Mostrando 2064 resultados

Descripción archivística
Opciones avanzadas de búsqueda
Imprimir vista previa Hierarchy Ver :

1966 resultados con objetos digitales Muestra los resultados con objetos digitales

La batalla electoral en la Argentina

La batalla electoral en la Argentina

Dos grandes bloques electorales se dispu­tarán la presidencia de la república en las próximas elecciones argentinas: el radica­lismo irigoyenista y el radicalismo anti­personalista. El primero sostendrá la candi­datura del ex-presidente don Hipólito Irigoyen que, muy de acuerdo con la estrategia irigoyenista, no ha sido proclamada oficial­mente todavía, pero que desde hace mucho tiempo deja sentir su presencia silenciosa y dramática en la escena eleccionaria. El se­gundo bloque, en el cual se coaligan “anti­personalistas” y conservadores, votará por la candidatura Melo-Gallo, acordada en la reciente convención del radicalismo anti-personalista después de una porfiada compe­tencia entre los doctores Melo y Gallo, que se resolvió con la designación de uno para la presidencia y del otro para, la vice-presidencia.

Concurrirán, además, a las elecciones, con candidatura propia, el partido socialis­ta y el partido comunista. Pero la concu­rrencia de ambos solo tiene, por objeto, afirmar su autonomía ante los dos bloques burgueses. El comunismo, conforme a su práctica mundial, asistirá a las elecciones con meros fines de agitación y propa­ganda clasistas. El partido socialista, debilitado por un cisma, socavado por el irigoyenismo en algunos sectores de Buenos Aires, su plaza fuerte electoral, y afligido por la pérdida de su jefe Juan B. Justo, una de las más altas fi­guras de la política argentina de los últimos tiempos, se prepara para una movilización, en la cual le costará mu­cho trabajo mantener las cifras de su electorado. Se trabaja por rehacer su unidad. Es probable que, a pesar de la rivalidad entre los grupos directores en contraste, se arribe a un acuerdo. Pero siempre, soldada o no antes, la escisión perjudicará irreparablemente la posición del partido en el escrutinio.

De los dos bandos burgueses, el ra­dicalismo irigoyenista es, al menos for­malmente, el más homogéneo y compac­to. Tiene la fuerza de la unidad de co­mando y la sugestión de un caudillo, de vigoroso ascendiente personal. Más, en verdad, la composición socia: del irigoyenismo es más variada que la del antipersonalismo. El irigoyenismo representa el capital financiero, la burguesía industrial y urbana y se apoya en la clase media y aún en aquella parte del proletariado, a la cual el socialismo no ha conseguido aún imponer su concepción clasista. Es la izquierda del antiguo radicalismo; propugna una política reformista que hace casi inútil el programa social-democrático; prolonga el viejo equívoco radical que en los países donde el capitalismo se encuentra en crecimiento, conserva sus resortes históricos. Irigoyen, el caudillo taciturno y silencioso, es la figura más conspicua de la burguesía argentina. Pertenece a esa estirpe de políticos de gran autoridad personal, que, aún entre los paí­ses de más avanzada evolución demo-liberal de Sud-América, se benefician hasta hoy de la tradición caudillista.

La coalición anti-personalista tiene sus bases en la burguesía agro-pecuaria, y en los elementos conservadores y tradicionalistas; pero emplea aun, en su propaganda, palabras y conceptos del antiguo radica­lismo que le consienten captarse a las frac­ciones de la pequeña burguesía urbana ad­versas o reacias al irigoyenismo. Cuenta con el favor del actual presidente de la repú­blica, señor Alvear, a raíz de cuya ascen­sión al poder se produjo la ruptura entre las dos ramas del radicalismo. Dispone de
poderosos órganos de prensa y de numero­sas clientelas electorales en provincias.

Se dice que Alvear ha rechazado, recien­temente, proposiciones de paz de Irigoyen, quien, según esta noticia, habría prometido retirar su candidatura a cambio del desisti­miento de Melo y Gallo, candidatos antipersonalistas. Es evidente, en todo caso, que Alvear reconoce a Melo y Gallo, como los candidatos de su partido y que pondrá al servicio de esta fórmula electoral todo su poder.

El régimen demo-liberal se presenta en la República Argentina, robusto y sólido aún. La estabilización capitalista de Occidente, que como ya he tenido ocasión de observar, resulta hasta cierto punto, —no obstante la parte que en ella tiene el fenómeno fascis­ta— una estabilización democrática, preser­va a la democracia argentina de cercanos peligros. Pero se registran con todo, desde hace algún tiempo, signos precursores de que el descrédito ideológico de la demo­cracia y del liberalismo se propaga también
en la república del sur. Las apologías a su parte, los intelectuales izquierdistas de la nueva generación no esconden su absoluto escepticismo respecto al porvenir de la democracia.

De las elecciones próximas probablemen­te no saldrá comprometido el régimen de sufragio en la República; pero seguramente tampoco saldrá robustecido. Pero la crítica reaccionaria y revolucionaria sacará de es­tas elecciones una experiencia considerable.

En cuanto, a los posibles resultados del escrutinio, todo pronóstico parece aventurado. El partido anti-personalista cuenta con enormes recursos electorales. Pero, por el ascendiente de su figura de caudillo, la vic­toria de Irigoyen no sería para nadie una sorpresa.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El destino de Norteamérica [Recorte]

El destino de Norteamérica

Toda querella entre neo-tomistas franceses y “racistas” alemanes sobre si la defensa de la civilización occidental compete al espíritu latino y romano o al espíritu latino y romano o al espíritu germano y protestante, encuentra en el plan Dawes incontestablemente
documentada su vanidad. El pago de la indemnización alemana y de la deuda aliada, ha puesto en manos de los Estados Unidos la suerte de la economía y, por tanto, de la política de Europa. La convalescencia financiera de los Estados europeos no es posible sin el crédito yanqui. El espíritu de Locarno, los pactos de seguridad, etc., son los nombres con que se designa las garantías exigidas por la finanza norteamericana para sus cuantiosas inversiones en la hacienda pública y la industria de los Estados europeos. La Italia fascista, que tan arrogantemente anuncia la restauración del poder de Roma , olvida, que sus compromisos con los Estados Unidos colocan su valuta, a merced de este acreedor.

El capitalismo, que en Europa se manifiesta desconfiado de sus propias fuerzas, en Norte América se muestra ilimitadamente optimista respecto a su destino. Y este optimismo descansa, simplemente, en una buen a salud. Es el optimismo biológico de la juventud que, constatando su excelente apetito, no se preocupa de que vendrá la hora de la arterio-esclerosis. En Norte América el capitalismo tiene todavía las posibilidades de crecimiento que en Europa la destrucción bélica dejó irreparablemente malogradas.
El Imperio Británico conserva aún una formidable organización financiera; pero, como lo acredita el problema de las minas de carbón, su industria ha perdido el nivel técnico que antes le aseguraba la primacía. La guerra lo ha convertido de acreedor en deudor de Norte América.

Todos estos -hechos indican que en Norte - América se encuentra ahora la sede, el eje, el centro de la sociedad capitalista. La industria yanqui es la mejor equipada para la producción en gran escala al menor costo: la banca, a cuyas arcas afluye el oro acaparado por Norte - América en los negocios bélicos y post-bélicos, garantiza con sus capitales, a la vez que el incesante mejoramiento de la aptitud industrial, la conquista, de los mercados que deben absorber sus manufacturas. Subsiste todavía, si no la realidad, la ilusión de un regimen de libre concurrencia. El Estado, la enseñanza, las leyes, se confirman a los principios de una democracia individualista, dentro de la cual todo ciudadano puede ambicionar libremente la posesión de cien millones de dólares. Mientras en Europa los individuos de la clase obrera y de la clase media se sienten cada vez más encerrados dentro de sus fronteras de clase, en los Estados Unidos creen que la fortuna y el poder son aún accesibles a todo el que tenga aptitud para conquistarlos. Y esta es la medida de la subsistencia, dentro de una sociedad capitalista, de los factores psicológicos que determinan su desarrollo.

El fenómeno norte-americano, por otra parte, no tiene nada de arbitrario. Norte América se presenta, desde su origen, predestinada
para la máxima realización capitalista. En Inglaterra el desarrollo capitalista no ha logrado, no obstante su extraordinaria potencia, la extirpación de todos los rezagos feudales. Los fueros aristocráticos no han cesado de pesar sobre su política y su economía. La burguesía inglesa, contenta de concentrar sus energías en la industria y el comercio, no se ocupó de disputar la tierra a la aristocracia. El dominio de la tierra debía gravar sobre la extirpación del subsuelo. Pero la burguesía inglesa no quiso sacrificar a sus landlores, destinados a mantener una estirpe exquisitamente refinada y decorativa. Es, por eso, que sólo ahora parece descubrir su problema agrario. Sólo ahora que su industria declina, echa de menos una agricultura próspera y productiva en las tierras donde la aristocracia tiene sus cotos de cacería. El capitalismo norteamericano, en tanto, no ha tenido que pagarle a ninguna feudalidad royaltis pecuniarios ni espirituales. Por el contrario, procede libre y vigorosamente de los primeros gérmenes intelectuales y morales de la revolución capitalista. El pionner de Nueva Inglaterra era el puritano expulsado de la patria europea por una revuelta religiosa que constituyó la primera afirmación burguesa. Los Estados Unidos surgían así de una manifestación de la Reforma protestante, considerada como la más pura y originaria manifestación espiritual de la burguesía, esto es del capitalismo. La fundación de la república norteamericana significó, en su tiempo, la definitiva consagración de este hecho y de sus consecuencias. “Las primeras colonias establecidas en la costa oriental —escribe Waldo Frank— tuvieron por carta la adquisición de la riqueza. Su revuelta contra Inglaterra, en 1775, empeñaba una de las primeras luchas abiertas entre el capitalismo burgués y la vieja feudalidad. El triunfo de las colonias, del cual nacieron los Estados Unidos, señaló el triunfo del régimen capitalista. Y desde entonces la América no ha tenido ni tradición ni medio de expresión que fuese libre de esta revolución industrial a la que debe su existencia”. Y el mismo Frank recuerda el famoso y conciso juicio de Charles A. Beard, sobre la carta de 1789: “La Constitución fue esencialmente un acto económico, basado sobre la noción de que los derechos fundamentales de la propiedad privada son anteriores a todo gobierno y están moralmente fuera del alcance de las mayorías populares”.

Para su enérgico y libérrimo florecimiento, ninguna traba material ni moral ha estorbado al capitalismo norteamericano, único en el mundo que en su origen ha reunido todos los factores históricos del perfecto Estado burgués, sin embarazantes tradiciones aristocráticas y monárquicas. Sobre la tierra virginal de América, de donde borraron toda huella indígena, los colonizadores anglo-sajones echaron desde su arribo los cimientos del orden capitalista.

La guerra de secesión constituyó también una necesaria afirmación capitalista, que liberó a la economía yanqui de la sola tara de
su infancia: la esclavitud. Abolida la esclavitud, el fenómeno capitalista encontraba absolutamente franca su vía. El judío, — tan
vinculado al desarrollo del capitalismo, como lo estudia Werner Sombart, no sólo por la espontánea aplicación utilitaria de su individualismo expansivo e imperialista, sino sobre todo por la exclusión radical de toda actividad “noble” a que lo condenara el Medioevo,— se asoció al puritano en la empresa de construir el más potente Estado industrial, la más robusta democracia burguesa.

Ramiro de Maeztu,— que ocupa una posición ideológica mucho más sólida que los filósofos neo-tomistas de la reacción en Francia e Italia, cuando reconoce en New York la antítesis verdadera de Moscú, asignando así a los Estados Unidos la función de defender y continuar la civilización occidental como civilización capitalista:—discierne muy bien por lo general, dentro de su apologética burguesa, los elementos morales de la riqueza y del poder en Norte América. Pero los reduce casi completamente a los elementos puritanos o protestantes. La moral puritana, que santifica la riqueza, estimulando cómo un signo del favor divino, es en el fondo la moral judía, cuyos principias asimilaron los puritanos en el Antiguó Testamento. El parentesco del puritano con el judío ha sido establecido doctrinalmente hace mucho tiempo: y la experiencia capitalista anglo-sajona no sirve sino para confirmarlo. Pero Maeztu, fervoroso panegirista del “fordismo” industrial, necesita eludirlo, tanto por deferencia a la requisitoria de Mr. Ford contra el “judío internacional”, como por adhesión a la ojeriza conque todos los movimientos “nacionalistas" y reaccionarios del mundo miran al espíritu judío, sospechado de terrible concomitancia con el espíritu socialista por su ideal común de universalismo.

El dilema Roma o Moscú, a medida que se esclarezca el oficio de los Estados Unidos como empresarios de la estabilización capitalista—fascista o parlamentaria— de Europa, cederá su sitio al dilema New York o Moscú.. Los dos polos de la historia contemporánea son Rusia y Norte América: capitalismo y comunismo, ambos imperialistas aunque muy diversa y opuestamente. Rusia y Estados Unidos: los dos pueblos que más se oponen doctrinal y políticamente y, al mismo tiempo, los dos pueblos más próximos como suprema y máxima expresión del activismo y del dinamismo occidentales. Ya Bertrand Russell remarcaba hace varios años el extraño parecido que existe entre los capitanes de la industria yanqui y los funcionarios de la economía marxista rusa. Y un poeta, trágicamente eslavo, Alexandra Block saludaba el alba de la revolución con estas palabras: “He aquí la estrella de la América nueva”.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La civilización y el caballo

La civilización y el caballo

El indio jinete es uno de los testimonios vivientes en que Luis E. Valcárcel apoya, en su reciente libro “Tempestad en los Andes” (Editorial Minerva, 1927) su evangelio -sí, evangelio: buena nueva- del “nuevo indio”. El indio a caballo constituye, para Valcárcel, un símbolo de carne. “El indio a caballo, escribe Valcárcel- es un nuevo indio, altivo, libre, propietario, orgulloso de su raza, que desdeña al blanco y al mestizo. Ahí donde el indio ha roto la prohibición española de cabalgar, ha roto también las cadenas”. El escritor cuzqueño parte de una valoración exacta del papel del caballo en la Conquista. El caballo, como está bien establecido, concurrió principal y decisivamente a dar al español, a ojos del indio, un poder sobre-natural. Los españoles trajeron, como armas materiales, para someter al aborigen, el hierro, la pólvora y el caballo. Se ha dicho que la debilidad fundamental de la civilización autóctona fue su ignorancia del hierro. Pero, en verdad, no es acertado atribuir a una sola superioridad la victoria de la cultura occidental sobre las culturas indígenas de América. Esta victoria, tiene su explicación integral en un conjunto de superioridades, en el cual, no priman, por cierto, las físicas. Y entre estas, cabe reconocer, la prioridad a las zoológicas. Primero, la criatura; después lo creado, lo artificial. Este aparte de que el domesticamiento del animal, su aplicación a los fines y al trabajo humanos, representa la más antigua de las técnicas.
Más bien que sojuzgadas por el hierro y la pólvora, preferimos imaginar al indio, sojuzgado no precisamente por el caballo, pero sí por el caballero. En el caballero, resucitaba, embellecido, espiritualizado, humanizado, el mito pagano del centauro. El caballero, arquetipo del Medioevo, -que mantiene su señorío espiritual sobre la modernidad, hasta ahora mismo, porque el burgués, no ha sido capaz psicológicamente más que de imitar y suplantar al noble,- es el héroe de la Conquista. Y la conquista de América, la última cruzada, aparece como la más histórica, la más iluminada, la más trascendente proeza de la caballería. Proeza típicamente caballeresca, hasta porque de ella debía morir la caballería, al morir -trágica, cristiana y grandiosamente- el Medioevo.
El coloniaje adivinó y reivindicó a tal punto la parte del caballo en la Conquista que, -por sus ordenanzas que prohíben al indio esta cabalgadura,- el mérito de esa epopeya, parece pertenecer más al caballo que al hombre. El caballo, bajo el español, era tabú para el indio. Lo que podía entenderse como una consecuencia de su condición de siervo si se recuerda que Cervantes, atento al sentido de la caballería, no concibió a Sancho Panza, como a Don Quijote, jinete de un rocín sino de un asno. Pero, visto que en la Conquista se confundieron hidalgos y villanos, hay que suponerle la intención de reservar al español, los instrumentos -vale decir el secreto- de la Conquista. Porque el rigor de este tabú, condujo al español a mostrarse más generoso de su amor que de sus caballos. El indio tuvo al caballero antes que a la cabalgadura.
La más aguda intuición poética de Chocano, aunque como suya, se vista retórica y ampulosamente, es quizá la que creó su elogio de “Los caballos de los conquistadores”. Cantar de este modo la Conquista es sentirla, ante todo, como epopeya del caballo, sin el cual España no habría impuesto su ley al Nuevo Mundo.
La imaginación criolla, conservó después de la Colonia, este sentido medioeval de la cabalgadura. Todas las metáforas de su lenguaje político acusan resabios y prejuicios de jinetes. La expresión característica de lo que ambicionaba el caudillo está en el lugar común de “las riendas del poder”. Y “montar a caballo”, se llamó siempre a la acción de insurgir para empuñarlas. El gobierno que se tambalea, estaba “en mal caballo”.
El indio peatón, y más todavía, la pareja melancólica del indio y la llama, es la alegría de una servidumbre. Valcárcel tiene razón. El “gaucho” debe la mitad de su ser a la pampa y al caballo. Sin el caballo ¡cómo habrían pesado sobre el criollo argentino, el espacio y la distancia! Como pesan hasta ahora, sobre las espaldas del indio chasqui. Gorki nos presenta al mujik, abrumado por la estepa sin límite. El fatalismo, la resignación del mujik, vienen de esta sociedad y esta impotencia ante la naturaleza. El drama del indio no es distinto: drama de servidumbre al hombre y servidumbre a la naturaleza. Para resistirlo mejor, el mujik contaba con su tradición de nomadismo y con los curtidos y rurales caballitos tártaros, que tanto bien parecerse a los de Chumbivilcas.
Pero Valcárcel nos debe otra estampa, otro símbolo: el indio “chauffeur”, como lo vio en Puno, este año, escritas ya las cuartillas de “Tempestad en los Andes”.
La época industrial burguesa de la civilización occidental; permaneció, por muchas razones, ligada al caballo. No solo porque persistió en su espíritu el acatamiento a los módulos y el estilo de la nobleza ecuestre, sino porque el caballo continuó siendo, por mucho tiempo, un auxiliar indispensable del hombre. La máquina desplazó, poco a poco, al caballo de muchos de sus oficios. Pero el hombre agradecido, incorporó para siempre al caballo en la nueva civilización, llamando “caballo de fuerza” a la unidad de potencia motriz.
Inglaterra, que guardó bajo el capitalismo una gran parte de su estilo y su gusto aristocrático, estilizó y quintaesenció al caballo inventando el “pursang” de carrera. Es decir, el caballo emancipado de la tradición servil del animal de tiro y del animal de carga. El caballo puro que, aunque parezca irreverente, representaría teóricamente, en su plano, algo así como, en el suyo, la poesía pura. El caballo fin de sí mismo, sobre el cual desaparece el caballero para ser reemplazado por el jockey. El caballero se queda a pie.
Mas, este parece ser el último homenaje de la civilización occidental a la especie equina. Al desplazarse de Inglaterra a Estados Unidos, el eje del capitalismo, lo ecuestre ha perdido su sentido caballeresco. Norte América prefiere el box a las carreras. Prohibido el juego, la hípica ha quedado reducida a la equitación. La máquina anula cada día más al caballo. Esto, sin duda, ha movido a Keyserlig a suponer que el chauffeur sucede como símbolo al caballero. Pero el tipo, el espécimen hacia el cual nos acercamos, es más bien el del obrero. Ya el intelectual acepta este título que resume y supera a todos. El caballo, por otra parte, como transporte, es demasiado individualista. Y el vapor, el tren, sociales y modernos por excelencia, no lo advierten siquiera como competidor. La última experiencia bélica marca en fin, la decadencia definitiva de la caballería.
Y aquí concluyo. El tema de una decadencia, conviene, más que a mí, a cualquiera de los abundantes discípulos de don José Ortega y Gasset.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La decadencia de Inglaterra

La decadencia de Inglaterra

La decadencia más cierta y más visible de esta hora -aunque no la haya advertido todavía la crítica elegante de D. José Ortega y Gasset- es la decadencia de Inglaterra. El famoso Untergang des Abendlandes, de Spengler, se reduce, quizá, políticamente, al Declin of England de León Trotzky. La tesis del profesor alemán, les parece sin duda a los intelectuales burgueses, más controlable y verificable que la tesis del revolucionario ruso. Pero la razón de esto es que la tesis de Spengler, representa una filosofía de la historia, mientras la tesis de Trotzky traduce la dialéctica de la revolución.

Del tramonto de Inglaterra tenemos mil pruebas concretas. Las dos últimas más irrecusables y fehacientes son: Primera, la pérdida de la concesión de Han Kow, ocupada militarmente por los revolucionarios chinos con grave ofensa para la majestad británica. Segunda, el allanamiento de las oficinas de la Arcos Company y de la delegación comercial soviética en Londres. El primer hecho señala, una gran derrota material y moral del imperio colonial británico en Asia. El segundo denuncia la quiebra de la corrección y del faire play en la conducta oficial británica en Europa. Los dos hechos constituyen dos síntomas diferentes, interno el uno, externo el otro, de la decadencia de la Gran Bretaña. El procedimiento de invadir una oficina amparada usualmente por la inmunidad diplomática, secuestrar sus papeles, violar sus cajas fuertes, registrar a sus empleados, hombres y mujeres, tiene todas las apariencias de un procedimiento bolchevique y revolucionario. Y es de un gran alcance su incorporación en la técnica de la policía de Inglaterra, porque indica la ruptura de un resorte capital de la conducta británica.

Pero estos son solo los signos más evidentes y materiales de que Inglaterra declina. En la historia contemporánea encontramos signos más profundos de este fenómeno. Aparentemente, o más bien, materialmente, Inglaterra alcanzó el máximo de su potencia y de su expansión cuando se suscribieron los tratados de paz que pusieron término a la gran guerra. Mas, en realidad, las bases de la grandeza británica empezaron a mostrarse seriamente minadas desde antes. La decadencia de la Gran Bretaña comenzó en el instante en que entraron en crisis el liberalismo, el parlamentarismo y el evolucionismo, más o menos ortodoxamente adoptados por la humanidad bajo la hegemonía británica. Y económica y técnicamente, la Gran Bretaña perdió la primacía, desde que la electricidad y el petróleo, revolucionaron la industria y los transportes. La industria británica y, por ende, el Imperio Británico, reposaban sobre el carbón. Por consiguiente a medida que el petróleo y la electricidad han reemplazado al carbón en la industria y los transportes, la omnipotencia británica ha quedado socavada. La lucha por el petróleo entre la Gran Bretaña y los Estados Unidos, se presenta así como la más importante competencia entre los dos grandes países industriales y capitalistas.

La revisión de las más características ideas del siglo XIX, no es en verdad sino una revisión de ideas inglesas. La Gran Bretaña ha sido, en los tiempos de su absoluto predominio, la proveedora de ideas y de cosas fundamentales de la humanidad. Los principios de la Antropología, la Sociología y otras ciencias sustantivas han tenido origen e impronta británicos. Y han servido espiritual e intelectualmente a reforzar y extender el imperio político de la Gran Bretaña. El darwinismo, por ejemplo, que ha dominado por tanto tiempo el pensamiento científico del mundo, y que ya otra vez he calificado como un producto típico del genio y la mentalidad británicos, ha alimentado y sostenido un evolucionismo integral que entre otras cosas tiende a justificar el triunfo y el imperio del pueblo inglés sobre los demás pueblos. El monogenismo de la escuela sociológica inglesa que atribuye a todas las sociedades el mismo proceso, tiene también los rasgos de una teoría destinada a confirmar la superioridad inglesa.

La Gran Bretaña ha conservado una casi exclusiva de las ideas directrices en las ciencias de mayor importancia política. En las otras ciencias no ha mostrado igual empeño de predominio. Las ha abandonado en no pocos casos a otros pueblos occidentales. Y lo mismo ha procedido en el campo industrial. Se ha reservado la función de proveedora de las mercaderías sustantivas. No le ha importado ceder a Francia la hegemonía de la moda femenina, pero ha acaparado la técnica y los materiales de la moda masculina. Ninguna convicción está tan difundida y arraigada en el mundo como aquella de la superioridad de los casimires ingleses. El Imperio de la Gran Bretaña ha sido, ante todo, el imperio del carbón y del casimir. Inglaterra ha cardado e hilado durante mucho tiempo la lana del mundo para tejer la malla de su imperio. Y el hombre de tipo occidental y “civilizado”, ha sido en este tiempo el hombre que se ha vestido y ha pensado a la inglesa.

Ahora todo este colosal andamiaje se derrumba. El evolucionismo, en todos sus aspectos, sufre una revisión despiadada. La idea inglesa, -peculiar del imperialismo sajón- de la superioridad absoluta e incontestable del blanco caduca irremediablemente. El parlamento no mantiene ya su autoridad ni en la propia Inglaterra donde la lucha de clases atrofia poco a poco su función clásica. Los principios cardinales y los productos mayores de la Gran Bretaña tienen que afrontar una concurrencia creciente, en condiciones cada vez más desventajosas.

Bernard Shaw es probablemente uno de los ingleses que más lúcidamente se dan cuenta de la crisis británica. Pero el mismo Shaw no consigue liberarse plenamente de todas las supersticiones inglesas. Su socialismo en el fondo, es siempre un socialismo fabiano. Vale decir un socialismo de trama liberal.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El debate política en Inglaterra

El debate política en Inglaterra

Se está librando hoy en Inglaterra una gran batalla parlamentaria, que precede, seguramente, a una gran batalla electoral. El partido conservador, -empujado por el extremistas que han conseguido obligar a Baldwin a adoptar sus puntos de vista más reaccionarios,- ha iniciado una ofensiva de vastas proyecciones contra el laborismo.

Esta ofensiva, venía siendo propugnada con impaciencia creciente por la extrema derecha inglesa casi desde que el partido conservador ganó las últimas elecciones. En Europa, arreciaba entonces la tempestad reaccionaria que parece haber galvanizado todas las energías del capitalismo, tan relajadas y agónicas después del período bélico. La extrema derecha inglesa quiso uniformarse al estilo fascista, predicando destempladamente una campaña contra la organización obrera de la cual extrae su fuerza política el Labour Party.

Pero al principio prevaleció en el partido un criterio más o menos moderado. Baldwin, aparentemente, no se mostraba dispuesto a ceder a la presión extremista. Los conservadores habían ganado las elecciones con plataformas a las que era extraño el plan de limitar el poder y la acción de los sindicatos. El gabinete necesitaba empezar su labor dentro de una atmósfera de confianza pública.
La derrota sufrida por los obreros en la huelga general de mayo pasado, mudó la situación. Los reaccionarios, a partir de ese suceso, ganaron terreno en el partido y el Gobierno. La huelga general había permitido a la burguesía inglesa, apreciar experimentalmente, al mismo tiempo, la debilidad y la fuerza del movimiento obrero. Se había visto claramente que la lucha sindical se habría transformado en una lucha revolucionaria, si su comando no hubiese estado en manos de los jefes reformistas. Socavada cada vez más la autoridad de esos jefes, se registraba un progresivo orientamiento revolucionario del Labour Party que no consentía dudas, respecto a su futura política.

La posición política de los conservadores favoreció la corriente y la tesis reaccionarias. El Gobierno conservador, después de la huelga de mayo, no había conseguido solucionar la cuestión de las minas. La rendición final de los obreros no había tenido más alcance que el de la aceptación de una tregua forzosa. Lloyd George, con su fino oportunismo y su sagaz perspicacia, había aprovechado la ocasión para asestar un golpe a la hegemonía conservadora, y rehabilitar en algunos sectores de la opinión la esperanza de ensayar una vez más en el gobierno la doctrina liberal. Era lógico que a los conservadores no les quedase más camino que el de una política netamente reaccionaria.

Baldwin no ha tenido más remedio que decidirse por tal camino. Hoy está empeñado a fondo en esta política. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que el partido conservador no puede hacer otra cosa. Frente a Rusia, frente a China, frente al Labour Party, su actitud no puede ser distinta.

El envío de una nota agresiva al gobierno de los Soviets, el despacho de barcos y soldados a los puertos chinos y la presentación en el parlamento de un bill anti-laborista, son tres actos congruentes, tres maniobras afines de una misma política. El capitalismo británico conducido por el mesurado Baldwin toma la ofensiva en todos los frentes. Emplea por ahora la manera fuerte. Sin perjuicio, naturalmente de su libertad de reemplazarla, según sus resultados, por el método del compromiso, llamando de nuevo al servicio a Mr. Lloyd George que aguarda su momento con una sonrisa.

Los conservadores necesitan acentuar en la opinión burguesa y pequeño-burguesa la consciencia de los peligros revolucionarios, para desviarla de las proposiciones de Lloyd George que trabaja por atraer a los laboristas a una política de colaboración con el liberalismo. En las próximas elecciones les tocará colocar frente a frente el capitalismo y el socialismo, en términos de irreductible oposición. De sus actuales operaciones depende la suerte de la política conservadora en la batalla electoral inevitable.

Esta política se propone minar las bases electorales del Labour Party, aboliendo la cuota política de los obreros a la caja del laborismo. Tal abolición tiene por objeto dejar al Labour Party en una situación desventajosa en las elecciones. Hasta hoy su fondo político le ha permitido afrontar en las elecciones elevados gastos de propaganda.

Bernard Shaw, en el interesantísimo discurso que pronunció en el banquete de su jubileo, denunciaba e ilustraba el alcance político del monopolio por y para la burguesía, de la comunicación radiográfica. El radio ponía a los defensores del capitalismo en condiciones de una gran superioridad respecto de los propagandistas del socialismo. Cómodamente instalados en sus poltronas, los candidatos burgueses pueden dirigirse a la vez a millones de votantes, para acusar a los laboristas de abrigar los más terribles propósitos contra la civilización, la patria, la familia, etc.

El bill anti-laborista del partido conservador, que declara la ilegalidad de la huelga general y ataca el fondo político del Labour Party, demuestra que los conservadores van mucho más lejos de lo que Bernard Shaw suponía, en su plan de desarmar al proletariado en su lucha con el capitalismo.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El proceso a los conjurados de la noche de San Juan

El proceso a los conjurados de la noche de San Juan

El proceso que acaba de terminar, más que el proceso de Weyler, Aguilera, Domingo y demás conjurados de la Noche de San Juan, ha sido el proceso de Primo de Rivera y sus turbios secuaces. Porque en el curso de las audiencias, lo que ha golpeado más las mentes de los actores no ha sido la responsabilidad de los acusados sino la del acusador. El reo auténtico no ha comparecido ante los jueces, escribanos y alguaciles, solo porque estos se encuentran a su servicio y bajo su potestad. Pero su presencia en el juicio no ha sido, por esto, menos constante y eminente.

Los acusados militares, son todos gente a la que no se puede ciertamente tachar de subversiva y, menos todavía, de revolucionaria. Monarquistas ortodoxos, constitucionales fervientes, de lo único que no se les puede suponer capaces es de atentar contra el orden y la ley. Mucho más subversivo aparece, sin duda, Primo de Rivera, que en otra noche menos novelesca y cristiana, se apoderó del gobierno de España, licenciando brusca y desgarbadamente, -sin más título que el de su virilidad, en el sentido que tan agudamente ha ilustrado Unamuno,- a los que constitucionalmente lo ejercían.

No seré yo, por supuesto, quien intente la defensa de estos últimos, que hasta cierto punto, han mostrado después merecer su suerte. Pero me parece evidente que nadie puede objetar el hecho de que representaban en el poder la constitución y la legalidad.
Poco trabajo les ha costado, por ende, a los defensores de los generales y coroneles procesados, probar que estos no han concebido ni ejecutado en ningún momento, ni en la noche de San Juan, diseño alguno contrario a la Monarquía y a su “pacto con el pueblo”, como llaman a la vieja y maltrecha constitución los políticos liberales.

Si a Primo de Rivera se le pudiera atribuir humorismo e imaginación -dos cosas que no son frecuentes en los capitanes de España, desde los tiempos ya bastante lontanos del Gran Capitán- se le podría suponer capaz de haber procesado a Weyler, Aguilera, etc., seguro de su inocencia, solo para animar la historia un poco monótona de estos años de censura con el episodio romancesco de una noche de San Juan más o menos melodramática y con su secuela de un juicio que diera oportunidad lícita de hablar a Melquíades Álvarez, Álvaro de Albornoz y otros demócratas en receso forzoso. (La desocupación de esta gente, que no sabe en qué emplear su facundia, es un cuadro de partir el alma al más endurecido déspota).

Pero los hechos, demuestran, por lo menos según el tribunal, que Primo de Rivera ha procedido seriamente. Los tiranos de la Europa moderna son menos originales que los de la Europa medioeval. Y Primo de Rivera, no tenía ningún interés en provocar su propio proceso. Los acusados, en fin, se han manifestado casi convictos de haber querido restaurar en España la constitución deponiendo al Marqués de Estella.

Sabemos ahora que en la noche de San Juan de 1926 los herederos de la mejor tradición ochocentista del ejército español, cumplieron un gesto histórico. Su derrota no anula el gesto mismo; su procesamiento lo esclarece. Primo de Rivera pretendía obrar en nombre del ejército. Ya muchos incidentes habían denunciado la falsedad del empeño de representar al ejército íntegramente mancomunado con los cabecillas del golpe de estado de 1923. Pero ninguno de esos incidentes -simple anécdota- bastaba históricamente. Hacía falta que hombres representativos del ejército asumiesen una actitud beligerante frente a la dictadura y en defensa de la constitución sometida a todos los ultrajes de una virilidad jactanciosa.

Weyler representa la tradición constitucional del ejército español. En él se ha procesado y condenado a una época: la época de la lealtad militar a la Monarquía y a la constitución demo-liberal. Primo de Rivera resucita los tiempos de los pronunciamientos reaccionarios y de los retornos absolutistas.

El Rey que cubre sus actos -cada día menos dueño de las consecuencias del golpe de Estado de 1923- pone la monarquía contra y fuera de la constitución. Los políticos que aguardan pacientemente el regreso a la legalidad quedan notificados de que ni su desocupación ni su esperanza tienen ya plazo.

Frente a Primo de Rivera solo la esperanza de los revolucionarios descansa en la historia. La nostalgia de los constitucionales es pasiva. No se prepara a vencer a la dictadura. Espera que se caiga sola. Fracasada la aventura de Weyler y Aguilera, no le resta casi sino la elocuencia parlamentaria de Melquíades Álvarez.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Italia y Yugo-Eslavia

Italia y Yugo-Eslavia

La actual tensión de las relaciones italo-yugoeslavas señala uno de los muchos puntos vulnerables de la paz europea. Italia, bajo el régimen fascista, practica una política de expansión que no disimula demasiado sus fines ni sus medios. El imperialismo fascista, acaso por su juventud y, sobre todo, porque sus conquistas y su suerte pertenecen íntegramente al futuro, es el que emplea un lenguaje más desembozado y explícito. Su política exterior tiene dos frentes: el mediterráneo y el balcánico. En los Balkanes, su política tropieza, en primer término, con la resistencia yugoeslava.

El conflicto entre Italia y Yugo Eslavia empezó en la conferencia de Versailles. Es el primero que ensombreció la paz wilsoniana. Italia no solo se sintió defraudada por los aliados en sus ambiciones territoriales. Declaró violado y falseado el propio programa de Wilson. Sostuvo su derecho a Fiume y a Zara, asignados a Yugo Eslavia en el nuevo mapa europeo.

El golpe de mano de D’Annunzio permitió a Italia, después de una difícil serie de negociaciones, redimir a Fiume. Pero, en cambio, Yugo Eslavia consiguió la ratificación de su soberanía en la Dalmacia reivindicada por el nacionalismo italiano en nombre del porcentaje de italianidad de su población. Italia ha aceptado este hecho; pero uno de los objetivos íntimos del imperialismo fascista es la posesión del territorio dálmata.

No es, sin embargo, este propósito recóndito lo que turba las relaciones entre Italia y Yugo Eslavia. Italia no sostiene oficialmente ninguna reivindicación sobre la Dalmacia. Diplomática y formalmente, esta reivindicación no existe. El motivo de la tensión es el choque de la política italiana y la política yugo-eslava en Albania. Italia y Yugo-Eslavia se disputan el predominio en este estado teóricamente autónomo, pero sometiendo de facto a la influencia italiana, con peligro evidente para Yugo-Eslavia que lucha por desalojar de él a su amenazadora rival.

Una y otra intrigan por colocar o mantener en el gobierno de Albania al bando que Ies es adicto. Esta intervención, por parte de Italia, adquiere proporciones excesivas. Yugo-Eslavia las denuncia y pretende limitar la expansión italiana en Albania.
La política italiana en los Balkanes mira al socavamiento de la influencia francesa en ese grupo de países. Francia madrina de la Pequeña Entente, esperaba asegurarse mediante el enfeudamiento de este bloque a su política, el control los Balcanes. Italia, con el tratado ítalo-rumano, se ha atraído a Rumania. Bulgaria está bajo un gobierno fascista que reconoce en Roma la metrópoli espiritual de la reacción. Grecia, por su posición respecto de Turquía, no tiene más remedio que entrar en una vía de entendimiento y cooperación con Italia, cuya política balcánica, además, aparece sostenida financiada por Inglaterra que conserva su autoridad en Atenas.

Los Balcanes representaron antes de 1914 un foco de asechanzas para la paz europea por el conflicto constante entre Rusia y los Imperios Centrales, aliados de Turquía. La paz de 1918 no ha neutralizado esta zona peligrosa. Cada día los Balcanes recobran más claramente su antigua función. Los protagonistas del conflicto han cambiado. El escenario no es exactamente el mismo. Pero el choque de las potencias se renueva.

La política fascista es, obligadamente, la que más inmediatamente agrava este problema. Mussolini extrae su máxima fuerza de su programa de expansión. Ha prometido al pueblo italiano, que es empujado a la expansión por el desequilibrio entre su demografía y su economía, un imperio digno de la tradición romana. Esta promesa permite a Mussolini exigir de su pueblo un esfuerzo obediente y disciplinado para mejorar las condiciones financieras e industriales de Italia. La situación europea -a pesar del tratado de Locarno y de la estabilización capitalista- alimenta la esperanza fascista. No se puede prever cómo respondería Europa a un súbito golpe de mano de la Italia fascista. Mussolini, oportunista y maquiavélico, acecha la ocasión de una audaz maniobra internacional. Si la espera resulta demasiado pesada e incierta, el mito fascista perderá su fuerza.

Marcel Fourrier observa con justicia que Italia no puede alcanzar la expansión que ambiciona “sino tomando la vía de un imperialismo agresivo”. “De otra parte, el régimen fascista y el poder personal de Mussolini no pueden mantenerse sino en el caso de que se manifiesten capaces de asegurar al capitalismo italiano la misma prosperidad que el bonapartismo y el bismarckismo habían asegurado, el uno al capitalismo francés, después de 1850, el otro al capitalismo alemán, después de 1871”.

La Paz de Locarno, tiene que parecerle al más beato e iluso demócrata, demasiado frágil y aleatoria mientras Mussolini amenace a Europa con sus sueños y sus gestos imperiales. El fascio littorio es en la historia europea contemporánea un gran punto de interrogación.

Por esto, eI contraste entre Italia y Yugo Eslavia que, según las últimas noticias cablegráficas, parece exacerbarse, presenta un marcado interés. Serbia tiene un oscuro destino en la historia de la Europa burguesa. En su suelo prendió en 1914 la chispa de la gran conflagración. Ahora Serbia se ha engrandecido. El reino serbio ha sido reemplazado por el reino serbio-croata-esloveno, como también se llama a Yugo-Eslavia. Y tal vez con esto su capacidad de fricción siniestra se ha acrecentado. Las fronteras que le acordó la paz aliada, limitan por uno de los lados, en que su presión es mayor, al imperialismo fascista.
No es probable que el problema de Albania provoque, a corto plazo, el choque. Pero es evidente que constituye una de las causas de fricción que mantienen encendidos e irritados los flancos que ahí se tocan de Italia y Yugo-Eslavia.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La toma de Shanghai

La toma de Shanghai

Con la ocupación de Shanghai por el ejército cantonés se abre una nueva etapa de la revolución china. El derrocamiento de la claudicante y asmática dinastía manchú, la constitución del gobierno nacionalista revolucionario de Cantón y la captura de Shanghai por las tropas de Chiang-Kai-Shek, son hasta hoy los tres acontecimientos sustantivos de esta revolución de cuya realidad y trascendencia solo ahora parece darse cuenta el mundo. En los quince años trascurridos después de la caída de la monarquía, la revolución ha sufrido muchas derrotas y ha alcanzado muchas victorias. Pero entre estas, ninguna ha conmovido e impresionado al mundo como la de Shanghai. La razón es que esta victoria no aparece ganada por la revolución solo contra sus enemigos de la China sino, sobre todo, contra sus enemigos de Occidente.

La colaboración de las fuerzas reaccionarias de la China ha permitido durante mucho tiempo a Europa detener la revolución y la independencia chinas. Generales mercenarios como Chan-So Lin y Wu Pei Fu han conservado en sus manos, al amparo de las potencias imperialistas, el dominio de la mayor parte de la China. Por la subsistencia de una economía feudal, el norte de la China se ha mantenido, salvo breves intervalos, bajo el despotismo de los tuchuns. El fenómeno revolucionario, en no pocos momentos, ha estado localizado en Cantón.

Pero los revolucionarios chinos no han perdido nunca el tiempo. Entrenados por la lucha misma han aprendido a asestar certeros golpes al imperialismo extranjero y a sus agentes y aliados de la China. El Kuo Min-Tang se ha convertido en una formidable organización con un programa realista y con un arraigo profundo en las masas.

La toma de Shanghai es una victoria decisiva de la revolución. El desbande de las tropas reaccionarias ante el avance de Chiang Kai Shek, indica el grado de desmoralización de las fuerzas que en la China sirven al imperialismo. Y el hecho de que las potencias imperialistas parlamenten con los revolucionarios -aunque los amenacen intermitentemente con sus cañones- denuncia la impotencia del Occidente capitalista para imponer hoy su ley al pueblo chino, como en los tiempos en que la rebelión de los boxers provocó el envío de la expedición militar del general Waldersee.

La China monárquica y conservadora de los emperadores manchúes no era capaz de otra cosa que de capitular ante los cañones occidentales. Las grandes potencias la obligaron hace un cuarto de siglo a pagar los gastos de la invasión de su propio territorio con el pretexto del restablecimiento del orden y de la protección de las vidas y propiedades de los occidentales. No había humillación que rechazase por excesiva. La China revolucionaria, en cambio, se declara dueña de sus destinos. Al lenguaje insolente de los imperialismos occidentales responde con un lenguaje digno y firme. Su programa repudia todos los tratados que someten al pueblo chino al poder extranjero.

En otros tiempos, las potencias capitalistas habrían exigido a los chinos, con las armas en la mano, la ratificación humilde de esos tratados y el abandono inmediato de toda reivindicación revisionista. Pero la posición de esas potencias en Oriente está profundamente socavada a consecuencia de la revolución rusa y en general de la crisis post-bélica. La Rusia zarista, ponía todo su poder al servicio de la opresión del Asia por los occidentales. Hoy la Rusia socialista sostiene las reivindicaciones del Asia contra todos sus opresores.

Se repite, en un escenario más vasto y con nuevos actores, el conflicto de hace cuatro años, entre la Gran Bretaña y el nacionalismo revolucionario turco. También entonces, después de proferir coléricas palabras de amenaza, la Gran Bretaña tuvo que resignarse a negociar con el gobierno de Angora. Se oponían a toda aventura guerrera la voluntad de sus Dominios y la conciencia del propio pueblo inglés.

Europa siente que su imperio en Oriente declina. Y sus hombres más iluminados comprenden que la libertad de Oriente significa la más legítima de las expansiones de Occidente: la de su pensamiento. La guerra contra la China no podría ser ya aceptada por la opinión pública de ningún país, por muy diestramente que la envenenasen la prensa y la diplomacia imperialistas.
Los revolucionarios chinos tienen franco el camino de Pekín. La conquista de la capital milenaria no encuentra ya obstáculos insalvables. Inglaterra, el Japón, Estados Unidos, no cesarán de conspirar contra la revolución, explotando la ambición y la venalidad de los jefes militares asequibles a sus sugestiones. Se advierte ya la intención de tentar a Chiang-Kai-Shek a quien el cable, tendenciosamente, presenta en conflicto con el Kuo Min Tang. Pero no es verosímil que Chiang Kai Shek caiga en el lazo. Hay que suponerle la altura necesaria para apreciar la diferencia entre el rol histórico de un libertador y el de un traidor de su pueblo.
Por lo pronto la revolución ha ganado con Shanghai una gran base material y moral. Hasta hace poco, Cantón, la ciudad de Sun-Yat-Sen, era su única gran fortaleza. Hoy Shanghai se agita bajo la sombra de sus banderas que lo transforman en uno de los mayores escenarios de la historia contemporánea.

Sobre Shanghai convergen las miradas más ansiosas del mundo. Unas llenas de temor y otras llenas de esperanza. Para todas, un episodio de la epopeya revolucionaria vale más que todos los episodios sincrónicos de la política capitalista.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Réplica a Luis Alberto Sánchez. Respuesta al señor Escalante [Incompleto]

(…) deber, a esta revista, tópicos a la sección en que por el propio director de MUNDIAL ha querido situar mis estudios o apuntes sobre temas nacionales; y menos aún traigo arengas de agitador ni sermones de catequista; pero esto no quiere decir que aquí disimule mi pensamiento, sino que respeto los límites de la generosa hospitalidad que MUNDIAL me concede y de la cual mi discreción no me permitiría nunca abusar.
No es culpa mía que, -mientras de mi escritos se saca en limpio mi filiación socialista,- de los de Luis Alberto Sánchez no se deduzca con igual facilidad su filiación ideológica. Es el propio Sánchez quien se ha definido, terminantemente, como un “espectador”. Los méritos de su labor de estudioso de temas nacionales -que no están en discusión- no bastan para darle una posición en el contraste de las doctrinas y los intereses. Ser “nacionalista” por el género de los estudios, no exige serlo también por la actitud política, en el sentido limitado o particular que nacionalismos extranjeros han asignado a ese término. Sánchez, como yo, repudia precisamente este nacionalismo que encubre o disfraza un simple conservantismo, decorándolo con los ornamentos de la tradición nacional.
Y, llegados a este punto, quiero precisar otro aspecto del nexo que Luis Alberto no había descubierto entre mi socialismo de varios años -todos los de mi juventud, que no tiene por qué sentirse responsable de los episodios literarios de mi adolescencia- y mi nacionalismo recientísimo. El nacionalismo de las naciones europeas -donde nacionalismo y conservantismo se identifican y consustancian- se propone fines imperialistas. Es reaccionario y anti-socialista. Pero el nacionalismo de los pueblos coloniales -sí, coloniales económicamente, aunque se vanaglorien de su autonomía política- tiene un origen y un impulso totalmente diversos. En estos pueblos la idea de la nación no ha cumplido aún su trayectoria ni ha agotado su misión histórica. Y esto no es teoría. Si de la teoría desconfía Luis Alberto Sánchez, no desconfiaré de la experiencia. Menos aún si la experiencia está bajo sus ojos escrutadores de estudioso. Yo me contentaré de aconsejarle que dirija la mirada a la China, donde el movimiento nacionalista del Kuo Ming Tang recibe del socialismo chino su más vigoroso impulso.
Me pregunta Luis Alberto Sánchez al final de su artículo, -en el discurso del cual su pensamiento merodea por los bordes del asunto de este diálogo, sin ir al fondo- cómo nos proponemos resolver el problema indígena los que militamos bajo estas banderas de renovación. Le responderé, ante todo, con mi filiación. El socialismo es un método y una doctrina, un ideario, y una praxis. Invito a Sánchez a estudiarlos seriamente, y no solo en los libros y en los hechos sino en el espíritu que los anima y engendra.
El cuestionario que Sánchez me pone delante es -permítame que se lo diga- bastante ingenuo. ¿Cómo puede preguntarme Sánchez si yo reduzco todo el problema peruano a la oposición entre costa y sierra? He constatado la dualidad nacida de la conquista para afirmar la necesidad histórica de resolverla. No es mi ideal el Perú colonial ni el Perú incaico sino un Perú integral. Aquí estamos, he escrito al fundar una revista de doctrina y polémica, los que queremos crear un Perú nuevo en el mundo nuevo. ¿Y cómo puede preguntarme Sánchez si no involucro en el movimiento al cholo? ¿Y si este no podrá ser un movimiento de reivindicación total y no exclusivista? Tengo el derecho de creer que Sánchez no solo no toma en consideración mi socialismo sino que me juzga y contradice sin haberme leído.
La reivindicación que sostenemos es la del trabajo. Es la de las clases trabajadoras, sin distinción de costa ni de sierra, de indio ni de cholo. Si en el debate, -esto es en la teoría- diferenciamos el problema del indio, es porque en la práctica, en el hecho, también se diferencia. El obrero urbano es un proletariado; el indio campesino es todavía un siervo. Las reivindicaciones del primero, -por las cuales en Europa no se ha acabado de combatir- representan la lucha contra la burguesía; las del segundo representan aún la lucha contra la feudalidad. El primer problema que hay que resolver aquí es, por consiguiente, el de la liquidación de la feudalidad, cuyas expresiones solidarias son dos: latifundio y servidumbre. Si no reconociésemos la prioridad de este problema, habría derecho, entonces sí, para acusarnos de prescindir de la realidad peruana. Estas son, teóricamente, cosas demasiado elementales. No tengo yo la culpa de que en el Perú -y en pleno debate ideológico- sea necesario todavía explicarlas.
Y, ahora, punto final a este intermezzo polémico. Continuaré polemizando pero, como antes, más con las ideas que con las personas. La polémica es útil cuando se propone verdaderamente, esclarecer las teorías y los hechos. Y cuando no se trae a ella sino idea y móviles claros.

Respuesta al señor Escalante
Al señor Escalante -escrita la réplica a Sánchez- tengo poco que decirle. El señor Escalante sabe que no es posible trasladar esta discusión de plano doctrinal al plano político militante. Ni posible ni deseable. Porque de lo que se trata, hasta hoy, es de plantear el problema, no de resolverlo. La solución, a mi ver, pertenece al porvenir. Si el señor Escalante puede adelantarla, tanto mejor para el Perú y para el indio.
El señor Escalante, por otra parte, no me somete al interrogatorio. Comprende que nuestros principios son distintos. Y no tiene inconveniente para declararlo. Su posición es neta; la mía también. Político avisado, el señor Escalante advierte, por ejemplo, que solo debo hablar de acuerdo y a la medida de las necesidades de mi doctrina. Pero esto es lo de menos.
Mi respuesta al diputado y publicista cuzqueño, puede limitarse, por esto, a dos rectificaciones: 1º. Que yo no ha señalado el primer manifiesto del Grupo “Resurgimiento” del Cuzco precisa y específicamente como una “refutación o un desmentido contundente” al artículo “Nosotros los indios…” Me he limitado a considerarlo una respuesta, no en el sentido exclusivo que el señor Escalante supone sino en el sentido mucho más amplio de las pruebas que allega respecto a la imposibilidad práctica de resolver el problema del indio, sin destruir el gamonalismo latifundista. 2º. Que el manifiesto que se ha publicado y ha circulado en el Cuzco desde enero en pequeños folletos. Remito uno al señor Escalante para persuadirlo de la exactitud de mi aserción.
José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La enseñanza artística

La enseñanza artística

El programa de enseñanza -y, más que el programa, que es teoría, la práctica de la enseñanza- no concede en el Perú sino un exiguo sitio a la educación artística. Hasta hoy no se ha dado, -en el sentido de organizarla o más bien, de instituirla,- ni siquiera el paso elemental de encargar esta enseñanza a maestros calificados. La enseñanza de dibujo en los colegios y escuelas nacionales está, todavía, en manos de “aficionados”. El más mediocre y ramplón de los diletantismos domina en este aspecto de la instrucción pública.
Esta deficiencia se explicaba, plenamente, en la época en que no existía una Escuela de Bellas Artes, apta al menos para abastecer a los colegios y escuelas de maestros idóneos, con título y capacidad para la enseñanza artística. Pero desde que esta Escuela se encuentra en grado de proveer a la Instrucción Pública de un número, apreciable ya, de maestros, ha desaparecido todo motivo para prorrogar el dominio del diletantismo en el aprendizaje de dibujo y, en general, de nociones de arte en las escuelas y colegios. Es ya tiempo, mejor dicho, de establecer la enseñanza artística. Porque hasta ahora no existe.

El personal disponible para este objeto no es, numeroso. Pero es ya suficiente para el experimento en que debe elaborarse un programa de enseñanza artística. Un gran progreso sería ya un reglamento que impusiera la preferencia de los diplomados de la Escuela de Bellas Artes en la enseñanza de dibujo, historia del arte, etc., en los colegios y escuelas. Los profesionales no bastarían, por lo pronto, para desalojar totalmente a los “aficionados” o diletantes. Más lo mismo acontece en todos los ramos de la instrucción pública. Como el Ministro de Instrucción lo ha declarado recientemente en el Congreso, el problema de la enseñanza se presenta, ante todo, como un problema de maestros. La ley quiere que la enseñanza esté a cargo de normalistas; pero el porcentaje de estos en el personal de preceptores del Estado es todavía muy reducido.

La Escuela de Bellas Artes debe tener una función en la educación pública. El Perú no puede permitirse el lujo de una academia sin aplicación práctica. No basta, como rendimiento de la Escuela, una cosecha anual de cuadros y diplomas que, en la historia artística del Perú, se reducirá naturalmente a una que otra verdadera vocación de artistas oportunamente auxiliada y disciplinada.
El establecimiento de la enseñanza artística resolverá, por otra parte, un problema que está destinado, si oportunamente no se le considera y soluciona, a anular en gran parte la eficacia de la Escuela de Bellas Artes. Los alumnos pobres de esta Escuela, cuando salen de ella, hacen el triste descubrimiento de que su aprendizaje de dibujo y pintura o escultura no les sirve para ganarse inmediatamente la vida.

El Perú no está aún en condiciones de dar trabajo a sus artistas, no tanto porque es un país pobre cuanto porque la educación artística de su clase “ilustrada” o dirigente ha adelantado muy poco, a pesar de la aparente europeización de gentes y costumbres. De la civilización occidental, esta clase ilustrada aprecia bastante el automóvil, el cemento, el asfalto, el ornamento, pero estima aún muy poco el arte. Los artistas se encuentran aquí bloqueados por el ambiente, el cual les exige, por lo menos, el sacrificio de su personalidad.

Dentro de esta situación, proporcionar a los diplomados de la Escuela de Bellas Artes un medio honrado de subsistencia, como artistas, significaría facilitar a los más aptos, la realización de su personalidad, lejos de todo humillante tráfico. La instrucción pública se beneficiaría con la labor de maestros idóneos. Y la utilidad de la Escuela de Bellas Artes se multiplicaría, pues ese instituto no se limitaría ya a la misión de cultivar unos pocos temperamentos artísticos, abandonados luego a su propia suerte en un medio indiferente e impropicio.

El ejemplo de México puede enseñarnos mucho en este como en todos los aspectos de la organización de la enseñanza. En la escuela primaria se señalan en México los casos de vocación artística. Se han hecho exposiciones de trabajos de alumnos de las escuelas primarias positivamente interesantes, que demuestran el acierto con que se atiende en ese país, que en tantas cosas puede servirnos de modelo, a la educación artística de los niños.

Seguramente, entre los niños peruanos no es menos frecuente la aptitud artística. La raza indígena, poco dotada, al parecer, para la actividad teorética, se presenta en cambio sobresalientemente dotada para la creación artística. Lo que mejor conserva el indio, hasta ahora, enraizado en sus costumbres, es su sentimiento artístico, expresado en varios modos. Verbigratia, por la asociación de la música y la danza a su trabajo agrario.

No me refiero, esta vez, sino a la enseñanza elemental de las artes plásticas. Pero los mismos conceptos son, en línea teórica, aplicables a la enseñanza de la música en los colegios. También de este terreno urge extirpar el diletantismo de los “aficionados”. Los rendimientos de la Academia Nacional de Música son, es cierto, muy pobres, no obstante los años que tiene de establecida. Pero se suman a ellos los de uno o dos conservatorios particulares.

La reforma que a este respecto parece urgente realizar, es la de sustraer la Academia Nacional de Música a la tutela de una sedicente sociedad musical, sin ninguna aptitud técnica para dirigirla y orientarla con eficiencia.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El problema de la China

El problema de la China

El pueblo chino se encuentra en una de las más rudas jornadas de su epopeya revolucionaria. El ejército del gobierno revolucionario de Cantón amenaza Shanghai, o sea la ciudadela del imperialismo extranjero y, en particular, del imperialismo británico. La Gran Bretaña se apercibe para el combate organizando un desembarque militar en Shanghai, con el objeto, según su lenguaje oficial, de defender la vida y la propiedad de los súbditos británicos. Y, señalando el peligro de una victoria decisiva de los cantoneses, denunciados como bolcheviques, se esfuerza por movilizar contra la China revolucionaria y nacionalista a todas las “grandes potencias”.

El peligro, por supuesto, no existe sino para los imperialismos que se disputan o se reparten el dominio económico de la China. El gobierno de Cantón no reivindica más que la soberanía de los chinos en su propio país. No lo mueve ningún plan de conquista ni de ataque a otros pueblos. No lo empuja, como pretenden hacer creer sus adversarios, un enconado propósito de venganza contra al Occidente y su civilización. Es en la escuela de la civilización occidental donde la nueva China ha aprendido a ser fuerte. El pueblo chino lucha, simplemente, por su independencia. Después de un largo período de colapso moral, ha recobrado la consciencia de sus derechos y de sus destinos. Y por consiguiente, ha decidido repudiar y denunciar los tratados que en otro tiempo le fueron impuestos, bajo la amenaza de los cañones, por las potencias de Occidente. Una monarquía claudicante y débil suscribió esos pactos. Hoy, establecido y consolidado en Cantón un gobierno popular que ejerce una soberanía efectiva sobre más o menos cien millones de chinos, -y que gradualmente ensancha el radio de esta soberanía,- los tratados humillantes y vejatorios que imponen a la China tarifas aduaneras contrarias a su interés y sustraen a los extranjeros a la jurisdicción de sus jueces y sus leyes, no pueden ser tolerados por más tiempo.

Estas reivindicaciones son las que el imperialismo occidental considera o califica como bolcheviques y subversivas. Pero lo que ningún imperialismo puede disimular ni mistificar es su carácter de reivindicaciones específica y fundamentalmente chinas. Todos saben en el mundo, por mucho que hayan turbado su visión las mendaces noticias difundidas por las agencias imperialistas, que el gobierno de Cantón tiene su origen no en la revolución rusa de 1917 sino en la revolución china de 1912 que derribó a una monarquía abdicante y paralítica e instauró, en su lugar, una república constitucional. Que el líder de esa revolución, Sun Yat Sen, fue hasta su muerte, hace dos años, el jefe del gobierno cantonés. Y que el Kuo-Min-Tang (Kuo: nación - Min: pueblo, - Tang: partido), propugna y sostiene los principios de Sun Yat Sen, caudillo absolutamente chino, en quien la calumnia más irresponsable no podría descubrir un agente de la Internacional Comunista, ni nada parecido.

Si el imperialismo occidental, con la mira de mantener en la China un poder legítimo, no se hubiera interpuesto en el camino de la revolución, movilizando contra esta las ambiciones de los caciques y generales reaccionarios, el nuevo orden político y social, representado por el gobierno de Cantón, imperaría ya en todo el país. Sin la intervención de Inglaterra, del Japón y de los Estados Unidos, que, alternativa o simultáneamente, subsidian la insurrección ya de uno, ya de otro “tuchún”; la República China habría liquidado hace tiempo los residuos del viejo régimen y habría asentado, sobre firmes bases, un régimen de paz y de trabajo.
Se explica, por esto, el espíritu vivamente nacionalista -no anti-extranjero- de la China revolucionaria. El capitalismo extranjero, en la China, como en todos los países coloniales, es un aliado de la reacción. Chang-Tso-Lin, el dictador de la Manchuria, típico tuchún; Tuan-Chi-Jui, representante en Pekin del partido “anfu”, esto es de la vieja feudalidad; Wu-Pei-Fu, caudillo militar que adoptó en un tiempo una plataforma más o menos liberal y se reveló, luego, como un servidor del imperialismo norteamericano; todos los enemigos, conscientes o inconscientes, de la revolución china, habrían sido ya barridos definitivamente del poder, si potencias no los sostuvieran con su dinero y su auspicio.

Pero es tan fuerte el movimiento revolucionario que ninguna conjuración capitalista o militar, extranjera o nacional, puede atajarlo ni paralizarlo. El gobierno de Cantón reposa sobre un sólido cimiento popular. La agitación revolucionaria, -temporalmente detenida en el norte de la China por la victoria de las fuerzas aliadas de Chang-Tso-Lin y Wu-Pei-Fu sobre el general cristiano Feng-Yu-Siang toma cuerpo nuevamente. Fen-Yu-Siang está otra vez a la cabeza de un ejército popular que opera combinadamente con el ejército cantonés.

Con la política imperialista de la Gran Bretaña que, en defensa de los intereses del capitalismo occidental, se apresta a intervenir marcialmente en Ia China, se solidarizan, sin duda, todas las fuerzas conservadoras y regresivas del mundo. Con la China revolucionaria y resurrecta están todas las fuerzas progresistas y renovadoras, de cuyo prevalecimiento final espera el mundo nuevo la realización de sus ideales presentes.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El nuevo gabinete alemán

El nuevo gabinete alemán

El período de estabilización capitalista en que ha entrado Europa desde hace más o menos tres años, está liquidando inexorablemente las rezagadas ilusiones del reformismo. Las últimas elecciones parlamentarias de Francia las ganaron, en una estruendosa jornada, las izquierdas. Y, sin necesidad de una nueva consulta al país, están en el gobierno las derechas, acaudilladas por Poincaré y solícitamente sostenidas por el radicalismo bonachón y provincial de Herriot. En Alemania, donde la revolución izó en 1918 a la presidencia de la república a un obrero socialista, las últimas elecciones parlamentarias las ganaron todavía los colores republicanos. Esto es las izquierdas y el centro. Y, -lo mismo que en Francia Poincaré y su banda hace algunos meses,- se instalan ahora en el poder las derechas, en tierna colaboración con el centro, dentro de un ministerio encabezado por Marx, candidato de las izquierdas a la presidencia de la república hace solo dos años.

El proceso de esta reconciliación de los partidos burgueses no ha sido, en su apariencia ni en su ritmo, el mismo. Mientras en Francia son los burgueses de izquierda los que tienen el aire de haberse rendido a los de la derecha, aceptando el regreso de Poincaré a la jefatura del gobierno, en Alemania son los nacionalistas, hasta antes de ayer impugnadores sañudos de la república, de su constitución y de su política, los que se enrolan en una coalición burguesa acaudillada por Marx, juran obediencia a la carta de Weimar y saludan la bandera republicana. Pero esto no es sino la superficie o, si se quiere, la envoltura del fenómeno. En su sustancia, este no se diferencia. En Alemania como en Francia se ha producido una concentración burguesa, fuera de la cual no han quedado sino unos pocos disidentes, insuficientes para constituir el núcleo de una nueva secesión reformista mientras las condiciones del capitalismo no se modifiquen radicalmente.

El gobierno de minoría, encabezado también por Marx, que precedió a este gobierno de concentración burguesa, se apoyaba alternativamente en la derecha nacionalista y en la izquierda socialista. Los votos de los socialistas le servían para llevar adelante la política internacional de Stresseman, condenada por los nacionalistas. Y los votos de estos últimos le servían para imprimir a su política interior un carácter conservador. El partido socialista comprendió recientemente la necesidad de una clarificación, negando sus votos al gobierno y dejándolo en minoría en el Reichstag. Vino así la crisis que acaba de resolver un nuevo ministerio Marx, del cual forman parte los nacionalistas.

Todos saben que los nacionalistas desde que se fundó la República en Alemania, no se ocupan de otra cosa que de atacarla. Representan el antiguo régimen. Encarnan el sentimiento de revancha. Son los que en los últimos meses han lanzado tan incandescentes invectivas contra la adhesión de Alemania al llamado espíritu de Locarno. Nada de esto, empero, ha sido bastante fuerte para ponerlos contra el movimiento de concentración burguesa, reclamado en Alemania por la práctica de la estabilización capitalista. Los nacionalistas han revisado de urgencia su programa, mandándole todas las reivindicaciones estridentes -monarquía, etc.- que pudiesen embarazar su participación en el poder. La revisión continuará, naturalmente, ahora que son un partido de gobierno.

Pero no menos graves resultan las renuncias y los olvidos a que, por su parte, se ven forzados los católicos. El centro católico ha colaborado en toda la política republicana, tan acérrimamente condenada por los nacionalistas. Desde la Constitución de Weimar hasta el pacto de Locarno, todos los documentos de la nueva historia alemana llevan su firma. Erzberger, su máximo hombre de Estado, cayó asesinado por una bala nacionalista precisamente a consecuencia de su solidaridad -los nacionalistas alemanes dirían complicidad- con la república.

Los demócratas no se han decidido a beber este cáliz. Han preferido salir de la coalición ministerial. Componen la única fuerza reformista de la burguesía reacia hasta ahora a la concentración. (A la derecha, está fuera de ella el nacionalismo extremista o racismo que, después del fracaso del putsch de Munich quedó reducido a una exigua patrulla.)

Los socialistas pasan, finalmente, a la oposición. Fundadores de la república, predominaron, o participaron principalmente, en el poder, durante sus primeros años. Posteriormente, el ministerio no ha podido prescindir de su consenso. El ministerio actual es el primero que se constituye en Alemania, después de la revolución, contra el socialismo. La estabilización capitalista les debe a los socialistas alemanes, por lo menos una cooperación pasiva que no les sirve hoy de nada para entrabar a la reacción.

En la burguesía y en el proletariado, el reformismo queda liquidado definitivamente. Esta es la constatación más importante de la experiencia política no solo de Alemania sino de toda la Europa occidental. Únicamente en Inglaterra sobrevive aún, no obstante todas sus fallas recientes, la vieja ilusión democrática.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El movimiento socialista en el Japón

El movimiento socialista en el Japón

Poco nos interesamos en Sud América por el Oriente y su nueva historia. Ya he tenido oportunidad de observarlo a propósito de la China. Ahora debo repetirlo a propósito del Japón. El Perú que, por su proceso histórico y su situación geográfica, ha recibido sucesivos contingentes de inmigración amarilla, necesita particularmente, sin embargo, conocer mejor lo que en Europa se llama el Extremo Oriente. El Japón moderno, sobre todo, reclama nuestra atención, porque nos ofrece el ejemplo de un pueblo capaz de asimilar plenamente la civilización occidental sin perder su propio carácter ni abdicar su propio espíritu.

El Japón -según Félicien Challaye, uno de los hombres de estudio europeos que más dominan y entienden sus problemas- “se ha europeizado para resistir mejor a Europa y para continuar siendo japonés”. Este concepto es exacto, como juicio sobre la evolución del Japón de la feudalidad al capitalismo. El verdadero espíritu nacional, en el Japón como en los demás pueblos orientales en los que se ha operado análoga europeización, ha estado representado no por los impotentes y románticos hierofantes de la tradición, sino por los elementos dinámicos y progresistas que la han enriquecido y renovado con la experiencia occidental.

La revolución liberal y burguesa en el Japón se inspiró en las ideas y los hechos de Occidente. Para salir de la incomunicación en que había querido mantenerse hasta la mitad del siglo diecinueve, el Japón tuvo que abandonar a la vez que su voluntario enclaustramiento, sus envejecidas y anquilosadas instituciones. El viejo régimen resultó incompatible con el trato de las naciones occidentales. Y el Japón comprendió que, mientras no podía renunciar al comercio y la relación con el Occidente sin peligro de ser conquistado marcialmente por sus naciones de presa, podía muy bien renunciar a las formas políticas y sociales que estorbaban su desarrollo.

Abatida la feudalidad por la revolución de 1868, el Japón entró en una edad de activo crecimiento capitalista. Durante los últimos decenios del siglo diecinueve, la formación de la gran industria transformó radicalmente la estructura de la economía y la sociedad japonesas. Es notoria la rapidez con que se ha cumplido en el Japón este proceso de industrialización que lo ha convertido en una gran potencia en solo cincuenta años. El Japón era, antes de su revolución, un pueblo de campesinos, artesanos y comerciantes -en lo que concierne a la composición de su clase productora-. El proceso del desarrollo del capitalismo y el industrialismo ha mudado totalmente su panorama social. La gran industria ha creado un numeroso proletariado industrial, en el cual prontamente han prendido las ideas socialistas.

El acontecimiento sustantivo de la historia del Japón moderno es el surgimiento o la aparición del socialismo que, del mismo modo que en otra época el capitalismo, no se presenta en ese país como la arbitraria importación de una doctrina exótica sino como una expresión natural y una etapa lógica de su propia evolución histórica. El socialismo, en el Japón, como en todas partes, ha nacido en las fábricas.

Sus primeros intérpretes han sido intelectuales. Si se recuerda que los intelectuales fueron también los primeros profetas y agentes de la revolución liberal y burguesa de 1868, se constata que la “inteligencia” japonesa acusa una especial sensibilidad histórica. No se comporta, académicamente, como una guardia pasiva de la tradición y del orden, sino, creadoramente, como una avanzada vigilante y alerta de reforma y progreso. La cátedra universitaria ha sido una de las tribunas del socialismo en el Japón. A un catedrático, el doctor Fukuda, de la Universidad Keio, le debe el Japón la traducción de las obras de Karl Marx y a dos escritores, Sakai Yoshihiko y Yamkawa Nitoshi, un libro de 1500 páginas, fruto de diez años de trabajo, sobre la vida del profeta del socialismo moderno. (Don Miguel de Unamuno, refiriéndose a algunas apreciaciones mías sobre su juicio del marxismo en su libro “La Agonía del Cristianismo” me escribe precisándolo y aclarándolo: “Sí, en Marx había un profeta; no era un profesor”.)

Pero los actores primarios, los creadores sustantivos del socialismo japonés no han pertenecido naturalmente al tipo del intelectual de gabinete. Han sido hombres de acción que a una inteligencia lúcida han unido un carácter heroico. Los mayores líderes del socialismo japonés, Sakai, Kotoku y Katayama -figuras mundiales los tres- no pueden ser catalogados como simples intelectuales. Su relieve histórico depende de su contextura de héroes y apóstoles.

Sakai, escritor vigoroso, de sólida cultura marxista, fue hasta su muerte en 1923, el jefe reconocido del socialismo japonés. Escribió entre otros libros, una “Historia del Japón” en que, como en toda su obra, aplicó el método del materialismo histórico a la interpretación de los problemas y hechos de su país. En 1923, cuando la oleada reaccionaria aprovechó en el Japón del terremoto de Tokio y Yokohama para atacar brutalmente al movimiento socialista, Sakai murió asesinado por agente de la policía. (La misma suerte sufrieron el sindicalista Osugi y su familia.)

Kotoku representó en la historia del socialismo japonés el espíritu y la doctrina kropotkinianos. Traductor de libros de Kropotkin, se pronunció por su comunismo anárquico. Sin embargo, con seguro instinto de la situación, trabajó mancomunadamente con Sakai. Ambos líderes expusieron sus ideas primero en el “Yorozu Choho” y después en el “Heimin Shimbun”. Acusado en 1910 de complotar contra la vida del Emperador, fue condenado a muerte con veinticuatro procesados más. Su ejecución provocó enérgica protesta en Occidente. Todos los partidos socialistas, todas las federaciones obreras, todas las consciencias libres del mundo, condenaron a los jueces de Kotoku.

Katayama, antiguo y valiente propagandista y organizador, de larga actuación sindicalista, figura desde la guerra ruso-japonesa en la escena internacional. La corriente revolucionaria lo reconoce como su fiduciario, mientras la corriente reformista obedece como jefe a Bundzi-Sudzuki.

La gran industria no predomina aún en la economía japonesa. La mayoría de la población está compuesta hasta ahora de campesinos, artesanos y pescadores. Pero la industria, acrecentada e impulsada por la guerra, imprime su fisonomía y su carácter a la urbe, hogar y crisol de la conciencia nacional. El proletariado industrial, ya en gran parte organizado, es en el Japón la fuerza del porvenir. Por otra parte, la concentración de la propiedad agraria, antes completamente fraccionada, está formando un proletariado rural, en el que se propaga gradualmente un sentimiento clasista.

El socialismo, finalmente, recluta gran cantidad de adeptos en la juventud universitaria, en cuya mente la palabra de muchos maestros de verdad puso a tiempo su fecunda semilla.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La crisis alemana

La crisis alemana

La caída del gabinete presidido por Marx y simbolizado por Stresseman, plantea otra vez en Alemania la cuestión del parlamento y la dictadura. Este gabinete, constituido después de un laborioso trabajo de conciliación, era, como se sabe, un gabinete de minoría, que debía apoyarse alternativamente en los votos de la derecha nacionalista y de la izquierda socialista. Apenas le negaran su concurso, en una situación cualquiera, nacionalistas y socialistas, este gobierno quedaba en minoría en el Reichstag. Es decir quedaba reducido a sus propias fuerzas.

Tal situación se ha presentado hace una semana. El experimento del gobierno de minoría -que se mantiene en el poder por un difícil equilibrio entre la derecha y la izquierda-, aparece en consecuencia cumplido. El nuevo gobierno debe reposar en una mayoría y por ende gravitar a izquierda o a derecha.

La crisis que se desarrolla actualmente en Alemania, no es, pues, una crisis de gobierno sino de parlamento o, más precisamente aún, de régimen.

El ministerio Marx-Stresseman representó una fórmula transitoria, provisional, de la cual se echó mano en vista de la imposibilidad de formar un gobierno de mayoría. Ahora, los partidos gubernamentales, tienen que hacer un esfuerzo vigoroso y decisivo para salir de la interinidad.

Pero las dificultades de un año atrás subsisten íntegramente. Ni los nacionalistas ni los socialistas, que son los dos partidos más fuertes del Reichstag, pueden entrar en una coalición sin darle su tonalidad respectiva. Y en aceptar una u otra tonalidad no están conformes los tres partidos de posición más o menos centrista de la combinación Marx-Stresseman. Los demócratas y los católicos se niegan a colaborar en un gobierno en el que prevalezcan los nacionalistas, que por su monarquismo asaz agresivo no caben en un ministerio republicano. Stresseman y el partido popular, por su parte, se oponen a una coalición en que predominen los socialistas. Estos, en fin, repudian a Stresseman por sus vinculaciones con los magnates de la industria, aunque en el terreno de la política internacional estén dispuestos -como lo prueban sus votos del último año en el Reichstag- a aprobar, o al menos a aceptar pasivamente, sus conclusiones prácticas.

Este acuerdo entre Stresseman y los socialistas frente a los problemas de la política internacional ha sido precisamente uno de los factores vitales del ministerio encabezado por Marx. Su política exterior, oportunista y conciliadora, que ha chocado vivamente al espíritu revanchista del partido Deustche Nacional, ha obtenido en cambio el apoyo de los socialistas. Y se ha dado así el caso paradojal de que los socialistas aprueben en este gobierno justamente Ia gestión internacional de quien, en la política interior, les es tan diverso y opuesto y representa intereses tan antagónicos.

La actitud de los nacionalistas ante los problemas exteriores constituye la dificultad máxima, el obstáculo casi insuperable en el camino de una concentración burguesa. Su monarquismo -un poco atenuado y gastado ya- podía avenirse a compromisos discretos y sagaces del género del que ha anulado prácticamente el monarquismo del Mariscal Hindennburg. Pero el espíritu revanchista de los “alemanes nacionales”, resulta en tan abierto contraste con la realidad que, como ya hemos visto, Stresseman próximo por su conservantismo a la derecha monárquica, se encuentra en el terreno internacional más vecino temporalmente a los socialistas.
Stresseman tiene en la política alemana la importancia que le confiere su calidad de personero y fiduciario de la burguesía. A esta sus intereses de clase no le consienten por el momento aparecer revanchista y monárquica. Más bien, le aconsejan manifestarse pacífica y republicana. El momento no es de los nacionalistas. La industria y la banca alemanas que lo saben bien, sostienen, por eso, a Stresseman, quien con inteligente oportunismo, así como se plegó ayer al espíritu de Weimar -inspirador del estatuto de la República alemana- se plega hoy al espíritu de Locarno, -inspirador del pacto de seguridad de Europa.

Sin embargo, si la solución de la crisis es una solución de izquierdas la figura de Stresseman, demasiado comprometida con la derecha, puede verse eclipsada esta vez por la de Wirth, quien, por su republicanismo y democratismo, cuenta con la confianza de los socialistas.

Si los factores en juego en la política alemana no permiten esta solución, la crisis del régimen parlamentario entrará en Alemania en una fase aguda y extrema. Pero esto no bastará para que la prudente burguesía alemana se decida por la dictadura. Entre otras cosas, porque esta fórmula es de una simplicidad solo aparente. Las combinaciones parlamentarias cuya dosificación es cada día más difícil y compleja, resultan todavía preferibles. El parlamento no será descartado y suplantado sino cuando la lucha entre las dos clases que se contienden el poder llegue a su período final. Y en esta etapa de “estabilización capitalista”, la burguesía no tiene ningún interés en apresurar y precipitar ese momento.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La crisis de la monarquía en Rumania

La crisis de la monarquía en Rumania

La monarquía rumana, considerada como un sobreviviente de la tempestad bélica, aparece desde entonces destinada a naufragar a corto plazo. Al fin de la guerra se salvó en una tabla. Una dinastía Hohenzollern, acusada de maquiavélicas conspiraciones contra la victoria aliada, no contaba naturalmente con muchas simpatías en los países vencedores. Pero el olvido del programa wilsoniano en los conciliábulos de la paz, no en vano albergados por Versalles y Trianon, consintió a la monarquía rumana acomodarse en el nuevo orden europeo.

Rumania salió engrandecida de la guerra en la cual su monarquía jugó cazurramente a dos cartas. La revolución rusa movió a la democracia aliada a pactar con esta monarquía, no obstante su parentesco con la monarquía derribada en Alemania. A Rumania le fue asignada la Besarabia para agrandar su territorio y su población a expensas de Rusia, malquistada con el Occidente capitalista por su régimen proletario.

La arbitrariedad de esta anexión es tan evidente, que casi nadie la discute en Europa. En la propia Rumania se reconoce que la de Besarabia ha sido una adquisición inesperada. “Políticos rumanos patriotas como el Dr. Lupu -apunta Barbusse después de una concienzuda encuesta- aunque pretenden que la población de Besarabia es fundamentalmente moldava-rumana, estiman que en esta circunstancia los aliados han sobrepasado sus derechos y que es absolutamente necesario obtener el asentimiento de Rusia para regularizar semejante situación.”

Todos estos presentes territoriales, que han colocado bajo la soberanía rumana a tres millones de hombres de otras nacionalidades, han tenido por objeto crear una Rumania poderosa frente a la Rusia sovietista. La misma razón ha prorrogado y convalidado, después de la guerra, a la decadente monarquía cuya suerte compromete ahora la enfermedad del Rey Fernando.

Esta monarquía, rehabilitada por la paz después de haber conocido con la guerra el peligro de la bancarrota, ha mostrado en los últimos años grandes ambiciones. Mediante el matrimonio de sus príncipes y sus princesas, la casa real de Rumania aprestaba a establecer la hegemonía de su sangre en la Europa Oriental. Pero, desde la caída de la monarquía griega a la cual se encontraba doblemente enlazada, hasta el adulterio folletinesco y la abdicación convencional del príncipe heredero rumano, estos planes han sufrido una serie de fracasos.

Hoy, el porvenir de la monarquía rumana se presenta incierto. Contra una eventual reivindicación del príncipe heredero, -con quien la reina María se ha reconciliado espectacularmente en París-, están los dos partidos que se alternan en el gobierno de Rumania, el de Bratiano y el de Averesco. Esto, claro está, no señala todavía el fin de la monarquía rumana; pero denuncia su situación respecto de los partidos representativos de la burguesía de Rumania, conectados con los gobiernos de las grandes potencias. Bratiano y Averesco, le imponen su tutoría, disimulada con diplomáticas protestas de lealismo.

Si los gastos de la reina María en Estados Unidos los ha pagado, como se ha dicho, Henri Ford, con el propósito de ensayar un “réclame” nuevo, nadie se sorprenderá de que esta sea la condición de la monarquía de Rumania. Una dinastía, cuyos blasones pueden ponerse al servicio de un fabricante de automóviles y camiones, es como ninguna otra, una dinastía puramente decorativa.
Pero su disolución, a pesar de todo, no es aún bastante para decidir su caída inmediata. La burguesía rumana no está en grado de licenciar a su manido monarca. La república es, en estos tiempos, una aventura peligrosa. La política reaccionaria trae consigo un resurgimiento ficticio de los mitos y símbolo de la edad media. Se apoya en valores y principios tramontados. Por consiguiente, no puede permitirse el lujo de un golpe de Estado republicano.

En Estados Unidos una reina o un rey no son útiles sino para “reclame” novedoso de una manufactura yanqui; pero en Rumania resultan eficaces todavía para defender el viejo orden social.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Krassin

Krassin

La figura de Leonidas Borisovitch Krassin era, seguramente, la más familiar al Occidente entre todas las figuras de la Rusia Sovietista. El motivo de esta familiaridad es demasiado notoria. Krassin, comisario de comercio exterior, resultaba el más conspicuo agente viajero de los soviets. Intervino en las negociaciones de Brest Litowsk. Y desde entonces representó a los soviets en casi todas sus transacciones con la Europa Occidental. Suscribió en 1920 el tratado comercial entre Rusia y Suecia. Negoció en 1921 el primer convenio comercial entre Inglaterra y los Soviets. Concurrió a las conferencias de Génova y La Haya. Representó, en fin, a Rusia como embajador en Inglaterra y Francia.

Agente comercial, más que agente diplomático, Krassin ponía al servicio de la revolución rusa su capacidad y experiencia en los negocios. Rusia no habla en Occidente en nombre de ideales comunes sino de intereses recíprocos. Esto es lo que diferencia y caracteriza fundamentalmente a su diplomacia. Un embajador de Rusia en Londres, París, o New York, no necesita ser diplomático sino en la medida en que necesita serlo, por ejemplo, un banquero. En su servicio diplomático, a los soviets no les hacen falta literatos ampulosamente elocuentes ni pisaverdes encantadoramente imbéciles. Les hacen falta técnicos de comercio y finanzas.

La prestancia de Krassin, en este campo era extraordinaria. Krassin, uno de los más notables ingenieros rusos, provenía de la más alta jerarquía técnica e industrial. Había llegado a ocupar, con la guerra, la dirección de los negocios y establecimientos rusos de la poderosa firma alemana Siemens Shuckert.

Pero solo esta capacidad técnica no lo habilitaba naturalmente para pasar a un puesto de compleja responsabilidad en el gobierno socialista de Rusia. Antes que ingeniero y financista, Krassin era un revolucionario. Toda su historia lo atestiguaba. Salido de una familia burguesa, Krassin desde su juventud dio su adhesión al socialismo. Muchas veces la persecución de la policía zarista le forzó a interrumpir sus estudios. Su inquietud espiritual, su sensibilidad moral, no le permitían clausurarse egoísta y cómodamente dentro de los confines de una profesión. Por esto, consagró todas sus energías a la propaganda revolucionaria. Y, más tarde, cuando sus aptitudes lo señalaron entre los más brillantes ingenieros de Rusia, Krassin mantuvo su fe y su filiación revolucionarias. Tal como antes comprometieron sus estudios, esta filiación, esta fe, comprometían entonces su carrera. Krassin, sin embargo, continuaba trabajando por la revolución. A la represión zarista estuvo siempre sindicado como un conspirador, vinculado a los más peligrosos enemigos del orden social. Únicamente su eminente situación profesional, sus potentes relaciones industriales pudieron salvarlo de la deportación permanente a que estaban condenados virtualmente los líderes bolcheviques.

Krassin representa un caso poco frecuente en la burguesía profesional. En el ambiente de los negocios, es raro que un hombre conserve un amplio horizonte humano, un vasto panorama mental. Por lo general, muy pronto lo aprisionan y lo encierran los muros de un profesionalismo tubular o de un egoísmo utilitario y calculador. Para saltar estas barreras, hay que ser un espíritu de excepción. Krassin lo era incontestablemente. En un período de victorioso despotismo reaccionario, cuyas encrucijadas sombrías o cuyos dorados mirajes desviaban a los espíritus hesitantes y apocados, Krassin conservó intacta su esperanza en el triunfo final del proletariado y del socialismo.

Por eso Lenin, cuando este triunfo vino, llamó a Krassin a ocupar a su lado uno de los puestos de más responsabilidad en el gobierno revolucionario. El gran caudillo de la Revolución rusa sabía que Krassin no era solo un técnico idóneo sino también un idóneo socialista.

Lenin, como lo recuerdan sus biógrafos, no se mostró nunca embarazado en su acción ni en sus decisiones por sentimientos de puritanismo estrecho ni por prejuicios de moral burguesa. Pero exigió siempre en los conductores de la revolución una historia de intachable fidelidad a este respecto. Su respuesta a un ex-socialista revolucionario alemán, enriquecido deshonestamente durante la guerra, que solicitó su permiso para volver a su puesto en el movimiento proletario: “No se hace la revolución con las manos sucias”.
No es posible pretender ciertamente que los adversarios naturales de la revolución tributen a las cualidades superiores de un hombre como Krassin el homenaje de respeto que no les regatea ninguna inteligencia libre y clara. Pero, al menos, hay derecho para exigirles que ante los despojos de un hombre cuya vida heroica y noble queda definitivamente incorporada en la historia, sepan comportarse con dignidad y altura polémicas. Complacerse en esta ocasión en pueriles evocaciones del frac, la camisa y la vajilla del Embajador -porque no quiso prestarse a los juegos y diversiones estragadas de la burguesía occidental convirtiéndose, con ridícula cursilería demagógica, en el personaje pintoresco de los salones diplomáticos- es mostrarse incapaces de entender y apreciar el valor, el espíritu y el idealismo del Hombre. Los que sin duda han leído a Plutarco podrían tener una actitud más discreta.

Un hombre fuerte, puro, honrado -que ha servido abnegadamente una gran idea humana- ha cumplido su jornada. Su vida queda como una lección y como un ejemplo. Su nombre está ya no solo escrito en la historia de su patria sino en la historia del mundo. No es fácil decir lo mismo de todos los que inciensan pródiga e inocuamente, en sus féretros, la prosa hiperbólica de las necrologías periodísticas.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Eugenio V. Debs

Eugenio V. Debs

Eugenio V. Debs, el viejo Gene, como lo llamaban sus camaradas norteamericanos, tuvo el alto destino de trabajar por el socialismo en el país donde más vigoroso y próspero es el capitalismo y donde, por consiguiente, más sólidas y vitales se presentan sus instituciones y sus tesis. Su nombre llena un capítulo entero del socialismo norteamericano, que contra lo que creen, probablemente, muchos, no ha carecido de figuras heroicas. Daniel de León, marxista brillante y agudo que dirigió durante varios años el Socialist Labour Party y John Reed, militante de gran envergadura, que acompañó a Lenin en las primeras jornadas de la revolución rusa y de la Primera Internacional, comparten con Eugenio Debs la cara y sombría gloria de haber sembrado la semilla de la revolución en los Estados Unidos.

Menos célebre que Henry Ford cuya fama pregonan en el mundo millones de automóviles y affiches, Eugenio Debs, de quien el cable nos ha hablado en ocasión de su muerte como de una figura “pintoresca”, era un representante del verdadero espíritu, de la auténtica tradición norteamericana. La mentalidad y la obra del desnudo y modesto agitador socialista influyen en la historia de los Estados Unidos cien mil veces más que la obra y los millones del fabuloso fabricante de automóviles. Esto naturalmente no son capaces de comprenderlo quienes se imaginan que la civilización es solo fenómeno material. Pero la historia de los pueblos no se preocupa, por fortuna, de la sordera y la miopía de esta gente.

Debs entró en la historia de los Estados Unidos en 1901, año en que fundó con otros líderes el partido socialista norteamericano. Dos años más tarde este partido votó por Debs para la presidencia de la República. Este no era por supuesto sino un voto romántico. El socialista norteamericano no miraba en las elecciones presidenciales sino una coyuntura de agitación y propaganda. El candidato venía a ser únicamente el líder de la campaña.

El partido socialista adoptó una táctica oportunista. Aspiraba a devenir el tercer partido de la política yanqui, en la cual, como se sabe, hasta las últimas elecciones no eran visibles sino dos campos, el republicano y el demócrata. Para realizar este propósito el partido transigió con el reformismo mediocre y burocrático de la Federación Americana del Trabajo, sometida al cacicazgo de Samuel Gompers. Esta orientación era la que correspondía a la mentalidad pequeño-burguesa de la mayoría del partido. Pero Debs, personalmente, se mostró siempre superior a ella.

Cuando la guerra mundial produjo en los Estados Unidos una crisis del socialismo, por la adhesión de una parte de sus elementos al programa de reorganización mundial en el nombre del cual Wilson arrojó a su pueblo a la contienda, Debs fue uno de los que sin vacilaciones ocupó su puesto de combate.

Por su propaganda anti-bélica, Debs, encarcelado y procesado como derrotista, resultó finalmente condenado a diez años de cárcel. Mientras la censura se lo permitió, (…).

José Carlos Mariátegui La Chira

Luther

Luther

Hace poco más de tres años, en enero de 1923, César Falcón y yo visitamos la Rathaus de Essen con el objeto de solicitar una entrevista al Dr. Luther, alcalde de esa comuna. Era en los días dramáticos de la ocupación del Rhur. Falcón y yo, reunidos por el destino en Colonia, nos habíamos trasladado a Essen a ver con nuestros propios ojos la ocupación. Y queríamos conocer e interrogar a los principales actores de este grave episodio de la post-guerra. El Dr. Luther no sufrió nuestra inquisición. No pasamos de su antesala. Supimos después que -acaparado por sus trajines- no se prestaba a interviews periodísticas en esa hora febril. Sobrio en sus gestos, sobrio en sus palabras, evitaba la exhibición.

No era el Dr. Luther un alcalde vulgar. Essen constituye un gran foco de la industria alemana. El Dr. Luther había probado en esta comuna estratégica su capacidad de administrador. Esta capacidad reclamaba un empleo más trascendente y una escena más amplia. El Reich había encargado, por eso, al Dr. Luther el Ministerio de transportes y abastecimientos de la región ocupada. Su cabeza afeitada y su chaqué burgués, habían adquirido instantáneamente el grado máximo de familiaridad con el público.

El primer gran escenario de Luther fue ese. Puedo, pues, decir que asistí en el Rhur, hace tres años y meses, al nacimiento de su reputación mundial. Registré en mi calendario el día en que el Dr. Luther -Herr Doktor Luther- empezó a ser Luther a secas.
Luther debutó en Ia alta política como generalísimo de la batalla del Rhur. Dirigió la resistencia pasiva que costó al Reich muchos millones de marcos papel. El Reich subsidiaba a los industriales para que pagasen a sus obreros; avituallaba las poblaciones ocupadas; sostenía en suma la huelga que, volviendo improductiva la cuenca del Rhur, debía persuadir a Francia de la inutilidad de guardar esta prenda. La batalla concluyó con la rendición de Alemania. El Estado alemán se sintió en Dresden al borde de la revolución. El marco papel se precipitó en la última sima de su bancarrota. Pero nadie miró en Luther al protagonista de una derrota. La del Rhur, en rigor, no lo fue casi para Alemania. La posesión del Rhur enseñó experimentalmente a los franceses que sus minas y sus fábricas valían bien poco si Alemania no continuaba administrándolas y explotándolas.

Más tarde, cuando el difícil equilibrio de los partidos en el Reichstag hizo imposible el predominio gubernamental de un bando, Luther presidió un ministerio administrativo de tipo burocrático que unas veces se apoyaba en la derecha y otras veces en la izquierda.
Este ministerio, que colocó muy en alto en Alemania su testa monda y rosada, naufragó en los arrecifes de la política parlamentaria apenas fue posible la constitución de este gobierno que preside ahora Marx, el líder del centro católico. Marx representa un programa de concentración burguesa que se parece mucho al que ahora encarna presentemente Poincaré.

Luther, de vacaciones, viaja ahora por América. Es decir, emplea sus vacaciones, su testa y su inteligencia en servicio del Reich ¿Qué mejor mensaje podría enviar el Reich a los alemanes de América? Luther es el prototipo de una estirpe un poco acremente satirizada por George Grosz, pero que fuera y dentro de Alemania es saludada y respetada aún como la representativa de la grandeza alemana. Luther es el espécimen más perfecto e ilustre del funcionario de Alemania. No se le puede acusar formalmente de monárquico ni de republicano. Monárquico bajo la monarquía, republicano bajo la república, Luther no está comprometido por ninguna actividad facciosa en pro de una u otra idea. Clasificado como hombre de la derecha, se mantiene a prudente distancia del sector extremo de esta. Tiene, más o menos, la misma posición de Hindemburg. Como hubo en la guerra una línea Hindemburg, hubo en la post-guerra una línea Luther. A nadie le sorprendería que reemplazase a Hindemburg en la presidencia de la república. Para este cargo Luther tiene, entre otros títulos incontestables, el de afeitarse la cabeza con el más ortodoxo gusto germano.

No es Luther un líder ni un caudillo. Conserva hasta ahora el continente y el ademán de burgo-maestre de Essen. Pero en esto reside precisamente su fuerza. Los líderes andan de capa caída. Poincaré, cuenta hasta ocho en su ministerio. A Luther le basta con su egregia foja de servicios de emérito funcionario, general de la más grave batalla de la paz.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La reacción de México

La reacción de México

Objetivamente considerado, el conflicto religioso en México resulta, en verdad, un conflicto político. Contra el gobierno del general Calles, obligado a defender los principios de la Revolución, insertados desde 1917 en la constitución mexicana, más que el sentimiento católico se rebela en este instante el sentimiento conservador. Estamos asistiendo simplemente a una ofensiva de la Reacción.

La clase conservadora y terrateniente, desalojada del gobierno por un movimiento revolucionario cuyo programa se inspiraba en categóricas reivindicaciones sociales, no se conforma con su ostracismo del poder. Menos todavía se resigna a la continuación de una política que, —aunque sea con atenuaciones y compromisos— actúa una serie de principios que atacan sus intereses y privilegios. Por tanto, las tentativas reaccionarias se suceden. La reacción naturalmente, disimula sus verdaderos objetivos. Trata de aprovechar de las circunstancias y situaciones desfavorables al partido gubernamental. La insurrección encabezada por el general de La Huerta fue hace tres años sus última ofensiva armada. Batida en otros frentes, presenta ahora batalla a la Revolución en el frente religioso.

No es el gobierno de Calle el que ha provocado la lucha. Por el contrario, acaso para atemperar las prevenciones suscitadas por su reputación de radical incandescente, Calles se ha mostrado en el gobierno más preocupado de la estabilización y afianzamiento del régimen que de su programa y su origen revolucionario. En vez de acelerar el proceso de la revolución mexicana, —como se esperaba de parte de muchos,— el gobierno de Calles lo ha contenido. La extrema izquierda, que no ahora censuras a Calles, denuncia al laborismo que su gobierno representa como un laborismo archidomesticado.

Por consiguiente, la agitación católica y reaccionaria no aparece causada por una política excesivamente radical del gobierno. Aparece más bien, alentada por una política transaccional que ha persuadido a los conservadores de declinamiento del sentimiento revolucionario y ha separado del gobierno a una parte del proletariado y a varios intelectuales izquierdistas.

El proceso del conflicto revela plenamente su fondo político. México atravesaba un periodo de calma cuando los altos funcionarios eclesiásticos anunciaron de improviso, y en forma resonante, su repudio y sus desconocimiento de la constitución de 1917. Esta era una declaración de beligerancia. El gobierno de Calles comprendió que preludiaba una activa campaña clerical contra las conquistas y los principios de la Revolución. Tuvo que decidir, en consecuencia, la aplicación integral de los artículos constitucionales relativos a la enseñanza y al culto. El clero, manteniendo su actitud de rebeldía, no ocultó sus voluntad de oponer una extrema resistencia al Estado. Y el gobierno quiso entonces sentirse armado suficientemente para imponer la ley. Nació así ese decreto que amplía o reforma el código penal mexicano estableciendo graves sanciones contra la trasgresión y la desobediencia de las disposiciones constitucionales.

Este es el decreto contra el cual insurge el clero mexicano suspendiendo los servicios religiosos en las iglesias e invitando a los fieles a una política de no-cooperación disminución de sus gastos al mínimo necesario a fin de reducir en lo posible su cuota al Estado.

El rigor de algunos de las disposiciones del decreto —verbigratia de la que prohíbe el uso del hábito religioso fuera de los templos— es sin duda excesivo. Pero no se debe olvidar que se trata de una ley de emergencia reclamada al gobierno por la necesidad política, más que por el compromiso programático o ideológico, de aplicar, en el terreno de la enseñanza y el del culto, los principios de la Revolución.

La Iglesia invoca esta vez en México un postulado liberal: la libertad religiosa. En los países donde el catolicismo conserva sus fueros de confesión del Estado, rechaza y execra este mismo postulado. La contradicción no es nueva. Desde hace varios siglos la Iglesia ha aprendido a ser oportunista. No se ha apoyado tanto en sus dogmas como en sus transacciones. Ya, por otra parte, el ilustre polemista católico Louis Veuillot, definió hace tiempo la posición de la Iglesia frente al liberalismo en su célebre respuesta a un liberal que se sorprendía de oírle clamar por la libertad: —"En nombre de tus principios, te la exijo; en nombre de los míos, te la niego."

Pero en la historia de México, desde los tiempos de Juárez hasta los de Calles, le ha tocado al clero combatir y resistir a las reivindicaciones populares. La Iglesia ha contrastado siempre en México, en nombre de la tradición, a la libertad. Por ende, su actitud de hoy no se presta a equívocos. La mayoría del pueblo mexicano sabe demasiado bien que la agitación clerical es esencialmente una agitación reaccionaria.

El estado mexicano pretende ser, por el momento, un estado neutro, laico. No es el caso de discutir su doctrina. Este estudio no cabe en un comentario rápido sobre la génesis de los actuales acontecimientos mexicanos. Yo, por mi parte, he insistido demasiado respecto a la decadencia del Estado liberal y al fracaso de su agnosticismo para que se me crea entusiasta de una política meramente laicista. La enseñanza laica, como otra vez he escrito, es en sí misma una gastada fórmula liberal.

Pero el laicismo en México, —aunque subsistan en muchos hombres del régimen residuos de una mentalidad radicaloide y anticlerical— no tiene ya el mismo sentido que en los viejos Estados burgueses. Las formas políticas y sociales vigentes en México no representan una estación del liberalismo sino una estación del socialismo. Cuando el proceso de la revolución se haya cumplido plenamente, el Estado mexicano no se llamará neutral y laico sino socialista.

Y entonces no será posible considerarlo antireligioso. Pues el socialismo, es también una religión, una mística. Y esta gran palabra Religión, que seguirá gravitando en la historia humana con la misma fuerza de siempre, no debe ser confundida con la palabra Iglesia.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El ministerio de concentración republicana de Poincaré

El ministerio de concentración republicana de Poincaré

El drama del franco ha decidido a la burguesía francesa a reconciliarse. Este gabinete de concentración republicana que encabeza Poincaré se reduce, en último análisis, a un gabinete de concentración burguesa. Todos los cuerpos y todos los líderes burgueses de la cámara están ahí. El bélico Tardieu y el ambiguo Briand, el opaco Leygues y el pávido Painlevé, el anodino Barthou y el desventurado Herriot, han aceptado la jefatura de Poincaré en un ministerio que pretende tener el aire de un ministerio de unión sagrada. Fuera de este gabinete, solo están, a la derecha la minúscula patrulla monarquista y a la izquierda, algunos radicales-socialistas, los socialistas y los comunistas.

¿Qué ha pasado en el parlamento francés, dividido antes -sin contar las dos extremas, monarquista y comunista,- en dos campos, en dos coaliciones aparentemente inconciliables, el bloque nacional y el cartel de izquierdas?

La cámara nacida de las elecciones de 11 de Mayo es, materialmente, por su composición y su estructura, la misma que ahora preside Raoul Peret y que se dispone a acordar al hombre de la ocupación del Ruhr los votos de confianza que necesite su política de estabilización del franco. Pero, psicológica y espiritualmente, no es ya la Cámara que, encontrando insuficiente el licenciamiento del ministerio de Poincaré, reclamó y obtuvo en mayo de 1924 la renuncia de Millerand, presidente de la república. En dos años, de los más tormentosos de la política parlamentaria francesa, se ha cumplido, con éxito negativo, el experimento político propugnado por la mayoría del 11 de mayo. El cartel de izquierdas, vencedor en las elecciones, roído desde su nacimiento por un mal insidioso y congénito, se ha disgregado gradualmente en estos dos años. Desde mucho antes de la caída del primer gabinete Herriot, asistimos al proceso dramático de su disolución. El último gabinete Herriot ha sido una postrera tentativa por mantener aún a flote por algún tiempo la esperanza y la ficción de un gobierno de las izquierdas. Hoy, naufragada en pocas horas esta tentativa tímida y tardía, vemos a una parte del cartel reunida al antiguo bloque nacional, mientras la otra parte -el partido socialista- se siente de nuevo casi sola en la oposición.

El retorno de Poincaré representa simplemente un fracaso del reformismo. Pero no únicamente, -como querrán hacer creer los enemigos a ultranza de la idea socialista- un fracaso del reformismo socialista, sino también, y sobre todo, del reformismo burgués. El cartel de izquierdas -coalición de los partidos avanzados de la burguesía, radical-socialista y republicano-socialista, con el partido moderado de la clase obrera- era una fórmula reformista. Se combinaban y entendían en esta fórmula dos evolucionismos: el de la burguesía y el del proletariado. Ninguna crítica de buena fe podía identificar lealmente al cartel de izquierdas como una fórmula revolucionaria. Los comunistas franceses, antes y después del 11 de mayo, denunciaron incansablemente el verdadero carácter del cartel.

La quiebra de esta híbrida alianza no es, pues, una derrota de la revolución sino tan solo una derrota de la democracia. Con el cartel naufraga exclusivamente la reforma. Los excelentes y optimistas burgueses que, guiados por un risueño retor, se creyeron capaces el 11 de mayo de combatir a fondo por la democracia, contra su propia clase, regresan ahora, desilusionados y maltrechos, bajo la bandera equívoca de una concentración republicana, a la teoría y la práctica de la unión sagrada de la burguesía. El partido socialista, por su parte, -liquidado desastrosamente el experimento reformista,- vuelve a asumir, en el parlamento, su función de partido del proletariado.

No hay otra cosa sustancial en la solución de la última crisis ministerial francesa. El éxito personal de Poincaré es una cosa adjetiva. Si Herriot, Painlevé, etc., se han visto obligados a aceptar la dirección del “gran lorenés”, no es menos cierto que este, a su turno, se ha visto obligado a aceptar la colaboración de esos políticos que, en mayo de 1924, lo arrojaron estrepitosamente del poder, achacándole casi toda la responsabilidad de la situación de Francia en la post-guerra. El bloque nacional poincarista no puede suprimir definitivamente al radicalismo o, mejor dicho, al reformismo, sino a costa de digerirlo y asimilarlo.

De otro lado, es absurdo aguardar de Poincaré una obra de taumaturgo. El drama del franco comenzó al día siguiente de la victoria francesa. Poincaré cayó en mayo de 1924, precisamente por haberse mostrado impotente para resolverlo. Antes que los precarios ministerios que se han sucedido del 11 de mayo a la fecha, trató de reordenar las finanzas francesas un sólido ministerio del bloque nacional dirigido por Poincaré. Los resultados de su gestión son demasiado notorios.

Poincaré no tiene un programa propio de restauración del franco. Su programa toma en préstamo algo a todos los programas del parlamento. El “gran lorenés” no posee siquiera dotes de dictador. Crecido y formado en la atmósfera parlamentaria de la Tercera República, no puede romper con sus “inmortales” principios. Tiene la mentalidad y el espíritu de la pequeña burguesía francesa. Y es por esto que la pequeña burguesía lo adora.

Espíritu de clase media, impregnado de todos los prejuicios del parlamentarismo, Poincaré sabe muy bien que no es a él, en todo caso, a quien le tocará jugar en Francia el rol de dictador o condotiere. León Blum lo ha definido agudamente en una interview. “Poincaré, -ha dicho- ha menester de sentir en torno suyo el afecto y la devoción de los hombres. Para obtenerlos usa, en lo privado, la afabilidad y hasta la coquetería. Pero hay en él algo que detiene el impulso de los otros: una sequedad íntima, una meticulosidad excesiva y desconfiada, un amor propio siempre herido. Lo tiene a punto de que cuando toma una resolución, piensa en el artículo que escribirá Tardieu al día siguiente y de que su resolución es influenciada por este pensamiento. Hay en él algunos lados imprevistos. Así, por ejemplo, la fuerza física lo atrae. Una alta estatura lo impresiona, le da miedo. No busquéis en otra cosa la extraña influencia que ejerce sobre él Maginot. Su ascendiente es exactamente el mismo que el gigante Gastón Bonvalot ejercía sobre el pobre Lemaitre”. Blum completa su juicio, reconociendo a Poincaré grandes cualidades -orden, potencia intelectual y vasta cultura-, pero negándole el sentido de lo real, de la aplicación concreta, y declarando que sería admirable en el papel de segundo de un hombre de genio”.

El dinero, la burguesía, han dado a Poincaré, para el ministerio que acaba de constituir, un crédito de confianza. He ahí toda la clave de su ascensión al poder en traje de salvador de la patria.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La agitación revolucionaria en España

La agitación revolucionaria en España

Las noticias cablegráficas sobre el abortado movimiento contra la dictadura de Primo de Rivera, son insuficientes para comprender y juzgar exactamente la nueva fase en que parece haber entrado la política española. Con tan sumarios y oscuros elementos de juicio no se puede todavía apreciar el verdadero valor de la tentativa revolucionaria en la que, según la represión policial, resultan mezclados hombres tan diversos como Weyler y Marañón, Marcelino Domingo y el conde de Romanones.

La participación de Weyler, de Aguilera y de otros militares de alta jerarquía en el movimiento contra Primo de Rivera demuestran que a la dictadura le faltan cada día más el consenso de una gran parte del ejército.

Este hecho, -del cual se sintió la evidencia desde la primera hora del régimen militar- se conforma absolutamente con la tradición del militarismo español. Desde los más lejanos episodios de la batalla liberal, los militares se presentan en España divididos en liberales y reaccionarios. España careció en el período de su revolución burguesa de grandes figuras civiles. Los que más eficazmente acaso combatieron por el liberalismo y la constitución fueron bizarros caudillos militares del tipo de El Empecinado. Fundadamente piensan algunos hombres de estudio contemporáneos que la revolución liberal y burguesa de España se actuó en América, se resolvió en la revolución de la independencia hispano-americana. La clase civil, el espíritu burgués, no lograron su plenitud sino en las colonias, debido a las circunstancias económicas e históricas que propiciaban su emancipación. España ha sufrido la tragedia de no tener una burguesía orgánica, vigorosa y revolucionaria. Por esto, ha subsistido en España, apenas atenuado por la constitución, el antiguo poder de la monarquía y la aristocracia. Las constituciones no han constituido sino oportunistas concesiones de la monarquía. “El pueblo -escribe Eduardo Ortega Gasset en un reciente artículo de la revista “Europe”- estuvo siempre sometido a una dura tutela que ha debido su supervivencia al hecho de que supo siempre transigir cada vez que se vio en peligro. Entonces los reyes, con la perfidia tradicional de los Borbones de España, sabían fingir que aceptaban las conquistas del pueblo sin renunciar jamás a su poder personal. A la agitación, a la cólera de la opinión pública, la política ha opuesto siempre las resistencias reales seguidas de aparentes concesiones”. En este accidentado proceso de formación del feble régimen constitucional, herido de muerte por el golpe de estado de Primo de Rivera, el militarismo liberal ha jugado un rol activo, sobre todo cuanto ha sido más sensible la ausencia de fuertes figuras civiles.

Pero si la tradición del ejército en el último siglo, ha sido en parte liberal, en cambio ha sido casi invariablemente monárquica. La idea republicana no ha prendido nunca seriamente en el espíritu militar español. Y la monarquía como es natural, ha cultivado celosamente el sentimiento monárquico en el ejército. “Todos los esfuerzos de Palacio -dice Eduardo Ortega y. Gasset,- han tendido siempre a hacer del ejército no una fuerza nacional sino una fuerza monárquica”.

La responsabilidad de Alfonso XIII en el desastre de Annual, más acaso que su complicidad asombrosa en la gestación de la dictadura, ha debilitado sin duda el prestigio personal del rey en la parte más sana y consciente del ejército. Pero no es probable que haya afectado a la monarquía misma.

Por consiguiente, es indudable que el movimiento abortado, no obstante la intervención de elementos calificadamente izquierdistas y republicanos, estaba dirigido solo contra la dictadura. Su programa se detenía en el restablecimiento de la constitución. No llegaba, ni siquiera en principio a la abolición de la monarquía. La presencia del conde de Romanones entre los conspiradores confirma los propósitos meramente restauradores de este frustrado contra-golpe.

El viejo liberalismo, el antiguo constitucionalismo, dominaban inequívocamente, en el movimiento que, tal vez por esta razón, ha sido batido. El estudio de las circunstancias que engendraron el régimen de Primo de Rivera y Martínez Anido prueba hasta la saciedad que el pueblo español no necesita una tímida restauración, sino una revolución verdadera y auténtica. No es ya tiempo de reconstruir un régimen monárquico-constitucional, que no solo la crisis mundial de la democracia capitalista sino, ante todo, su particular experiencia de tantos años, condena definitivamente a la bancarrota y al tramonto.

Claro está que no se debe olvidar que todas las grandes revoluciones han tenido generalmente un principio muy modesto. La revolución rusa nació de un movimiento de la burguesía “cadete” y de la nobleza liberal. Pero en Rusia existía, además de una profunda agitación del pueblo, un partido revolucionario, conducido por un genial hombre de acción, de miras claras y netas.
Esto es lo que falta presentemente en España. El partido socialista sigue a hombres dotados de estimables condiciones de inteligencia y probidad, pero desprovistos de efectivo espíritu revolucionario. El partido comunista, demasiado joven, no constituye aún sino una fuerza de agitación y propaganda. Los intelectuales del Ateneo -que han sido, seguramente, los animadores originales de la tentativa- representan conspicuamente un nuevo pensamiento científico y hasta filosófico; pero no representan específicamente un nuevo pensamiento político. Y una revolución política no puede ser obra sino de un pensamiento político también.

Pero nada de esto disminuye el interés de los últimos acontecimientos. Tiende solo a fijar sus reales alcances. La tartarinesca dictadura de Primo de Rivera y Martínez Anido se ha exhibido, al tambalearse, en toda su miseria intelectual y material. España ha entrado otra vez en la era un poco romántica de los pronunciamientos y de las conspiraciones. Sus grotescos dictadores no podrán ya dormir tranquilos.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El "Dizionario dell'omo salvatico" de Papini y Giulotti

El "Dizionario dell'omo salvatico" de Papini y Giulotti

En este libro polémico, agresivo -cuyo primer volumen acaba de ser traducido al español-Giovanni Papini continúa su batalla católica. Colabora con Papini en este trabajo, un escritor toscano, Domenico Giulotti, que, en un libro lleno de pasión y ardimiento, “La Hora de Barrabás”, asumió hace tres años la mística actitud de cruzado tomada por el autor de “La Historia de Cristo”.
El “Diccionario del Hombre Selvático” no es un libro de apologética. Es, más bien, un libro de ataque. Según las palabras del prefacio, mueve a los autores “la esperanza de hacer reflexionar a aquellas almas desviadas pero no perdidas, ofuscadas pero no cegadas, lejanas pero no podridas, sobre las cuales pesan los fuliginosos vapores de cinco siglos de pestilencias espirituales”. Este “diccionario” es absolutamente un documento de la época. No tiene ninguna afinidad de espíritu ni de género con los “diccionarios” de Bayle, de Voltaire ni de Flaubert. La única obra con la cual su parentesco espiritual resulta evidente, es la “Exegese des Lieux Comuns” de León Bloy. El bizarro, brillante y violento León Bloy revive en Papini y Giulotti. Como el de León Bloy, el catolicismo de Papini y Giulotti es un catolicismo beligerante, combatiente, colérico.

Papini y Giulotti repudian y condenan en bloque la modernidad. El espíritu moderno cuyos primeros elementos aparecen con el Renacimiento, se presenta hoy como causa y efecto a la vez de esta civilización industrialista y materialista. Se llama humanismo, protestantismo, liberalismo, ateísmo, socialismo, etc. Papini y Giulotti nos predican, como otros espiritualistas reaccionarios, el retorno al Medio Evo.

Su rencor contra la modernidad se traduce por ejemplo en una acérrima diatriba contra América. “La América -dice el Diccionario- es la tierra de los tíos millonarios, la patria de los trusts, de los rascacielos, del tranvía eléctrico, de la ley de Lynch, del insoportable Washington, del aburrido Emerson, del pederasta Walt Whitman, del vomitivo Longfellow, del angélico Wilson, del filántropo Morgan, del indeseable Edison y de otros grandes hombres de la misma pasta. En compensación nos ha venido de América el tabaco que envenena, la sífilis que pudre, el chocolate que harta, las patatas pesadas para el estómago y la Declaración de la Independencia que engendró, algunos años después, la Declaración de los Derechos del Hombre. De lo que se deduce que el descubrimiento de América -aunque realizado por un hombre que tuvo lados de santidad- fue querido por Dios en 1492 como una punición represiva y preventiva de todos los otros grandes descubrimientos del Renacimiento: esto es la pólvora de cañón, el humanismo y el protestantismo”.

La frenética requisitoria contra América define la posición anti-histórica de Papini y Giulotti. Claro que no todas sus razones deben ser tomadas al pie de la letra. Encolerizarse contra América por haber dado al mundo la patata, tiene que parecerle a todos un mero exceso de exaltación verbal. La patata está justificada y defendida por el plebiscito de toda Europa. Un escritor francés un tanto próximo a Papini en el espíritu -Joseph Delteil- ha hecho en su “Juana de Arco” -libro que tal vez sea adoptado por la nueva apologética que el Diccionario propugna y augura- el elogio de la patata. Delteil la declara alimento intelectual por excelencia. Entre otras virtudes le atribuye la de mantener la agilidad de espíritu y conferir el gusto del diálogo.

Pero dejemos a América y la patata y, volviendo a las sugestiones esenciales del Diccionario, constatamos que el caso de Papini, convertido al catolicismo, no es un caso solitario y único en la inteligencia contemporánea. El caos moderno angustia y aterra a los intelectuales. Todos sienten la necesidad de un orden, de una fe. Los que no son capaces de adherir a un orden nuevo, buscan con frecuencia su refugio en Roma. La Iglesia Católica les ofrece un asilo contra la duda. Estas adhesiones de intelectuales desencantados no robustecen históricamente al catolicismo; pero restauran los gastados prestigios de su literatura. Tenemos en el campo filosófico una escuela neo-tomista. La escolástica es desempolvada por escritores y artistas que hasta ayer representaron un nihilismo, un escepticismo, a veces blasfemos.

Papini, extremista orgánico, tenía que reaccionar contra el caos moderno adhiriendo a la revolución o a la tradición. Su psicología y su mentalidad de toscano no eran propensas al misticismo oriental del bolchevismo. Nada hay de raro ni de ilógico en que lo hayan conducido a la tradición romana, al orden latino. Pero, ¿será esta la última estación de su viaje? Giuseppe Prezzolini que lo conoce y admira como nadie, se lo pregunta con incertidumbre. “¿Permanecerá católico? ¿Tendrá tiempo de ensangrentar aún sus pies por ásperos caminos, lo veremos todavía correr tras de una nueva quimera, o quedará encerrado en la cristalización de las fórmulas religiosas y del éxito material?” Aunque tratándose de Papini es arriesgado hacer predicciones, lo último me parece lo más probable. Ya he dicho por qué.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La escena portuguesa

La escena portuguesa

Sería injusto pensar, a propósito del reciente golpe de estado portugués, que el Portugal está imitando a la España de Primo de Rivera y Martínez Anido. Al Portugal no se le puede negar el mérito de ser, en este siglo, bastante más original que España en su política y sus instituciones. Mientras los republicanos españoles no han sabido ni han podido hacer nada mejor que transigir con la monarquía borbónica, los republicanos portugueses han logrado, primero, fundar su república y, enseguida, defenderla contra la nostalgia de la dinastía de los Braganza. España, por germanofilia de la monarquía, no quiso salir de la neutralidad. El Portugal, por aliadofilia de la república, intervino en la guerra.

Estos contrastes no son en sí mismos, evidentemente, una prueba de progresismo del Portugal y de conservantismo de España. Una república, muchas veces, no vale más que una monarquía. No es raro que valga aún menos. Y la participación en la gran guerra ha dejado de ser considerada como una benemerencia desde que se fueron a pique, tragadas por los vórtices de los imperialismos, los beatos principios del Presidente Wilson.

Pero aquí no se trata sino de constatar el derecho del Portugal a sentirse diferente de España. Los antecedentes del reciente golpe militar -dirán con razón los portugueses- no están en la gesta del general Primo de Rivera sino en la propia historia del Portugal. Todos los cambios de gobierno que ha experimentado el Portugal desde el derribamiento de la monarquía en 1910, han reposado en un pronunciamiento militar. En solo los años 1920 y 1921 se realizaron en el Portugal tres golpes de mano militares. La renovación del gobierno ha dependido casi siempre de la decisión de un manípulo de belicosos oficiales. Y los oficiales se han presentado divididos en republicanos y monarquistas y subdivididos en varias filiaciones menores, más o menos contingentes y accidentales.

El último pronunciamiento se distingue, empero, de los anteriores, aunque no sea sino formalmente. Esta vez el ejército no ha puesto el peso de sus armas del lado de una de las facciones políticas. Ha establecido una dictadura marcial que, por su lenguaje al menos, no carece de parecido con la de España. Este régimen, por otra parte, se declara por encima de todos los partidos y se atribuye la representación de los intereses nacionales. Y aquí el parentesco de las dos dictaduras aparece incuestionable. Las dos pertenecen incontestablemente a la misma familia histórica.

No sabemos todavía si, como es característico en todo movimiento fascista, los autores del golpe de estado del Portugal achacan todas las desgracias de la patria a la política y al parlamentarismo. En el Portugal las quejas contra el parlamentarismo, en los labios de los oficiales, serían festivamente injustas. Pues en el Portugal, de la inestabilidad de los gobiernos el más responsable no ha sido nunca el parlamento sino, en todo caso, el ejército. Nadie puede pretender que en el Portugal haya habido un parlamentarismo excesivo. (Aunque si se quiere confrontar este aspecto de la política de uno y otro país, resulta que tampoco en España existió parlamentarismo ni excesivo ni verdadero. Y que en España la vida de los gabinetes encontró frecuentemente en las deliberaciones de las “juntas de defensa” mayor amenaza que en los debates del parlamento. La liquidación de la empresa de Marruecos, reclamada por el pueblo, ¿no fue siempre estorbada por el temor al ejército?)

La guerra dejó al Portugal graves problemas financieros. No todo fue laureles y honores. El comercio de sardinas y de vinos obtuvo, durante la guerra, pingües beneficios; pero el Estado, embarcado en una serie de empréstitos consumidos en la costosa aventura, quedó completamente exangüe. La república, responsable de la intervención, se vio amenazada a consecuencia del malcontento nacido de la crisis económica. Los partidarios de la monarquía intentaron explotar el mal humor popular. El gabinete se encontró frente a un intrincado haz de problemas financieros y políticos. El presupuesto no conseguía balancearse. Los déficits se acumulaban. La moneda se desvalorizaba a causa de la inflación y de la deuda pública. Y en esta atmósfera se incubaban sucesivas conspiraciones.

El golpe de estado militar demuestra que la crisis subsiste. Es en sus lineamientos esenciales la misma crisis en que desde la guerra se debate el mundo occidental. Y ya sabemos que en ningún país la dictadura, más o menos marcial o más o menos fascista, ha sido una solución. Al gobierno de Primo de Rivera todas sus fanfarronadas y todas sus violencias no le han servido para resolver ninguno de los viejos problemas españoles. Apenas si le han bastado para crear algunos problemas nuevos. El del régimen, verbigracia. Ningún liberal español honrado puede perdonar a la monarquía su complicidad con Primo de Rivera. Los políticos y escritores exiliados plantean abiertamente, como una cuestión básica, la cuestión del régimen. Afirman que con Primo de Rivera debe echarse a Alfonso XIII.

En el Portugal la historia no puede ser distinta. De otro lado, en el Portugal la inestabilidad, la interinidad, parece desde hace mucho tiempo la característica sustantiva de todos los gobiernos. Ahí los malos gobiernos tienen siempre la ventaja de ser siempre breves. Un amigo un poco humorista que, justificando su indiferencia por la prensa, sostenía la posibilidad de suponer aproximadamente todas las novedades del cable, me decía una vez: -Apuesto que la novedad de hoy es un golpe de estado en el Portugal.- Yo hubiera querido contradecirlo para defender mi costumbre de leer los diarios. Pero, desgraciadamente, lo que mi amigo suponía era esa vez cierto.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

"Dedalus" o la adolescencia de James Joyce

"Dedalus" o la adolescencia de James Joyce

Ya tenemos en español una parte de James Joyce. No solo una parte de su obra, que no es muy voluminosa, sino una parte de su vida. Una parte del propio James Joyce. Porque “Dedalus”, esta novela que acaba de traducir al español la Biblioteca Nueva, es un “retrato del artista de joven”. “A Portrait of the Artist a Young Man”.

El caso Joyce se presenta con la misma repentina y urgente resonancia del caso Proust o del caso Pirandello. James Joyce nació hace cuarenticuatro años. Pero hasta hace pocos años su existencia no había logrado aún revelarse a Europa. Su descomunal novela “Ulysses”, perseguida en Inglaterra por un puritanismo inquisitorial, apareció en París en 1922. El manuscrito de “Dedalus” está fechado en Trieste en 1914. Joyce vivía en ese tiempo en Trieste como profesor de lenguas extranjeras. De Trieste escribía al escritor italiano Carlos Linati sobre su “Ulysses”, antes de conseguir verlo impreso: “Es la epopeya de dos razas (Israel-Irlanda) y, al mismo tiempo, el ciclo del cuerpo humano, y también la pequeña historia de una jornada... . Hace siete años que trabajo en este libro! Es igualmente una obra de enciclopedia. Mi intención es interpretar el mito sub specie temporis nostri permitiendo que cada aventura (esto es cada hora, cada órgano, cada arte conexa y consustanciada con el esquema del todo) cree su propia técnica. Ningún impresor inglés ha querido imprimir una palabra de esta obra. En Norteamérica, la revista que la ha publicado ha sido suprimida cuatro veces. Ahora se prepara un gran movimiento contra su publicación de parte de puritanos, imperialistas ingleses, republicanos, irlandeses y católicos. ¡Qué alianza!”

La divulgación de Joyce en el mundo latino empezó hace dos años con la traducción francesa de “Dedalus” (Editions de la Sirene. París) y la traducción italiana de “Exiles” (Ed. Convegno. Milán). Pero la notoriedad de su nombre era ya extensa. Esta notoriedad se alimentaba, ante todo, del escándalo suscitado por “Ulysses”. Y, en segundo lugar, del estrépito con que descubrían a Joyce algunos críticos cosmopolitas, pescadores afortunados de novedades extranjeras. Valery Larbaud, uno de estos críticos, decía: “Mi admiración por Joyce es tal que yo no temo afirmar que si de todos los contemporáneos uno solo debe pasar a la posteridad, será Joyce”.

He aquí que hoy llega Joyce al español con menos retardo del que España nos tiene habituados a sufrir en la traducción de los libros contemporáneos. Y está bien entrar en James Joyce por el laberinto de “Dedalus”. “Dedalus” es la mejor introducción posible en “Ulysses”. Ahí está ya, sin duda, —aunque larvada todavía,— la técnica del artista. No aparece aún el “monólogo interior”, con su complicado caos de imágenes, palabras, símbolos, sin puntos ni pausas. Pero en “Dedalus” el artista, en el fondo, monologa únicamente. No se comenta; se retrata. La sola imagen que encontramos en la novela es, verdaderamente, la suya. Las demás imágenes no hacen sino reflejarse en ella como para contrastar su existencia y, sobre todo, su desplazamiento. Valery Larbaud escribe, apologéticamente, que “Dedalus” es un gran libro y Joyce “toda la literatura inglesa en este momento”. Y, con entusiasmo exaltado, agrega: “En verdad, Yeats no será considerado mañana sino como la más grande figura del Renacimiento Irlandés antes de Joyce. “Dedalus” es de la estirpe de “L, Education sentimentale” y de la trilogía de Vallés. Es la historia del esfuerzo del espíritu por superarse, por superar su medio social, su educación y aún su nacionalidad. Y es por esto que, siendo profundamente irlandés, Joyce es también un gran europeo. El es comparable a los santos intelectuales de la antigua Irlanda que han jugado un rol tan grande en la cristiandad”.

Joyce, en esta novela, nos conduce por los intrincados caminos de su adolescencia. Uno de los más logrados intentos del libro me parece el de enseñarnos las estaciones y las jornadas de esta adolescencia reviviéndolas, con su música íntima, con su armonía subjetiva, en toda su virginidad, sin que se sienta el viaje. El artista nos descubre su pasado como nos descubriría su presente. No se mezcla a los acontecimientos ningún elemento que delate que lo actual en el relato ha dejado de ser actual en la vida. Ningún elemento de crítica o de opinión con sabor retrospectivo. Las impresiones de la adolescencia de Stephen Dedali conservan intacta su inocencia.

Stephen Dedalus estudia en un colegio de Jesuitas. Y la novela no deforma ni al estudiante ni al colegio ni a los jesuitas. Todas las cosas, todos los tipos nos son presentados con candor. El artista no los juzga. Stephen Dedalus, buscándose a sí mismo, conoce el pecado y el arrepentimiento, conoce la fe y la duda. Pero, finalmente, las supera. En su peregrinación descubre el arte. El arte, que no es aún una meta, sino sólo una evasión.

Joyce nos da una versión, única acaso en la literatura, de las crisis de conciencia de un adolescente, con espíritu religioso y sensibilidad acendrada en un colegio católico. El capítulo en que su adolescencia, con el sabor del pecado carnal en los labios tímidos, pasa por la prueba de unos “ejercicios espirituales”, es un capítulo maravilloso. Joyce da la impresión de conducirnos con lentitud por este atormentado y proceloso episodio. Los hechos transcurren con una morosidad deliberada. Las pláticas del “retiro” están puntualmente y minuciosamente repetidas. Y sin que falte ni una palabra, ni un gesto del predicador. Y, sin embargo, no hay nada demás en el relato. Como lo observa el distinguido crítico español Antonio de Marichalar este episodio, que fluye en el mismo tiempo que ocuparía en la realidad, "conserva su misma naturaleza".

Y no todo es lentitud ni minucia en “Dedalus”. Las últimas jornadas del viaje están servidas en comprimidos. Las cosas pasan a prisa. Joyce reproduce las notas de un diario que no aprehende sino su esencia. He aquí una muestra de su procedimiento: “22 de marzo. En compañía de Lynch, seguido una enfermera voluminosa. Iniciativa de Lynch. Abomino esto. Dos flacos lebreles famélicos detrás de una ternera".

Y dejamos así a Joyce en la estación en que, evadiéndose de su adolescencia, como de un laberinto, se embarca en el tren de la aventura. En su viaje sin itinerario, lo aguardaba en Trieste, antesala de su celebridad, un oscuro pupitre de profesor de idiomas extranjeros.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La protesta de la inteligencia en España

La protesta de la inteligencia en España

Cada día se exaspera más en España el conflicto entre la dictadura y la inteligencia. Desde el confinamiento de don Miguel de Unamuno y de Rodrigo Soriano en la isla de Fuerte Ventura, los ataques de la dictadura de Primo de Rivera a la libertad de pensamiento no han reconocido ningún límite. No le basta al dictador de España la supresión de la libertad de prensa y de tribuna o sea de los medios de expresión del pensamiento. Parece decidido a obtener la supresión del pensamiento mismo.

Es probable que a Primo de Rivera y a sus edecanes les parezca que este es nada menos que un modo de regenerar a España. Un general que ha mostrado públicamente más respeto por una cortesana que por un filósofo no puede darse cuenta de que casi los únicos valores españoles que se cotizan aún en el mundo son sus valores intelectuales y espirituales. Los ibero-americanos sobre todo, no creeríamos viva a España -,viva en la civilización y en el espíritu- sin el testimonio de Unamuno y de Franco y sin el testimonio de los que, en el castillo de Montjuich o en otra cárcel de esta inquisición marcial, dan fe de que no ha perecido la estirpe de don Quijote.

La dictadura de Primo de Rivera y de Martínez Anido, en tanto, carece para la historia contemporánea hasta del interés de constituir un fenómeno original de reacción o de contrarreforma. Esta dictadura militar no es, como lo ha dicho Unamuno, sino una caricatura de la dictadura fascista. Entre el Marqués de la Estrella y Benito Mussolini la diferencia de categoría es demasiado evidente. Uno y otro representan la Reacción. Pero mientras Mussolini es un caso de condotierismo o cesarismo italianos, Primo de Rivera es apenas un caso de pretorianismo sud-americano, con todas las consecuencias y características históricas de una y otra clasificación.

Jiménez de Asúa, confinado en las islas Chafarinas por haber protestado contra este régimen desde su cátedra de la Universidad de Madrid, es uno de los representantes de la inteligencia española que Hispano-América más conoce y admira. Este solo título debía haber hecho respetable su persona. España no tiene hoy otra efectiva continuación en América que la que le aseguran su ciencia y su literatura.

Las universidades hispano americanas, que han recibido a Jiménez de Asúa como un embajador de la inteligencia española, han saludado en él a la España verdadera. Por sus claustros habría pasado, en cambio, sin ningún eco una galoneada y condecorada figura oficial.

Y uno de los méritos de Jiménez de Asúa es, precisamente, la honrada franqueza con que ha dicho a las juventudes hispanoamericanas su opinión sobre la dictadura de Primo de Rivera y el encendido optimismo con que les ha afirmado su esperanza en la revolución española. Jiménez de Asúa no será uno de los conductores de esta revolución. No es un hombre de acción; es solo un hombre de ciencia. Su ideología política me parece imprecisa. Está nutrida de abstracciones más que de realidades. Pero revela, en todo caso, al intelectual honesto, al cual nada puede empujar a una tolerancia cómplice con el mal.
El acta de acusación de Jiménez de Asúa, le atribuyen en primer lugar, una campaña de descrédito de España en los países de Hispano-América. Pero, desgraciadamente, para Primo de Rivera los llamados a fallar sobre este punto, somos nosotros los hispano-americanos. Y nosotros certificamos, por el contrario, que en estos países Jiménez de Asúa no ha dicho ni hecho nada que no merezca ser juzgado como dicho y hecho en servicio de España. Y del único ibero-americanismo que tiene existencia real en esta época.

La deportación de Jiménez de Asúa, según las entrecortadas noticias cablegráficas de España, forma parte de una extensa ofensiva contra la inteligencia. Don Miguel de Unamuno ha sido reemplazado en su cátedra de Salamanca, medida que determinó, justamente, la protesta de Jiménez de Asúa, reprimida con su reclusión en una isla de lúgubre historia. J. Alvarez del Vayo, el inteligente periodista a quien acaba de dar sonora notoriedad su honrado testimonio sobre la situación rusa, ha sido apresado. Sánchez Rojas, culpable a lo que parece de una conferencia sobre la personalidad de Unamuno, ha sido confinado en Huelva. Y la lista de prisiones y deportaciones de intelectuales es seguramente mucho más larga. No la conocemos íntegramente por el celoso empeño de la dictadura de encerrar a España dentro de sus fronteras. Pero las palabras que nos han llegado de una protesta de los más esclarecidos y acrisolados escritores y artistas de España, indican una múltiple y sañuda represión del pensamiento.
La inteligencia hispano-americana tiene que sentirse solidaria, sin duda, con la española, en este período de inquisición. Abundan ya las expresiones de esta solidaridad. No en balde Unamuno es uno de los más altos maestros de la juventud hispano-americana.
Pero la condenación histórica del régimen de Primo de Rivera y Martínez Anido no debe fundamentarse sustantivamente en su menosprecio ni en su hostilidad a los intelectuales. Este menosprecio, esta hostilidad no son sino una cara, una expresión de la política reaccionaria. El sentido histórico de esta política se juzga, ante todo, por los millares de oscuros presos del proletariado, que han pasado hasta ahora por las cárceles de Barcelona y Madrid.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Las nuevas jornadas de la revolución china

Las nuevas jornadas de la revolución china

He escrito dos veces en “Variedades” sobre la China. La primera vez bosquejando a grandes trazos el proceso de la revolución. La segunda vez, examinando la agitación nacionalista contra los diversos imperialismos que se disputan el predominio en el territorio y la vida chinas.

El cuadro general no ha cambiado. En el distante, inmenso y complejo escenario de la China, continúa su accidentado desarrollo una de las más vastas luchas de la época. Pero las posiciones de los combatientes se presentan temporalmente modificadas. Los últimos episodios señalan una victoria parcial de la contra-ofensiva reaccionaria e imperialista.

La agitación revolucionaria y nacionalista adquirió hace algunos meses una extensión insólita. El espíritu anti-imperialista de Cantón, sede de la China republicana y progresista del Sur, arraigó y prosperó en Pekín, centro de una burocracia y una plutocracia intrigantes y cortesanas. Las huelgas anti-imperialistas de Shanghai repercutieron profundamente en Pekín, donde los estudiantes organizaron enérgicas manifestaciones de protesta contra los ataques extranjeros a la independencia china.

Bajo la presión del sentimiento popular, se constituyó en Pekín un ministerio de coalición, en el cual estaba fuertemente representado el partido Kuomingtan, esto es el sector de izquierda. El Presidente de la República Tuan Chui Yi -cuya dimisión nos acaba de anunciar el cable- no representaba nada. El poder militar se encontraba en manos del general protestante Feng Yu Hsiang quien, ganado por el sentimiento popular, se entregaba cada día más a la causa revolucionaria.

El problema de la China asumió así una gravedad dramática precisamente en un período en que, diseñado un plan de reconstrucción capitalista, el Occidente sentía con más urgencia que antes la necesidad de ensanchar y reforzar su imperio colonial. Las potencias interesadas en la colonización de la China discutían desde hacía algún tiempo, con creciente preocupación, los medios de entenderse y concertarse para una acción mancomunada. La marejada nacionalista de 1925 vino a colmar su impaciencia. Inglaterra, sobre todo, se mostró exasperada. Y, sin ningún reparo, usó con la China un lenguaje de violenta amenaza. Las potencias que, como principio supremo de la paz, habían proclamado el derecho de las naciones a disponer de si mismas y que más tarde, habían declarado enfática y expresamente su respeto a la independencia de la China, hablaban ahora de una intervención marcial que renovase en el viejo imperio los truculentos días del general Waldersee.

El gobierno de Pekín fue acusado, como antes el gobierno de Cantón, de ser un instrumento del bolchevismo contra el occidente y la civilización. Karakhan, embajador de los Soviets en Pekín fue denunciado como el oculto empresario y organizador de las protestas anti-imperialistas.

Si se tiene en cuenta todas estas cosas, se comprende fácilmente el sentido de los últimos acontecimientos. Chang-So-Lin, el dictador de la Manchuria, y Wu Pei Fu, el ex-dictador de Pekín, son dos personajes demasiado conocidos de la China. Se ve claramente la mano que los mueve. La reconquista de Pekín representa inequívocamente una empresa imperialista y reaccionaria.
Chan-So-Lin, déspota de la China feudal del Norte, que hace varios años proclamó su independencia del resto del Imperio, es un notorio aliado del Japón. Hace aproximadamente un año y medio, arrojó de Pekín a Wu Pei Fú, amigo y servidor de Inglaterra, que aspiraba al restablecimiento de la unidad china, sobre la base de un régimen centralista sedicentemente democrático. Después de colocar a Tuan Chui Yi en la presidencia de la república, el dictador manchú se retiró a Mukden. Pero en el China el presidente de la república es solo un personaje decorativo. Por encima del presidente, está siempre un general. El general protestante Feng Yu Hsiang fue quien efectivamente ejerció el poder, como hemos visto, bajo la presidencia de Tuan Chui Yi.

Cuando el peligro de Feng Yu Hsiang empezó a parecer excesivo para todos, Chang So Lin y Wu Pei Fu convergieron sobre Pekín. Esta vez no para lazarse el uno contra el otro sino para eliminar un enemigo común. El éxito de su campaña es lo que ahora tenemos delante en el intrincado tablero chino.

No hace falta saber más para darse cuenta de que estamos asistiendo al desenlace de solo un episodio de la guerra civil en la China. Chang So Lin y Wu Pei Fu pueden coincidir frente a Feng Yu Hsiang y contra el movimiento Kuomintang. Pero, una vez recuperado Pekín, su solidaridad termina. Chang So Lin se sentirá de nuevo el aliado del Japón; Wu Pei Fu, el aliado de Inglaterra. Estados Unidos, rival en la China de Inglaterra y del Japón, movilizará contra uno y otro a un “tuchun” ambicioso. Y de otro lado, el partido Kuomitang, que domina en Cantón, no se desarmará absolutamente. Los desmanes imperialistas le darán muy pronto una ocasión de reasumir la ofensiva.

La responsabilidad del caos chino aparece, pues, ante todo, como una responsabilidad de los imperialismos que en el viejo imperio ora se contrastan, ora se entiende, ora se combaten, ora se combinan. Si estos imperialismos dejaran realizar libremente al pueblo chino su revolución, es probable que un orden nuevo se habría ya estabilizado en la China. El dinero del Japón, de Inglaterra, de los Estados Unidos, alimenta incesantemente el desorden. La aventura de todo “tuchun” mercenario está siempre subsidiada por algún imperialismo extranjero.

En un país como la China, de enorme población e inmenso territorio, donde subsiste una numerosa casta feudal, la empresa de mantener viva la revuelta no resulta difícil. Actúa, en primer lugar, la fuerza centrífuga y secesionista de los sentimientos regionales de provincias que se semejan muy poco. En segundo lugar, la omnipotencia regional de los jefes militares (tuchuns) prontos a mudar de bandera. Un tuchun potente basta para desencadenar una revuelta.

La república, la revolución, no son sólidas sino en la China meridional, donde se apoyan en un vasto y fuerte estrato social. Cantón, la gran ciudad industrial y comercial del sur, es la ciudadela del Kuomingtan. Su proletariado, su pequeña burguesía son devotamente fieles a la doctrina revolucionaria del doctor Sun Yat Sen. Esta es la fuerza histórica que, cualesquiera que sean los obstáculos que el capitalismo occidental le amontone en el camino, acabará siempre por prevalecer.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La nueva Rusia y los emigrados

La nueva Rusia y los emigrados

Hace tres años que Herriot, de regreso de una visita a los soviets, certificó en su libro "La Russie Nouvelle”, el deceso de la vieja Rusia zarista. “La vieja Rusia ha muerto para siempre”, declaró Herriot categórica y rotundamente. Su testimonio no era recusable ni sospechoso para la familia demócrata. Provenía de uno de sus más voluminosos y autorizados líderes. Próximo al gobierno, cauto y ponderado por temperamento, no podía suponerse a Herriot capaz de una aserción imprudente respecto a Rusia.

En el discurso de estos tres años la Rusia nueva ha seguido creciendo. Después del de Herriot, otros testimonios burgueses han confirmado su vitalidad.

Para reanimar su decaída campaña de prensa contra los soviets, la plutocracia francesa ha recurrido a un novelista y polemista, el señor Henri Beraud. Los novelistas no tienen ordinariamente más imaginación que los políticos. Pero, aunque parezca imposible, tienen casi siempre menos escrúpulos. El señor Beraud, digno espécimen de una categoría venal y arribista, lo ha demostrado con un libro mendaz sobre Rusia, en cuya capital el obeso autor del “Martyr de l’Obese” ha pasado unos pocos días que le han parecido suficientes para fallar inapelablemente sobre la gran revolución.

Pero el propio libro del señor Beraud -a cuyo testimonio amoral podemos oponer el honesto testimonio de Julio Álvarez del Vayo- no se atreve a negar la nueva Rusia. (No se propone sino deformarla y difamarla). Y, por supuesto, menos aún se atreve a creer en la supervivencia o en la resurrección de la vieja Rusia de los grandes duques.

Los únicos seres que osan, a este respecto, negar la evidencia, son los “emigrados” rusos. Claro está, que todos no. La mayoría se ha resignado, finalmente, con su derrota. La sabe definitiva desde hace mucho tiempo. Es una minoría de políticos desalojados y licenciados la que, inocua y dispersamente, protesta todavía contra el régimen establecido por la revolución de octubre.

Esta minoría se fracciona en diversas corrientes y obedece a distintos caudillos. El frente anti-bolchevique es abigarradamente pluricolor y heteróclito. Se compone de zaristas ortodoxos, liberales monárquicos, demócratas constitucionales o “cadetes”, mencheviques, socialistas revolucionarios, anarquistas, etc. Agrupadas estas facciones según sus afinidades teóricas, la oposición resulta dividida en tres tendencias: una tendencia que aspira a la restauración del zarismo, una tendencia que sueña con una monarquía constitucional y una tendencia que propugna una república más o menos social-democrática.

La más desvaída y gastada de estas fuerzas, la monárquica, es la que ha adunado recientemente en París a sus corifeos. Sus deliberaciones no tienen ninguna trascendencia. El mismo lenguaje tartarinesco de este congreso de mayordomos y tinterillos de los primos y tíos del último zar, carece absolutamente de novedad. Los residuos del zarismo se han reunido muchas veces en análogas asambleas para discurrir bizarramente sobre los destinos de Rusia. La amenaza de una expedición decisiva contra los soviets ha sido pronunciada con idéntico énfasis desde muchos otros escenarios.

Los “emigrados” no logran engañarse, seguramente, a sí mismos. No es probable que logren engañar tampoco a los banqueros de New York que, según sus planes, deben financiar la campaña. El pobre gran duque Nicolás que anuncia su intención de marchar marcialmente a Rusia, no ha tenido ánimo para marchar burguesamente a Paris a asistir a la asamblea. El cable dice que corría el peligro de ser asesinado por los agentes del bolchevismo. Pero el bolchevismo no tiene probablemente interés en suprimir a un personaje tan inofensivo y estólido.

Los soberanos y los banqueros de Occidente, que han armado contra los soviets en el período 1918-1923 una serie de expediciones, conocen demasiado a esta gente. Conocen, sobre todo, su incapacidad y su impotencia. Se dan cuenta clara de que lo que los ejércitos de Denikin, Judenitch, Kolchak, Wrangel, Polonia, etc., bien abastecidos de armas y de dinero, no pudieron conseguir en días más propicios, menos todavía puede conseguirlo ahora un ejército del gran duque Nicolás.

El caso Boris Savinkov esclarece muy bien el drama de los emigrados. (De los únicos emigrados que es dable tomar en cuenta), Savinkov, ministro del gobierno de Kerensky, socialista revolucionario, con una larga foja de servicios de conspirador y terrorista, fue el adversario más frenético y encarnizado de los soviets. Desde la primera hora luchó sin tregua contra el bolchevismo. Participó en todas las conspiraciones y todos los complots anti-sovietistas. Organizó atentados contra los jefes del régimen. Colaboró con monarquistas y extranjeros. Pero en estas campañas y fracasos acumuló una dolorosa experiencia. Y, después de obstinarse mil veces en su rencor rabioso contra los soviets, acabó por reconocer que estos representaban realmente los dos ideales de su larga vida de conspirador: la Revolución y la Patria. Temerario, intrépido, Boris Savinkov no se contentó con una constatación melancólica de su error. Quiso repararlo heroicamente. Y se presentó en Rusia. Sabía que en Rusia no podía encontrar sino la muerte. Mas su destino lo empujaba implacablemente.

El proceso de Savinkov es uno de los episodios más emocionantes y dramáticos de la revolución. El jefe terrorista, el líder revolucionario, confesó a sus jueces todas sus responsabilidades. Pero reivindicó su derecho a renegar su error, a abjurar su herejía: “Ante el tribunal proletario de los representantes del pueblo ruso -dijo- yo declaro que me equivocaba. Yo reconozco el poder de los soviets. Yo digo a todos los emigrados: el que ame al pueblo ruso debe reconocer su gobierno. Esta declaración me es más penosa de lo que me será vuestro veredicto. He comprendido que el pueblo está con vosotros no ahora, cuando los fusiles me apuntan, sino hace un año, en París. Espero una condena a muerte. No demando piedad. Vuestra conciencia revolucionaria os recordará que fui revolucionario”. El tribunal condenó a muerte a Savinkov, pero gestionó, enseguida, la conmutación de la pena. El gobierno la conmutó por diez años de reclusión. Luego, convencido de la sinceridad de la conversión de su adversario, le acordó el indulto. Mas a Savinkov esto no le bastaba. Su vida de revolucionario incansable se resistía a concluir pasiva y oscuramente en la inacción. Savinkov se había sentido siempre nacido para servir a la revolución social. Si la revolución lo repudiaba, ¿para qué quería su perdón? La amnistía, el olvido, eran un castigo peor que la muerte. Demasiado impetuoso, demasiado impaciente para esperar silencioso o inerte, Boris Savinkov se suicidó en la cárcel.

La vida romancesca y tormentosa de este personaje compendia y resume el drama de la contra-revolución. Las bufas balandronadas de los grandes duques son solo su anécdota cómica.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Farinacci

Farinacci

Farinacci ha dado su nombre, su tono y su estilo a una tensa y acre jornada de la campaña fascista. Después de catorce meses de agresiva campaña, ha dejado el puesto de secretario general del partido fascista, al cual fuera llamado cuando Mussolini, convencido de que la “variopinta” oposición del Aventino no era capaz de la insurrección, resolvió pasar a la ofensiva, inaugurando una política de rígida represión de las campañas de la prensa y de tribuna de sus muchos y muy enconados pero heterogéneos y mal concertados adversarios.

Fascista de la primera hora. Farinacci procede de la pequeña burguesía y del socialismo. Fue en 1914 uno de los disidentes socialistas que predicaron la intervención. En esta falange a la que, por diversos caminos, arribaban sindicalistas revolucionarios como Corridoni, socialistas tempestuosos como Mussolini y socialistas reformistas y parlamentarios como Bissolati, era Farinacci un milite oscuro y terciario. No lo destacaban siquiera el ánimo “ardito”, osado, ni la actitud temeraria, demagógica. Amigo y adepto del diputado Bissolati, líder de un grupo de socialistas colaboracionistas, Farinacci tenía una franca posición reformista y democrática. La guerra exaltó su temperamento y cambió su filiación. El gregario del reformismo bissolatiano se convirtió en un ardiente secuaz de Mussolini.

En el fascismo, Farinacci encontró su camino y descubrió su personalidad, que no eran, -contrariamente a lo que hasta entonces podía haberse pronosticado,- los de un pávido y mesurado funcionario social-democrático, sino los de un frenético y encendido agitador fascista. El opaco ferroviario, se sintió elegido para jugar un rol en la historia de Italia.

Fue el organizador y el animador del fascismo en la provincia de Cremona, una de las provincias septentrionales donde prendió más tempranamente el fuego mussoliniano. Esta actuación le franqueó en las elecciones de 1921 las puertas de la Cámara. Le tocó a Farinacci ser uno de los fascistas que ingresaron entonces al Parlamento para enunciar tumultuariamente, con los puños más que con los conceptos, la praxis del anti-parlamentarismo.

Desde esa época, Farinacci, se caracterizó como el más genuino representante del espíritu y la mentalidad “escuadristas” del fascismo. El “escuadrismo” es la acción directa y tundente de las guerrillas o “escuadras” de camisas negras. Es la cachiporra, es la bomba de mano, es el asalto. El período de movilización y entrenamiento del fascismo fue, como se dice en italiano, exquisitamente escuadrista. Y bien, este “escuadrismo” tiene en Farinacci su traductor y su caudillo.

La ascensión de Mussolini al poder abrió un período de desarme. El primer gabinete fascista nacía de un compromiso. Era un gabinete de coalición, en el que colaboraban con el fascismo los populares y los liberales. Mussolini debía el gobierno a la abdicación de la mayor parte de la burguesía liberal. Su retomado oportunismo tuvo, por consiguiente, que evitar todo gesto que pudiese chocar demasiado a los “railliés”. Farinacci, distanciado de la dirección del partido, se arrinconó en un extremismo intransigente, en un altruismo acérrimo. Pero su influencia no se anuló en veinticuatro horas. Al día siguiente de la marcha sobre Roma un telegrama suyo torpedeó certeramente las negociaciones en curso para conseguir que del gabinete de coalición, encabezado por el Duce, formase parte Gino Baldesi, líder reformista de la Confederación General del Trabajo.

La crisis causada por el asesinato de Matteoti restauró el prestigio de Farinacci dentro del fascismo. En los días de turbación y de desconcierto que siguieron al crimen, cuando el propio Mussolini, forzado a mostrarse sagaz y cauto, lo denunciaba como un acto estúpido y antifascista, Farinacci fue uno de los pocos fascistas que se sintieron dispuestos a justificarlo. El ex-ferroviario, -que de los lauros de la marcha a Roma se había servido para ganar fascisticamente el grado de doctor en derecho,- se ofreció a defender ante sus jueces a Amérigo Dumini, el principal acusado. Y emprendió una violentísima campaña de periódico y de comicio contra el Aventino. Los editoriales de su periódico “Cremona Nuova” amenazaban cotidianamente a los partidos del Aventino con una segunda oleada fascista. La prensa fascista, excepción hecha del altruista y delirante “Impero”, no osaba solidarizarse con el fascista cremonense, sobre cuya cabeza llovían los vituperios y los anatemas de los entonces innumerables diarios de oposición. Pero desde que el fascismo inició su contra-ofensiva -a continuación de un famoso discurso de Mussolini en la cámara, asumiendo toda la responsabilidad histórica y política de la violencia fascista y desafiando al bloque del Aventino a acusarlo categóricamente de culpabilidad en el asesinato de Matteoti,- Farinacci resultó designado fatalmente por la situación y los acontecimientos para ocupar el puesto de mando. La elección de Farinacci como secretario general del fascismo correspondió al nuevo humor escuadrista de los “camisas negras”.

Esta designación era, más aún que el discurso de Mussolini del 3 de enero, una enfática declaratoria de guerra sin cuartel. Y no de otro modo sonó en los oídos y en los ánimos de los diputados del Aventino que, en seis meses de vociferación antifascista, habían consumido su energía y perdido la oportunidad de derrocar al fascismo.

Durante más de un año, el puño y la frase crispadas del terrible ferroviario de Cremona han marcado el compás de la política fascista. Los elementos templados y discretos del fascismo han tenido que sufrir, resignadamente, durante todo este tiempo, su implacable dictadura y su pésima sintaxis. Un seco y agrio úkase de Farinacci, a poco de su asunción de la secretaría general, expulsó del fascismo, marcándolo a fuego como un traidor, a uno de los más significados entre estos elementos, Aldo Oviglio, ex-ministro de justicia del régimen fascista.

Pero un año de represión policial y de movilización escuadrista ha bastado al fascismo para liquidar al bloque del Aventino y para sentar las bases de una legislación fascista que radicalmente modifica el estatuto de Italia. Otras ofensivas escuadristas serán, sin duda, necesarias en lo porvenir. Mas, por ahora, el fascismo puede hacer reposar sus cachiporras. El juicio Matteotti ha concluido con la absolución de los responsables, y hace año y medio era para el propio Duce del fascismo un crimen nefando. En la audiencia de Chieti, Farinacci ha hecho no la defensa, sino más bien la apología, de Amerigo Dumini y de sus secuaces. Después de este último golpe de “manganello”, no le quedaba a Farinacci nada que hacer en la jefatura del fascismo donde, pasada la tempestad, su virulencia y su belicosidad habían empezado a volverse embarazantes. Farinacci en 1925 era el jefe lógico del fascismo; en 1926, su misión ha concluido. Mussolini, que, buen conocedor de la psicología de su gente, usa fórmulas solemnemente sibilinas, condensa el programa fascista para este año en estas dos palabras: silencio y trabajo. Estas palabras, según el lenguaje del “Popolo d’Italia”, definen el estilo fascista en 1926.

Los alalás de Farinacci no se compadecían con el nuevo estilo fascista. Por esto, - licenciado o no por Mussolini,- Farinacci ha dejado el comando del partido. Desde hace algún tiempo se señalaba y se comentaba su sordo disenso, su silenciosa lucha con Federzoni. El ministro del interior, con Rocco, Meraviglia, y otros, “nacionalistas”, representa el sector moderado, tradicional, derechista del fascismo. Y por el momento, esta es la gente que debe dar el tono al régimen. El escuadrismo, momentáneamente, se retira a Cremona.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Aristides Briand

Arístides Briand

El sino de este viejo protagonista de la política francesa parece ser el de la contradicción y el del conflicto consigo mismo. Briand es -como dicen J. Kessel y G. Suárez- el hombre "que después de haber predicado la revuelta debió reprimirla, después de haber clamado contra el ejército debió hacer la guerra, después de haber combatido un tratado de paz debió aplicarlo”. Kessel y Suárez agregan, diseñando un sobrio y fuerte retrato, que Briand "tiene un aire despreocupado y sin embargo atento cansado y sin embargo pronto para la acción, desencantado y sin embargo curioso”.

Este retrato histórico y psicológico de Briand podría ser, también, el de la democracia occidental. ¿No ha tenido igualmente la democracia el extraño destino de renegar todos sus grandes principios, todas sus grandes afirmaciones? Briand es su personaje representativo. Briand, que, como Viviani, como Clemenceau, como Millerand, como casi todos los mayores estadistas de los últimos veinte años de la historia de Francia, procede de ese socialismo que la crítica aguda y certera de George Sorel marcó a fuego.

En el socialismo, este parlamentario elocuente, cuyos ojos de desilusionado tienen a veces un resplandor dramático, debutó con una actitud extremista. Fue uno de los primeros teorizantes de la huelga general revolucionaria. Pero este extremismo duró poco. Briand, nacido bajo el signo de la democracia, no estaba destinado a la misión ascética de un Sorel. Había en su espíritu la movilidad y la inconstancia que en Italia debían singularizar, más tarde, a Arturo Labriola, en su trayectoria del más intransigente sindicalismo revolucionario a la más blanda profesión social-democrática.

Pocos años después de su gesto revolucionario. Briand se convertía, dentro del socialismo, en el abogado sagaz y dúctil de la entrada de Millerand en el gabinete de Waldeck Rousseau. Había encontrado ya su camino. En la deliberación y manipulación de las fórmulas equívocas, sobre las cuales se construyó en Francia la unidad socialista, había descubierto su innata aptitud de parlamentario. La hora era del parlamento, no de la revolución. ¿Qué cosa mejor que un parlamentario podía ser entonces, Briand? En el grupo de diputados del partido socialista, el puesto de líder pertenecía por antonomasia y para toda la vida a Jaurés. Por consiguiente, había que salir del socialismo. Millerand había señalado la vía.

Briand, por la misma vía, encontró pronto su ministerio. El fenómeno dreyfussista aseguraba a las izquierdas, al radicalismo demo-masónico y pequeño burgués, un largo período de gobierno. Y sus experimentos, sus maniobras, sus fintas, reclamaban en algunos puestos de su batalla parlamentaria a hombres de filiación y estilo un poco rojos. A Briand se le llamó al poder para encargarle la aplicación de la ley de separación de la Iglesia y el Estado. En consecuencia, por una larga temporada parlamentaria, si no el léxico socialista, Briand conservó al menos una elocuencia, un ademán y una melena asaz jacobinas.

Poco a poco, de su pasado no le quedó sino la melena. Como jefe del gobierno, le tocó, finalmente, sentirse responsable de la suerte de la burguesía. El teórico de la huelga general revolucionaria aceptó, en la historia de la Tercera República, el rol de represor de una huelga de ferroviarios.

Vituperado por la extrema izquierda, calificado de “aventurero” por Jaurés, de quien había sido teniente en la plana mayor de “L’Humanité”, Briand se inscribió, definitivamente, en el elenco de las “bonnes a tout faire” de la Tercera República. Sin embargo, la “unión sagrada” marcó, en su biografía, una estación adversa. Las derechas, usufructuarias principales de la guerra, miraban con recelo a este parlamentario orgánico que en su larga carrera política había hecho tan copioso uso de las palabras Libertad, Paz, Democracia, etc.

En las elecciones de 1919 Briand fue naturalmente uno de los candidatos del bloque nacional. Pero el predominio espiritual de las derechas en este vasto conglomerado, entrababa sus planes. Y Briand, por esto, empleó su astucia parlamentaria en la empresa de dividirlo. A derecha, en el bloque nacional, había algunos jefes. Al centro, en cambio, no había casi ninguno. La izquierda, batida en la persona de Caillaux, se contentaba con colaborar con cualquier gobierno que se tiñese de color republicano. Briand se daba cuenta de la facilidad de devenir la cabeza de esta mayoría acéfala. “Yo aconsejé al leader de la Entente republicana -ha contado el propio Briand- que se decidiera a una operación quirúrgica y a constituir dos grupos en lugar de uno. No estábamos en la cámara para actuar sentimentalmente”. El proyecto naufragó. El bloque nacional prefirió subsistir como había nacido. Mas Briand logró siempre aprovecharse de su acefalia. Caído Leygues, sobre la base de esta heteróclita mayoría, constituyó por sétima vez en su vida, el gobierno de Francia. Su ministerio escolló en Cannes. No obstante su experiencia de piloto parlamentario, Briand no pudo evitar los arrecifes del belicismo declamatorio del bloque nacional que encontraban un apoyo activo en el presidente de la república, tentado por la ambición de devenir el dictador de la victoria.

Pero con las elecciones de 1924 llegó su revancha. Su instinto electoral le había consentido asumir, oportunamente, una actitud de hombre de izquierda. El bloque de izquierdas lo contó entre sus diputados. Y, consiguientemente, entre sus líderes. El primer experimento gubernamental le tocó a Herriot; el segundo a Painlevé. A la derecha del sabio geómetra, a quien la agresiva prosa de León Daudet define como el solo presente cómico que las matemáticas han hecho a la humanidad, Briand aguardaba su turno.
Situado a la derecha también, en el bloque radical-socialista Briand ha tenido a este, en más de una ocasión, casi a merced de su pequeño grupo de diputados. Y durante algunos meses, maniobrando diestramente en un mar en borrasca, ha sabido conservar a flote su octavo ministerio. Ha querido actuar una política más o menos derechista con un ministerio oficialmente sostenido por las izquierdas. Algo fatigado, sin duda, de contradecirse un tanto solo, ha pretendido que con él se contradijera una entera coalición, de la cual forma parte el partido socialista oficial que, en los tiempos de Guesde, Vaillant y Jaurés, lo reprobó y condenó por una desviación después de todo menos grave.

Ha dejado creer, finalmente, que estaba dispuesto, en última instancia, a imponer a Francia su dictadura. Poincaré se ha sonreído de esta posibilidad. ¿Briand, dictador? Imposible. Un parlamentario clásico, no puede asestar un golpe de muerte al parlamentarismo francés. Cuando Francia se decida por un dictador, lo elegirá, como es lógico, en la derecha. (El General Lyautey, desocupado desde el fin de su regencia en Marruecos, se encuentra, por ejemplo, disponible.) Esto es muy cierto. Pero es también muy sensible. Porque, después de sus variadas contradicciones, nada coronaría mejor la carrera del demócrata, del republicano, del parlamentario, que un golpe de estado contra la democracia, contra la república y contra el parlamento.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Política inglesa

Política inglesa

La política inglesa, a primera vista, parece un mar en calma. El gobierno de Baldwin dispone de la sólida mayoría parlamentaria, ganada por el partido conservador hace poco más de un año. ¿Qué puede amenazar su vida? Inglaterra es el país del parlamentarismo y de la evolución. Estas consideraciones deciden fácilmente al espectador lejano de la situación política inglesa a declararla segura y estable.

Pero a poco que se ahonde en la realidad inglesa se descubre que el orden conservador presidido por Baldwin, reposa sobre bases mucho menos firmes de lo que se supone. Bajo la aparente quietud de la superficie parlamentaria, madura en la Gran Bretaña una crisis profunda. El gobierno de Baldwin tiene ante si problemas que no consienten una política tranquila. Problemas que, por el contrario, exigen una solución osada y que, en consecuencia, pueden comprometer la posición electoral del partido conservador.
Si Inglaterra no se mantuviera aún dentro del cauce democrático y parlamentario, el partido conservador podría afrontar estos problemas con su propio criterio político y programático, sin preocuparse demasiado de las ondulaciones posibles de la opinión. Pero en la Gran Bretaña a un gobierno no le basta la mayoría del parlamento. Esta mayoría debe sentirse, a su vez, más o menos cierta de seguir representando a la mayoría del electorado. Cuando se trata de adoptar una decisión de suma trascendencia para el imperio, el gobierno no consulta a la cámara; consulta al país convocando a elecciones. Un gobierno que no se condujese así en Inglaterra, no sería un gobierno de clásico tipo parlamentario.

El último caso de este género está muy próximo. Como bien se recordará, en 1923 los conservadores estaban, cual ahora, en el poder. Y estaban, sobre todo, en mayoría en el parlamento. Sin embargo, para decidir si el Imperio debía o no optar por una orientación proteccionista, -combatidos por los liberales y los laboristas en el parlamento- tuvieron que apelar al país. El fallo del electorado les fue adverso. No habiendo dado a ningún partido la mayoría, la elección produjo el experimento laborista.
Ahora, por segunda vez, la crisis económica de la post-guerra puede causar el naufragio de un ministerio conservador. El escollo no es ya el problema de las tarifas aduaneras sino el problema de las minas de carbón. Esto es, de nuevo un problema económico.
La cuestión minera de Inglaterra es asaz conocida en sus rasgos sustantivos. Todos saben que la industria del carbón atraviesa en Inglaterra una crisis penosa. Los industriales pretenden resolverla a expensas de los obreros. Se empeñan en reducir los salarios. Pero los obreros no aceptan la reducción. En defensa de la integridad de sus salarios, están resueltos a dar una extrema batalla. No hay quien no recuerde que hace pocos meses este conflicto adquirió una tremenda tensión. Los obreros acordaron la huelga. Y el gobierno de Baldwin solo consiguió evitarla concediendo a los industriales un subsidio para el mantenimiento de los salarios por el tiempo que se juzgaba suficiente para buscar y hallar una solución.

El problema, por tanto, subsiste en toda su gravedad. El gobierno de Baldwin firmó, para conjurar la huelga, una letra cuyo vencimiento se acerca. Una comisión especial estudia el problema que no puede ser solucionado por medios ordinarios. El Partido Laborista propugna la nacionalización de las minas. El Partido Conservador parece que, constreñido por la realidad, se inclina a aceptar una fórmula de semi-estadización que, por supuesto, los liberales juzgan excesiva y los laboristas insuficiente. Y, por consiguiente, no es improbable que los conservadores se vean, como para las tarifas aduaneras, en el caso de reclamar un voto neto de la mayoría electoral. No es ligera la responsabilidad de una medida que significaría un paso hacia la nacionalización de una industria sobre la cual reposa la economía británica.

Y ya no caben, sin definitivo desmedro de la posición del gobierno conservador, recursos y maniobras dilatorias. La amenaza de la huelga está allí. El gobierno que hace poco, para ahorrar a Inglaterra, el paro, se resolvió a sacrificar millones de esterlinas, conoce bien su magnitud. Y la ondulante masa neutra que decide siempre el resultado de las elecciones, y que en las elecciones de diciembre de 1924 dio la mayoría a los conservadores, no puede perdonarle un fracaso en este terreno.

El partido conservador venció en esas elecciones por la mayor confianza que inspiraba a la burguesía y a la pequeña burguesía su capacidad y su programa de defensa del orden social. Y una huelga minera sería una batalla revolucionaria. ¡Cómo!- protestaría la capa gris o media del electorado ante un paro y sus consecuencias.- ¿Es esta la paz social que los conservadores nos prometieron en los comicios? Baldwin y sus tenientes se sentirían muy embargados para responder.

Estas dificultades -y en general todas las que genera la crisis económica o industrial- tienen de muy mal humor a los conservadores de extrema derecha. Toda esta gente se declara partidaria de una ofensiva de estilo fascista contra el proletariado. No obstante la diferencia de clima y de lugar, la gesta de Mussolini y los “camisas negras” tiene en Inglaterra, la tierra clásica del liberalismo, exasperados e incandescentes admiradores que, simplísticamente, piensan que el remedio de todos los complejos males del Imperio puede estar en el uso de la cachiporra y el aceite de ricino.

Los conservadores ultraístas, llamados los die-hards, acusan a Baldwin de temporizador. Denuncian la propagación del espíritu revolucionario en los rangos del Labour Party. Reclaman una política de implacable represión y persecución del comunismo, cuyos agitadores y propagandistas deben, a su juicio, ser puestos fuera de la ley. Sostienen que la crisis industrial depende del retraimiento de los capitales por miedo a una bancarrota del antiguo orden social. Recuerdan que el partido conservador debió en parte su última victoria electoral a las garantías que ofrecía contra el “peligro comunista” patéticamente invocado por el conservantismo, en la víspera de las elecciones, con una falsa carta de Zinovief en la mano crispada.

La exacerbada y delirante vociferación de los die-hards ha conseguido, no hace mucho, de la justicia de Inglaterra, la condena de un grupo de comunistas a varios meses de prisión. Condena en la que Inglaterra ha renegado una parte de su liberalismo tradicional.
Pero los die-hards no se contentan de tan poca cosa. Quieren una política absoluta y categóricamente reaccionaria. Y aquí está otro de los fermentos de la crisis que, bajo una apariencia de calma, como conviene al estilo de la política británica, está madurando en Inglaterra.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El porvenir de Lima

El porvenir de Lima

I

El espectáculo del desarrollo de Lima en los últimos años, mueve a nuestra gente impresionista a previsiones del delirante optimismo sobre el futuro cercano de la capital. Los barrios nuevos, las avenidas de asfalto, recorridas en automóvil, a sesenta u ochenta kilómetros, persuaden fácilmente a un limeño —bajo su epidérmico y risueño escepticismo, el limeño es mucho menos incrédulo de lo que parece— de que Lima sigue a prisa el camino de Buenos Aires o Río Janeiro.

Estas previsiones parten todas de la impresión física del crecimiento del área urbana. Se mira solo la multiplicación de los nuevos sectores urbanos. Se constata que, según su movimiento de urbanización, Lima quedará pronto unida con Miraflores y la Magdalena.
Las “urbanizaciones”, en verdad trazan ya, en el papel, la superficie de una urbe de almenas un millón de habitantes.

Pero en si mismo el movimiento de urbanización no prueba nada. La falta de un censo reciente no nos permite conocer con exactitud el crecimiento demográfico de Lima de 1920 a hoy. El censo de 1920 fijaba en 228,740 el número de habitantes de Lima. Se ignora la proporción del aumento de los últimos seis años. Más los datos disponibles indican que ni el aumento por natalidad ni el aumento por inmigración han sido excesivos. Y, por tanto, resulta demasiado evidente que el crecimiento de la superficie supera exhorbitantemente en Lima al crecimiento de la población. Los dos procesos, los dos términos no coinciden. El proceso de urbanización avanza por su propia cuenta.

El optimismo limeño respecto al porvenir próximo de la capital se alimenta, en gran parte, de la seguridad de que esta continuará usufructuando largamente las ventajas de un régimen centralista que le aseguren sus privilegios de sede del poder, del placer, de la moda, etc. Pero el desarrollo de una urbe no es una cuestión de privilegios políticos y administrativos. Es, más bien, una cuestión de privilegios económicos.

En consecuencia, lo que hay que investigar es si el desenvolvimiento orgánico de la economía peruana garantiza a Lima la función necesaria para que su futuro sea el que se predice o, mejor dicho, se augura.

II

Examinemos rápidamente las leyes de la biología de la urbe y veamos hasta qué punto se presentan favorables a Lima.

Los factores esenciales de la urbe son estos tres: el factor natural o geográfico, el factor económico y el factor político. De estos tres factores, el único que en el caso de Lima conserva íntegra su potencia es el tercero.

Lucien Romier escribe, estudiando el desarrollo de las ciudades francesas, lo siguiente: “En tanto que las ciudades secundarias gobiernan los cambios locales, la formación de las grandes ciudades supone conexiones y corrientes de valor nacional o internacional: su fortuna depende de una red de actividades más vasta. Su destino desborda, pues, los cuadros administrativos y a veces las fronteras sigue los movimientos generales de la circulación”.

Y bien, estas conexiones y corrientes de valor nacional e internacional no se concentran en el Perú en la capital. Lima no es, geográficamente, el centro de la economía peruana. No es, sobre todo, la desembocadura de sus corrientes comerciales.

En un artículo "sobre “la capital del sprit”, publicado últimamente en una revista italiana, César Falcón hace inteligentes observaciones sobre este tópico. Constata Falcón que las razones del estupendo crecimiento de Buenos Aires son fundamentalmente, razones económicas y geográficas. Buenos Aires es el puerto y el mercado de la agricultura y la ganadería argentinas. Todas las grandes vías del comercio argentino desembocan ahí. Lima, en cambio, no puede ser sino una de las desembocaduras de los productos peruanos. Por diferentes puertos de la larga costa peruana tienen que salir los productos del norte y del sur.

Todo esto es de una evidencia incontestable. El Callao se mantiene y se mantendrá por mucho tiempo en el primer puesto de la estadística aduanera. Pero el aumento de la explotación del territorio y sus recursos no se reflejará, sin duda, en provecho principal del Callao. Determinará el crecimiento de varios otros del litoral. El caso de Talara es un ejemplo. En pocos años, Talara se ha convertido, por el volumen de sus exportaciones e importaciones en el segundo puerto de la república. Los beneficios directos de la industria petrolera escapan completamente a la capital. Esta industria exporta e importa sin emplear absolutamente, como intermediario, a la capital ni a su puerto. Otras industrias que nazcan en la sierra o en la costa tendrán el mismo destino y las mismas consecuencias.

El porvenir de Lima, por ende, no se anuncia tan magnífico como el fácil optimismo de nuestra gente se inclina a creer. Los nuevos barrios, mejor dicho las nuevas áreas urbanas, son signos de salud y motivos de esperanza. Pero un examen realista de las cosas conduce a previsiones más modestas.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Política italiana

Política Italiana

Para los que en 1924 se emborracharon con exceso de ilusiones reformistas y democráticas, el balance de 1925 no puede ser más desconsolador. El año se ha cerrado con fuertes pérdidas para el reformismo y la democracia. En Francia, el cartel de izquierdas ha entrado, en el curso de 1925, en un período de disolución. En Alemania, la elección de Hindemburg ha marcado un retorno de los principios conservadores y militaristas. En Italia, sobre todo, el régimen fascista, que en 1924 vacilaba, en 1925 ha contra-atacado victoriosamente.

Durante más de un semestre, la heterogénea coalición del Aventino vivió en el error de creer que el boicott del parlamento bastaba para traer abajo a Mussolini. El partido comunista le recordó en vano que un régimen instaurado por la fuerza no podía ser abatido sino por la fuerza. La democracia italiana no quiso discutir siquiera la proposición comunista de convertir el Aventino en un parlamento revolucionario. Los socialistas -unitarios y maximalistas- se solidarizaron con esta táctica pasiva. La batalla se libraba en la prensa. La oposición, dueña de la mayor parte de los periódicos, se embriagaba con el estruendo de una ofensiva periodística en gran estilo.

Pero, naturalmente, por esta vía no se podía llegar a la meta soñada. Ni Mussolini era hombre de dejarse arredrar por una maniobra como la de la retirada al Aventino. Ni Ia oposición podía suscitar una agitación popular capaz de producir extra-parlamentariamente un nuevo gobierno. El Aventino representaba un gesto negativo. No tenía un programa positivo, un método creador. Y el tiempo, lógica y fatalmente, trabajaba por el fascismo. La tensión nerviosa producida por el asesinato de Matteotti se debilitaba a medida que los meses pasaban sin que el anti-fascismo empeñase el combate decisivo.

En enero pasado, constatadas ya hasta el exceso la impotencia de la oposición aventista y la domesticidad de la oposición parlamentaria, Mussolini comprendió que era el instante de contra-atacar. Los hechos han probado que no se equivocaba. Mussolini, en seis meses de defensiva, le había tomado bien el pulso al adversario. Había averiguado, por ejemplo, que no tenía intenciones de presentarle combate, por el momento, sino en el terreno periodístico. Y que, en consecuencia, la posición contra la cual debía dirigir sus fuegos era la prensa.

La prensa no fue suprimida; pero sí fueron suprimidos sus ataques. Mussolini sometió las noticias y los comentarios de la prensa a la justicia sumaria y rápida de los prefectos. Sus autoridades no se tomaban la molestia de la censura previa. No prevenían; reprimían. Las ediciones que contenían una noticia o un comentario demasiado heterodoxo eran secuestradas por la policía. Por consiguiente, los periódicos sufrían no solo en su propaganda sino, además, en su economía.

Mediante este simple sistema de represión, Mussolini consiguió casi desarmar a la oposición. El bloque del Aventino pensó entonces en el regreso a la cámara. A falta de la tribuna periodística, había que emplear la tribuna parlamentaria. Pero a este respecto el acuerdo no era fácil. A la resolución definitiva, sobre todo, no se podía arribar prontamente. Algunos diputados del Aventino se manifestaban reacios al retorno a Montecitorio. Esta especie de declaratoria de quiebra de una empresa acometida con tanta arrogancia y tanto énfasis les resultaba más difícil de aceptar que todas las dosis posibles de aceite de ricino.

Y tuvo así el Aventino un período de parálisis, durante el cual se incubaron acontecimientos sorpresivos, teatrales, destinados a obstruir el mismo camino del retorno. El golpe frustrado de Zaniboni contra el Duce vino, hace un mes, a mudar la situación. Zaniboni, ex-diputado socialista unitario, excombatiente condecorado con la medalla de oro al valor militar, fue sorprendido en un cuarto de hotel, estratégicamente ubicado, en instantes en que se preparaba a disparar sobre Mussolini los dos tiros de un fusil de precisión matemática.

El complot no podía ser atribuido a la oposición aventista. La policía de Mussolini sabía que Zaniboni obraba de acuerdo con unos pocos elementos demo-masones. No cabía siquiera el procesamiento de su partido. Los hilos de la conjuración no denunciaban la existencia de una red de preparativos revolucionarios. Denunciaban sólo un estado de desesperación en los temperamentos más ardorosos y tropicales del Aventino. Pero el fascismo necesitaba sacar de este acontecimiento todo el partido posible. Y, sin duda, lo ha sacado.

Mussolini prohibió a sus gregarios las represalias. Su orden fue obedecida. Mas, precisamente a la sombra de esta disciplinada abstención de actos esporádicos de violencia y de terror, la policía cargó a fondo contra la oposición. No ha habido en Italia, a raíz de la tentativa de Zaniboni, represalias individuales de los “camisas negras”. El gobierno fascista ha preferido usar, con el máximo rigor, la represión policial.

Todos los reductos legales de la oposición, han sido asaltados. Y muchos han caído definitivamente en manos del fascismo. El régimen fascista ha aprovechado la tentativa estúpida de Zaniboni para disolver al partido socialista unitario, para suprimir “La Giustizia"’, “La Voce Republicana” y otros diarios, para ocupar las logias masónicas. etc. Los sindicatos fascistas se han instalado manu militare en el local de la cámara de trabajo de Milán, antigua ciudadela del proletariado socialista, considerada inexpugnable por mucho tiempo.
El episodio más resonante de esta ofensiva fascista ha sido, tal vez, la conquista del “Corriere della Sera”. “La Stampa” en Turin y el “Corriere della Sera” de Milán, sus dos mayores rotativos, eran las dos más fuertes posiciones del antifascismo en la prensa italiana. Mussolini podía suprimirlos. Pero esto le parecía, sin duda, demasiado “escuadrista”. Mucha gente “ben pensante” no le perdonaría nunca el asesinato de dos periódicos en cuya lectura cotidiana se había habituado a formar su criterio. Lanzada a los vientos la noticia del golpe fracasado, se presentaba, en tanto, la ocasión de ganar para el fascismo estas dos tribunas. “La Stampa” de Turin fue la primera en caer. El senador Frassati, -percibido el peligro de la supresión lisa y llana del diario,- abandonó su dirección. Con el “Corriere della Sera” hubo que apelar a medios más enérgicos. El secretario general del partido fascista, Farinacci, puso a los hermanos Crespi principales accionistas del “Corriere” frente a este dilema: o la suspensión del diario o su entrega al fascismo. Y los hermanos Crespi, pacíficos industriales lombardos, optaron en seguida por el segundo término. El olvido de una formalidad de la escritura celebrada en 1919 con el senador Albertini, director y accionista del “Corriere”, amo absoluto de sus destinos y opiniones, les proporcionó el pretexto para la anulación del contrato de sociedad. En la edición del 28 de noviembre último, el senador Luigi Albertini y su hermano Alberto Albertini, tuvieron que despedirse melancólicamente de sus lectores.

Los hermanos Albertini, liberales de antigua estampa, pertenecen a una democracia empeñada en no combatir al fascismo sino legalmente. No se puede negar al fascismo el mérito de haber hecho todo lo posible para modificar su actitud y destruir su ilusión.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El problema de la estadística

El problema de la estadística

I

Cuando se estudia cualquiera de los problemas nacionales, se tropieza invariablemente con un obstáculo que tiene a su vez la categoría de un problema: la falta de estadística. En el Perú no sabemos, por ejemplo, cuántos somos. Es decir no sabemos lo más elemental para el conocimiento del propio país. A los que nos piden la cifra de la población actual del Perú tenemos que responderles con el censo del 76 o con el cálculo de la Sociedad Geográfica del 96. La última cifra de que disponemos, además de ser solo aproximada, tiene fecha de hace treinta años.
Esta cifra, por no constituir el resultado de un censo oficial, no es aceptada por nadie sin beneficio de inventario. Estudios de geografía del Perú aparecidos en los últimos veinte años fijan una cifra menor. Lo que no quiere decir que, a juicio de sus autores, la población del Perú ha decrecido sino que el cálculo de la Sociedad Geográfica les parece demasiado inseguro.
Un nuevo censo general está decretado desde hace algún tiempo. Estas líneas no se proponen absolutamente solicitarlo. Descuentan su realización dentro de un breve plazo. El tópico que enfocan no es el del censo sino, en general, el de la estadística.
El día, sin duda próximo, en que, después de una complicada movilización de hombres y de dinero, tengamos censo, no tendremos todavía estadística. En los países donde existe estadística, no hay necesidad de empadronar a los habitantes para saber cuántos son. En el Perú, aún después de empadronarlos, no lo sabremos exactamente. Porque quedarán siempre fuera de todo padrón las tribus nómadas de la montaña, respecto a cuyo número los geógrafos no podrán, por mucho tiempo, informarnos verídicamente.

II

¿Hace falta remarcar que un país que no conoce su demografía, tampoco conoce su economía? No se puede saber lo que un país produce, consume y ahorra si se ignora esta cosa fundamental: la población. Todos los estudios, todas las previsiones sobre países como Alemania, Francia, Italia, etc., parten de este dato. El economista, el político, etc., antes de formular cualquier teoría antes de propugnar cualquier orientación averigua el movimiento demográfico, su ritmo y su proceso.
En un país donde no se puede contar a los hombres, menos aún se puede contar la producción. Se desconoce el primero de sus factores: el factor humano, el factor trabajo.
Desde hace algunos años tenemos en el Perú una Dirección General de Estadística que, claro está, funciona últimamente. Merced a la labor de este departamento se publica anualmente un “Extracto Estadístico del Perú”. Pero para esta obra no se dispone, materialmente, sino de los pocos datos que puede suministrarle el mecanismo de nuestra organización. A la dirección de Estadística no es posible pedirle milagros. Se mueve dentro de un ámbito limitado. Y, sobre todo, su objeto no es crear la estadística sino compilarla u ordenarla.
El “Extracto Estadístico” no nos dice en 1925, sobre la, población del Perú, más de lo que nos dijo en 1896 la Sociedad Geográfica. Es un conjunto de datos en su mayor parte fragmentarios Sus lagunas son inverosímiles.
Falta estadística del trabajo y de la producción industriales. La estadística agrícola es exigua. Se refiere casi exclusivamente a la producción de caña, algodón, arroz. No solo la pequeña producción sino casi toda la producción de la sierra y la montaña escapa a todo control. No existe una estadística de la propiedad agraria que permita saber, aproximadamente al menos, la proporción de grandes, medios y pequeños propietarios. El ‘‘Extracto Estadístico” no nos dice nada de cosas elementales. No nos ofrece los números índices del costo de la vida. Y apenas si señala el movimiento demográfico de unas cuantas ciudades.

III

Esta falta de Estadística depende, sin duda, de que el Perú es aún, como escribió hace varios años Víctor Maúrtua, un “país inorgánico”. La estadística requiere, precisamente, lo que Maúrtua, en su juicio preciso y exacto, echaba de menos en el Perú: organicidad. La estadística es un efecto, una consecuencia, un resultado. No puede ser elaborada artificialmente. Representa un signo de organicidad, de organización.
En un país organizado y orgánico, cada comuna funciona como una célula viva del Estado. No es posible, por consiguiente, que el Estado ignore nada de la población, del trabajo, de la producción, del consumo. Lo que se sustrae a su control es muy insignificante y adjetivo.
Pero en el Perú todos sabemos bien lo que son los municipios y hasta qué punto se puede hablar de municipios. El Estado no controla sino una parte de la población. Sobre la población indígena su autoridad pesa por intermedio y al arbitrio de la feudalidad o el gamonalismo... Y la propia feudalidad si impone a los indios una servidumbre, no puede ni sabe imponerles ninguna organización. Si se explora la sierra, se descubre enseguida formas e instituciones supérstites de un régimen o de un orden que se considera absoluta y definitivamente cancelado desde la dominación española.
El problema de la estadística no presenta, por tanto, menos complejidad que los otros problemas nacionales. No se puede avanzar gran cosa en su solución mientras no se avance otro tanto en una solución esencial de problemas más graves. Este problema, como todos, no se deja aislar, no se deja incomunicar. Cuando se resuelvan los problemas fundamentales de nuestra organización, se resolverá también este de un modo integral. Antes no.
Es evidente, sin embargo que entre tanto, se podría hacer muchísimo más de lo que se hace. Lo que del Perú se sabe estadísticamente está muy lejos de lo que es posible saber. Así como es factible, por ejemplo, el censo, son factibles muchas otras cosas. Nada excusa la falta de cuadros del movimiento demográfico de todas las ciudades. Nada excusa tampoco la falta de números índices del costo de la vida siquiera en las principales. Por lo menos los mayores centros de producción, de trabajo y de comercio del Perú deberían tener ya una verdadera estadística.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Divagación de navidad

Divagaciones de Navidad
I

La humanidad, que tan rápidamente se internacionaliza, no tiene todavía un día de fiesta universal, ecuménica. Navidad es una fiesta del mundo cristiano, del mundo occidental. El Año Nuevo es una fiesta de los pueblos que usan el calendario gregoriano. A medida que la vinculación internacional de los hombres se acentúa, el calendario gregoriano extiende su imperio. Aumenta, en cada nueva jornada, el número de hombres que coinciden en la celebración del primer día del año. El Año Nuevo, por ende, parece destinado a universalizarse. Pero el Año Nuevo carece de contenido espiritual. Es una fiesta sin símbolo, una fiesta del calendario, una fiesta nacida de la necesidad de medir el tiempo. Es una efemérides anónima. No es una efemérides cristiana como Navidad.
Navidad es festejada como una efemérides cristiana. Mas, en Europa y en Estados Unidos, su sentido y su significado se han renovado y ensanchado gradualmente. Hoy Navidad es, sobre todo para los europeos, la fiesta de la familia, la fiesta del hogar, la fiesta del “home”. Es la fiesta de los niños, entre otras cosas porque en los niños se renueva, se prolonga y retoña la familia. Navidad ha adquirido, entre los europeos, una importancia sentimental, extra-religiosa. Creyentes y no creyentes celebran Navidad.
Navidad, por eso, tiene en Europa mucha más trascendencia y vitalidad que las fiestas nacionales. Las fiestas nacionales sustancialmente fiestas políticas, de suerte que están reservadas casi exclusivamente a una celebración oficial. No suscitan entusiasmo sino entre los parciales, entre los prosélitos del hecho político, de la fecha política que conmemoran. En Francia por ejemplo, el 14 de julio no apasiona casi sino a los funcionarios de la Tercera República. La izquierda, -el socialismo y el comunismo,- no se asocian a los festejos oficiales. La extrema derecha, -nobles y “camelots du roi”- consideran el 14 de julio como un día de duelo. En Italia, el 20 de setiembre tiene una resonancia social más limitada todavía. Dos partidos de masas, el socialista y el popular, no se asocian a la conmemoración de la toma de la Ciudad Eterna. Los socialistas miran el 20 de setiembre como una fiesta de la burguesía. Y el partido popular es un partido católico que debe mostrarse fiel al Vaticano. En Alemania el aniversario de la revolución es más popular porque la revolución cuenta con la solidaridad de todos los adherentes a la República y de todos los adversarios de la monarquía. Los demócratas, los católicos, los socialistas y los comunistas se sienten, por diversas razones, más o menos solidarizados con el 9 de noviembre.

II
En tanto, Navidad es en Europa una fiesta a la cual se asocian los hombres de todas las creencias y de todos los partidos.
La costumbre establece que la cena de Navidad reúna, sin que falte uno solo, a cada familia. Los empleados y obreros que tienen a sus familias en pueblos lejanos se ponen en viaje anticipadamente para arribar a sus hogares antes de la noche de Navidad. Las sesiones de las cámaras se clausuran con la debida oportunidad para que los diputados puedan estar en sus pueblos el 24 de diciembre. La facilidad de los transportes permite, a todos estos viajes, estas vacaciones.
Los ausentes forzosos telegrafían o telefonean, en la noche del veinticuatro, a sus casas distantes, para que la familia los sienta espiritualmente presentes.
Navidad por su carácter, no es, consiguientemente, una fiesta de la calle sino una fiesta íntima. Navidad se festeja en el hogar. El veinticuatro de diciembre, los bazares y las tiendas rebosan de compradores. Todo el mundo se provee de golosinas para su cena y de juguetes para sus niños. Los escaparates aladinescos, pictóricos, resplandecientes; los nacimientos, los árboles de navidad y los viejos Noel cargados de bombones; la muchedumbre que hace sus compras; los hoteles y los restaurants de lujo que se engalanan para la cena de nochebuena; he ahí los únicos aspectos callejeros de Navidad. Navidad es una fiesta hogareña, familiar, doméstica. Los que no tienen nido, los que carecen de familia, se reúnen y se divierten entre ellos. Forman las clientelas de las cenas de los restaurants y de los cabarets. Y de los niños sin hogar se ocupa la generosidad de los espíritus filantrópicos. Abundan instituciones que regalan juguetes, trajes y dulces a los huérfanos,
En Francia, Noel, “la nuit de Noel”, tiene un eco popular enorme. El “reveillon”, es uno de los grandes acontecimientos del año en la vida íntima francesa. Los niños colocan sus zapatos en la ventana en la noche de Navidad para que Noel deposite en ellos sus “etrennes”.
En Alemania no hay familia que no prepare su árbol de Navidad. El Weinachtbaum (árbol de navidad) es generalmente un pequeño pino adornado de estrellas, bombitas, bujías de colores, etc. Bajo el Weinachtsbaum se ponen los regalos. A las doce de la noche la familia enciende las bujías y las luces de bengala del árbol de Navidad. Todos se abrazan y se besan y se cambian regalos. Luego se sientan en torno de la mesa dispuesta para la cena. Y antes y después de la cena cantan canciones de navidad. Algunos de los Weinachtlieder tradicionales son excepcionalmente bellos.

III

Y así en los demás países de Europa, lo mismo que en los Estados Unidos, la fiesta de Navidad es celebrada con verdadera efusión familiar. Como en la noche en que Jesús nació en un establo, en la navidad europea nieva casi siempre. El frío y la nieve de la calle aumentan, por tanto, la atracción del hogar, del “home”, donde la chimenea arde muy cerca de un árbol de navidad, o de un barbudo Noel de chocolate cubiertos de nieve. La tradición y la literatura pascuales hacen de la nieve un elemento decorativo indispensable de la noche de navidad. El escenario de Navidad nos parece necesariamente un escenario de invierno.
Probablemente, por esto, la fiesta de Navidad tiene entre nosotros un sabor, un color y una fisonomía distintas. Navidad es aquí, al revés que en los países fríos, más una fiesta de la calle que una fiesta del hogar.
La clásica noche buena limeña es bulliciosa y callejera. La cena íntima, hogareña, carece aquí del prestigio y de la significación que en otros países. Y, por esto, Navidad no representa para nosotros lo que representa espiritualmente para el europeo, para el norteamericano: la fiesta del hogar. Nuestra posición geográfica es culpable de que tengamos una navidad bastante desprovista de su carácter tradicional. Una Navidad estival que no parece casi una Navidad.
Algo de nieve y algo de frío en estos días de diciembre harían de nosotros unos hombres un poco más sentimentales. Un poco más sensibles a la moción del hogar y de la familia y al encanto cándido de los villancicos. Un poco más ingenuos e infantiles, pero también un poco más buenos y, tal vez, más felices.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El estudio de la montaña

El estudio de la Montaña

I

En uno de mis artículos sobre los viejos y los nuevos aspectos del regionalismo al plantear el problema de la definición de las regiones, me ocupé de los rasgos fundamentales de la sierra y la costa. El tópico, era excesivo para un artículo. La necesidad de no complicarlo, o más bien de no desbordarlo, me obligó a descartar de su estudio, en términos tal vez demasiado categóricos, el tema de la montaña. “La montaña—escribí—sociológica y económicamente carece aún de significación. Puede decirse que en la montaña no existen verdaderamente ciudades peruanas sino colonias peruanas y que, realísticamente considerada, la montaña, o mejor dicho la floresta, es un dominio colonial”. El desarrollo posterior de mi revisión del regionalismo no me consintió volver a este tema. Mis puntos de vista sobre la montaña, en lo concerniente a su regionalidad, no quedaron formulados y ni siquiera esbozados.

Pero las líneas transcritas parecían acusar cierto, tendencia a prescindir del factor montaña en el planeamiento del problema del regionalismo. En todo caso, parecían contener una afirmación injusta o precipitada respecto al valor económico y sociológico de la montaña. Esta última ha sido, por ejemplo, la impresión de la doctora Miguelina Acosta Cárdenas, tan notoria y singularmente autorizada paro opinar sobre la montaña por su doble condición de loretana y estudiosa.

Una conversación, muy interesante por cierto, con Miguelina Acosta, me mueve a aclarar mi pensamiento. Y al mismo tiempo me con firma eficazmente la utilidad de tratar en la prensa estos temas. El escritor que examina lealmente, sin más preocupación que la verdad, una cuestión general, consigue siempre la colaboración de los competentes para el estudio , particular de cada uno de sus factores. Su tesis puede ser inexacta, puede ser incompleta. Pero suscita un debate que aporta al conocimiento de la cuestión nuevos elementos y que sugiere a quienes la estudian nuevos caminos.

II

El valor de la montaña en la economía peruana —me observa Miguelina Acosta— no puede ser medido con los datos de los últimos años. Estos años corresponden a un período de crisis, vale decir a un período de excepción. Las exportaciones de la montaña no tienen hoy casi ninguna importancia en la estadística del comercio peruano; pero la han tenido, y muy grande, hasta, la guerra. La situación actual de Loreto es la de una región que ha sufrido un cataclismo.

Esta observación es justa. Para apreciar la importancia económica de Loreto es necesario no mirar solo a su presente. La producción de la montaña ha jugado hasta hace pocos años un rol importante en nuestra economía. Ha habido una época en que la montaña empezó a adquirir el prestigio de un El Dorado. Fue la época en que el caucho apareció como una ingente riqueza de inmensurable valor. Francisco García Calderón, en “El Perú Contemporáneo”, escribía hace aproximadamente veinte años que el caucho era la gran riqueza del porvenir. Todos compartieron esta ilusión.

Pero, en verdad, la fortuna del caucho dependía de circunstancias pasajeras. Era una fortuna contingente, aleatoria. Si no lo comprendimos oportunamente fue por esa facilidad con que nos entregamos a un optimismo panglossiano cuando nos cansamos demasiado de un escepticismo epidérmicamente frívolo. El caucho no podía ser razonablemente equiparado a un recurso mineral, más o menos peculiar o exclusivo de nuestro territorio.

La crisis de Loreto no representa una crisis; más o menos temporal, de sus industrias. Miguelina Acosta sabe muy bien que la vida industrial de la montaña es demasiado incipiente. La fortuna del caucho fue la fortuna ocasional de un recurso de la floresta, cuya explotación dependía, por otra parte, de la proximidad de la zona—no trabajada sino devastada— a las vías de transporte.

El pasado económico de Loreto no nos demuestra, por consiguiente, nada que invalide mi aserción en lo que tiene de sustancial. Yo he escrito que económicamente la montaña carece aún de significación. Y, claro, esta significación tengo que buscarla, ante todo, en el presente. Además tengo que quererla parangonable o proporcional a la significación de la sierra y la costa. El juicio es relativo.

III

Al mismo concepto de comparación podría acogerme en cuanto a la significación sociológica de la montaña. En la sociedad peruana distingo dos elementos fundamentales, dos fuerzas sustantivas. Esto no quiere decir que no distinga nada más. Quiere decir solamente que todo lo demás, cuya realidad no niego, es secundario.

Pero prefiero no contentarme con esta explicación. Quiero considerar con la más amplia justicia las observaciones de Miguelina Acosta. Una de estas, la esencial, es que de la sociología de la montaña se sabe muy poco. El peruano de la costa, como el de la sierra ignora al de la montaña. En la montaña, o más propiamente hablando en el antiguo departamento de Loreto, existen pueblos de costumbres y tradiciones propias, sin ningún parentezco con las costumbres y tradiciones de los pueblos de la costa y la sierra. Loreto, tiene indiscutible individualidad en nuestra sociología y nuestra historia sus capas biológicas no son las mismas. Su evolución social se ha cumplido diversamente.

A este respecto es imposible no declararse de acuerdo con la doctora Acosta Cardenas, a quien toca, sin duda, concurrir al esclarecimiento de la realidad peruana con un estudio completo de la sociología de Loreto. El debate sobre el tema del regionalismo no puede dejar de considerar a Loreto como una región. (Es necesario precisar: a Loreto, no a la montaña ). El regionalismo de Loreto es un regionalismo que, más de una vez, ha afirmado insurreccionalmente sus reivindicaciones. Y que, por ende, si no ha sabido ser teoría, ha sabido en cambio ser acción. Lo que a cualquiera le parecerá, sin duda, suficiente para tenerlo en cuenta.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El gabinete Briand [Incompleto]

(...) do a negar sus votos en el parlamento a algunos actos del gabinete.
Con Briand en la presidencia del consejo esta crisis tiene que entrar en una fase aguda. El partido socialista francés no conserva muchos escrúpulos clasistas. Pero, al menos en sus masas, subsiste todavía la tendencia a tratar y a mirar a Briand como un renegado. Briand en la presidencia del consejo indica además un desplazamiento del eje del poder. Por muy grande que sea su destreza parlamentaria, Briand no conseguirá que su política resulte aceptable para el socialismo.
El actual gabinete tiene así toda la traza de una solución provisoria. El pacto de Locarno ha ayudado a Briand a subir a la presidencia del consejo. Pero, firmado el pacto, el gobierno francés se encontrará de nuevo frente a su tremendo problema financiero. Y es justamente este problema el que domina la situación política de Francia. Es este problema el que determina la posición de cada partido. Si los radicales-socialistas abandonan su programa, perderán irremediablemente a la mayor parte de su electorado pequeño burgués. Las derechas y el centro pretenden que el peso de las deudas de Francia no caiga sobre las clases ricas. Las clases pobres exigen a sus partidos, por su parte, una defensa eficaz y enérgica. El socialismo propugna la fórmula del impuesto al capital. Los radicales-socialistas se han visto obligados a admitirla y sancionarla también en su último congreso. Mas no va a ser ciertamente un ministerio con Briand en la presidencia y Loucheur en la cartera de finanzas el que la aplique.
A los socialistas les habría gustado un ministerio presidido por Herriot. El líder radical-socialista goza de la confianza de los parlamentarios de la S. F. I. O. Pero, precisamente, por culpa de los socialistas no ha vuelto Herriot al poder. Herriot no se contentaba con el apoyo parlamentario de los socialistas. Quería su cooperación dentro del ministerio. Y, a pesar de la risa de algunos parlamentarios socialistas como Vincent Auriol o Paul Boncour por ocupar un sillón ministerial, el partido socialista no ha considerado aún posible su participación directa en el gobierno. Están todavía muy próximos los votos de castidad del último congreso de la S. F. I. O. Hace solo cuatro meses León Blum se ratificó en ese congreso en su posición categóricamente adversa a una colaboración de tal género. La fracción colaboracionista se presentó en el congreso engrosada por el voluminoso Renaudel y sus secuaces. Pero, diplomática y sagazmente, Blum salió una vez más victorioso. Supo aplacar, al mismo tiempo, a la derecha y a la izquierda de su partido. A la derecha con la promesa de que, absteniéndose de una participación prematura, el socialismo acaparará finalmente todo el poder. A la izquierda, con la garantía de que el socialismo no comprometerá su tradición ni su programa en una cooperación demasiado ostensible con plutócratas como Loucheur y políticos como Briand.
La crisis, pues, subsiste. No es una crisis de gobierno. Es una crisis de régimen. No cabe la esperanza de una solución electoral. Las crisis de régimen no se resuelven jamás electoralmente. Las elecciones no darían ni a las derechas ni a las izquierdas una mayoría todopoderosa. Una mayoría, cualquiera que sea, no puede ser, de otro lado, ganada por un partido sino por una coalición. El partido socialista, completamente incorporado en la democracia, volvería en las elecciones a constituir el núcleo de una coalición de izquierdas. Y esta coalición dispondría siempre de fuerzas suficientes, sino para asumir el gobierno, al menos para impedir que gobierne, verdadera y plenamente, una coalición adversaria. En suma, los términos del problema se invertirían acaso. Pero el problema en si mismo no se modificaría absolutamente.

Un libro de José Carlos Mariátegui.
En mis manos el libro de José Carlos Mariátegui, “Escena Contemporánea”. Este libro indispensable de este hombre claro, inteligente, varonil y puro. Sobre todo puro. Con esa pureza simple, no ostentada, no declamada a los cuatro vientos como bandera o como affiche. José Carlos es un espíritu de cristal. Sí, pero cristal de roca. Facetado, limpio, noble, devuelve la imagen ambiente sin fijarse nunca en la boca abierta de la charca. José Carlos ignora que la charca existe. Y hace bien en ignorarla. Y esta es la tortura de la charca. No existir. Por eso grita, por eso se exaspera y cría batracios. Para afirmar su existencia. Pero...
Asombra el don de equilibrio, de sobriedad, de mesura en este hombre joven que no tuvo nunca postura doctoral. Y este don de equilibrio se traduce en la palabra justa. Ni consideraciones de amistad, ni simpatías o antipatías de credo, o diferencias de actitud le hacen proferir la palabra descomedida o indignada o torcer su criterio. No es un espectador indiferente, pero es un juez leal. Tiene la pasión que vivifica, pero tiene el don de mesura y de comprensión que equilibra y persuade.
Espíritu nuevo, su sensibilidad recoge el latido ambiente con una precisión, con una justeza, con una cordialidad que delatan artista y al hombre nuevo.
Por eso Mariátegui es un guía y un conductor.
Por eso, por su imparcialidad, por su don de comprensión y de mesura, por la pureza vertical de su espíritu por su criterio abierto a todos los vientos y a todos los ismos.
Y es que Mariátegui no es solo una cultura sino una mentalidad. Vibra con la emoción de su tiempo y el problema social le merece sus mejores afanes. Es el intelecto típico de nuestra hora. Está vinculado a su época por todos los poros abiertos de su espíritu dúctil y cordial. Es nuestro intelectual moderno, nuestro más puro sembrador de idea.
Su estilo es preciso, ágil, nervioso y de cristalina concisión. Jamás aparece en él el orador ni el declamador. Es rotundo como la idea, preciso como el cristal.
Mal hace, pues, José Carlos en decir que su vida es “una nerviosa serie de inquietos preparativos”. Su obra atalayante es nuestra antena sobre el mundo. Y su vida clara, fértil, abnegada es un ejemplo, una lección y un camino.
Alberto Guillén.

José Carlos Mariátegui La Chira

José Ingenieros

José Ingenieros

Nuestra América ha perdido a uno de sus más altos maestros. José Ingenieros era en el continente uno de los mayores representantes de la Inteligencia y el Espíritu. En Ingenieros, los jóvenes encontraban, al mismo tiempo, un ejemplo intelectual y un ejemplo moral. Ingenieros supo ser, además de un hombre de ciencia, un hombre de su tiempo. No se contentó con ser un catedrático ilustre; quiso ser un maestro. Esto es lo que hace más respetable y admirable su figura.

La ciencia, las letras, están aún en el mundo, demasiado domesticadas por el poder. El sabio, el profesor, muestran generalmente, sobre todo en su vejez, un alma burocrática. Los honores, los títulos, las medallas, los convierten en humildes funcionarios del orden establecido. Otros secretamente repudian y desdeñan sus instituciones; pero, en público, aceptan sin protesta la servidumbre que se les impone. La ciencia tiene siempre un valor revolucionario; pero los hombres de ciencia no. Como hombres, como individuos, se conforman con adquirir un valor académico. Parece que en su trabajo científico agotan su energía. No les queda ya aptitud para concebir o sentir la necesidad de otras renovaciones, extrañas a su estudio y a su disciplina. El deseo de comodidad, en todo caso, opera de un modo demasiado enérgico sobre su conciencia. Y así se da el caso de que un sabio de la jerarquía de Ramón y Cajal deje explotar su nombre por los chambelanes de una monarquía decrépita. O de que Miguel Turró se incorpore en el séquito del general libertino que juega desde hace dos años en España el papel de dictador.

José Ingenieros pertenecía a la más pura categoría de intelectuales libres. Era un intelectual consciente de la función revolucionaria del pensamiento. Era, sobre todo, un hombre sensible a la emoción de su época. Para Ingenieros la ciencia no era todo. La ciencia, en su convicción, tenía la misión y el deber de servir al progreso social.

Ingenieros no se entregaba a la política. Seguía siendo un hombre de estudio, un hombre de cátedra. Pero no tenía por la política, entendida como conflicto de ideas y de intereses sociales, el desdén absurdo que sienten o simulan otros intelectuales, demasiado pávidos para asumir la responsabilidad de una fe y hasta de una opinión. En su “Revista de Filosofía”, que ocupa el primer puesto entre las revistas de su clase de Ibero-América, concedió un sitio principal al estudio de los hechos y las ideas de la crisis política contemporánea y, particularmente, a la explicación del fenómeno revolucionario.

La mayor prueba de la sensibilidad y la penetración históricas de Ingenieros me parece su actitud frente a la post-guerra. Ingenieros percibió que la guerra abría una crisis que no se podía resolver con viejas recetas. Comprendió que la reconstrucción social no podía ser obra de la burguesía sino del proletariado. En un instante en que egregios y robustos hombres de ciencia no acertaban sino a balbucear su miedo y su incertidumbre, José Ingenieros acertó a ver y hablar claro. Su libro “Los Nuevos Tiempos” es un documento que honra a la inteligencia ibero-americana.

En la revolución rusa, la mirada sagaz de Ingenieros vio, desde el primer momento, el principio de una transformación mundial. Pocas revistas de cultura han revelado un interés tan inteligente por el proceso de la revolución rusa como la revista de José Ingenieros y Aníbal Ponce. El estudio de Ingenieros sobre la obra de Lunatcharsky en el comisariato de la educación pública de los Soviets, queda como uno de los primeros y más elevados estudios de la ciencia occidental respecto al valor y al sentido de esa obra.
Esta actitud mental de Ingenieros correspondía al estado de ánimo de la nueva generación. Presenta, por tanto, a Ingenieros, como un maestro con capacidad y ardimiento para sentir con la juventud, que, como dice Ortega Gasset, si rara vez tiene razón en lo que niega, siempre tiene razón en lo que afirma. Ingenieros transformó en raciocinio lo que en la juventud era un sentimiento. Su juicio aclaró la consciencia de los jóvenes, ofreciendo una sólida base a su voluntad y a su anhelo de renovación.

La formación intelectual y espiritual de Ingenieros correspondía a una época que los “nuevos tiempos” venían, precisamente, a contradecir, y rectificar en sus más fundamentales conceptos. Ingenieros, en el fondo permanecía demasiado fiel al racionalismo y al criticismo de esa época de plenitud del orden demo-liberal. Ese racionalismo, ese criticismo, conducen generalmente al escepticismo. Son adversos al pathos de la revolución.

Pero Ingenieros comprendió, sin duda, su caso. Se dio cuenta, seguramente, de que en él envejecía una cultura. Y, consecuentemente, no desalentó nunca el impulso ni la fe de los jóvenes, -llamados a crear una cultura nueva,- con reflexiones escépticas. Por el contrario, los estimuló y fortaleció siempre con palabra enérgica. Como verdadero maestro, como altísimo guía, lo presentan y lo definen estos conceptos: “Entusiasta y osada ha de ser la juventud: sin entusiasmo no se sirven hermosos ideales, sin osadía no se acometen honrosas empresas. Un joven sin entusiasmo es un cadáver que anda; está muerto en vida, para sí mismo y para la sociedad. Por eso un entusiasta, expuesto a equivocarse, es preferible a un indeciso que no se equivoca nunca. El primero puede acertar; el segundo no podrá hacerlo jamás. La juventud termina cuando se apaga el entusiasmo... La inercia frente a la vida es cobardía. No basta en la vida pensar un ideal; hay que aplicar todo el esfuerzo a su realización... El pensamiento vale por la acción social que permite desarrollar”.

En torno de José Ingenieros y de su ideario se constituyó en la República Argentina el grupo “Renovación” que publica el “boletín de ideas, libros y revistas” de este nombre, dirigido por Gabriel S. Moreau, y que sirve de órgano actualmente a la Unión Latino-Americana. I, en general, el pensamiento de Ingenieros ha tenido una potente y extensa irradiación en toda la nueva generación hispano-americana. La Unión Latino-Americana, que preside Alfredo Palacios, aparece, en gran parte, como una concepción de Ingenieros.

No revistemos melancólicamente la bibliografía del escritor que ha muerto, para tejerle una corona con los títulos de sus libros. Dejemos este procedimiento a las notas necrológicas de quienes del valor de Ingenieros no tienen otra prueba que sus volúmenes. Más que los libros importan la significación y el espíritu del maestro.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La paz en Locarno y la guerra en los Balkanes

Se explica perfectamente el enfado del consejo de la Sociedad de las Naciones contra Grecia y Bulgaria, responsables de haber perturbado la paz europea al día siguiente de la suscrición en Locarno de un pacto internacional destinado a asegurarla al menos provisoriamente. Signado el pacto de Locarno, la Sociedad de las Naciones tenía en verdad derecho a sentirse arrullada durante algunos meses por los brindis y los salmos pacifistas de sus retores y de sus diplomáticos. La historia del protocolo de Ginebra, verbigracia, fue así. El protocolo, anunciado al mundo con entonación no menos exultante y jubilosa que el pacto, inspiró larga y pródigamente la oratoria pacifista. El gobierno conservador de Inglaterra declaró muy pronto su deceso, concediéndole cortés e irónicamente un funeral de primera clase. Pero, de toda suerte, el protocolo de Ginebra pareció inaugurar la era de la paz de un modo mucho más solemne que el pacto de Locarno.
En Locarno las potencias se han propuesto arribar a una meta más modesta. El pacto, según su letra y su espíritu, no establece las condiciones de la paz sino, solamente, las de una tregua. Se limita a prevenir, teóricamente, el peligro de una agresión militar. Pero deja intactas y vivas todas las cuestiones que pueden encender la chispa de la guerra. Como estaba previsto, Alemania se ha negado a ratificar en Locarno todas las estipulaciones de la paz de Versailles. Ha proclamado su necesidad y su obligación de reclamar, en debido tiempo, la corrección de sus absurdas fronteras orientales. Alemania, Checo-Eslovaquia y Polonia han convenido en no agredirse marcialmente por ningún motivo. Han acordado buscar una solución pacífica a los problemas que puedan amenazar sus buenas relaciones. Mas este acuerdo no tiene suficientes fianzas y garantías. Tácita y hasta explícitamente la convivencia internacional reposa desde hace mucho tiempo en el mismo principio, sobre cuyo valor práctico la experiencia de la guerra mundial no consiente ilusionarse demasiado. Lo que importa no es absolutamente el principio que puede seguir triunfando indefinidamente en Locarno, en Ginebra, en La Haya y en todas las aras de la paz. Lo que importa es la posibilidad o la capacidad de Europa para aplicarlo y obedecerlo.
Nadie supone que el pacifismo de las potencias europeas sea una pura y total hipocresía. Europa ha menester de descansar de sus fatigas y de sus dolores bélicos. La civilización capitalista busca un equilibrio. Ni Francia, ni Inglaterra, ni Alemania, piensan en este momento en atacarse. La reorganización de la economía y de la finanza europeas exige un poco de paz y de desarme. El pacifismo de la Sociedad de las Naciones borda sus frases sobre una gruesa malla de intereses. No se trata para los gobiernos europeos de abstractos y lejanos ideales si no de concretas y perentorias necesidades. En la misma dirección se mueven los Estados Unidos, cuyos banqueros pugnan por imponer a toda Europa un plan Dawes. Y, finalmente, con los pacifistas circunstanciales de la banca y de los gobiernos, colaboran entusiastas los pacifistas sinceros de la social-democracia, de quienes se ha apoderado la ilusión de que el camino de Locarno y de Ginebra puede ser, realmente, el camino de la paz. Estos últimos son los que abastecen de sus máximos tribunos y de sus supremos hierofantes -Paul Boncour, Albert Thomas, León Jouhaux, etc.- a las asambleas y a las oficinas de la Sociedad de las Naciones.
Pero no basta que los gobiernos europeos quieran la paz. Es necesario ante todo, averiguar cómo la quieren. Cuál es el precio a que, cada uno, está dispuesto a pagarla. Cuánto tiempo coincidirá su pacifismo con su interés. Planteada así la cuestión, se advierte toda su complejidad. Se comprende que existen muchas razones para creer que el Occidente europeo desea la paz; pero que existen muy pocas razones para creer que pueda realizarla.
Los gobiernos que han suscrito el documento de Locarno no saben todavía si este documento va a ser ratificado por todos los países contratantes. Apenas concluida la conferencia de Locarno, se ha producido una crisis de gobierno en Francia y en Alemania. En Alemania esta crisis es una consecuencia directa del pacto. En Francia, no. Pero en Francia, como en Alemania, se habla de una probable disolución del parlamento. Las mayorías parlamentarias alemana y francesa no son bastante compactas y sólidas. La defección o el disenso de un grupo puede desquiciarlas. Y, por consiguiente, no es imposible la constitución de un gobierno que considere el problema de la paz con un criterio diferente del de Locarno. En las elecciones inglesas del año último naufragó el protocolo de Ginebra. Su suerte estaba demasiado vinculada a la del Labour Party. En otras elecciones, ya no inglesas, pero sí alemanas por ejemplo, el pacto de Locarno corre el riesgo de encallar semejantemente.
Mas, admitiendo que el pacto de seguridad sea unánimemente ratificado, su relatividad como garantía efectiva de la paz no resulta por esto menos evidente. Para que la guerra se encienda de nuevo en Europa no es indispensable que Alemania ataque a Francia ni que Francia ataque a Alemania. La historia de la guerra de 1914-1918 aparece a este respecto asaz instructiva. La conflagración empezó en un conflicto entre Austria y Serbia que, hasta última hora, se confió en mantener localizado. La seguridad de las fronteras de Francia no es sino una parte del problema de la paz. Cada uno de los estados favorecidos en Versailles aspira a la misma seguridad. Y cada uno de los estados mutilados en 1919 tiene por su parte alguna tierra irredenta que reivindicar. En la Europa Oriental, sobre todo, fermentan enconadamente varios irredentismos. Hay pocas naciones contentas de sus actuales confines. Poco importa, por consiguiente, que se elimine, de Europa Occidental el peligro de una guerra. El peligro subsiste en la Europa Oriental. Los pleitos balkánicos son un excedente cultivo de toda clase de morbos bélicos.
El conflicto greco-búlgaro ha venido a recordárselos un poco brusca y descomedidamente a los actores de la conferencia de Locarno. El sometimiento de los dos beligerantes a la voluntad del consejo de la Sociedad de las Naciones no anula la notificación que entraña lo ya acontecido. Inglaterra puede ponerse todo lo adusta que quiera contra los dos pueblos que han perturbado la paz. De los dos, Grecia en particular sabe muy bien a qué atenerse acerca del pacifismo británico. Después de “la última de las guerras”, Inglaterra lanzó y armó a Grecia contra Turquía. La empresa le salió mal a Inglaterra y a Grecia. Pero Grecia sigue siendo en el tablero de la política internacional, el peón que Inglaterra puede tener necesidad de mover en cualquier momento contra Turquía.
Entre Bulgaria y Turquía existe un agrio motivo de enemistad: la cuestión de Macedonia. El gobierno de Kankof, que se defiende de sus enemigos mediante el terrorismo más sanguinario que es posible concebir, necesita explotar el sentimiento nacionalista para buscar un diversivo a la opinión pública búlgara. El gobierno griego, por su parte, es un gobierno militarista ansioso de una revancha de las armas griegas tan duramente castigadas en el Asia Menor. A través de estos gobiernos, interesados en explotar su enemistad, es imposible que Grecia y Bulgaria lleguen a entenderse. La amenaza, difícilmente sofocada hoy, quedará latente.
El blanco más débil, el lado más oscuro de la paz de Locarno no es este sin embargo. Es, como ya tuve ocasión de observarlo en un artículo sobre el debate del pacto de seguridad, su carácter de paz anti-rusa. El Occidente capitalista propugna una paz exclusivamente occidental y burguesa; fundamentalmente anti-rusa, anti-oriental, anti-asiática. Su pacto tiene por objeto evitar que por el momento se maten los alemanes y los franceses; pero no el impedir que Francia, España e Inglaterra continúen guerreando en Marruecos, en Siria, en Mesopotamia. El gobierno francés, a pesar de ser un gobierno radical-socialista, localiza y circunscribe sus anhelos de paz a Europa. En África y en Asia, se siente obligado a masacrar, -en el nombre de la civilización es cierto- a los riffeños y a los drusos.

José Carlos Mariátegui La Chira

Política y economía en Francia

El voto del último congreso radical-socialista de Niza revalida, contra las esperanzan y los augurios de la derecha, la alianza entre los dos mayores partidos de izquierda de Francia. La guerra de Marruecos y la política financiera de Caillaux han sometido a una dura prueba, en los últimos meses, la solidez del bloque de izquierdas. El partido socialista conducido por sagaces y dúctiles estrategas, ha tenido que hacer un esfuerzo enorme para no retirar su apoyo al ministerio Painlevé, constreñido a actuar una política opuesta al programa y al espíritu socialistas, así en la cuestión de Marruecos como en los problemas de la hacienda pública. Este esfuerzo no ha sido, sin embargo bastante para ahorrar al partido socialista el trance de votar en el parlamento contra el gobierno del bloque de izquierdas. Se ha dado así el caso de que Painlevé y sus ministros resulten sostenidos en el parlamento por los votos de los partidos de la derecha, contra los del socialismo y aún contra uno que otro del partido radical-socialista.
Este incidente pareció señalar la liquidación del bloque de izquierdas. Se planteaba una grave cuestión. ¿Cuál era la política del gabinete Painlevé? Por el momento, Painlevé aparecía, inequívocamente, desarrollando, más o menos atenuada, la misma política del bloque nacional. Pero, contra esta política, se había organizado el cartel de izquierdas. Contra esta política, sobre todo, había ganado el cartel la mayoría de los sufragios en las elecciones de mayo. La conducta de Painlevé, en el poder, significaba prácticamente la quiebra y el desahucio del programa por el cual habían votado el 11 de mayo los electores socialistas y radicales-socialistas.
Para esclarecer esta cuestión, se han reunido, primero, los socialistas en Marsella y, luego, los radicales-socialistas en Niza. El debate fue áspero y ácido en el congreso socialista. Una numerosa minoría se declaró vehementemente adversa al sostenimiento del régimen. León Blum logró agrupar una mayoría como siempre abrumadora en torno de su fórmula ecléctica. Pero, de toda suerte, el voto del congreso, en esta misma fórmula, reclamaba el mantenimiento de las promesas hechas a los electores en las elecciones de mayo.
El partido radical-socialista no ha tenido más remedio que reafirmar también, en su congreso, los principios del cartel. De estos principios, los que más interesan a las masas son los relativos a la solución de la crisis financiera. Y entre estos, particularmente, el del impuesto o del cupo al capital. El bloque de izquierdas queda, de este modo, ratificado y convalidado. Painlevé, disciplinadamente, no puede ni debe hacer otra cosa que la voluntad de su partido que es también la voluntad del cartel o sea la de su mayoría parlamentaria.
Pero la cuestión en sí misma es muy compleja. No la resuelven realmente los votos de los congresos socialista y radical-socialista. La complica, de un lado, la posición de Caillaux tenazmente opuesto al cupo al capital. Caillaux es el financista máximo de su partido. Su designación como ministro de finanzas en un momento en que su amnistía moral no era aún completa, se ha fundado, precisamente, en la razón de su capacidad técnica. Se decía, antes de este nombramiento, que las finanzas francesas necesitaban un Necker. Y el optimismo de los diputados radicales-socialistas se mostraba persuadido de que la Francia actual tenía un Necker y que este Necker no era otro que Caillaux. Por consiguiente, la discrepancia entre el ministro de finanzas y los dos grupos sustantivos del bloque de izquierdas reviste una importancia señalada y única. No se trata de un ministro de finanzas corriente a quien, sin ningún sacrificio, se puede licenciar y reemplazar. Se trata de un ministro de finanzas que, por su pasado y por su presente, como administrador de la hacienda francesa, tiene una extraordinaria autoridad personal. Llamado al ministerio casi como un taumaturgo, Caillaux no puede ser despedido y sustituido fácilmente. Su partido y el cartel saben que Caillaux goza de la confianza de la banca y, en general, de la mayor parte de los capitalistas franceses. Los socialistas y los radicales-socialistas no componen, por otra parte, la totalidad del cartel. El cartel está integrado por los grupos parlamentarios de Briand y de Loucheur. Esta gente es también contraria al impuesto al capital, como a todas las orientaciones demasiado radicales de la izquierda. Y si, numéricamente, este sector del parlamento no tiene mucha significación, los intereses que representa otorgan a su actitud y a su voto una influencia nada negligible. No en balde Briand es uno de los más astutos y sagaces parlamentarios y Loucheur uno de los más poderosos capataces de la industria y la finanza de Francia. Su defección reforzaría considerablemente a las derechas.
Los radicales-socialistas no pueden haber considerado insuficientemente ninguna de estas circunstancias. Para que se hayan decidido, en su asamblea de Niza, por la ratificación del programa de mayo, en el punto más cálidamente propugnado por los socialistas, tienen que haber sentido, de un modo demasiado vivo que su política, a menos que se resigne a ser la misma del bloque nacional, necesita ser una política apoyada en la fuerza parlamentaria del socialismo. La ruptura y la caída del cartel, no perjudicaría a ningún grupo tanto como al radical-socialista. Dentro de una coalición totalmente burguesa, los radicales-socialistas se verían obligados a aceptar un sitio secundario. El jefe del gobierno no sería, por ningún motivo, ninguno de sus hombres. En el más favorable de los casos sería un Briand. Abdicando su programa, renunciando su papel en la política francesa, el partido radical-socialista resultaría prácticamente absorbido por el campo conservador. Los radicales-socialistas han experimentado ya una situación análoga. La “unión sagrada” de la guerra se hizo a sus expensas. Las derechas se beneficiaron de la atmósfera de la guerra y del armisticio. El partido radical-socialista fue impotente para salvar a Caillaux y a Malvy de una condena injusta. Solo desde que se resolvió a distinguirse y separarse del bloque nacional, declarándolo una necesidad de la guerra, empezó a recuperar sus antiguas posiciones. Su programa no es una consecuencia de su resurgimiento. Su resurgimiento es, más bien, una consecuencia de su programa.
De análisis en análisis, se arriba a los intereses, más que a los sentimientos, que el partido radical-socialista representa. Se arriba, mejor dicho, al estrato, a la capa social que dio en mayo del año pasado sus sufragios a los candidatos radicales. Esa capa social es la pequeña burguesía. El partido radical-socialista recluta sus electores en la pequeña burguesía, en la clase media, en un estrato social, cuyos intereses económicos se diferencian de los intereses de los gruesos industriales, de los ricos latifundistas, etc. Y que, por consiguiente, no aborda ni contempla las cuestiones de la economía francesa desde los mismos puntos de vista. En esta capa social, el partidos radical-socialista y el partido socialista son concurrentes; y, -aunque a primera vista no parezca lógico,- justamente por esta competición, en el parlamento, son aliados. Si el partido radical-socialista abandonara su programa de mayo, una gran parte de sus electores dejaría sus filas para engrosar las del partido socialista.
Así, lo primero que, una vez más, descubren las palabras y las posturas del radicalismo, es la subordinación de la política a la economía. Existe una ideología reformista, existe un programa centrista, porque existe una capa social intermedia, con intereses e impulsos distintos tanto de los de la burguesía conservadora como de los del proletariado revolucionario. El partido radical-socialista es el órgano de esta clase. Y su fuerza depende de la adhesión que las ideas de la reforma y del compromiso, hondamente arraigadas en la pequeña burguesía, encuentran en el partido socialista francés (S. F. I. O.), esto es en una gran parte del proletariado, conducido y dominado por intelectuales pequeño-burgueses.
¿Quiénes pagarán las deudas, quiénes saldarán los déficits acumulados de la hacienda francesa? En esta pregunta se condensa toda la cuestión política de Francia. Los programas de los partidos no traducen sino las diversas respuestas de las clases a esta pregunta. Pero esclarecidos y simplificados así los términos de la cuestión, una nueva interrogación emerge de su examen. ¿Es posible, es practicable, efectivamente, dentro de sus propios lineamientos, una política típicamente centrista? La experiencia del ministerio Painlevé es un resultado negativo. Painlevé y sus ministros, en el gobierno, han acabado por hallarse de acuerdo con las derechas y en desacuerdo consigo mismos o, al menos, con sus electores. Y han ofrecido el espectáculo de un ministerio reformista sostenido, en un momento dado, por una coalición conservadora.
Es posible que los haya satisfecho o consolado la certidumbre de que sus adversarios ofrecían, a su vez, el espectáculo de una coalición conservadora sosteniendo un ministerio reformista.

José Carlos Mariátegui La Chira

Resultados 1451 a 1500 de 2064