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Edwin Elmore

I.
Era Edwin Elmore un hombre nuevo y un hombre puro. Esto es lo que no toca decir a los que en la generación apodada “futurista”, vemos una generación de hombres espiritual e intelectualmente viejos y a los que nos negamos a considerar en el escritor solamente la calidad de la obra, separándola o diferenciándola de la calidad del hombre.
Elmore supo conservarse joven y nuevo al lado de sus mayores. Lo distinguían y lo alejaban cada vez de estos su elan y su ser juveniles. El espíritu de Elmore no se conformaba con antiguas y prudentes verdades. Su inteligencia se negaba a petrificarse en los mismos mediocres moldes en que se congelaban las de los pávidos doctores y letrados que estaban a su derecha. Elmore quería encontrar la verdad por su propia cuenta. Toda su vida fue una búsqueda, un peregrinaje. Interrogaba a los libros, interrogaba a la época. Desde muy lejos presintió una verdad nueva. Hacia ella Elmore se puso en marcha a tientas y sin guía. Ninguna buena estrella encaminó sus pasos. Sin embargo, extraviándose unas veces, equivocándose otras, Elmore avanzó intrépido.
Llegó así Elmore a ser un hombre y un escritor descontento de su clase y de su ambiente. El caso no es raro. En las burguesías de todas las latitudes hay siempre almas que se rebelan y mentes que protestan.
II.
Se explica perfectamente, el que Elmore no alcanzase como escritor el mismo éxito, la misma notoriedad, que otros escritores de su tiempo. Para el gusto y el interés de las gentes inclinadas a admirar únicamente una retórica engolada y cadenciosa, una erudición solemne y arcaica o un sentimentalismo frívolo y musical, los temas y las preocupaciones de Elmore carecían en lo absoluto de valor y de precio. Elmore, como escritor, resultaba desplazado y extraño. Las saetas del superficial humorismo de un público empeñado en ser ante todo elegante y escéptico, tenía un blanco en el idealismo de este universitario que predicaba el evangelio de don Quijote a un auditorio de burocráticos Pachecos y académicos Sanenos.
El conservantismo de los viejos -viejos a pesar, muchas veces, de sus mejillas rosadas y tersas- miraba con recelo y con ironía el afán de Elmore de encontrar una ruta nueva. La inquietud de Elmore le parecía a toda esta gente una inquietud curiosamente absurda. El optimismo panglossiano y adiposo de los que perennemente se sentían en el mejor de los mundos posibles no podía comprender el vago pero categórico deseo de renovación que movía a Elmore. ¿Para qué inquietarse, -se preguntaba- por qué agitarse tan bizarramente?.
Procedente de una escuela conservadora y pasadista, Elmore tenía la audacia de examinar con simpatía nuevas ideas. No propugnaba abiertamente el socialismo: pero lo señalaba y estudiaba ya como el ideal y la meta de nuestro tiempo. Elmore se colocaba por si mismo fuera de la ortodoxia y del dogma de la plutocracia.
III.
El conflicto de la vida de Edwin Elmore era este. Elmore -como otros intelectuales- se obstinan en la ilusión y en la esperanza de hallar colaboradores para una renovación en una generación y una clase natural e íntimamente hostiles a su idealismo. Se daba cuenta de su egoísmo y de la superficialidad de sus mayores; pero no se decidía a condenarlos. Pensaba que “la ley del cambio es la ley de Dios”; pero pretendía comunicar su convicción a los herederos del pasado, a los centinelas de la tradición. Le faltaba idealismo.
En el fondo, su mentalidad era típicamente liberal. Una burguesía inteligente y progresista habría sabido conservarlo en su seno. Elmore temía demasiado al sectarismo. Era un liberal sincero, un liberal amplio, un liberal probo. Y, por consiguiente, comprendía el socialismo; pero no su disciplina ni su intransigencia. En este punto la ideología revolucionaria se mantuvo inasequible e ininteligible a Elmore. Y en este punto, por ende, se situó casi siempre el tema de mis conversaciones con él. Yo me esforzaba que el idealismo social para ser práctico, para no agotarse en un esfuerzo romántico y anti-histórico, necesita apoyarse concretamente en una clase y en sus reivindicaciones. Y yo sentí que su espíritu, prisionero aún de un idealismo un poco abstracto, pugnaba por aceptar plenamente la verdad de su tiempo. Su último trabajo “El nuevo Ayacucho”, publicado en el número de “Mundial” del centenario, es un acto de fe en su generación.
IV.
En los libros de Unamuno aprendió quijotismo. Elmore era uno de los muchos discípulos de Unamuno, como profesor de quijotismo, tiene en nuestra América. Sus predilecciones en el pensamiento hispánico -Unamuno, Alomar, Vasconcelos- reflejan y definen su temperamento. Elmore trabajaba noblemente por un nuevo ibero-americanismo. Concibió la idea de un congreso libre de intelectuales ibero-americanos. Y, como era propio de su carácter, puso toda su actividad al servicio de esta idea. Tenía una fe exaltada en los destinos del mundo y de la cultura hispánicas. Había adoptado el lema: “Por mi raza hablará el espíritu”. Repudiaba todas las formas y todos los disfraces del ibero-americanismo oficial.
Su ibero-americanismo se alimentaba de algunas ilusiones intelectuales, como tuve ocasión de remarcarlo en mis comentarios sobre la idea del congreso de escritores del idioma; pero, gradualmente, se precisaba cada día más como un sentimiento de juventud y vanguardia.
Ante su cadáver, hablemos y pensemos con alteza y dignidad. Puesto que Elmore fue un enamorado del sueño de Bolivar, digamos la frase bolivariana. “Se ha derramado la sangre del justo”. Callemos lo demás.
Su muerte decide su puesto en la historia y la lucha de las generaciones. Edwin Elmore, asertor de la fe de la juventud, pertenece al Perú nuevo. Solidario con Elmore en esa fe, yo saludo con respeto y con devoción su memoria. Sé que todos los hombres de mi generación y de mi ideología se descubren, con la misma emoción, ante la tumba de este hombre nuevo y puro.

José Carlos Mariátegui La Chira

José Ingenieros

José Ingenieros

Nuestra América ha perdido a uno de sus más altos maestros. José Ingenieros era en el continente uno de los mayores representantes de la Inteligencia y el Espíritu. En Ingenieros, los jóvenes encontraban, al mismo tiempo, un ejemplo intelectual y un ejemplo moral. Ingenieros supo ser, además de un hombre de ciencia, un hombre de su tiempo. No se contentó con ser un catedrático ilustre; quiso ser un maestro. Esto es lo que hace más respetable y admirable su figura.

La ciencia, las letras, están aún en el mundo, demasiado domesticadas por el poder. El sabio, el profesor, muestran generalmente, sobre todo en su vejez, un alma burocrática. Los honores, los títulos, las medallas, los convierten en humildes funcionarios del orden establecido. Otros secretamente repudian y desdeñan sus instituciones; pero, en público, aceptan sin protesta la servidumbre que se les impone. La ciencia tiene siempre un valor revolucionario; pero los hombres de ciencia no. Como hombres, como individuos, se conforman con adquirir un valor académico. Parece que en su trabajo científico agotan su energía. No les queda ya aptitud para concebir o sentir la necesidad de otras renovaciones, extrañas a su estudio y a su disciplina. El deseo de comodidad, en todo caso, opera de un modo demasiado enérgico sobre su conciencia. Y así se da el caso de que un sabio de la jerarquía de Ramón y Cajal deje explotar su nombre por los chambelanes de una monarquía decrépita. O de que Miguel Turró se incorpore en el séquito del general libertino que juega desde hace dos años en España el papel de dictador.

José Ingenieros pertenecía a la más pura categoría de intelectuales libres. Era un intelectual consciente de la función revolucionaria del pensamiento. Era, sobre todo, un hombre sensible a la emoción de su época. Para Ingenieros la ciencia no era todo. La ciencia, en su convicción, tenía la misión y el deber de servir al progreso social.

Ingenieros no se entregaba a la política. Seguía siendo un hombre de estudio, un hombre de cátedra. Pero no tenía por la política, entendida como conflicto de ideas y de intereses sociales, el desdén absurdo que sienten o simulan otros intelectuales, demasiado pávidos para asumir la responsabilidad de una fe y hasta de una opinión. En su “Revista de Filosofía”, que ocupa el primer puesto entre las revistas de su clase de Ibero-América, concedió un sitio principal al estudio de los hechos y las ideas de la crisis política contemporánea y, particularmente, a la explicación del fenómeno revolucionario.

La mayor prueba de la sensibilidad y la penetración históricas de Ingenieros me parece su actitud frente a la post-guerra. Ingenieros percibió que la guerra abría una crisis que no se podía resolver con viejas recetas. Comprendió que la reconstrucción social no podía ser obra de la burguesía sino del proletariado. En un instante en que egregios y robustos hombres de ciencia no acertaban sino a balbucear su miedo y su incertidumbre, José Ingenieros acertó a ver y hablar claro. Su libro “Los Nuevos Tiempos” es un documento que honra a la inteligencia ibero-americana.

En la revolución rusa, la mirada sagaz de Ingenieros vio, desde el primer momento, el principio de una transformación mundial. Pocas revistas de cultura han revelado un interés tan inteligente por el proceso de la revolución rusa como la revista de José Ingenieros y Aníbal Ponce. El estudio de Ingenieros sobre la obra de Lunatcharsky en el comisariato de la educación pública de los Soviets, queda como uno de los primeros y más elevados estudios de la ciencia occidental respecto al valor y al sentido de esa obra.
Esta actitud mental de Ingenieros correspondía al estado de ánimo de la nueva generación. Presenta, por tanto, a Ingenieros, como un maestro con capacidad y ardimiento para sentir con la juventud, que, como dice Ortega Gasset, si rara vez tiene razón en lo que niega, siempre tiene razón en lo que afirma. Ingenieros transformó en raciocinio lo que en la juventud era un sentimiento. Su juicio aclaró la consciencia de los jóvenes, ofreciendo una sólida base a su voluntad y a su anhelo de renovación.

La formación intelectual y espiritual de Ingenieros correspondía a una época que los “nuevos tiempos” venían, precisamente, a contradecir, y rectificar en sus más fundamentales conceptos. Ingenieros, en el fondo permanecía demasiado fiel al racionalismo y al criticismo de esa época de plenitud del orden demo-liberal. Ese racionalismo, ese criticismo, conducen generalmente al escepticismo. Son adversos al pathos de la revolución.

Pero Ingenieros comprendió, sin duda, su caso. Se dio cuenta, seguramente, de que en él envejecía una cultura. Y, consecuentemente, no desalentó nunca el impulso ni la fe de los jóvenes, -llamados a crear una cultura nueva,- con reflexiones escépticas. Por el contrario, los estimuló y fortaleció siempre con palabra enérgica. Como verdadero maestro, como altísimo guía, lo presentan y lo definen estos conceptos: “Entusiasta y osada ha de ser la juventud: sin entusiasmo no se sirven hermosos ideales, sin osadía no se acometen honrosas empresas. Un joven sin entusiasmo es un cadáver que anda; está muerto en vida, para sí mismo y para la sociedad. Por eso un entusiasta, expuesto a equivocarse, es preferible a un indeciso que no se equivoca nunca. El primero puede acertar; el segundo no podrá hacerlo jamás. La juventud termina cuando se apaga el entusiasmo... La inercia frente a la vida es cobardía. No basta en la vida pensar un ideal; hay que aplicar todo el esfuerzo a su realización... El pensamiento vale por la acción social que permite desarrollar”.

En torno de José Ingenieros y de su ideario se constituyó en la República Argentina el grupo “Renovación” que publica el “boletín de ideas, libros y revistas” de este nombre, dirigido por Gabriel S. Moreau, y que sirve de órgano actualmente a la Unión Latino-Americana. I, en general, el pensamiento de Ingenieros ha tenido una potente y extensa irradiación en toda la nueva generación hispano-americana. La Unión Latino-Americana, que preside Alfredo Palacios, aparece, en gran parte, como una concepción de Ingenieros.

No revistemos melancólicamente la bibliografía del escritor que ha muerto, para tejerle una corona con los títulos de sus libros. Dejemos este procedimiento a las notas necrológicas de quienes del valor de Ingenieros no tienen otra prueba que sus volúmenes. Más que los libros importan la significación y el espíritu del maestro.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Maeztu y la dictadura

Aunque “es obvio que un Embajador no puede entrar en polémicas periodísticas, el señor Maeztu ha creído necesario responder al artículo en que yo examinaba el proceso y las razones de su adhesión a la dictadura de Primo de Rivera, porque que “puede y debe rectificar una inexactitud”. La inexactitud en que yo he incurrido, y que el Sr. Maeztu en una carta a don Joaquín García Monge, director de “Repertorio Americano”, califica de cronológica, se encontraría en el párrafo siguiente: “El reaccionario explícito e inequívoco no ha aparecido en Maeztu sino después de tres años de meditación jesuítica y de duda luterana. Para que el pensamiento de un intelectual formalmente liberal y orgánicamente conservador, haya recorrido el camino que separa la reforma de la reacción, han sido necesarios tres años de experiencia reaccionaria, planeada y cumplida de modo muy diverso del que habría sido grato especulador teórico. El hecho ha precedido a la teoría; la acción a la idea. Maeztu ha encontrado su camino mucho después de Primo de Rivera”. Son estas las palabras de mi artículo que Maeztu copia para contradecirlas. I su artículo se contrae a sostener que el “cambio central de sus ideas” o, mejor dicho, “la fijación de sus ideas fundamentales” data de 1912. Hasta entonces Maeztu había escrito indistintamente en periódicos liberales como el “Heraldo de Madrid” y conservadores como “La Correspondencia de España” y, consecuente con la fórmula favorita de los hombres del 98, “escuela y despensa”, no se había preocupado gran cosa del problema de derechas e izquierdas. Posición que correspondería en propiedad intelectual “formalmente liberal y orgánicamente conservador”, como yo me he permitido definir al señor Maeztu.
Mi ilustre contradictor no niega, precisamente, el cambio. Y ni siquiera lo atenúa. Lo que le importa es su cronología. Mi inexactitud no es de concepto sino de fecha. El “reaccionario explícito e inequívoco” no ha aparecido en Maeztu después de tres años de experiencia reaccionaria, sino mucho antes de la experiencia misma. ¿Cómo y cuándo? He aquí lo que Maeztu trata de explicarnos. La cronología de su conversión es la siguiente: En 1912, se regresó de Londres, se encontró con que un militar amigo suyo, persuadido por un libro de Mr. Norman Angell de que la guerra no es negocio, se había vuelto pacifista. Los libros de Mr. Norman Angell fueron, diversa y opuestamente, el camino de Damasco, de Maeztu y su amigo militar. El militar se desilusionó de la guerra y la fuerza; el escritor, por reacción, comenzó a apasionarse por ellas. I el día en que descubrió que la fuerza tiene que ser un valor en si misma, ese día, -son sus palabras- pudo advertir que “se había alejado definitivamente del sector de opinión que actualmente lo combate”. En 1916 publicó en inglés un libro, traducido en 1919 al castellano con el título de “La Crisis del Humanismo”, que contiene sustancialmente todo conforme a esta versión, psicológica e intelectualmente sincera sin duda alguna, a pesar de provenir de un Embajador, la conversión de Maeztu ha sido en gran parte causal. Sin la claudicación de un militar honesto y sedentario, capaz de interesarse por las ideas de un pacifista inglés, Maeztu no habría leído con atención los libros de Norman Angell. Y sin meditar en estos libros, no habría llegado, -al menos, tan pronto- a las opiniones expresadas en “La Crisis del Humanismo”. Se trata, en suma de una conversación totalmente causal, vital, pragmatista y polémica. En esto, Maeztu descubre la filiación íntimamente protestante y británica de su mente y su cultura. Y he aquí dos factores más serios de su cambio que el encuentro del militar pacifista y la lectura meditada de “La Gran Ilusión”. Más o menos lo mismo que al señor Maeztu, le sucedió a la Gran Bretaña en el siglo pasado. La gran Bretaña era pacifista en la época del apogeo de las ideas libre-cambistas y manchesterrianas. Gladstone, liberal, acabó practicando, sin embargo, una política imperialista. I Chamberlain, anti-imperialista de origen y escuela, se transformó como Ministro de Colonias, en apóstol del imperialismo. Terminado el periodo de revolución liberal -y, por ende, de emancipación política de los pueblos- liquidados o reducidos a modestos límites los imperios feudales, Inglaterra advirtió que su interés había dejado de ser anti-imperialista. La concurrencia de nuevos imperios capitalistas como Alemania, la obligaba a asegurarse la mejor parte en la distribución de las colonias. El capitalismo británico se tornó agresivo, conquistador y guerrero, hasta precipitar la guerra mundial en la forma que todos sabemos. El señor Maeztu, que formal o teóricamente había permanecido hasta 1912 fiel a una filosofía más o menos liberal, humanista y rousseauniana, estaba ya espiritual y aún racionalmente demasiado impregnado del nuevo clima y del nuevo sentimiento del capitalismo británico. El militar pacifista y Normal Angell son menos responsables de lo que el señor Maeztu cree.
En “La Crisis del Humanismo”, el señor Maeztu no se revelaba solo contra las ideas políticas, sociales y filosóficas que se habían engendrado al impulso del movimiento romántico iniciado por Rousseau. Sus iros, según él mismo, iban más lejos. “El culpable del romanticismo era el humanismo, el subjetivismo de los siglos anteriores y del Renacimiento, por el que el hombre había tratado de convertirse en la medida de todas las cosas, del bien y del mal, de la verdad y de la falsedad”. Más o menos así razonan también los ideólogos fascistas. Su condena no se detiene en el demo liberalismo-burgués; alcanza al Renacimiento, a la Reforma y al protestantismo, después de hacer justicia sumaria de la Enciclopedia, Rousseau y la Revolución Francesa. Pero el señor Maeztu, inveterado y recalcitrante admirador de las creaciones del genio anglo-sajón, -y, por consiguiente, del capitalismo y el industrialismo, de la grandeza y del poder de Inglaterra y Estados Unidos- no puede asumir esta actitud, sin contradicción flagrantes con algunas de sus opiniones más caras. Al señor Maeztu le debemos sagaces críticas del ideal de Rodó, inteligentes interpretaciones del espíritu puritano y de su influencia en el fenómeno yanqui. No puede arribar, por consiguiente, a las mismas conclusiones que un neo-tomista francés o un nacionalista católico italiano. Condenando “el humanismo, el subjetivismo de los siglos anteriores y del Renacimiento”, el señor Maeztu condena la Reforma, el protestantismo y el liberalismo, esto es los elementos religiosos, filosóficos y políticos de los cuales se ha nutrido la civilización capitalista fruto de un régimen de libre concurrencia. La Reforma representó la ruptura entre el mundo medioeval y el mundo moderno. ¿Y qué es, en último análisis, el protestantismo, sino ese subjetivismo, o mejor, ese individualismo que el señor Maeztu repudia?
En el terreno de la doctrina y de la historia, se le podrían dirigir al señor Maeztu muchas interrogaciones embarazantes. Pero esto no cabe dentro de los límites forzosos de mi dúplica. El señor Maeztu ha rectificado una “inexactitud cronológica”. Y a esta rectificación debo contraerme, sosteniendo que la inexactitud no existe. Es una inexactitud subjetiva, que tiene realidad y valor solo para el señor Maeztu. Pero objetiva, históricamente, no tiene realidad ni valor. Yo no he dicho que todas las ideas actuales del señor Maeztu sean posteriores a tres años de dictadura española. He dicho solo que el reaccionario explícito e inequívoco no ha aparecido en él sino después de esos tres años. Poco importa que en “La Crisis del Humanismo”, estuviese ya, en esencia, toda la filosofía actual de su autor. ¿No he definido acaso al Maeztu de ayer como un intelectual formalmente liberal y orgánicamente conservador? Maeztu había adquirido, antes de “La Crisis del Humanismo”, un concepto, que el llamará, realista, de la fuerza. Pero esto no fijaba todavía totalmente su posición política. Hace solo cuatro años, en artículos de “El Sol”, de los cuales recordaré precisamente uno titulado “Reforma y Reacción”, atribuía toda la responsabilidad del momento reaccionario que atravesaba Europa, a la agitación revolucionaria que lo había antecedido. Hasta entonces no había abandonado aún del todo, ideológicamente, el campo de la Reforma. Esto es lo que he afirmado. Y en esto insisto.
Me explico que a un hombre inteligente y culto como el señor Maeztu, con el orgullo y también la vanidad peculiar del hombre de ideas, le moleste llegar en retardo respecto a Primo de Rivera, por quien no puede sentir excesiva estimación. Pero el hecho es así, cualesquiera que sean las atenuantes que se admitan. I mi tesis que el destino del intelectual, -salvo todas las excepciones que confirman la regla- es el de seguir el curso de los hechos, más bien que el de precederlos y anticiparlos.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira