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Tercera Etapa 1919-1923

Reúne las fotografías de José Carlos Mariátegui en los años que fue enviado como corresponsal a Europa, durante el gobierno de Augusto B. Leguía. Durante su permanencia en Europa sigue con atención los movimientos sociales, intelectuales y artísticos de la época y establece una diversa y amplísima red de contactos internacionales que le permitió deducir las nuevas tendencias en torno al trabajo editorial instaurado como un medio de diálogo para el pensamiento y la acción política, el cual influyó en su posición ideológica, alejada del dogmatismo y del sectarismo existente.

"Los que teníamos doce años", por Ernst Glaeser

Mientras el libro de Remarque es un retorno al tema del frente, y por tanto un esfuerzo para extraer de un filón explotado ya por sucesivos equipos de novelistas, desde Barbusse y Latzko a Dorguelés y Cendrars, algunas onzas de metal puro, en libro de Ernst Glaeser “Jahrgang 1902”, traducido al español con el título de “Los que teníamos doce años” y al francés con el de “Classe 1922”, enfoca la guerra desde un ángulo nuevo. No es, por cierto, la primera novela del retrofrente, de la retaguardia. Leyendo sus últimas páginas es ineludible el recuerdo de “El hombre es bueno” de Leonhard Frank. Pero la patética obra de Leonhard Frank, transida de la emoción del instante en que la guerra se transforma en la revolución, es un documento de una generación ya adulta. “Jahrgang 1902”, en tanto, es el testimonio de la generación a la que su edad preservó del enrolamiento y cuyo juicio de la historia y de los hombres se forma en el período 1914-18. De esta generación ha dicho André Chamsón que no tuvo mayores. Crece desvinculada de las que pelean en el frente, sin exceptuar la que alcanza solo las jornadas de 1918. André Chamson y Jean Prevost han escrito sobre la precoz experiencia política de esta juventud. El tema de ambos es la crisis de los años 1918-19. Pero no hacía falta la versión completa de una adolescencia transcurrida bajo el signo de la guerra. Los que tenían dieciocho años al pactarse el armisticio, se sentían prematuramente encargados de reconstruir Europa desde sus cimientos. Su temprana responsabilidad política era un apremio para la acción. Urgidos a decidir respecto al nuevo curso de la historia, no les era dado reconstruir morosamente cuatro años de insólita y dramática preparación para la vida. El testimonio sobre este período tenía que sernos aportado por los más jóvenes, por lo que en 1924 tenía apenas doce años.
En una ciudad francesa de provincia, no visitada por el hambre ni las bombas de los aviones, Raymond Radiguet pudo pensar que para su generación la guerra era algo así como unas largas vacaciones. El protagonista de “Le Diable au Coros”, a cubierto de toda penuria, es un pequeño “profiteur” del retrofrente. La guerra, que retiene en las trincheras a los hombres válidos, permite a los adolescentes de Gimnasio el lujo precoz de una querida, de una mujer casada, joven y bonita, gozada al amparo de cierto relajamiento bélico de los estudios y los hábitos. Era lógico que la guerra dejara en esta juventud, la impresión de unas vacaciones de las que guardaban, sobre todo, el registro de la anticipación de los placeres adultos, saudade de un temprano acceso a la alcoba de las casadas apetecidas vagamente desde los primeros presentimientos de la pubertad.
El sentimiento de la generación de Glaeser, de los que tenían doce años, se resume en esta frase “La guerra -ce sont nos parents...” “La guerra -son nuestros padres...” La clase de 1922 se siente extrañada y distinta de las que aceptan y hacen la guerra.
Toda su educación no se había propuesto, sin embargo, otro objeto que el de asignarle una misión en una Alemania imperialista y victoriosa. Glaeser nos presenta a los pequeños protagonistas de su novela a la hora de la instrucción militar en que el Dr. Brosius, antisemita, pangermanista, en cuyas mejillas “se inflaman de cólera las cicatrices de los duelos estudiantiles” ensaña a su severidad en los ejercicios con León Silberstein, débil y dulce judío, tuberculoso. Una política rastacuera y megalómana tiene condenado a un ocio señero al padre de Fred, el Comandante rojo, de quien Glaeser nos dice: “Herr von K. era netamente conservador, aunque muy cultivado. Y esta sola circunstancia bastaba para convertirle en adversario decidido de Guillermo II, que se apoyaba para gobernar en una burguesía semiculta y en la ideología irreal de unos cuantos profesores, y que prometían la hegemonía del mundo a un pueblo que no tenía siquiera gusto para vestir bien y comer con cierto esmero”. El padre del protagonista, funcionario de estricta psicología pequeño-burguesa, vagamente irritado contra la subversión de las relaciones entre las clases, espero un castigo de Dios, acaso una guerra, ante un episodio de sabotaje. Y un colega suyo se la augura: “Sería grandioso. Sería un fortalecimiento magnífico para nuestra nación, después de tanto tiempo de podrirnos en la molicie de la paz”. Con este sentimiento solo contrastaba el beato pacifismo del Dr. Hoffman, social-demócrata, enemigo de la violencia, que no podía dudar de la solidaridad internacional del proletariado.
Glaeser describe con fuerza insuperable el ambiente de una ciudad alemana en los días de la declaratorio de la guerra. Fresco aún el episodio del sabotaje obrero y de la condena del social-demócrata Kremmelbein, la unión sagrada borra los confines entre los partidos. Kremmelbein, obrero de análisis meticuloso y frío en la apreciación de los factores de la historia, presta ahora crédito absoluto a la afirmación de que se trata de una guerra de defensa nacional. Alemania no duda de su victoria. Una embriaguez bélica, contagiosa, irresistible, se opone a todo razonamiento. La lucha de clases se somete a una tregua. Kremmelbein y el nacionalista Brosius fraternizan. Y son el mismo espíritu se sigue el desarrollo de la primera etapa. La decepción no empieza sino cuando la ilusión de una marcha victoriosa por Occidente se desvanece, para ceder su puesto a la realidad de la guerra de trincheras, implacable y tremenda.
Pero el novelista no separa en ningún momento esta descripción de la guerra en la retaguardia de la historia de su protagonista. El proceso de una adolescencia en la que el elemento sexual ocupa un lugar que en estos tiempos de freudismo a nadie le parece excesivo, se enlaza y confunde con el proceso de la guerra. Glaeser nos ofrece la versión más viviente y sincera de la vida de un adolescente. Bajo este aspecto, su novela se emparenta lejanamente en la literatura con “El Diario de Kostia Riatzeb”. Glaeser no hace hablar sino a los hechos. Pero, cuando intercala en su relato una observación, tiene el acierto de esta: “En el concepto escolástico que las personas mayores se han formado de los niños hay un prejuicio fatal y es el de su primitivismo”. No se concibe que el niño organice especulativamente sus pensamientos, que proceda sistemáticamente, con arreglo a un plan y proponiéndose un fin; que calcula, tantee, observe, posea una lógica interior y una manera propia de argumentar. Y muchas veces los niños no tienen ya nada de “inocentes”, sino que son refinados en sus métodos como personas mayores. Lo que ocurre es que el niño, a diferencia de los grandes -y en esto consiste su inocencia- no viste y disfraza con ropajes de moralidad sus actos y sus sentimientos, sino que ejecuta sin el menor pudor todas las porquerías y crueldades que se le ocurren. Su desamparo consiste en no saber valerse todavía de esos recursos que permiten a los grandes dar un nombre justificativo a sus acciones más ruines.”
Distinta de la de Remarque, esta generación enjuicia, mucho más lúcidamente, las responsabilidades de la guerra. No se siente, además, deshecha, anonadada, vencida. Tiene una necesidad absoluta de acción y de fe. Algunos escritores de la Alemania contemporánea la creen demasiado sensual, mecanizada y deportiva, desprovista de aptitud creadora. Glaeser defiende a su generación, fuera de su libro, contra esta crítica pesimista. Los que en 1912 tenía doce años no quieren que su experiencia sea estéril.

José Carlos Mariátegui La Chira

La juventud española contra Primo de Rivera

Otra vez, la juventud de las universidades españolas se encuentra en acérrimo conflicto con la dictadura del general Primo de Rivera. La agitación universitaria coincide esta vez con la crisis, definitiva al parecer, del gobierno que preside el Marqués de Estella que acaba de solicitar, según el cable, el sufragio de los capitanes generales del ejército, la armada y la policía para saber si debe retener el poder.
La huelga universitaria de hace cerca de un año movilizó contra Primo de Rivera, con la vehemencia que todos recuerdan, la opinión de los estudiantes. La dictadura se halló de pronto en incómoda lucha con la juventud del claustro, fallida totalmente la esperanza de enrolar fascísticamente a una parte de estas, con una etiqueta más o menos romántica, en los rangos de la Reacción. Unamuno, el gran maestro de Salamanca, saludó desde su destierro esta insurrección que la juventud española contra un régimen que solo por insensibilidad anacrónica o escepticismo precoz habría podido obtener la neutralidad o la resignación de esa juventud.
Los que se imaginan que el régimen de Primo de Rivera tenía las mismas posibilidades de duración que el régimen de Mussolini solo por reposar como este en la fuerza, negligían o ignoraban uno de los aspectos fundamentales del fascismo: el romántico alistamiento de grandes contingentes de la juventud italiana bajo las banderas de Mussolini al canto de “¡Giovinezza, giovinezza!”. El fascismo antes de ser una dictadura había sido un movimiento, un partido, una milicia. Sus “condottieri”, sus agitadores habían usado expertamente en la excitación de la juventud burguesa y pequeño-burguesa un lenguaje d’annunziano y futurista que imprimía al fascismo un tono estrictamente nacional y le otorgaba una tradición, aunque no fuese política sino literaria o sentimental, en el proceso histórico de Italia. Primo de Rivera y sus eventuales colaboradores, antes y después de su golpe de Estado, eran impotentes para un trabajo semejante.
Asistido por generales, nobles y bachilleres de muy mediocre inteligencia, Primo de Rivera no ha sabido maniobrar de su suerte de ganarse, por alguna vía indirecta al menos, cierto séquito en la juventud universitaria. La juventud no es, necesariamente, revolucionaria. El Dr. Marañón que en su último libro proclama como su primer deber la rebeldía, conviene sagazmente en que el ímpetu combativo de la juventud puede ponerse al servicio de una política reaccionaria. “Lo típico de la juventud -escribe- es la rebeldía, la noble dificultad con que acomoda el ritmo generoso de su vida que empieza, al ritmo mesurado del ambiente; pero se concibe un joven que se sienta henchido de esta juventud y que sea, por lo tanto biológicamente joven, y que se aplique su rebeldía a sostener una causa profundamente antigua. Los camelots du roi, que en Francia luchan bravamente por un ideal incompatible con el tono de nuestros tiempos, como en el de resucitar en su país una monarquía reaccionaria, son todo lo anticuados que se quiera, pero tan legítimamente jóvenes como los comunistas que propugnan la implantación de un estado social fantástico de puro remoto. Y en nuestra patria podrían citarse muchos casos, algunos bien recientes (juventudes carlistas, juventudes conservadoras, jóvenes de la Unión Patriótica, etc) de como una auténtica juventud biológica florecía en gentes que sostenía criterios que trascendían a moho de vetustez”. No es esta ocasión de criticar el juicio que este párrafo contiene sobre el comunismo. En el hombre de ciencia y de cátedra, de espíritu liberal y humanista, que concede sin reservas al partido socialista de su patria, con un certificado de salud, un testimonio de simpatía y confianza, y que predica como un ideal de su tiempo la eugenesia. La palabra comunismo puede suscitar supersticiosas aprensiones, aunque la práctica del único estado comunista del mundo -la URSS- le enseñe que no existe entre los dos términos más conflicto que el originado por el cisma entre reformistas y revolucionarios y por la necesidad de distinguir estos dos campos con dos rótulos diversos. Lo que viene a cuento subrayar es la negación de que la juventud emplee natural y espontáneamente su energía y su entusiasmo en una empresa revolucionaria.
La dictadura no ha sido apta ni aún para crearse un influyente equipo intelectual. El estado de espíritu de una buena parte de los intelectuales, como lo atestigua la conducta de “La Gaceta Literaria” y de don José Ortega y Gasset, le habría permitido asegurarse cierto activo consenso de la literatura y la cátedra, con solo esquivar conflictos demasiado estridentes con ciertos fueros de la inteligencia. Pero Primo de Rivera no ha tenido esta habilidad elemental. La insolvencia espiritual e ideológica de su régimen lo ha condenado a gestos de agravio y desacato contra toda institución liberal. Su actitud contra los estudiantes en 1926 le acarreó, entre otras, la renuncia del propio Ortega y Gasset.
La presencia de los más autorizados maestros en las filas de la oposición, ha ejercido igualmente un fuerte influjo anti-dictatorial. La juventud española ha seguido, sin duda, las lecciones políticas de Marañón, Jimenez de Asúa, Besteiro, etc. más atentamente que sus lecciones científicas. Hay épocas en que la preocupación política está por encima de todas las otras preocupaciones, por una exigencia que Marañón llamaría tal vez biológica.
¿A dónde va España? Se preguntan vigilantes críticos de la situación española. Si la huelga universitaria sirve para acelerar la descomposición de la dictadura, y con ella la de la monarquía, la generación estudiantil de 1930, en lucha con Primo de Rivera, entrará a los veinte años en la historia. Debut precoz que no significará ciertamente la inauguración de una política ni de un régimen de la “nueva generación”, como con facilidad latino-americana se ambicionaría en algún claustro de nuestro continente en parecidas circunstancias, sino el impulso desinteresado, instintivo de los jóvenes en una vasta, larga y difícil batalla.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Europa y la bolsa de New York. La nueva generación española y la política

Europa y la bolsa de New York
La Europa capitalista manifiesta cierto optimismo respecto a las consecuencias de la crisis financiera de New York. La caída de los valores se ha detenido a la altura que la salud de Europa puede tolerar. I el primer efecto que es lógico predecir para las finanzas europeas es el regreso gradual al viejo continente de los capitales que lo había abandonado buscando inversiones, si no más fructuosas, más seguras al menos en Norte-América, Cambó, según anunció oportunamente el cable, se contó entre los primeros que señalaron este reflujo.
La estabilización capitalista se realiza en Europa con el concurso financiero norte-americano. No es por azar que dos norte-americanos, Dawes y Young, dan su nombre a los complicados acuerdos sobre las reparaciones. El capitalismo yanqui es el principal empresario de la reconstrucción europea. Antes de que los Estados de la Entente pactaran con Norte América las condiciones de amortización de su deuda, su nuevo mondus vivendi no se sentía establecido. Puede agregarse que en la estabilización capitalista europea los yanquis han mostrado, hasta cierto punto, más confianza que muchos capitalistas europeos, a quienes la amenaza de la revolución proletaria indujo en Alemania, Italia, Francia, a dirigir sus capitales a América.
Pero Europa no se resigna a convertirse, poco a poco, en un conjunto de colonias de los Estados Unidos. El paneuropeísmo es la expresión de una corriente defensiva que mira en la fórmula de Briand la única defensa válida de los intereses del capitalismo europeo contra el dominio yanqui. A los Estados europeos les satisface, por esto, la probabilidad de recuperar los capitales que se habían retirado de su industria y su comercio para aumentar la congestión de oro de Norte América. Estos capitales han sido advertidos enérgicamente por la crisis de New York de los riesgos de la congestión.
Naturalmente, si el pánico bursátil de New York hubiese rebasado el límite más allá del cual estaban profundamente en juego todos los intereses de la economía capitalista mundial, las constataciones y vaticinio de los observadores de Europa estarían muy lejos del menor optimismo. Las consecuencias de la crisis en Europa no les consentirían ninguna esperanza de compensación satisfactoria. Aún como han ido las cosas, cuantiosos intereses resultan afectados. Pero la caída de los valores en New York ha sido frenada en el nivel que los nervios de los financistas europeos podían resistir sin que los ganase también el vértigo. I esto es bastante, por el momento, para la convalecencia de las esperanzas de Europa.

La Nueva generación española y la política
Luis Emilio Soto examina en un artículo de “La Vida Literaria” de Buenos Aires la actitud de la joven generación literaria de España frente a la crisis política de su patria. El tópico es tratado con frecuencia. I las constataciones del colaborador de “La Vida Literaria” carecen de rigurosa novedad. Pero resulta siempre más actual e interesante, en todo caso, que lo insulsos artículos escritos para la United Press por el general Primo de Rivera y rematando los cuales este castizo espécimen de donjuanismo y flamenquismo españoles escribe que “el Dios de todos los cristianos sabrá recompensar a los que supieron consagrar su vida terrenal a ideales más altos y permanentes que los goces materiales o al alimento de las pasiones que encienden el espíritu diabólico en la flaca humanidad”.
Los intelectuales jóvenes de España están acusando, en estos años; menos sensibilidad política que los intelectuales maduros, aunque de algunos de estos últimos José Ortega y Gasset, Eugenio D’Ors -reciban las más persuasivas lecciones de displicencia. La zarandeada generación de 95 mostró, en su tiempo, interés mucho más vivo y arriesgado por lo político. I la generación siguiente está, sin duda, mucho más propiamente representada por Marañón y Jiménez de Asúa que por Ortega y D’Ors.
Soto anota, con razón, que por la abstención de la nueva generación literaria no puede ni debe procesarse a la juventud. Sería injusto olvidar las impetuosas jornadas de los estudiantes españoles contra la dictadura. La que está en causa, específicamente, es la juventud representada por “La Gaceta Literaria” de Madrid, cuyo director Giménez Caballero no tiene reparo en declarar que “España hoy descansa, engorda y se abanica”. Soto no pide a estos equipos de intelectuales jóvenes una agitación callejera, tumultuaria. Suscribe la fórmula defendida por Araquistaín en su periódico “España” en 1920, “acción difusa, crítica, clarificadora, estimulante de creación renovación de las ideas ambientes”. Quiere, en cualquier caso, negar que “el silencio sea una actitud digna de los jóvenes frente al régimen que impera en la patria de Larra”.
El equipo de “La Gaceta Literaria” no es toda la nueva generación intelectual española. Incurriría en una grave omisión el biógrafo de esta juventud que no recordase con la debida estimación el esfuerzo de los grupos de intelectuales jóvenes que, después de otras empresas incompatibles con un régimen de censura, han invertido su energía en la creación de las Ediciones Oriente y Cenit. La revista “Post-Guerra”, aunque efímera, ha sido un momento de la historia de esta generación. La intelectualidad española no ha perdido, en general, su interés por las nuevas corrientes políticas e ideológicas. El hecho de que una de las mejores versiones periodísticas de la nueva Rusia sea la de un español, Álvarez del Vayo, no carece de significación. La indiferencia, la abstención, caracterizan a la juventud literaria. Es la nueva gente de letras a la que ha hecho suyo, ante lo político, el gesto de don José Ortega y Gasset. Propaganda literaria aparte, un Joaquín Maurin, trabajando oscuramente en París, vale bien, por ahora, lo que un Giménez Caballero recorriendo ruidosamente Europa.
Pero aún circunscrita y demarcada de este modo, es indudable que se trata de una actitud singular. Es muy distinta la actitud de la juventud literaria de Alemania. También la de esa juventud literaria de Francia, a la que los jóvenes miran tan deferentemente. En Alemania, del teatro a la novela, de Piscator a Glaesser, la nota dominante en la vanguardia es la beligerancia política. En Francia, tan burguesa y conservadora en sus varios estratos, la nueva generación intelectual es uno de los más activos fermentos ideológicos y pasionales. Un libro de un francés –“Mort de la pensés bourgeoise” de Enmanuel Berl-, precisamente, ha hecho viva impresión en uno de los más conspicuos representantes del equipo de “La Gaceta Literaria” de Madrid, residente desde hace algún tiempo en Buenos Aires, -Guillermo de Torre. Lo sé por el propio Guillermo de Torre que atribuye también a los capítulos que conoce de mi “Defensa del Marxismo” una influencia de que me complazco en sus actuales preocupaciones.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El partido bolchevique y Trotzky

El partido bolchevique y Trotzky

Nunca la caída de un ministro ha tenido en el mundo una resonancia tan extensa y tan intensa como la caída de Trotzky. El parlamentarismo ha habituado al mundo a las crisis ministeriales. Pero la caída de Trotzky no es una crisis de ministerio sino una crisis de partido. Trotzky representa una fracción o una tendencia derrotadas dentro del bolchevismo. Y varias otras circunstancias concurren, en este caso, a la sonoridad excepcional de la caída. En primer lugar, la calidad del leader en desgracia. Trotzky es uno de los personajes más interesantes de la historia contemporánea: condottiere de la revolución rusa, organizador y animador del ejército rojo, pensador y crítico brillante del comunismo. Los revolucionarios de todos los países han seguido atentamente la polémica entre Trotzky y el estado mayor bolchevique. Y los reaccionarios no han disimulado su magra esperanza de que la disidencia de Trotzky marque el comienzo de la disolución de la república sovietista. Examinemos el proceso del conflicto.

El debate que ha causado la separación de Trotzky del gobierno de los soviets ha sido el más apasionado y ardoroso de todos los que han agitado al bolchevismo desde 1917. Ha durado más de un año. Fue abierto por una memoria de Trotzky al comité central del partido comunista. En este documento, en octubre de 1923, Trotzky planteó a sus camaradas dos cuestiones urgentes: la necesidad de un “plan de orientación” en la política económica y la necesidad de un régimen de “democracia obrera” en el partido. Sostenía Trotzky que la revolución rusa entraba en una nueva etapa. La política económica debía dirigir sus esfuerzos hacia una mejor organización de la producción industrial que restableciese el equilibrio entre los precios agrícolas y los precios industriales. Y debía hacerse efectiva en la vida del partido una verdadera “democracia obrera”.

Esta cuestión de la “democracia obrera”, que dominaba el conjunto de las opiniones, necesita ser esclarecida y precisada. La defensa de la revolución forzó al partido bolchevique a aceptar una disciplina militar. El partido era gobernado por una jerarquía de funcionarios escogidos entre los elementos más probados y más adoctrinados. Lenin y su estado mayor fueron investidos por las masas de plenos poderes. No era posible defender de otro modo la obra de la revolución contra los asaltos y las acechanzas de sus adversarios. La admisión en el partido tuvo que ser severamente controlada para impedir que se filtrase en sus rangos gente arribista y equívoca. La “vieja guardia” bolchevique, como se denominaba a los bolcheviques de la primera hora, dirigía todas las funciones y todas las actividades del partido. Los comunistas convenían unánimemente en que la situación no permitía otra cosa. Pero, llegada la revolución a su sétimo aniversario, empezó a bosquejarse en el partido bolchevique un movimiento a favor de un régimen de “democracia obrera”. Los elementos nuevos reclamaban que se les reconociese el derecho a una participación activa en la elección de los rumbos y los métodos del bolchevismo. Siete años de experimento revolucionario había preparado una nueva generación. Y en algunos núcleos de la juventud comunista no tardó en fermentar la impaciencia.

Trotzky, apoyando las reivindicaciones de los jóvenes, dijo que la vieja guardia constituía casi una burocracia. Criticaba su tendencia a considerar la cuestión de la educación ideológica y revolucionaria de la juventud desde un punto de vista pedagógico más que desde un punto de vista político. “La inmensa autoridad del grupo de veteranos del partido -decía- es universalmente reconocida. Pero solo por una colaboración constante con la nueva generación, en el cuadro de la democracia, conservará la vieja guardia su carácter de factor revolucionaria. Si no, puede convertirse insensiblemente en la expresión más acabada del burocratismo. La historia nos ofrece más de un caso de este género. Citemos el ejemplo más reciente e impresionante: el de los jefes de los partidos de la Segunda Internacional. Kautsky, Bernstein, Guesde, eran discípulos directos de Marx y de Engels. Sin embargo, en la atmósfera del parlamentarismo y bajo la influencia del desenvolvimiento automático del organismo del partido y de los sindicatos, estos leaders, total o parcialmente, cayeron en el oportunismo. En la víspera de la guerra, el formidable mecanismo de la social-democracia, amparado por la autoridad de la antigua generación, se había vuelto el freno más potente del avance revolucionario. Y nosotros, los “viejos” debemos decirnos que nuestra generación, que juega naturalmente el rol dirigente en el partido, no estaría absolutamente premunida contra el debilitamiento del espíritu revolucionario y proletario en su seno, si el partido tolerase el desarrollo de métodos burocráticos”.

El estado mayor del bolchevismo no desconocía la necesidad de la democratización del partido; pero rechazó las razones en que Trotzky apoyaba su tesis. Y protestó vivamente contra el lenguaje de Trotzky. La polémica se tornó acre. Zinoviev confrontó los antecedentes de los hombres de la vieja guardia con los antecedentes de Trotzky. Los hombres de la vieja guardia -Zinoviev, Kamenev, Staline, Rykow, etc.- eran los que, al flanco de Lenin, habían preparado, a través de un trabajo tenaz y coherente de muchos años, la revolución comunista. Trotzky, en cambio había sido menchevique.

Alrededor de Trotzky se agruparon varios comunistas destacados: Piatakov, Preobrajensky, Sapronov, etc. Karl Radek se declaró propugnador de una conciliación entre los puntos de vista del comité central y los puntos de vista de Trotzky. La Pravda dedicó muchas columnas a la polémica. Entre los estudiantes de Moscú las tesis de Trotzky encontraron un entusiasta proselitismo.
Mas el XIII congreso del partido comunista, reunido a principios del año pasado, dio la razón a la vieja guardia que se declaró, en sus conclusiones, favorable a la fórmula de la democratización, anulando consiguientemente la bandera de Trotzky. Solo tres delegados votaron en contra de las conclusiones del comité central. Luego, el congreso de la Tercera Internacional ratificó este voto. Radek perdió su cargo en el comité de la Internacional. La posición del estado mayor leninista se fortaleció, además, a consecuencia del reconocimiento de Rusia por las grandes potencias europeas y del mejoramiento de la situación económica rusa. Trotzky, sin embargo, conservó sus cargos en el comité central del partido comunista y en el consejo de comisarios del pueblo. El comité central expresó su voluntad de seguir colaborando con él. Zinoviev dijo en un discurso que, a despecho de la tensión existente, Trotzky sería mantenido en sus puestos influyentes.

Un hecho nuevo vino a exasperar la situación. Trotzky publicó un libro “1917” “sobre el proceso de la revolución de octubre. No conozco aún este libro que hasta ahora no ha sido traducido del ruso. Los últimos documentos polémicos de Trotzky que tengo a la vista son los reunidos en su libro “Curso nuevo”. Pero parece que “1917” es una requisitoria de Trotzky contra la conducta de los principales leaders de la vieja guardia en las jornadas de la insurrección. Un grupo de conspicuos leninistas -Zinoviev, Kamenev, Rykow, Miliutin y otros- discrepó entonces del parecer de Lenin. Y la disensión puso en peligro la unidad del partido bolchevique. Lenin propuso la conquista del poder. Contra esta tesis, aceptada por la mayoría del partido bolchevique, se pronunció dicho grupo. Trotzky, en tanto, sostuvo la tesis de Lenin y colaboró en su actuación. El nuevo libro de Trotzky, en suma, presenta a los actuales leaders de la vieja guardia, en las jornadas de octubre, bajo una luz adversa. Trotzky ha querido, sin duda, demostrar que quienes se equivocaron en 1917, en un instante decisivo para el bolchevismo, carecen de derecho para pretenderse depositarios y herederos únicos de la mentalidad y del espíritu leninistas.

Y esta crítica, que ha encendido nuevamente la polémica, ha motivado la ruptura. El estado mayor bolchevique debe haber respondido con una despiadada y agresiva revisión del pasado de Trotzky. Trotzky, como casi nadie ignora, no ha sido nunca un bolchevique ortodoxo. Perteneció al menchevismo hasta la guerra mundial. Únicamente a partir de entonces se avecinó al programa y a la táctica leninista. Y sólo en julio de 1917 se enroló en el bolchevismo. Lenin votó en contra de su admisión en la redacción de “Pravda”. El acercamiento de Lenin y Trotzky no quedó ratificado sino por las jornadas de octubre. Y la opinión de Lenin divergió de la opinión de Trotzky respecto a los problemas más graves de la revolución. Trotzky no quiso aceptar la paz de Brest-Litovsk. Lenin comprendió rápidamente que, contra la voluntad manifiesta de campesinos, Rusia no podía prolongar el estado de guerra. Frente a las reivindicaciones de la insurrección de Cronstandt, Trotzky volvió a discrepar de Lenin, que percibió la realidad de la situación con su clarividencia genial. Lenin se dio cuenta de la urgencia de satisfacer las reivindicaciones de los campesinos. Y dictó las medidas que inauguraron la nueva política económica de los soviets. Los leninistas tachan a Trotzky de no haber conseguido asimilarse al bolchevismo. Es evidente, al menos, que Trotzky no ha podido fusionarse ni identificarse con la vieja guardia bolchevique. Mientras la figura de Lenin dominó todo el escenario ruso, la inteligencia y la colaboración entre la vieja guardia y Trotzky estaban aseguradas por una común adhesión a la táctica leninista. Muerto Lenin, ese vínculo se quebraba. Zinoviev acusa a Trotzky de haber intentado con sus fautores el asalto del comando. Atribuye esta intención a toda la campaña de Trotzky por la democratización del partido bolchevique. Afirma que Trotzky ha maniobrado demagógicamente por oponer la nueva a la vieja generación. Trotzky, en todo caso, ha perdido su más grande batalla. Su partido lo ha ex-confesado y le ha retirado su confianza.

Pero los resultados de la polémica no engendrarán un cisma. Los leaders de la vieja guardia bolchevique, como Lenin en el episodio de Cronstandt, después de reprimir la insurrección, realizarán sus reivindicaciones. Ya han dado explícitamente su adhesión a la tesis de la necesidad de democratizar el partido.

No es la primera vez que el destino de una revolución quiere que esta cumpla su trayectoria sin o contra sus caudillos. Lo que prueba, tal vez, que en la historia los grandes hombres juegan un papel más modesto que las grandes ideas.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira