y los tribunales militares perseguían toda expresión distinta de los comunicados generales, que inventaron la lacónica mentira de “Sin novedad en el frente” es el testimonio de una generación que se du desesperada experiencia, de su terrible agonía; extrajo su razón y su voluntad de combatir por la construcción de un orden nuevo.

José Carlos Mariátegui La Chira

Austria, caso pirandelliano

A propósito de la escaramuza polémica entre Italia y Alemania sobre la frontera del Breunero, no se ha nombrado casi a Austria. Pero de toda suerte ese último incidente de la política europea, nos invita a dirigir la mirada a la escena austriaca. El diálogo Mussolini-Stresseman sugiere necesariamente a los espectadores lejanos del episodio una pregunta: ¿Por qué se habla de la frontera ítalo-austriaca como si fuese una frontera ítalo-alemana? Para explicarse esta compleja cuestión es indispensable saber hasta que punto Austria existe como Estado autónomo e independiente.
El Estado Austriaco aparece, en la Europa post-bélica, como el más paradójico de los Estados. Es un Estado que subsiste a pesar suyo. Es un Estado que vive porque los demás lo obligan a vivir. Si se nos consiente aplicar a los dramas de las naciones el léxico inventado para los dramas de los individuos, diremos que el caso de Austria se presenta como un caso pirandelliano.
Austria no quería ser un Estado libre. Su independencia, su autonomía, representan un acto de fuerza de las grandes potencias del mundo. Cuando la victoria aliada produjo la disolución del imperio astro-húngaro. Austria que después de haberse sentido por mucho tiempo desmesuradamente grande, se sentía por primera vez insólitamente pequeña, no supo adaptarse a su nueva situación. Quiso suicidarse como nación. Expresó su deseo de entrar a formar parte del Imperio alemán. Pero entonces las potencias le negaron el derecho de desaparecer y en previsión de que Austria insistiera más tarde en su deseo, decidieron tomar todas las medidas posibles para garantizarle su autonomía.
El famoso principio wilsoniano de la libre determinación de los pueblos sufrió aquí, precisamente, el más artero golpe. El más artero y el más burlesco. Wilson había prometido a los pueblos el derecho de disponer de si mismos. Los artífices del tratado de paz quisieron, sin duda, poner en la formulación de este principio una punta de ironía. La independencia de un Estado no debía ser solo un derecho; debía ser una obligación.
El tratado de paz prohíbe prácticamente a Austria la fusión con Alemania. Establece que, en cualquier caso, esta fusión requiere para ser sacionada el voto unánime del Consejo de la Sociedad de Naciones.
Ahora bien, de este consejo forman parte Francia e Italia, dos potencias naturalmente adversas a la unión de Alemania y Austria. Las dos vigilan, en la Sociedad de las Naciones, contra toda posible tentativa de incorporación de Austria en el Reich.
A Francia, como es bien sabido, la desvela demasiado la pesadilla del problema alemán. Para muchos de sus estadistas la única solución lógica de este problema es la balkanización de Alemania. Bajo el gobierno del bloque nacional Francia ha trabajado ineficaz pero pacientemente por suscitar en Alemania un movimiento separatista. Ha subsidiado elementos secesionistas de diversas calidades, empeñada en hace prosperar un separatismo bávaro o un separatismo rhenano. La autonomía de Baviera, sobre todo, parecía uno de los objetivos del poincarismo. El imperialismo francés soñaba como cerrar el paso a la anexión de Austria al Reich mediante la constitución de un Estado compuesto por Baviera y Austria. Se tenía en vista el vínculo geográfico y el vínculo religioso. (Baviera y Austria son católicas mientras Prusia es protestante. I aún étnicamente Austria se identifica más con Baviera que con Prusia). Pero se olvidaba que su economía y su educación industriales habían generado un cambio, en el pueblo austriaco, una tendencia a confundirse y consustanciarse con la Alemania manufacturera y siderúrgica, más bien que con la Alemania rural. En todo caso, para que el proyecto del Estado bávaro-austriaco prosperase hacía falta que prendiese, previamente en Baviera. I esta esperanza, como es notorio, ha tramontado antes que el poincarismo. [Para Francia, por consiguiente, como un anexo] o una secuela del problema alemán, existe un problema austriaco. “Basta hachar una mirada sobre el mapa -escribe Marcel Duan en un libro sobre Austria- para comprender toda la importancia del problema austriaco, llave de la mayor parte de las cuestiones políticas que interesan a la Europa Central. Libre y abierta a la influencia de las grandes potencias occidentales, el Austria asegura sus comunicaciones con sus aliados y clientes del cercano Oriente danubiano y balkánico; abandonada por nosotros a las sugestiones de Berlín, se halla en grado de aislarlos de nuestros amigos eslavos. Corredor abierto a nuestra expansión o muro erguido contra ella. El Austria confirma o amenaza la seguridad de nuestra victoria y aún la de la paz europea”.
Italia a su vez no puede pensar, sin inquietud y sin sobre salto, en la posibilidad de que resurja, más allá de Breunero, un Austria poderosa. El propósito de restauración de los Hapsburgo en Hungría tuvieron su más obstinado enemigo en la diplomacia italiana, preocupada por la probabilidad de que esa restauración produjese a la larga la reconstitución de un Estado austro-húngaro.
Pero, teórica y prácticamente, ninguna de las precauciones del tratado de Paz y de sus ejecutores logra separar a Austria de Alemania. I, es por esto, cuando se trata de las minorías nacionales encerradas dentro de los nuevos límites de Italia, no es Austria sino Alemania la que reivindica sus derechos o apadrina sus aspiraciones. Austria, en su último análisis, no es sino un Estado alemán temporalmente separado del Reich.
La política de los dos partidos que, desde la caída de los Hapsburgo, comparten la responsabilidad del poder de Austria, se encuentran estrechamente conectada con la de los partidos alemanes del mismo ideario y la misma estructura. El partido social cristiano, que tiene Monseñor Seipel su político más representativo, se mueve evidentemente en igual dirección que el centro católico alemán. I entre el socialismo alemán y el socialismo austriaco la conexión y la solidaridad son, como es natural, más señaladas todavía. Otto Bauer, por no citar sino un nombre es una figura común, por lo menos en el terreno de la polémica socialista, a las dos social-democracia germanas. I el partido socialista austriaco, de otro lado, es el que más significadamente tiene en Austria a la unión política con Alemania.
Concurre aumentar lo paradójico del caso austriaco el hecho de que este Estado funciona, presentemente, más o menos como una dependencia de la Sociedad de las Naciones. Destinado por la raza y la lengua a vivir bajo la influencia política y sentimental de Alemania, el Estado austriaco se halla, financieramente, bajo la tutela de la Sociedad de las Naciones o sea, hasta ahora, de los enemigos de Alemania.
El Austria contemporánea, es lo que no quisiera ser. Aquí reside el pirandellismo de su drama. Los seis personajes en busca de autor, afirman exasperadamente, en la farsa pirandelliana, su voluntad de ser. Austria guarda en el fondo de su alma, su voluntad, más pirandelliana si se quiere de no ser. Pero el drama, hasta donde cabe un parecido entre individuos y naciones, es sustancialmente el mismo.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Luther

Luther

Hace poco más de tres años, en enero de 1923, César Falcón y yo visitamos la Rathaus de Essen con el objeto de solicitar una entrevista al Dr. Luther, alcalde de esa comuna. Era en los días dramáticos de la ocupación del Rhur. Falcón y yo, reunidos por el destino en Colonia, nos habíamos trasladado a Essen a ver con nuestros propios ojos la ocupación. Y queríamos conocer e interrogar a los principales actores de este grave episodio de la post-guerra. El Dr. Luther no sufrió nuestra inquisición. No pasamos de su antesala. Supimos después que -acaparado por sus trajines- no se prestaba a interviews periodísticas en esa hora febril. Sobrio en sus gestos, sobrio en sus palabras, evitaba la exhibición.

No era el Dr. Luther un alcalde vulgar. Essen constituye un gran foco de la industria alemana. El Dr. Luther había probado en esta comuna estratégica su capacidad de administrador. Esta capacidad reclamaba un empleo más trascendente y una escena más amplia. El Reich había encargado, por eso, al Dr. Luther el Ministerio de transportes y abastecimientos de la región ocupada. Su cabeza afeitada y su chaqué burgués, habían adquirido instantáneamente el grado máximo de familiaridad con el público.

El primer gran escenario de Luther fue ese. Puedo, pues, decir que asistí en el Rhur, hace tres años y meses, al nacimiento de su reputación mundial. Registré en mi calendario el día en que el Dr. Luther -Herr Doktor Luther- empezó a ser Luther a secas.
Luther debutó en Ia alta política como generalísimo de la batalla del Rhur. Dirigió la resistencia pasiva que costó al Reich muchos millones de marcos papel. El Reich subsidiaba a los industriales para que pagasen a sus obreros; avituallaba las poblaciones ocupadas; sostenía en suma la huelga que, volviendo improductiva la cuenca del Rhur, debía persuadir a Francia de la inutilidad de guardar esta prenda. La batalla concluyó con la rendición de Alemania. El Estado alemán se sintió en Dresden al borde de la revolución. El marco papel se precipitó en la última sima de su bancarrota. Pero nadie miró en Luther al protagonista de una derrota. La del Rhur, en rigor, no lo fue casi para Alemania. La posesión del Rhur enseñó experimentalmente a los franceses que sus minas y sus fábricas valían bien poco si Alemania no continuaba administrándolas y explotándolas.

Más tarde, cuando el difícil equilibrio de los partidos en el Reichstag hizo imposible el predominio gubernamental de un bando, Luther presidió un ministerio administrativo de tipo burocrático que unas veces se apoyaba en la derecha y otras veces en la izquierda.
Este ministerio, que colocó muy en alto en Alemania su testa monda y rosada, naufragó en los arrecifes de la política parlamentaria apenas fue posible la constitución de este gobierno que preside ahora Marx, el líder del centro católico. Marx representa un programa de concentración burguesa que se parece mucho al que ahora encarna presentemente Poincaré.

Luther, de vacaciones, viaja ahora por América. Es decir, emplea sus vacaciones, su testa y su inteligencia en servicio del Reich ¿Qué mejor mensaje podría enviar el Reich a los alemanes de América? Luther es el prototipo de una estirpe un poco acremente satirizada por George Grosz, pero que fuera y dentro de Alemania es saludada y respetada aún como la representativa de la grandeza alemana. Luther es el espécimen más perfecto e ilustre del funcionario de Alemania. No se le puede acusar formalmente de monárquico ni de republicano. Monárquico bajo la monarquía, republicano bajo la república, Luther no está comprometido por ninguna actividad facciosa en pro de una u otra idea. Clasificado como hombre de la derecha, se mantiene a prudente distancia del sector extremo de esta. Tiene, más o menos, la misma posición de Hindemburg. Como hubo en la guerra una línea Hindemburg, hubo en la post-guerra una línea Luther. A nadie le sorprendería que reemplazase a Hindemburg en la presidencia de la república. Para este cargo Luther tiene, entre otros títulos incontestables, el de afeitarse la cabeza con el más ortodoxo gusto germano.

No es Luther un líder ni un caudillo. Conserva hasta ahora el continente y el ademán de burgo-maestre de Essen. Pero en esto reside precisamente su fuerza. Los líderes andan de capa caída. Poincaré, cuenta hasta ocho en su ministerio. A Luther le basta con su egregia foja de servicios de emérito funcionario, general de la más grave batalla de la paz.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La paz en Locarno y la guerra en los Balkanes

Se explica perfectamente el enfado del consejo de la Sociedad de las Naciones contra Grecia y Bulgaria, responsables de haber perturbado la paz europea al día siguiente de la suscrición en Locarno de un pacto internacional destinado a asegurarla al menos provisoriamente. Signado el pacto de Locarno, la Sociedad de las Naciones tenía en verdad derecho a sentirse arrullada durante algunos meses por los brindis y los salmos pacifistas de sus retores y de sus diplomáticos. La historia del protocolo de Ginebra, verbigracia, fue así. El protocolo, anunciado al mundo con entonación no menos exultante y jubilosa que el pacto, inspiró larga y pródigamente la oratoria pacifista. El gobierno conservador de Inglaterra declaró muy pronto su deceso, concediéndole cortés e irónicamente un funeral de primera clase. Pero, de toda suerte, el protocolo de Ginebra pareció inaugurar la era de la paz de un modo mucho más solemne que el pacto de Locarno.
En Locarno las potencias se han propuesto arribar a una meta más modesta. El pacto, según su letra y su espíritu, no establece las condiciones de la paz sino, solamente, las de una tregua. Se limita a prevenir, teóricamente, el peligro de una agresión militar. Pero deja intactas y vivas todas las cuestiones que pueden encender la chispa de la guerra. Como estaba previsto, Alemania se ha negado a ratificar en Locarno todas las estipulaciones de la paz de Versailles. Ha proclamado su necesidad y su obligación de reclamar, en debido tiempo, la corrección de sus absurdas fronteras orientales. Alemania, Checo-Eslovaquia y Polonia han convenido en no agredirse marcialmente por ningún motivo. Han acordado buscar una solución pacífica a los problemas que puedan amenazar sus buenas relaciones. Mas este acuerdo no tiene suficientes fianzas y garantías. Tácita y hasta explícitamente la convivencia internacional reposa desde hace mucho tiempo en el mismo principio, sobre cuyo valor práctico la experiencia de la guerra mundial no consiente ilusionarse demasiado. Lo que importa no es absolutamente el principio que puede seguir triunfando indefinidamente en Locarno, en Ginebra, en La Haya y en todas las aras de la paz. Lo que importa es la posibilidad o la capacidad de Europa para aplicarlo y obedecerlo.
Nadie supone que el pacifismo de las potencias europeas sea una pura y total hipocresía. Europa ha menester de descansar de sus fatigas y de sus dolores bélicos. La civilización capitalista busca un equilibrio. Ni Francia, ni Inglaterra, ni Alemania, piensan en este momento en atacarse. La reorganización de la economía y de la finanza europeas exige un poco de paz y de desarme. El pacifismo de la Sociedad de las Naciones borda sus frases sobre una gruesa malla de intereses. No se trata para los gobiernos europeos de abstractos y lejanos ideales si no de concretas y perentorias necesidades. En la misma dirección se mueven los Estados Unidos, cuyos banqueros pugnan por imponer a toda Europa un plan Dawes. Y, finalmente, con los pacifistas circunstanciales de la banca y de los gobiernos, colaboran entusiastas los pacifistas sinceros de la social-democracia, de quienes se ha apoderado la ilusión de que el camino de Locarno y de Ginebra puede ser, realmente, el camino de la paz. Estos últimos son los que abastecen de sus máximos tribunos y de sus supremos hierofantes -Paul Boncour, Albert Thomas, León Jouhaux, etc.- a las asambleas y a las oficinas de la Sociedad de las Naciones.
Pero no basta que los gobiernos europeos quieran la paz. Es necesario ante todo, averiguar cómo la quieren. Cuál es el precio a que, cada uno, está dispuesto a pagarla. Cuánto tiempo coincidirá su pacifismo con su interés. Planteada así la cuestión, se advierte toda su complejidad. Se comprende que existen muchas razones para creer que el Occidente europeo desea la paz; pero que existen muy pocas razones para creer que pueda realizarla.
Los gobiernos que han suscrito el documento de Locarno no saben todavía si este documento va a ser ratificado por todos los países contratantes. Apenas concluida la conferencia de Locarno, se ha producido una crisis de gobierno en Francia y en Alemania. En Alemania esta crisis es una consecuencia directa del pacto. En Francia, no. Pero en Francia, como en Alemania, se habla de una probable disolución del parlamento. Las mayorías parlamentarias alemana y francesa no son bastante compactas y sólidas. La defección o el disenso de un grupo puede desquiciarlas. Y, por consiguiente, no es imposible la constitución de un gobierno que considere el problema de la paz con un criterio diferente del de Locarno. En las elecciones inglesas del año último naufragó el protocolo de Ginebra. Su suerte estaba demasiado vinculada a la del Labour Party. En otras elecciones, ya no inglesas, pero sí alemanas por ejemplo, el pacto de Locarno corre el riesgo de encallar semejantemente.
Mas, admitiendo que el pacto de seguridad sea unánimemente ratificado, su relatividad como garantía efectiva de la paz no resulta por esto menos evidente. Para que la guerra se encienda de nuevo en Europa no es indispensable que Alemania ataque a Francia ni que Francia ataque a Alemania. La historia de la guerra de 1914-1918 aparece a este respecto asaz instructiva. La conflagración empezó en un conflicto entre Austria y Serbia que, hasta última hora, se confió en mantener localizado. La seguridad de las fronteras de Francia no es sino una parte del problema de la paz. Cada uno de los estados favorecidos en Versailles aspira a la misma seguridad. Y cada uno de los estados mutilados en 1919 tiene por su parte alguna tierra irredenta que reivindicar. En la Europa Oriental, sobre todo, fermentan enconadamente varios irredentismos. Hay pocas naciones contentas de sus actuales confines. Poco importa, por consiguiente, que se elimine, de Europa Occidental el peligro de una guerra. El peligro subsiste en la Europa Oriental. Los pleitos balkánicos son un excedente cultivo de toda clase de morbos bélicos.
El conflicto greco-búlgaro ha venido a recordárselos un poco brusca y descomedidamente a los actores de la conferencia de Locarno. El sometimiento de los dos beligerantes a la voluntad del consejo de la Sociedad de las Naciones no anula la notificación que entraña lo ya acontecido. Inglaterra puede ponerse todo lo adusta que quiera contra los dos pueblos que han perturbado la paz. De los dos, Grecia en particular sabe muy bien a qué atenerse acerca del pacifismo británico. Después de “la última de las guerras”, Inglaterra lanzó y armó a Grecia contra Turquía. La empresa le salió mal a Inglaterra y a Grecia. Pero Grecia sigue siendo en el tablero de la política internacional, el peón que Inglaterra puede tener necesidad de mover en cualquier momento contra Turquía.
Entre Bulgaria y Turquía existe un agrio motivo de enemistad: la cuestión de Macedonia. El gobierno de Kankof, que se defiende de sus enemigos mediante el terrorismo más sanguinario que es posible concebir, necesita explotar el sentimiento nacionalista para buscar un diversivo a la opinión pública búlgara. El gobierno griego, por su parte, es un gobierno militarista ansioso de una revancha de las armas griegas tan duramente castigadas en el Asia Menor. A través de estos gobiernos, interesados en explotar su enemistad, es imposible que Grecia y Bulgaria lleguen a entenderse. La amenaza, difícilmente sofocada hoy, quedará latente.
El blanco más débil, el lado más oscuro de la paz de Locarno no es este sin embargo. Es, como ya tuve ocasión de observarlo en un artículo sobre el debate del pacto de seguridad, su carácter de paz anti-rusa. El Occidente capitalista propugna una paz exclusivamente occidental y burguesa; fundamentalmente anti-rusa, anti-oriental, anti-asiática. Su pacto tiene por objeto evitar que por el momento se maten los alemanes y los franceses; pero no el impedir que Francia, España e Inglaterra continúen guerreando en Marruecos, en Siria, en Mesopotamia. El gobierno francés, a pesar de ser un gobierno radical-socialista, localiza y circunscribe sus anhelos de paz a Europa. En África y en Asia, se siente obligado a masacrar, -en el nombre de la civilización es cierto- a los riffeños y a los drusos.

José Carlos Mariátegui La Chira

La conferencia de las reparaciones

La estabilización capitalista descansa en fórmulas provisionales. La interinidad, los acuerdos es su característica dominante. La constitución de los Estados Unidos de Europa sería el medio de organizar a la Europa burguesa en una liga que resolviendo los conflictos internos de la política y la economía europeas, opusiese un compacto bloque, de un lado a la influencia ideológica de la URSS y de otro a la expansión económica de Norte-América. Pero, a cada paso, surge un incidente que descubre la persistencia, -más todavía, la sorda exacerbación- de los antagonismos que alejan o descartan la posibilidad de unificar a la Europa capitalista. Ramsay Mc Donald se cuenta entre los estadistas que prevén que en el decenio próximo se preparará algo así como los Estados Unidos de Europa; pero esto no le impide asumir en la conferencia de las reparaciones de La Haya una actitud tan estrictamente ajustada al interés y al sentimiento nacionales como la que tomaría en el mismo caso, Winston Churchill. Las siete potencias interesadas en la cuestión de las reparaciones y de los créditos de guerra, después de algunos coloquios, pueden entenderse provisoriamente respecto a este problema; pero mucho más difícil es que pacten un plan definitivo, una solución integral. Formular el plan Young ha sido por esto más laborioso y complicado que formular el plan Dawes. Se trata ahora de fijar totalmente las obligaciones de Alemania; hasta la extinción de su deuda, la participación de los aliados -o menos, ex-aliados- en estas cantidades y vinculación entre los pagos alemanes y las deudas inter-aliadas. I, antes de suscribir un convenio que compromete irremediablemente su política en el porvenir, cada uno de los principales interesados extrema sus precauciones. Como el régimen Dawes debe cesar el 31 de este mes, si el régimen Young no queda sancionado en La Haya, la conferencia de las reparaciones se verá en el caso de adoptar, mientras se elabora un acuerdo completo, alguna disposición provisoria.
El plan Young, según sus autores, es un todo indivisible. Todas sus partes están en relación unas con otras. Tocar el capítulo del pago en especies, por ejemplo, o toca el monto de la indemnización y, por consiguiente, la escala de las anualidades. Los expertos de Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Italia, Bélgica, el Japón y Alemania, no han conseguido montar esta ingeniosa maquinaria sino después de un larguísimo trabajo de coordinación de sus engranajes. Si se mueve una sola de sus ruedas, la maquinaria no funcionará: habrá que reconstruirla totalmente. Los expertos han establecido, en primer término, un sistema de cierta elasticidad. Distribuir el total de la deuda alemana en un número de años, y señalar la cuota fija de amortización anual, habría sido fácil; pero un sistema de esta rigidez habría exigido, en conflicto con las circunstancias, constantes revisiones prácticas. El plan de los expertos tenía que considerar la capacidad de pago de Alemania como un factor sujeto a posibles variaciones. Dentro de un programa de regulación definitiva de los pagos y las deudas, necesitaba dejar un margen al juego de las contingencias. El plan Young, objeto actualmente de los reparos de Inglaterra, adopta una escala de amortizaciones que prevé la cancelación de la deuda alemana en el lazo de 59 años. Pero divide las anualidades en dos partes: una incondicional y otra dependiente de la capacidad de pago de Alemania. El Reich pagará en divisas extranjeras, en cuotas mensuales, sin ningún derecho de suspensión, 660 millones de marcos al año. Esta suma corresponde a la que el plan Dawes exige obtener de las entradas de los ferrocarriles alemanes. Durante diez años, Alemania conserva el derecho de efectuar en mercaderías una parte adicional de los pagos, conforme a una escala que fija esta cuota, para el primer año, en 750 millones de marcos, reduciéndola anualmente en 50 millones, de suerte que la décima anualidad sea solo de 300 millones. El pago del resto de la anualidad, -que fijada en 1.707,9 millones de marcos oro para el ejercicio 1930-31, sube a 2.428,8 millones para 1965-66,- es diferible, si circunstancias especiales lo demandan. La apreciación de estas circunstancias queda encargada a un comité consultivo, convocado por el Banco de “reglements” internacionales que el plan Young propone como organismo especial de recaudación y administración de las reparaciones. Los plazos que, en virtud de este margen, pueden ser concedidos a Alemania tienen por objeto protegerla “contra las consecuencias posibles de un período de depresión relativamente corta que, por razones de orden interno o externo, podría amenazar suficientemente los cambios como para tornar peligrosas las transferencias al exterior”. El gobierno alemán, en este caso, tiene el derecho de suspender estos abonos por un plazo máximo de dos años.
Las observaciones de Inglaterra no conciernen a este aspecto del plan Young -las obligaciones de Alemania y el método de hacerlas efectivas sin daño de la economía alemana en el caso de eventuales crisis- sino a la participación británica en las anualidades y al mantenimiento por diez años del pago en mercaderías. La industria británica sufre las consecuencias de esta estipulación del plan Dawes que impone a la Gran Bretaña, en plena crisis industrial por el descenso de sus exportaciones, absorber anualmente una cantidad de manufacturas alemanas. Snowden reclama que se asignen a su país 48 millones más de marcos en el reparto de las anualidades alemanas. Cualquiera rectificación, en uno y otro aspecto, importa la revisión total del plan Young. Si se suprime o reduce la cuota en especies, toda la escala de amortización de la deuda alemana tendría que ser reformada. Por consiguiente, nuevo debate respecto a la capacidad de pago del Reich en los 59 años próximos. Si se acuerda a Inglaterra los millones suplementarios que demanda, ¿a quién o a quienes se rebajaría su parte? Francia defiende celosamente su prioridad. Italia piensa que es ya bastante exigua su participación.
Inglaterra, en todo caso, no esta dispuesta a prestar su asentamiento a ninguno fórmula que perjudique sus intereses, visiblemente distintos de los de Francia, Alemania y Estados Unidos. Hasta hace pocos años, las mayores dificultades para el arreglo de la cuestión de las reparaciones parecían provenir del conflicto de intereses alemanes y franceses. Ahora resulta evidente que la oposición entre los intereses alemanes y británicos es todavía mayor. Alemania no puede prosperar y restaurarse industrialmente sino a expensas, en cierto grado, de la reconstrucción británica. Y no se hable del conflicto todavía más profundo e irreductible que se manifiesta de la Gran Bretaña y Estados. La conferencia de reparaciones de La Haya ha venido a revelar el abismo (...).

José Carlos Mariátegui La Chira

La federación americana del trabajo y la América Latina. La natalidad en la Europa occidental.

La federación americana del trabajo y la América Latina.
Cuando los sindicatos de espíritu y tradición clasistas de Europa o de la América Latina califican a la Federación Americana del Trabajo como el más obediente instrumento del capitalismo norte-americano, no falta quienes temen que se exagere. Los poderosos medios de propaganda de que dispone la Federación Pan-Americana del Trabajo le consienten, si no conquistar, neutralizar al menos algunos sectores de la opinión popular.
Pero la propia Federación Americana del Trabajo se encarga con sus actos de destruir toda duda acerca de su rol. Últimamente el cable, ha registrado rápidamente la noticia de que la central de los sindicatos reformistas de USA ha tomado netamente posición contra la inmigración latino-americana a su país. El pan-americanismo de los obreros de la Federación no se diferencia mínimamente del de los banqueros de Wall Street. La solidaridad de clases es algo que, pese a la retórica de la Confederación Pan-Americana del Trabajo, ignora radicalmente su política. Los sucesores de Compers no tienen inconveniente en estrechar periódicamente las manos rusas y oscuras de los delegados de los obreros del Sur, en una cita pan-Americana; pero rehúsan absolutamente admitir su competencia en sus propios mercados de trabajo. Los tratan, en esto, como a los demás inmigrantes. No quieren obreros latino-americanos en su país. Le basta con convocarlos en Washington o La Habana, para afirmar su hegemonía sobre ellos. Las conferencias pan-americanas del trabajo no son sino un aspecto de la diplomacia imperialista.
Eso lo saben, en la América Latina, todos los sindicatos obreros dignos de este nombre. I lo prueba el hecho de que para las paradas de la Confederación Pan-americana del Trabajo, los líderes del reformismo yanqui no cuenten sino con amorfos agregados fácilmente manejables. La única central importante de la América Latina que participaba en las conferencias pan-americanas del trabajo era la CROM. I la Crom obedecía en esto a razones de estrategia que Luis Araquistaín ha enfocado nítidamente. La Crom creía ganar, por este medio, el apoyo de la Federación Americana del Trabajo en la política yanqui para la Revolución Mexicana. Hoy no solo los factores de la política mexicana han cambiado; la Crom, que alcanzara con el gobierno de Calles su más alto grado de apogeo, está casi deshecha. Primero, la ofensiva de las fuerzas que enarbolaron, muerto Obregón, la bandera del obregonismo, enseguida, la agrupación de las masas obreras y campesinas en una nueva central, -la que representó al proletariado mexicano en el congreso sindical de Montevideo- ha anulado el antiguo valor de la Crom. Morones viaja por Europa, en momentos en que se discute y vota en el parlamento de su país el Código del Trabajo del Licenciado Portes Gil. La Crom asistirá a la próxima conferencia pan-americana del trabajo, con sus efectivos enormemente relucidos, con su autoridad completamente disminuida.
I habrá que averiguar lo que piensan los obreros de México del pan-americanismo que actúan las uniones amarillas de USA al votar por el cierre de la frontera yanqui a las inmigraciones del Sur.

La natalidad en la Europa occidental
Francia no ha resulto, en los años de post-guerra, el problema de su despoblación. Pero al menos, ha visto extenderse ese problema en la Europa occidental. Ya no es posible oponer a una Francia malthusiana una Alemania prolífica. El crecimiento demográfico de la vecina del otro lado del Rhin se ha detenido desde la guerra. En 1900, la estadística registraba en Alemania dos millones de nacimientos al año, con una población de 56 millones. En 1927, con 63 millones, la cifra de nacimientos ha descendido a 1,2. De 35.6 por mil, ha bajado a 18.3 por mil. La guerra costó a Alemania, en capital humanos, aparte de las pérdidas del campo de batalla y del hambre de la retaguardia, la pérdida invisible de los 3,5 millones de hombres que habrían debido nacer. “Monde” de París toma estos datos de una interesante obra publicada recientemente en Alemania, sobre la materia, con el título de “El descenso de la natalidad y la lucha contra él”.
Como se sabe, uno de los objetivos centrales de la política fascista es el aumento de la población. Italia ha sido, tradicionalmente, un pueblo prolífico. El desequilibrio entre su crecimiento demográfico y sus recursos económicos, la constreñía a la exportación de una parte de su fuerza de trabajo. Mussolini considera el aumento de la población como el elemento decisivo del porvenir de Italia. 45.000.000 de hombres no pueden soñar con imponer su ley al mundo. No se concibe el resurgimiento de Roma imperial con las cifras demográficas actuales. El fascismo, entre otras batallas pacíficas, se propone ganar la batalla de la natalidad.
Pero, como dice Nitti, "no se concibe nada más absurdo". Es imposible regular la natalidad con discursos y decretos. El impuesto al celibato, no decide a los solteros, en tiempos de carestía y desocupación, a crecer y multiplicarse. Nadie se casa por evitar la tasa. "No conozco a nadie que haya tenido hijos bajo la sugestión del gobierno", anota burlonamente Nitti.
Las cifras estadísticas denuncian el fracaso de la política fascista en este embrollado terreno. En 1922, había en Italia 32,2 nacimientos por 1000 habitantes; en 1927, ha habido solo 26,9. La baja se ha acentuado en 1928.
La Europa occidental, en la post-guerra, como en la guerra, se despuebla. La estabilización capitalista no ha logrado el equilibrio en este aspecto de la producción y la economía. Un poco despechadamente, la Europa capitalista constata, con las cifras demográficas en las manos, que en la URSS no obstante la guerra, el hambre, el terror, etc., la política soviética acusa distintos resultados. Ni el bolchevismo ni el divorcio libérrimo, ni el aborto legal, ni la nueva moral de los sexos, han tenido las consecuencias que en la Europa occidental la nacionalización, el fascismo, etc.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Georges Clemenceau

Entre los retratos que del primer ministro de la Unión Sagrada nos ofrecen sus biógrafos y sus críticos, ninguno retorna a mi recuerdo con la insistencia de este esquema de León Blum: “Lo que hay de más apasionante y de más patético en aquel que se ha apodado el Tigre es el drama interior, el conflicto que sostienen en él dos seres. El uno, moral, está animado por un pesimismo absoluto, por la misantropía más aguda, más cínica, por la repugnancia de los hombres, de la acción, de todo. La habita un escepticismo espantoso. Lo obsede la vanidad de las cosas y del esfuerzo. I su filosofía íntima es la del Nirvana. El otro ser, físico, tiene por el contrario una necesidad desmesurada de acción, una devorante fiebre de energía, un temperamento de ímpetu, de ardor y de brutalidad. Así Clemenceau, desesperando de lo que hace a causa de la nada terrible que percibe al cabo de todo, es empujado por su actividad demoniaca a luchar por aquello de que duda, a defender aquello que secretamente desprecia y a desgarrar a quienes se oponen a aquello que él congenitalmente estima inútil. Creo sin embargo, que en el fondo de este abismo de escepticismo, hay en él un refugio sólido y firme como una rosa; su amor por la Francia”.
Este retrato atribuye a Clemenceau el mismo rasgo fijado en la célebre: “Ama a la Francia y odia a los franceses”. La antinomia entre los dos seres, que se oponían en Clemenceau, entre su razón pesimista y su vida operante y combativa, está sagazmente expresada, de acuerdo con el gusto stendhaliano de León Blum por lo psicológico e íntimo. Clemenceau era, sin duda, un caso de escepticismo y desesperanza en una vocación y un destino de hombre de lucha y de presa. Ministro de la Tercera República, le tocó gobernar con una burguesía financiera y urbana que se sentía seguramente más a gusto con Caillaux, el hombre a quien Clemenceau, implacable y ultrancista, hizo condenar. Las ideas, las instituciones por las que combatió le era, en último análisis, indiferentes. No asignó nunca a las grandes palabras que inscribió en sus banderas de polemista más valor que el de santos y de señas de combate. Libertad, justicia, democracia, abstracciones que no estorbaban, con escrúpulos incómodos, su estrategia de conductor.
Pero no se explica uno suficientemente el conflicto interior, el drama personal de Clemenceau, si no lo relaciona con su época, si no lo sitúa en la historia. La fuerza, la pasión de Clemenceau estaban en contraste con los hechos y las ideas de la realidad sobre la cual actuaban. Este aldeano de la Vandée, este espécimen de una Francia anticlerical, campesina y “frondeuse”, era un jacobino supérstite, inconvencional, extraviado en el parlamento y la prensa de la Tercera República. No entendió jamás, por esto, los intereses ni la psicología de la clase que en dos oportunidades lo elevó al gobierno. Tenía el ímpetu demoledor de los tribunos de la Revolución Francesa. En una Francia parlamentaria, industrial y prestamista, este ímpetu no podía hacer de él sino un polemista violento, un adversario inexorable de ministerios de los que nada sustancial lo separaba ideológica y prácticamente. Pequeño burgués de la Vandée, humanista, asaz voltairiano. Clemenceau no podía poner su fuerza al servicio del socialismo o del proletariado. El humanitarismo y el pacifismo de los elocuentes parlamentario de la escuela de Jaurés se avenían poco, sin duda, con su humor jacobino. Pero lo que alejaba sobre todo a Clemenceau del socialismo, más que su recalcitrante individualismo pequeño-burgués de provincia, era su incomprensión radical de la economía moderna. Esto lo condenaba a los impases del radicalismo. Clemenceau, no podía ser sino un “hombre de izquierda”, pronto a emplear su violencia, como Ministro del Interior, en la represión de las masas revolucionarias izquierdistas.
La guerra dio a este temperamento la oportunidad de usar plenamente su energía, su rabia, su pasión. Clemenceau era en el elenco de la política francesa el más perfecto ejemplar de hombre de presa. La guerra no podía ser dirigida en Francia con las hesitaciones y compromisos de los parlamentarios, de los estadistas de tiempos normales. Reclamaba un jefe como Clemenceau, este perpetuo viento de fronda ansioso de transformarse en huracán. Otro hombre, en el gobierno de Francia, habría negociado con menos rudeza la unidad de comando, habrían plan­teado y resuelto con menos agresividad las cues­tiones del frente interno. Otro hombre no habría sometido a Caillaux a la Corte de Justicia. La guerra bárbara, la guerra a muerte, exige jefes como Clemenceau. Sin la guerra, Clemenceau no habría jugado el rol histórico que avalora hoy mundialmente su biografía. Se le recordaría como una figura de la política francesa. Nada más.
Pero si la guerra sirvió para conocer la fuerza destructora y ofensiva de Clemenceau, sirvió también para señalar sus límites de estadista. La actuación de Clemenceau en la paz de Versalles es la de un político clausurado en sus horizontes nacionales. El tigre siguió comportándose en las negociaciones de la paz como en las operaciones de la guerra. El castigo de Alemania, la seguridad de Francia: estas dos preocupaciones inspiraban toda su conducta, impidiéndole proceder con una ancha visión internacional. Keynes, en su versión de la conferencia de la paz, presenta a Clemenceau desdeñoso, indiferente a todo lo que no importaba a la revancha francesa contra Alemania. "Pensaba de la Francia -escribe Keynes- lo que Pericles pensaba de Atenas-; todo lo importante residía en ella, -pero su teoría política era la de Bismark. Tenía una ilusión: -la Francia; y una desilusión- la humanidad; a comenzar por los franceses y por sus colegas". Esta actitud permitió a Francia obtener del tratado de Versalles el máximo reconocimiento de los derechos de la victoria; pero permitió a la política imperial de Inglaterra, al mismo tiempo, contar en la reglamentación de los problemas internacionales y coloniales con el voto de Francia. Francia llevó a Versalles un espíritu nacionalista; Inglaterra un espíritu imperialista. No es necesario aludir a otras diferencias para establecer la superioridad de la política británica.
El patriotismo, el nacionalismo exacerbado de Clemenceau -sentido con exaltación de jacobino- era una fuerza decisiva, poderosa, en la guerra; en una paz que no podía sustraerse al influjo de la interdependencia de las naciones de sus intereses, cesaba de operar con la misma eficacia. Hacía falta, en esta nueva etapa política, una noción cosmopolita, moderna, de la economía mundial, a cuyas sugestiones el genio algo provincial y huraño de Clemenceau era íntimamente hostil.
El amigo de Georges Brandes y de Claudio Monet, consecuente con el sentimiento de que se nutrían en parte estas dos devociones, aplicaba a la política, por recónditas razones de temperamento, los principios del individualismo y del impresionismo. Era un individualista casi misántropo que no tenía fe sino en si mismo. Despreciaba la sociedad en que vivía, aunque luchaba por imponerle su ley con exasperada voluntad de dominio. I era también un impresionista. No dejaba teorías, programas, sino impresiones, manchas, en que el color sacrifica y desborda el dibujo.
La fuerza de su personalidad está en su beligerancia. Su perenne ademán de desafío y de combate, es lo que perdurará de él. No lo sentimos moderno sino cuando constatamos que, sin profesarla, practicaba la filosofía de la actividad absoluta. En abierto contraste con una demo-burguesía de compromisos y transacciones infinitas, de poltronería refinada. Clemenceau se mantuvo obstinada, agresivamente, en un puesto de combate. Tal vez, en el trato del pionner norte-americano, del puritano industrial o colonizados, se acrecentó, excitada por el dinamismo de la vida yanqui, su voluntad de potencia. "En la política, obedeció siempre su instinto de hombre de presa. Entre los bolcheviques y nosotros decía este jacobino anacrónico- no hay sino una cuestión de fuerza". Contra todo lo que pueda sugerir la obra de su primer gobierno. Clemenceau no podía plantearse el problema de a lucha contra la revolución en términos de diplomacia y compromiso. Pero le sobraban años, desilusión, aversiones para acaudillar a la burguesía de su patria en esta batalla. Y, por esto, el congreso del bloque nacional y de las elecciones de 1919, después de glorificarlo como caudillo de la victoria, votó eligiendo presidente a un adversario a quien despreciaba su jubilación y su ostracismo del poder.
José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El tramonto de Primo de Rivera. La conferencia de La Haya. La limitación de los armamentos navales

El tramonto de Primo de Rivera
Con escepticismo de viejo mundano, no exento aún del habitual alarde fanfarrón, el Marqués de Estella prepara su partida del poder. El año 1930 señalará la liquidación de la dictadura militar, inaugurada con hueca retórica fascista hace seis años.
Estos seis años de administración castrense debían haber servido, según el programa de Primo de Rivera, para una completa transformación del régimen político y constitucional de España. Pero esta es, precisamente, la promesa que no ha podido cumplir. Después de seis años de vacaciones, no muy alegres ni provechosas, la monarquía española regresa prudentemente a la vieja legalidad. El proyecto de reforma constitucional, boicoteado por todos los partidos, ha sido abandonado. Primo de Rivera no ha podido persuadir al rey de que debe correr hasta el final esta juerga. El rey prefiere restaurar, con gesto arrepentido, la antigua constitución y los antiguos partidos. A este mísero resultado llega una jactanciosa aventura que se propuso nada menos que el entierro de la vieja política.
Unamuno puede reír del trágico-cómico acto final de esta triste farsa con legítimo gozo de profeta. Los que encuentran siempre razones para vivir el minuto, pensando que “lo real es racional”, declararon exagerada y hasta ridícula la campaña de Unamuno en Hendaya. El filósofo de Salamanca, según ellos, debía comportarse con más diplomática reserva. Sus coléricas requisitorias no les parecían de buen tono. Ahora quien da “zapatetas en el aire” no es el gran desterrado de Hendaya. Es el efímero e ineficaz dictador de España que, en el poder todavía, hace el balance de su gobierno frustrado. Sirvió hace seis a su rey y para una escapatoria de monarca calavera. I ahora su rey lo licencia, para volver a la constitucionalidad.
La dictadura flamenca del Marqués de Estella no ha cumplido siquiera el propósito de jubilar definitivamente a los viejos políticos. Los más acatarrados liberales y conservadores se aprestan a reanudar el juego interrumpido en 1923. Primo de Rivera es un jugador que ha perdido la partida. No jugaba por cuenta suya, sino por la del rey. Alonso XIII no le ha dejado al menos terminar su juego.

La conferencia de La Haya
La nueva conferencia de la Haya relega a segundo término a los diplomáticos de la paz capitalista. Esta vez es Tardieu y no Briand quien tiene la palabra a nombre de Francia. Mientras Tardieu exige la inclusión en el protocolo sobre el pago de las reparaciones de las sanciones militares que se adoptarán en caso de incumplimiento de Alemania, Briand prepara las frases que pronunciará en Ginebra, en el consejo de la Liga de las Naciones. Los propios delegados financieros pasan a segundo término. Tardieu necesita satisfacer el nacionalismo del electorado en que se apoya su gobierno. I hasta ahora, a lo que parece, los antiguos aliados de Francia lo sostienen. Briand ha quedado desplazado del puesto de responsabilidad. Tardieu engancha sus poderes en el ministerio que preside y en el que desempeña la cartera del interior. Negociador del tratado de Versailles, le toca hoy firmar el protocolo que pone en vigencia, ligeramente retocado, el plan Young para el pago de las reparaciones. Hace doce años, en Versailles, le habría sido difícil prever que el capítulo del arreglo de las reparaciones resultase tan largo. Tal vez, en sus previsiones íntimas de entonces, su propia ascensión a la jefatura del gobierno aparecía calculada para mucho antes de 1929.
El gobierno alemán, en visible crisis desde la renuncia de Hilferding, sacrificado al implacable director del Reichsbank, puede regresar seriamente disminuido en su prestigio a Berlín, si Tardieu obtiene en la Haya la suscripción de sus condiciones.

La limitación de los armamentos navales
En otra estación se encuentra el debate sobre la limitación de los armamentos navales de las grandes potencias. La conferencia de las cinco potencias vencedoras en la guerra mundial, -Estados Unidos, Gran Bretaña, Japón, Francia e Italia-, que se reunirá en Londres no cuenta con más base de trabajo que el entendimiento anglo-americano. Para arribar a un acuerdo de las cinco potencias, hace falta todavía concretar las reivindicaciones del Japón, Francia e Italia entre si y con el equilibrio y la primacía de las escuadras de la Gran Bretaña y Estados Unidos. El Japón aspira una proporción mayor de la que estas dos potencias le han fijado. Francia resiste a la supresión del submarino como arma naval. Italia reclama la paridad franco-italiana. Anteriormente, Italia era también favorable al submarino; pero conforme a los últimos cablegramas parece ahora ganada a la tesis adversa. En cambio, se muestra irreductible en cuanto al derecho a tener una escuadra igual a la de Francia. Este derecho, por mucho tiempo, sería solo teórico. Su uso estaría condicionado por las posibilidades económicas del país. Mas el gobierno fascista considera la paridad como una cuestión de prestigio. Un régimen que se propone restituir a Italia su rol imperial no puede suscribir un pacto naval que la coloque en un rango inferior al de Francia.
Francia, a su vez, sentiría afectado su prestigio político por la paridad de armamentos navales con Italia. Aceptar esta paridad sería consentir en una disminución de su jerarquía de gran potencia o convenir en la ascensión de Italia al lado de una Francia estacionaria no obstante la victoria de 1928. Tardieu no es el gobernante más dispuesto a este género de concesiones que podrían comprometer su compósita mayoría parlamentaria.
Las perspectivas de la conferencia son, por tanto, muy oscuras. No existe sino un punto de partida: el acuerdo de los Estados Unidos y la Gran Bretaña para dividirse la supremacía marítima. I, por supuesto, no es el caso de hablar absolutamente de desarme.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La ciencia y la política. El Dr. Schacht y el plan Young. La república de Mongolia

La ciencia y la política
El último libro del Dr. Gregorio Marañón, “Amor, Conveniencia y Eugenesia”, (Ediciones “Historia Nueva”, Madrid 1929), no trata tópicos específicamente políticos, pero tiene ostensiblemente el valor y la intención de una actitud política. Marañón continúa en este libro -sincrónico con otra actitud suya: su adhesión al socialismo- una labor pedagógica y ciudadana que, aunque circunscrita a sus meditaciones científicas, no trasciende menos, por esto, al campo del debate político. Ya desde los “Tres Ensayos sobre la Vida Sexual”, César Falcón había señalado, entre los primeros, el actualísimo significado político de la campaña de Marañón contra el donjuanismo y el flamenquismo españoles. Partiendo en guerra contra el concepto donjuanesco de la virilidad, Marañón atacaba a fondo la herencia mórbida en que tiene su origen la dictadura jactanciosa e inepta del general Primo de Rivera.
En “Amor, Conveniencia y Eugenesia”, libro que toma su título del primero de los tres ensayos que lo componen, el propio Marañón confirma y precisa las conexiones estrechas de su prédica de hombre de ciencia con las obligaciones que le impone su sentido de la ciudadanía. La consecuencia más nociva de un régimen de censura y de absolutismo es para Marañón la disminución, la atrofia que sufre la consciencia viril de los ciudadanos. Esto hace más vivo el deber de los hombres de pensamiento influyente de actuar sobre la opinión como factores de inquietud. “Por ellos -dice Marañón- me decido a entregar al público estas preocupaciones mías, no directamente políticas, sino ciudadanas; aunque por ello, tal vez, esencialmente políticas. Porque en estos tiempos de radical transformación de cosas viejas, cuando los pueblos se preparan para cambiar su ruta histórica -y es, por ventura, el caso de España- no hay más política posible que la formación de esa ciudadanía. Política, no teórica, sino inmediata y directa. Muchos se lamentan de que en estos años de régimen excepcional, no hayan surgido partidos nuevos e ideologías políticas renovadoras. Pero no advierten estos pesimistas que las ideologías políticas no se pueden inventar porque están ya hechas desde siempre. Lo que [se precisa son] los hombres que las encarnen. I los hombres que exija el porvenir [solo edificarán sobre conductas austeras y definidas. Esta y no otra es la obra de] la oposición: crear personalidades de conducta ejemplar. Los programas, los manifiestos, no tienen la menor importancia. Si los hombres se forjan en moldes rectos, de conducta impecable, todo lo demás, por si solo, vendrá. Para que una dictadura sea útil, esencialmente útil a un país, basta con que su sombra -a veces la sombra del destierro o de la cárcel- se forje esta minoría de gentes refractarias y tenaces, que serán mañana como el puñado de una semilla conservada con que se sembrarán las nuevas cosechas”.
No se puede suscribir siempre, y menos aún en el hombre de los principios de la corriente política a la que Marañón se ha sumado, todos los conceptos políticos del autor de “Amor, Conveniencia y Eugenesia”. Pero ninguna discrepancia en cuanto a las conclusiones, compromete en lo más mínimo la estimación de la ejemplaridad de Marañón, del rigor con que busca su línea de conducta personal. Marañón es el más convencido y ardoroso asertor de que la política, como ejercicio del gobierno, requiere una consagración especial, una competencia específica. No creo, pues, que la autoridad científica de un investigador, de un maestro, deba elevarle a una función de gobernante. Pero esto no exime, absolutamente, al investigador, al maestro de sus deberes de ciudadano. Todo lo contrario. “El hombre de ciencia, como el artista, -sostiene Marañón- cuando ha rebasado los límites del anónimo y tiene ante una masa más o menos vasta de sus conciudadanos -o de sus contemporáneos si su renombre avasalla las fronteras- lo que se llama “un prestigio”, tiene una deuda permanente con esa masa que no valora su eficacia por el mérito de su obra misma, limitándose a poner en torno suyo una aureola de consideración indiferenciada, y en cierto modo mítica, cuya significación precisa es la de una suerte de ejemplaridad, representativa de sus contemporáneos. Para cada pueblo, la bandera efectiva -bajo los colores convencionales del pabellón nacional- la constituyen en cada momento de la Historia esos hombres que culminan sobre el nivel de sus conciudadanos. Sabe ese pueblo que, a la larga, los valores ligados a la actualidad política o anecdótica parecen, y flotan solo en el gran naufragio del tiempo los nombres adscritos a los valores eternos del bien y de la belleza. El Dante, San Francisco de Asís, Pasteur [o Edison] caracterizan a un país y a una época histórica muchos años después de haber [desaparecido de la memoria] de los no eruditos los reyes y los generales que por entonces manejaban el mecanismo social. ¿Quién duda que de nuestra España de ahora, Unamuno, perseguido y desterrado, sobrevivirá a los hombres que ocupan el Poder? La cabeza solitaria que asoma sus canas sobre las barbas de la frontera; prevalecerá ante los siglos venideros sobre el poder de los que tienen en sus manos la vida, la hacienda y el honor de todos los españoles. Pero ese prestigio que concede la muchedumbre ignara no es -como las condecoraciones oficiales- un acento de vanidad para que la familia del gran hombre lo disfrute y para que orne después su esquela de defunción. Sino, repitámoslo, una deuda que hay que pagar en vida -y con el sacrificio, si es necesario, del bienestar material- en forma de lealtad a las ideas de clara y explícita postura ante la crisis de los pueblos sufren en su evolución”.

El Dr. Schacht y el plan Young
Los delegados de Alemania han tenido que aceptar, en la segunda conferencia de las reparaciones, el plan Young, tal como ha quedado después de su retoque por las potencias vencedoras. Esto hace recaer sobre el ministerio de coalición y, en particular sobre la social-democracia, toda la responsabilidad de los compromisos contraídos por Alemania en virtud de ese plan. El Dr. Schacht, presidente del Reichsbank, ha jugado de suerte que aparece indemne de esa responsabilidad. La burguesía industrial y financiera estará tras él, a la hora de beneficiarse políticamente de sus reservas, si esa hora llega. El sentimiento nacionalista es una de las cartas a que juega la burguesía en todos los países de Occidente, a pesar de que los propios intereses del capitalismo no pueden soportar el aislamiento nacional. La subsistencia del capitalismo no es concebible sino en un plano internacional. Pero la burguesía cuida como de los resortes sentimentales y políticos más decisivos de su extrema defensa del sentimiento nacionalista. El Dr. Schacht ha obrado, en todo este proceso de las reparaciones, como un representante de su clase.

La república de Mongolia
Cuando el gobierno nacionalista, revisando apresuradamente la línea del Kue Ming Tang despidió desgarbadamente a Borodin y sus otros consejeros rusos, [las potencias] capitalistas saludaron exultante este signo del definitivo [tramonto] de la influencia soviética en la China. El ascendiente de la soviética, la presencia activa de sus emisarios en Cantón, Peking y el mismo Mukden, eran la pesadilla de la política occidental. Chang Kai Shek aparecía como un hombre providencial porque aceptaba y asumía la misión de liquidar la influencia rusa en su país.
Hoy, después del tratado ruso-chino, que pone término a la cuestión del ferrocarril oriental, la posición de Rusia en la China se presenta reforzada. I de aquí el recelo que suscitan en Occidente los anuncios de la próxima creación de la república soviética de la Mongolia. La Mongolia fue el centro de las actividades de los rusos blancos, después de las jornadas de Kolchak en la Siberia. Empezó luego, con la pacificación de la Siberia y la consolidación en todo su territorio del orden soviético, la penetración natural de la política bolchevique en Barga y Hailar. En este proceso, lo que el imperialismo capitalista se obstina en no ver es, sin duda, lo más importante: la acción espontánea del sentimiento de los pueblos de Oriente para organizarse nacionalmente, que solo para la política soviética no es un peligro, pero a la que todas las políticas imperialistas temen como la más sombría amenaza.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

"Los que teníamos doce años", por Ernst Glaeser

Mientras el libro de Remarque es un retorno al tema del frente, y por tanto un esfuerzo para extraer de un filón explotado ya por sucesivos equipos de novelistas, desde Barbusse y Latzko a Dorguelés y Cendrars, algunas onzas de metal puro, en libro de Ernst Glaeser “Jahrgang 1902”, traducido al español con el título de “Los que teníamos doce años” y al francés con el de “Classe 1922”, enfoca la guerra desde un ángulo nuevo. No es, por cierto, la primera novela del retrofrente, de la retaguardia. Leyendo sus últimas páginas es ineludible el recuerdo de “El hombre es bueno” de Leonhard Frank. Pero la patética obra de Leonhard Frank, transida de la emoción del instante en que la guerra se transforma en la revolución, es un documento de una generación ya adulta. “Jahrgang 1902”, en tanto, es el testimonio de la generación a la que su edad preservó del enrolamiento y cuyo juicio de la historia y de los hombres se forma en el período 1914-18. De esta generación ha dicho André Chamsón que no tuvo mayores. Crece desvinculada de las que pelean en el frente, sin exceptuar la que alcanza solo las jornadas de 1918. André Chamson y Jean Prevost han escrito sobre la precoz experiencia política de esta juventud. El tema de ambos es la crisis de los años 1918-19. Pero no hacía falta la versión completa de una adolescencia transcurrida bajo el signo de la guerra. Los que tenían dieciocho años al pactarse el armisticio, se sentían prematuramente encargados de reconstruir Europa desde sus cimientos. Su temprana responsabilidad política era un apremio para la acción. Urgidos a decidir respecto al nuevo curso de la historia, no les era dado reconstruir morosamente cuatro años de insólita y dramática preparación para la vida. El testimonio sobre este período tenía que sernos aportado por los más jóvenes, por lo que en 1924 tenía apenas doce años.
En una ciudad francesa de provincia, no visitada por el hambre ni las bombas de los aviones, Raymond Radiguet pudo pensar que para su generación la guerra era algo así como unas largas vacaciones. El protagonista de “Le Diable au Coros”, a cubierto de toda penuria, es un pequeño “profiteur” del retrofrente. La guerra, que retiene en las trincheras a los hombres válidos, permite a los adolescentes de Gimnasio el lujo precoz de una querida, de una mujer casada, joven y bonita, gozada al amparo de cierto relajamiento bélico de los estudios y los hábitos. Era lógico que la guerra dejara en esta juventud, la impresión de unas vacaciones de las que guardaban, sobre todo, el registro de la anticipación de los placeres adultos, saudade de un temprano acceso a la alcoba de las casadas apetecidas vagamente desde los primeros presentimientos de la pubertad.
El sentimiento de la generación de Glaeser, de los que tenían doce años, se resume en esta frase “La guerra -ce sont nos parents...” “La guerra -son nuestros padres...” La clase de 1922 se siente extrañada y distinta de las que aceptan y hacen la guerra.
Toda su educación no se había propuesto, sin embargo, otro objeto que el de asignarle una misión en una Alemania imperialista y victoriosa. Glaeser nos presenta a los pequeños protagonistas de su novela a la hora de la instrucción militar en que el Dr. Brosius, antisemita, pangermanista, en cuyas mejillas “se inflaman de cólera las cicatrices de los duelos estudiantiles” ensaña a su severidad en los ejercicios con León Silberstein, débil y dulce judío, tuberculoso. Una política rastacuera y megalómana tiene condenado a un ocio señero al padre de Fred, el Comandante rojo, de quien Glaeser nos dice: “Herr von K. era netamente conservador, aunque muy cultivado. Y esta sola circunstancia bastaba para convertirle en adversario decidido de Guillermo II, que se apoyaba para gobernar en una burguesía semiculta y en la ideología irreal de unos cuantos profesores, y que prometían la hegemonía del mundo a un pueblo que no tenía siquiera gusto para vestir bien y comer con cierto esmero”. El padre del protagonista, funcionario de estricta psicología pequeño-burguesa, vagamente irritado contra la subversión de las relaciones entre las clases, espero un castigo de Dios, acaso una guerra, ante un episodio de sabotaje. Y un colega suyo se la augura: “Sería grandioso. Sería un fortalecimiento magnífico para nuestra nación, después de tanto tiempo de podrirnos en la molicie de la paz”. Con este sentimiento solo contrastaba el beato pacifismo del Dr. Hoffman, social-demócrata, enemigo de la violencia, que no podía dudar de la solidaridad internacional del proletariado.
Glaeser describe con fuerza insuperable el ambiente de una ciudad alemana en los días de la declaratorio de la guerra. Fresco aún el episodio del sabotaje obrero y de la condena del social-demócrata Kremmelbein, la unión sagrada borra los confines entre los partidos. Kremmelbein, obrero de análisis meticuloso y frío en la apreciación de los factores de la historia, presta ahora crédito absoluto a la afirmación de que se trata de una guerra de defensa nacional. Alemania no duda de su victoria. Una embriaguez bélica, contagiosa, irresistible, se opone a todo razonamiento. La lucha de clases se somete a una tregua. Kremmelbein y el nacionalista Brosius fraternizan. Y son el mismo espíritu se sigue el desarrollo de la primera etapa. La decepción no empieza sino cuando la ilusión de una marcha victoriosa por Occidente se desvanece, para ceder su puesto a la realidad de la guerra de trincheras, implacable y tremenda.
Pero el novelista no separa en ningún momento esta descripción de la guerra en la retaguardia de la historia de su protagonista. El proceso de una adolescencia en la que el elemento sexual ocupa un lugar que en estos tiempos de freudismo a nadie le parece excesivo, se enlaza y confunde con el proceso de la guerra. Glaeser nos ofrece la versión más viviente y sincera de la vida de un adolescente. Bajo este aspecto, su novela se emparenta lejanamente en la literatura con “El Diario de Kostia Riatzeb”. Glaeser no hace hablar sino a los hechos. Pero, cuando intercala en su relato una observación, tiene el acierto de esta: “En el concepto escolástico que las personas mayores se han formado de los niños hay un prejuicio fatal y es el de su primitivismo”. No se concibe que el niño organice especulativamente sus pensamientos, que proceda sistemáticamente, con arreglo a un plan y proponiéndose un fin; que calcula, tantee, observe, posea una lógica interior y una manera propia de argumentar. Y muchas veces los niños no tienen ya nada de “inocentes”, sino que son refinados en sus métodos como personas mayores. Lo que ocurre es que el niño, a diferencia de los grandes -y en esto consiste su inocencia- no viste y disfraza con ropajes de moralidad sus actos y sus sentimientos, sino que ejecuta sin el menor pudor todas las porquerías y crueldades que se le ocurren. Su desamparo consiste en no saber valerse todavía de esos recursos que permiten a los grandes dar un nombre justificativo a sus acciones más ruines.”
Distinta de la de Remarque, esta generación enjuicia, mucho más lúcidamente, las responsabilidades de la guerra. No se siente, además, deshecha, anonadada, vencida. Tiene una necesidad absoluta de acción y de fe. Algunos escritores de la Alemania contemporánea la creen demasiado sensual, mecanizada y deportiva, desprovista de aptitud creadora. Glaeser defiende a su generación, fuera de su libro, contra esta crítica pesimista. Los que en 1912 tenía doce años no quieren que su experiencia sea estéril.

José Carlos Mariátegui La Chira

Las novelas de Leonhard Frank: Karl y Ana

I: Karl y Ana
¿Por qué no hablar de “Karl y Ana”, de Leonhard Frank, a propósito de los libros de guerra alemanas? “Karl y Ana”, novela y drama, no es catalogable entre los libros de guerra. Pero como “Siegfried” de Giraudoux, obra con la que se emparenta lejanamente en la historia “Karl y Ana” no podía haber sido escrita sin la guerra. Mi intento de lograr una interpretación poco heterodoxa del caso del profesor “Canella”, corresponde a los días en que leí “Karl y Ana”. Yo buscaba entonces la explicación de este caso, tan indescifrable para la policía Italiana, en la novela de Giraudoux, aunque no fuera sino para decepcionar a las que no creen que yo pueda entender sino marxistamente, y, en todo caso, como una ilustración de la teoría de la lucha de clases “L’apres-midi d’un faune” de Debussy. “Karl y Ana” me confirmaba en la sospechada de que Sigfried era el primer espécimen de una numerosa variedad bélica.
Leonhard no tiene todavía en el público hispano-americano la popularidad que con un libro ha ganado Erich María Remarque. No pienso que esto sea debido exclusivamente a la magnífica maquinaria de réclame de Ullstein cuyo perfecto funcionamiento aseguró a “Sin Novedad en el Frente” un tiraje de 600.00 ejemplares en Alemania. De Leonhard Frank no se ha traducido al español sino una de sus primeras novelas “La Partida de Bandoleros” (Editor Galpe, Traductor Manuel Pedroso). Se trata, sin embargo de uno de los más grandes novelistas de lengua alemana.
El de “Karl y Ana” es generalmente clasificado como un caso pirandelliano. El problema psicológico podría hacer sido del gusto del autor de “Cada uno a su manera”. Pero no se define nada cono colocar “Karl y Ana“ bajo el signo de Pirandello y Freud. Leonhard Frank emplea en esta novela -trasladada con gran fortuna a la escena- la más estricta técnica freudista: verbigracia en la descripción de los sueños. Puede ser que con esto tengan que ver algo Zurich y Viena, ciudades que lo han familiarizado con el psicoanálisis. Pero la realización artística en esta novela, como en todas las suyas, no debe nada a Pirandello ni a Freud: es toda de Leonhard Frank. Pirandello no habría podido dar a “Karl y Ana” ese clima poético, ese todo lírico que Frank obtiene con tan espontáneo don. Karl y Ana habían tenido, en una obra pirandelliana, ese acento de befa y de caricatura de que Pirandello, profundamente italiano en su filiación de autor para marionetas, no puede prescindir. Leonhard Frank emplea, en cambio, en la creación de estos personajes, los matices más puros de la ternura.
Karl y Richard, dos soldados alemanes prisioneros de los Rusos desde el comienzo de la guerra pasan cuatro años en un campo de concentración. Los dos son obreros, los dos tienen la misma edad, la misma talla y la tez morena de los metalúrgicos. Los diferencia el estado civil y la experiencia amorosa. Richard es casado. Hacía poco había desposado a una sólida, intacta y hacendosa muchacha de veintitrés años y se había instalado con ella en un pequeño departamento en la ciudad, cuando la guerra lo llevó al frente oriental. Karl y Richard, durante el verano, labran la tierra. Leonhard Frank nos ahorra la descripción de sus inviernos. Podemos imaginarlos como una larga y aburrida velada en la que las fantasías, los deseos y la sangre de los soldados carecen totalmente de estimulantes. El invierno en una “isba” del confín de la Rusia europea deben ser para dos obreros de usina, jóvenes y ardientes, una morosa noche polar en la que se congelan todos los recuerdos. En primavera, con el deshielo, empiezan a fluir de nuevo. Pero únicamente en verano, el olor y la temperatura de la tierra asoleada les devuelven toda su potencia. Richard, en este tiempo, no ha pasado de hablar a Karl de su mujer. Le ha contado toda su vida con ella. Le ha hecho de ella un retrato meticuloso, al que una evocación animada por el deseo ha dado una plasticidad perfecta y excitante. Poco a poco, Karl ha ido interesándose por esa mujer hasta enamorarse de ella. La ausencia de Ana llena la vigilia y el sueño de los dos hombres. Los dos sientes la nostalgia de su carne lozana, de su temperamento rescatado, de su belleza tranquila y modesta. Karl no ignora nada de Ana. Le basta cerrar los ojos para representársela exactamente. Richard se la ha descrito prolijamente hasta comunicarle agrandada su impaciencia por retornar a ella. Karl sabe que tiene el pecho muy blanco, las caderas y el vientre algo morenos como el cobre claro. El departamento, el menaje le eran también familiares. Sabía cuándo y cómo Richard había comprado cada uno de los enseres. Los muebles habían sido adquiridos a plazos y Ana debería haberse impuesto muchas economías y muchas fatigas para pagarlos. Una ausencia de cuatro años y una camaradería de guerra en la frontera de Asia revelan a un prisionero de toda reserva pudorosa, acerca de su esposa y de su hogar. Karl sabía que el atizador tenía un mango de cobre y Ana “tres pequeños lunares brunos como terciopelo”.
Con el cuarto verano, la confidencia había agotado sus secretos. La nostalgia de los dos prisioneros estaba en su grado extremo de intensidad. Expedido Richard con varios prisioneros a otro lugar, Karl se fuga del campo de concentración. Lo lleva a Alemania el deseo de Ana, la mujer de Richard. No se propone conquistarla con una farsa. “Su naturaleza estaba nostálgicamente tendida hacia un ser para el cual él podía ser la vida y que podía también ser la vida para él. Tenía el mismo oficio, la misma talla, el color de los cabellos y de los ojos, en tinte oscuro propio de los obreros metalúrgicos y aún, como Richard, las cejas particularmente tupidas y arqueadas; pero Karl no recordaba esto sino de manera superficial. Conocía el pasado de Ana acerca de Richard con detalles tan exactos como si lo hubiera vivido. Estaba pleno de esta mujer. Ella se había transformado, en su imaginación, en el país natal, en aquello que todo ser busca al lado de otro ser. Él la amaba”. Y, cuando llega donde Ana, este sentimiento hace invencible y natural su presencia, su entrada en una intimidad de la que nada ignora. Karl ha tomado de Richard, en su luengo coloquio, algo que no es solo psíquico sino físico. Era tan fuerte y vital el sentimiento que lo ponía delante de esta mujer, que Ana no podía resistirle. La escena de este encuentro, de tan rápidas transiciones psicológicas, está escrita con la maestría única de Leonhard Frank. Nada nos sorprende en el desenlace. Todas las palabras, todos los gestos corresponden a los que una profunda intuición nos hace esperar.
“¿Y bien Ana, no me crees?... Y yo que no conozco sino a ti en el mundo... Sobre su sonrisa pasó la corriente cálida de la vida, todas las desgracias y todas las venturas; y la mentira se convirtió para él en la verdad cuando agregó: “Tú eres mi mujer”. Ana sabía que este hombre no decía la verdad y al mismo tiempo presentía en sus palabras un sentimiento verdadero. Con las manos cruzadas sobre el pecho estaba ahí desamparada, puesto que el extraño estaba sentado sobre la silla, no le era absolutamente extraño”.
Una carta de la administración militar había comunicado a Ana que Richard había muerto el 4 de setiembre de 1914. Karl podía destruir esta prueba débil y formal con la convicción serena del que posee la verdad. Cuando en Ana se revelaba tímidamente la razón, el desembarazo y la soltura con que este hombre, impregnado de su intimidad, se movía en su presencia y reconocía todos los objetos, contenía y relajaba su reacción. Dos elementos se combinaban y se alteraban en a función de ambos destinos. Karl no tenía el propósito de triunfar de la resistencia de esta mujer por la simulación. Pero, cuando ella recordó con amor a su marido, a quien no había podido olvidar, los celos se apoderaron de Karl, que empezó a mentir de una manera consciente “empujado por el miedo de perder a esta mujer que creía ya conquistada”.
Karl ocupa sin violencia el lugar de Richard. Todos los impulsos vitales de Ana se rebelan de golpe contra su larga soledad. Karl la conquista con un amor, que en parte es el de Richard. Karl y Ana se aman. Para los vecinos, él es Richard que ha regresado. Y cuando toda ficción es ya innecesaria entre los dos, la verdad de su amor basta para unirlos definitivamente. El regreso de Richard no puede ya nada contra este vínculo de carne y espíritu.
Pero no es sólo en el Siegfied moderno, inverosímil y humorístico de Giraudoux con el que Karl nos hace pensar por abstracta asociación de casos post-bélicos. Benjamin Cremieux se remonta, -en una crítica de “La Nouvelle Revue Francaise” sobre la pieza teatral hasta el Siegfried mitológico. Piensa, asistiendo al drama de Karl, en el más antiguo y clásico Siegfried germano. “Bajo su aspecto modesto y despojado bajo el feldgrau de Karl, percibo a Siegfried -escribe- y esta Ana que él viene a buscar al fondo de la humilde cocina es Brunhilda. El duo del amor que canta es el de Tristán e Isolda y Richard es un irrisorio rey Manrique que ha vertido a Karl en palabras el filtro del amor. Es toda la profunda Germania la que viene a nosotros una vez más, la Alemania a la vez sobrehumanamente pura y espesamente, cósmicamente animal”.

José Carlos Mariátegui La Chira

El Burgués

La novela de la guerra alemana, en boga en nuestros días, no será nunca inteligible en todos sus detalles a los lectores que conozcan mal la psicología de la burguesía de la Alemania contemporánea. Leonhard Frank, autor de uno de los primeros libros de guerra, nos puede servir de guía en uno de los sectores de esta indagación. Su novela “El Burgués” es una de sus obras maestras, tiene las más genuinas cualidades de biografía espiritual, de croquis psíquico de la burguesía alemana en su edad crítica.
No es esta una burguesía balzaciana, de franceses de sangre impetuosa y juicio equilibrado; no es una burguesía ibseniana de protestantes heroicos y mujeres apasionadas. Jurgen Kolbenreiher tiene un vago pero cierto parentesco con Jimmy Herf, el protagonista de “Manhattan Transfer”. El burgués novelesco, el burgués espécimen de nuestra época, no es el conformista, el normal, que cumple su misión capitalista de acumulación con perfecta salud moral y seguro equilibrio físico. Este género enrarece, a medida que se acentúa el declinio de la burguesía. La literatura, al menos ha agotado casi la descripción de sus variedades. Tenemos millares de acabadas biografías de industriales, banqueros, funcionarios que emplean sin drama interior su voluntad de potencia. La burguesía en tanto es cada vez menos dueña de su propio espíritu. Están muy relajados los resortes de su mecanismo mental. Le es humanamente difícil retener en sus rangos a los individuos de mayor impulso. Una clase que ha cumplido su misión histórica, y a la que ninguna empresa heroicamente creadora promete ya su futuro, no dispone de los elementos intelectuales y psicológicos necesarios para preservarse de una superproducción de “no conformistas”. El “no conformismo” en tiempos de regular crecimiento capitalista, prestaba a la salud burguesa servicios de reactivo. Tenía por objetos estimular su energía moral e intelectual como una secreción excitante. Henry Thoreau, rebelándose con extremo individualismo contra el pago de impuestos, no pone mínimamente en peligro el equilibrio de una sociedad liberal y puritana; es un signo de vitalidad y de juventud de individualismo de la futura democracia de Roosevelt y Hoover.
Jurgen Kolbenreiher, en el comienzo de la novela, es un tímido alumno de liceo que, en el umbral de una librería, con el dinero en las manos, no osa entrar a adquirir el volumen de filosofía que ha escogido en la vitrina. Sobre Kolbenreiher pesa una opresora educación burguesa que reprime todas sus inquietudes instintivas. Vigilan su adolescencia su padre, burgués implacable, y una hermana de este que exagera su ortodoxia de clase con rutina engañona de tía vieja y soltera. La gravedad contemplativa de Jurgen, su aire distraído, sus salidas heréticas disgustan y preocupan a su padre. Los Kolbenreiher pertenecen a una antigua familia burguesa que en el siglo XV dio a su ciudad un burgomaestre. La inquietud absurda de Jurgen, adolescente de optimismo prematuramente insidiado por la filosofía atenta contra una sólida tradición de adustos negociantes. El viejo Kolbenreiher ha decidido dedicar a su hijo a una carrera administrativa. Un joven de buena familia, inepto para los negocios, no puede aspirar a otra cosa. Jurgen será un pequeño juez de provincia, de humor oscuro y descontento. Para la tía, tutora de Jurgen a la muerte de su padre, esta es la más sagrada de las disposiciones testamentarias. La tía se impone la tarea de velar por la educación de Jurgen de modo que nada lo desvía de su destino de juez de paz. A esta tarea se consagra con el mismo rigor monótono que al crochet y a la administración de sus fincas y valores.
Leonhard Frank sigue en páginas sagaces y concisas el curso de esta adolescencia torturada y difícil. Podría ensayarse útiles confrontaciones entre la adolescencia de Jurgen Kolbenreiher y la del protagonista de Ernst Glaesse. Leonhard Frank desde “La Patria de Bandoleros” se revela biógrafo extraordinariamente penetrante de la juventud alemana. Todo lo que la pedagogía seca y ciega de una tía soltera y rígida, fiel a su tradición burguesa, puede hacer por deformar y anular un alma adolescente, está reflejado en el relato de la juventud de Jurgen. Juventud ensombrecida por la larga e inexorable pesadilla de su conflicto con esta educación de punto crochet que se propone aprehenderlo en propia individualidad.
Jurgen se revela contra esta tía, que intenta dictar a su existencia una regla y un horario estrictos, fijar sus horas de sueño, proscribir poco a poco de sus lecturas y de su ocio la filosofía y los ideales. Pero la rebelión contra la tía y su horrible crochet cotidiano no es posible sino como rebelión contra todo el orden social que representa esta vieja, sus principios y sus casas de alquiles. Jurguen no puede emanciparse de su gris destino de juez de paz y de parsimonioso administrador de su renta, sin emanciparse de toda la tradición de los Kolbenreiher. Desde el liceo, Jurguen se había preguntado ¿Por qué el mejor alumno de su clase, por ser hijo de un cartero, impedido por su pobreza de continuar sus estudios, tendría que empujar una carretilla de mano o recoger boñiga de la calle? ¿Por qué, desde los catorce años hasta su muerte, los mil setecientos obreros del señor Homes, están obligados a trabajar de la mañana a la tarde en su fábrica de papel, mientras millares de muchachos y muchachas que trabajan poco o nada, que se visten bien y se cuidan, pueden pasearse todos los días? Jurguen se había planteado la cuestión de la desigualdad social a sus interrogaciones cuando su impulso centrífugo lo lleva al estudio del ingeniero socialista, licenciado de la fábrica de uno de sus condiscípulos, por sus principios subversivos. El ingeniero es el líder del movimiento socialista local. Jurgen asiste a las reuniones obreras. En las asambleas, en la redacción del periódico socialista halla a Catherine Lenz, otra rebelde de su generación y de su clase, que ha roto con su familia y ha abandonado su hogar para vivir según su propio sentido de la vida. Jurgen deja también su casa y sus odiosos deberes. Conoce la ventura de amar a una mujer que siente y piensa como él, se une a Catherine, más fuerte, más neta que él, heroína modesta y anónima, de la fuerte estirpe de Rosa de Luxemburgo y de Larissa Reisner. Y ya no le será posible olvidar en su vida “esa mañana en que por la primera vez, ha sentido la tranquila seguridad de no estar ya violentado por nada extraño a él y de ser el amo absoluto de su vida sentimental”.
Pero Jurgen no es sino un joven idealista, en el que las raíces de su clase no pueden desaparecer fácilmente. Para militar gozosa y perseverantemente en el movimiento socialista le falta la disciplina del obrero, confinado desde su origen dentro de los límites de su existencia proletaria. Le falta la voluntad firme, el instinto seguro de Catherine Lenz. Jurguen no resiste a la dura prueba de la miseria y la estrechez de una vida de agitador. Es, en el fondo, un egocéntrico, un romántico que no puede imaginarse sino de protagonista de una escena brillante. Su lastre sentimental le impide darse hasta el fin a su nuevo destino, forjarse una nueva existencia como Catherine. Sus más secretos impulsos lo conminan a la deserción, a la fuga. Por esta vía llega a una tentativa de suicidio. En el instante decisivo, se aferra a la vida. Pero desde ese instante se inicia a su retorno a cuanto ha abandonado; bienestar, confort. Una condiscípula de Catherine, inteligente, hermosa, sin prejuicios, rebelde también a su manera, que lo ama acicateada por un sentimiento de curiosidad y admiración, es una tentación a la que inconscientemente sucumbe. Desesperado, después de una escena dolorosa con Catherine busca fugitivo la muerte en los rieles de un tranvía. Cuando se despierta, dos días más tarde, en la alcoba de su tía, vendadas la cabeza y las piernas, Elisabeth, la hija del banquero, vela a su cabecera.
Es así como Jurgen regresa a la existencia a la que ha querido escapar. Ya no será juez de paz. Su rebelión ha tornado a la tía complaciente. Se casará con Elisabeth y reemplazará a su suegro en la banca. Transcurren algunos años. Pero Jurgen no logra ya restituirse, reintegrarse espiritualmente a la clase de la que en su época romántica y juvenil ha desertado. Ni Elisabeth ni los placeres, ni su colección de objetos de arte, bastan a su equilibrio espiritual. Elisabeth es una mujer egoísta y banal que lo engaña para distraerse del aburrimiento de una existencia burguesa. Y, poco a poco, el joven Jurgen reivindica sus derechos, retorna a su vez exigente y acusador. El conflicto entre los dos Kolbenreiher estalla violento, implacable. El banquero Kolbenreiher confronta su caso con el de las gentes que la circundan. “No importa -se dice- el hecho es que sin objeto, sin idea, sin razones de existencia, yo no puedo continuar viviendo. No puedo soportarlo. Es un estado simplemente intolerable. Es en esto que tú te distingues del burgués puro. Este soporta admirablemente tal estado. ¿No es su objeto poseer, poseer, poseer, poseer siempre más? Y él se mantiene generalmente en buena salud. ¿Cómo puede un hombre renunciar a existir hasta el punto de aceptar necesariamente un destino como el que la vieja tía ha soñado siempre para el último Kolbenreiher? La explicación es fácil: “Más del noventa y nueve por ciento de sus contemporáneos que charlan incesantemente sobre el “alma” no son absolutamente incomodados por la suya”. Este conflicto empuja a Kolbenreiher con velocidad vertiginosa hacia la locura. ¿No está ya loco el banquero Kolbenreiher? Ninguno de sus familiares lo duda, al escucharle frases incoherentes, frases absurdas como esta: “Mi villa, mis tres inmuebles de alquiler, toda mi cartera, mi situación, mi crédito, la consideración de que yo disfruto, os doy todo a cambio de esto: yo”. Su vecino, un anticuario sonríe: “Compra de ideales bien conservados. Estilo Luis XVI”. Jurgen huye. Viaja desatentada, desesperadamente, en busca de su yo perdido. Parece que la última estación de su vida va a ser la locura. Los manicomios del siglo veinte albergan muchos Jurgen. Pero Jurgen recorre al final de este viaje, al camino de su primera evasión. Se encamina al barrio de los obreros. Entra al local, donde escuchara en su juventud al ingeniero y donde escuchara a sí mismo, razonando marxistamente. En la puerta, un adolescente de 14 años ofrece a Jurgen un folleto.
“¿Quién habla esta tarde?”
“Mi madre, la camarada Lenz”.
“... Temblando, él mira al hijo de Catherine, cuyo exterior recuerda exactamente al alumno de liceo Jurgen, que, delante de la librería, no tenía valor de entrar a comprar el volumen”.
Leonhard Frank no hace propaganda. Su novela es una pura creación artística. La emoción de su relato no suena jamás a falso. Y todo transcurre en ese tiempo alucinante, suprarrealista, poético, de sus novelas tan densas de humanidad, de misterio.

José Carlos Mariátegui La Chira

Un libertino, por Hermann Kesten

No es solamente libros de guerra lo que se traduce actualmente en la literatura alemana que -con el otorgamiento, a Thomas Mann, del Premio Nobel-, va a entrar seguramente en un período de activa exportación. Exportación: el término usualmente comercial no es impertinente. Durante la post-guerra, la literatura, como la industria de Alemania, ha renovado su instrumental y revisado su técnica.
“Un Libertino”, la novela de Hermann Kesten, -que aparece en las Ediciones Cenit, traducida por Fermín Soto-, pertenece a un género del que no tiene aún muestras el público hispánico. Procede de uno de esos equipos de escritores revolucionarios que en Alemania profesan y sirven la idea de que la novela debe ser usaba como arma de ataque y de crítica antiburguesa. Estos escritores quieren emplear la literatura como George Grosz emplea el dibujo. Representan una tendencia literaria que corresponde espiritualmente a la tendencia artística de George Grosz, Heinrich Zille, Kaethe Kolwitz, etc.
Por ser una literatura absoluta de post-guerra, esta literatura no puede por lo general eludir el hecho de que arrancan sus raíces: la guerra. Y, bajo cierto aspecto, “Un Libertino” de Hermann Kesten es también, al menos en sus últimos capítulos, un libro de guerra. El protagonista, José Bar, fuga de su país, Alemania, en 1914, para vivir en el extranjero como un hombre libre. Y la guerra lo sorprende en el país en que se ha refugiado, Holanda, donde resuelve, más obstinada y pragmáticamente que antes, permanecer, protegido contra sus obligaciones militares. “Un Libertino” es, pues, desde este punto de vista, la historia de un desertor; y lo es doblemente porque José Bar no solo rehusa acudir al llamamiento de su clase militar, sino que al mismo tiempo se rebela contra los intereses y los mandatos de su clase social. Si un anónimo nos ha dado en “Chinster” la historia del emboscado, del hombre que asiste a la guerra desde el retrofrente, Hermann Kesten en “Un Libertino” nos presenta el caso de un expatriado que se niega a regresar a su país para cumplir un deber que repudia.
José Bar en 1914 no es todavía teórica y prácticamente un revolucionario. Es solo un “revolté”, un rebelde, un disidente, un evadido: “José -dice el relato- era un individualista empedernido. Y este individualismo empecatado impedíale sentir la sagrada emoción que animaba en aquella hora a cientos de millones de hombres, no le dejaba reconocer la bondad ni la necesidad de la guerra, ver siempre en el enemigo el ilegítimo agresor y en la llamada patria el asilo de toda virtud moral; era tan ciegamente individualista que pensaba que la basura olía en todas partes mal, lo mismo en la patria propia que en la del enemigo; que la guerra se hacía pura y exclusivamente para conquistar riqueza y poder: que no eran más que modos de adquirir, cuando no pretextos hábilmente preparados para deshacerse en grandes cantidades, y a fantásticos precios, de las existencias acumuladas en los almacenes de los fabricantes de cañones o de paños para el ejército; que las guerras eran puras especulaciones bursátiles, operaciones aduaneras, transacciones bancarias, combinaciones para pescar ascensos, maniobras industriales o intrigas ministeriales, en una palabra, una estafa puramente privada de unos cuantos imbéciles y especuladores ambiciosos y ávaros”.
La novela de Kesten, a la que mejor conviene la clasificación genérica de relato, por descarnada y esquemática, es una sátira contra el individualismo de una juventud burguesa descontenta, insurgente. El protagonista de “Un Libertino” es, como el del John don Pasos en “Manhattan Transfer”, como el de Leonhard Frank, en “El Burgués”, un burgués idealista, centrífugo. Es un personaje diverso por el estilo, el ambiente, como lo exige el tono distinto de la obra; pero clasificable, por su procedencia y por su trayectoria, en la misma categoría.
Nada más dramático, tal vez, en nuestro tiempo, que el conflicto de estos hombres a quienes la burguesía no sabe retener en sus rangos, por descrédito de sus mitos y relajamiento de sus principios. Estos evadidos, estos prófugos, no son fácilmente asimilables por el socialismo y la revolución. Entre su rebeldía puramente centrífuga, atómica y la disciplina de la revolución proletaria, se interponen recalcitrantes sentimientos individualistas. Pero el proletariado recluta, frecuentemente, a sus más apasionados y eficaces adalides, en estas falanges de desertores. El libro de Kesten, que es una befa despiadada del individualismo burgués, consigna estas palabras: “La mayoría de los hombres consideran inmutable la suerte material de su vida; es curioso, pero es así. Al rico le ayudan a pensar de este modo las leyes hechas para él. Por su parte, los pobres, que viven fuera de las leyes, parecen comulgar en el credo religioso de la santidad de la pobreza. Este modo de pensar los hunde en la miseria y les impide remediarse ni remediar a los demás. No aciertan a unirse ni a meditar acerca de su situación. Sin los burgueses traidores a la causa de la burguesía, que se pasaron a las filas del proletariado, las masas obreras seguirían hoy casi tan ciegas como el primer día”. Conclusión excesiva de carácter polémico, como la frase de Lenin inscrita en la entrada de la obra: “La libertad es un prejuicio burgués”.
Esta es una literatura de guerra, de combate, producida sin preocupación artística, estética. No le interesa sino su eficacia como arma agresiva. Tal ves la traducción es algo premioso y dura; pero de toda suerte no hay duda de que al autor no le importa mucho la realización literaria de su idea. Y bajo este aspecto, esta literatura no es equiparable al dibujo de Grosz, en que el artista con los trazos más simples e infantiles se mueve siempre dentro de una órbita y una atmósfera de creación artística. La sátira pierde su alcance y su duración, si no está lograda literariamente. A la revolución, los artistas y los técnicos le son tanto más útiles y preciosos cuando más artistas y técnicas se mantienen.
Pero documentos como “Un Libertino” preludian y preparan, con todo, una nueva literatura. En este violento renunciamiento al indumento y a la carne artísticas, en esta desnudez de esqueleto, actúan la voluntad y los impulsos de un recomienzo.

José Carlos Mariátegui La Chira

El sargento Grischa, por Arnold Zweig

Arnold Zweig inauguró con esta novela la estación adulta de la literatura de la guerra alemana. Que su éxito editorial no haya igualado al de “Sin novedad en el Frente” de Erich María Remarque se explica claramente. No sucede solo que a este libro le ha faltado el lanzamiento de gran estilo de “Sin novedad en el Frente”. Arnold Zweig no nos muestra la guerra en las trincheras sino la guerra en la “etapa”. El escenario de sus personajes es ese variado y extenso territorio cruzado de rieles y alambres, donde se anuda y repara la malla terca de la beligerancia. El frente es más terrible y patético; pero es la periferia del complejo fenómeno guerrero. Tiene la dramaticidad de esas úlceras en que afloran a la epidermis enfermedades profundas. En la etapa funcionan los centros nerviosos de la guerra. Una novela que registra sus oscuros movimientos impresiona menos directamente al lector que una crónica animada y violenta de las trincheras.
Pero si al lector corriente, que devora la literatura de guerra con un interés un poco folletinista, le es más difícil seguir y apreciar a Arnold Zweig que a Remarque, el crítico literario reconoce seguramente en “El Sargento Grischa” una obra a la que corresponde con más propiedad la etiqueta de novela. Porque en “El Sargento Grischa” la guerra presta su fondo, su atmósfera, sus personajes a la obra; pero con estos materiales el autor construye un relato que se rige por las reglas de su propio e individual desarrollo. El drama de un soldado no es aquí una ventana para asomarse al espectáculo. El novelista no se entretiene completamente en el otro gran drama de las muchedumbres y las naciones. No hay en esta novela nada anecdótico ni ornamental. Únicamente entran en su desarrollo los personajes necesarios a su propio proceso. “El Sargento Grischa” obedece a la ley de su propia y personal biología. Tiene por esto el grado de realización artística de las obras arquitectónicas en que el estilo exento de postizos, desnudos, de recamos, no es sino un resultado de la armonía de los materiales y las proporciones. No se siente en la novela la intención de describir la etapa. Pero acaso por esto la describe más eficazmente. Todos los individuos, todos los hechos que Arnold Zweig nos presenta, del lado por el que tocan el destino del sargento Grischa Ilyitsch Paprotkin, están arrancados a la más cruda y honda realidad de la etapa. De esta zona compleja y profunda de la guerra, Andreas Latzko nos había dado quizás las primeras visiones en los hombres en guerra. Arnold Zweig nos guía por este intrincado tejido, donde en torno del cuartel general pululan, arrolladas por el tráfico inexorable de las órdenes superiores, criaturas que sufren y resisten la guerra, extrañas a su desenvolvimiento y a sus pasiones, con una obstinada voluntad de salvarse y sobrevivir. A través de este tejido pugna por abrirse paso el prisionero ruso Grischa, prófugo de un campo de concentración alemán, avanzado a ratos, enquistándose en un bosque, hasta caer en una plaza militar donde lo alcanza inexorable el poder del cuartel general.
Grischa ha abandonado el campo de concentración de los prisioneros empujado por el poder irresistible de evasión. En Rusia, la revolución promete la paz. Y Grischa no sabe vencer la nostalgia de regresar a su aldea, donde lo aguardan su mujer y una niña. Se refugia por algún tiempo, en un bosque donde otros prófugos rusos viven una existencia peligrosa de tejones. Y ahí conoce una mujer, campesina rusa también, cuyos cabellos se han puesto blancos en un instante de intensa tragedia en que asistió al fusilamiento de su padre y sus hermanos; pero que conserva aún ternura, bastante para alegrar el descanso de un soldado joven. Para preservarlo de los riesgos de su viaje de prisionero prófugo, ella, la del destino trágico, le propone y transfiere una nueva identidad, la del soldado Byuschev. Puede usarla libremente puesto que Byuschev ha muerto. Pero esta identidad ajena pierde a Grischa. Prendido y juzgado, le corresponde como Byuschev una implacable condena de muerte. El tiempo que Byuschev ha vagado por territorio alemán, lo hace responsable del delito de espionaje. Grischa cree que podrá sacudirse de este destino, extraño, confesando su mentira. Lo mismo piensan cuantos lo rodean. Pero reconocido como Grischa Ilyitsch Paprotkin, nada puede librarlo ya de la sentencia. Nada ni el poder del general de división Otto von Lychow, antiguo tipo militar y aristócrata prusiano que Arnold Zweig retrata con simpatía y que, salvo la heterodoxia tiene algunos puntos de afinidad histórica con el “Comandante rojo” de Ernst Glaesser. El comandante general Schieffezanh, trazado con enérgicas líneas, decide que se cumpla con la condena. El duelo entre los dos poderes es obstinado; pero la ley de la guerra la condena ciega e injusta. I Grischa, que en su fuga, inexorable que en el frente, ha conocido a seres de acendrada humanidad, como ese Babka de cabellos blancos y carne aún joven, a la que deja un hijo, como el carpintero judío Tawje, acaba fusilado. En el instante en que disparan los cinco fusiles del pelotón en una extrema defensa, en una desesperada resistencia a la muerte, “su sentimiento vital, hace mucho tiempo sobrepujado y borrado del presente, se inflama, desde los cimientos del alma, por la certeza de haber salvado de la destrucción una parte de su ser. El germen primero, el potente plasma, saciado de haberes seguido dando en cuerpo de mujer a nuevas encarnaciones, arroja en él, en su cerebro, este pálido reflejo fiel, como una gota de lluvia refleja todo el cielo, y le da -a la manera del deslumbrado hombre de carne- el sentimiento de la perduración en el Yo, de la inmortalidad de su individualidad, que sin embargo está extinguida ya en este momento”.
Zweig, que tan admirablemente crea y anima a sus tipos de nobles y burgueses prusianos, de oficiales y enfermeras, y que escoge como protagonista de su novela a un soldado ruso, sobresale en los retratos de judíos. Extraordinarios, inquietantes, magistralmente logrados son los judíos de esta novela: Posnanski, Bertin, Tawje. Sobre todo ese humilde y bondadoso carpintero Tawje, típico espécimen de artesano hebreo de Polonia, transido de teología, lleno de piedad, que confronta de este modo el caso del sargento Grischa con las categorías i las imágenes de la Biblia. “He aquí un hombre que quiere volver a su hogar, huyendo de los extraños como Tobías (en cuya memoria el mismo se llama Tawje) que, de camino, ha caído a falsos consejeros como Absalón, que ha cometido el pecado de tomar nombre falso, casi como Abraham cuando dio a su mujer Sarah por hermana suya; pues el hombre no tiene su nombre al acaso, sino que lo ha recibido de las esferas del cielo. Después fue arrojado a la cueva, como José o Daniel y sentencia de muerte fue pronunciada sobre él como sobre Urías. Pero el señor le ha abierto la boca como a la burra de Balaam, y tornó a la verdad, lo mismo que Jonás; luego halló gracia como la halló Esther; el poderoso le escuchó benévolo; la pena de muerte pasó. Y una vez que todo esto ha quedado aparte, el pecado de cambio de nombre ha sido purgado; ahora ya sucederá algo nuevo”. Nada nuevo podía acontecer. Nada que no fuese la ejecución de la dura e injusta sentencia. Poco esto no se hallaba previsto en el Antiguo Testamento y escapaba de la sabiduría de Tawje, el carpintero.

José Carlos Mariátegui La Chira

Austria y la paz Europea

La llamarada súbitamente encendida en Viena, ha arrojado una luz demasiado inquietante sobre el panorama europeo que, -según las descripciones prolijas unas veces simplistas otras, de sus observadores- parecía ya reajustado por el trabajo de estabilización capitalista al cual están entregadas con alacre voluntad las naciones de Occidente desde que Alemania y Francia signaron el plan Daxes. Ahora resulta evidente que las bases de esa estabilización, destinada según sus empresarios a asegurar la pacífica reconstrucción de Occidente, son asaz movedizas y convencionales. Cualquiera de los problemas de la paz sin solución todavía, puede comprometerla irreparablemente. El problema de Austria, que acaba de hacerse presente, por ejemplo.
Este problema, a juicio de los optimistas, no había sido, ante todo, un problema económico, -nacido de la separación de Austria de los pueblos que antes habían compuesto juntos el Imperio de los Hapsburgos,- que la gestión sagaz del Caciller, Monseñor Seippel tenía prácticamente resulto con los créditos patrocinados por la Sociedad de las Naciones. Las dificultades subsistentes aún, se resolverían mediante convenios aduaneros con los Estados independizados, o por el gradual reactivamiento de la producción manufacturera.
En contraste completo con estas beatas conjeturas, los últimos sucesos de Viena demuestran que el proletariado austriaco no se siente demasiado distante de los días post-bélicos en que agitaba a las clases trabajadoras europeas un espíritu de violencia. Los teóricos de la democracia veían en esta violencia un mero fruto de la atmósfera material y moral dejada por la guerra. Es posible que en algunos casos episódicos haya sido acertado su diagnóstico; pero, en tesis general, hay que inclinarse que la violencia proletaria acusa factores más propios. La marejada de Viena no ha sido menos que ninguna de las que, sin obedecer a un plan de golpe de Estado, se produjeron en Europa, por estallido espontáneo, en los primeros años de la post-guerra.
El hecho de que su origen no haya sido un conflicto del trabajo sino una sentencia judicial estimada injusta, no atenúa en lo más mínimo el valor de este movimiento como síntoma del estado de ánimo del proletariado austriaco. Y, por otra parte, es imposible que a la creación de este estado de ánimo no concurran los resultados negativos de la obra que se creía más o menos cumplida por Monseñor Seippel en colaboración con los banqueros americanos y europeos. Todos los datos últimos de la economía austriaca denuncian la subsistencia de una crisis industrial a la cual no es fácil encontrar salida. Austria, pueblo principalmente industrial, carece de materias primas bastantes para la alimentación de su industria. Por la insuficiencia de su agricultura, tiene un fuerte déficit alimenticio. El desequilibrio entre la producción y el consumo mundiales, no le consiente esperar, de otro lado, un crecimiento salvador de su comercio extranjero. Estas cosas no las resuelven los créditos de la Sociedad de las Naciones.
Los días de Viena no son ya tan duros como aquellos de 1922 -y de julio precisamente- en que César Falcón y yo vimos caer hambrienta a una mujer en una acera del Ring. Pero el Estado austriaco continúa como entonces sin encontrar su equilibrio. La prueba, políticamente, en forma incontestable, el hecho de que el socialismo haya conservado integra, y tal vez acrecentada, su influencia sobre las masas. El gobierno de Monseñor Seippel ha tenido necesidad de la cooperación solícita del partido socialista para contener la insurrección. El próximo gobierno se constituirá, a lo que parece, con la participación de los socialistas.
El partido socialista que, con el partido cristiano-social encabezado por Monseñor Seippel, se divide la mayoría de los electores, tuvo en sus manos el poder de 1919 en 1920. Acomodó en ese período su político al mismo criterio reformista que la social democracia de Ebert y Scheidemann en Alemania. En su activo no se registra sino una alerta defensa y de las instituciones republicanas y un conjunto de leyes sociales y obreras. Del gobierno lo desalojaron los cristianos-sociales y los nacionalistas que ocupan el tercer puesto entre los partidos austriacos, aunque a buena distancia de los dos mayores. Pero, bajo el prudente gobierno de Monseñor Seippel, ha continuado influyendo, con una oposición más o menos colaboracionista, en la política gubernamental de este período. Y, si ahora se habla de su retorno al poder o de una segunda coalición con los cristianos-sociales, es porque la política de estos no ha sido capaz ni de realizar todo lo que prometió en el orden económico e internacional ni sustraer a las masas al dominio de los socialistas.
El socialismo austriaco no tiene, evidentemente, un criterio uniforme. Entre sus dos alas extremas, reformismo y comunismo -que forma un partido autónomo, pero que aplica a todas las luchas el método del frente único- no es probable ningún compromiso teórico. Parten de puntos de vista radicalmente opuestos. Otto Bauer, el famoso leader del partido austriaco, es uno de los teóricos máximos de la social-democracia. En esta posición, le ha tocado a lado de Kautsky y otros, sostener una polémica histórica con Lenin y Trotsky. El fracaso de la praxis social-democrática en Alemania, y en la misma Austria, después de la Revolución de 1918, no ha modificado la actitud de Bauer. No hay, pues, que sorprenderse de encontrarlo una vez más en abierto conflicto teórico y práctico con los comunistas de su país. Estos no constituyen un partido de importancia numérica, pero en cambio se mantienen estrechamente articulados con las masas obreras, de suerte que en cualquier momento propicio pueden ejercer sobre estas un influjo intensamente superior al que corresponde a su número.
Estos hechos eran, ciertamente, contrastable desde hace tiempo. Pero ha sido necesaria una llamarada formidable, políticamente visible a todos los pueblos de Occidente, para obligar a estos a considerarlos. El problema económico, político e internacional de Austria que, contra un tratado defendido tan celosamente por Italia y Francia, pugna por unirse a Alemania, [- ha recordado de pronto a los buenos y a los malos europeos lo artificial y deleznable de la paz y el orden de Europa].

José Carlos Mariátegui La Chira