Peruanicemos al Perú

Tassonomia

Codice

Note relative all'ambito

Note sulla fonte

Mostra le note

Termini gerarchici

Peruanicemos al Perú

BT (termine più generale) Obras Completas

Peruanicemos al Perú

Termini equivalenti

Peruanicemos al Perú

Termini associati

Peruanicemos al Perú

19 Descrizione archivistica risultati per Peruanicemos al Perú

19 risultati correlati direttamente Escludi termini specifici (subordinati)

En torno al tema de la inmigración [Artículo]

En torno al tema de la inmigración

La Conferencia Internacional de Inmigración de la Habana, invita a considerar este asunto en sus relaciones con el Perú. Parecen liquidados, por fortuna, los tiempos de política retórica en que, extraviada por las fáciles elucubraciones de los programas de partido y de gobierno, la opinión pública peruana se hacía excesivas o desmesuradas ilusiones sobre la capacidad del país para atraer y absorber una inmigración importante. Pero el problema de la inmigración no está aún seria y científicamente estudiado, en ninguno de sus dos aspectos: ni en las posibilidades del Perú de ofrecer trabajo y bienestar a los inmigrantes, en grado de determinar una constante y cuantiosa corriente inmigratoria a su suelo, ni en las leyes que regulan y encauzan las corrientes de emigración y su aprovechamiento por los pueblos escasamente poblados.

Las restricciones a la inmigración vigentes en los Estados Unidos desde hace algunos años, han mejorado un tanto la posición de los demás países de América en lo concerniente al interesamiento de los inmigrantes por sus riquezas y recursos. Pero este es un factor general y pasivo del cual tienen muy poco que esperar los países que no se encuentren en condiciones de asegurar a los inmigrantes perspectivas análogas a las que convirtieron a Norte América en el más grande foco de atracción de la inmigración mundial.
Estados Unidos ha sido, en el período en que afluían a su territorio fabulosas masas de inmigrantes, una nación en el más vigoroso, orgánico y unánime proceso de crecimiento industrial y capitalista que registra la historia. El inmigrante de aptitudes superiores, hallaba en Estados Unidos el máximo de oportunidades de prosperidad o enriquecimiento. El inmigrante modesto, el obrero manual, encontraba, al menos, trabajo abundante y salarios elevados que, en caso de no asimilación, le consentían repatriarse después de un período más o menos largo de paciente ahorro. La Argentina y el Brasil, además de las ventajas de su situación sobre el Atlántico, han presentado, en otra proporción y distinto marco, parecido proceso de desenvolvimiento capitalista. Y, por esta razón, se han beneficiado de los aluviones de inmigración occidental en escala mucho mayor que los otros pueblos latino-americanos.

El Perú, en tanto, no ha podido atraer masas apreciables de inmigrantes por la sencilla razón de que, -no obstante su leyenda de riqueza y oro- no ha estado económicamente en condiciones de solicitarlas ni de ocuparlas. Hoy mismo, mientras la colonización de la montaña, que requiere la solución previa y costosa de complejos problemas de vialidad y salubridad, no cree en esa región grandes focos de trabajo y producción. La suerte del inmigrante en el Perú es muy aleatoria e insegura. Al Perú no pueden venir, sino en muy exiguo número, obreros industriales. La industria peruana es incipiente y solo puede remunerar medianamente a contados técnicos. Y tampoco pueden venir al Perú campesinos y jornaleros. El régimen de trabajo y el tenor de vida de los trabajadores indígenas del campo y las minas, están demasiado por debajo del nivel material y moral de los más modestos inmigrantes europeos. El campesino de Italia y de Europa central no aceptaría jamás el género de vida que puedan ofrecerle las mejores y más prósperas haciendas del Perú. Salarios, vivienda, ambiente moral y social, todo le parecería miserable. Las posibilidades de inmigración polaca, -apesar de ser Polonia uno de los países de mayor movimiento emigratorio, a causa de su crisis económica- están circunscritas como se sabe a la montaña, a donde el inmigrante vendría como colono -vale decir como pequeño propietario- y no como bracero. Las leyes de reforma agraria que, después de la guerra, han liquidado en la Europa Central y Oriental -Tcheco Eslovaquia, Rumania, Bulgaria, Grecia, etc., -los privilegios de la gran propiedad agraria, hacen más difícil que antes la emigración de los campesinos de esos países a pueblos donde no rijan mejores principios de justicia distributiva. El trabajador del campo de Europa, en general, no emigra sino a los países agrícolas donde se ganan altos salarios o donde existen tierras apropiables. Ni uno ni otro es, por el momento, el caso del Perú.
Las obras de irrigación en la costa, en tanto que una reforma agraria y el régimen de trabajo -no parecen tampoco destinadas a acelerar la inmigración mediante la colonización de las tierras habilitadas para el cultivo. El derecho de las yanacones y comuneros a la preferencia en la distribución de estas tierras, se impone con fuerza incontestable. No habría quien osara proponer su postergación en provecho de inmigrantes extranjeros.

La montaña, por grande que sea el optimismo que encienda intermitentemente la fortuna de sus pioniers, -cuyos innumerables fracasos y penurias tienen siempre menor resonancia,- presentará por mucho tiempo los inconvenientes de su insalubridad y su incomunicación. El inmigrante se aviene cada día menos a los riegos de la selva inhóspita. La raza de Robinson Cruzoe se extingue a medida que aumentan las ventajas de la convivencia social y civilizada. Y ni aún las razones de patriotismo logran triunfar del legítimo egoísmo individual, en orden a las empresas de colonización. Italia no ha logrado dirigir a sus colonias africanas ni las corrientes rumanas ni los capitales que fácilmente parten a América, con grave peligro de desnacionalización, como bien lo siente el fascismo, que se imagina encontrar un remedio en prerrogativas incompatibles con la soberanía y el interés de los estados que reciben y necesitan inmigrantes.

El Perú tiene que resolver muchos problemas económicos, antes que el de la inmigración. Y para la solución de este último, se prepararía con más provecho si el fenómeno de la emigración e inmigración, en su móvil realidad, fuera objeto de un estudio sistemático y objetivo, practicado con amplio criterio económico y social.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

"La literatura peruana" por Luis Alberto Sánchez

"La literatura peruana" por Luis Alberto Sánchez

Nueva contribución a la crítica de Valdelomar

Valdelomar no es todavía, en nuestra literatura, el hombre matinal. Actuaban sobre él demasiadas influencias decadentistas. Entre “las cosas inefables e infinitas” que intervienen en el desarrollo de sus leyendas incaicas, con la Fe, el Mar y la Muerte, pone al Crepúsculo. Desde su juventud, su arte estuvo bajo el signo de D’Annunzio. En Italia, el tramonto romano, el atardecer voluptuoso del Janiculum, la vendimia autumnal, Venecia anfibia -marítima y palúdica- exacerbaron en Valdelomar las emociones crepusculares de “Il Fuoco”.

Pero a Valdelomar lo preserva de una excesiva intoxicación decadentista su vivo y puro lirismo. El “humor” esa nota frecuente de su arte, es la senda por donde se evade del universo d’annunziano. El “humor” da el tono al mejor de sus cuentos: “Hebaristo, el sauce que se murió de amor”. Cuento pirandelliano, aunque Valdelomar acaso no conociera a Pirandello que, en la época de la visita de nuestro escritor a Italia, estaba muy distante de la celebridad ganada para su nombre por sus obras teatrales. Pirandelliano por el método: identificación panteísta de las vidas paralelas de un sauce y un boticario: pirandelliano por el personaje: levemente caricaturesco, mesocrático, pequeño burgués, inconcluso; pirandelliano por el drama; el fracaso de una existencia que, en una tentativa superior a su ritmo sórdido, siente romperse su resorte con grotesco y risible traquido.
Un sentimiento panteísta, pagano, empujaba a Valdelomar a la aldea, a la naturaleza. Las impresiones de su infancia, transcurrida en una apacible caleta de pescaderos, gravitan melodiosamente en su subconsciencia. Valdelomar es singularmente sensible a las cosas rústicas. La emoción de su infancia está hecha de hogar, de playa y de campo. El “soplo denso, perfumado del mar”, la impregna de una tristeza tónica y salobre:
“y lo que él me dijera aún en mi alma persiste; mi padre era callado y mi madre era triste y la alegría nadie me la supo enseñar”.
(“Tristitia”)
Tiene, empero, Valdelomar, la sensibilidad cosmopolita y viajera del hombre moderno. New York, Times Square, son motivos que lo atraen tanto como la aldea encantada y el “caballero carmelo”. Del piso 54 del Woolworth pasa sin esfuerzo a la yerbasanta y a la verdolaga de los primeros soledosos caminos de su infancia. Sus cuentos acusan la movilidad caleidoscópica de su fantasía. El dandismo de sus cuentos yanquis o cosmopolitas, el exotismo de sus imágenes china y orientales (“mi alma tiembla como un junco débil”), el romanticismo de sus leyendas incaicas el impresionismo de sus relatos criollos, son en su obra estaciones que se suceden, se repiten, se alternan en el itinerario del artista, sin transición y sin ruptura espirituales.
Su obra es esencialmente fragmentaria y escisípara. La existencia y el trabajo del artista se resentían de indisciplina y exuberancia criolla. Valdelomar reunía, elevadas a su máxima potencia, las cualidades y los defectos del mestizo costeño. Era un temperamento excesivo que del más exasperado orgasmo creador caía en el más asiático y fatalista renunciamiento de todo deseo. Simultáneamente ocupaban su imaginación un ensayo estético, una divagación humorística, una tragedia pastoril (“Verdolaga”), una vida romanesca (“La Mariscala”). Pero poseía el don del creador. Los gallinazos del Martinete, la Plaza del Mercado, las riñas de gallos, cualquier tema podía poner en marcha su imaginación, con fructuosa cosecha artística. De muchas cosas, Valdelomar es descubridor. A él se le revoló, primero que a nadie en nuestras letras, la trágica belleza agonal de las corridas de toros. En tiempos en que este asunto estaba reservado aún a la prosa pedestre de los iniciados en la tauromaquia, escribió su “Belmonte, el trágico”.
La “greguería” empieza con Valdelomar en nuestra literatura. Me consta que los primeros libros de Gómez de la Serna que arribaron a Lima, gustaron sobre manera a Valdelomar. El gusto atomístico de la “greguería” era, además, innato en él, aficionado a la pesquisa original y a la búsqueda microcósmica. Pero, en cambio Valdelomar no sospechaba aún en Gómez de la Serna al descubridor del Alba. Su retina de criollo impresionista era experta en gozar voluptuosamente, desde la ribera dorada, los colores ambiguos del crepúsculo.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Pasadismo y Futurismo

Pasadismo y Futurismo

Luis Alberto Sánchez y yo hemos constatado recientemente que uno de los ingredientes, tanto espirituales como formales, de nuestra literatura y nuestra vida es la melancolía. Bien. Pero otro, menos negligible tal vez, es el pasadismo. Estos elementos no coinciden arbitraria o casualmente. Coinciden porque son solidarios, porque son consustanciales, porque son consanguíneos. Son dos aspectos congruentes de un solo fenómeno, dos expresiones mancomunadas de un mismo estado de ánimo. Un hombre aburrido, hipocondriaco, gris, tiende no solo a renegar el presente y a desesperar del porvenir sino también a volverse hacia el pasado. Ninguna ánima, ni aún la más nihilista, se contenta ni se nutre únicamente de negaciones. La nostalgia del pasado es la afirmación de los que repudian el presente. Ser retrospectivos es una de las consecuencias naturales de ser negativos. Podría decirse, pues, que la gente peruana es melancólica porque es pasadista y es pasadista porque es melancólica.

Las preocupaciones de otros pueblos son más o menos futuristas. Las del nuestro, resultan casi siempre tácita o explícitamente pasadistas. El futuro ha tenido en esta tierra muy mala suerte y ha recibido muy injusto trato. Un partido de carne, mentalidad y traje conservadores fue apodado partido futurista. El diablo se llevó en hora buena a esa facción estéril, gazmoña, impotente. Mas la palabra “futurista'” quedó desde entonces irremediablemente desacreditada. Por eso, no hablamos ya de futurismo sino, aunque suene menos bien, de porvenirismo. Al futuro lo hemos difamado temerariamente atribuyéndole relaciones y concomitancias con la actitud política de la más pasadista de nuestras generaciones.

El pasadismo que tanto ha oprimido y deprimido el corazón de los peruanos es, por otra parte, un pasadismo de mala ley. El período de nuestra historia que más nos ha atraído no ha sido nunca el período incaico. Esa edad es demasiado autóctona, demasiado nacional, demasiado indígena para emocionar a los lánguidos criollos de la República. Estos criollos no se sienten, no se han podido sentir, herederos y descendientes de lo incásico. El respeto a lo incásico no es aquí espontáneo sino en algunos artistas y arqueólogos. En los demás es, más bien, un reflejo del interés y de la curiosidad que lo incásico despierta en la cultura europea. El virreinato, en cambio, está más próximo a nosotros. El amor al virreinato le parece a nuestra gente un sentimiento distinguido, aristocrático, elegante. Los balcones moriscos, las escalas de seda, las “tapadas”, y otras tonterías, adquieren ante sus ojos un encanto, un prestigio, una seducción exquisitas. Una literatura decadente, artificiosa, se ha complacido de añorar, con inefable y huachafa ternura, ese pasado postizo y mediocre. Al gracejo, a la coquetería de algunos episodios y algunos personajes de la colonia, que no deberían ser sino un amable motivo de murmuración, les ha sido conferidos por esa literatura, un valor estético, una jerarquía espiritual, exorbitantes, artificiales, caprichosos. Los temas y los “dramatis personae” del virreinato no han sido abandonados a los humoristas a quienes pertenecían, por antonomasia, sus motivos cómicos y sus motivos galantes y casanovescos. Don Ricardo Palma hizo de ellos un uso adecuado e inteligente, contándonos con su malicia y su donaire limeños, las travesuras de los virreyes y de su clientela. “La Calesa de la Perricholi”, que Antonio Garland ha traducido con fino esmero y gusto gentil es otra pieza que se mantiene dentro de los mismos límites discretos. Toda esa literatura estaba y está muy bien. La que está mal es esa otra literatura nostálgica que evoca con unción y gravedad las aventuras y los chismes de una época sin grandeza. El fausto, la pompa colonial son una mentira. Una época fastuosa, magnífica, no se improvisa, no nace del azar. Menos aún desaparece sin dejar huellas. Creemos en la elegancia de la época “rococó” porque tenemos de ella, en los cuadros de Watteau y Fragonnard, y en otras cosas más plásticas y tangibles preciosos testimonios físicos de su existencia. Pero la colonia no nos ha legado sino una calesa, un caserón, unas cuantas celosías y varias supersticiones. Sus vestigios son insignificantes. Y no se diga que la historia del virreinato fue demasiado fugaz ni Lima demasiado chica. Pequeñas ciudades italianas guardan, como vestigio de trescientos o doscientos años de historia medioeval un conjunto maravilloso de monumentos y de recuerdos. Y es natural. Cada una de esas ciudades era un gran foco de arte y de cultura.

Adorar, divinizar, cantar el virreinato es, pues, una actitud de mal gusto. Los literatos e intelectuales que, movidos por un aristocratismo y un estetismo ramplones, han ido a abastecerse de materiales y de musas en los caserones y guardarropías de la colonia, han cometido una cursilería lamentable. La época “rococó” fue de una aristocracia auténtica. Francia, sin embargo, no siente ninguna necesidad espiritual de restaurarla. Y las escenas de la revolución jacobina, la música demagógica de la marsellesa, pesan mucho más en la vida de Francia que los melindres y los pecados de Madame Pompadour. Aquí, debemos convencernos sensatamente de que cualquiera de los modernos y prosaicos “buildings” de la ciudad, vale, estética y prácticamente, más que todos los solares y todas las celosías coloniales. La “Lima que se va” no tiene ningún valor serio, ningún perfume poético, aunque Gálvez se esfuerce por demostrarnos, elocuentemente, lo contrario. Lo lamentable no es que esa Lima se vaya, sino que no se haya ido más de prisa.

El doctor Mackay, en una conferencia, se refirió discretamente al pasadismo dominante en nuestra intelectualidad. Pero empleó, tal vez por cortesía, un término inexacto. No habló de “pasadismo” sino de “historicismo”. El historicismo es otra cosa. Se llama historicismo una notoria corriente de filosofía de la historia. Y si por historicismo se entiende la aptitud para el estudio histórico, aquí no hay ni ha habido historicismo. La capacidad de comprender el pasado es solidaria de la capacidad de sentir el presente y de inquietarse por el porvenir. El hombre moderno no es sólo el que más ha avanzado en la reconstrucción de lo que fue sino también el que más ha avanzado en la previsión de lo que será.
El espíritu de nuestra gente es, pues, pasadista; pero no es histórico. Tenemos algunos trabajos parciales de exploración histórica, mas no tenemos todavía ningún gran trabajo de síntesis. Nuestros estudios históricos son, casi en su totalidad, inertes o falsos, fríos o retóricos.

El culto romántico del pasado es una morbosidad de la cual necesitamos curarnos. Oscar Wilde, con esa modernidad admirable que late en su pensamiento y en sus libros, decía: “El pasado es lo que los hombres no habrían debido ser; el presente es lo que no deberían ser”. Un pueblo fuerte, una gran generación robusta no son nunca plañideramente nostálgicos, no son nunca retrospectivos. Sienten, plenamente, fecundamente, las emociones de su época. “Quien se entretenga en idealismos provincianos -escribe Oswald Spengler, el hombre de mayor perspectiva histórica de nuestro tiempo- y busque para la vida estilos de tiempos pretéritos, que renuncie a comprender la historia, a vivir la historia, a crear la historia”.
Una de las actitudes de la juventud, de la poesía, del arte y del pensamiento peruanos que conviene alentar es la actitud un poco iconoclasta que, gradualmente, van adquiriendo. No se puede afirmar hechos e ideas nuevas si no se rompe definitivamente con los hechos e ideas viejas. Mientras algún cordón umbilical nos una a las generaciones que nos han precedido, nuestra generación seguirá alimentándose de prejuicios y de supersticiones. Lo que este país tiene de vital son sus hombres jóvenes; no sus mestizas antiguallas. El pasado y sus pobres residuos son, en nuestro caso, un patrimonio demasiado exiguo. El pasado, sobre todo, dispersa, aísla, separa, diferencia demasiado los elementos de la nacionalidad, tan mal combinados, tan mal concertados todavía. El pasado nos enemista. Al porvenir le toca darnos unidad.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El progreso nacional y el capital humano

I
Los que, arbitraria y simplisticamente, reducen el progreso peruano a un problema de capital áureo, razonan y discurren como si no existiese, con derecho a prioridad en el debate, un problema de capital humano. Ignoran u olvidan que, en la historia, el hombre es anterior al dinero. Su concepción pretende ser norteamericana y positivista. Pero, precisamente, de nada acusa una ignorancia más total que del caso yanqui.
El gigantesco desarrollo material de los Estados Unidos, no prueba la potencia del oro sino la potencia del hombre. La riqueza de los Estados Unidos no está en sus bancos ni en sus bolsas; está en su población. La historia nos enseña que las raíces y los impulsos espirituales y físicos del fenómeno norteamericano se encuentran íntegramente en su material biológico. Nos enseña, además, que en este material el número ha sido menos importante que la calidad. La levadura de los Estados Unidos han sido sus puritanos, sus judíos, sus místicos. Los emigrados, los exiliados, los perseguidos de Europa. Del misticismo ideológico de estos hombres desciende el misticismo de la acción que se reconoce en los grandes capitanes de la industria y de la finanza norte-americana. El fenómeno norteamericano aparece, en su origen, no solo cuantitativo sino, también, cualitativo.
Pero este es otro tema. No me interesa, por el momento, para otra cosa que para denunciar el punto de partida falso, irreal, del materialismo, al mismo tiempo grosero y utopista, de quienes parecen imaginarse que el dinero ha inventado a la civilización, incapaces de comprender que es la civilización la que ha inventado al dinero. Y que la crisis y la decadencia contemporáneas empezaron justamente, cuando la civilización comenzó a depender casi absolutamente del dinero y a subordinar al dinero su espíritu y su movimiento.
El error y el pecado de los profetas del progreso peruano y de sus programas han residido siempre en su resistencia o ineptitud para entender la primacía del factor biológico, del factor humano sobre todos los otros factores, si no artificiales, secundarios. Este es, por lo demás, un defecto común a todos los nacionalismos cuando no traducen o representan sino un interés oligárquico y conservador. Estos nacionalismos, de tipo o trama fascista, conciben la Nación como una realidad abstracta que suponen superior y distinta a la realidad concreta y viviente de sus ciudadanos. Y, por consiguiente, están siempre dispuestos a sacrificar al mito del hombre.
En el Perú hemos tenido un nacionalismo mucho menos intelectual, mucho más rudimentario e instintivo que los nacionalismos occidentales que así definen la Nación. Pero su praxis, si no su teoría, ha sido naturalmente la misma. La política peruana -burguesa en la costa, feudal en la Sierra- se ha caracterizado por su desconocimiento de valor del capital humano. Su rectificación, en este plano como en todos los demás, se inicia con la asimilación de una nueva ideología. La nueva generación siente y sabe que el progreso del Perú será ficticio, o por lo menos no será peruano, mientras no constituya la obra y no signifique el bienestar de la masa peruana, que en sus cuatro quintas partes, es indígena y campesina.
II
Uno de los aspectos sustantivos del problema del capital humano es el aspecto médico-social. En el haber de nuestra escasa bibliografía, tenemos que anotar, sobre este tema, un libro interesante. Se titula “Estudios sobre Geografía Médica y Patología del Perú”. Sus autores son dos médicos inteligentes y trabajadores, ambos funcionarios de sanidad, los doctores Sebastián Lorente y Raúl Flores Córdova. Este libro, en más de seiscientas páginas, densas de datos y de cifras, estudia documentadamente la realidad médico-social del Perú.
Los autores se muestran por supuesto, optimistas en su esfuerzo y en su esperanza. Pero el método positivo no consiente, en la investigación, engañosas ilusiones. La verdad de nuestra situación sanitaria emerge del libro precisa y categórica. Los índices de la mortalidad y de la morbilidad son en el Perú excesivos. El capital humano se mantiene casi estacionario. En la costa, el paludismo y la tuberculosis; en la sierra, el tifus y la viruela; en la selva, todos los morbos del trópico y el pantano, minan la población exigua de la república. No se tiene una cifra exacta de la población. Pero la cifra, comúnmente aceptada, de cinco millones, basta para constatar la debilidad y la lentitud de nuestro crecimiento demográfico. La mortalidad infantil es uno de los más terribles y trágicos frenos. En Lima y en el Callao mueren antes de llegar a un año de edad la cuarta parte de los niños. En los pueblecitos rurales de la costa el índice de la mortalidad infantil es mayor aún. Tengo a la vista la estadística demográfica del distrito de Pativilca del primer semestre del año en curso que acusa una mortalidad superior a la natalidad.
En el prefacio de su libro, los doctores Lorente y Flores Córdova escriben que ‘‘el panorama médico-social nos presenta en toda su magnitud y en toda su gravedad nuestro problema sanitario”. Su estudio no exagera, en ningún caso, la realidad; tal vez, en alguno, la atenúa. Lo que ensombrece el espíritu cuando se lee este volumen, -que ojalá arribara a las manos de todos los que tan fácilmente se equivocan respecto a la jerarquía o la gradación de los problemas nacionales- no es el juicio, moderado siempre, de los autores, sino el dato desnudo, la observación objetiva, la constatación anastigmática.
III
No me toca ocuparme del mérito teórico, del valor científico de estos ‘‘Estudios sobre Geografía Médica y Patología del Perú”. Su estimación pertenece, exclusivamente, a los profesionales, a los competentes. Pero, sin invadir campos de crítica ajenos, quiero señalar su utilidad y su importancia como documento actual y autorizado de la “realidad profunda” del Perú. Me parece evidente, por otra parte, que los doctores Lorente y Flores Córdova, han hecho un trabajo de sistemación y de compilación singularmente meritoria en un medio como el nuestro donde los hombres de estudio difícilmente intentan especulaciones de esta magnitud.
El libro de los doctores Lorente y Flores Córdova no está destinado únicamente al ámbito profesional. Interesa a todos los estudios. Su lectura es un viaje por un Perú menos pintoresco, pero más real del que otros libros nos describen o nos disfrazan.
IV
Los doctores Lorente y Flores Córdova no se contentan en su libro con acopiar, confrontar y clasificar datos preciosos. Solicitan, formal y premiosamente, una mayor atención para el tema del capital humano. ‘‘El problema que requiere en el Perú, más urgentemente, una solución orgánica y eficaz -escriben- es el problema sanitario, no solo porque cada día prevalece y se arraiga más en la conciencia de la época el concepto de que la defensa de la salud pública es un deber primordial de todo Estado moderno, sino, sobre todo, porque ningún otro concepto corresponde con mayor exactitud a apremiantes y evidentes exigencias de la realidad peruana”.
Esto es cierto, pero incompleto. El problema sanitario no puede ser considerado aisladamente. Se enlaza y se confunde con otros hondos problemas peruanos del dominio del sociólogo y del político. Los males, los morbos, de la sierra y de la costa, se alimentan principalmente de miseria y de ignorancia. El problema, a poco que se le penetre, se transforma en un problema económico, social y político. Pero a los distinguidos higienistas, autores de la “Geografía Médica del Perú”, no les tocaba este análisis. Su diagnóstico del mal tenía que ser solamente médico.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

E. D. Morel - Pedro S. Zulen

E. D. Morel - Pedro S. Zulen

I.
¿Quién, entre nosotros, debería haber escrito el elogio del gran profesor de idealismo E. D. Morel? Todos los que conozcan los rasgos esenciales del espíritu de E. D. Morel responderán, sin duda, que Pedro S. Zulen. Cuando, hace algunos días, encontré en la prensa europea la noticia de la muerte de Morel, pensé que esta “figura de la vida mundial” pertenecía, sobre todo, a Zulen. Y encargué a Jorge Basadre de comunicar a Zulen que E. D. Morel había muerto. Zulen estaba mucho más cerca de Morel que yo. Nadie podía escribir sobre Morel con más adhesión a su personalidad ni con más emoción de su obra.

Hoy esta asociación de Morel a Zulen se acentúa y se precisa en mi consciencia. Pienso que se trata de dos vidas paralelas. No de dos parejas sino, únicamente, de dos vidas paralelas, dentro del sentido que el concepto de vidas paralelas tiene en Plutarco. Bajo los matices externos de ambas vidas, tan lejanas en el espacio, se descubre la trama de una afinidad espiritual y de un parentesco ideológico que las aproxima en el tiempo y en la historia. Ambas vidas tienen de común, en primer lugar, su profundo idealismo. Las mueve una fe obstinada en la fuerza creadora del ideal y del espíritu. Las posee el sentimiento de su predestinación para un apostolado humanitario y altruista. Aproxima e identifica, además, a Zulen y Morel una honrada y proba filiación democrática. El pensamiento de Morel y de Zulen aparece análogamente nutrido de la ideología de la democracia pura.

Enfoquemos los episodios esenciales de la biografía de Morel. Antes de la guerra mundial, Morel ocupa ya un puesto entre los hombres de vanguardia de la Gran Bretaña. Denuncia implacablemente los métodos brutales del capitalismo en África y Asia. Insurge en defensa de los pueblos coloniales. Se convierte en el asertor más vehemente de los derechos de los hombres de color. Una civilización que asesina y extorsiona a los indígenas de Asia y África es para Morel una civilización criminal. Y la voz del gran europeo no clama en el desierto. Morel logra movilizar contra el imperialismo despótico y marcial de Occidente a muchos espíritus libres, a muchas conciencias independientes. El imperialismo británico encuentra uno de sus más implacables jueces en este austero fautor de la democracia. Más tarde, cuando la fiebre bélica, que la guerra difunde en Europa, trastorna e intoxica la inteligencia occidental, Morel es uno de los intelectuales que se mantienen fieles a la causa de la civilización. Milita activa y heroicamente en ese histórico grupo de consciencious objectors que, en plena guerra, afirma valientemente su pacifismo. Con los más puros y altos intelectuales de la Gran Bretaña -Bernard Shaw, Bertrand Russell, Norman Angell, Israel Zangwill- Morel defiende los fueros de la civilización y de la inteligencia frente a la guerra y la barbarie. Su propaganda pacifista, como secretario de la Unión of Democratic Control, le atrae un proceso. Sus jueces lo condenan a seis meses de prisión en agosto de 1917. Esta condena tiene, no obstante el silencio de la prensa, movilizada militarmente, una extensa repercusión europea. Romain Rolland escribe en Suiza una vibrante defensa de Morel. “Por todo lo que sé de él, -dice- por su actividad anterior a la guerra, por su apostolado contra los crímenes de la civilización en África, por sus artículos de guerra, muy raramente reproducidos en las revistas suizas y francesas, yo lo miro como un hombre de gran coraje y de fuerte fe. Siempre osó servir la verdad, servirla únicamente, sin cuidado de los peligros ni de los odios acumulados contra su persona y, lo que es mucho más raro y más difícil, sin cuidado de sus propias simpatías, de sus amistades, de su patria misma, cuando la verdad se encontraba en desacuerdo con su patria. Desde este punto de vista, él es de la estirpe de todos los grandes creyentes: cristianos de los primeros tiempos, reformadores del siglo de los combates, librepensadores de las épocas heroicas, todos aquellos que han puesto por encima de todo su fe en la verdad, bajo cualquier forma que esta se les presente, o divina, o laica, sagrada siempre”. Liberado, Morel reanuda su campaña. Mejores tiempos llegan para la Unión of Democratic Control. En las elecciones de 1921 el Independent Labour Party opone su candidatura a la de Winston Churchill, el más agresivo capataz del antisocialismo británico, en el distrito electoral de Dundee. Y, aunque todo diferencia a Morel del tipo de político o de agitador profesional, su victoria es completa. Esta victoria se repite en las elecciones de 1923 y en las elecciones de 1924. Morel se destaca entre las más conspicuas figuras intelectuales y morales del Labour Party. Aparece, en todo el vasto escenario mundial, como uno de los asertores más ilustres de la Paz y de la Democracia. Voces de Europa, de América y del Asia reclaman para Morel el premio Nobel de la paz. En este instante, lo abate la muerte.

La muerte de E. D. Morel -escribe Paul Colin en “Europe”- es un capítulo de nuestra vida que se acaba -y uno de aquellos en los cuales pensaremos más tarde con ferviente emoción. Pues él era, con Romain Rolland, el símbolo mismo de la Independencia del Espíritu. Su invencible optimismo, su honradez indomable, su modestia calvinista, su bella intransigencia, todo concurría a hacer de este hombre un guía, un consejero, un jefe espiritual”.
Como dice Colin, todo un capítulo de la historia del pacifismo termina con E. D. Morel. Ha sido Morel uno de los últimos grandes idealistas de la Democracia. Pertenece a la categoría de los hombres que, heroicamente, han hecho el proceso del capitalismo europeo y de sus crímenes; pero que no han podido ni han sabido ejecutar su condena.

II
Reivindiquemos para Pedro S. Zulen, ante todo, el honor y el mérito de haber salvado su pensamiento y su vida de la influencia de la generación con la cual le tocó convivir en su juventud. El pasadismo de una generación conservadora y hasta tradicionalista que, por uno de esos caprichos del paradojal léxico criollo, es apodada hasta ahora generación “futurista”, no logró depositar su polilla en la mentalidad de este hombre bueno e inquieto. Tampoco lograron seducirla el decadentismo y el estetismo de la generación “colónida”. Zulen se mantuvo al margen de ambas generaciones. Con los “colónidas” coincidía en la admiración al Poeta Eguren; pero del “colonidismo” lo separaba absolutamente su humor austero y ascético.

La juventud de Zulen nos ofrece su primera analogía concreta con E. D. Morel. Zulen dirige la mirada al drama de la raza peruana. Y, con una abnegación nobilísima, se consagra a la defensa del indígena. La Secretaría de la Asociación Pro-Indígena absorbe, consume sus energías. La reivindicación del indio es su ideal. A las redacciones de los diarios llegan todos los días las denuncias de la Asociación. Pero, menos afortunado que Morel en la Gran Bretaña, Zulen no consigue la adhesión de muchos espíritus libres a su obra. Casi solo la continua, sin embargo, con el mismo fervor, en medio de la indiferencia de un ambiente gélido. La Asociación Pro-Indígena no sirve para constatar la imposibilidad de resolver el problema del indio mediante patronato o ligas filantrópicas. Y para medir el grado de insensibilidad moral de la consciencia criolla.

Perece la Asociación Pro-Indígena; pero la causa del indio tiene siempre en Zulen su principal propugnador. En Jauja, a donde lo lleva su enfermedad, Zulen estudia al indio y aprende su lengua. Madura en Zulen, lentamente, la fe en el socialismo. Y se dirige una vez a los indios en términos que alarman y molestan la cuadrada estupidez de los caciques y funcionarios provincianos. Zulen es arrestado. Su posición frente al problema indígena se precisa y se define más cada día. Ni la filosofía ni la Universidad lo desvían, más tarde, de la más fuerte pasión de su alma.

Recuerdo nuestro encuentro en el Tercer Congreso Indígena, hace un año. El estrado y las primeras bancas de la sala de la Federación de Estudiantes estaban ocupadas por una polícroma multitud indígena. En las bancas de atrás, nos sentábamos los dos únicos espectadores de la Asamblea. Estos dos únicos espectadores éramos Zulen y yo. A nadie más había atraído este debate. Nuestro diálogo de esa noche aproximó definitivamente nuestros espíritus.
Y recuerdo otro encuentro más emocionado todavía: el encuentro de Pedro S. Zulen y de Ezequiel Urviola, organizador y delegado de las federaciones indígenas del Cuzco, en mi casa, hace tres meses. Zulen y Urviola se complacieron recíprocamente de conocerse. “El problema indígena—dijo Zulen—es el único problema del Perú”.

Zulen y Urviola no volvieron a verse. Ambos han muerto en el mismo día. Ambos, el intelectual erudito y universitario y el agitador oscuro, parecen haber tenido una misma muerte y un mismo sino.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Lo nacional y lo exótico

Lo nacional y lo exótico

Frecuentemente se oyen voces de alerta contra la asimilación de ideas extranjeras. Estas voces denuncian el peligro de que se difunda en el país una ideología inadecuada a la realidad nacional. Y no son una protesta de las supersticiones y de los prejuicios del difamado vulgo. En muchos casos, estas voces parten del estrato intelectual.

Podrían acusar una mera tendencia proteccionista dirigida a defender los productos de la inteligencia nacional de la concurrencia extranjera. Pero los adversarios de la ideología exótica solo rechazan las importaciones contrarias al interés conservador. Las importaciones útiles a ese interés no les parecen nunca malas, cualquiera que sea su procedencia. Se trata, pues, de una simple actitud reaccionaria, disfrazada de nacionalismo.

La tesis en cuestión se apoya en algunos frágiles lugares comunes. Más que una tesis es un dogma. Sus sostenedores demuestran, en verdad, muy poca imaginación. Demuestran, además, muy exiguo conocimiento de la realidad nacional. Quieren que se legisle para el Perú, que se piense y se escriba, para los peruanos y que se resuelva nacionalmente los problemas de la peruanidad anhelos que suponen amenazados por las filtraciones del pensamiento europeo. Pero todas estas afirmaciones son demasiado vagas y genéricas. No demarcan el límite de lo nacional y lo exótico. Invocan abstractamente una peruanidad que no intenta, antes, definir.

Esa peruanidad, confusamente insinuada, es un mito, es una ficción. La realidad nacional está menos desconectada, es menos independiente de Europa de lo que suponen nuestros nacionalistas. El Perú contemporáneo se mueve dentro de la órbita de la civilización occidental. La mistificada realidad nacional no es sino un segmento, una parcela de la vasta realidad mundial. Todo lo que el Perú contemporáneo estima lo ha recibido de esa civilización que no sé si los nacionalistas a ultranza calificarán también de exótica. ¿Existe hoy una ciencia, una filosofía, una democracia, un arte, existen máquinas, instituciones, leyes, genuina y característicamente peruanos? ¿El idioma que hablamos y que escribimos, el idioma siquiera, es acaso un reducto de la gente peruana?
El Perú es todavía una nacionalidad en formación. Lo están construyendo sobre los inertes estratos indígenas, los aluviones de la civilización occidental. La conquista española aniquiló la cultura incaica. Destruyó el Perú. Frustró la única peruanidad que ha existido.

Los españoles extirparon del suelo y de la raza todos los elementos vivos de la cultura indígena. Reemplazaron la religión incásica con la religión católica romana. De la cultura incásica no dejaron sino vestigios muertos. Los descendientes de los conquistadores y los colonizadores constituyeron el cimiento del Perú actual. La independencia fue realizada por esta población criolla. La idea de la libertad no brotó espontáneamente de nuestro suelo; su germen nos vino de fuera. Un acontecimiento europeo, la revolución francesa, engendró la independencia americana. Las raíces de la gesta libertadora se alimentaron de la ideología de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Un artificio histórico clasifica a Tupac Amaru como un precursor de la independencia peruana. La revolución de Tupac-Amaru la hicieron los indígenas; la revolución de la independencia la hicieron los criollos. Entre ambos acontecimientos no hubo consanguineidad espiritual ni ideológica. A Europa, de otro lado, no le debimos solo la doctrina de nuestra revolución, sino también la posibilidad de actuarla. Conflagrada y sacudida, España no pudo, primero, oponerse válidamente a la libertad de sus colonias. No pudo, más tarde, intentar su reconquista. Los Estados Unidos declararon su solidaridad con la libertad de la América española. Acontecimientos extranjeros en suma, siguieron influyendo en los destinos hispano-americanos. Antes y después de la revolución emancipadora, no faltó gente que creía que el Perú no estaba preparado para la independencia. Sin duda, encontraban exóticas la libertad y la democracia. Pero la historia no le da razón a esa gente negativa y escéptica, sino a la gente afirmativa, romántica, heroica, que pensó que son aptos para la libertad todos los pueblos que saben adquirirla.

La independencia aceleró la asimilación de la cultura europea. El desarrollo del país ha dependido directamente de este proceso de asimilación. El industrialismo, el maquinismo, todos los resortes materiales del progreso nos han llegado de fuera. Hemos tomado de Europa y Estados Unidos todo lo que hemos podido. Cuando se ha debilitado nuestro contacto con el extranjero, la vida nacional se ha deprimido. El Perú ha quedado así insertado dentro del organismo de la civilización occidental.
Una rápida excursión por la historia peruana nos entera de todos los elementos extranjeros que se mezclan y combinan en nuestra formación nacional. Contrastándolos, identificándolos, no es posible insistir en aserciones arbitrarias sobre la peruanidad. No es dable hablar de ideas políticas nacionales.

Tenemos el deber de no ignorar la realidad nacional; pero tenemos también el deber de no ignorar la realidad mundial. El Perú es un fragmento de un mundo que sigue una trayectoria solidaria. Los pueblos con más aptitud para el progreso son siempre aquellos con más aptitud para aceptar las consecuencias de su civilización y de su época. ¿Qué se pensaría de un hombre que rechazase, en el nombre de la peruanidad el aeroplano, el radium, el linotipo, considerándolos exóticos? Lo mismo se debe pensar del hombre que asume esa actitud ante las nuevas ideas y los nuevos hechos humanos.

Los viejos pueblos orientales a pesar de las raíces milenarias de sus instituciones, no se clausuran, no se aíslan. No se sienten independientes de la historia europea. Turquía, por ejemplo, no ha buscado su renovación en sus tradiciones islámicas, sino en las corrientes de la ideología occidental. Mustafá Kemal ha agredido las tradiciones. Ha despedido de Turquía al kalifa y a sus mujeres. Ha creado una república de tipo europeo. Este orientamiento revolucionario e iconoclasta no marca, naturalmente, un período de decadencia sino un período de renacimiento nacional. La nueva Turquía, la herética Turquía de Kemal ha sabido imponerse, con las armas y el espíritu, al respeto de Europa. La ortodoxa Turquía, la tradicionalista Turquía de los sultanes sufría, en cambio, casi sin protesta, todos los vejámenes y todas las expoliaciones de los occidentales. Presentemente Turquía no repudia la teoría ni la técnica de Europa; pero repele los ataques de los europeos a su libertad. Su tendencia a occidentalizarse no es una capitulación de su nacionalismo.

Así se comportan antiguas naciones poseedoras de formas políticas, sociales y religiosas propias y fisonómicas. ¿Cómo podrá, por consiguiente el Perú, que no ha cumplido aún su proceso de formación nacional, aislarse de las ideas y las emociones europeas? Un pueblo con voluntad de renovación y de crecimiento no puede clausurarse. Las relaciones internacionales de la Inteligencia tienen que ser, por fuerza, libre-cambistas. Ninguna idea que fructifica, ninguna idea que se aclimata, es una idea exótica. La propagación de una idea no es culpa ni es mérito de sus asertores; es culpa o es mérito de la historia. No es romántico pretender adaptar el Perú a una realidad nueva. Más romántico es querer negar esa realidad acusándola de concomitancias con la realidad extranjera. Un sociólogo ilustre dijo una vez que en estos pueblos sud-americanos falta “atmósfera de ideas”. Sería insensato enrarecer más esa atmósfera con la persecución de las ideas que, actualmente, están fecundando la historia humana. Y si místicamente, gandhianamente, deseamos separarnos y desvincularnos de la “satánica civilización europea”, como Gandhi la llama, debemos clausurar nuestros confines no solo a sus teorías sino también a sus máquinas para volver a las costumbres y a los ritos incásicos. Ningún nacionalista criollo aceptaría, seguramente esta extrema consecuencia de su jingoismo. Porque aquí el nacionalismo no brota de la tierra, no brota de la raza. El nacionalismo a ultranza es la única idea efectivamente exótica y forastera que aquí se propugna. Y que, por forastera y exótica, tiene muy poca chance de difundirse en el conglomerado nacional.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Edwin Elmore

I.
Era Edwin Elmore un hombre nuevo y un hombre puro. Esto es lo que no toca decir a los que en la generación apodada “futurista”, vemos una generación de hombres espiritual e intelectualmente viejos y a los que nos negamos a considerar en el escritor solamente la calidad de la obra, separándola o diferenciándola de la calidad del hombre.
Elmore supo conservarse joven y nuevo al lado de sus mayores. Lo distinguían y lo alejaban cada vez de estos su elan y su ser juveniles. El espíritu de Elmore no se conformaba con antiguas y prudentes verdades. Su inteligencia se negaba a petrificarse en los mismos mediocres moldes en que se congelaban las de los pávidos doctores y letrados que estaban a su derecha. Elmore quería encontrar la verdad por su propia cuenta. Toda su vida fue una búsqueda, un peregrinaje. Interrogaba a los libros, interrogaba a la época. Desde muy lejos presintió una verdad nueva. Hacia ella Elmore se puso en marcha a tientas y sin guía. Ninguna buena estrella encaminó sus pasos. Sin embargo, extraviándose unas veces, equivocándose otras, Elmore avanzó intrépido.
Llegó así Elmore a ser un hombre y un escritor descontento de su clase y de su ambiente. El caso no es raro. En las burguesías de todas las latitudes hay siempre almas que se rebelan y mentes que protestan.
II.
Se explica perfectamente, el que Elmore no alcanzase como escritor el mismo éxito, la misma notoriedad, que otros escritores de su tiempo. Para el gusto y el interés de las gentes inclinadas a admirar únicamente una retórica engolada y cadenciosa, una erudición solemne y arcaica o un sentimentalismo frívolo y musical, los temas y las preocupaciones de Elmore carecían en lo absoluto de valor y de precio. Elmore, como escritor, resultaba desplazado y extraño. Las saetas del superficial humorismo de un público empeñado en ser ante todo elegante y escéptico, tenía un blanco en el idealismo de este universitario que predicaba el evangelio de don Quijote a un auditorio de burocráticos Pachecos y académicos Sanenos.
El conservantismo de los viejos -viejos a pesar, muchas veces, de sus mejillas rosadas y tersas- miraba con recelo y con ironía el afán de Elmore de encontrar una ruta nueva. La inquietud de Elmore le parecía a toda esta gente una inquietud curiosamente absurda. El optimismo panglossiano y adiposo de los que perennemente se sentían en el mejor de los mundos posibles no podía comprender el vago pero categórico deseo de renovación que movía a Elmore. ¿Para qué inquietarse, -se preguntaba- por qué agitarse tan bizarramente?.
Procedente de una escuela conservadora y pasadista, Elmore tenía la audacia de examinar con simpatía nuevas ideas. No propugnaba abiertamente el socialismo: pero lo señalaba y estudiaba ya como el ideal y la meta de nuestro tiempo. Elmore se colocaba por si mismo fuera de la ortodoxia y del dogma de la plutocracia.
III.
El conflicto de la vida de Edwin Elmore era este. Elmore -como otros intelectuales- se obstinan en la ilusión y en la esperanza de hallar colaboradores para una renovación en una generación y una clase natural e íntimamente hostiles a su idealismo. Se daba cuenta de su egoísmo y de la superficialidad de sus mayores; pero no se decidía a condenarlos. Pensaba que “la ley del cambio es la ley de Dios”; pero pretendía comunicar su convicción a los herederos del pasado, a los centinelas de la tradición. Le faltaba idealismo.
En el fondo, su mentalidad era típicamente liberal. Una burguesía inteligente y progresista habría sabido conservarlo en su seno. Elmore temía demasiado al sectarismo. Era un liberal sincero, un liberal amplio, un liberal probo. Y, por consiguiente, comprendía el socialismo; pero no su disciplina ni su intransigencia. En este punto la ideología revolucionaria se mantuvo inasequible e ininteligible a Elmore. Y en este punto, por ende, se situó casi siempre el tema de mis conversaciones con él. Yo me esforzaba que el idealismo social para ser práctico, para no agotarse en un esfuerzo romántico y anti-histórico, necesita apoyarse concretamente en una clase y en sus reivindicaciones. Y yo sentí que su espíritu, prisionero aún de un idealismo un poco abstracto, pugnaba por aceptar plenamente la verdad de su tiempo. Su último trabajo “El nuevo Ayacucho”, publicado en el número de “Mundial” del centenario, es un acto de fe en su generación.
IV.
En los libros de Unamuno aprendió quijotismo. Elmore era uno de los muchos discípulos de Unamuno, como profesor de quijotismo, tiene en nuestra América. Sus predilecciones en el pensamiento hispánico -Unamuno, Alomar, Vasconcelos- reflejan y definen su temperamento. Elmore trabajaba noblemente por un nuevo ibero-americanismo. Concibió la idea de un congreso libre de intelectuales ibero-americanos. Y, como era propio de su carácter, puso toda su actividad al servicio de esta idea. Tenía una fe exaltada en los destinos del mundo y de la cultura hispánicas. Había adoptado el lema: “Por mi raza hablará el espíritu”. Repudiaba todas las formas y todos los disfraces del ibero-americanismo oficial.
Su ibero-americanismo se alimentaba de algunas ilusiones intelectuales, como tuve ocasión de remarcarlo en mis comentarios sobre la idea del congreso de escritores del idioma; pero, gradualmente, se precisaba cada día más como un sentimiento de juventud y vanguardia.
Ante su cadáver, hablemos y pensemos con alteza y dignidad. Puesto que Elmore fue un enamorado del sueño de Bolivar, digamos la frase bolivariana. “Se ha derramado la sangre del justo”. Callemos lo demás.
Su muerte decide su puesto en la historia y la lucha de las generaciones. Edwin Elmore, asertor de la fe de la juventud, pertenece al Perú nuevo. Solidario con Elmore en esa fe, yo saludo con respeto y con devoción su memoria. Sé que todos los hombres de mi generación y de mi ideología se descubren, con la misma emoción, ante la tumba de este hombre nuevo y puro.

José Carlos Mariátegui La Chira

El problema de la estadística

El problema de la estadística

I

Cuando se estudia cualquiera de los problemas nacionales, se tropieza invariablemente con un obstáculo que tiene a su vez la categoría de un problema: la falta de estadística. En el Perú no sabemos, por ejemplo, cuántos somos. Es decir no sabemos lo más elemental para el conocimiento del propio país. A los que nos piden la cifra de la población actual del Perú tenemos que responderles con el censo del 76 o con el cálculo de la Sociedad Geográfica del 96. La última cifra de que disponemos, además de ser solo aproximada, tiene fecha de hace treinta años.
Esta cifra, por no constituir el resultado de un censo oficial, no es aceptada por nadie sin beneficio de inventario. Estudios de geografía del Perú aparecidos en los últimos veinte años fijan una cifra menor. Lo que no quiere decir que, a juicio de sus autores, la población del Perú ha decrecido sino que el cálculo de la Sociedad Geográfica les parece demasiado inseguro.
Un nuevo censo general está decretado desde hace algún tiempo. Estas líneas no se proponen absolutamente solicitarlo. Descuentan su realización dentro de un breve plazo. El tópico que enfocan no es el del censo sino, en general, el de la estadística.
El día, sin duda próximo, en que, después de una complicada movilización de hombres y de dinero, tengamos censo, no tendremos todavía estadística. En los países donde existe estadística, no hay necesidad de empadronar a los habitantes para saber cuántos son. En el Perú, aún después de empadronarlos, no lo sabremos exactamente. Porque quedarán siempre fuera de todo padrón las tribus nómadas de la montaña, respecto a cuyo número los geógrafos no podrán, por mucho tiempo, informarnos verídicamente.

II

¿Hace falta remarcar que un país que no conoce su demografía, tampoco conoce su economía? No se puede saber lo que un país produce, consume y ahorra si se ignora esta cosa fundamental: la población. Todos los estudios, todas las previsiones sobre países como Alemania, Francia, Italia, etc., parten de este dato. El economista, el político, etc., antes de formular cualquier teoría antes de propugnar cualquier orientación averigua el movimiento demográfico, su ritmo y su proceso.
En un país donde no se puede contar a los hombres, menos aún se puede contar la producción. Se desconoce el primero de sus factores: el factor humano, el factor trabajo.
Desde hace algunos años tenemos en el Perú una Dirección General de Estadística que, claro está, funciona últimamente. Merced a la labor de este departamento se publica anualmente un “Extracto Estadístico del Perú”. Pero para esta obra no se dispone, materialmente, sino de los pocos datos que puede suministrarle el mecanismo de nuestra organización. A la dirección de Estadística no es posible pedirle milagros. Se mueve dentro de un ámbito limitado. Y, sobre todo, su objeto no es crear la estadística sino compilarla u ordenarla.
El “Extracto Estadístico” no nos dice en 1925, sobre la, población del Perú, más de lo que nos dijo en 1896 la Sociedad Geográfica. Es un conjunto de datos en su mayor parte fragmentarios Sus lagunas son inverosímiles.
Falta estadística del trabajo y de la producción industriales. La estadística agrícola es exigua. Se refiere casi exclusivamente a la producción de caña, algodón, arroz. No solo la pequeña producción sino casi toda la producción de la sierra y la montaña escapa a todo control. No existe una estadística de la propiedad agraria que permita saber, aproximadamente al menos, la proporción de grandes, medios y pequeños propietarios. El ‘‘Extracto Estadístico” no nos dice nada de cosas elementales. No nos ofrece los números índices del costo de la vida. Y apenas si señala el movimiento demográfico de unas cuantas ciudades.

III

Esta falta de Estadística depende, sin duda, de que el Perú es aún, como escribió hace varios años Víctor Maúrtua, un “país inorgánico”. La estadística requiere, precisamente, lo que Maúrtua, en su juicio preciso y exacto, echaba de menos en el Perú: organicidad. La estadística es un efecto, una consecuencia, un resultado. No puede ser elaborada artificialmente. Representa un signo de organicidad, de organización.
En un país organizado y orgánico, cada comuna funciona como una célula viva del Estado. No es posible, por consiguiente, que el Estado ignore nada de la población, del trabajo, de la producción, del consumo. Lo que se sustrae a su control es muy insignificante y adjetivo.
Pero en el Perú todos sabemos bien lo que son los municipios y hasta qué punto se puede hablar de municipios. El Estado no controla sino una parte de la población. Sobre la población indígena su autoridad pesa por intermedio y al arbitrio de la feudalidad o el gamonalismo... Y la propia feudalidad si impone a los indios una servidumbre, no puede ni sabe imponerles ninguna organización. Si se explora la sierra, se descubre enseguida formas e instituciones supérstites de un régimen o de un orden que se considera absoluta y definitivamente cancelado desde la dominación española.
El problema de la estadística no presenta, por tanto, menos complejidad que los otros problemas nacionales. No se puede avanzar gran cosa en su solución mientras no se avance otro tanto en una solución esencial de problemas más graves. Este problema, como todos, no se deja aislar, no se deja incomunicar. Cuando se resuelvan los problemas fundamentales de nuestra organización, se resolverá también este de un modo integral. Antes no.
Es evidente, sin embargo que entre tanto, se podría hacer muchísimo más de lo que se hace. Lo que del Perú se sabe estadísticamente está muy lejos de lo que es posible saber. Así como es factible, por ejemplo, el censo, son factibles muchas otras cosas. Nada excusa la falta de cuadros del movimiento demográfico de todas las ciudades. Nada excusa tampoco la falta de números índices del costo de la vida siquiera en las principales. Por lo menos los mayores centros de producción, de trabajo y de comercio del Perú deberían tener ya una verdadera estadística.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Poetas nuevos y poesía nueva

Los juegos florales me han comunicado con la nueva generación de poetas peruanos. Mis andanzas y mis estudios cosmopolitas me tenían desconectado de las cosas y de las emociones que aquí se riman. Hoy no me creo todavía muy enterado de la calidad ni del número de poetas jóvenes; pero sí de la temperatura y del humor de su poesía. Naturalmente los juegos florales no han atraído a todos los poetas nuevos. Los más íntimos, los más recatados, los más originales, les han rehusado hurañamente su contribución.
Parcialmente comprendo y comparto el sentimiento que los ha alejado de la fiesta. Los juegos florales son una ceremonia provinciana, cursi, medioeval. Aquí resultan, además, una costumbre extranjera y postiza. Me explico que su coreografía anacrónica no seduzca a todos los poetas. El fallo del jurado último no debe ser tomado, por consiguiente, como un juicio sumario sobre la poesía de la última generación.
Fuera de los juegos florales, he conocido varios poetas que merecen ser tratados de otra suerte. Sobre ninguno de ellos se puede decir aún una palabra definitiva. Sus personalidades están en formación. Pero nos han dado ya algunas anticipaciones muy nobles de su porvenir. Luis Berninzone posee una fantasía poderosa que no necesita sino encontrar una forma menos retórica y un gusto menos ornamental. Arnaldo Bazán, que apenas si ha tenido algún furtivo contacto con el público, es ya un intérprete hondo del sentimiento trágico de la vida. Juan María Merino Vigil acusa en sus versos y en su prosa un temperamento lírico y panteísta de insólitos matices. Juan Luis Velásquez, niño-poeta o poeta-niño, tiene la divina incoherencia de los inspirados. Hay en su pequeño libro algunos bellos disparates y dos o tres notas admirables. Jacobo Hurwitz no debe ser juzgado por su incipiente libro, que contiene, sin embargo, algunas emociones originales y sutiles. Magda Portal es algo muy raro y muy precioso en nuestra literatura: una poetisa. Mario Chávez gusta del funambulismo agresivo y pintoresco de los futuristas. Su poesía, es un cohete de luces polícromo y estridente. En torno mío se habla mucho y muy bien de Juan José Lora, inédito hasta ahora. Y, probablemente, el número de los poetas de esta generación es mayor aún. Yo no intento enumerarlos ni calificarlos a todos en mi elenco.
No nos faltan poetas nuevos. Lo que nos falta, más bien, es nueva poesía. (Los juegos florales reunieron, sobre la mesa del jurado, un muestrario exiguo de baratijas sentimentales, de ripios vulgares y de trucos desacreditados. La monotonía de este paisaje poético movió, sin duda, a Luis Alberto Sánchez a negar en su vigoroso discurso que la tristeza sea el elemento esencial de nuestra poesía. Esta poesía, dice Sánchez no es triste sino melancólica. Triste es Vallejo; pero no Ureta. Yo agrego que, más que melancólico, el tono de nuestra poesía es hipocondriaco. Pero no acepto la tesis de que estos versos sean extraños al ambiente. No es cierto que nuestra gente sea alegre. Aquí no hay ni ha habido alegría. Nuestra gente tiene casi siempre un humor aburrido, asténico y gris. Es jaranera, pero no jocunda. La jarana es una de las formas de su astenia. Nos falta la euforia, nos falta la juventud de los occidentales. Somos más asiáticos que europeos. ¡Qué vieja, qué cansada, parece esta joven tierra sud-americana al lado de la anciana Europa! No es posible saberlo, no es posible sentirlo, sino cuando, en un ambiente occidental, confrontamos nuestra psicología con la de la psicología europea. El europeo tiene una espontánea aptitud orgánica para creer que la vida es bella; nosotros para suponerla triste, aburrida, pesada. “La vita e bella e degna di essere magnificamente vissuta” dice D’Annunzio y su frase refleja el optimismo de su pueblo apasionado voluptuoso y panteísta. El criollo es insensible a la ingenuidad de los ‘‘lieder” alemanes y escandinavos. No entiende la efusión, la plenitud con que el europeo se entrega íntegro, sin reserva a la alegría y al placer de una fiesta. Tampoco sabe que el europeo con la misma efusión y la misma plenitud se da entero a la vida. Aquí la embriaguez es melancólica o pendenciera y los borrachos, sin saber por qué lloran o riñen. Aunque una convención literaria y ridícula nos anexe a la raza latina -¡latinos, nosotros!- nuestra alma amarilla o cetrina no fraternizará jamás con el alma blonda de los occidentales. Nunca comprenderemos el valor eufórico del cielo azul ni de los verdes racimos del Latino. Hasta la voluptuosidad, hasta el placer son aquí un poco malhumorados y descontentos. Eros es regañón y agridulce. Nuestra gente, parece, casi siempre fastidiada, desalentada, nostálgica. Flotan los chistes sobre una laguna enferma, sobre una palude de tedio.
La tristeza, como todas las cosas, tiene sus calidades y sus jerarquías. Nuestra gente padece de una tristeza superficial e insípida. Por eso, Luis Alberto, la llamamos melancolía. Por la literatura y la vida europeas ha pasado una gélida ráfaga de pesimismo y de desesperanzas. Andrehiew, Gorky, Block, Barbusse, son tristes. El mismo Pirandello, en su actitud escéptica y relativista, también lo es. El humorismo y el escepticismo contemporáneos son amargos. Aparecen como la sonrisa de un alma desencantada. Pero los criollos no son tristes así. No son tampoco desesperada, trágica, wertherianamente tristes. Nuestra poesía no ha destilado, por eso el acre zumo, las “gotas amargas” de la poesía de José Asunción Silva, las raíces de la melancolía criolla, sobre todo de la melancolía limeña, no son muy profundas ni muy excelsas. Sus gérmenes son la pobreza, la anemia, la limitación, el provincianismo del ambiente. La gente tiene aquí muy modestos horizontes espirituales y materiales. Y es, en parte, por esta causa trivial, que se aburre y bosteza. Está además demasiado nutrida de malas lecturas españolas. Abundan en nuestra poesía mediocres rapsodias de motivos musicales flamencos o castellanos. El clima y la meteorología deben influir también en esta crónica depresión de las almas. La melancolía peruana es la neblina persistente e invencible de un trópico sin gran sol y sin grandes tempestades. El Perú no es solo Lima; en el Perú hay como en otros países, ortos y tramontos suntuosos, cielos azules, nieves cándidas, etc. Pero Lima da el ejemplo e impone las modas. Su irradiación sobre la vida espiritual de las provincias es intensa y constante. Solo los temperamentos fuertes -César Vallejos, César Rodríguez, etc.- saben resistir a su influencia mórbida. Finalmente, ¿no será acaso esta melancolía un simple producto biliar? “En el amor y en otras cosas de menor cuantía todo depende de la digestión” dice Luis C. López. Lo evidente es que vivimos dentro de un círculo vicioso. La poesía melancólica aburre a la gente y el aburrimiento de la gente segrega poesía melancólica. A algunos de nuestros poetas les convendría confesarse con un médico y, como en los versos de Silva, decirle: “Doctor, un desencanto de la vida, etc.” El médico les daría, también como en los versos de Silva, varios consejos higiénicos y un diagnóstico doloroso.
Es cierto que el mundo moderno anda neurasténico y un poco cansado, pero la neurastenia de las grandes urbes es de otro género y es además muy compleja, muy honda y muy pintoresca. La neurastenia de nuestra gente es artificial y monótona. Su cansancio es el cansancio de los que no han hecho nada.
Y no es el caso de hablar de modernismo. El modernismo no es solo una cuestión de forma, sino, sobre todo, de esencia. No es modernista el que se contenta de una audacia o una arbitrariedad externas de sintaxis o de metro. Bajo el traje huachafamente nuevo, se siente intacta la vieja sustancia. ¿Para qué trasgredir la gramática si los ingredientes espirituales de la poesía son los mismos de hace veinte o cincuenta años? “Il faut etre absolument moderne”, como decía Rimbaud; pero hay que ser moderno espiritualmente. Aquí se respira, generalmente, en los dominios del arte y la inteligencia, un pasadismo incurable y enfermizo. Nuestros poetas se refugian, voluptuosamente, en la evocación y en la nostalgia más pueriles, como si su contorno actual careciese de emoción y de interés. No osan domar la Belleza sino cuando la suponen suficientemente doméstico. El futurismo, el dadaísmo, el cubismo, son en las grandes urbes un fenómeno espontáneo, un producto genuino de la vida. El estilo nuevo de la poesía es cosmopolita y urbano. Es la espuma de una civilización ultrasensible y quintaesenciada. No es asequible por ende a un ambiente provinciano. Es una moda que no encuentra aquí los elementos necesarios para aclimatarse. Es el perfume, es el efluvio lírico del espíritu humorista, escéptico, relativista de la decadencia burguesa. Esta poesía, sin solemnidad y sin dramaticidad, que aspira a ser un juego, un deporte, una pirueta, no florecerá entre nosotros.
No es tampoco el caso de hablar de decadencia de la poesía peruana. No decae sino lo que alguna vez ha sido grande. Y una rápida investigación nos persuadirá de que la poesía de ayer no era mejor que la poesía de hoy. Los poetas de hoy no usan como los de ayer, unas melenas muy largas y unas camisas muy sucias. Su higiene y su estética han ganado mucho. Las brisas y los barcos del Occidente traen un polen nuevo. Algunos artistas de la nueva generación comprenden ya que la torre de marfil era la triste celda de un alma exangüe y anémica. Abandonan el ritornello gris de la melancolía, y se aproximan al dolor social que les descubrirá un mundo menos finito. De estos artistas podemos esperar una poesía más humana, más fecunda, más espontánea, más biológica.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Nacionalismo y vanguardismo en la literatura y en el arte

I.
En el terreno de la literatura y del arte, quienes no gusten de aventurarse en otros campos percibirán fácilmente el sentido y el valor nacionales de todo positivo y auténtico vanguardismo. Lo más nacional de una literatura en siempre lo más hondamente revolucionario. I esto resulta muy lógico y muy claro.
Una nueva escuela, una nueva tendencia literaria o artística sus puntos de apoyo en el presente. Si no los encuentra perece fatalmente. En cambio las viejas escuelas, las viejas tendencias se contentan de representar los residuos espirituales y formales del pasado.
Por ende, solo concibiendo a la nación como una realidad estática se puede suponer un espíritu y una inspiración más nacionalista en los repetidores y rapsodas de un arte viejo que en los creadores o inventores de un arte nuevo. La nación vive en los precursores de su provenir mucho más que en los supérstites de su pasado.
Demostremos y expliquemos esta tesis con algunos hechos concretos. Las aserciones demasiado generales o demasiado abstractas tienen el peligro de parecer sofisticadas o, por lo menos, insuficientes.
II.
He tenido ya ocasión de sostener que en el movimiento futurista italiano no es posible no reconocer un gesto espontáneo del genio de Italia y que los iconoclastas que se proponían limpiar Italia de sus museos, de sus ruinas, de sus reliquias, de todas sus cosas venerables estaban movidos en el fondo por un profundo amor a Italia.
El estudio de la biología del futurismo italiano conduce irremediablemente a esta constatación. El futurismo ha representado, no como modalidad literaria y artística, sino como actitud espiritual, un instante de la conciencia italiana. Los artistas y escritores futuristas, insurgieron estrepitosa y destempladamente contra los vestigios del pasado, afirmaban el derecho y la aptitud de Italia para renovarse y superarse en la literatura y en el arte.
Cumplida esta misión, el futurismo cesó de ser, como en sus primeros tiempos, un movimiento sostenido por los más puros y altos valores artísticos de Italia. Pero subsistió es estado de ánimo que había suscitado. Y en este estado de ánimo se preparó, en parte, el fenómeno fascista, tan acendradamente nacional en sus raíces según sus apologistas. El futurismo se hizo fascista porque el arte no domina a la política. Y sobre todo porque fueron los fascistas quienes conquistaron Roma. Mas, con idéntica facilidad, se habría hecho socialista, si se hubiese realizado, victoriosamente, la revolución proletaria. Y en este caso, su suerte habría sido diferente. En vez de desaparecer definitivamente, como movimiento o escuela artística, (esta ha sido la suerte que le ha tocado bajo el fascismo) el futurismo habría logrado entonces un renacimiento vigoroso. El fascismo, después de haber explotado su impulso y su espíritu, ha obligado al futurismo a aceptar sus principios reaccionarios, esto es a renegarse a sí mismo teórica y prácticamente. La revolución, en tanto, habría estimulado y acrecentado su voluntad de crear un arte nuevo en una sociedad nueva.
Esta ha sido, por ejemplo, la suerte del futurismo en Rusia. El futurismo ruso constituía un movimiento más o menos gemelo del futurismo italiano. Entre ambos futurismos existieron constantes y estrechas relaciones. Y así como el futurismo italiano siguió al fascismo, el futurismo ruso se adhirió a la revolución proletaria. Rusia es el único país de Europa donde, como lo constata con satisfacción Guillermo de Torre, el arte futurista ha sido elevado a la categoría de arte oficial.
En Rusia esta victoria no ha sido obtenida a costa de una abdicación. El futurismo en Rusia ha continuado siendo futurismo. No se ha dejado domesticar como en Italia. Ha seguido sintiéndose factor del porvenir. Mientras en Italia el futurismo no tiene ya un solo gran poeta en plena beligerancia iconoclasta y futurista, en Rusia Mayakowski, cantor de la revolución, ha alcanzado en este oficio sus más perdurables triunfos.
III.
Pero para establecer más exacta y precisamente el carácter emocional de todo vanguardismo, tornemos a nuestra América. Los poetas nuevos de la Argentina constituyen un interesante ejemplo. Todos ellos están nutridos de estética europea. Todos o casi todos han viajado en uno de esos vagones de la Compagnie des Grands Expres Europeens que para Blaise Cendrars, Valery, Larbaur y Paul Morand son sin duda los vehículos de la unidad europea además de los elementos indispensables de una nueva sensibilidad literaria.
Y bien. No obstante esta impregnación de cosmopolitismo, no obstante su concepción ecuménica del arte, los mejores de estos poetas vanguardistas siguen siendo los más argentinos. La argentinidad de Girondo, Guiraldes, Borges, etc. no es menos evidente que su cosmopolitismo. El vanguardismo literario argentino se denomina “martinfierrismo” quien alguna vez haya leído el periódico de ese núcleo de artistas, Martín Fierro, habrá encontrado en él al mismo tiempo que los más recientes ecos del arte ultramoderno de Europa, los más auténticos acentos gauchos.
¿Cuál es el secreto de esta capacidad de sentir las cosas del mundo y del terruño? La respuesta es fácil. La personalidad del artista, la personalidad del hombre, no se realiza plenamente sino cuando sabe ser superior a toda limitación.
IV.
En la literatura peruana, aunque con menos intensidad, advertimos el mismo fenómeno. En tanto que la literatura peruana conservó un carácter conservador y académico, no supo ser real y profundamente peruana. Hasta hace muy pocos años, nuestra literatura no ha sido sino una modesta colonia de la literatura española. Su transformación, a este respecto como a otros, empieza con el movimiento “Colónida”. En Valdelomar se dio el caso de literato en quien se juntan y combinan el sentimiento cosmopolita y el sentimiento nacional. El amor snobista a las cosas y a las modas europeas no sofocó ni atenuó en Valdelomar el amor a las rústicas y humildes cosas de su tierra y de su aldea. Por el contrario, contribuyó tal vez a suscitarlo y exaltarlo.
Y ahora el fenómeno se acentúa. Lo que más nos atrae, lo que más nos emociona tal vez en el poeta César Vallejo es la trama indígena, el fondo autóctono de su arte. Vallejo es muy nuestro, es muy indio. El hecho de que lo estimemos y lo comprendamos no es un producto del azar. No es tampoco una consecuencia exclusiva de su genio. Es más bien una prueba de que, por estos caminos cosmopolitas y ecuménicos, que tanto se nos reprochan, nos vamos acercando cada vez más a nosotros mismos.

José Carlos Mariátegui La Chira

El idealismo de Edwin Elmore

I.
El mejor homenaje que podemos rendir a Edwin Elmore quienes lo conocimos y estimamos es, talvez, es de revelarlo. Su firma era familiar para todos los que entre nosotros tienen el que Valery Larbad ruiseñamente llama “ce vice impuni, la lecture”. Pero Elmore pertenecía al número de aquellos escritores de quienes se dice que no han “llegado” al público. El público ignora en estos casos las ideas, las actitudes del escritor; pero ignora un poco al escritor mismo. Edwin Elmore no había buscado ninguno de los tres éxitos que en nuestro medio recomiendan a un intelectual a la atención pública: éxito literario, éxito universitario, éxito periodístico. I en su obra dispersa e inquieta, no está toda su personalidad. Su personalidad no ha sacudido fuertemente al público sino en su muerte.
Digamos sus amigos, sus compañeros, lo que sabemos de ella. Todos nuestros recuerdos, todas nuestras impresiones honran, seguramente, la memoria del hombre y del escritor. Lo presentan como un intelectual que sentía la necesidad de dar a su pensamiento y a su acción una meta generosa y elevada.
Personalidad singular, y un poco extraña, en este pueblo. Se reconocía en Elmore los rasgos espirituales de su estirpe anglo-sajona. Tenía de los anglo-sajones el liberalismo. El espíritu religioso y puritano. El temperamento mas bien ético que estético. La confianza en el poder del espíritu.
II.
Este hombre de raza anglo-sajona quiso ser un vehemente asertor de ibero-americanismo. “El genio ibero, la raza ibera, -decía- renace entre nosotros se renueva entre América”.
Pensaba que la cultura del porvenir debía ser una cultura ibérica. Mas aún. Creía que este renacimiento hispánico estaba ya gestándose.
Yo le demandaba las razones en que se apoyaba su creencia, mejor dicho su predicción. Yo quería hechos evidentes, signos contrastables. Pero la creencia de Elmore no necesitaba de los hechos ni de los signos que yo le pedía. Era una creencia religiosa.
-Usted tiene la fe del carbonero- de dije una vez
Y el me respondió convencido que sí.
Su fe era, en verdad, una fe mística. Pero, precisamente, por esto, era tan fuerte y honda. En sus ojos iluminados leí la esperanza de que la fe obraría el milagro.
III.
Como mílite de esta fe, como cruzado de esta creencia, Edwin Elmore servía la idea de la celebración de un congreso de intelectuales ibero-americanos. No lo movía absolutamente, -como podían suponer los malévolos, los hostiles- ninguna ambición de notoriedad internacional de su nombre. Lo movía más bien, como en todas las empresas de su vida, la necesidad de gastar su energía por una idea noble y alta.
En nuestras conversaciones sobre el tema del congreso comprendí lo acendrado de su liberalismo. Elmore no sabía ser intolerante. Yo le sostenía que el congreso, para ser fecundo, debía ser un congreso de la nueva generación. Un congreso de espíritu y de mentalidad revolucionarias. Por consiguiente, había que excluir de él a todos los intelectuales de pensamiento y ánimos conservadores.
Elmore rechazaba toda idea de exclusión.
-Ingenieros- me decía- piensa como Usted. Quiere un congreso casi sectario. Yo creo que debemos oír a todos los hombres aferrados a la tradición y al pasado. Antes de repudiarlos, antes de condenarlos, debemos escucharlos una última vez.
Había instantes en que admitía la lógica de mi intransigencia. Pero, luego, su liberalismo reaccionaba.
IV.
Edwin Elmore no podía concebir que un individuo, una categoría, un pueblo, viviesen sin ideal. La somnolencia criolla y sensual del ambiente lo desesperaba. “¡No hacemos nada por salir del marasmo!”- exclamaba. I mostraba todos los días, en sus palabras y en sus actos, el afán de “hacer algo”.
La gran jornada del 23 de mayo le descubrió al proletariado. Elmore empezó entonces a comprender a la masa. Empezó entonces a percibir en su oscuro seno la llama de un ideal verdaderamente grande. Sitió que el proletariado, además de ser una fuerza material, es también una fuerza espiritual. En los pobres encontró lo que acaso nunca encontró en los ricos.
V.
Lo preocupaban todos los grandes problemas de la época. Sus estudios, sus inquietudes no son bastante conocidos. Elmore se dirigía muy poco al público. Se dirigía generalmente a los intelectuales. Su pensamiento está más en sus cartas que en sus artículos. Se empeñaba en recordar a los intelectuales los deberes del servicio del Espíritu. Esta era su ilusión. Este era su error. Por culpa de esta ilusión y de este error, la mayor parte de su obra y de su vida queda ignorada. Elmore pretendía ser un agitador de intelectuales. No reparaba en que para agitar a los intelectuales, hay que agitar primero a la muchedumbre.
VI.
Por invitación suya escribí, en cinco artículos, una “introducción al problema de la educación pública”. Elmore trabajaba por conseguir una contribución sustanciosa de los intelectuales peruanos al debate o estudio de los temas de nuestra América planteado por la Unión Latinoamericana de Buenos Aires y por “Repertorio Americano” de Costa Rica. Dichos artículos han merecido el honor de ser reproducidos en diversos órganos de la cultura americana. Quiero, por esto, dejar constancia de su origen. I declarar que los dedico a la memoria de Elmore.
Recuerdo que en una de nuestras conversaciones me dijo:
-He resuelto mi problema personal, el problema de mi felicidad, casándome con la mujer elegida. Ahora me siento frente al problema de mi generación.
Yo traduje así su frase:
-Mi vida ha alcanzado sus fines individuales. Ahora debe servir un fin social.
Estoy pronto.
Estaba, en verdad, pronto para ocupar su puesto de combate. Cuando le ha tocado probarlo, ha dado su vida entera.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Nacionalismo y Vanguardismo en la ideología política

Es posible que a algunos recalcitrantes conservadores de incontestable buena fe los haga sonreír la aserción de que lo más peruano, lo más nacional del Perú contemporáneo es el sentimiento de la nueva generación. Esta es, sin embargo, una de las verdades más fáciles de demostrar. Que el conservantismo no pueda ni sepa entenderla es una cosa que se explica perfectamente. Pero no disminuye ni oscurece su evidencia.
Para conocer cómo siente y cómo piensa la nueva generación, una crítica leal y seria empezará sin duda por averiguar cuáles son sus reivindicaciones. Le tocará constatar, por consiguiente, que la reivindicación capital de nuestro vanguardismo es la reivindicación del indio. Este hecho no tolera mistificaciones no consiente equívocos.
Traducido a un lenguaje inteligible para todos, inclusive, para los conservadores, el problema indígena se presenta como el problema de cuatro millones de peruanos. Expuesto en términos nacionalistas, -insospechables y ortodoxos- se presenta como el problema de la asimilación a la nacionalidad peruana de las cuatro quintas partes de la población del Perú.
¿Cómo negar la peruanidad de un ideario y de un programa que proclama con tan vehemente ardimiento, su anhelo y su voluntad de resolver este problema?
II.
Los discípulos del nacionalismo monarquista de “L’Action Francaise” adoptan, probablemente la fórmula de Maurras: “Todo lo nacional es nuestro”. Pero su conservantismo se guarda mucho de definir lo nacional, lo peruano. Teórica y prácticamente el conservador criollo se comporta como un heredero de la colonia y como un descendiente de la conquista. Lo nacional, para todos nuestros pasadistas, comienza en lo colonial. Lo indígena es en su sentimiento, aunque no lo sea en su tesis, lo pre-nacional. El conservantismo no puede concebir ni admitir sino una peruanidad: la formada en los moldes de España y Roma. Este sentimiento de la peruanidad tiene graves consecuencias para la teoría y la práctica del propio nacionalismo que inspira y engendra. La primera consiste en que la limita a cuatro siglos la historia de la patria peruana. I cuatro siglos de tradición tienen que parecerle muy poca cosa a cualquier nacionalismo, aún al más modesto e iluso. Ningún nacionalismo sólido aparece en nuestro tiempo como una elaboración de solo cuatro siglos de historia.
Para sentir a sus espaldas una antigüedad más respetable e ilustre, el nacionalismo reaccionario recurre invariablemente al artificio de anexarse no solo todo el pasado y toda la gloria de España sino también todo el pasado y la gloria de la latinidad. Las raíces de la nacionalidad resultan ser hispanas y latinas. El Perú, como se lo representa esta gente, no desciende del Inkario autóctono; desciende del imperio extranjero que le impuso hace cuatro siglos su ley, su confesión y su idioma.
Maurice Barrés en una frase que vale sin duda como artículo de fe para nuestros reaccionarios, decía que la patria son la tierra y los muertos. Ningún nacionalismo puede prescindir de la tierra. Este es el drama del que en el Perú, además de acogerse a una ideología importada, representa el espíritu y los intereses de la conquista y la colonia.
III.
En oposición a este espíritu, la vanguardia propugna la reconstrucción peruana sobre la base del indio. La nueva generación reivindica nuestro verdadero pasado, nuestra verdadera historia. El pasadismo se contenta, entre nosotros, con los frágiles recuerdos galantes del virreinato. El vanguardismo, en tanto, busca para su obra materiales más genuinamente peruanos, más remotamente antiguos.
I su indigenismo no es una especulación literaria ni un pasatiempo romántico. No es un indigenismo que, como muchos otros, se resuelve y agota en una inocua apología del Imperio de los Incas y de sus faustes. Los indigenistas revolucionarios, en lugar de un platónico amor al pasado incaico, manifiestan una activa y concreta solidaridad con el indio de hoy.
Este indigenismo no sueña con utópicas restauraciones. Siente el pasado como una raíz, pero no como un programa. Su concepción de la historia y de sus fenómenos es realista y moderna. No ignora ni olvida ninguno de los hechos históricos que, en estos cuatro siglos, han modificado, con la realidad del Perú, la realidad del mundo.
IV.
Cuando se supone a la juventud seducida por mirajes extranjeros y por doctrinas exóticas, se parte, seguramente, de una interpretación superficial de las relaciones entre nacionalismo y socialismo. El socialismo no es, en ningún país del mundo, un movimiento anti-nacional. Puede parecerlo, talvez, en los imperios. En Inglaterra, en Francia, en Estados Unidos, etc, los revolucionarios denuncian y combaten el imperialismo de sus propios gobiernos. Pero la función de la idea socialista cambia en los pueblos política o económicamente coloniales. En esos pueblos, el socialismo adquiere por la fuerza de las circunstancias, sin renegar absolutamente ninguno de sus principios, una actitud nacionalista. Quienes sigan el proceso de las agitaciones nacionalista riffeña, ejipcia, china, hindú, etc, se explicarán sin dificultad este aspecto, totalmente lógico, de la praxis revolucionaria. Observarán, desde el primer momento, el carácter esencialmente popular de tales agitaciones. El imperialismo y el capitalismo de Occidente encuentran siempre una resistencia mínima, si no una sumisión completa, en las clases conservadoras, en las clases dominantes de los pueblos coloniales. Las reivindicaciones de independencia nacional reciben su impulso y su energía de la masa popular. En Turquía, donde se ha operado en los últimos años el más vigoroso y afortunado movimiento nacionalista, se ha podido estudiar exacta y cabalmente este fenómeno. Turquía ha renacido como nación por mérito y obra de su gente revolucionaria, no de su gente conservadora. El mismo impulso histórico que arrojó del Asia Menor a los griegos, inflingiendo una derrota al imperialismo británico echó de Constantinopla al Kalifa y a su corte.
Uno de los fenómenos más interesantes, uno de los movimientos más extensos de esta época es, precisamente, este nacionalismo revolucionario, este patriotismo revolucionario. La idea de la nación -lo ha dicho un internacionalista- es en ciertos periodos históricos la encarnación del espíritu de libertad. En el Occidente europeo, donde la vemos más envejecida, ha sido, en su origen y en su desarrollo, una idea revolucionaria. Ahora tiene este valor en todos los pueblos que, explotados por algún imperialismo extranjero, luchan por su libertad nacional.
En el Perú los que representan e interpretan la peruanidad son quienes, concibiéndola como una afirmación y no como una negación, trabajan por dar de nuevo una patria a los que, conquistados y sometidos por los españoles, la perdieron hace cuatro siglos y no la han recuperado todavía.

José Carlos Mariátegui La Chira

La historia económica nacional

La contribución de Cesar A. Ugarte al estudio de la historia de la economía peruana, se resume y ordena, por el momento, en un libro que llega con evidente oportunidad. Por primera vez en el Perú, para la interpretación de la historia y los problemas nacionales, se explora y analiza de preferencia su estrato económico; y por primera vez también, una generación verdaderamente idealista, superando el romanticismo degenerado y retórico de sus mediocres antecesores, en vez de entretenerse en la requisitoria o la apología de hombres y palabras esclarece realísticamente el juego complejo de las acciones y reacciones de que esos hombres y esas palabras no son sino en síntoma y el signo. Nunca como ahora se planteó el debate de los problemas nacionales en un terreno prevalentemente económico.
El “Bosquejo de Historia Económica del Perú” de Ugarte no tiene antecedentes en nuestra historiografía. Las recopilaciones de documentos oficiales no constituyen sino un índice -incompleto por otra parte- de la historia de las finanzas del Estado. La dispersión y el desorden de los datos disponibles estorban, además, toda tentativa de explicación metódica y orgánica de nuestra economía. Estas circunstancias enaltecen y avaloran el esfuerzo de Ugarte que, con tan honrado concepto de su responsabilidad, dicta el curso de historia económica y finanzas del Perú en la Facultad de Ciencias Políticas.
Por ahora Ugarte no nos da sino un bosquejo, un esquema de la historia económica nacional que, en lo tocante a las finanzas del Estado, se detiene en la administración de Piérola. Pero de su probada capacidad de estudioso y de investigador debemos esperar con confianza una obra cabal. Ugarte nos anuncia ya un estudio de la historia financiera de los últimos cinco años. Su “Bosquejo” representa únicamente una etapa vencida de su labor.
En este libro encontramos, como es lógico, todas las características de su temperamento y su personalidad intelectuales: mesura en el juicio, prudencia las proposiciones, relativismo en el criterio. Mi sinceridad me obliga a declarar que estas son cualidades que constato con aprecio pero sin entusiasmo. Pienso que Ugarte extrema sus virtudes, casi hasta el punto de estatizarlas. Su preocupación de equilibrio, de discreción de cautela, resultan en él, a la postre, una preocupación desmesurada, excesiva. El exceso de prudencia aparece tan peligroso como todos los otros excesos que cuidadosamente esquiva o evita. Se podría decir que el exceso de Ugarte es su extremo afán de medida.
De este afán se resiente, en mi opinión, el “Bosquejo”. La exposición es casi siempre justa y exacta; pero las conclusiones son con frecuencia débiles y difusas. El empeño de abarcar, objetiva y panorámicamente todas las faces de un fenómeno, conduce a veces a Ugarte a reproducir parcialmente alguno de sus principales aspectos a medir de soslayo alguna de sus dimensiones. Ugarte, por ejemplo, concretamente no define los rasgos sustantivos de la economía de la República. No denuncia categóricamente la subsistencia de su subestructura feudal.
Muestra una aprensión exagerada respecto al materialismo histórico, atribuyéndole un interpretación unilateral de la historia. Mi marxismo, en esta materia, tendría que hacerle algunos reproches. Pero prefiero aguardar la ocasión en que Ugarte nos precise y aclare mejor sus reservas. No es posible deducir su alcance de una breve restricción teórica de su concepto sobre la influencia del factor económico.
En la gradación que Ugarte establece para los factores de un fenómeno, su prudente tendencia a mantenerse dentro de un estricto eclecticismo, tiene a veces el efecto de relegar el factor fundamental o, por lo menos, de suponerle equivalencia con factores secundarios y aún extraños. Ugarte escribe, verbigracia, que “el clima debilitante de la Costa, que favoreció la molicie de los españoles y criollos, alejó al indio”. Bien sabemos que lo que alejó al indio de la costa, decidiendo la importación de esclavos negros, no fue precisamente el clima sino el método de colonización de los españoles, que en tres siglos diezmó a la raza autóctona. No hace falta atribuir a la Naturaleza lo que debe atribuirse exclusivamente al régimen económico y político de los colonizadores. La población indígena de la costa, antes de la Conquista, fue bastante numerosa para permitir el trabajo de una extensión de tierra mucho mayor que la cultivada después, bajo la colonia y bajo la república. Los vestigios de canales de irrigación lo demuestran plenamente en varios puntos de la costa.
De igual modo, cuando examina las causas de la insipiencia de la industria fabril en el Perú, Ugarte olvida una que, sin embargo, tiene especial valor como dato del carácter colonial de nuestra economía. La falta del interés del capital extranjero en fomentar esta clase de trabajo. Las grandes firmas, importadoras y exportadoras, controlan y dominan nuestra economía. Y mientras en su interés está evidentemente la explotación del país como fuente de materias primas, no está en cambio la implantación en él de industrias manufactureras. Más ventajoso les es continuar como intermediarias de sus importaciones.
Hechas estas salvedades, no es posible dejar de reconocer que el “Bosquejo de Historia Económica” de Ugarte ofrece a los estudiosos, a la vez que un buen esquema de nuestra evolución de nuestra economía, un conjunto de observaciones inteligentes y sagaces. Tiene Ugarte, en su libro, certeros juicios. Rectifica, con ponderación, pero con firmeza, algunos conceptos que podríamos llamar de circulación forzosa, que hasta ahora enturbian el criterio histórico de nuestras gentes. Apunta que con Piérola, en 1895, tuvimos “un presidente netamente conservador, lleno de prudencia, de respeto a las instituciones tradicionales y a la ley”; y que “sus principios no eran más que vagas afirmaciones y elementales nociones tocantes a la administración pública que cualquier partido habría suscrito”. Agrega que en la declara (...).

José Carlos Mariátegui La Chira

Principios de política agraria nacional

Como un apéndice o complemento del estudio crítico del problema de la tierra en el Perú, estimo oportuno, exponer en un esquema sumario, los lineamientos que, de acuerdo con las proposiciones de mi estudio, podría tener, dentro de las condiciones históricas vigentes, una política agraria inspirada en el propósito de solucionar orgánicamente ese problema. Este esquema se reduce necesariamente a un cuerpo de conclusiones generales, del cual queda excluida la consideración de cualquier aspecto particular o adjetivo de la cuestión, enfocada solo en sus grandes planos.

  1. El punto de partida, formal y doctrinal, de una política agraria socialista no puede ser otro que una ley de nacionalización de la tierra. Pero, en la práctica la nacionalización debe adaptarse a las necesidades y condiciones concretas de la economía del país. El principio, en ningún caso, basta por si solo. Ya hemos experimentado cómo los principios liberales de la Constitución y del Código Civil no han sido suficientes para instaurar en el Perú una economía liberal, esto es capitalista, y cómo, a despecho de esos principios, subsisten hasta hoy formas e instituciones propias de una economía feudal. Es posible actuar una política de nacionalización, aún sin incorporar en la carta constitucional el principio respectivo, en su forma neta, si ese estatuto no es revisado integralmente. El ejemplo de México es, a este respecto, el que con más provecho puede ser consultado. El art. 27 de la Constitución Mexicana define así la doctrina del Estado en lo tocante a la propiedad de la tierra: “I. La propiedad de las tierras y aguas comprendidas dentro de los límites del territorio nacional, corresponde originariamente a la Nación, la cual ha tenido y tiene el derecho de transmitir el dominio de ellos a los particulares, constituyendo la propiedad privada. -2. Las expropiaciones solo podrán hacerse por causa de utilidad pública y mediante indemnización. -3. La Nación tendrá en todo tiempo el derecho de imponer a la propiedad privada las modalidades que dicte el interés público, así como el del regular el aprovechamiento de los elementos naturales susceptibles de apropiación, para hacer una distribución equitativa de la riqueza pública y para cuidar de su conservación. Con ese objeto se dictarán las medidas necesarias para el fraccionamiento de los latifundios; para el desarrollo de la pequeña propiedad; para la creación de nuevos centros que sean indispensables para el fomento de la agricultura y para evitar la destrucción de los elementos naturales y de los daños de la propiedad pueda sufrir en perjuicio de la sociedad. Los pueblos, rancherías y comunidades que carezcan de tierras y aguas, o no las tengan en cantidad suficiente para las necesidades de su población tendrá derecho a que se les dote de ellas, tomándolas de las propiedades inmediatas respetando siempre la pequeña propiedad. Por tanto, se confirman las dotaciones de terrenos que se hayan hecho hasta ahora de conformidad con el decreto de 6 de enero de 1915. La adquisición de las propiedades particulares necesarias para conseguir los objetos antes expresados, se considerará de utilidad pública”.
    2.-En contraste con la política formalmente liberal y prácticamente gamonalista de nuestra primera centuria, una nueva política agraria tiene que tender, ante todo, al fomento y protección de la “comunidad” indígena. El “ayllu” célula del Estado inkaiko, sobreviviente hasta ahora, a pesar de los ataques de la feudalidad y del gamonalismo, acusa aún vitalidad bastante para convertirse, gradualmente, en la célula de un Estado socialista moderno. La acción del Estado, como acertadamente lo propone Castro Pozo, debe dirigirse a la transformación de las comunidades agrícolas en cooperativas de producción y de consumo. La atribución de tierras a las comunidades tiene que efectuarse, naturalmente, a expensas de los latifundios, exceptuando de toda expropiación, como en México, a las pequeñas y aún a los medianos propietarios, si existe en su bono el requisito en la presencia real”. La extensión de tierras disponibles permite reservar las necesarias para una dotación progresiva en relación continua con el crecimiento de las comunidades. Esta sola medida aseguraría el crecimiento demográfico del Perú en mayor proporción que cualquiera política “inmigrantista” posible actualmente.
  2. El crédito agrícola, que solo controlado y dirigido por el Estado puede impulsar la agricultura en el sentido más conveniente a las necesidades de la agricultura nacional, constituirá dentro de esta política agraria el mejor resorte de la producción comunitaria. El Banco Agrícola Nacional acordaría la preferencia a las operaciones de las cooperativas, las cuales, de otro lado, serían ayudadas por los cuerpos técnicos y educativos del Estado para el mejor trabajo de sus tierras y la instrucción industrial de sus miembros.
  3. La explotación capitalista de los fundos donde la agricultura esté industrializada puede ser mantenida mientras continúe siendo la más eficiente y no pierda su aptitud progresiva; pero, tiene que quedar sujeta al estricto contralor del Estado ante todo lo concerniente a la observancia de la legislación del trabajo y la higiene pública, así como a la participación fiscal en las utilidades.
  4. La pequeña propiedad encuentra propiedades y razones de fomento en los valles de la costa o la montaña, donde existe factores favorables económica y socialmente a su desarrollo. El “yanacón” de la costa, cuando se han abolido en él los hábitos tradiciones de socialismo del indígena, presenta el tipo en formación o transición del pequeño agricultor. Mientras subsista el problema de la insuficiencia de las aguas de regadío, nada aconseja el fraccionamiento de los fundos de la costa dedicados a cultivos industriales conforme a una técnica moderna. Una política de división de los fundos en beneficio de la pequeña propiedad no debe ya, en ningún caso, obedecer a propósitos que no miren a una mejor producción.
  5. La confiscación de las tierras no cultivadas y la irrigación o bonificación de las tierras baldías, pondrían a disposición del Estado extensiones que serían destinadas preferentemente a su colonización por medio de cooperativas técnicamente capacitadas.
  6. Los fundos que no son explotados directamente por sus propietarios, -pertenecientes a rentistas rurales improductivos- pasarían a manos de sus arrendatarios, dentro de las limitaciones de usufructo y extensión territorial establecidas por el Estado, en los casos en que la explotación del suelo se practique conforme a una técnica industrial moderna, con instalaciones y capitales eficientes.
  7. El Estado organizará la enseñanza técnica agrícola, y su máxima difusión en la masa rural, por medio de las escuelas rurales primarias y de escuelas prácticas de agricultura o granjas escuelas, etc. A la instrucción de los niños del campo se le daría un carácter netamente agrícola.
    No creo necesario fundamentar estas conclusiones que se proponen, únicamente, agrupar en un pequeño esbozo algunos lineamientos concretos de la política agraria que consienten las presentes condiciones históricas del país, dentro del ritmo de la historia en el continente. Quiero que no se diga que de mi examen crítico de la cuestión agraria peruana se desprenden solo conclusiones negativas o proposiciones de un doctrinarismo intransigente.

José Carlos Mariátegui La Chira

La heterodoxia de la tradición

He escrito al final de mi artículo “la reivindicación de Jorge Manrique”: Con su poesía tiene que ver la tradición, pero no los tradicionistas. Porque la tradición es contra lo que desean los tradicionalistas viva y móvil. La crean los que la niegan para renovarla y enriquecerla. La matan los que la quieren muerta y fija, prolongación de un pasado en un presente sin fuerzas, para incorporar en ella su espíritu y para meter en ella su sangre.
Estas palabras merecen ser solícitamente replicadas y explicadas. Desde que las he escrito me siento convidado a estrenar una tesis revolucionaria de la tradición. Hablo, claro está de la tradición entendida como patrimonio y continuidad histórica.
¿Es cierto que los revolucionarios la reniegan y la repudian en bloque? Esto es lo que pretenden quienes se contentan con la gratuita fórmula: revolucionarios iconoclastas. Pero, ¿no son más iconoclastas los revolucionarios? Cuando Marinetti invitaba a Italia a vender sus museos y sus monumentos, quería solo afirmar la potencia creadora de su patria demasiado oprimida por el peso de un pasado abrumadoramente glorioso. Habría sido absurdo tomar al pie de la letra su vehemente extremismo. Toda doctrina revolucionaria actúa sobre la realidad por medio de negaciones intransigentes que no es posible comprender sino interpretándolas en su papel dialéctico.
Los verdaderos revolucionarios, no proceden nunca como si la historia empezara con ellos. Saben que representan fuerzas históricas, cuya realidad no les permite complacerse con la ultraísta ilusión verbal de inaugurar todas las cosas. Marx extrajo del estudio completo de la economía burguesa, sus principios de política socialista. Toda la experiencia industrial y financiera del capitalismo está en su doctrina anticapitalista. Proudhon, de quien todos conocen la frase iconoclasta, mas no la obra prolija, cimentó sus ideales en un arduo análisis de las instituciones y costumbres sociales, examinando desde sus raíces hasta el suelo y el aire de que se nutrieron. Y Sorel, en quien Marx y Proudhon, se reconcilian, se mostró profundamente preocupado no solo de la formación de la consciencia júrica del proletariado, sino de la influencia de la organización familiar y de sus estímulos morales, así el mecanismo de la producción como en el entero equilibrio social.
No hay que identificar a la tradición con los tradicionalistas. El tradicionalismo -no me refiero a la doctrina filosófica sino a una actitud política o sentimental que se resuelve invariablemente en fuero conservantismo- es en verdad el mayor enemigo de la tradición. Porque se obstina interesadamente en definirla como un conjunto de reliquias inertes y símbolos extintos. Y en compendiarla en una receta escueta y única.
Hay tradición, en tanto se caracteriza precisamente su resistencia a dejarse aprehender en una fórmula hermética. Como resultado de una serie de experiencias, esto es de sucesivas transformaciones de la realidad bajo la acción de un ideal que la supera consultándolas y la modela obedeciéndola. La tradición es heterogénea y contradictoria en su composición. Para reducirla a un concepto único es preciso contentarse con su esencia, renunciando a sus cristalizaciones.
Los monarquistas franceses construyen toda su doctrina, sobre la creencia de que la tradición de Francia, es fundamentalmente aristocrática y monárquica, idea concebible únicamente por gentes enteramente hipnotizadas por la imagen de la Francia de Carlo Magno. René Johannet, reaccionario también, pero de otra extirpe, sostiene que la tradición de Francia es, absolutamente burguesa y que la nobleza, en la que depositan su recalcitrante esperanza Maurras y sus amigos, está descartada como clase dirigente desde que, para subsistir ha tenido que aburguesarse. Pero el cimiento social de Francia son sus familias campesinas, su artesanado laborioso. Está averiguando el papel de los descamisados en el período culminante de la revolución burguesa. De manera que si en la praxis del socialismo francés entrará a declamación nacionalista, el proletariado de Francia podría también descubrirle a su país sin demasiada fatiga una cuantiosa tradición obrera.
Lo que esto nos revela es que la tradición aparece particularmente invocada y aun facticiamente acaparada por los menos aptos para recrearla. De lo cual nadie debe asombrarse. El pasadista tiene siempre el paradójico destino de entender el pasado muy inferiormente futurista. La facultad de pensar la historia y la facultad de hacerla y crearla, se identifican. El revolucionario, tiene del pasado una imagen un poco subjetiva acaso, pero animada y viviente, mientras que el pasadista es incapaz de representársela en su inquietud y su fluencia. Quien no puede imaginar el futuro, tampoco puede imaginar el pasado.
No existe, pues, un conflicto real entre el revolucionario y la tradición, sino para los que conciben la tradición como un museo o una momia. El conflicto es efectivo solo con el tradicionalista. Los revolucionarios encarnan la voluntad de la sociedad de no petrificarse en un estadio, de no inmovilizarse en una actitud. A veces la sociedad pierde esta voluntad creadora paralizada por una sensación de acabamiento o desencanto. Pero entonces se constata, inexorablemente, su envejecimiento y su decadencia.
La tradición de esta época la están haciendo los que parecen a veces negar, iconoclastas, toda tradición. De ellos, es, por lo menos, la parte activa. Si ellos, la sociedad acusaría el abandono, la abdicación de la voluntad de vivir renovándose, superándose incesantemente.
Maurice Barrés, legó a sus discípulos una definición algo fúnebre de la Patria. “La Patria es la tierra y los muertos”. Barrés mismo era un hombre de aire fúnebre y mortuorio, que, según Valle Inclán semejaba físicamente un cuervo mojado. Pero las generaciones post-bélicas están frente al dilema de enterrar con los despojos de Barrés su pensamiento de labriego solitario dominado por el culto excesivo del suelo de sus difuntos o de resignarse a ser enterrada ella misma después de haber sobrevivido sin un pensamiento propio nutrido de su sangre y de su esperanza. Idéntica es su situación ante el tradicionalismo.
No he hablado hasta aquí del tradicionalismo peruano en particular sino de tradición y de tradicionalismo en general. Me sobra el tema para un próximo artículo.
José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La literatura peruana por Luis Alberto Sánchez

No es posible enjuiciar aún íntegramente el trabajo de Luis Alberto Sánchez, en esta historia de “La Literatura Peruana”, concebida con un “derrotero para una historia espiritual del Perú”, por la sencilla razón de que no se conoce sino el primer volumen. Este volumen expone las fuentes bibliográficas de Sánchez, el plan de su trabajo, el criterio de sus valoraciones; y estudia los factores de la literatura nacional: medio, raza, influencias. Presenta, en suma, los materiales y los fundamentos de la obra de Sánchez. El segundo tomo nos colocará ante el edificio completo.
Sánchez, desde sus “Poetas de la Colonia”, se ha entregado a esta labor de historiógrafo y de investigador con una seriedad y una contradicción muy poco frecuentes entre nosotros. El escritor peruano tiende a la improvisación fácil, a la divulgación brillante y caprichosa. Nos faltan investigadores habituados a la disciplina del seminario. La universidad no los forma todavía; la atmósfera y la tradición intelectuales del país no favorecen en desenvolvimiento de las vocaciones individuales. En la generación universitaria de Sánchez -lo certifican los trabajos de Jorge Guillermo Leguía, Jorge Basadre, Raúl Porras Barrenechea, Manuel Abastos,- aparece, como una reacción, ese ascetismo de la biblioteca que en los centros de cultura europeos alcanza grados tan asombrosos de recogimiento y concentración. Esto es, sin duda, algo anotado ya justicieramente en el haber de la que, de otro lado, puede llamarse, en la historia de la Universidad, “generación de la Reforma”.
Desde un punto de vista de hedonismo estético, de egoísmo crítico, no es muy envidiable la fatiga de revisar la producción literaria nacional y sus apostillas y comentarios. Mis más tesoneras lecturas de este género corresponden, por lo que respecta, a los años de rabioso apetito de mi adolescencia, en que un hambre patriótico de conocimiento y admiración de nuestra clásica y romántica literatura me preservaba de cualquier justificado aburrimiento. Después, no he frecuentado gustoso esta literatura, sino cuando el acicate de la indagación política e ideológica me ha consentido recorrer sin cansancio sus documentos representativos. Mi aporte a la revisión de nuestros valores literarios -lo que yo llamo mi testimonio al proceso de nuestra literatura-, está en la serie de artículos que sobre autores y tendencias he publicado en esta misma sección de “Mundial”, y que, organizados y ensamblados, componen uno de los “7 ensayos de interpretación de la realidad peruana”, que dentro de pocos días entregaré al público.
Porque, descontado el goce de la búsqueda, hay poco placer crítico y artístico en este trabajo. La historia literaria del Perú consta, en verdad, de unas cuantas personalidades, algunas de las cuales, -de Melgar a Valdelomar- no lograron su expresión plena, mientras otras, como don Manuel González Prada, se desviaron de la pura creación artística, solicitadas por un deber histórico, por una exigencia vital de agitación y de polémica políticas. Este parece ser un rasgo común a la historia literaria de toda Hispano-América. “Nuestros poetas, nuestros escritores, -apunta un excelente crítico. Pedro Henríquez Ureña- fueron las más veces, en parte son todavía, hombres obligados a la acción, la faena política y hasta la guerra y no faltan entre ellos los conductores e iluminadores de pueblos”. La materia resulta, por tanto, mediocre, desigual, escasa, si el crítico no renuncia ascéticamente a sus derechos de placer estético. I no todos tienen la fuerza de este renunciamiento que es casi una penitencia. Para afanarse en establecer, con orden riguroso, la biografía y la calidad de uno de nuestros pequeños clásicos y de nuestros pequeños románticos, precisa -haciéndose tal vez cierta violencia a si mismo- persuadirse previamente de su importancia, hasta exagerarla un poco.
La historia erudita, bibliográfica y biográfica, de nuestra literatura como la de todas las literaturas hispano-americanas, tiene, por esto, el riesgo de aceptar cierta inevitable misión apologética, con sacrificio del rigor estimativo y de la verdad crítica. La crítica artística, y por tanto la historia artística, -ya que como piensa Benedetto Croce se identifican y consustancian- son subrogadas por la crónica y la biografía. Las cumbres no se destacan casi de la llanura, en un panorama literario minucioso y detallado. No cumple así la historia su función de guiar eficazmente las lecturas y de ofrecer al público una jerarquía sagaz y justa de valores. Henríquez Ureña, ante este peligro, se pronuncia por una norma selectiva: “Dejar en la sombra populosa a los mediocres; dejar en la penumbra a aquellos cuya obra pudo haber sido magna, pero quedó a medio hace tragedia común en nuestra América. Con sacrificios y hasta injusticias sumas es como se constituyen las constelaciones de clásicos en todas las literaturas. Epicarmo fue sacrificado a la gloria de Aristófanes; Gorgias y Protágoras a las iras de Platón. La historia literaria de la América española debe escribirse alrededor de unos cuantos nombres centrales: Bello, Sarmiento, Montalvo, Martí, Darío, Rodó”.
El género mismo de las historiografías literarias nacionales, se encuentra universalmente en crisis, reservado a usos meramente didácticos y cultivado por críticos secundarios. Su época específica es la de los Schlegel, Mme Stael, Chateaubriand, De Sanctis, Taine, Brunetiere, etc. La crítica sociológica de la literatura de una época culmina en los seis volúmenes de las “Corrientes principales de la literatura del siglo diecinueve” de George Brandes. Después de esta obra, cae en progresiva decadencia. Hoy el criterio de los estudiosos se orienta por los ensayos que escritores como Croce, Tilgher, Prezzolini, Gobetti en Italia, Kerr en Alemania, Benjamin Cremieux, Albert Thibaudet, Ramón Fernández, Valery Larbaud, etc en Francia, han consagrado al estudio monográfico de autores, obras y corrientes. I respecto a una personalidad contemporánea, se consulta con más gusto y simpatía el juicio de un artista como André Gide, André Suarez, Israel Zangwill, y aún de un crítico de partido como Maurrás o Massis, que de un crítico profesional como Paul Souday. Se registra, en todas partes, una crisis de la crítica literaria, y en particular de la crítica como historia por su método y objeto. Croce, constatando este hecho, afirma que “la verdadera forma lógica de la historiografía literario-artística es la característica del artista singular y de su obra e la correspondiente forma didascalica del ensayo y la monografía” y que “el ideal romántico de la historia general, nacional o universal sobreviene solo como un ideal abstracto; y los lectores corren a los ensayos y a las monografías o se limitan a estudiarlas consultarlas como manuales”.
Pero en el Perú donde tantas están cosas por hacer, esta historia general no ha sido escrita todavía; y, aunque sea con retardo, es necesario que alguien se decida a escribirla. Y conviene felicitarse de que asuma esta tarea un escritor de la cultura y el talento de Luis Alberto Sánchez, apto para apreciar corrientes y fenómenos no ortodoxos, antes que cualquier fastidioso y pedante seminarista, amamantado por Cejador.
Esperemos con confianza, el segundo tomo de la obra de Sánchez, que contendrá su crítica propiamente dicha, y por tanto su historia propiamente dicha, de obras y personalidades. Del mérito de esta crítica, depende la apreciación del valor y eficacia del método adoptado por Sánchez y explicado en el primer tomo. La solidez del edificio será la mejor prueba de la bondad de los andamios.
En tanto, tengo que hacer una amistosa rectificación personal a Sánchez. Al referirse a mi “proceso de la literatura peruana”, deduce mis fuentes de mis citas y aún eso incompletamente. Cuando conozca completo, y en conjunto, mi estudio, comprobará que, con el mismo criterio con que enjuicio solo los valores-signos, en lo que concierne a la crítica y a la exégesis comento los documentos representativos y polémicos. No tengo, por supuesto, ninguna vanidad de erudito ni bibliógrafo. Soy, por una parte, un modesto autodidacta y por otra parte, un hombre de tendencia o de partido, calidades ambas que yo he sido el primero en reivindicar más celosamente. Pero la mejor contribución que puedo prestar al rigor y a la exactitud de las referencias de la obra de Sánchez, es sin duda la que concierne a la explicación de mí mismo.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La polémica del azucar

El tono asaz agrio y estridente que usa la Sociedad Nacional Agraria en su polémica con los periódicos que ha hecho observaciones, muy moderadas por cierto, al memorial sobre la crisis de la industria azucarera, trasluce cierta nostalgia de tiempos en que, intacto el poder del civilismo, el comité de esa industria era, en último análisis, el gobierno mismo de la nación. De entonces a hoy, la economía y la política del país se han modificado. Han surgido nuevos intereses, nuevas industrias: el azúcar ha pasado a tercer y cuarto término en la estadística de nuestras exportaciones; el grupo económico y política de los azucareros ha visto decaer, en el mismo grado, su potencia; otras categorías lo han sustituido en el predominio. Mientras duraron las buenas cotizaciones, o la esperanza de que retornaran, la “industria azucarera”, como a si misma se llama, pudo vivir de su pasado. Hoy, esfumada esa esperanza, y colocada en el trance de solicitar el subsidio del Estado, le es imposible disimular su mal humor. La difícil represión de su disgusto, es seguramente la causa de ese aire ofendido con que responde a sus interlocutores.
Los azucareros pretenden que el Estado los subvencione para afrontar airosamente una crisis que los sorprende impreparados, por culpa en no pequeña parte de su gestión técnica y financiera. Para esta demanda, alegan razones que, dentro de su criterio económico, son sin duda atendibles. Pero quieren, además, que no sean públicamente controvertidas. Y porque no ocurre así, su personero se muestra acérrimamente fastidiado.
Los dineros que la industria azucarera pide que sean empleados en su servicio son, sin embargo, los dineros públicos. Los más modestos contribuyentes, los más humildes ciudadanos, tienen incontestable derecho a exponer, sobre ese empleo, las consideraciones que les parezcan de su conveniencia. No hablemos ya de los periódicos, a los que hay que suponer representantes de corrientes, de tendencias de la opinión. He aquí algo que para cualquiera que gestione un subsidio fiscal, debería ser obvio.
Para quienes estén familiarizados con los aspectos de nuestra psicología social y política, el tono ácido y perentorio de los azucareros no puede, empero, ser motivo de sorpresa. Corresponde, perfectamente, al arrogante estilo de hacendados que este grupo de latifundistas ha acostumbrado siempre en sus relaciones con sus compatriotas.
Pero esta no es sino la parte formal de la cuestión y, aunque se presta a muy entretenido psicoanálisis, no puedo restar, por el momento, mayor lugar a la atención que debemos a la parte sustancial.
La industria azucarera, como conjunto de empresas privada, confiesa tácitamente su quiebra. No le es posible subsistir sin el subsidio del Estado. Su demanda de asistencia, plantea esta cuestión: ¿Existen suficientes razones de interés colectivo para sostener a esta industria, en sus actuales condiciones, a costa de un cuantioso gravamen al tesoro público? Los azucareros están quizá demasiado habituados a hablar a nombre de la agricultura nacional. Pero desde hace algún tiempo, los hechos se oponen a este hábito. El azúcar, desde 1922, ha perdido el primer puesto en la estadística de nuestras exportaciones agrícolas. El algodón lo ha sustituido en ese puesto; y, si se tiene en cuenta el crecimiento de algodón a expensan de la caña, el desplazamiento parece definitivo. No es, pues, junto con las perspectivas pesimistas del mercado azucarero, el caso de presentar la crisis de los azucareros como la crisis de nuestra economía agraria. El algodón y el azúcar son solo los productos de exportación de la agricultura costeña. La agricultura provee, ante todo, al consumo de la población. Esa no es la producción registrada puntualmente por las estadísticas, no la representación por los hacendados de la Sociedad Nacional Agraria; pero es la más importante. La estabilidad de nuestras importaciones, demuestra que por sustancias alimenticias pagamos anualmente al extranjero más de cuatro millones de libras, esto es aproximadamente lo mismo que nos reporta la venta del azúcar en el exterior. Y esto quiere decir que en un desarrollo de la agricultura y la ganadería, y las industrias anexas, dirigido a la satisfacción de las necesidades de nuestro consumo actual, podemos encontrar la compensación de cualquier baja en la exportación de azúcar. No estamos en presencia, bajo ningún punto de vista, de la crisis de una industria a la que se pueda estimar como una base insustituible de nuestra economía.
Que esa industria, no obstante el favor de que por notorias razones políticas sociales ha gozado y los años de prosperidad que ha conocido durante el período bélico, no ha sabido organizarse técnica y financieramente en modo de resistir a una crisis como la que hoy confronta, es un hecho que, aunque sea displicente y aburridamente, tienen que admitir los propios azucareros. Las posibilidades de concurrencia, con otros centros productores, en distantes mercados de consumo, han residido, -residen todavía- en el bajo costo de producción, léase en los salarios ínfimos, en el miserable standard de vida de las masas trabajadoras de nuestra hacienda. La cuestión del aprovechamiento de los sub-productos está intacta. El consejo de que se busque en su solución uno de los medios de asentar la industria azucarera en cimientos estables, ha sido recibido por el Señor Basombrío casi como una recomendación hostil e impertinente. I si la industria azucarera está en riesgo de quedar reducido, como extensión a los límites de los valles de La Libertad, donde las dos grandes son las de “Casa Grande” y “Cartavio”, centrales de beneficio, resulta que las negociaciones nacionales se han dejado batir en toda la línea por sus competidoras extranjeras.
En estas condiciones, ¿qué interés nacional, que razón económica puede existir para mantener, mediante subsidios del fisco, esto es mediante un sacrificio de los contribuyentes, la gestión privada de la industria azucarera? Si esta industria está muy lejos de representar el bienestar de la población trabajadora a la que debe sus utilidades pasadas; si en su periodo de crecimiento y prosperidad no ha manifestado aptitud para resolver sus problemas técnicos y financieros; si ahora mismo tomando las objeciones y el debate de demanda de subsidio como una enfadosa intervención de la curiosidad pública en asuntos de su fuero exclusivo, acusa lo poco que ha revolucionado la mentalidad de sus dirigentes, no se ve la conveniencia que puede haber en concederle, sin la garantía de que será suficiente para ayudarla a superar su crisis, la subvención que solicita. Ha llegado, más bien, el caso de que se considere una cuestión más amplia y seria: la de la oportunidad de ir a la nacionalización de esa industria, como único medio seguro y racional de evitar que sus vicisitudes futuras de reflejen dañosamente en la economía general del país. El Estado tiene suficiente solvencia para una empresa de esta magnitud.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira