Nacionalización de la Tierra

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Principios de política agraria nacional

Como un apéndice o complemento del estudio crítico del problema de la tierra en el Perú, estimo oportuno, exponer en un esquema sumario, los lineamientos que, de acuerdo con las proposiciones de mi estudio, podría tener, dentro de las condiciones históricas vigentes, una política agraria inspirada en el propósito de solucionar orgánicamente ese problema. Este esquema se reduce necesariamente a un cuerpo de conclusiones generales, del cual queda excluida la consideración de cualquier aspecto particular o adjetivo de la cuestión, enfocada solo en sus grandes planos.

  1. El punto de partida, formal y doctrinal, de una política agraria socialista no puede ser otro que una ley de nacionalización de la tierra. Pero, en la práctica la nacionalización debe adaptarse a las necesidades y condiciones concretas de la economía del país. El principio, en ningún caso, basta por si solo. Ya hemos experimentado cómo los principios liberales de la Constitución y del Código Civil no han sido suficientes para instaurar en el Perú una economía liberal, esto es capitalista, y cómo, a despecho de esos principios, subsisten hasta hoy formas e instituciones propias de una economía feudal. Es posible actuar una política de nacionalización, aún sin incorporar en la carta constitucional el principio respectivo, en su forma neta, si ese estatuto no es revisado integralmente. El ejemplo de México es, a este respecto, el que con más provecho puede ser consultado. El art. 27 de la Constitución Mexicana define así la doctrina del Estado en lo tocante a la propiedad de la tierra: “I. La propiedad de las tierras y aguas comprendidas dentro de los límites del territorio nacional, corresponde originariamente a la Nación, la cual ha tenido y tiene el derecho de transmitir el dominio de ellos a los particulares, constituyendo la propiedad privada. -2. Las expropiaciones solo podrán hacerse por causa de utilidad pública y mediante indemnización. -3. La Nación tendrá en todo tiempo el derecho de imponer a la propiedad privada las modalidades que dicte el interés público, así como el del regular el aprovechamiento de los elementos naturales susceptibles de apropiación, para hacer una distribución equitativa de la riqueza pública y para cuidar de su conservación. Con ese objeto se dictarán las medidas necesarias para el fraccionamiento de los latifundios; para el desarrollo de la pequeña propiedad; para la creación de nuevos centros que sean indispensables para el fomento de la agricultura y para evitar la destrucción de los elementos naturales y de los daños de la propiedad pueda sufrir en perjuicio de la sociedad. Los pueblos, rancherías y comunidades que carezcan de tierras y aguas, o no las tengan en cantidad suficiente para las necesidades de su población tendrá derecho a que se les dote de ellas, tomándolas de las propiedades inmediatas respetando siempre la pequeña propiedad. Por tanto, se confirman las dotaciones de terrenos que se hayan hecho hasta ahora de conformidad con el decreto de 6 de enero de 1915. La adquisición de las propiedades particulares necesarias para conseguir los objetos antes expresados, se considerará de utilidad pública”.
    2.-En contraste con la política formalmente liberal y prácticamente gamonalista de nuestra primera centuria, una nueva política agraria tiene que tender, ante todo, al fomento y protección de la “comunidad” indígena. El “ayllu” célula del Estado inkaiko, sobreviviente hasta ahora, a pesar de los ataques de la feudalidad y del gamonalismo, acusa aún vitalidad bastante para convertirse, gradualmente, en la célula de un Estado socialista moderno. La acción del Estado, como acertadamente lo propone Castro Pozo, debe dirigirse a la transformación de las comunidades agrícolas en cooperativas de producción y de consumo. La atribución de tierras a las comunidades tiene que efectuarse, naturalmente, a expensas de los latifundios, exceptuando de toda expropiación, como en México, a las pequeñas y aún a los medianos propietarios, si existe en su bono el requisito en la presencia real”. La extensión de tierras disponibles permite reservar las necesarias para una dotación progresiva en relación continua con el crecimiento de las comunidades. Esta sola medida aseguraría el crecimiento demográfico del Perú en mayor proporción que cualquiera política “inmigrantista” posible actualmente.
  2. El crédito agrícola, que solo controlado y dirigido por el Estado puede impulsar la agricultura en el sentido más conveniente a las necesidades de la agricultura nacional, constituirá dentro de esta política agraria el mejor resorte de la producción comunitaria. El Banco Agrícola Nacional acordaría la preferencia a las operaciones de las cooperativas, las cuales, de otro lado, serían ayudadas por los cuerpos técnicos y educativos del Estado para el mejor trabajo de sus tierras y la instrucción industrial de sus miembros.
  3. La explotación capitalista de los fundos donde la agricultura esté industrializada puede ser mantenida mientras continúe siendo la más eficiente y no pierda su aptitud progresiva; pero, tiene que quedar sujeta al estricto contralor del Estado ante todo lo concerniente a la observancia de la legislación del trabajo y la higiene pública, así como a la participación fiscal en las utilidades.
  4. La pequeña propiedad encuentra propiedades y razones de fomento en los valles de la costa o la montaña, donde existe factores favorables económica y socialmente a su desarrollo. El “yanacón” de la costa, cuando se han abolido en él los hábitos tradiciones de socialismo del indígena, presenta el tipo en formación o transición del pequeño agricultor. Mientras subsista el problema de la insuficiencia de las aguas de regadío, nada aconseja el fraccionamiento de los fundos de la costa dedicados a cultivos industriales conforme a una técnica moderna. Una política de división de los fundos en beneficio de la pequeña propiedad no debe ya, en ningún caso, obedecer a propósitos que no miren a una mejor producción.
  5. La confiscación de las tierras no cultivadas y la irrigación o bonificación de las tierras baldías, pondrían a disposición del Estado extensiones que serían destinadas preferentemente a su colonización por medio de cooperativas técnicamente capacitadas.
  6. Los fundos que no son explotados directamente por sus propietarios, -pertenecientes a rentistas rurales improductivos- pasarían a manos de sus arrendatarios, dentro de las limitaciones de usufructo y extensión territorial establecidas por el Estado, en los casos en que la explotación del suelo se practique conforme a una técnica industrial moderna, con instalaciones y capitales eficientes.
  7. El Estado organizará la enseñanza técnica agrícola, y su máxima difusión en la masa rural, por medio de las escuelas rurales primarias y de escuelas prácticas de agricultura o granjas escuelas, etc. A la instrucción de los niños del campo se le daría un carácter netamente agrícola.
    No creo necesario fundamentar estas conclusiones que se proponen, únicamente, agrupar en un pequeño esbozo algunos lineamientos concretos de la política agraria que consienten las presentes condiciones históricas del país, dentro del ritmo de la historia en el continente. Quiero que no se diga que de mi examen crítico de la cuestión agraria peruana se desprenden solo conclusiones negativas o proposiciones de un doctrinarismo intransigente.

José Carlos Mariátegui La Chira

La polémica del azucar

El tono asaz agrio y estridente que usa la Sociedad Nacional Agraria en su polémica con los periódicos que ha hecho observaciones, muy moderadas por cierto, al memorial sobre la crisis de la industria azucarera, trasluce cierta nostalgia de tiempos en que, intacto el poder del civilismo, el comité de esa industria era, en último análisis, el gobierno mismo de la nación. De entonces a hoy, la economía y la política del país se han modificado. Han surgido nuevos intereses, nuevas industrias: el azúcar ha pasado a tercer y cuarto término en la estadística de nuestras exportaciones; el grupo económico y política de los azucareros ha visto decaer, en el mismo grado, su potencia; otras categorías lo han sustituido en el predominio. Mientras duraron las buenas cotizaciones, o la esperanza de que retornaran, la “industria azucarera”, como a si misma se llama, pudo vivir de su pasado. Hoy, esfumada esa esperanza, y colocada en el trance de solicitar el subsidio del Estado, le es imposible disimular su mal humor. La difícil represión de su disgusto, es seguramente la causa de ese aire ofendido con que responde a sus interlocutores.
Los azucareros pretenden que el Estado los subvencione para afrontar airosamente una crisis que los sorprende impreparados, por culpa en no pequeña parte de su gestión técnica y financiera. Para esta demanda, alegan razones que, dentro de su criterio económico, son sin duda atendibles. Pero quieren, además, que no sean públicamente controvertidas. Y porque no ocurre así, su personero se muestra acérrimamente fastidiado.
Los dineros que la industria azucarera pide que sean empleados en su servicio son, sin embargo, los dineros públicos. Los más modestos contribuyentes, los más humildes ciudadanos, tienen incontestable derecho a exponer, sobre ese empleo, las consideraciones que les parezcan de su conveniencia. No hablemos ya de los periódicos, a los que hay que suponer representantes de corrientes, de tendencias de la opinión. He aquí algo que para cualquiera que gestione un subsidio fiscal, debería ser obvio.
Para quienes estén familiarizados con los aspectos de nuestra psicología social y política, el tono ácido y perentorio de los azucareros no puede, empero, ser motivo de sorpresa. Corresponde, perfectamente, al arrogante estilo de hacendados que este grupo de latifundistas ha acostumbrado siempre en sus relaciones con sus compatriotas.
Pero esta no es sino la parte formal de la cuestión y, aunque se presta a muy entretenido psicoanálisis, no puedo restar, por el momento, mayor lugar a la atención que debemos a la parte sustancial.
La industria azucarera, como conjunto de empresas privada, confiesa tácitamente su quiebra. No le es posible subsistir sin el subsidio del Estado. Su demanda de asistencia, plantea esta cuestión: ¿Existen suficientes razones de interés colectivo para sostener a esta industria, en sus actuales condiciones, a costa de un cuantioso gravamen al tesoro público? Los azucareros están quizá demasiado habituados a hablar a nombre de la agricultura nacional. Pero desde hace algún tiempo, los hechos se oponen a este hábito. El azúcar, desde 1922, ha perdido el primer puesto en la estadística de nuestras exportaciones agrícolas. El algodón lo ha sustituido en ese puesto; y, si se tiene en cuenta el crecimiento de algodón a expensan de la caña, el desplazamiento parece definitivo. No es, pues, junto con las perspectivas pesimistas del mercado azucarero, el caso de presentar la crisis de los azucareros como la crisis de nuestra economía agraria. El algodón y el azúcar son solo los productos de exportación de la agricultura costeña. La agricultura provee, ante todo, al consumo de la población. Esa no es la producción registrada puntualmente por las estadísticas, no la representación por los hacendados de la Sociedad Nacional Agraria; pero es la más importante. La estabilidad de nuestras importaciones, demuestra que por sustancias alimenticias pagamos anualmente al extranjero más de cuatro millones de libras, esto es aproximadamente lo mismo que nos reporta la venta del azúcar en el exterior. Y esto quiere decir que en un desarrollo de la agricultura y la ganadería, y las industrias anexas, dirigido a la satisfacción de las necesidades de nuestro consumo actual, podemos encontrar la compensación de cualquier baja en la exportación de azúcar. No estamos en presencia, bajo ningún punto de vista, de la crisis de una industria a la que se pueda estimar como una base insustituible de nuestra economía.
Que esa industria, no obstante el favor de que por notorias razones políticas sociales ha gozado y los años de prosperidad que ha conocido durante el período bélico, no ha sabido organizarse técnica y financieramente en modo de resistir a una crisis como la que hoy confronta, es un hecho que, aunque sea displicente y aburridamente, tienen que admitir los propios azucareros. Las posibilidades de concurrencia, con otros centros productores, en distantes mercados de consumo, han residido, -residen todavía- en el bajo costo de producción, léase en los salarios ínfimos, en el miserable standard de vida de las masas trabajadoras de nuestra hacienda. La cuestión del aprovechamiento de los sub-productos está intacta. El consejo de que se busque en su solución uno de los medios de asentar la industria azucarera en cimientos estables, ha sido recibido por el Señor Basombrío casi como una recomendación hostil e impertinente. I si la industria azucarera está en riesgo de quedar reducido, como extensión a los límites de los valles de La Libertad, donde las dos grandes son las de “Casa Grande” y “Cartavio”, centrales de beneficio, resulta que las negociaciones nacionales se han dejado batir en toda la línea por sus competidoras extranjeras.
En estas condiciones, ¿qué interés nacional, que razón económica puede existir para mantener, mediante subsidios del fisco, esto es mediante un sacrificio de los contribuyentes, la gestión privada de la industria azucarera? Si esta industria está muy lejos de representar el bienestar de la población trabajadora a la que debe sus utilidades pasadas; si en su periodo de crecimiento y prosperidad no ha manifestado aptitud para resolver sus problemas técnicos y financieros; si ahora mismo tomando las objeciones y el debate de demanda de subsidio como una enfadosa intervención de la curiosidad pública en asuntos de su fuero exclusivo, acusa lo poco que ha revolucionado la mentalidad de sus dirigentes, no se ve la conveniencia que puede haber en concederle, sin la garantía de que será suficiente para ayudarla a superar su crisis, la subvención que solicita. Ha llegado, más bien, el caso de que se considere una cuestión más amplia y seria: la de la oportunidad de ir a la nacionalización de esa industria, como único medio seguro y racional de evitar que sus vicisitudes futuras de reflejen dañosamente en la economía general del país. El Estado tiene suficiente solvencia para una empresa de esta magnitud.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira