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Sun Yat Sen

La revolución china ha perdido su más conspicua figura. En los mayores episodios de su historia, ocupó Sun Yat Sen una posición eminente. Sun Yat Sen ha sido el leader, el condottiere, el animador máximo de una revolución que ha sacudido a cuatrocientos millones de hombres.
Perteneció Sun Yat Sen a esa innumerable falange de estudiantes chinos que, nutridos de ideas democráticas y revolucionarias en las universidades de la civilización occidental, se convirtieron luego en dinámicos y vehementes agitadores de su pueblo.
El sino histórico de la China quiso que esta generación de agitadores, educada en las universidades norteamericanas y europeas, crease en el escéptico y aletargado pueblo chino un estado de ánimo nacionalista y revolucionario en el cual debía formarse una vigorosa voluntad de resistencia al imperialismo norteamericano y europeo. Forzada por la conquista, la China salió de su clausura tradicional, para, luego, reentrar mejor en sí misma. El contacto con el Occidente fue fecundo. La ciencia y la filosofía occidentales no debilitaron ni relajaron el sentimiento nacional chino. Al contrario, lo renovaron y lo reanimaron. La transfusión de ideas nuevas rejuveneció la vieja y narcotizada ánima china.
La China sufría, en ese tiempo, los vejámenes y las expoliaciones de la conquista. Las potencias europeas se habían instalado en su territorio. El Japón se había apresurado a reclamar su parte en el metódico despojo. La revuelta boxer había costado a la China la pérdida de las últimas garantías de su independencia política y económica. Las finanzas de la nación se hallaban sometidas al control de las potencias extranjeras. La decrépita dinastía manchú, de otro lado, no podía oponer a la colonización de la China casi ninguna resistencia. No podía suscitar ni presidir un renacimiento de la energía nacional. Impotente, inválida, ante ninguna abdicación de la soberanía nacional era ya capaz de retroceder. No la asistían ni la adhesión ni la confianza populares. Exangüe, anémica, extraña al pueblo, vegetaba lánguida y pálidamente. Representaba sólo una feudalidad moribunda, cuyas raíces tradicionales aparecían cada vez más envejecidas y socavadas.
Las ideas nacionalistas y revolucionarias, difundidas por los estudiantes e intelectuales, encontraron, por consiguiente, una atmósfera favorable. Sun Yat Sen y el partido Kuo-Ming-Tang promovieron una poderosa corriente republicana. La China se aprestó a adoptar la forma y las instituciones demo-liberales de la burguesía europea y americana. No cabía, absolutamente, en la China, la transformación de la monarquía absoluta en una monarquía constitucional. Las bases de la dinastía macnhú estaban totalmente minadas. Una nueva dinastía no podía ser improvisada. Sun Yat Sen no proponía, por consiguiente, una utopía. Había que intentar, de hecho, la fundación de una república, que no nacería, por supuesto, sólidamente cimentada, pero que, a través de las peripecias de un lento trabajo de afirmación, encontraría al fin su equilibrio. Los acontecimientos dieron la razón a estas previsiones.
La dinastía manchú se derrumbó, definitivamente, al primer embate recio de la revolución. La insurrección estalló en Wu Chang, capital de la provincia de Hu-Pei, el 10 de octubre de 1911. La monarquía no pudo defenderse. Fue proclamada la república. Sun Yat Sen, jefe de la revolución, asumió el poder. Pero Sun Yat Sen se dio cuenta de que su partido no estaba aún maduro para el gobierno. La dinastía había sido fácilmente vencida; pero los latifundistas, los “tuchuns”, los latifundistas del Norte conservaban sus posiciones. Las ideas liberales habían fructificado y prosperado en el Sur donde la población, mucho más densa, se componía principalmente de pequeños burgueses. En el Norte dominaba la gran propiedad. El partido Kuo-Ming-Tang no había conseguido desarrollarse ahí.
Sun Yat Sen dejó el gobierno a Yuan Shi Kay que, dueño de un antiguo prestigio de estadista experto, contaba con el apoyo de la clase conservadora y de los jefes militares. El gobierno de Yuan Shi Kay representaba un compromiso. Le tocaba desenvolver una política de conciliación de los intereses capitalistas y feudales con las ideas democráticas y republicanas de la revolución. Pero Yuan Shi Kay era un estadista del antiguo régimen. Un estadista escéptico respecto a los probables resultados del experimento republicano. Además, se apoderó pronto de él la ambición de devenir emperador. Y en diciembre de 1915 creyó llegada la hora de realizar su proyecto. La restauración resultó precaria. El nuevo imperio no duró sino ochentaitrés días. El sentimiento revolucionario, que se mantenía vigilante, volvió a imponerse. Abandonado por sus propios tenientes, Yuan Shi Kai tuvo que abdicar.
Pero, año y medio después, otra tentativa de restauración monárquica puso en peligro la república. Y, vencida entonces, la reacción no ha desarmado hasta ahora. El mandarinismo, el feudalismo, que la revolución no ha podido todavía liquidar, han conspirado incesantemente contra el régimen democrático. Tampoco la revolución ha desmovilizado sus legiones. Sun Yat Sen ha seguido siendo, hasta su muerte, uno de sus animadores.
En 1920, el conflicto entre las provincias del sur, dominadas por el partido Kuo- Ming-Tang y las provincias del norte dominadas por el partido An-Fu y por el caudillaje “tuchun”, produjo una secesión. Se constituyó en Cantón un gobierno independiente encabezado por Sun Yat Sen. Y este gobierno hizo de Cantón una ciudadela de la agitación nacionalista y revolucionaria. Condenó y rechazó el pacto suscrito en Washington en 1921 por las grandes potencias con el objeto de fijar los límites de su acción en la China. Combatió todos los esfuerzos de la dictadura del Norte por someter la China a un régimen excesivamente centralista, contrario a las aspiraciones de autonomía administrativa de las provincias. Contestó a la organización de un movimiento fascista, financiado por la alta burguesía de Cantón, con la movilización armada del proletariado.
Educado en la escuela de la democracia, Sun Yat Sen supo, sin embargo, en su carrera política, traspasar los límites de la ideología liberal. Los mitos de la democracia (soberanía popular, sufragio universal, etc.) no se enseñorearon de su inteligencia clara y fuerte de idealista práctico. La política imperialista de las grandes potencias occidentales lo ilustró plenamente respecto a la calidad de la justicia democrática. La revolución rusa, finalmente, lo iluminó sobre el sentido y el alcance de la crisis contemporánea. Su agudo instinto revolucionario lo orientó hacia Rusia y sus hombres. Sun Yat Sen veía en Rusia la liberadora de los pueblos de Oriente. No pretendió nunca repetir, mecánicamente, en la China los experimentos europeos. Conformaba, ajustaba su acción revolucionaria a la realidad de su país. Quería que en la China se cumpliese una revolución china así como en Rusia se cumple, desde hace siete años, una revolución rusa. Su conocimiento de la cultura y del pensamiento occidentales no desnacionalizaba, no desarraigaba su alma al mismo tiempo profundamente china y profundamente humana. Doctor de una universidad norteamericana, frente al imperialismo yanqui, frente al orgullo occidental, prefería sentirse solo un coolí.
Sirvió austera, abnegada y dignamente el ideal de su pueblo, de su generación y de su época. Y a este ideal dio toda su capacidad y toda su vida.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La escena portuguesa

La escena portuguesa

Sería injusto pensar, a propósito del reciente golpe de estado portugués, que el Portugal está imitando a la España de Primo de Rivera y Martínez Anido. Al Portugal no se le puede negar el mérito de ser, en este siglo, bastante más original que España en su política y sus instituciones. Mientras los republicanos españoles no han sabido ni han podido hacer nada mejor que transigir con la monarquía borbónica, los republicanos portugueses han logrado, primero, fundar su república y, enseguida, defenderla contra la nostalgia de la dinastía de los Braganza. España, por germanofilia de la monarquía, no quiso salir de la neutralidad. El Portugal, por aliadofilia de la república, intervino en la guerra.

Estos contrastes no son en sí mismos, evidentemente, una prueba de progresismo del Portugal y de conservantismo de España. Una república, muchas veces, no vale más que una monarquía. No es raro que valga aún menos. Y la participación en la gran guerra ha dejado de ser considerada como una benemerencia desde que se fueron a pique, tragadas por los vórtices de los imperialismos, los beatos principios del Presidente Wilson.

Pero aquí no se trata sino de constatar el derecho del Portugal a sentirse diferente de España. Los antecedentes del reciente golpe militar -dirán con razón los portugueses- no están en la gesta del general Primo de Rivera sino en la propia historia del Portugal. Todos los cambios de gobierno que ha experimentado el Portugal desde el derribamiento de la monarquía en 1910, han reposado en un pronunciamiento militar. En solo los años 1920 y 1921 se realizaron en el Portugal tres golpes de mano militares. La renovación del gobierno ha dependido casi siempre de la decisión de un manípulo de belicosos oficiales. Y los oficiales se han presentado divididos en republicanos y monarquistas y subdivididos en varias filiaciones menores, más o menos contingentes y accidentales.

El último pronunciamiento se distingue, empero, de los anteriores, aunque no sea sino formalmente. Esta vez el ejército no ha puesto el peso de sus armas del lado de una de las facciones políticas. Ha establecido una dictadura marcial que, por su lenguaje al menos, no carece de parecido con la de España. Este régimen, por otra parte, se declara por encima de todos los partidos y se atribuye la representación de los intereses nacionales. Y aquí el parentesco de las dos dictaduras aparece incuestionable. Las dos pertenecen incontestablemente a la misma familia histórica.

No sabemos todavía si, como es característico en todo movimiento fascista, los autores del golpe de estado del Portugal achacan todas las desgracias de la patria a la política y al parlamentarismo. En el Portugal las quejas contra el parlamentarismo, en los labios de los oficiales, serían festivamente injustas. Pues en el Portugal, de la inestabilidad de los gobiernos el más responsable no ha sido nunca el parlamento sino, en todo caso, el ejército. Nadie puede pretender que en el Portugal haya habido un parlamentarismo excesivo. (Aunque si se quiere confrontar este aspecto de la política de uno y otro país, resulta que tampoco en España existió parlamentarismo ni excesivo ni verdadero. Y que en España la vida de los gabinetes encontró frecuentemente en las deliberaciones de las “juntas de defensa” mayor amenaza que en los debates del parlamento. La liquidación de la empresa de Marruecos, reclamada por el pueblo, ¿no fue siempre estorbada por el temor al ejército?)

La guerra dejó al Portugal graves problemas financieros. No todo fue laureles y honores. El comercio de sardinas y de vinos obtuvo, durante la guerra, pingües beneficios; pero el Estado, embarcado en una serie de empréstitos consumidos en la costosa aventura, quedó completamente exangüe. La república, responsable de la intervención, se vio amenazada a consecuencia del malcontento nacido de la crisis económica. Los partidarios de la monarquía intentaron explotar el mal humor popular. El gabinete se encontró frente a un intrincado haz de problemas financieros y políticos. El presupuesto no conseguía balancearse. Los déficits se acumulaban. La moneda se desvalorizaba a causa de la inflación y de la deuda pública. Y en esta atmósfera se incubaban sucesivas conspiraciones.

El golpe de estado militar demuestra que la crisis subsiste. Es en sus lineamientos esenciales la misma crisis en que desde la guerra se debate el mundo occidental. Y ya sabemos que en ningún país la dictadura, más o menos marcial o más o menos fascista, ha sido una solución. Al gobierno de Primo de Rivera todas sus fanfarronadas y todas sus violencias no le han servido para resolver ninguno de los viejos problemas españoles. Apenas si le han bastado para crear algunos problemas nuevos. El del régimen, verbigracia. Ningún liberal español honrado puede perdonar a la monarquía su complicidad con Primo de Rivera. Los políticos y escritores exiliados plantean abiertamente, como una cuestión básica, la cuestión del régimen. Afirman que con Primo de Rivera debe echarse a Alfonso XIII.

En el Portugal la historia no puede ser distinta. De otro lado, en el Portugal la inestabilidad, la interinidad, parece desde hace mucho tiempo la característica sustantiva de todos los gobiernos. Ahí los malos gobiernos tienen siempre la ventaja de ser siempre breves. Un amigo un poco humorista que, justificando su indiferencia por la prensa, sostenía la posibilidad de suponer aproximadamente todas las novedades del cable, me decía una vez: -Apuesto que la novedad de hoy es un golpe de estado en el Portugal.- Yo hubiera querido contradecirlo para defender mi costumbre de leer los diarios. Pero, desgraciadamente, lo que mi amigo suponía era esa vez cierto.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La crisis de la monarquía en Rumania

La crisis de la monarquía en Rumania

La monarquía rumana, considerada como un sobreviviente de la tempestad bélica, aparece desde entonces destinada a naufragar a corto plazo. Al fin de la guerra se salvó en una tabla. Una dinastía Hohenzollern, acusada de maquiavélicas conspiraciones contra la victoria aliada, no contaba naturalmente con muchas simpatías en los países vencedores. Pero el olvido del programa wilsoniano en los conciliábulos de la paz, no en vano albergados por Versalles y Trianon, consintió a la monarquía rumana acomodarse en el nuevo orden europeo.

Rumania salió engrandecida de la guerra en la cual su monarquía jugó cazurramente a dos cartas. La revolución rusa movió a la democracia aliada a pactar con esta monarquía, no obstante su parentesco con la monarquía derribada en Alemania. A Rumania le fue asignada la Besarabia para agrandar su territorio y su población a expensas de Rusia, malquistada con el Occidente capitalista por su régimen proletario.

La arbitrariedad de esta anexión es tan evidente, que casi nadie la discute en Europa. En la propia Rumania se reconoce que la de Besarabia ha sido una adquisición inesperada. “Políticos rumanos patriotas como el Dr. Lupu -apunta Barbusse después de una concienzuda encuesta- aunque pretenden que la población de Besarabia es fundamentalmente moldava-rumana, estiman que en esta circunstancia los aliados han sobrepasado sus derechos y que es absolutamente necesario obtener el asentimiento de Rusia para regularizar semejante situación.”

Todos estos presentes territoriales, que han colocado bajo la soberanía rumana a tres millones de hombres de otras nacionalidades, han tenido por objeto crear una Rumania poderosa frente a la Rusia sovietista. La misma razón ha prorrogado y convalidado, después de la guerra, a la decadente monarquía cuya suerte compromete ahora la enfermedad del Rey Fernando.

Esta monarquía, rehabilitada por la paz después de haber conocido con la guerra el peligro de la bancarrota, ha mostrado en los últimos años grandes ambiciones. Mediante el matrimonio de sus príncipes y sus princesas, la casa real de Rumania aprestaba a establecer la hegemonía de su sangre en la Europa Oriental. Pero, desde la caída de la monarquía griega a la cual se encontraba doblemente enlazada, hasta el adulterio folletinesco y la abdicación convencional del príncipe heredero rumano, estos planes han sufrido una serie de fracasos.

Hoy, el porvenir de la monarquía rumana se presenta incierto. Contra una eventual reivindicación del príncipe heredero, -con quien la reina María se ha reconciliado espectacularmente en París-, están los dos partidos que se alternan en el gobierno de Rumania, el de Bratiano y el de Averesco. Esto, claro está, no señala todavía el fin de la monarquía rumana; pero denuncia su situación respecto de los partidos representativos de la burguesía de Rumania, conectados con los gobiernos de las grandes potencias. Bratiano y Averesco, le imponen su tutoría, disimulada con diplomáticas protestas de lealismo.

Si los gastos de la reina María en Estados Unidos los ha pagado, como se ha dicho, Henri Ford, con el propósito de ensayar un “réclame” nuevo, nadie se sorprenderá de que esta sea la condición de la monarquía de Rumania. Una dinastía, cuyos blasones pueden ponerse al servicio de un fabricante de automóviles y camiones, es como ninguna otra, una dinastía puramente decorativa.
Pero su disolución, a pesar de todo, no es aún bastante para decidir su caída inmediata. La burguesía rumana no está en grado de licenciar a su manido monarca. La república es, en estos tiempos, una aventura peligrosa. La política reaccionaria trae consigo un resurgimiento ficticio de los mitos y símbolo de la edad media. Se apoya en valores y principios tramontados. Por consiguiente, no puede permitirse el lujo de un golpe de Estado republicano.

En Estados Unidos una reina o un rey no son útiles sino para “reclame” novedoso de una manufactura yanqui; pero en Rumania resultan eficaces todavía para defender el viejo orden social.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El nuevo gabinete alemán

El nuevo gabinete alemán

El período de estabilización capitalista en que ha entrado Europa desde hace más o menos tres años, está liquidando inexorablemente las rezagadas ilusiones del reformismo. Las últimas elecciones parlamentarias de Francia las ganaron, en una estruendosa jornada, las izquierdas. Y, sin necesidad de una nueva consulta al país, están en el gobierno las derechas, acaudilladas por Poincaré y solícitamente sostenidas por el radicalismo bonachón y provincial de Herriot. En Alemania, donde la revolución izó en 1918 a la presidencia de la república a un obrero socialista, las últimas elecciones parlamentarias las ganaron todavía los colores republicanos. Esto es las izquierdas y el centro. Y, -lo mismo que en Francia Poincaré y su banda hace algunos meses,- se instalan ahora en el poder las derechas, en tierna colaboración con el centro, dentro de un ministerio encabezado por Marx, candidato de las izquierdas a la presidencia de la república hace solo dos años.

El proceso de esta reconciliación de los partidos burgueses no ha sido, en su apariencia ni en su ritmo, el mismo. Mientras en Francia son los burgueses de izquierda los que tienen el aire de haberse rendido a los de la derecha, aceptando el regreso de Poincaré a la jefatura del gobierno, en Alemania son los nacionalistas, hasta antes de ayer impugnadores sañudos de la república, de su constitución y de su política, los que se enrolan en una coalición burguesa acaudillada por Marx, juran obediencia a la carta de Weimar y saludan la bandera republicana. Pero esto no es sino la superficie o, si se quiere, la envoltura del fenómeno. En su sustancia, este no se diferencia. En Alemania como en Francia se ha producido una concentración burguesa, fuera de la cual no han quedado sino unos pocos disidentes, insuficientes para constituir el núcleo de una nueva secesión reformista mientras las condiciones del capitalismo no se modifiquen radicalmente.

El gobierno de minoría, encabezado también por Marx, que precedió a este gobierno de concentración burguesa, se apoyaba alternativamente en la derecha nacionalista y en la izquierda socialista. Los votos de los socialistas le servían para llevar adelante la política internacional de Stresseman, condenada por los nacionalistas. Y los votos de estos últimos le servían para imprimir a su política interior un carácter conservador. El partido socialista comprendió recientemente la necesidad de una clarificación, negando sus votos al gobierno y dejándolo en minoría en el Reichstag. Vino así la crisis que acaba de resolver un nuevo ministerio Marx, del cual forman parte los nacionalistas.

Todos saben que los nacionalistas desde que se fundó la República en Alemania, no se ocupan de otra cosa que de atacarla. Representan el antiguo régimen. Encarnan el sentimiento de revancha. Son los que en los últimos meses han lanzado tan incandescentes invectivas contra la adhesión de Alemania al llamado espíritu de Locarno. Nada de esto, empero, ha sido bastante fuerte para ponerlos contra el movimiento de concentración burguesa, reclamado en Alemania por la práctica de la estabilización capitalista. Los nacionalistas han revisado de urgencia su programa, mandándole todas las reivindicaciones estridentes -monarquía, etc.- que pudiesen embarazar su participación en el poder. La revisión continuará, naturalmente, ahora que son un partido de gobierno.

Pero no menos graves resultan las renuncias y los olvidos a que, por su parte, se ven forzados los católicos. El centro católico ha colaborado en toda la política republicana, tan acérrimamente condenada por los nacionalistas. Desde la Constitución de Weimar hasta el pacto de Locarno, todos los documentos de la nueva historia alemana llevan su firma. Erzberger, su máximo hombre de Estado, cayó asesinado por una bala nacionalista precisamente a consecuencia de su solidaridad -los nacionalistas alemanes dirían complicidad- con la república.

Los demócratas no se han decidido a beber este cáliz. Han preferido salir de la coalición ministerial. Componen la única fuerza reformista de la burguesía reacia hasta ahora a la concentración. (A la derecha, está fuera de ella el nacionalismo extremista o racismo que, después del fracaso del putsch de Munich quedó reducido a una exigua patrulla.)

Los socialistas pasan, finalmente, a la oposición. Fundadores de la república, predominaron, o participaron principalmente, en el poder, durante sus primeros años. Posteriormente, el ministerio no ha podido prescindir de su consenso. El ministerio actual es el primero que se constituye en Alemania, después de la revolución, contra el socialismo. La estabilización capitalista les debe a los socialistas alemanes, por lo menos una cooperación pasiva que no les sirve hoy de nada para entrabar a la reacción.

En la burguesía y en el proletariado, el reformismo queda liquidado definitivamente. Esta es la constatación más importante de la experiencia política no solo de Alemania sino de toda la Europa occidental. Únicamente en Inglaterra sobrevive aún, no obstante todas sus fallas recientes, la vieja ilusión democrática.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El problema de la China

El problema de la China

El pueblo chino se encuentra en una de las más rudas jornadas de su epopeya revolucionaria. El ejército del gobierno revolucionario de Cantón amenaza Shanghai, o sea la ciudadela del imperialismo extranjero y, en particular, del imperialismo británico. La Gran Bretaña se apercibe para el combate organizando un desembarque militar en Shanghai, con el objeto, según su lenguaje oficial, de defender la vida y la propiedad de los súbditos británicos. Y, señalando el peligro de una victoria decisiva de los cantoneses, denunciados como bolcheviques, se esfuerza por movilizar contra la China revolucionaria y nacionalista a todas las “grandes potencias”.

El peligro, por supuesto, no existe sino para los imperialismos que se disputan o se reparten el dominio económico de la China. El gobierno de Cantón no reivindica más que la soberanía de los chinos en su propio país. No lo mueve ningún plan de conquista ni de ataque a otros pueblos. No lo empuja, como pretenden hacer creer sus adversarios, un enconado propósito de venganza contra al Occidente y su civilización. Es en la escuela de la civilización occidental donde la nueva China ha aprendido a ser fuerte. El pueblo chino lucha, simplemente, por su independencia. Después de un largo período de colapso moral, ha recobrado la consciencia de sus derechos y de sus destinos. Y por consiguiente, ha decidido repudiar y denunciar los tratados que en otro tiempo le fueron impuestos, bajo la amenaza de los cañones, por las potencias de Occidente. Una monarquía claudicante y débil suscribió esos pactos. Hoy, establecido y consolidado en Cantón un gobierno popular que ejerce una soberanía efectiva sobre más o menos cien millones de chinos, -y que gradualmente ensancha el radio de esta soberanía,- los tratados humillantes y vejatorios que imponen a la China tarifas aduaneras contrarias a su interés y sustraen a los extranjeros a la jurisdicción de sus jueces y sus leyes, no pueden ser tolerados por más tiempo.

Estas reivindicaciones son las que el imperialismo occidental considera o califica como bolcheviques y subversivas. Pero lo que ningún imperialismo puede disimular ni mistificar es su carácter de reivindicaciones específica y fundamentalmente chinas. Todos saben en el mundo, por mucho que hayan turbado su visión las mendaces noticias difundidas por las agencias imperialistas, que el gobierno de Cantón tiene su origen no en la revolución rusa de 1917 sino en la revolución china de 1912 que derribó a una monarquía abdicante y paralítica e instauró, en su lugar, una república constitucional. Que el líder de esa revolución, Sun Yat Sen, fue hasta su muerte, hace dos años, el jefe del gobierno cantonés. Y que el Kuo-Min-Tang (Kuo: nación - Min: pueblo, - Tang: partido), propugna y sostiene los principios de Sun Yat Sen, caudillo absolutamente chino, en quien la calumnia más irresponsable no podría descubrir un agente de la Internacional Comunista, ni nada parecido.

Si el imperialismo occidental, con la mira de mantener en la China un poder legítimo, no se hubiera interpuesto en el camino de la revolución, movilizando contra esta las ambiciones de los caciques y generales reaccionarios, el nuevo orden político y social, representado por el gobierno de Cantón, imperaría ya en todo el país. Sin la intervención de Inglaterra, del Japón y de los Estados Unidos, que, alternativa o simultáneamente, subsidian la insurrección ya de uno, ya de otro “tuchún”; la República China habría liquidado hace tiempo los residuos del viejo régimen y habría asentado, sobre firmes bases, un régimen de paz y de trabajo.
Se explica, por esto, el espíritu vivamente nacionalista -no anti-extranjero- de la China revolucionaria. El capitalismo extranjero, en la China, como en todos los países coloniales, es un aliado de la reacción. Chang-Tso-Lin, el dictador de la Manchuria, típico tuchún; Tuan-Chi-Jui, representante en Pekin del partido “anfu”, esto es de la vieja feudalidad; Wu-Pei-Fu, caudillo militar que adoptó en un tiempo una plataforma más o menos liberal y se reveló, luego, como un servidor del imperialismo norteamericano; todos los enemigos, conscientes o inconscientes, de la revolución china, habrían sido ya barridos definitivamente del poder, si potencias no los sostuvieran con su dinero y su auspicio.

Pero es tan fuerte el movimiento revolucionario que ninguna conjuración capitalista o militar, extranjera o nacional, puede atajarlo ni paralizarlo. El gobierno de Cantón reposa sobre un sólido cimiento popular. La agitación revolucionaria, -temporalmente detenida en el norte de la China por la victoria de las fuerzas aliadas de Chang-Tso-Lin y Wu-Pei-Fu sobre el general cristiano Feng-Yu-Siang toma cuerpo nuevamente. Fen-Yu-Siang está otra vez a la cabeza de un ejército popular que opera combinadamente con el ejército cantonés.

Con la política imperialista de la Gran Bretaña que, en defensa de los intereses del capitalismo occidental, se apresta a intervenir marcialmente en Ia China, se solidarizan, sin duda, todas las fuerzas conservadoras y regresivas del mundo. Con la China revolucionaria y resurrecta están todas las fuerzas progresistas y renovadoras, de cuyo prevalecimiento final espera el mundo nuevo la realización de sus ideales presentes.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira