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Hilferding y la social-democracia alemana

Mala fortuna tienen, en esta época, las “ententes”. La Entente anglo-franco-italiana, desavenida y descompaginada, cruje periódica y ruidosamente. La entente entre Stinnes y la social-democracia alemana resulta también una unión morganática frágil y quebradiza. Las relaciones entre los populistas y los socialistas alemanes son corteses en la mañana, contenciosas en la tarde. A consecuencia de estos malos humores consuetudinarios se desplomó dramáticamente el ministerio Stressemann-Hilferding.
A la crónica de esa crisis ministerial -de la cual ha salido galvanizada y remendada la híbrida coalición industrial-socialista- está muy vinculado el nombre de Rudolph Hilferding, uno de los leaders primarios, uno de los conductores sustantivos de la social-democracia alemana. La figura de Hilferding, agriamente contrastada durante la crisis ministerial, tiene así contornos de actualidad y relieves de moda. Su presentación en este proscenio hebdomadario de personajes y escenas mundiales es oportuna, además, para enfocar a la socialdemocracia en una postura difícil de su historia.
La política de Hilferding en el ministerio de finanzas obedecía a la necesidad de apaciguar la agitación y la miseria de las masas. Tendía, por esto, a revalorizar el marco y a fiscalizar los precios de la alimentación popular. Hilferding proyectaba que el Estado se incautase de todas las divisas extranjeras existentes en Alemania. Decretó la declaración forzosa de estos valores por sus propietarios. Y amenazó a los remisos con severos castigos. Esta política fiscal atacaba el interés de los rentistas, de los agricultores y de otros acaparadores habituales de monedas extranjeras. Una gran parte de la burguesía alemana ululó contra la demagogia financiera del ministro-socialista. No se trataba, en verdad, de un caso de demagogia personal. Hilferding actuaba conminado por las masas, desconfiadas y malcontentas del entendimiento con Stinnes, defensoras vigilantes de la jornada de ocho horas. Pero las críticas eran inevitablemente nominativas. Y apuntaban contra Hilferding. Vino la fractura del bloque populista-socialista. Se predijo la imposibilidad de soldarlo y la inminencia de que brotara de la crisis una dictadura. Un frente único de todos los partidos burgueses -pangermanistas, populistas, católicos y demócratas- bajo el auspicio y la dirección de Stresemann. Pero los católicos y los demócratas -tendencialmente centristas y transaccionales- opinaron por la reconstrucción de un gobierno parlamentario emanado de la mayoría del Reichstag. Estas sugestiones centristas coincidieron con recíprocas concesiones de populistas y socialistas y promovieron la reconstitución del antiguo bloque mixto. Surgió así el actual gabinete Stressemann. La estructura parlamentaria de este gabinete es la misma del gabinete anterior; pero su personal es un poco diverso. Hilferding, por ejemplo, no ha vuelto al ministerio de finanzas.
Hilferding es uno de los economistas máximos de la social-democracia. (El viejo Berstein marcha hacia su jubilación.) El grupo socialista del Reichstag considera a Hilferding su mejor experto, su mejor técnico de finanzas. Una tarde, en el Reichstag, conversando con Breischeidt -otro leader de la social-democracia actualmente candidato al ministerio de negocios extranjeros- quise de él algunos esclarecimientos concretos sobre el programa financiero del grupo socialista. Olvidaba la tendencia de los alemanes a la especialización, al tecnicismo, al encasillamiento. Breischeidt, especialista en cuestiones extranjeras, no se reconocía capacidad para hablar de cuestiones económicas. Y me remitió al especialista, al perito: —Vea Ud. a Hilferding. Hilferding le expondrá nuestros puntos de vista. Presentado por Breischeidt, conocí a Hilferding. El marco -era el mes de noviembre del año último- caía vertiginosamente. Seguía la vía de la corona austriaca y del rublo moscovita. Hilferding estudiaba los medios de estabilizarlo. Nuestra conversación, inactual ahora, versó sobre este tópico.
Antiguo estudioso de economía, Hilferding es un exégeta original y hondo de las tesis económicas de Marx. Es autor de un libro notable, “El capital financiero”, dedicado al examen de los fenómenos de la concentración capitalista. Hilferding observa en este libro que la concentración capitalista está cumplida en los países de economía desarrollada. En Alemania, por ejemplo, la producción se encuentra casi totalmente controlada por los grandes bancos. Y por consiguiente, la simple socialización de estos sería la inauguración del régimen colectivista. El “Finanzkapital” interesó mucho a la crítica marxista. Y colocó a Hilferding en los rangos más conspicuos de la social-democracia.
La posición de Hilferding en el socialismo alemán ha sido, en un tiempo, una posición de izquierda y de vanguardia. Pero Hilferding no ha jugado nunca un rol tribunicio ni tumultuario. Se ha comportado siempre exclusivamente como un hombre de estado mayor. Ha sido invariablemente un estadista científico, terso, gélido, cerebral; no ha sido un tipo de conductor ni de caudillo. Durante la guerra, el grupo socialista del Reichstag se cisionó. Una minoría, acaudillada por Liebnecht, Dittmann, Hilferding, Crispien, Haase, declaró su oposición a los créditos bélicos. Y asumió una actitud hostil a la guerra. La mayoría expulsó de las filas de la social-democracia a los diputados disidentes. Entonces la minoría fundó un hogar aparte: el partido socialista independiente. En 1918, emergió de la revolución alemana una tercera agrupación socialista: los comunistas o espartaquistas de Karl Liebnecht y Rosa Luxemburgo. Los socialistas independientes ocuparon una posición centrista e intermedia. Diferenciaron su rumbo del de los socialistas mayoritarios y del de los comunistas. Hilferding dirigía el órgano de la facción: “Die Freiheit”. En 1920, los socialistas independientes tuvieron en Halle su congreso histórico. Deliberaron sobre las condiciones de adhesión a la Tercera Internacional y de unión a los comunistas. Una fracción, encabezada por Hoffmann, Stoecker y Daumig propugnaba la aceptación de las condiciones de Moscou; otra fracción, encabezada por Hilferding, Crispien y Ledebour, la combatía. Zinoview, a nombre de la Tercera Internacional, asistió al congreso. Hilferding, orador oficial de la fracción esquiva y secesionista, polemizó con el leader bolchevique. El congreso produjo el cisma. La mayoría de los delegados votó por la adhesión a Moscou. Trescientos mil afiliados abandonaron los rangos del partido socialista independiente para sumarse a los comunistas. El resto de la agrupación reafirmó su autonomía y su centrismo. Pero aligerado de su lastre revolucionario, empezó muy pronto a sentir la atracción del viejo hogar social-democrático. En el proletariado no existen sino dos intensos campos de gravitación: la revolución y la reforma. Los núcleos desprendidos de la revolución están destinados, después de un intervalo errante, a ser atraídos y absorbidos por la reforma. Esto le aconteció a los socialistas independientes de Alemania. En octubre del año pasado reingresaron en los rangos de la socialdemocracia y del “Vorvaerts”. Y extinguieron la cismática “Freiheit”. Únicamente Ledebour y otros socialistas, bizarramente secesionistas y centrífugos, se resistieron a la unificación.
Hilferding está clasificado, dentro del socialismo europeo, como uno de los representantes de la ideología democrática y reformista. En la polémica, en la controversia entre bolchevismo y menchevismo, entre la Segunda y la Tercera Internacional, la posición de Hilferding no ha sido rigurosamente la misma de Kautsky. Hilferding ha tratado de conservar una actitud virtualmente revolucionaria. Ha impugnado la táctica “putschista” e insurreccional de los comunistas; pero no ha impugnado su ideología. Ha disentido de la praxis de la Tercera Internacional; pero no ha disentido explícitamente de su teoría. Ha dicho que era necesario crear las condiciones psicológicas, morales, ambientales de la revolución. Que no bastaba la existencia de las condiciones económicas. Que era elemental y primario el orientamiento espiritual de las masas. Pero esta dialéctica no era sino formal y exteriormente revolucionaria. Malgrado sus reservas mentales, Hilferding es un social-democrático, un social-evolucionista; no es un revolucionario. Su localización en la social-democracia no es arbitraria ni es casual.
Zinoview, en su prosa beligerante, polémica y agresiva, define así al autor del “Finazkapital”: “Hilferding es una especie de subrogado de Kautsky. Y el Hilferding enmascarado es más aceptable que el Kautsky tontamente sincero. Sus relaciones con banqueros y agentes de bolsa han desarrollado en Hilferding una elasticidad que no posee su maestro Kaustky. Hilferding esquiva con una facilidad extraordinaria las cuestiones difíciles. Sabe callar ahí donde Kautsky profiere abiertamente insulceses contrarrevolucionarias. En una palabra, es adaptable, elástico y prudente.”
Pero este Hilferding, mordazmente excomulgado y descalificado por la extrema izquierda, resulta, naturalmente, un peligroso y disolvente demagogo para la extrema derecha. Su caída del ministerio de finanzas, por ejemplo, es un efecto de la incandescente ojeriza reaccionaria y conservadora. El compromiso, la transacción entre la alta industria y la social-democracia, se tasaron sobre el interés precariamente común de una política de saneamiento del marco y de mitigamiento del hambre y la miseria. La requisición de valores extranjeros de propiedad particular y la fiscalización de los precios de los granos y las legumbres no molestaban a Stinnes ni a la alta industria. Pero herían intensamente a las varias jerarquías de agricultores, de comerciantes, de intermediarios y de especuladores, interesados en sustraer sus divisas extranjeras y sus precios al control del Estado. Y la social-democracia, en tanto, no podía renunciar a estas medidas elementales. Al mismo tiempo, no podía avenirse pasivamente a la abolición de la jornada de ocho horas ni al abandono de los ferrocarriles ni de los bosques demaniales a un trust privado. Aquí comenzó el choque, el conflicto entre los socialistas y los populistas. Este choque, este conflicto reaparecen en la cuestión de la emisión de una nueva moneda. A este respecto, los puntos de vista de la industria y de la agricultura, de los populistas y de los pangermanistas, casi coinciden y convergen. Helferich, leader del partido de los junkers y los terratenientes, propone la creación de un banco privado que emita una moneda estable respaldada con cereales y oro por la agricultura y la industria. Los industriales planean un banco de emisión con un capital de quinientos millones de marcos oro cubierto con suscriciones de la industria y del capital extranjero. Ambos proyectos trasladan del Estado a los particulares la función de emitir moneda. Esta es su característica esencial. Ahora bien. Los socialistas quieren absolutamente que la emisión de una moneda estable sea efectuada por el Estado a base de enérgicas imposiciones a la gran propiedad. Un compromiso, un acuerdo resultan, por tanto, asaz difíciles y problemáticos. El capitalismo alemán intenta asumir directamente las funciones económicas del Estado. Pretende, en suma, separar el Estado económico del Estado político. La crisis del Estado contemporáneo, del Estado democrático se dibuja aquí en sus contornos sustanciales. El capitalismo alemán dice que, si no es independizada del Estado, la emisión del marco, estará sujeta a nuevos exorbitantes inflamientos. Los ingresos del Estado no alcanzan a cubrir ni un quince por ciento de los egresos. El Estado, por consiguiente no dispone de otro recurso que la impresión constante, vertiginosa, desenfrenada de papel moneda. Estas observaciones descubren, indirectamente, la intención de los capitalistas. Despojado de la función de emitir moneda, subordinado a los auxilios voluntarios de los capitalistas, el Estado caería en la bancarrota, en la falencia, en la miseria. Tendría que reducir al límite más modesto sus servicios y sus actividades. Tendría que licenciar a un inmenso ejército de funcionarios, empleados y trabajadores. La industria privada se libraría de la concurrencia del Estado empresario en el mercado del trabajo. Los acreedores de Alemania -Francia, etc.- no pudiendo negociar ni pactar con el Estado insolvente y mendigo, negociarían y pactarían directamente con los trusts verticales.
Los leaders de la social-democracia no pueden aceptar esta política plutocrática. La burguesía alemana tiende, por eso, a una dictadura de las derechas. Y su actitud estimula en el proletariado la idea de una dictadura de las izquierdas. El gabinete de Stressemann puede ser muy bien el último gabinete parlamentario de Alemania. La tendencia histórica contemporánea es la tendencia al gobierno de clase. La situación del mundo se opone a que prospere la política de la transacción, de la reforma y del compromiso. Y la crisis de esta política, que es la crisis de la democracia, condena al ostracismo del poder y de la popularidad a los hombres de filiación democrática y reformista.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Ramsay Mac Donald y el Labour Party

Ramsay Mac Donald y el Labour Party

Ramsay Mac Donald no es sólo un personaje distinguido de la burocracia de los Trade Unions y del Labour Party. Es, mental y espiritualmente, un tipo de “elite”. Pero su presencia en la jefatura del Labour Party no depende tanto de su relieve personal como del prevalecimiento de su tendencia en el proletariado británico. Mac Donald representa la actual ideología de ese proletariado. No es un leader casual, no es un leader accidental del Labour Party. El laborismo inglés se orienta, cada vez más, a izquierda. Está en una época de transición y de metamorfosis. Es natural, por ende, que su leader sea un leader centrista. Durante la guerra, en un período de “unión sagrada” : y de frente único nacional, los jefes normales del Labour Party eran sus hombres de derecha: Henderson, Thomas, Clynes.

Conducidos por estos pastores, los laboristas colaboraron con Lloyd George y el gobierno de la victoria. Pero, terminada la guerra, la derecha perdió terreno entre ellos. El ambiente proletario de Europa se tornó revolucionario y pacifista. Retoñó la flora intemacionalista. Reflotó la Segunda Internacional y apareció la Tercera. Y el choque entre la idea individualista y la idea colectivista adquirió un carácter violento y decisivo. Esta marejada revolucionaria empujó al Labour Party a una posición más avanzada. Creció, consecuentemente, en esta agrupación la influencia de la corriente centrista acaudillada por Mac Donald, antiguo leader de los laboristas independientes. Mac Donald, socialista, pacifista y centrista de la filiación de Longuet en Francia, de Kautsky en Alemania, reflejaba y resumía, mejor que James Thomas y que Arthur Henderson, el nuevo estado de ánimo, la nueva actitud espiritual de la mayoría de los obreros ingleses.

La historia del movimiento proletario inglés es sustancialmente la misma de los otros movimientos proletarios europeos. Poco importa que en Inglaterra el movimiento proletario se haya llamado laborista y en otros países se haya llamado socialista y sindicalista. La diferencia de adjetivos, de etiquetas, de vocabulario. La praxis proletaria ha sido más o menos uniforme y pareja en toda Europa. Los obreros europeos han seguido, antes de la guerra, un camino idénticamente lassalliano y reformista. Los historiadores de la cuestión social coinciden en ver en Marx y Lasalle a los dos hombres representativos de !a teoría socialista.
Marx, que descubrió la contradicción entre la forma política y la forma económica de la sociedad capitalista y predijo su ineluctable y fatal decadencia, dio al movimiento proletario una meta final: la propiedad colectiva de los instrumentos de producción y de cambio. Lassalle señaló las metas próximas, las aspiraciones provisorias de la clase trabajadora. Marx fue el autor del programa máximo. Lassalle fue el autor del programa [mínimo]. [La organización y la asociación] de los trabajadores no eran posibles si no se les asignaba fines inmediatos y contingentes. Su plataforma, por esto, fue más lassalliana que marxista. La Primera Internacional se extinguió apenas cumplida su misión de proclamar la doctrina de Marx. La Segunda Internacional, tuvo, en cambio, un ánima lassalliana, reformista y minimalista. A ella le tocó encuadrar y enrolar a los trabajadores en los rangos del socialismo y llevarlos, bajo la bandera socialista, a la conquista de todos los mejoramientos posibles dentro del régimen burgués: reducción de las horas de trabajo, aumento de los salarios, pensiones de invalidez, de vejez, de desocupación y de enfermedad. El mundo vivía entonces una era de desenvolvimiento de la economía capitalista. Se hablaba de la revolución como de una perspectiva mesiánica y distante. La política de los partidos socialistas y de los sindicatos obreros no era, por esto, revolucionaria sino reformista. No era marxista, sino lassalliana. El proletariado quería obtener de la burguesía todas las concesiones que esta se sentía más o menos dispuesta a acordarle. Congruentemente, la acción de los trabajadores era principalmente sindical y económica. Su acción política se confundía con la de los radicales burgueses. Carecía de una fisonomía y un color nítidamente clasistas. El proletariado inglés estaba, pues, colocado prácticamente sobre el mismo terreno que los otros proletariados europeos. Los otros proletariados usaban una literatura más revolucionaria. Tributaban frecuentes homenajes a su programa máximo. Pero, al igual que el proletariado inglés, se limitaban a la actuación solícita del programa mínimo. Entre el proletariado inglés y los otros proletariados europeos no había, pues, sino una diferencia formal, externa, literaria.

La guerra abrió una situación revolucionaria. Y desde entonces, una nueva corriente ha pugnado por prevalecer en el proletariado mundial. Y desde entonces, coherentemente con esa nueva corriente, los laboristas ingleses han sentido la necesidad de afirmar su filiación socialista y su credo revolucionario. Su acción ha dejado de ser exclusivamente económica y ha pasado a ser prevalentemente política. El proletariado británico ha ampliado sus reinvindicabiones. Ya no ha le ha interesado sólo la adquisición de tal o cual ventaja económica. La ha preocupado la asunción total del poder y la ejecución de una política netamente proletaria. Los espectadores superficiales y empíricos de la política y de la historia se han sorprendido de la mudanza. ¡Cómo— han exclamado—estos mesurados, estos cautos, estos discretos laboristas ingleses resultan hoy socialistas! ¡Aspiran también, revolucionariamente, a la abolición de la propiedad privada del suelo, de los ferrocarriles y de las máquinas!. Cierto; los laboristas ingleses son también socialistas. Antes no lo parecían; pero lo eran. No lo parecían porque se contentaban con la jornada de o-cho horas, el alza de los salarios, la protección de las cooperativas, la creación de los seguros sociales.
Exactamente las mismas cosas con que se contentaban los demás socialistas de Europa. Y porque no empleaban, como éstos, en sus mítines y en sus periódicos, una prosa incandescente y demagógica.
El lenguaje del Labour Party es hasta hoy evolucionista y reformista. Y su táctica es aún democrática y electoral. El Labour Party no está enrolado en las filas de la Internacional y del bolchevismo. Pero esta posición suya no es excepcional, no es exclusiva. Es la misma posición de la mayoría de los partidos socialistas y de los sindicatos obreros de Europa. La elite, la aristocracia del socialismo proviene de la escuela de la Segunda Internacional. Su mentalidad y su espíritu se han habituado a una actividad y un oficio reformistas y minimalistas. Sus órganos mentales y espirituales no consiguen adaptarse a un trabajo revolucionario. Constituyen una generación de funcionarios socialistas y sindicales desprovistos de aptitudes espirituales para la revolución, conformados para la colaboración y la reforma, impregnados de educación democrática, domesticados por la burguesía. Los bolcheviques, por esto, no establecen diferencias entre los laboristas ingleses y los socialistas alemanes. Saben que en la social-democracia tudesca no existe mayor ímpetu insurreccional que en el Labour Party. Y así Moscou ha subvencionado al órgano del Labour Party “The Dayly Herald”. Y ha autorizado a los comunistas ingleses a sostener electoralmente a los laboristas. En las elecciones del año pasado, los comunistas no exhibieron candidatos en las circunscripciones donde no tenían ninguna “chance” de éxito. Votaron en esas circunscripciones por los candidatos del Labour Party. En las elecciones próximas, mantendrán, seguramente, esta línea táctica.
Agrupación adolescente y embrionaria, el partido comunista inglés ha llegado a solicitar su admisión en el Labour Party.

El Labour Party no es estructural y propiamente un partido. En Inglaterra la actividad política del proletariado no está desconectada ni funciona separada de su actividad económica. Ambos movimientos, el político y el económico, se identifican y se consustancian. Son aspectos solidarios de un mismo organismo. El Labour Party resulta, por esto, una federación de partidos obreros: los laboristas, los independientes, los fabianos, antiguo núcleo de intelectuales, al cual pertenece el célebre dramaturgo Bernard Shaw. Todos estos grupos se fusionan en la masa laborista. Con ellos colabora, en la batalla, el partido comunista, formado de los viejos grupos explícitamente socialistas del proletariado inglés.

Hoy, el Labour Party se siente ya maduro para la asunción del poder. En universidades obreras y academias especiales, los intelectuales del Labour Party, entre ellos Bertrand Russell, el eminente catedrático de la Universidad de Cambridge, exponen los tópicos de un programa de gobierno de los trabajadores. Los pilotos del laborismo rumban su nave hacia el gobierno. La vía de la conquista del poder es, por ahora, para ellos, la vía democrática y electoral. Pero la presión histórica puede forzarlos a seguir otra vía.

Se piensa sistemáticamente que Inglaterra es refractaria a las revoluciones violentas. Y se agrega que la revolución social se cumplirá en Inglaterra sin convulsión y sin estruendo. Algunos teóricos socialistas pronostican que en Inglaterra se llegará al colectivismo a través de la democracia. El propio Marx dijo una vez que en Inglaterra el proletariado podría realizar pacíficamente su programa. Anatole France, en su libro “Sobre la piedra inmaculada”, nos ofrece una curiosa utopía de la sociedad del siglo MMCC: la humanidad es ya comunista; no queda sino una que otra república burguesa en el Africa; en Inglaterra la revolución se ha operado sin sangre ni desgarramientos; más Inglaterra, socialista, conserva sin embargo la monarquía.

Inglaterra, realmente, es el país tradicional de la política del compromiso. Es el país tradicional de la reforma y de la evolución. La filosofía evolucionista de Spencer y la teoría de Darwin sobre el origen de las especies son dos productos típicos y genuinos de la inteligencia, del clima y del ambiente británicos.

En esta hora de tramonto de la democracia y del parlamento, Inglaterra es todavía la plaza fuerte del sufragio universal. Las muchedumbres, que en otras naciones europeas, se entrenan para el “putsch” y la insurrección, en Inglaterra se aprestan para las elecciones como en los más beatos y normales tiempos pre-bélicos. La beligerancia de los partidos es aún una beligerancia ideológica, oratoria, electoral.
Los tres grandes partidos británicos—conservador, liberal y laborista—usan como instrumentos de lucha Ia prensa, el mitin, el discurso. Ninguna de esas facciones propugna su propia dictadura. El gobierno no se estremece ni se espeluzna de que centenares de miles de obreros desocupados desfilen por las calles de Londres tremolando sus banderas rojas, cantando sus himnos revolucionarios y ululando contra la burguesía. No hay en Inglaterra hasta ahora ningún Mussolini en cultivo, ningún Primo de Rivera en incubación.

Malgrado esto, la reacción tiene en Inglaterra uno de sus escenarios centrales. El propósito de los conservadores de establecer tarifas proteccionistas es un propósito esencial y característicamente reaccionario. Representa un ataque de la reacción al liberalismo y al librecambismo de la Inglaterra burguesa. Ocurre sólo que la reacción ostenta en Inglaterra una fisonomía británica, una traza británica. Eso es todo. No habla el mismo idioma ni usa el mismo énfasis brutal y tundente que en otros países. La reacción, como la revolución, se presenta en tierra inglesa con muy sagaces ademanes y muy buenas palabras.. Es que en Inglaterra, ciudadela máxima de la civilización capitalista, la mentalidad evolucionista, historicista y democrática de esta civilización está más arraigada que en ninguna otra parte.

Pero esa mentalidad está en crisis en el mundo. Los conservadores y los liberales ingleses no tienden a una dictadura de clase porque el riesgo de que los laboristas asuman íntegramente el poder aparece aún lejano. Más el día en que los laboristas conquisten la mayoría, los conservadores y los liberales, divididos hoy por una orden del día proteccionista, se coaligarían y se soldarían instantáneamente. La unión sagrada de la época bélica renacería . Existen síntomas de que esta polarización se halla ya en marcha. El año posado los liberales de Asquith y los liberales de Lloyd George combatieron separadamente en las elecciones.
La experiencia de esas elecciones, en las cuáles los conservadores ganaron, el primer puesto y los laboristas el segundo puesto en el parlamento, ha inducido este año a las dos ramas liberales a mancomunarse contra la derecha y contra la izquierda. El lenguaje de los liberales parece muy neto y muy categórico. Dicen los liberales que Inglaterra debe rechazar la reacción conservadora y la revolución socialista y permanecer fiel al liberalismo, a la evolución, a la democracia. Pero este lenguaje es eventual y contingente. Mañana que la amenaza laborista crezca, todas las fuerzas de la burguesía se fundirán en un solo haz, en un solo bloque, y acaso también en un solo hombre.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El directorio español

La dictadura del general Primo de Rivera es un episodio, un capítulo, un trance de la revolución española. En España existe desde hace varios años un estado revolucionario. Desde hace varios años se constata la descomposición del viejo régimen y se advierte el anquilosamiento de la burocrática y exangüe democracia nacional. El parlamento, que en pueblos que más arraigada y honda democracia conserva todavía residuos de vitalidad, hacía tiempo que en España era un órgano entorpecido, atrofiado, impotente. El proletariado, que en otros pueblos europeos no vive ausente del parlamento, en España tendía a recogerse y concentrarse agriamente bajo las banderas de un sindicalismo abstencionista y sorelliano. España era el país de la acción directa. (Un libro muy actual, aunque un poco retórico, de Ortega Gasset, “España invertebrada”, retrata nítidamente este aspecto de la crisis española.) Los partidos españoles, a causa de su superada ideología y su antigua arquitectura, creían estar situados por encima de los intereses en contraste y de las clases en guerra. Consiguientemente, sus rangos se vaciaban, se reducían. La lucha política se transformaba de lucha de partidos en lucha de categorías, de corporaciones, de sindicatos. A causa de la escisión mundial del socialismo, el partido socialista español no podía atraer a sus filas a toda la clase trabajadora. Una parte de sus adherentes lo abandonaba para constituir un partido comunista. Los sindicatos barceloneses seguían ligados a sus viejos mitos libertarios. El panorama político de España era un confuso y caótico panorama de escaramuzas entre las clases y las categorías sociales. Las asociaciones patronales de Barcelona oponían su acción directa a la acción directa de los sindicatos obreros.
Como era lógico dentro de este ambiente, en la oficialidad española se desarrolló también una acentuada consciencia gremial. Los oficiales se organizaron en sindicatos, cual los patrones y cual los obreros, para defender sus intereses de corporación y de costa. Nacieron las juntas militares. La aparición de estas juntas fue una de las expresiones históricas más peculiares de la decadencia y de la debilidad del régimen español. Esas juntas no habrían germinado nunca frente a un Estado vigoroso. Pero en un período en que todas las categorías sociales libraban sus combates y pactaban sus treguas, al margen del Estado, era fatal que la oficialidad se colocase igualmente sobre el terreno de la acción directa. Acontecía, además, que en España la oficialidad tenía típicos intereses gremiales. España es un país de industrialismo limitado, de agricultura feudal, de economía un tanto rezagada. El ejército absorbe, por esto, a un número crecido de nobles y burgueses. Esta razón económica engendra una hipertrofia de la burocracia militar. El número de oficiales españoles es de veinticinco mil. Se calcula que existe un oficial por cada trece soldados. El sostenimiento de la numerosa burocracia militar, ocupada principalmente en la guerra marroquí, es una pesada carga fiscal. Los estadistas miraban en este pliego del presupuesto un gasto excesivo y desproporcionado a la capacidad económica del Estado español. Y esto estimulaba e incitaba a los oficiales a sindicarse y mancomunarse vigilante y estrechamente.
La historia de las juntas militares es la historia de la dictadura de Primo de Rivera. Las juntas militares no brotaron de la aspiración de conquistar el poder; pero si de la intención de rebelarse contra él si un acto suyo atacaba un interés corporativo de la oficialidad. Las juntas trajeron abajo varios ministerios. El gobierno español, desprovisto de autoridad para disolverlas, tenía que capitular ante ellas. Más de un decreto gubernamental, amparado por la regia firma, fue vetado y repudiado por las juntas que insurgían así contra el Estado y la dinastía. La continua capitulación del Estado, cada vez más flaco y anémico, generó en las juntas la voluntad de enseñorearse de él. El poder civil o las juntas militares debían, por tanto sucumbir. Contra el poder civil conspiraba su falta de vitalidad que se traducía en falta de sugestión y de ascendiente sobre la muchedumbre. En favor de las juntas militares obraba, en cambio, la desorientación mental de la clase media invenciblemente propensa a simpatizar con una insurrección que barriese del gobierno a la desacreditada y desvalorizada burocracia política. Las viejas y arterioesclerosas facciones liberales y conservadoras se alternaban en el gobierno cada vez más acosadas y presionadas por la ofensiva sorda o clamorosa de las juntas. Así llegó España al gobierno liberal de García Prieto. Ese gobierno representaba toda la gama liberal. Se apoyaba sobre una coalición parlamentaria en la cual se aglutinaban íntegramente las izquierdas dinásticas: García Prieto y Romanones, Alba y Melquiades Alvarez. Significaba una tentativa solidaria del liberalismo y del reformismo por revalorizar el parlamento y galvanizar el régimen. Era, históricamente, la última carta de la democracia hispana. El régimen parlamentario, mal aclimatado en tierra española, había llegado a una etapa decisiva de su crisis, a un instante agudo de su descomposición. El pronunciamiento militar, en incubación desde el nacimiento de las juntas, encontró en esta situación sus estímulos y su motor.
¿Cuál es la semejanza, cuál es el parentesco entre la marcha a Roma del fascismo y la marcha a Madrid del general Primo de Rivera? Externamente, ambos movimientos son disímiles. Los fascistas se apoderaron del poder después de cuatro años de tundentes campañas de prensa, de alalás y de aceite de ricino. Las juntas militares han arribado al gobierno repentinamente, en virtud de un pronunciamiento. Su actividad no estaba públicamente dirigida a la asunción del poder. Pero toda esta diferencia es formal y adjetiva. Está en la superficie; no en la entraña. Está en el cómo; no en el porqué. Sustancialmente, espiritualmente, el fenómeno de fuerza que desgarran la democracia para resistir más ágilmente el ataque de la revolución. Son la contraofensiva violenta y marcial de la idea conservadora que responde a la ofensiva tempestuosa de la idea revolucionaria. La democracia no se halla en crisis únicamente en España. Se halla en crisis en Europa y en el mundo.
La clase dominante no se siente ya suficientemente defendida por sus instituciones. El parlamento y el sufragio universal le estorban. Clemenceau ha definido así la posición de la clase conservadora ante la clase revolucionaria: “Entre ellos y nosotros es una cuestión de fuerza”.
Algunos cronistas localizan la revolución española en la inauguración de la dictadura militar de Primo de Rivera. Ahora bien. Este régimen representa una insurrección, un pronunciamiento, un “putsch”. Es un fenómeno reaccionario. No es la revolución sino su antítesis. Es la contrarrevolución. Es la reacción, que, en todos los pueblos, se organiza al son de una música demagógica y subversiva. (Los fascistas bávaros se titulan “socialistas nacionales”. El fascismo usó abundantemente, durante su “trainning” tumultuario, una prosa anticapitalista, anticlerical y aún antidinástica.)
La buena fe de las muchedumbres reaccionaria es indiscutible. Los propios condotieros de la contrarrevolución no son siempre protagonistas conscientes de ella. Sus faustores, sus prosélitos, creen honestamente que su gesta es renovadora, revolucionaria. No perciben que la clase conservadora se adueña de su movimiento. En España es un dato histórico muy claro la adhesión dada al directorio por la extrema derecha. La insurrección de noviembre ha reflotado a las más olvidadas y arcaicas figuras de la política española; a los polvorientos y medioevales hierofantes del jaimismo. En los somatenes se han enrolado entusiastas los marqueses y los condes y otros desocupados de la aristocracia. Toda la extrema derecha siente su consanguineidad con el directorio. Otras facciones conservadoras se irán fusionando poco a poco con la facción militar. Maura, La Cierva no tardarán tal vez en aprovechar la coyuntura de exhumar su ideología arqueológica.
Pasemos a otro tópico. Examinemos la capacidad del directorio para reorganizar la política y la económica españolas. Primo de Rivera ha pedido modestamente tres meses para encarrilar a España hacia la felicidad. Los tres meses van a vencerse. El directorio no ha anotado hasta ahora en su activo sino algunas medidas disciplinarias y correccionales. Ha mandado a la cárcel a varios alcaldes deshonestos; ha podado ligeramente algunas ramas de árbol burocrático; ha reclamado implacable la observancia puntual de los horarios de los ministerios. Pero los grandes problemas de España están intactos. Veamos, por ejemplo, la posición del directorio ante dos cuestiones urgentes: la guerra marroquí y el déficit fiscal.
España quiere la liquidación de la aventura bélica de Marruecos. Pero el ejército español, naturalmente, no es de la misma opinión. El abandono de Marruecos traería crisis de desocupación militar. El directorio, que es una emanación de las juntas militares, no puede, pues renunciar a la guerra de Marruecos. La psicología de todo gobierno militar es, de otro lado, una psicología conquistadora y guerrera. España e Italia acaban de tener un diálogo sintomáticamente imperialista. Han considerado la necesidad de desenvolver juntas una política que acrescente su influencia moral y económica en América. Esta tendencia, discreta y moderada hoy, crecerá mañana en otras direcciones. España sentirá la nostalgia de su antiguo rango en la política europea. Y entonces consideraciones de prestigio internacional se opondrán más que nunca al abandono de Marruecos.
El problema financiero es solidario del problema de Marruecos. El déficit español ascendió en el último ejercicio a mil millones de pesetas. Ese déficit proviene principalmente de los gastos bélicos. Por consiguiente, si la guerra continúa, continuará el déficit. ¿De donde va a extraer el directorio recursos extraordinarios? La industria española, malgrado el proteccionismo de las tarifas, es una industria embrionaria y lánguida. La balanza comercial de España está gravemente desequilibrada. Las importaciones, son exorbitantemente superiores a las exportaciones. La peseta anda mal cotizada ¿Cómo van a resolver estos problemas complejamente técnicos los generales del directorio y sus oráculos jaimistas? La puntualidad en las oficinas y la punición de los funcionarios prevaricadores no bastan para conferir autoridad y capacidad a un gobierno.
El insulso y sandio José María Salaverría anuncia que la insurrección de setiembre ha sido festejada por toda la prensa de Londres, de París, de Berlín, etc. Salaverría, probablemente, no está enterado sino de la existencia de la prensa reaccionaria. Y la prensa reaccionaria, lógicamente, se ha regocijado del putsch de Primo de Rivera. No en vano la reacción es un fenómeno mundial. Pero aún se edita en Londres, París, Berlín, etc., prensa revolucionaria y prensa democrática. Y así, ante la dictadura de Primo de Rivera, mientras “L’Action Francaise” exulta, el “Berliner Tageblatt” se consterna. Un órgano sagaz de la plutocracia italiana “Il Corriere delle Sera”, ha publicado varios artículos de Filippo Saschi tan adversos al directorio que ha sido advertido por los fascistas milaneses con la colocación de un petardo en su imprenta de que no debe perseverar en esa actitud.
El fascismo saluda con sus alalás a los somatenes. León Daudet, Charles Maurras, Hittler, Luddendorff, Horthy miran con ternura la reacción española. Pero Lloyd George, Nitti, Paul Boncour, Teodoro Wolf, los políticos y los fautores de la democracia y del reformismo, la consideran una escena, un sector, un episodio de la tragedia de Europa.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La revolución y la reacción en Bulgaria

Bulgaria es el país más conflagrado de los Balkanes. La derrota ha sido en Europa un poderoso agente revolucionario. En toda Europa existe actualmente un estado revolucionario; pero es en los países vencidos donde ese estado revolucionario tiene un grado más intenso de desarrollo y fermentación. Los Balkanes son una prueba de tal fenómeno político. Mientras en Rumania y Serbia, engrandecidas territorialmente, el viejo régimen cuenta con numerosos sostenes, en Bulgaria reposa sobre bases cada día más minadas, exiguas e inciertas.
El Zar Fernando de Bulgaria fue, más acentuadamente que el Rey Constantino de Grecia, un cliente de los Hohenzollern y de los Hapsburgo. El Rey Constantino se limitó a la defensa de la neutralidad de Grecia. El Zar Fernando condujo a su pueblo a la intervención a favor de los imperios centrales. Se adhirió, y se asoció plenamente a la causa alemana. Esta política, en Bulgaria, como en Grecia, originó la destitución del monarca germanófilo y aceleró la decadencia de su dinastía. Fernando de Bulgaria es hoy un monarca desocupado, un zar “chomeur”. El trono de su sucesor Boris, desprovisto de toda autoridad, ha estado a punto, en setiembre último, de ser barrido por el oleaje revolucionario.
En Bulgaria, más agudamente aún que en Grecia, la crisis no es de gobierno sino de régimen. No es una crisis de la dinastía sino del Estado. Stamboulinski, derrocado y asesinado por la insurrección de junio, que instaló en el poder a Zankov y su coalición, presidía un gobierno de extensas raíces sociales. Era el leader de la Unión Agraria, partido en el cual se confundían terratenientes y campesinos pobres. Representaba en Bulgaria ese movimiento campesino que tan trascendente y vigorosa fisonomía tiene en toda la Europa Central. En un país agrícola como Bulgaria la Unión Agraria constituía, naturalmente, el más sólido y numeroso sector político y social. Los socialistas de izquierda, a causa de su política pacifista, se habían atraído un vasto proselitismo popular. Habían formado un fuerte partido comunista, adherente ortodoxo de la Tercera Internacional, seguido por la mayoría del proletariado urbano y algunos núcleos rurales. Pero las masas campesinas se agrupaban, en su mayor parte, en los rangos del partido agrario. Stamboulinsky ejercitaba sobre ellas una gran sugestión. Su gobierno era, por tanto, inmensamente popular en el campo. En las elecciones de noviembre de 1922, Stamboulinsky obtuvo una estruendosa victoria. La burguesía y la pequeña burguesía urbanas, representadas por las facciones coaligadas actualmente alrededor de Zankov, fueron batidas sensacionalmente. A favor de los agrarios y de los comunistas votó el setentaicinco por ciento de los electores.
Más, empezó entonces a incubarse el golpe de mano de Zankov, estimulado por la lección del fascismo que enseñó a todos los partidos reaccionarios a conquistar el poder insurreccionalmente. Stamboulinsky había perseguido y hostilizado a los comunistas. Había enemistado con su gobierno a los trabajadores urbanos. Y no había, en tanto, desarmado a la burguesía urbana que acechaba la ocasión de atacarlo y derribarlo
Estas circunstancias prepararon el triunfo de la coalición que gobierna presentemente Bulgaria. Derrocado y muerto Stamboulinsky, las masas rurales se encontraron sin nudillo y sin programa. Su fe en el estado mayor de la Unión Agraria estaba quebrantada y debilitada. Su aproximación al comunismo se iniciaba apenas. Además, los comunistas, paralizados por su enojo contra Tamboulinsky, no supieron reaccionar inmediatamente contra el golpe de Estado. Zankov consiguió así dispersar a las bandas campesinas de Stamboulinsky y afirmarse en el poder.
Pronto, sin embargo, comenzaron a entenderse y concertarse los comunistas y los agrarios y a amenazar la estabilidad del nuevo gobierno. Los comunistas se entregaron a un activo trabajo de organización revolucionaria que halló entusiasta apoyo en las masas aldeanas. La elección de una nueva cámara se acercaba. Esta elección significaba para los comunistas una gran ocasión de agitación y propaganda. El gobierno de Zankov se sintió gravemente amenazado por la ofensiva revolucionaria y se resolvió a echar mano de recursos marciales y extremos contra los comunistas. Varios leaders del comunismo, Kolarov entre ellos, fueron apresados. Las autoridades anunciaron el descubrimiento de una conspiración comunista y el propósito gubernamental de reprimirla severamente. Se inauguró un período de persecución del comunismo. A estas medidas respondieron espontáneamente las masas trabajadoras y campesinas con violentas protestas. Las masas manifestaron una resuelta voluntad de combate. El Partido Comunista y la Unión Agraria pensaron que era indispensable empeñar una batalla decisiva. Y se colocaron a la cabeza de la insurrección campesina. La lucha armada entre el gobierno y los comunistas duró varios días. Hubo un instante en que los revolucionarios dominaron una gran parte del territorio búlgaro. La república fue proclamada en innumerables localidades rurales. Pero, finalmente, la revolución resultó vencida. El gobierno, dueño del control de las ciudades, reclutó en la burguesía y en la clase media urbanas legiones de voluntarios bien armados y abastecidos. Movilizó contra los revolucionarios al ejército del general ruso Wrangel asilado en Bulgaria desde que fue derrotado y expulsado de Rusia por los bolcheviques, usó también contra la revolución a varias tropas macedonias. Favoreció su victoria, sobre todo, la circunstancia de que la insurrección, propagada principalmente en el campo, tuvo escaso éxito urbano. Los revolucionarios no pudieron, por esto, proveerse de armas y municiones. No dispusieron sino del escaso parque colectado en el campo y en las aldeas.
Ahogada la insurrección, el gobierno reaccionario de Zankov ha encarcelado a innumerables militantes del comunismo y de la Unión Agraria. Millares de comunistas se han visto obligados a refugiarse en los países limítrofes para escapar a la represión. Kolarov y Dimitrov se han asilado en territorio yugoeslavo.
Dentro de esta situación, se han efectuado en noviembre último, las elecciones. Sus resultados han sido, por supuesto, favorables a la coalición acaudillada por Zankov. Los agrarios y los comunistas, procesados y perseguidos, no han podido acudir organizada y numerosamente a la votación. Sin embargo, veintiocho agrarios y nueve comunistas han sido elegidos diputados. Y en Sofía, malgrado la intensidad de la persecución, los comunistas han alcanzado varios millares de sufragios.
Los resultados de las elecciones no resuelven, por supuesto, ni aún parcialmente la crisis política búlgara. Las facciones revolucionarias han sufrido una cruenta y dolorosa derrota, pero no han capitulado. Los comunistas invitan a las masas rurales y urbanas a concentrarse en torno de un programa común. Propugnan ardorosamente la constitución de un gobierno obrero y campesino. La Unión Agraria y el Partido Comunista tienden a soldarse cada vez más. Saben que no conquistarán el poder parlamentariamente. Y se preparan metódicamente para la acción violenta. (En estos tiempos, el parlamento no conserva alguna vitalidad sino en los países, como Inglaterra y Alemania, de arraigada y profunda democracia. En las naciones de democracia superficial y tenue es una institución atrofiada.)
Y en Bulgaria, como en el resto de Europa, la reacción no elimina ni debilita, mayor factor revolucionario: el malestar económico y social. El gobierno de Zankov del cual acaba de separarse un grupo de derecha, los liberales nacionales, subordina su política a los intereses de la burguesía urbana. Y bien. Esta política no cura ni mejora las heridas abiertas por la guerra en la economía búlgara. Deja intactas las causas de descontento y de mal humor.
Se constata en Bulgaria, como en las demás naciones de Europa, la impotencia técnica de la reacción para resolver los problemas de la paz. La reacción consigue exterminar a muchos fautores de la revolución, establecer regímenes de fuerza, abolir la autoridad del parlamento. Pero no consigue normalizar el cambio, equilibrar los presupuestos, disminuir los tributos ni aumentar las exportaciones. Antes bien produce, fatalmente, un agravamiento de los problemas económicos que estimulan y excitan la revolución.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Irlanda e Inglaterra

El problema de Irlanda aún está vivo, De Valera, el caudillo de los “sinn feiners” vuelve a agitar la escena irlandesa. Irlanda no se aquieta. Desde 1922, le ha sido reconocido el derecho de vivir autónomamente dentro de la órbita y los confines morales, militares e internacionales de la Gran Bretaña. Pero no a todos los irlandeses les basta esta independencia. Quieren sentirse libres de toda coerción, de toda tutela británica. No se conforman de tener una administración interna propia; aspiran a tener, también, una política exterior propia. Este sentimiento debe ser muy hondo cuando ni los compromisos ni las derrotas consiguen domesticarlo ni abatirlo. No es posible que un pueblo luche tanto por una ambición arbitraria.

Luis Araquistaín escribía una vez que Irlanda, católica y conservadora, fuera de la Gran Bretaña viviría menos democrática y liberalmente. Por consiguiente, reteniéndola dentro de su imperio, y oprimiéndola un poco Inglaterra servía los intereses de la Democracia y la Libertad. Este juicio paradójico y simplista correspondía muy bien a la mentalidad de un escritor democrático y aliadófilo como Araquistaín entonces. Pero un examen atento de las cosas no lo confirmaba; lo contradecía. Las clases ricas y conservadoras de Irlanda se han contentado, generalmente, con un “home rule”. El proletariado, en cambio, se ha declarado siempre republicano, revolucionario, más o menos “feniano”, y ha reclamado la autonomía incondicional del país. Araquistaín prejuzgaba la cuestión, antes de ahondar su estudio.

Sin embargo, la alusión a la catolicidad irlandesa, lo colocaba aparentemente en buen camino, aprehendía imprecisamente una parte de la realidad. El conflicto entre el catolicismo y el protestantismo es, efectivamente, algo más que una querella metafísica, algo más que una secesión religiosa. La Reforma protestante contenía tácitamente la esencia, el germen de la idea liberal. Protestantismo, liberalismo aparecieron sincrónica y solidariamente con los primeros elementos de la economía capitalista. No por un mero azar, el capitalismo y el industrialismo han tenido su principal asiento en pueblos protestantes. La economía capitalista ha llegado a su plenitud solo en Inglaterra y Alemania. Y dentro de estas naciones, los pueblos de confesión católica han conservado instintivamente gustos y hábitos rurales y medioevales. Baviera, por ejemplo, es campesina. En su suelo se aclimata con dificultad la gran industria. Las naciones católicas han experimentado el mismo fenómeno. Francia -que no puede ser juzgada solo por el cosmopolitismo de París- es prevalentemente agrícola. Su población es “très paysanne”. Italia ama la vida del agro. Su demografía la ha empujado por la vía del trabajo industrial. Milán, Turín, Génova, se han convertido, por eso, en grandes centros capitalistas. Pero en la Italia meridional sobreviven algunos residuos de la economía feudal. Y, mientras en las ciudades italianas del norte el movimiento modernista fue una tentativa para rejuvenecer los dogmas católicos, el mediodía italiano no conoció nunca ninguna necesidad heterodoxa, ninguna inquietud herética. El protestantismo aparece, pues, en la historia, como la levadura espiritual del proceso capitalista.

Pero ahora que la economía capitalista, después de haber logrado su plenitud, entra en un período de decadencia, ahora que en su entraña se desarrolla una nueva economía, que pugna por reemplazarla, los elementos espirituales de su crecimiento pierden, poco a poco, su valor histórico y su ánimo beligerante. ¿No es sintomático, no es nuevo, al menos, el hecho de que las diversas iglesias cristianas empiecen a aproximarse? Desde hace algún tiempo se debate la posibilidad de reunir en una sola a todas las iglesias cristianas y se constata que las causas de su enemistad y de su concurrencia se han debilitado. El libre examen asusta a los católicos mucho menos que en los días de la lucha contra la Reforma. Y, al mismo tiempo, el libre examen parece menos combativo, menos cismático que entonces.

No es, por ende, el choque entre el catolicismo y el protestantismo, tan amortiguado por los siglos y las cosas, lo que se opone a la convivencia cordial de Irlanda e Inglaterra. En Irlanda la adhesión al catolicismo tiene un fondo de pasión nacionalista. Para Irlanda su catolicidad, su lengua, son, sobre todo, una parte de su historia, una prueba de su derecho a disponer autonómicamente de sus destinos. Irlanda defiende su religión como uno de los hechos que la diferencian de Inglaterra y que atestiguan su propia fisionomía nacional. Por todas estas válidas razones, un espectador objetivo no puede distinguir en este conflicto únicamente una Irlanda reaccionaria y una Inglaterra democrática y evolucionista.

Inglaterra ha usado, sagazmente, sus extensos medios de propaganda para persuadir al mundo de la exageración y de la exorbitancia de la rebeldía irlandesa. Ha inflado artificialmente la cuestión de Ulster con el fin de presentarla como un obstáculo insuperable para la independencia irlandesa. Pero, malgrado sus esfuerzos, -no se mistifica la historia- no ha podido ocultar la evidencia, la realidad de la nación irlandesa, coercitiva y militarmente obligada a vivir conforme a los intereses y a las leyes de la nación británica. Inglaterra ha sido impotente para soldarlo a su imperio, impotente para domar su acendrado sentimiento nacional. El método marcial que ha empleado para reducir a la obediencia a Irlanda, ha alimentado en el ánimo de esta una voluntad irreductible de resistencia. La historia de Irlanda, desde la invasión de su territorio por los ingleses, es la historia de una rebeldía pasiva, latente, unas veces; guerrera y violenta otras. En el siglo pasado la dominación británica fue amenazada por tres grandes insurrecciones. Después, hacia el año 1870 Isaac Butt promovió un movimiento dirigido a obtener para Irlanda un “home rule”. Esta tendencia prosperó. Irlanda parecía contentarse con una autonomía discreta y abandonar la reivindicación integral de su libertad. Consiguió así que una parte de la opinión inglesa considerase favorablemente su nueva y moderada reivindicación. El “home rule” de Irlanda adquirió en la Gran Bretaña muchos partidarios. Se convirtió, finalmente, en un proyecto, en una intención de la mayoría del pueblo inglés. Pero vino la guerra mundial y el “home rule” de Irlanda fue olvidado. El nacionalismo irlandés recobró su carácter insurreccional. Esta situación produjo la tentativa de 1916. Luego, Irlanda, tratada marcialmente por Inglaterra, se aprestó para una batalla definitiva. Los nacionalistas moderados, fautores del “home rule”, perdieron la dirección y el control del movimiento autonomista. Los reemplazaron los “sinn feiners”. La tendencia “sinn feiner” creada por Arthur Griffith, nació en 1906. En sus primeros años tuvo una actividad teorética y literaria; pero, modificada gradualmente por los factores políticos y sociales, atrajo a sus rangos a los soldados más enérgicos de la independencia irlandesa. En las elecciones de 1918, el partido nacionalista no obtuvo sino seis puestos en el parlamento inglés. El partido “sinn feiner” conquistó setenta y tres. Los diputados “sinn feiners” decidieron boycotear la cámara británica y fundaron un parlamento irlandés. Esta era una declaración formal de guerra a Inglaterra. Tornó a flote entonces el proyecto de “home rule” irlandés que, aceptado finalmente por el parlamento británico, concedía a Irlanda la autonomía de un “dominion”. Los “sinn feiners”, sin embargo, siguieron en armas. Dirigido por De Valera, su gran agitador, su gran leader, el pueblo irlandés no se contentaba con este “home rule”. Mas con el “home rule” Inglaterra logró dividir la opinión irlandesa. Una escisión comenzó a bosquejarse en el movimiento nacionalista. Inglaterra e Irlanda buscaron, en fin, a fines de 1921 una fórmula de transacción. Triunfaba una vez más en la historia de Inglaterra la tendencia al compromiso. Los autonomistas irlandeses y el gobierno británico llegaron en diciembre de 1924 a un acuerdo que dio a Irlanda su actual constitución. El partido “sinn feiner” se escindió. La mayoría -64 diputados- votó en la cámara irlandesa a favor del compromiso con Inglaterra; la minoría de De Valera -57 diputados- votó en contra. La oposición entre los dos grupos era tan honda que causó una guerra civil. Vencieron los partidarios del pacto con Inglaterra y De Valera fue encerrado en una cárcel. Ahora, en libertad otra vez, vuelve a la empresa de sacudir y emocionar revolucionariamente a su pueblo.

Estos románticos “sinn feiners” no serán vencidos nunca. Representan el persistente anhelo de libertad de Irlanda. La burguesía irlandesa ha capitulado ante Inglaterra; pero una parte de la pequeña burguesía y el proletariado han continuado fieles a sus reivindicaciones nacionales. La lucha contra Inglaterra adquiere así un sentido revolucionario. El sentimiento nacional se confunde, se identifica con un sentimiento clasista. Irlanda continuará combatiendo por su libertad hasta que la conquiste plenamente. Solo cuando realicen su ideal perderá este, para los irlandeses su actual importancia.
Lo único que podrá, algún día, reconciliar y unir a ingleses e irlandeses es aquello que aparentemente los separara. La historia del mundo está llena de estas paradojas y de estas contradicciones que, en verdad, no son tales contradicciones ni tales paradojas.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Pasadismo y Futurismo

Pasadismo y Futurismo

Luis Alberto Sánchez y yo hemos constatado recientemente que uno de los ingredientes, tanto espirituales como formales, de nuestra literatura y nuestra vida es la melancolía. Bien. Pero otro, menos negligible tal vez, es el pasadismo. Estos elementos no coinciden arbitraria o casualmente. Coinciden porque son solidarios, porque son consustanciales, porque son consanguíneos. Son dos aspectos congruentes de un solo fenómeno, dos expresiones mancomunadas de un mismo estado de ánimo. Un hombre aburrido, hipocondriaco, gris, tiende no solo a renegar el presente y a desesperar del porvenir sino también a volverse hacia el pasado. Ninguna ánima, ni aún la más nihilista, se contenta ni se nutre únicamente de negaciones. La nostalgia del pasado es la afirmación de los que repudian el presente. Ser retrospectivos es una de las consecuencias naturales de ser negativos. Podría decirse, pues, que la gente peruana es melancólica porque es pasadista y es pasadista porque es melancólica.

Las preocupaciones de otros pueblos son más o menos futuristas. Las del nuestro, resultan casi siempre tácita o explícitamente pasadistas. El futuro ha tenido en esta tierra muy mala suerte y ha recibido muy injusto trato. Un partido de carne, mentalidad y traje conservadores fue apodado partido futurista. El diablo se llevó en hora buena a esa facción estéril, gazmoña, impotente. Mas la palabra “futurista'” quedó desde entonces irremediablemente desacreditada. Por eso, no hablamos ya de futurismo sino, aunque suene menos bien, de porvenirismo. Al futuro lo hemos difamado temerariamente atribuyéndole relaciones y concomitancias con la actitud política de la más pasadista de nuestras generaciones.

El pasadismo que tanto ha oprimido y deprimido el corazón de los peruanos es, por otra parte, un pasadismo de mala ley. El período de nuestra historia que más nos ha atraído no ha sido nunca el período incaico. Esa edad es demasiado autóctona, demasiado nacional, demasiado indígena para emocionar a los lánguidos criollos de la República. Estos criollos no se sienten, no se han podido sentir, herederos y descendientes de lo incásico. El respeto a lo incásico no es aquí espontáneo sino en algunos artistas y arqueólogos. En los demás es, más bien, un reflejo del interés y de la curiosidad que lo incásico despierta en la cultura europea. El virreinato, en cambio, está más próximo a nosotros. El amor al virreinato le parece a nuestra gente un sentimiento distinguido, aristocrático, elegante. Los balcones moriscos, las escalas de seda, las “tapadas”, y otras tonterías, adquieren ante sus ojos un encanto, un prestigio, una seducción exquisitas. Una literatura decadente, artificiosa, se ha complacido de añorar, con inefable y huachafa ternura, ese pasado postizo y mediocre. Al gracejo, a la coquetería de algunos episodios y algunos personajes de la colonia, que no deberían ser sino un amable motivo de murmuración, les ha sido conferidos por esa literatura, un valor estético, una jerarquía espiritual, exorbitantes, artificiales, caprichosos. Los temas y los “dramatis personae” del virreinato no han sido abandonados a los humoristas a quienes pertenecían, por antonomasia, sus motivos cómicos y sus motivos galantes y casanovescos. Don Ricardo Palma hizo de ellos un uso adecuado e inteligente, contándonos con su malicia y su donaire limeños, las travesuras de los virreyes y de su clientela. “La Calesa de la Perricholi”, que Antonio Garland ha traducido con fino esmero y gusto gentil es otra pieza que se mantiene dentro de los mismos límites discretos. Toda esa literatura estaba y está muy bien. La que está mal es esa otra literatura nostálgica que evoca con unción y gravedad las aventuras y los chismes de una época sin grandeza. El fausto, la pompa colonial son una mentira. Una época fastuosa, magnífica, no se improvisa, no nace del azar. Menos aún desaparece sin dejar huellas. Creemos en la elegancia de la época “rococó” porque tenemos de ella, en los cuadros de Watteau y Fragonnard, y en otras cosas más plásticas y tangibles preciosos testimonios físicos de su existencia. Pero la colonia no nos ha legado sino una calesa, un caserón, unas cuantas celosías y varias supersticiones. Sus vestigios son insignificantes. Y no se diga que la historia del virreinato fue demasiado fugaz ni Lima demasiado chica. Pequeñas ciudades italianas guardan, como vestigio de trescientos o doscientos años de historia medioeval un conjunto maravilloso de monumentos y de recuerdos. Y es natural. Cada una de esas ciudades era un gran foco de arte y de cultura.

Adorar, divinizar, cantar el virreinato es, pues, una actitud de mal gusto. Los literatos e intelectuales que, movidos por un aristocratismo y un estetismo ramplones, han ido a abastecerse de materiales y de musas en los caserones y guardarropías de la colonia, han cometido una cursilería lamentable. La época “rococó” fue de una aristocracia auténtica. Francia, sin embargo, no siente ninguna necesidad espiritual de restaurarla. Y las escenas de la revolución jacobina, la música demagógica de la marsellesa, pesan mucho más en la vida de Francia que los melindres y los pecados de Madame Pompadour. Aquí, debemos convencernos sensatamente de que cualquiera de los modernos y prosaicos “buildings” de la ciudad, vale, estética y prácticamente, más que todos los solares y todas las celosías coloniales. La “Lima que se va” no tiene ningún valor serio, ningún perfume poético, aunque Gálvez se esfuerce por demostrarnos, elocuentemente, lo contrario. Lo lamentable no es que esa Lima se vaya, sino que no se haya ido más de prisa.

El doctor Mackay, en una conferencia, se refirió discretamente al pasadismo dominante en nuestra intelectualidad. Pero empleó, tal vez por cortesía, un término inexacto. No habló de “pasadismo” sino de “historicismo”. El historicismo es otra cosa. Se llama historicismo una notoria corriente de filosofía de la historia. Y si por historicismo se entiende la aptitud para el estudio histórico, aquí no hay ni ha habido historicismo. La capacidad de comprender el pasado es solidaria de la capacidad de sentir el presente y de inquietarse por el porvenir. El hombre moderno no es sólo el que más ha avanzado en la reconstrucción de lo que fue sino también el que más ha avanzado en la previsión de lo que será.
El espíritu de nuestra gente es, pues, pasadista; pero no es histórico. Tenemos algunos trabajos parciales de exploración histórica, mas no tenemos todavía ningún gran trabajo de síntesis. Nuestros estudios históricos son, casi en su totalidad, inertes o falsos, fríos o retóricos.

El culto romántico del pasado es una morbosidad de la cual necesitamos curarnos. Oscar Wilde, con esa modernidad admirable que late en su pensamiento y en sus libros, decía: “El pasado es lo que los hombres no habrían debido ser; el presente es lo que no deberían ser”. Un pueblo fuerte, una gran generación robusta no son nunca plañideramente nostálgicos, no son nunca retrospectivos. Sienten, plenamente, fecundamente, las emociones de su época. “Quien se entretenga en idealismos provincianos -escribe Oswald Spengler, el hombre de mayor perspectiva histórica de nuestro tiempo- y busque para la vida estilos de tiempos pretéritos, que renuncie a comprender la historia, a vivir la historia, a crear la historia”.
Una de las actitudes de la juventud, de la poesía, del arte y del pensamiento peruanos que conviene alentar es la actitud un poco iconoclasta que, gradualmente, van adquiriendo. No se puede afirmar hechos e ideas nuevas si no se rompe definitivamente con los hechos e ideas viejas. Mientras algún cordón umbilical nos una a las generaciones que nos han precedido, nuestra generación seguirá alimentándose de prejuicios y de supersticiones. Lo que este país tiene de vital son sus hombres jóvenes; no sus mestizas antiguallas. El pasado y sus pobres residuos son, en nuestro caso, un patrimonio demasiado exiguo. El pasado, sobre todo, dispersa, aísla, separa, diferencia demasiado los elementos de la nacionalidad, tan mal combinados, tan mal concertados todavía. El pasado nos enemista. Al porvenir le toca darnos unidad.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Lo nacional y lo exótico

Lo nacional y lo exótico

Frecuentemente se oyen voces de alerta contra la asimilación de ideas extranjeras. Estas voces denuncian el peligro de que se difunda en el país una ideología inadecuada a la realidad nacional. Y no son una protesta de las supersticiones y de los prejuicios del difamado vulgo. En muchos casos, estas voces parten del estrato intelectual.

Podrían acusar una mera tendencia proteccionista dirigida a defender los productos de la inteligencia nacional de la concurrencia extranjera. Pero los adversarios de la ideología exótica solo rechazan las importaciones contrarias al interés conservador. Las importaciones útiles a ese interés no les parecen nunca malas, cualquiera que sea su procedencia. Se trata, pues, de una simple actitud reaccionaria, disfrazada de nacionalismo.

La tesis en cuestión se apoya en algunos frágiles lugares comunes. Más que una tesis es un dogma. Sus sostenedores demuestran, en verdad, muy poca imaginación. Demuestran, además, muy exiguo conocimiento de la realidad nacional. Quieren que se legisle para el Perú, que se piense y se escriba, para los peruanos y que se resuelva nacionalmente los problemas de la peruanidad anhelos que suponen amenazados por las filtraciones del pensamiento europeo. Pero todas estas afirmaciones son demasiado vagas y genéricas. No demarcan el límite de lo nacional y lo exótico. Invocan abstractamente una peruanidad que no intenta, antes, definir.

Esa peruanidad, confusamente insinuada, es un mito, es una ficción. La realidad nacional está menos desconectada, es menos independiente de Europa de lo que suponen nuestros nacionalistas. El Perú contemporáneo se mueve dentro de la órbita de la civilización occidental. La mistificada realidad nacional no es sino un segmento, una parcela de la vasta realidad mundial. Todo lo que el Perú contemporáneo estima lo ha recibido de esa civilización que no sé si los nacionalistas a ultranza calificarán también de exótica. ¿Existe hoy una ciencia, una filosofía, una democracia, un arte, existen máquinas, instituciones, leyes, genuina y característicamente peruanos? ¿El idioma que hablamos y que escribimos, el idioma siquiera, es acaso un reducto de la gente peruana?
El Perú es todavía una nacionalidad en formación. Lo están construyendo sobre los inertes estratos indígenas, los aluviones de la civilización occidental. La conquista española aniquiló la cultura incaica. Destruyó el Perú. Frustró la única peruanidad que ha existido.

Los españoles extirparon del suelo y de la raza todos los elementos vivos de la cultura indígena. Reemplazaron la religión incásica con la religión católica romana. De la cultura incásica no dejaron sino vestigios muertos. Los descendientes de los conquistadores y los colonizadores constituyeron el cimiento del Perú actual. La independencia fue realizada por esta población criolla. La idea de la libertad no brotó espontáneamente de nuestro suelo; su germen nos vino de fuera. Un acontecimiento europeo, la revolución francesa, engendró la independencia americana. Las raíces de la gesta libertadora se alimentaron de la ideología de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Un artificio histórico clasifica a Tupac Amaru como un precursor de la independencia peruana. La revolución de Tupac-Amaru la hicieron los indígenas; la revolución de la independencia la hicieron los criollos. Entre ambos acontecimientos no hubo consanguineidad espiritual ni ideológica. A Europa, de otro lado, no le debimos solo la doctrina de nuestra revolución, sino también la posibilidad de actuarla. Conflagrada y sacudida, España no pudo, primero, oponerse válidamente a la libertad de sus colonias. No pudo, más tarde, intentar su reconquista. Los Estados Unidos declararon su solidaridad con la libertad de la América española. Acontecimientos extranjeros en suma, siguieron influyendo en los destinos hispano-americanos. Antes y después de la revolución emancipadora, no faltó gente que creía que el Perú no estaba preparado para la independencia. Sin duda, encontraban exóticas la libertad y la democracia. Pero la historia no le da razón a esa gente negativa y escéptica, sino a la gente afirmativa, romántica, heroica, que pensó que son aptos para la libertad todos los pueblos que saben adquirirla.

La independencia aceleró la asimilación de la cultura europea. El desarrollo del país ha dependido directamente de este proceso de asimilación. El industrialismo, el maquinismo, todos los resortes materiales del progreso nos han llegado de fuera. Hemos tomado de Europa y Estados Unidos todo lo que hemos podido. Cuando se ha debilitado nuestro contacto con el extranjero, la vida nacional se ha deprimido. El Perú ha quedado así insertado dentro del organismo de la civilización occidental.
Una rápida excursión por la historia peruana nos entera de todos los elementos extranjeros que se mezclan y combinan en nuestra formación nacional. Contrastándolos, identificándolos, no es posible insistir en aserciones arbitrarias sobre la peruanidad. No es dable hablar de ideas políticas nacionales.

Tenemos el deber de no ignorar la realidad nacional; pero tenemos también el deber de no ignorar la realidad mundial. El Perú es un fragmento de un mundo que sigue una trayectoria solidaria. Los pueblos con más aptitud para el progreso son siempre aquellos con más aptitud para aceptar las consecuencias de su civilización y de su época. ¿Qué se pensaría de un hombre que rechazase, en el nombre de la peruanidad el aeroplano, el radium, el linotipo, considerándolos exóticos? Lo mismo se debe pensar del hombre que asume esa actitud ante las nuevas ideas y los nuevos hechos humanos.

Los viejos pueblos orientales a pesar de las raíces milenarias de sus instituciones, no se clausuran, no se aíslan. No se sienten independientes de la historia europea. Turquía, por ejemplo, no ha buscado su renovación en sus tradiciones islámicas, sino en las corrientes de la ideología occidental. Mustafá Kemal ha agredido las tradiciones. Ha despedido de Turquía al kalifa y a sus mujeres. Ha creado una república de tipo europeo. Este orientamiento revolucionario e iconoclasta no marca, naturalmente, un período de decadencia sino un período de renacimiento nacional. La nueva Turquía, la herética Turquía de Kemal ha sabido imponerse, con las armas y el espíritu, al respeto de Europa. La ortodoxa Turquía, la tradicionalista Turquía de los sultanes sufría, en cambio, casi sin protesta, todos los vejámenes y todas las expoliaciones de los occidentales. Presentemente Turquía no repudia la teoría ni la técnica de Europa; pero repele los ataques de los europeos a su libertad. Su tendencia a occidentalizarse no es una capitulación de su nacionalismo.

Así se comportan antiguas naciones poseedoras de formas políticas, sociales y religiosas propias y fisonómicas. ¿Cómo podrá, por consiguiente el Perú, que no ha cumplido aún su proceso de formación nacional, aislarse de las ideas y las emociones europeas? Un pueblo con voluntad de renovación y de crecimiento no puede clausurarse. Las relaciones internacionales de la Inteligencia tienen que ser, por fuerza, libre-cambistas. Ninguna idea que fructifica, ninguna idea que se aclimata, es una idea exótica. La propagación de una idea no es culpa ni es mérito de sus asertores; es culpa o es mérito de la historia. No es romántico pretender adaptar el Perú a una realidad nueva. Más romántico es querer negar esa realidad acusándola de concomitancias con la realidad extranjera. Un sociólogo ilustre dijo una vez que en estos pueblos sud-americanos falta “atmósfera de ideas”. Sería insensato enrarecer más esa atmósfera con la persecución de las ideas que, actualmente, están fecundando la historia humana. Y si místicamente, gandhianamente, deseamos separarnos y desvincularnos de la “satánica civilización europea”, como Gandhi la llama, debemos clausurar nuestros confines no solo a sus teorías sino también a sus máquinas para volver a las costumbres y a los ritos incásicos. Ningún nacionalista criollo aceptaría, seguramente esta extrema consecuencia de su jingoismo. Porque aquí el nacionalismo no brota de la tierra, no brota de la raza. El nacionalismo a ultranza es la única idea efectivamente exótica y forastera que aquí se propugna. Y que, por forastera y exótica, tiene muy poca chance de difundirse en el conglomerado nacional.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Un congreso de escritores hispano-americanos

Un congreso de escritores hispano-americanos

Edwin Elmore, escritor de inquieta inteli­gencia y de espíritu fervoroso, propugna la reunión de un congreso libre de intelectuales hispano-americanos. El anhelo de Elmore no se detiene, naturalmente, en la mera aspiración de un congreso. Elmore formula la idea de una organización del pensamiento hispano-americano. El congreso no sería sino un instrumento de esta idea. La iniciativa de Elmore merece ser seriamente examinada y discutida en la prensa. Luis Araquistain ha abierto este debate, en "El Sol" de Madrid, con un artículo en el cual declara su adhesión a la iniciativa. Los comentarios de Araquistain tienden, además, a precisarla y esclarecerla. Elmore habla de un congreso de intelectuales. Araquistain restringe "este equívoco y a veces presuntuoso vocablo a su acepción corriente de hombres de letras"- La adhesión de Araquistain es entusiasta y franca. "El solo encuentro —escribe Araquistain— de un grupo de hombres procedentes de una veintena de naciones, dedicados por profesión a algunas de las formas más delicadas de una cultura a la creación artística o al pensamiento original, y ligados, sobre todo personalismo, por un sentimiento de homogeneidad espiritual, multiforme en sus variedades nacionales e individuales, sería ya un espléndido principio de organización. No hay inteligencia mutua ni obra común si los hombres no se conocen antes como hombres".

En el Perú, la proposición de Elmore, difundida desde hace algunos meses entre los hombres de letras de varios países hispano-americanos, no ha sido todavía debidamente divulgada y estudiada. No he leído, a este respecto, sino unas notas de Antonio G. Garland; —intelectual rehacio por temperamento y por educación a toda criolla "conjuración del silencio",— aplaudiendo y exaltando el congreso propuesto.

Me parece oportuno y conveniente participar en este debate hispano-americano, aunque no sea sino para que la contribución peruana a su éxito, por la pereza o el desdén con que nuestros intelectuales se comportan generalmente ante estos temas, no resulte demasiado exigua. La cuestión fundamental del debate —la organización del pensamiento hispano-americano— reclama atención y estudio, lo mismo que la cuestión accesoria —la reunión de un congreso dirigido a este fin.— A su examen deben concurrir todos los que puedan hacer alguna reflexión útil. No se trata, evidentemente, de un vulgar caso de compilación o de cosecha de adhesiones. Una recolección de pareceres más o menos unánimes y uniformes sería, sin duda, una cosa muy pobre y muy monótona. sería, sobre todo, un resultado demasiado incompleto para la noble fatiga de Edwin Elmore. Que opinen todos los escritores, los que comparten y los que no compartan las esperanzas de Elmore y de los fautores de su iniciativa. Yo, por ejemplo, soy de los que no las comparten. No creo, por ahora, en la fecundidad de un congresos de hombre de letras hispano-americanos. Pero simpatizo con la discusión de este proyecto. Juzgo, por otra parte, que polemizar con una tesis es, tal vez, la mejor manera de estimularla y hasta de servirla. Lo peor que le podría acontecer a la de Elmore sería que todo el mundo la aceptase y la suscribiese sin ninguna discrepancia. La unanimidad es siempre infecunda.

Me declaro escéptico respecto a los probables resultados del Congreso en proyecto. Mi escepticismo no tiene, por supuesto, las mismas razones que el del poeta Leopoldo Lugones (Ha dicho Elmore, quien ha interrogado a muchos intelectuales hispano-americanos, que Lugones se ha mostrado "si no por completo, casi del todo escéptico en cuanto a la idea". Mas tarde, Lugones, en una fiesta literaria del centenario de Ayacucho, nos ha definido explícita y claramente su actitud espiritual —actitud inequívocamente nacionalista, reaccionaria, filofascista— sobre la cual podía habernos antes inducido en error la colaboración del poeta argentino en la Sociedad de las Naciones)

Pienso, en primer lugar, que el sino de estos congresos es el de concluir desnaturalizados y desvirtuados por las especulaciones del ibero-americanismo profesional. Casi inevitablemente, estos congresos degeneran en vacuas academias, esterilizadas por el ibero-americanismo formal y retórico de gente figurativa e historiesca. Cierto que Elmore propone un "congreso libre" y que Araquistain agrega, precisando más el término "libre, es decir, fuera de todo patrocinio oficial". Pero el propio Araquistain sostiene, enseguida que "no estaría de más invitar a las organizaciones de hombres de letras ya existentes: Sociedades de Autores dramáticos, Asociaciones de Escritores, P.E.N, Clubs de lengua castellana y portuguesa, Asociaciones de la Prensa, etc.". La heterogeneidad de la composición del congreso aparece, pues, prevista y admitida desde ahora por los mismo escritores de homogeneidad espiritual". Los cortesanos intelectuales del poder y del dinero invadirían la asamblea adulterándola y mistificándola. Porque ¿cómo calificar, cómo filtrar a los escritores? ¿Cómo decidir sobre su capacidad y título para participar en el Congreso?

Estas no son simples objeciones de procedimientos o de forma. Enfocan la cuestión misma de la posibilidad de actuar, práctica y eficazmente, la iniciativa de Edwin Elmore. Yo creo que esta es la primera cuestión que hay que plantearse. Que conviene averiguar, previamente, antes de avanzar en la discusión de la idea, si existe o no la posibilidad de realizarla. No digo de realizarla en toda su pureza y en toda su integridad, pero sí, al menos, en sus rasgos esenciales. La deformación práctica de la idea del congreso de escritores hispano-americanos traería aparejada ineluctablemente la de sus fines y la de su función. De una asamblea intelectual, donde prevaleciese numérica y espiritualmente la copiosa fauna de grafómanos y retores tropicales y megalómanos, que tan propicio clima encuentra en nuestra América, podría salir todo, menos un esbozo vital de organización del pensamiento hispano-americano. Medítelo Edwin Elmore, a quien estoy seguro que el fin preocupe mucho más que el instrumento.

Viene luego, otra cuestión: la de la oportunidad. Vivimos en un periodo de beligerancia ideológica. Los hombres que representan una fuerza renovación no pueden concertarse ni confundirse, y aún eventual o fortuitamente, con los que representan una fuerza de conservación o de regresión. Los separa un abismo histórico. Hablan un lenguaje diverso y tienen una intuición común de la historia. El vínculo intelectual es demasiado frágil y hasta un abstracto. El vínculo espiritual es, en todo caso, mucho más potente y válido.

¿Quiere decir esto que yo no crea en la urgencia de trabajar por la unidad de Hispano-América? Todo lo contrario. En un artículo reciente, me he declarado propugnador de esa unidad. Nuestro tiempo —he escrito— ha creado en la América Española una comunicación viva y extensa: la que ha establecido entre las juventudes la emoción revolucionaria. Mas bien espiritual que intelectual esta comunicación recuerda la que concerto a la generación de la independencia.

Pienso que hay que juntar a los afines, no a los dispares. Que hay que aproximar a los que la historia quiere que estén próximos. Que hay que solidarizar a los que la historia quiere que sean solidarios. Esta me parece la única coordinación posible. La sola inteligencia con un preciso y efectivo sentido histórico.

Hablar vaga y genéricamente de la organización del pensamiento hispano-americano es, hasta cierto punto, fomentar un equívoco. Un equívoco análogo al de ese ibero-americanismo de uso externo que todos sabemos tan artificial y tan ficticio; pero que muy pocos nos negamos explícitamente a sostener con nuestro consenso. Creando ficciones y mitos, que no tienen siquiera el mérito de ser una grande, apasionada y sincera utopía, no se consigue, absolutamente, unir a estos pueblos. Más probable es que se consiga separarlos, puesto que se nubla con confusas ilusiones sus verdadera perspectiva histórica.

Conviene considerar estos temas con un criterio más objetivo, más realista. Por haber sido tratados casi siempre superficial o románticamente, apenas están desflorados. Dejo para otra día, la cuestión de la posibilidad y de la necesidad de organizar el pensamiento hispano-americano. Creo indispensable, ante todo, formular una interrogación elemental. ¿Existe ya un pensamiento característicamente hispano-americano? He aquí un punto que debe esclarecer este debate.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Rusia vista por Herriot y de Monzie

Rusia vista por Herriot y de Monzie

Dos Libros.

Se predecía que Francia sería la última en reconocer de jure a lo Soviets. La historia no ha querido conformarse a esta predicción. Después de seis años de ausencia, Francia ha retornado, finalmente a Moscou. Su embajador, Mr. Herbette, acaba de instalarse en la capital de todas las Rusias y de los todos los Soviets. Hace más de un mes que Krassin y su séquito bolchevique funcionan en París en el antiguo palacio de la embajada zarista que, casi hasta la víspera de llegada de los representantes de la Rusia nueva, alojada a algunos emigrados y diplomáticos de la Rusia de los zares.

Francia ha liquidado y cancelado en pocos meses la política agresivamente anti-rusa de los gobiernos del bloque nacional. Estos gobiernos habían colocado a Francia a la cabeza de la reacción anti-sovietista. Clemenceau definió la posición de la burguesía francesa a los soviets en una frase histórica: "La cuestión entre los bolcheviques y nosotros es una cuestión de fuerza". El gobierno francés reafirmó, en diciembre de 1919, en un debate parlamentario, su intransigencia rígida, absoluta categórica. Francia no quería ni podía tratar ni discutir con los Soviets. Trabajaba, con todas sus fuerzas, por aplastarlos. Millerand continuó esta política. Polonia fue armada y dirigida por Francia en su guerra con Rusia. El sedicente gobierno del general Wrangel, aventurero asalariado que depredaba Crimea con sus turbias mesnadas, fue reconocido por Francia como gobierno de hecho de Rusia. Briand intentó en Cannes, en 1922, una mesurada rectificación de la política del bloque nacional respecto a los Soviets y de Alemania. Esta tentativa le costó la pérdida del poder. Poincaré, sucesor de Briand, saboteó en las conferencia de Génova y de la Haya toda inteligencia con el gobierno ruso. Y hasta el último día de su ministerio se negó a modificar su actitud. La posición teórica y práctica de Francia, había, sin embargo, mudado poco a poco. El gobierno de Poincaré no pretendía ya que Rusia abjurase su comunismo para obtener su readmisión en la sociedad europea. Convenía en que los rusos tenían derecho para darse el gobierno que mejor les pareciese. Solo se mostraba intransigente en cuanto a las deudas rusas. Exigía, a este respecto, una capitulación plena de los soviets. Mientras esta capitulación no viniese, Rusia debía seguir excluida, ignorada, segregada de Europa y de la civilización occidental. Pero Europa no podía prescindir indefinidamente de la cooperación de un pueblo de ciento treinta millones de habitantes dueño de un territorio de inmensos recursos agrícolas y mineros. Los peritos de la política de reconstrucción europea demostraban cotidianamente la necesidad de reincorporar a Rusia en Europa. Y los estadistas europeos menos sospechosos de ruso-filia aceptaban gradualmente, esta tesis. Eduardo Benés, ministro de negocios extranjeros de Checoslovaquia, notoriamente situado bajo la influencia francesa, declaraba, a la cámara checo-eslava: "Sin Rusia, una política y una paz europeas no son posibles". Inglaterra, Italia y otras potencias concluían por reconocer de jure el gobierno de los Soviets. Y el móvil de esta actitud no era por cierto, un sentimiento filo bolchevista. Coincidían en la misma actitud el laborismo inglés y el fascismo italiano. Y si los laboristas tienen parentesco ideológico con los bolcheviques, los fascistas, en cambio, aparecen en la historia contemporánea como los representantes característicos del anti-bolchevismo. A Europa no la empujaba hacia Rusia sino la urgencia de readquirir marcados indispensables para el funcionamiento normal de la economía europea. A Francia sus intereses le aconsejaban no sustraerse a este movimiento. Todas las razones de la política de bloqueo de Rusia habían prescrito. Esta política no podía conducir al aislamiento de Rusia sino, mas bien, al aislamiento de Francia.

Propugnadores eficaces de esta tesis han sido Herriot, actual jefe del gobierno francés, y De Monzie, leader de los senadores radicales. Herriot desde 1922 y De Manzie desde 1923 emprendieron una enérgica y vigorosa campaña por modificar la opinión de la burguesía y la pequeña burguesía francesas respecto a la cuestión rusa. Ambos visitaron Rusia, interrogaron a sus hombres, estudiaron su régimen. Vieron con sus propios ojos la nueva vida rusa. Constataron, personalmente, la estabilidad y la fuerza del régimen emergido de la revolución. Herriot ha reunido en un libro, "La Rusia nueva", las impresiones de su visita. De Monzie ha juntado en otro libro, "Del Kremlin al Luxemburgo", con las notas de su viaje, todas las piezas de su campaña por un acuerdo franco-ruso.

Estos libros son dos documentos sustantivos de la nueva política de Francia frente a los Soviets. Y son también dos testimonios burgueses de la rectitud y la grandeza de los hombres y las ideas de la difamada revolución. Ni Herriot, ni De Monzie aceptan, por supuesto, la doctrina comunista. La juzgan desde sus puntos de vista burgueses y franceses. Ortodoxamente fieles a la democracia burguesa, se guardan de incurrir en la más leve herejía. Pero, honestamente, reconocen la vitalidad de los soviets y la capacidad de los leaders sovietistas. No proponen todavía en sus libros, a pesar de estas constataciones, el reconocimiento inmediato y completo de los Soviets. Herriot, cuando escribía las conclusiones de su libro, no pedía sino que Francia se hiciese representar en Moscou: "No se trata absolutamente decía de abordar el famoso problema del reconocimiento de jure que seguirá reservado". De Monzie, más prudente mesurado aún, en sus discurso de abril en el senado francés, declaraba, pocos días antes de las elecciones destinadas a arrojar del poder a Poincaré, que el reconocimiento de jure de los Soviets no debía proceder al arreglo de la cuestión de las deudas rusas. Proposiciones que, en poco tiempo, han resultado demasiado tímidas e insuficientes. Herriot, en el poder, no solo ha abordado el famoso problema de reconocimiento de jure: los ha resuelto. De Monzie ha sido uno de los colaboradores de esta solución.

Hay en el libro de Herriot mayor comprensión histórica que en el libro de De Monzie. Herriot considera el fenómeno ruso con un espíritu más liberal. En las observaciones de De Monzie se constata, a cada rato, la técnica y la mentalidad del abogado que no puede prescribir de sus hábitos el gusto de chicanear un poco. Revelan, además, una exagerada aprensión de llegar a conclusiones demasiado optimistas. De Monzie confiesa su "temor exasperado de que se le impute haber visto de color de rosa la Rusia roja". Y, ocupándose de la justicia bolchevique, hace constar que describiéndola "no ha omitido ningún trazo de sombra". El lenguaje de De Monzie es el de un jurista; el lenguaje de Herriot es, más bien, el de un rector de la democracia saturado de la ideología de la revolución francesa.

Herriot explora, rápidamente, la historia rusa. Encuentra imposible comprender la revolución bolchevique sin conocer previamente sus raíces espirituales e ideológicas. “Un hecho tan violento como la revolución rusa —escribe— supone una larga serie de acciones anteriores. No es, a los ojos del historiador, sino una consecuencia”. En la historia de Rusia sobre todo en la historia del pensamiento ruso, descubre Herriot claramente las causas de la revolución. Nada de arbitrario, nada de anti-histórico, nada de romántico ni artificial en este acontecimiento. La revolución rusa, según Herriot, ha sido "una conclusión y una resultante". ¡Qué lejos está el pensamiento de Herriot de la tesis grosera y estúpidamente simplista que calificaba el bolchevismo como una trágica y siniestra empresa semita, conducida por una banda de asalariados de Alemania, nutrida de rencores y pasiones disolventes, sostenida por una guardia mercenaria de lansquenetes chinos! "Todos los servicios de la administración rusa —afirma Herriot– funcionan, en cuanto a los jefes, honestamente. ¿Se puede decir lo mismo de muchas democracias occidentales? Herriot no cree, como es natural en su caso, que la revolución pueda seguir una vida marxista. ‘‘Fijo todavía en su forma política, el régimen sovietista a evolucionado ya ampliamente en el orden económico bajo la presión de esta fuerza invencible y permanente: la vida”. Busca Herriot las pruebas de su aserción en las modalidades y consecuencias de la nueva política económica rusa. Las concesiones hechas por los soviets a la iniciativa y al capital privados, en el comercio, la industria y la agricultura, son anotadas por Herriot con complacencia. La justicia bolchevique en cambio le disgusta. No repara Herriot en que se trata de una justicia revolucionaria. A una revolución no se le puede pedir tribunales ni códigos modelos. La revolución formula los principios de un nuevo derecho; pero no codifica la técnica de su aplicación. Herriot además no puede explicarse ni este ni otros aspectos del bolchevismo. Como él mismo agudamente lo comprende, la lógica francesa pierde en Rusia sus derechos. Más interesantes son las páginas en que su objetividad no encalla en tal escollo. En estas páginas Herriot cuenta sus conversaciones con Kamenef, Trotsky, Krassin, Rykoff, Djerzinski, et. En Djerzinski reconoce un Saint Just eslavo. No tiene inconveniente en comparar al jefe de la Checa, al ministro del interior de la revolución rusa con el célebre personaje de la Convención francesa. En este hombre, de quien la burguesía occidental nos ha ofrecido tantas veces la más sombría imagen, Herriot encuentra un aire de asceta una figura de icono. Trabaja en un gabinete austero, sin calefacción, cuyo acceso no defiende ningún soldado. El ejército rojo impresiona favorablemente a Herriot. No es ya un enorme ejército de seis millones de soldados como en los días críticos de la contra revolución. Es un ejército de menos de ochocientos mil soldados, número modesto para un país tan vasto tan acechado. Y nada más extraño a su ánimo que el sentimiento imperialista y conquistador que frecuentemente se le atribuye. Remarca Herriot una disciplina perfecta, una moral excelente. Y observa, sobre todo, un gran entusiasmo por la instrucción, una gran sed de cultura. La revolución afirma en el cuartel su culto por la ciencia. En el cuartel Herriot advierte profusión de libros y periódicos; ve un pequeño museo de historia natural, cuadros de anatomía halla a los soldados inclinados sobre sus libros. “Malgrado la distancia jerárquica en todo observado —agrega— se siente circular una sincera fraternidad. Así concebido el cuartel se convierte en un medio social de primera importancia. El ejército rojo es, precisamente, una de las creaciones más originales y más fuertes de la joven revolución”. Estudia Herriot las fuerzas económicas de Rusia. Luego se ocupa de sus fuerzas morales. Expone, sumariamente, la obra de Lunatcharsky. “En su modesto gabinete de trabajo del Kremlin, más desnudo que la celda de un monje, Lunatcharsky, gran maestro de la universidad sovietista", explica a Herriot el estado actual de la enseñanza y de la cultura en la Rusia nueva. Herriot describe su visita a una pinacoteca “Ningún cuadro, ningún, mueble de arte ha sufrido, a causa de la Revolución. Esta colección de pintura moderna rusa se ha acrecentado, más bien, en los últimos años”. Constata Herriot los éxitos de la política de los soviets en el Asia, que “presenta a Rusia como la gran libertadora de los pueblos del Oriente”. La conclusión esencial del libro es esta: “La vieja Rusia ha muerto, muerto para siempre. Brutal pero lógica, violenta más consciente de su fin se ha producido una Revolución, hecha de rencores, de sufrimientos, de colleras desde hacía largo tiempo, acumuladas”.

De Monzie empieza por demostrar que Rusia no es ya el país bloqueado, ignorado aislado de hace algunos años. Rusia recibe todos los días ilustres visitas. Norte-América es una de las naciones que demuestra más interés por explorarla y estudiarla. El elenco de huéspedes norte-americanos de los últimos tiempos es interesante; el profesor Johnson, el ex-gobernador Goodrich, Meyer Blonfield, los senadores Wheeler, Brookhart, Wiliam King, Edin Ladde, los obispos Blake y Nuelsen, el ex-ministro del interior Sécy Fall, el diputado Frear, Jhon Sinclar, el hijo de Rossevelt, Irving Bush, Doge y Dellin de la Standard Oil. El cuerpo diplomático residente en
Moscou es numeroso. La posición de Rusia en el Oriente se consolida, día a día. Sun Yat Sen es uno de los mejores amigos de los Soviets. Chang So Lin tiene también un embajador en Moscou. De Monzie entra, enseguida, a examinar las manifestaciones del resurgimiento ruso. Teme a veces, engañarse; pero, confrontando sus impresiones con las de los otros visitantes, se ratifica en su juicio. El. representante de la Compañía General Transatlántica, Maurice Longue, piensa como De Monzie. “La resurrección nacional de Rusia es un hecho, su renacimiento económico es otro hecho y su deseo de reintegrarse en la civilización occidental es innegable”. De Monzie reconoce también a Lunatcharsky el mérito de haber salvado, los tesoros del arte ruso, en particular del arte religioso. “Jamás una revolución —declara— fue tan respetuosa, de los monumentos”. La leyenda de la dictadura le parece a De Monzie muy exagerada. “Si no hay en Moscou control parlamentario, mi libre opinión para suplir este control, ni sufragio, universal, ni nada equivalente al referéndum suizo, no es menos cierto que el sistema no inviste absolutamente de plenos poderes a los comisarios del pueblo u otros dignatarios de la República”. Lenin, ciertamente, hizo figura de dictador; pero “nunca un dictador se manifestó más preocupado de no serlo, de no hablar en su propio nombre, de sugerir en vez de ordenar”. El senador francés equipara, Lenin con Cromwell. “Semejanzas entre los dos jefes —exclama— parentesco, entre las dos revoluciones. Su crítica de la política francesa frente
a Rusia es robusta. L a confronta y compara con la política inglesa. Halla en la historia un antecedente de ambas políticas. Recuerda la actitud de Inglaterra y de Francia, ante la revolución americana. Canning interpretó entonces el tradicional buen sentido político de los ingleses. Inglaterra se apresuró a reconocer las repúblicas revolucionarias de América y a comerciar con ellas. El gobierno francés, en tanto, miró hostilmente las nuevas repúblicas hispano-americanas y usó este lenguaje: “Si Europa es obligada a reconocer los gobiernos de hecho de América, toda su política debe tender a hacer nacer monarquías en el nuevo mundo, en lugar de esas repúblicas revolucionarias que nos enviarán sus principios con los productos de su suelo”. La reacción francesa soñaba con enviarnos uno o dos príncipes desocupados. Inglaterra se preocupaba de trocar sus mercaderías con nuestros productos y nuestro oro. La Francia republicana de Clemenceau y Poincaré había heredado indudablemente, la política de la Francia monárquica del vizconde Chateaubriand.

Los libros De Monzie y Herriot son dos sólidas e implicables requisitorias contra esa política francesa, obstinada en renacer, no obstante su derrota de mayo. Y son al mismo tiempo, dos documentados y sagaces fallos de la burguesía intelectual sobre la revolución bolchevique.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La escena húngara

La escena húngara

Hungría ocupa un puesto muy modesto y muy eventual en las planas del servicio cablegráfico de la prensa americana. Sobre Hungría se escribe y se sabe, en general, muy poco. En la propia Europa, la nación magiar resulta un tanto olvidada. Nitti es uno de los pocos estadistas europeos que la recuerda, y la defiende en sus libros y en sus artículos. Para los demás leaders de la política occidental no existe, con la misma intensidad que para Nitti, un problema húngaro. Parece que, al separarse de Austria, Hungría se ha separado también algo de Occidente.

Sin embargo, Hungría ha sido el escenario de uno de los episodios más dramáticos de la crisis post-bélica. Y el tratado de Trianón aparece desde hace tiempo como uno de los tratados de paz que alimentan en la Europa Central una sorda acumulación de rencores nacionalistas y de pasiones guerreras. Ese tratado mutila el territorio húngaro a favor de Rumania, de Checo-Eslavia y de Yugo-Eslavia. Según las cifras de un libro de Nitti, “La Decadencia de Europa”, basadas en un prolijo estudio de este tema, Hungría, ha perdido el 63 por ciento de su antigua población. Han sido anexados a Rumania, a Checo-Eslavia y a Yugo-Eslavia, respectivamente, cinco, tres y uno y medio millones de hombres que antes convivían dentro de los confines húngaros. Dentro de la Hungría pre-bélica había minorías no húngaras; pero las amputaciones del territorio húngaro decididas con este pretexto por el tratado de Trianón han sido excesivas. Han resuelto aparentemente la cuestión de las minorías alógenas de Hungría; mas han creado la cuestión de las minorías húngaras de Checo-Eslavia, Yugo-Eslavia y Rumania. Estas tres naciones, naturalmente, no quieren que se hable siquiera de una revisión del tratado que las beneficia. La posibilidad de que Hungría reivindique algún día sus tierras y sus hombres las mantiene en constante alarma. Y Hungría, a su vez, aguarda la hora de que se le haga justicia. Nitti escribe a este respecto: Hungría es, entre los países vencidos, aquel que tiene el más profundo espíritu nacional: nadie cree que el pueblo húngaro, orgulloso y persistente, no se levante de nuevo; nadie admite que Hungría pueda vivir largamente bajo las duras condiciones del tratado de Trianón. Y, desde el cardenal arzobispo de Budapest hasta el último campesino, nadie se ha resignado al destino actual. El problema húngaro, en suma, se presenta como uno de los que más sensiblemente amenazan la paz de Europa. El tratado de Trianón no interesa directamente solo a Hungría y la Pequeña Entente. Interesa, igualmente, a Italia que tiende a una cooperación con Hungría; pero que es contraria a una eventual restauración de la unión austro-húngara. La historia de la gran guerra enseña, además, que cualquiera de los intrincadísimos conflictos de esta zona de Europa puede ser la chispa de una conflagración europea.

Europa siguió muy atentamente la política húngara durante el experimento comunista de Bela Kun. Hungría era entonces un foco de bolchevismo en el vértice de la Europa central y oriental. El problema húngaro se ofrecía grávido de peligros para el orden de Occidente. Ahogada la revolución comunista, languideció el interés europeo por las cosas húngaras. Los ecos del “terror blanco” lo reanimaron todavía por un período más o menos largo. Pero, durante este tiempo, la atención fue menos unánime. A las clases conservadoras de Europa no les preocupaba absolutamente la truculencia de la reacción húngara. El método marcial del almirante Nicolás Horthy contaba de antemano con su aprobación.
El almirante Horthy ejerce el gobierno de Hungría desde esa época. Su gobierno parece tener en un puño al pueblo magiar. ¿Qué otra cosa puede importar, seriamente, a la clase conservadora de Europa? Existe, es cierto, en Hungría, una crisis financiera que compromete muchos intereses de la finanza internacional. Hungría molesta un poco con el espectáculo de su bancarrota y de su pobreza. Pero para estas cuestiones menores tienen las potencias vencedoras a la Sociedad de las Naciones.
Horthy gobierna Hungría con el título de Regente. Hungría es, teóricamente, una monarquía. El almirante Horthy guarda su puesto al rey. Pero también esto es un poco teórico. Cuando en marzo de 1921 el rey Carlos, coludido con los hombres que gobernaban entonces en Francia, se presentó en Budapest a reclamar el poder, Horthy rehusó entregárselo. Su resistencia dio tiempo para que las protestas de la Pequeña Entente, de Italia y de Inglaterra -que, de otro modo, se habrían encontrado ante un hecho consumado- actuasen eficazmente contra esta tentativa de restauración. La Regencia de Horthy, por consiguiente, es una regencia bastante relativa.

¿A qué categoría, a qué tipo de gobernantes de la Europa contemporánea pertenece este almirante? Su clasificación no resulta fácil. Horthy no tiene similitud con los otros hombres de gobierno surgidos de la crisis post-bélica. No es un condottiero dramático de la reacción como Benito Mussolini. No es un estadista nato como Sebastián Benes. Es un marino y un funcionario del antiguo régimen austro-húngaro a quien la disolución del imperio de los Apsburgo y la caída de la república de Bela Kun, han colocado a la cabeza de un gobierno. El azar de una marea histórica lo ha puesto donde está. Todo su mérito -mérito de viejo marino- consiste en haberse sabido conservar a flote después del temporal. Por algunos rasgos de su personalidad, se emparenta extrañamente a la estirpe de los caudillos hispano-americanos. Por otros rasgos, se aproxima a la especie de los déspotas asiáticos. En todo caso, es un gobernante balkánico más bien que un gobernante occidental.

Un documento instructivo acerca de su psicología es la crónica de la aventura de marzo de 1921 escrita por Carlos de Apsburgo. Esta crónica, -dictada por Carlos a su secretario Karl Werkmann y publicada recientemente en un volumen de notas o memorias del difunto ex-emperador- proyecta una luz muy viva sobre la figura de Horthy y las causas del fracaso de la tentativa de restauración. Carlos cuenta cómo, después de haber atravesado en automóvil la frontera, munido de un pasaporte español, arribó a Steinamanger al palacio del arzobispo, a donde acudieron a rodearlo solícitos el coronel Lehar y otros personajes legitimistas. Confiado en la autoridad y la divinidad de su linaje, el heredero de los Apsburgo, sentía ganada la partida. No podía suponer a su vasallo Horthy capaz de negarse a devolverle el poder. De Steinamanger prosiguió viaje a Budapest en automóvil. Y, de improviso y de incógnito, traspuso el umbral del palacio regio. Una gran decepción lo aguardaba. En los semblantes de los pocos presentes notó hostilidad. Horthy lo recibió consternado. La entrevista duró dos horas. Fue una lucha por el poder -escribe Carlos- en la cual él, “desarmado frente a Horthy, tuvo que sucumbir, malgrado sus desesperados esfuerzos, a la infidelísima, traidora, y baja avidez del regente”.

Horthy comenzó por preguntar a su soberano qué cosa le ofrecía si le dejaba el gobierno. El heredero de la corona apenas podía creer lo que oía. Fingió haber comprendido mal. El Regente precisó categóricamente su pregunta: “-¿Qué me da S. M. en cambio? Este vulgar mercado nauseó al ex-emperador. Le dejó sin embargo ánimo para decir a Horthy que sería “su brazo derecho”. Mas el regente no era hombre de contentarse con una metáfora. Exigió una promesa más concreta. Carlos le prometió, sucesiva y acumulativamente, la confirmación del título de Duque que él mismo se había otorgado, el comando supremo del ejército y de la flota y el toisón de oro. Pero todo esto no fue suficiente para inducir a Horthy a retirarse. Se lo vedaba -decía- su juramento a la asamblea nacional. Combatiendo sus aprensiones, Carlos le aseguró que su reposición en el trono no traería ninguna grave molestia internacional. Le reveló que contaba con la palabra de un autorizadísimo personaje francés. El regente quiso conocer el nombre de este personaje. Declaró que este nombre, si realmente era autorizado, podía inducirlo a ceder. A instancias del rey, se comprometió a guardar el secreto y a rendirse ante la decisiva revelación. El monarca pronunció el misterioso nombre. Más nuevamente Horthy encontró una evasiva. No estaba aún madura la situación -decía- para la vuelta de Carlos a su trono. De incógnito, como había entrado, Carlos salió del palacio y de Budapest. En Steirnamanger, lo esperaba ya la noticia de que el gobierno había dado órdenes para obligarlo a abandonar Hungría.

¿Cómo escaló Horthy el poder? La historia es bastante conocida. La victoria aliada no solo produjo en Austria-Hungría, como en Alemania, el derrumbamiento del régimen. Produjo, además la disgregación del imperio, compuesto de pueblos heterogéneos a los que una prolongada convivencia, bajo el señorío de los Apsburgo, no había logrado fusionar nacionalmente. Hungría se independizó. El conde Miguel Karolyi asumió el poder con el título de presidente de la república. Su gobierno se apoyaba en los elementos demócratas y socialistas. Karolyi, que procedía de la aristocracia magiar, tenía una interesante historia de revolucionario y de patriota. Pero la política de las potencias vencedoras no le consintió durar en el poder. La revolución húngara se hallaba frente a difíciles problemas. El más grave de todos era el de las nuevas fronteras nacionales. El patriotismo de los húngaros se revelaba contra las mutilaciones que la Entente había decidido imponerle. En la imposibilidad de suscribir el tratado de paz que sancionaba estas mutilaciones, Karolyi resignó el poder en manos del partido social-democrático. Los leaders de este partido pensaron que, atacados de un lado por los reaccionarios y de otro por los comunistas, no tenían ninguna chance de mantenerse en el poder. Resolvieron, por tanto, entenderse con los comunistas. El partido comunista húngaro, dirigido por Bela Kun, era muy joven. Era un partido emergido de la revolución. Pero había conquistado un gran ascendiente sobre las masas y había atraído a su flanco a la izquierda de la social-democracia. Los social-democráticos, aconsejados por estas circunstancias, aceptaron el programa de los comunistas y les entregaron la dirección del experimento gubernamental. Nació, de este modo, la república sovietista húngara. Bela Kun y sus colaboradores trabajaron empeñosamente, durante los cuatro meses que duró el ensayo, por actuar su programa y construir, sobre los escombros del viejo régimen, el nuevo Estado socialista. La gran propiedad industrial fue nacionalizada. La gran propiedad agraria fue entregada a los campesinos organizados en cooperativas. Mas todo este trabajo estaba condenado al fracaso. El partido comunista, demasiado incipiente, carecía de preparación y de homogeneidad. Al partido social-democrático, que compartía con él las funciones del gobierno, le faltaban espíritu y educación revolucionarias. La burocracia sindical seguía, desganada y amedrentada, a Bela Kun. Y, sobre todo, la Entente acechaba la hora de estrangular a la revolución. Checo-Eslavia y Rumania fueron movilizadas contra Hungría. La república húngara se defendió denodadamente; pero al fin resultó vencida. Derrotado por sus enemigos de fuera, el comunismo no pudo continuar resistiendo a sus enemigos de dentro. Los social-democráticos pactaron con los agentes de la Entente. A cambio de la paz, la Entente exigía la sustitución del régimen comunista por un régimen democrático-parlamentario. Sus condiciones fueron aceptadas. Bela Kun dejó el poder a los leaders social-democráticos. No pudieron estos, empero, conservarlo. La ola reaccionaria barrió en cuatro días el endeble y pávido gobierno de la social-democracia. Y colocó en su lugar al gobierno de Horthy. La reacción, monarquista y tradicionalista, necesitaba un regente. Necesitaba también un dictador militar. Ambos oficios podía llenarlos un almirante de la armada de los Apsburgos. Su gobierno duraría el tiempo necesario para liquidar, con las potencias de la Entente, las responsabilidades y las consecuencias de la guerra y para preparar el camino a la restauración monárquica.

Horthy inauguró un período de “terror blanco”. Todos los actores, todos los fautores de la revolución, sufrieron una persecución sañuda, implacable, rabiosa. Una comisión de diputados británicos, encabezada por el coronel Wedgwood, que visitó Hungría en esa época, realizó una sensacional encuesta. El número de detenidos políticos era de doce mil. La delegación constató una serie de asesinatos, de fusilamientos y de masacres. Sus denuncias, rigurosamente documentadas, provocaron en Europa un vasto movimiento de protestas. Este movimiento consiguió evitar la ejecución de cinco miembros del gobierno de Bela Kun condenados a muerte.

El gobierno de Horthy inspira su política en los intereses de la propiedad agraria. Sus actos acusan una tendencia inconsciente a reconstruir en Hungría una economía medioeval. Bajo la regencia de Horthy, el campo domina a la ciudad. La industria, la urbe, languidecen. Hace tres años aproximadamente visité Budapest. Hallé ahí una miseria comparable solo a la de Viena. El proletariado industrial ganaba una ración de hambre. La pequeña burguesía urbana, pauperizada, se proletarizaba rápidamente. César Falcón y yo, discurriendo por los suburbios de Budapest, descubrimos a un intelectual -autor de dos libros de estética musical- reducido a la condición de portero de una “casa de vecindad”. Un periodista nos dijo que había personas que no podían hacer sino tres o cuatro comidas a la semana. Meses después la falencia de Hungría arribó a un grado extremo. El gobierno de Horthy reclamó la asistencia de los aliados. Desde entonces, Hungría, como Austria, se halla bajo la tutela financiera de la Sociedad de las Naciones. Y bajo la autoridad de los altos comisarios de la banca inter-aliada.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La paz en Locarno y la guerra en los Balkanes

Se explica perfectamente el enfado del consejo de la Sociedad de las Naciones contra Grecia y Bulgaria, responsables de haber perturbado la paz europea al día siguiente de la suscrición en Locarno de un pacto internacional destinado a asegurarla al menos provisoriamente. Signado el pacto de Locarno, la Sociedad de las Naciones tenía en verdad derecho a sentirse arrullada durante algunos meses por los brindis y los salmos pacifistas de sus retores y de sus diplomáticos. La historia del protocolo de Ginebra, verbigracia, fue así. El protocolo, anunciado al mundo con entonación no menos exultante y jubilosa que el pacto, inspiró larga y pródigamente la oratoria pacifista. El gobierno conservador de Inglaterra declaró muy pronto su deceso, concediéndole cortés e irónicamente un funeral de primera clase. Pero, de toda suerte, el protocolo de Ginebra pareció inaugurar la era de la paz de un modo mucho más solemne que el pacto de Locarno.
En Locarno las potencias se han propuesto arribar a una meta más modesta. El pacto, según su letra y su espíritu, no establece las condiciones de la paz sino, solamente, las de una tregua. Se limita a prevenir, teóricamente, el peligro de una agresión militar. Pero deja intactas y vivas todas las cuestiones que pueden encender la chispa de la guerra. Como estaba previsto, Alemania se ha negado a ratificar en Locarno todas las estipulaciones de la paz de Versailles. Ha proclamado su necesidad y su obligación de reclamar, en debido tiempo, la corrección de sus absurdas fronteras orientales. Alemania, Checo-Eslovaquia y Polonia han convenido en no agredirse marcialmente por ningún motivo. Han acordado buscar una solución pacífica a los problemas que puedan amenazar sus buenas relaciones. Mas este acuerdo no tiene suficientes fianzas y garantías. Tácita y hasta explícitamente la convivencia internacional reposa desde hace mucho tiempo en el mismo principio, sobre cuyo valor práctico la experiencia de la guerra mundial no consiente ilusionarse demasiado. Lo que importa no es absolutamente el principio que puede seguir triunfando indefinidamente en Locarno, en Ginebra, en La Haya y en todas las aras de la paz. Lo que importa es la posibilidad o la capacidad de Europa para aplicarlo y obedecerlo.
Nadie supone que el pacifismo de las potencias europeas sea una pura y total hipocresía. Europa ha menester de descansar de sus fatigas y de sus dolores bélicos. La civilización capitalista busca un equilibrio. Ni Francia, ni Inglaterra, ni Alemania, piensan en este momento en atacarse. La reorganización de la economía y de la finanza europeas exige un poco de paz y de desarme. El pacifismo de la Sociedad de las Naciones borda sus frases sobre una gruesa malla de intereses. No se trata para los gobiernos europeos de abstractos y lejanos ideales si no de concretas y perentorias necesidades. En la misma dirección se mueven los Estados Unidos, cuyos banqueros pugnan por imponer a toda Europa un plan Dawes. Y, finalmente, con los pacifistas circunstanciales de la banca y de los gobiernos, colaboran entusiastas los pacifistas sinceros de la social-democracia, de quienes se ha apoderado la ilusión de que el camino de Locarno y de Ginebra puede ser, realmente, el camino de la paz. Estos últimos son los que abastecen de sus máximos tribunos y de sus supremos hierofantes -Paul Boncour, Albert Thomas, León Jouhaux, etc.- a las asambleas y a las oficinas de la Sociedad de las Naciones.
Pero no basta que los gobiernos europeos quieran la paz. Es necesario ante todo, averiguar cómo la quieren. Cuál es el precio a que, cada uno, está dispuesto a pagarla. Cuánto tiempo coincidirá su pacifismo con su interés. Planteada así la cuestión, se advierte toda su complejidad. Se comprende que existen muchas razones para creer que el Occidente europeo desea la paz; pero que existen muy pocas razones para creer que pueda realizarla.
Los gobiernos que han suscrito el documento de Locarno no saben todavía si este documento va a ser ratificado por todos los países contratantes. Apenas concluida la conferencia de Locarno, se ha producido una crisis de gobierno en Francia y en Alemania. En Alemania esta crisis es una consecuencia directa del pacto. En Francia, no. Pero en Francia, como en Alemania, se habla de una probable disolución del parlamento. Las mayorías parlamentarias alemana y francesa no son bastante compactas y sólidas. La defección o el disenso de un grupo puede desquiciarlas. Y, por consiguiente, no es imposible la constitución de un gobierno que considere el problema de la paz con un criterio diferente del de Locarno. En las elecciones inglesas del año último naufragó el protocolo de Ginebra. Su suerte estaba demasiado vinculada a la del Labour Party. En otras elecciones, ya no inglesas, pero sí alemanas por ejemplo, el pacto de Locarno corre el riesgo de encallar semejantemente.
Mas, admitiendo que el pacto de seguridad sea unánimemente ratificado, su relatividad como garantía efectiva de la paz no resulta por esto menos evidente. Para que la guerra se encienda de nuevo en Europa no es indispensable que Alemania ataque a Francia ni que Francia ataque a Alemania. La historia de la guerra de 1914-1918 aparece a este respecto asaz instructiva. La conflagración empezó en un conflicto entre Austria y Serbia que, hasta última hora, se confió en mantener localizado. La seguridad de las fronteras de Francia no es sino una parte del problema de la paz. Cada uno de los estados favorecidos en Versailles aspira a la misma seguridad. Y cada uno de los estados mutilados en 1919 tiene por su parte alguna tierra irredenta que reivindicar. En la Europa Oriental, sobre todo, fermentan enconadamente varios irredentismos. Hay pocas naciones contentas de sus actuales confines. Poco importa, por consiguiente, que se elimine, de Europa Occidental el peligro de una guerra. El peligro subsiste en la Europa Oriental. Los pleitos balkánicos son un excedente cultivo de toda clase de morbos bélicos.
El conflicto greco-búlgaro ha venido a recordárselos un poco brusca y descomedidamente a los actores de la conferencia de Locarno. El sometimiento de los dos beligerantes a la voluntad del consejo de la Sociedad de las Naciones no anula la notificación que entraña lo ya acontecido. Inglaterra puede ponerse todo lo adusta que quiera contra los dos pueblos que han perturbado la paz. De los dos, Grecia en particular sabe muy bien a qué atenerse acerca del pacifismo británico. Después de “la última de las guerras”, Inglaterra lanzó y armó a Grecia contra Turquía. La empresa le salió mal a Inglaterra y a Grecia. Pero Grecia sigue siendo en el tablero de la política internacional, el peón que Inglaterra puede tener necesidad de mover en cualquier momento contra Turquía.
Entre Bulgaria y Turquía existe un agrio motivo de enemistad: la cuestión de Macedonia. El gobierno de Kankof, que se defiende de sus enemigos mediante el terrorismo más sanguinario que es posible concebir, necesita explotar el sentimiento nacionalista para buscar un diversivo a la opinión pública búlgara. El gobierno griego, por su parte, es un gobierno militarista ansioso de una revancha de las armas griegas tan duramente castigadas en el Asia Menor. A través de estos gobiernos, interesados en explotar su enemistad, es imposible que Grecia y Bulgaria lleguen a entenderse. La amenaza, difícilmente sofocada hoy, quedará latente.
El blanco más débil, el lado más oscuro de la paz de Locarno no es este sin embargo. Es, como ya tuve ocasión de observarlo en un artículo sobre el debate del pacto de seguridad, su carácter de paz anti-rusa. El Occidente capitalista propugna una paz exclusivamente occidental y burguesa; fundamentalmente anti-rusa, anti-oriental, anti-asiática. Su pacto tiene por objeto evitar que por el momento se maten los alemanes y los franceses; pero no el impedir que Francia, España e Inglaterra continúen guerreando en Marruecos, en Siria, en Mesopotamia. El gobierno francés, a pesar de ser un gobierno radical-socialista, localiza y circunscribe sus anhelos de paz a Europa. En África y en Asia, se siente obligado a masacrar, -en el nombre de la civilización es cierto- a los riffeños y a los drusos.

José Carlos Mariátegui La Chira

El estudio de la montaña

El estudio de la Montaña

I

En uno de mis artículos sobre los viejos y los nuevos aspectos del regionalismo al plantear el problema de la definición de las regiones, me ocupé de los rasgos fundamentales de la sierra y la costa. El tópico, era excesivo para un artículo. La necesidad de no complicarlo, o más bien de no desbordarlo, me obligó a descartar de su estudio, en términos tal vez demasiado categóricos, el tema de la montaña. “La montaña—escribí—sociológica y económicamente carece aún de significación. Puede decirse que en la montaña no existen verdaderamente ciudades peruanas sino colonias peruanas y que, realísticamente considerada, la montaña, o mejor dicho la floresta, es un dominio colonial”. El desarrollo posterior de mi revisión del regionalismo no me consintió volver a este tema. Mis puntos de vista sobre la montaña, en lo concerniente a su regionalidad, no quedaron formulados y ni siquiera esbozados.

Pero las líneas transcritas parecían acusar cierto, tendencia a prescindir del factor montaña en el planeamiento del problema del regionalismo. En todo caso, parecían contener una afirmación injusta o precipitada respecto al valor económico y sociológico de la montaña. Esta última ha sido, por ejemplo, la impresión de la doctora Miguelina Acosta Cárdenas, tan notoria y singularmente autorizada paro opinar sobre la montaña por su doble condición de loretana y estudiosa.

Una conversación, muy interesante por cierto, con Miguelina Acosta, me mueve a aclarar mi pensamiento. Y al mismo tiempo me con firma eficazmente la utilidad de tratar en la prensa estos temas. El escritor que examina lealmente, sin más preocupación que la verdad, una cuestión general, consigue siempre la colaboración de los competentes para el estudio , particular de cada uno de sus factores. Su tesis puede ser inexacta, puede ser incompleta. Pero suscita un debate que aporta al conocimiento de la cuestión nuevos elementos y que sugiere a quienes la estudian nuevos caminos.

II

El valor de la montaña en la economía peruana —me observa Miguelina Acosta— no puede ser medido con los datos de los últimos años. Estos años corresponden a un período de crisis, vale decir a un período de excepción. Las exportaciones de la montaña no tienen hoy casi ninguna importancia en la estadística del comercio peruano; pero la han tenido, y muy grande, hasta, la guerra. La situación actual de Loreto es la de una región que ha sufrido un cataclismo.

Esta observación es justa. Para apreciar la importancia económica de Loreto es necesario no mirar solo a su presente. La producción de la montaña ha jugado hasta hace pocos años un rol importante en nuestra economía. Ha habido una época en que la montaña empezó a adquirir el prestigio de un El Dorado. Fue la época en que el caucho apareció como una ingente riqueza de inmensurable valor. Francisco García Calderón, en “El Perú Contemporáneo”, escribía hace aproximadamente veinte años que el caucho era la gran riqueza del porvenir. Todos compartieron esta ilusión.

Pero, en verdad, la fortuna del caucho dependía de circunstancias pasajeras. Era una fortuna contingente, aleatoria. Si no lo comprendimos oportunamente fue por esa facilidad con que nos entregamos a un optimismo panglossiano cuando nos cansamos demasiado de un escepticismo epidérmicamente frívolo. El caucho no podía ser razonablemente equiparado a un recurso mineral, más o menos peculiar o exclusivo de nuestro territorio.

La crisis de Loreto no representa una crisis; más o menos temporal, de sus industrias. Miguelina Acosta sabe muy bien que la vida industrial de la montaña es demasiado incipiente. La fortuna del caucho fue la fortuna ocasional de un recurso de la floresta, cuya explotación dependía, por otra parte, de la proximidad de la zona—no trabajada sino devastada— a las vías de transporte.

El pasado económico de Loreto no nos demuestra, por consiguiente, nada que invalide mi aserción en lo que tiene de sustancial. Yo he escrito que económicamente la montaña carece aún de significación. Y, claro, esta significación tengo que buscarla, ante todo, en el presente. Además tengo que quererla parangonable o proporcional a la significación de la sierra y la costa. El juicio es relativo.

III

Al mismo concepto de comparación podría acogerme en cuanto a la significación sociológica de la montaña. En la sociedad peruana distingo dos elementos fundamentales, dos fuerzas sustantivas. Esto no quiere decir que no distinga nada más. Quiere decir solamente que todo lo demás, cuya realidad no niego, es secundario.

Pero prefiero no contentarme con esta explicación. Quiero considerar con la más amplia justicia las observaciones de Miguelina Acosta. Una de estas, la esencial, es que de la sociología de la montaña se sabe muy poco. El peruano de la costa, como el de la sierra ignora al de la montaña. En la montaña, o más propiamente hablando en el antiguo departamento de Loreto, existen pueblos de costumbres y tradiciones propias, sin ningún parentezco con las costumbres y tradiciones de los pueblos de la costa y la sierra. Loreto, tiene indiscutible individualidad en nuestra sociología y nuestra historia sus capas biológicas no son las mismas. Su evolución social se ha cumplido diversamente.

A este respecto es imposible no declararse de acuerdo con la doctora Acosta Cardenas, a quien toca, sin duda, concurrir al esclarecimiento de la realidad peruana con un estudio completo de la sociología de Loreto. El debate sobre el tema del regionalismo no puede dejar de considerar a Loreto como una región. (Es necesario precisar: a Loreto, no a la montaña ). El regionalismo de Loreto es un regionalismo que, más de una vez, ha afirmado insurreccionalmente sus reivindicaciones. Y que, por ende, si no ha sabido ser teoría, ha sabido en cambio ser acción. Lo que a cualquiera le parecerá, sin duda, suficiente para tenerlo en cuenta.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El problema de la estadística

El problema de la estadística

I

Cuando se estudia cualquiera de los problemas nacionales, se tropieza invariablemente con un obstáculo que tiene a su vez la categoría de un problema: la falta de estadística. En el Perú no sabemos, por ejemplo, cuántos somos. Es decir no sabemos lo más elemental para el conocimiento del propio país. A los que nos piden la cifra de la población actual del Perú tenemos que responderles con el censo del 76 o con el cálculo de la Sociedad Geográfica del 96. La última cifra de que disponemos, además de ser solo aproximada, tiene fecha de hace treinta años.
Esta cifra, por no constituir el resultado de un censo oficial, no es aceptada por nadie sin beneficio de inventario. Estudios de geografía del Perú aparecidos en los últimos veinte años fijan una cifra menor. Lo que no quiere decir que, a juicio de sus autores, la población del Perú ha decrecido sino que el cálculo de la Sociedad Geográfica les parece demasiado inseguro.
Un nuevo censo general está decretado desde hace algún tiempo. Estas líneas no se proponen absolutamente solicitarlo. Descuentan su realización dentro de un breve plazo. El tópico que enfocan no es el del censo sino, en general, el de la estadística.
El día, sin duda próximo, en que, después de una complicada movilización de hombres y de dinero, tengamos censo, no tendremos todavía estadística. En los países donde existe estadística, no hay necesidad de empadronar a los habitantes para saber cuántos son. En el Perú, aún después de empadronarlos, no lo sabremos exactamente. Porque quedarán siempre fuera de todo padrón las tribus nómadas de la montaña, respecto a cuyo número los geógrafos no podrán, por mucho tiempo, informarnos verídicamente.

II

¿Hace falta remarcar que un país que no conoce su demografía, tampoco conoce su economía? No se puede saber lo que un país produce, consume y ahorra si se ignora esta cosa fundamental: la población. Todos los estudios, todas las previsiones sobre países como Alemania, Francia, Italia, etc., parten de este dato. El economista, el político, etc., antes de formular cualquier teoría antes de propugnar cualquier orientación averigua el movimiento demográfico, su ritmo y su proceso.
En un país donde no se puede contar a los hombres, menos aún se puede contar la producción. Se desconoce el primero de sus factores: el factor humano, el factor trabajo.
Desde hace algunos años tenemos en el Perú una Dirección General de Estadística que, claro está, funciona últimamente. Merced a la labor de este departamento se publica anualmente un “Extracto Estadístico del Perú”. Pero para esta obra no se dispone, materialmente, sino de los pocos datos que puede suministrarle el mecanismo de nuestra organización. A la dirección de Estadística no es posible pedirle milagros. Se mueve dentro de un ámbito limitado. Y, sobre todo, su objeto no es crear la estadística sino compilarla u ordenarla.
El “Extracto Estadístico” no nos dice en 1925, sobre la, población del Perú, más de lo que nos dijo en 1896 la Sociedad Geográfica. Es un conjunto de datos en su mayor parte fragmentarios Sus lagunas son inverosímiles.
Falta estadística del trabajo y de la producción industriales. La estadística agrícola es exigua. Se refiere casi exclusivamente a la producción de caña, algodón, arroz. No solo la pequeña producción sino casi toda la producción de la sierra y la montaña escapa a todo control. No existe una estadística de la propiedad agraria que permita saber, aproximadamente al menos, la proporción de grandes, medios y pequeños propietarios. El ‘‘Extracto Estadístico” no nos dice nada de cosas elementales. No nos ofrece los números índices del costo de la vida. Y apenas si señala el movimiento demográfico de unas cuantas ciudades.

III

Esta falta de Estadística depende, sin duda, de que el Perú es aún, como escribió hace varios años Víctor Maúrtua, un “país inorgánico”. La estadística requiere, precisamente, lo que Maúrtua, en su juicio preciso y exacto, echaba de menos en el Perú: organicidad. La estadística es un efecto, una consecuencia, un resultado. No puede ser elaborada artificialmente. Representa un signo de organicidad, de organización.
En un país organizado y orgánico, cada comuna funciona como una célula viva del Estado. No es posible, por consiguiente, que el Estado ignore nada de la población, del trabajo, de la producción, del consumo. Lo que se sustrae a su control es muy insignificante y adjetivo.
Pero en el Perú todos sabemos bien lo que son los municipios y hasta qué punto se puede hablar de municipios. El Estado no controla sino una parte de la población. Sobre la población indígena su autoridad pesa por intermedio y al arbitrio de la feudalidad o el gamonalismo... Y la propia feudalidad si impone a los indios una servidumbre, no puede ni sabe imponerles ninguna organización. Si se explora la sierra, se descubre enseguida formas e instituciones supérstites de un régimen o de un orden que se considera absoluta y definitivamente cancelado desde la dominación española.
El problema de la estadística no presenta, por tanto, menos complejidad que los otros problemas nacionales. No se puede avanzar gran cosa en su solución mientras no se avance otro tanto en una solución esencial de problemas más graves. Este problema, como todos, no se deja aislar, no se deja incomunicar. Cuando se resuelvan los problemas fundamentales de nuestra organización, se resolverá también este de un modo integral. Antes no.
Es evidente, sin embargo que entre tanto, se podría hacer muchísimo más de lo que se hace. Lo que del Perú se sabe estadísticamente está muy lejos de lo que es posible saber. Así como es factible, por ejemplo, el censo, son factibles muchas otras cosas. Nada excusa la falta de cuadros del movimiento demográfico de todas las ciudades. Nada excusa tampoco la falta de números índices del costo de la vida siquiera en las principales. Por lo menos los mayores centros de producción, de trabajo y de comercio del Perú deberían tener ya una verdadera estadística.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El porvenir de Lima

El porvenir de Lima

I

El espectáculo del desarrollo de Lima en los últimos años, mueve a nuestra gente impresionista a previsiones del delirante optimismo sobre el futuro cercano de la capital. Los barrios nuevos, las avenidas de asfalto, recorridas en automóvil, a sesenta u ochenta kilómetros, persuaden fácilmente a un limeño —bajo su epidérmico y risueño escepticismo, el limeño es mucho menos incrédulo de lo que parece— de que Lima sigue a prisa el camino de Buenos Aires o Río Janeiro.

Estas previsiones parten todas de la impresión física del crecimiento del área urbana. Se mira solo la multiplicación de los nuevos sectores urbanos. Se constata que, según su movimiento de urbanización, Lima quedará pronto unida con Miraflores y la Magdalena.
Las “urbanizaciones”, en verdad trazan ya, en el papel, la superficie de una urbe de almenas un millón de habitantes.

Pero en si mismo el movimiento de urbanización no prueba nada. La falta de un censo reciente no nos permite conocer con exactitud el crecimiento demográfico de Lima de 1920 a hoy. El censo de 1920 fijaba en 228,740 el número de habitantes de Lima. Se ignora la proporción del aumento de los últimos seis años. Más los datos disponibles indican que ni el aumento por natalidad ni el aumento por inmigración han sido excesivos. Y, por tanto, resulta demasiado evidente que el crecimiento de la superficie supera exhorbitantemente en Lima al crecimiento de la población. Los dos procesos, los dos términos no coinciden. El proceso de urbanización avanza por su propia cuenta.

El optimismo limeño respecto al porvenir próximo de la capital se alimenta, en gran parte, de la seguridad de que esta continuará usufructuando largamente las ventajas de un régimen centralista que le aseguren sus privilegios de sede del poder, del placer, de la moda, etc. Pero el desarrollo de una urbe no es una cuestión de privilegios políticos y administrativos. Es, más bien, una cuestión de privilegios económicos.

En consecuencia, lo que hay que investigar es si el desenvolvimiento orgánico de la economía peruana garantiza a Lima la función necesaria para que su futuro sea el que se predice o, mejor dicho, se augura.

II

Examinemos rápidamente las leyes de la biología de la urbe y veamos hasta qué punto se presentan favorables a Lima.

Los factores esenciales de la urbe son estos tres: el factor natural o geográfico, el factor económico y el factor político. De estos tres factores, el único que en el caso de Lima conserva íntegra su potencia es el tercero.

Lucien Romier escribe, estudiando el desarrollo de las ciudades francesas, lo siguiente: “En tanto que las ciudades secundarias gobiernan los cambios locales, la formación de las grandes ciudades supone conexiones y corrientes de valor nacional o internacional: su fortuna depende de una red de actividades más vasta. Su destino desborda, pues, los cuadros administrativos y a veces las fronteras sigue los movimientos generales de la circulación”.

Y bien, estas conexiones y corrientes de valor nacional e internacional no se concentran en el Perú en la capital. Lima no es, geográficamente, el centro de la economía peruana. No es, sobre todo, la desembocadura de sus corrientes comerciales.

En un artículo "sobre “la capital del sprit”, publicado últimamente en una revista italiana, César Falcón hace inteligentes observaciones sobre este tópico. Constata Falcón que las razones del estupendo crecimiento de Buenos Aires son fundamentalmente, razones económicas y geográficas. Buenos Aires es el puerto y el mercado de la agricultura y la ganadería argentinas. Todas las grandes vías del comercio argentino desembocan ahí. Lima, en cambio, no puede ser sino una de las desembocaduras de los productos peruanos. Por diferentes puertos de la larga costa peruana tienen que salir los productos del norte y del sur.

Todo esto es de una evidencia incontestable. El Callao se mantiene y se mantendrá por mucho tiempo en el primer puesto de la estadística aduanera. Pero el aumento de la explotación del territorio y sus recursos no se reflejará, sin duda, en provecho principal del Callao. Determinará el crecimiento de varios otros del litoral. El caso de Talara es un ejemplo. En pocos años, Talara se ha convertido, por el volumen de sus exportaciones e importaciones en el segundo puerto de la república. Los beneficios directos de la industria petrolera escapan completamente a la capital. Esta industria exporta e importa sin emplear absolutamente, como intermediario, a la capital ni a su puerto. Otras industrias que nazcan en la sierra o en la costa tendrán el mismo destino y las mismas consecuencias.

El porvenir de Lima, por ende, no se anuncia tan magnífico como el fácil optimismo de nuestra gente se inclina a creer. Los nuevos barrios, mejor dicho las nuevas áreas urbanas, son signos de salud y motivos de esperanza. Pero un examen realista de las cosas conduce a previsiones más modestas.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La civilización y el caballo

La civilización y el caballo

El indio jinete es uno de los testimonios vivientes en que Luis E. Valcárcel apoya, en su reciente libro “Tempestad en los Andes” (Editorial Minerva, 1927) su evangelio -sí, evangelio: buena nueva- del “nuevo indio”. El indio a caballo constituye, para Valcárcel, un símbolo de carne. “El indio a caballo, escribe Valcárcel- es un nuevo indio, altivo, libre, propietario, orgulloso de su raza, que desdeña al blanco y al mestizo. Ahí donde el indio ha roto la prohibición española de cabalgar, ha roto también las cadenas”. El escritor cuzqueño parte de una valoración exacta del papel del caballo en la Conquista. El caballo, como está bien establecido, concurrió principal y decisivamente a dar al español, a ojos del indio, un poder sobre-natural. Los españoles trajeron, como armas materiales, para someter al aborigen, el hierro, la pólvora y el caballo. Se ha dicho que la debilidad fundamental de la civilización autóctona fue su ignorancia del hierro. Pero, en verdad, no es acertado atribuir a una sola superioridad la victoria de la cultura occidental sobre las culturas indígenas de América. Esta victoria, tiene su explicación integral en un conjunto de superioridades, en el cual, no priman, por cierto, las físicas. Y entre estas, cabe reconocer, la prioridad a las zoológicas. Primero, la criatura; después lo creado, lo artificial. Este aparte de que el domesticamiento del animal, su aplicación a los fines y al trabajo humanos, representa la más antigua de las técnicas.
Más bien que sojuzgadas por el hierro y la pólvora, preferimos imaginar al indio, sojuzgado no precisamente por el caballo, pero sí por el caballero. En el caballero, resucitaba, embellecido, espiritualizado, humanizado, el mito pagano del centauro. El caballero, arquetipo del Medioevo, -que mantiene su señorío espiritual sobre la modernidad, hasta ahora mismo, porque el burgués, no ha sido capaz psicológicamente más que de imitar y suplantar al noble,- es el héroe de la Conquista. Y la conquista de América, la última cruzada, aparece como la más histórica, la más iluminada, la más trascendente proeza de la caballería. Proeza típicamente caballeresca, hasta porque de ella debía morir la caballería, al morir -trágica, cristiana y grandiosamente- el Medioevo.
El coloniaje adivinó y reivindicó a tal punto la parte del caballo en la Conquista que, -por sus ordenanzas que prohíben al indio esta cabalgadura,- el mérito de esa epopeya, parece pertenecer más al caballo que al hombre. El caballo, bajo el español, era tabú para el indio. Lo que podía entenderse como una consecuencia de su condición de siervo si se recuerda que Cervantes, atento al sentido de la caballería, no concibió a Sancho Panza, como a Don Quijote, jinete de un rocín sino de un asno. Pero, visto que en la Conquista se confundieron hidalgos y villanos, hay que suponerle la intención de reservar al español, los instrumentos -vale decir el secreto- de la Conquista. Porque el rigor de este tabú, condujo al español a mostrarse más generoso de su amor que de sus caballos. El indio tuvo al caballero antes que a la cabalgadura.
La más aguda intuición poética de Chocano, aunque como suya, se vista retórica y ampulosamente, es quizá la que creó su elogio de “Los caballos de los conquistadores”. Cantar de este modo la Conquista es sentirla, ante todo, como epopeya del caballo, sin el cual España no habría impuesto su ley al Nuevo Mundo.
La imaginación criolla, conservó después de la Colonia, este sentido medioeval de la cabalgadura. Todas las metáforas de su lenguaje político acusan resabios y prejuicios de jinetes. La expresión característica de lo que ambicionaba el caudillo está en el lugar común de “las riendas del poder”. Y “montar a caballo”, se llamó siempre a la acción de insurgir para empuñarlas. El gobierno que se tambalea, estaba “en mal caballo”.
El indio peatón, y más todavía, la pareja melancólica del indio y la llama, es la alegría de una servidumbre. Valcárcel tiene razón. El “gaucho” debe la mitad de su ser a la pampa y al caballo. Sin el caballo ¡cómo habrían pesado sobre el criollo argentino, el espacio y la distancia! Como pesan hasta ahora, sobre las espaldas del indio chasqui. Gorki nos presenta al mujik, abrumado por la estepa sin límite. El fatalismo, la resignación del mujik, vienen de esta sociedad y esta impotencia ante la naturaleza. El drama del indio no es distinto: drama de servidumbre al hombre y servidumbre a la naturaleza. Para resistirlo mejor, el mujik contaba con su tradición de nomadismo y con los curtidos y rurales caballitos tártaros, que tanto bien parecerse a los de Chumbivilcas.
Pero Valcárcel nos debe otra estampa, otro símbolo: el indio “chauffeur”, como lo vio en Puno, este año, escritas ya las cuartillas de “Tempestad en los Andes”.
La época industrial burguesa de la civilización occidental; permaneció, por muchas razones, ligada al caballo. No solo porque persistió en su espíritu el acatamiento a los módulos y el estilo de la nobleza ecuestre, sino porque el caballo continuó siendo, por mucho tiempo, un auxiliar indispensable del hombre. La máquina desplazó, poco a poco, al caballo de muchos de sus oficios. Pero el hombre agradecido, incorporó para siempre al caballo en la nueva civilización, llamando “caballo de fuerza” a la unidad de potencia motriz.
Inglaterra, que guardó bajo el capitalismo una gran parte de su estilo y su gusto aristocrático, estilizó y quintaesenció al caballo inventando el “pursang” de carrera. Es decir, el caballo emancipado de la tradición servil del animal de tiro y del animal de carga. El caballo puro que, aunque parezca irreverente, representaría teóricamente, en su plano, algo así como, en el suyo, la poesía pura. El caballo fin de sí mismo, sobre el cual desaparece el caballero para ser reemplazado por el jockey. El caballero se queda a pie.
Mas, este parece ser el último homenaje de la civilización occidental a la especie equina. Al desplazarse de Inglaterra a Estados Unidos, el eje del capitalismo, lo ecuestre ha perdido su sentido caballeresco. Norte América prefiere el box a las carreras. Prohibido el juego, la hípica ha quedado reducida a la equitación. La máquina anula cada día más al caballo. Esto, sin duda, ha movido a Keyserlig a suponer que el chauffeur sucede como símbolo al caballero. Pero el tipo, el espécimen hacia el cual nos acercamos, es más bien el del obrero. Ya el intelectual acepta este título que resume y supera a todos. El caballo, por otra parte, como transporte, es demasiado individualista. Y el vapor, el tren, sociales y modernos por excelencia, no lo advierten siquiera como competidor. La última experiencia bélica marca en fin, la decadencia definitiva de la caballería.
Y aquí concluyo. El tema de una decadencia, conviene, más que a mí, a cualquiera de los abundantes discípulos de don José Ortega y Gasset.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El destino de Norteamérica [Recorte]

El destino de Norteamérica

Toda querella entre neo-tomistas franceses y “racistas” alemanes sobre si la defensa de la civilización occidental compete al espíritu latino y romano o al espíritu latino y romano o al espíritu germano y protestante, encuentra en el plan Dawes incontestablemente
documentada su vanidad. El pago de la indemnización alemana y de la deuda aliada, ha puesto en manos de los Estados Unidos la suerte de la economía y, por tanto, de la política de Europa. La convalescencia financiera de los Estados europeos no es posible sin el crédito yanqui. El espíritu de Locarno, los pactos de seguridad, etc., son los nombres con que se designa las garantías exigidas por la finanza norteamericana para sus cuantiosas inversiones en la hacienda pública y la industria de los Estados europeos. La Italia fascista, que tan arrogantemente anuncia la restauración del poder de Roma , olvida, que sus compromisos con los Estados Unidos colocan su valuta, a merced de este acreedor.

El capitalismo, que en Europa se manifiesta desconfiado de sus propias fuerzas, en Norte América se muestra ilimitadamente optimista respecto a su destino. Y este optimismo descansa, simplemente, en una buen a salud. Es el optimismo biológico de la juventud que, constatando su excelente apetito, no se preocupa de que vendrá la hora de la arterio-esclerosis. En Norte América el capitalismo tiene todavía las posibilidades de crecimiento que en Europa la destrucción bélica dejó irreparablemente malogradas.
El Imperio Británico conserva aún una formidable organización financiera; pero, como lo acredita el problema de las minas de carbón, su industria ha perdido el nivel técnico que antes le aseguraba la primacía. La guerra lo ha convertido de acreedor en deudor de Norte América.

Todos estos -hechos indican que en Norte - América se encuentra ahora la sede, el eje, el centro de la sociedad capitalista. La industria yanqui es la mejor equipada para la producción en gran escala al menor costo: la banca, a cuyas arcas afluye el oro acaparado por Norte - América en los negocios bélicos y post-bélicos, garantiza con sus capitales, a la vez que el incesante mejoramiento de la aptitud industrial, la conquista, de los mercados que deben absorber sus manufacturas. Subsiste todavía, si no la realidad, la ilusión de un regimen de libre concurrencia. El Estado, la enseñanza, las leyes, se confirman a los principios de una democracia individualista, dentro de la cual todo ciudadano puede ambicionar libremente la posesión de cien millones de dólares. Mientras en Europa los individuos de la clase obrera y de la clase media se sienten cada vez más encerrados dentro de sus fronteras de clase, en los Estados Unidos creen que la fortuna y el poder son aún accesibles a todo el que tenga aptitud para conquistarlos. Y esta es la medida de la subsistencia, dentro de una sociedad capitalista, de los factores psicológicos que determinan su desarrollo.

El fenómeno norte-americano, por otra parte, no tiene nada de arbitrario. Norte América se presenta, desde su origen, predestinada
para la máxima realización capitalista. En Inglaterra el desarrollo capitalista no ha logrado, no obstante su extraordinaria potencia, la extirpación de todos los rezagos feudales. Los fueros aristocráticos no han cesado de pesar sobre su política y su economía. La burguesía inglesa, contenta de concentrar sus energías en la industria y el comercio, no se ocupó de disputar la tierra a la aristocracia. El dominio de la tierra debía gravar sobre la extirpación del subsuelo. Pero la burguesía inglesa no quiso sacrificar a sus landlores, destinados a mantener una estirpe exquisitamente refinada y decorativa. Es, por eso, que sólo ahora parece descubrir su problema agrario. Sólo ahora que su industria declina, echa de menos una agricultura próspera y productiva en las tierras donde la aristocracia tiene sus cotos de cacería. El capitalismo norteamericano, en tanto, no ha tenido que pagarle a ninguna feudalidad royaltis pecuniarios ni espirituales. Por el contrario, procede libre y vigorosamente de los primeros gérmenes intelectuales y morales de la revolución capitalista. El pionner de Nueva Inglaterra era el puritano expulsado de la patria europea por una revuelta religiosa que constituyó la primera afirmación burguesa. Los Estados Unidos surgían así de una manifestación de la Reforma protestante, considerada como la más pura y originaria manifestación espiritual de la burguesía, esto es del capitalismo. La fundación de la república norteamericana significó, en su tiempo, la definitiva consagración de este hecho y de sus consecuencias. “Las primeras colonias establecidas en la costa oriental —escribe Waldo Frank— tuvieron por carta la adquisición de la riqueza. Su revuelta contra Inglaterra, en 1775, empeñaba una de las primeras luchas abiertas entre el capitalismo burgués y la vieja feudalidad. El triunfo de las colonias, del cual nacieron los Estados Unidos, señaló el triunfo del régimen capitalista. Y desde entonces la América no ha tenido ni tradición ni medio de expresión que fuese libre de esta revolución industrial a la que debe su existencia”. Y el mismo Frank recuerda el famoso y conciso juicio de Charles A. Beard, sobre la carta de 1789: “La Constitución fue esencialmente un acto económico, basado sobre la noción de que los derechos fundamentales de la propiedad privada son anteriores a todo gobierno y están moralmente fuera del alcance de las mayorías populares”.

Para su enérgico y libérrimo florecimiento, ninguna traba material ni moral ha estorbado al capitalismo norteamericano, único en el mundo que en su origen ha reunido todos los factores históricos del perfecto Estado burgués, sin embarazantes tradiciones aristocráticas y monárquicas. Sobre la tierra virginal de América, de donde borraron toda huella indígena, los colonizadores anglo-sajones echaron desde su arribo los cimientos del orden capitalista.

La guerra de secesión constituyó también una necesaria afirmación capitalista, que liberó a la economía yanqui de la sola tara de
su infancia: la esclavitud. Abolida la esclavitud, el fenómeno capitalista encontraba absolutamente franca su vía. El judío, — tan
vinculado al desarrollo del capitalismo, como lo estudia Werner Sombart, no sólo por la espontánea aplicación utilitaria de su individualismo expansivo e imperialista, sino sobre todo por la exclusión radical de toda actividad “noble” a que lo condenara el Medioevo,— se asoció al puritano en la empresa de construir el más potente Estado industrial, la más robusta democracia burguesa.

Ramiro de Maeztu,— que ocupa una posición ideológica mucho más sólida que los filósofos neo-tomistas de la reacción en Francia e Italia, cuando reconoce en New York la antítesis verdadera de Moscú, asignando así a los Estados Unidos la función de defender y continuar la civilización occidental como civilización capitalista:—discierne muy bien por lo general, dentro de su apologética burguesa, los elementos morales de la riqueza y del poder en Norte América. Pero los reduce casi completamente a los elementos puritanos o protestantes. La moral puritana, que santifica la riqueza, estimulando cómo un signo del favor divino, es en el fondo la moral judía, cuyos principias asimilaron los puritanos en el Antiguó Testamento. El parentesco del puritano con el judío ha sido establecido doctrinalmente hace mucho tiempo: y la experiencia capitalista anglo-sajona no sirve sino para confirmarlo. Pero Maeztu, fervoroso panegirista del “fordismo” industrial, necesita eludirlo, tanto por deferencia a la requisitoria de Mr. Ford contra el “judío internacional”, como por adhesión a la ojeriza conque todos los movimientos “nacionalistas" y reaccionarios del mundo miran al espíritu judío, sospechado de terrible concomitancia con el espíritu socialista por su ideal común de universalismo.

El dilema Roma o Moscú, a medida que se esclarezca el oficio de los Estados Unidos como empresarios de la estabilización capitalista—fascista o parlamentaria— de Europa, cederá su sitio al dilema New York o Moscú.. Los dos polos de la historia contemporánea son Rusia y Norte América: capitalismo y comunismo, ambos imperialistas aunque muy diversa y opuestamente. Rusia y Estados Unidos: los dos pueblos que más se oponen doctrinal y políticamente y, al mismo tiempo, los dos pueblos más próximos como suprema y máxima expresión del activismo y del dinamismo occidentales. Ya Bertrand Russell remarcaba hace varios años el extraño parecido que existe entre los capitanes de la industria yanqui y los funcionarios de la economía marxista rusa. Y un poeta, trágicamente eslavo, Alexandra Block saludaba el alba de la revolución con estas palabras: “He aquí la estrella de la América nueva”.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Motivos polémicos. La crítica revisionistas y los problemas de la reconstrucción económica.

Motivos polémicos. La crítica revisionistas y los problemas de la reconstrucción económica

No se concibe una revisión -y menos todavía una liquidación- del marxismo que no intente, ante todo, una rectificación documentada y original de la economía marxista. Henri de Man, sin embargo, se contenta en este terreno con chirigotas como la de preguntarse “porqué Marx no hizo derivar la evolución social de la evolución geológica o cosmológica”, en vez de hacerla depender, en último análisis, de las causas económicas. De Man no nos ofrece ni una crítica ni una concepción de la economía contemporánea. Parece conformarse, a este respecto, con las conclusiones a que arribó Vandervelde en 1898, cuando declaró caducas las tres siguientes proposiciones de Marx: ley de bronce de los salarios, ley de la concentración del capital y ley de la correlación entre la potencia económica y la política. Desde Vandervelde, que como agudamente observaba Sorel no se consuela, (i aún con las satisfacciones de su gloriola internacional) de la desgracia de haber nacido en un país demasiado chico para su genio, hasta Antonio Graziadei, que pretendió independizar la teoría del provecho de la teoría del valor; y desde Berstein, líder del revisionismo alemán, hasta Hilferding, autor del “Finanzkapital”, la bibliografía económica socialista encierra una copiosa especulación teórica, a la cual el novísimo y espontáneo albacea de la testamentaría marxista no agrega nada de nuevo.

Henri de Man se entretiene en chicanear acerca del grado diverso en que se han cumplido las previsiones de Marx sobre la descalificación del trabajo a consecuencia del desarrollo del maquinismo. “La mecanización de la producción -sostiene De Man- produce dos tendencias opuestas: una que descalifica el trabajo y otra que lo recalifica”. Pero este hecho es obvio. Lo que importa es saber la proporción en que la segunda tendencia compensa la primera. Y a este respecto De Man no tiene ningún dato que darnos. Únicamente se siente en grado de “afirmar que por regla general las tendencias descalificadoras adquieren carácter al principio del maquinismo, mientras que las recalificadoras son peculiares de un estado más avanzado del progreso técnico”. No cree De Man que el taylorismo, que “corresponde enteramente a las tendencias inherentes a la técnica de la producción capitalista, como forma de producción que rinda todo lo más posible con ayuda de las máquinas y la mayor economía posible de la mano de obra”, imponga sus leyes a la industria. En apoyo de esta conclusión afirma que “en Norteamérica, donde nació el taylorismo, no hay una sola empresa importante en que la aplicación completa del sistema no haya fracasado a causa de la imposibilidad psicológica de reducir a los seres humanos al estado del gorila”. Esta puede ser otra ilusión de teorizante belga, muy satisfecho de que a su alrededor sigan hormigueando tenderos y artesanos; pero dista mucho de ser una aserción corroborada por los hechos. Es fácil comprobar que los hechos desmienten a De Man. El sistema industrial de Ford, del cual esperan los intelectuales de la democracia toda suerte de milagros, se basa como es notorio en la aplicación de los principios tayloristas. Ford, en su libro “Mi Vida y mi Obra”, no ahorra esfuerzos por justificar la organización taylorista del trabajo. Su libro es, a este respecto, una defensa absoluta del maquinismo, contra las teorías de psicólogos y filántropos. “El trabajo que consiste en hacer sin cesar la misma cosa y siempre de la misma manera constituye una perspectiva terrificante para ciertas organizaciones intelectuales. Lo sería para mí. Me sería imposible hacer la misma cosa de un extremo del día al otro; pero he debido darme cuenta de que para otros espíritus, tal vez para la mayoría, este género de trabajo no tiene nada de aterrante: Para ciertas inteligencias, al contrario, lo temible es pensar. Para estas, la ocupación ideal es aquella en que el espíritu de iniciativa no tiene necesidad de manifestarse”. De Man confía en que el taylorismo se desacredite, por la comprobación de que “determina en el obrero consecuencias psicológicas de tal modo desfavorables a la productividad que no pueden hallarse compensadas con la economía de trabajo y de salarios teóricamente probable”. Mas, en esta como en otras especulaciones, su razonamiento es de psicólogo y no de economista. La industria se atiene, por ahora, al juicio de Ford mucho más que al de los socialistas belgas. El método capitalista de racionalización del trabajo ignora radicalmente a Henri de Man. Su objeto es el abaratamiento del costo mediante el máximo empleo de máquinas y obreros no calificados. La racionalización tiene, entre otras consecuencias, la de mantener, con un ejército permanente de desocupados, un nivel bajo de salarios. Esos desocupados provienen, en buena parte, de la descalificación del trabajo por el régimen taylorista, que tan prematura y optimistamente De Man supone condenado.

De Man acepta la colaboración de los obreros en el trabajo de reconstrucción de la economía capitalista. La práctica reformista obtiene absolutamente su sufragio. “Ayudando al restablecimiento de la producción capitalista y a la conservación del estado actual, -afirma- los partidos obreros realizan una labor preliminar de todo progreso ulterior”. Poca fatiga debía costarle, entonces, comprobar que entre los medios de esta reconstrucción, se cuenta en primera línea el esfuerzo por racionalizar el trabajo perfeccionando los equipos industriales, aumentado el trabajo mecánico y reduciendo el empleo de mano de obra calificada.
Su mejor experiencia moderna, la ha sacado, sin embargo, Norteamérica tierra de promisión cuya vitalidad capitalista lo ha hecho pensar que “El socialismo europeo en realidad, no ha nacido tanto de la oposición contra el capitalismo como entidad económica como de la lucha contra ciertas circunstancias que han acompañado al nacimiento del capitalismo europeo: tales como la pauperización de los trabajadores, la subordinación de clases sancionada por las leyes, los usos y costumbres, la ausencia de democracia política, la militarización de los Estados, etc”. En los Estados Unidos el capitalismo se ha desarrollado libre de residuos feudales y monárquicos. A pesar de ser ese un país capitalista por excelencia, “no hay un socialismo americano que podamos considerar como expresión del descontento de las masas obreras”. El socialismo, como conclusión lógica viene a ser algo así como el resultado de una serie de taras europeas, que Norteamérica no conoce.

De Man no formula explícitamente este concepto, porque entonces quedaría liquidado no solo el marxismo sino el propio socialismo ético que, a pesar de sus muchas decepciones, se obstina en confesar. Pero he aquí una de las cosas que el lector podría sacar en claro de su alegato. Para un estudioso serio y objetivo -no hablemos ya de un socialista- habría sido fácil reconocer en Norteamérica una economía capitalista vigorosa que debe una parte de su plenitud e impulso a las condiciones excepcionales de libertad en que le ha tocado nacer y crecer, pero que no se sustrae, por esta gracia original, al sino de toda economía capitalista. El obrero norteamericano es poco dócil al taylorismo. Más aún, Ford constata su arraigada voluntad de ascensión. Más la industria yanqui dispone de obreros extranjeros que se adaptan fácilmente a las exigencias de la taylorización. Europa puede abastecerla de los hombres que necesita para los géneros de trabajo que repugnan al obrero yanqui. Por algo los Estados Unidos es un imperio; y para algo Europa tiene un fuerte saldo de población desocupada y famélica. Los inmigrantes europeos no aspiran generalmente a salir de maestros obreros remarca Mr. Ford. De Man, deslumbrado por la prosperidad yanqui, no se pregunta al menos si el trabajador americano encontrará siempre las mismas posibilidades de elevación individual. No tiene ojos para el proceso de proletarización que también en Estados Unidos se cumple. La restricción de la entrada de inmigrantes no le dice nada.

El neo-revisionismo se limita a unas pocas superficiales observaciones empíricas que no aprehenden el curso mismo de la economía, ni explican el sentido de la crisis post-bélica. Lo más importante de la previsión marxiana -la concentración capitalista- se ha realizado. Social-demócratas como Hilferding, a cuya tesis se muestra más atento un político burgués como Vaillaux. (“¡Ou va la franse?” que un teorizante socialista como Henri de Man, aportan su testimonio científico a la comprobación de este fenómeno. ¿Qué valor tienen al lado del proceso de concentración capitalista, que confiere el más decisivo poder a las oligarquías financieras y a los trusts industriales, los menudos y parciales reflujos escrupulosamente registrados por un revisionismo negativo, que no se cansa de rumiar mediocre e infatigablemente a Bernstein, tan superior evidentemente, como ciencia y como mente, a sus pretensos continuadores? En Alemania, acaba de acontecer algo en que deberían meditar con provecho los teorizantes empeñados en negar la relación de poder político y poder económico. El partido populista, castigado en las elecciones, no ha resultado, sin embargo, mínimamente disminuido en el momento de organizar un nuevo ministerio. Ha parlamentado y negociado de potencia a potencia con el partido socialista, victorioso en los escrutinios. Su fuerza depende de su carácter de partido de la burguesía industrial y financiera; y no puede afectarla la pérdida de algunos asientos en el Reichstag, ni aún si la social-democracia los gana en proporción triple.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira