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Fondo José Carlos Mariátegui Revista Mundial Ideologías
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Waldo Frank

Waldo Frank

I
De los tres grandes Frank contemporáneos, Ralph Waldo Frank es el más próximo a la conciencia y a los problemas de la nueva generación hispano-americana. Henri Frank, el autor de “La Dame devant L’Arche”, muerto hace algunos años, a quien todos los hombres de hoy consideramos, sin embargo, tan nuestro y tan actual, pertenece demasiado a Francia. Este escritor, admirable por su espíritu y su sensibilidad, sentía la crisis humana en la crisis francesa. Leonhard Frank, el autor de “Das Menchs un gut”, escribe, en un lenguaje expresionista, para un mundo espiritualmente lejano y distinto. Waldo Frank, en cambio, es un hombre de América.
Solo una élite conocía en (1925) los libros de Waldo Frank. El público hispano-americano no sabía casi nada de su autor. “La Revista de Occidente” había publicado un ensayo de este gran contemporáneo. Un año antes, “Valoraciones”, la excelente revista del grupo “Renovación” de la Plata, y otros órganos del continente había revelado Frank a sus lectores publicando el sencillo y hermoso mensaje a los intelectuales hispano-americanos de que fue portador en 1924 el escritor mexicano Alfonso Reyes. En suma, apenas unos pocos fragmentos y unas cuantas noticias de una obra ya ilustre y copiosa que ha dado a su autor merecido renombre en Europa.
Es cierto que la literatura y el pensamiento de Estados Unidos, en general, no llegan a la América española sino con mucho retardo y a través de pocos especímenes. Ni aún las grandes figuras nos son familiares. Jack London, Theodore Dreiser, Carl Sandburg, vertidos ya a muchos idiomas, aguardan aún su turno en español. Henry Thoreau, el puritano de “Walden”, el amigo de Emerson, permanece ignorado en esta América. Lo mismo hay que decir de Royce, Dresser y de otros filósofos. Hispano-América no los lee. Lee, en cambio, a pasto, al señor Marden, cuyo pragmatismo barato, de fácil y vasto consumo en la clase media constituye uno de los productos más conocidos de la manufactura norte-americana.
Un motivo para esta excepción; Waldo Frank -que en su penetrante ensayo “El Español”, capítulo de su libro “Virgin Spain”, demuestra una aptitud tan genial para penetrar en el alma y la historia de un pueblo y un conocimiento tan hondo de la psicología y la sociología españolas,- es autor de un libro que encierra en sus páginas la más original e inteligente interpretación de los Estados Unidos, “Our America”. Y no me parece posible dudar que la actitud de los pueblos hispano-americanos ante los Estados Unidos debe apoyarse en un estudio y una valoración exactos del fenómeno yanqui.
De otro lado, Waldo Frank es un representante de la inteligencia y el espíritu norte-americanos que habla así a los intelectuales de Hispano América: “Debemos ser amigos. No amigos de la ceremoniosa clase oficial, sino amigos en ideas, amigos en actos, amigos en una inteligencia común y creadora. Estamos comprometidos a llevar a cabo una solemne y magnífica empresa. Tenemos el mismo ideal: justificar América, creando en América una cultura espiritual. Y tenemos el mismo enemigo: el materialismo, el imperialismo, el estéril pragmatismo del mundo moderno. Si las fuerzas de la vida creadora tienen que prevalecer contra ellas, deben también unirse. Este es el cruento problema de nuestros siglos y es un problema tan antiguo como la historia”.
En uno de mis artículos sobre ibero-americanismo, he repudiado ya la concepción simplista de los que en Estados Unidos ven solo una nación manufacturera, materialista y utilitaria. He sostenido la tesis de que el ibero-americanismo no debía desconocer ni subestimar las magníficas fuerzas de idealismo que han operado en la historia yanqui. La levadura de los Estados Unidos han sido sus puritanos, sus judíos, sus místicos. Los emigrados, los exiliados, los perseguidos de Europa. Ese mismo misticismo de la acción que se reconoce en los grandes capitales de la industria norte-americana, ¿no desciende acaso del misticismo ideológico de sus antepasados?
Y bien. Waldo Frank se siente -y es- “portador de la verdadera tradición americana”. No es cierto, que esta tradición esté representada, en nuestro siglo, por Hoover, Morgan y Ford. En las páginas de “Nuestra América”, Waldo Frank nos enseña en donde y en quienes está fuerza espiritual de los Estados Unidos. En su mensaje a la inteligencia ibero-americana reivindica para su generación el honor y la responsabilidad de este patrimonio histórico: “Nosotros, la minoría de los Estados Unidos, que se dedica a la tarea de dotar a nuestro país de un espíritu digno de su magnífico cuerpo, sentimos que somos la verdadera tradición americana. En una generación más sencilla, Withman, Thoreau, Emerson, Lincoln, representaron esa tradición; en un medio más complejo y difícil de manejar, nuestra generación encarna el Verbo. Todavía estamos diseminados en pequeños grupos en mil ciudades, todavía tenemos poca influencia en asuntos políticos y de autoridad; pero estamos creciendo enormemente; estamos apoderándonos de la juventud del país; disponemos del poder de persuasión de la fe religiosa; tenemos la energía del afecto, tenemos la permanencia de la verdad; disponemos, por decirlo así, del futuro”.
“Nuestra América” no es un libro de historia en la acepción común de este vocablo; pero sí lo es en su acepción profunda. No es cónica ni análisis; es teoría y síntesis. En un bosquejo de pocos y sobrios trazos, Waldo Frank nos ofrece una acabada imagen espiritual de los Estados Unidos. Más que explicar, su libro quiere sugerir. Y lo logra admirablemente. “No escribo una historia de las costumbres; menos aún una historia de las letras -dice Frank en su prólogo-. Si me he detenido largamente en ciertos escritores y ciertos artistas, lo he hecho tal como el dramaturgo elige, entre las palabras de sus personajes, las más saltantes y las más significativas para hacer su pieza. He escogido, he omitido, con la mira de sugerir un vasto movimiento por algunas líneas que puedan asir y retener algo de la solidez de la vida”. Waldo Frank no se preocupa sino de las verdades fundamentales. Con ellas compone una interpretación de todo el fenómeno norte-americano.
Este libro tiene, además, el mérito de no ser un producto de laboratorio. Su génesis es sugestiva. Waldo Frank lo dedica en el prólogo a Jacques Copeau y Gastón Gallimard quienes, en una visita a los Estados Unidos, suscitaron en su espíritu el deseo y la necesidad de encontrar una respuesta a las interrogaciones de una curiosa inteligente y acendrada. Copeau y Gallimard plantaron a Waldo Frank con sus preguntas “el problema enorme de llevar la luz hasta las profundidades vitales y escondidas para hacer surgir -en su energía y su verdad- el juego de una vida articulada”. En el curso de sus conversaciones con sus amigos franceses, Waldo Frank vio que “América era un concepto por crear”.
Waldo Frank señala al pioneer, al puritano y al judío, como los elementos primarios de la formación de Norte América. El pioneer, sobre todo, es el que da su tonalidad al pueblo, a la sociedad, a la vida yanquis. El espíritu de Estados Unidos se precisa, a lo largo de su historia, como un espíritu pioneer. El pioneer se asimiló al puritano. “Bajo la presión de las necesidades del pioneer, -escribe Frank- absorbida toda la energía humana por el empirismo, la religión se materializó. Las palabras místicas subsistieron. Pero en el hecho, la cuestión de vivir era el mayor problema. La religión debía ayudar a resolverlo. En este terreno de la acción y de la utilidad, el espíritu puritano y el espíritu judío se combinaron y se entendieron fácilmente. “Waldo Frank sigue la trayectoria de este acuerdo que no es a él al primero a quien se revela. También en Europa se ha advertido la concomitancia de estos dos espíritus en el desarrollo de la civilización occidental. Piensa Frank certeramente que en el fondo de la protesta religiosa del puritano se agitaba su voluntad de potencia. Un escritor italiano israelita define en esta sola frase toda la filosofía del judaísmo: “l’uomo conosce Dio operando”. La cooperación del judío y del puritano en el proceso de creación del capitalismo y del industrialismo se explica así perfecta y claramente. El pragmatismo, el utilitarismo de los gregarios de dos religiones, severamente moralistas, nace de su voluntad de acción y de potencia. El judío y el puritano, por otra parte, son individualistas. Aparecen, en consecuencia, como los naturales artífices de una civilización, cuyo pensamiento político es el liberalismo y cuya praxis económica es la libertad de comercio y de industria.
La tesis de Waldo Frank sobre Estados Unidos nos descubre una de las virtudes, una de las prestancias del nuevo espíritu. Frank, en el método y en el concepto, en la investigación y en el resultado, se muestra a la vez muy idealista y muy realista. El sentido de la realidad no perjudica su lirismo. Este exaltador poder del espíritu sabe afirmar bien los pies en la materia. Su obra prueba concreta y elocuentemente la posibilidad de acordar el materialismo histórico con un idealismo revolucionario. Waldo Frank emplea el método positivista, pero, en sus manos, el método no es sino un instrumento. No os sorprendáis de que en una crítica del idealismo de Bryan razone como un perfecto marxista y de que en la portada de “Our America” ponga estas palabras de Walt Whitman: “La grandeza real y durable de nuestros Estados será Religión. No hay otra grandeza durable ni real. No hay vida ni hay carácter que merezca este nombre, fuera de la Religión”.
En Waldo Frank, como en todo gran intérprete de la historia, la intuición y el método colaboran. Esta asociación produce una aptitud superior para penetrar en la realidad profunda de los hechos. Unamuno modificaría probablemente su juicio sobre el marxismo si estudiase el espíritu -no la letra- marxista en escritos como el autor de “Nuestra América”. Waldo Frank declara en su libro: “Nosotros creemos ser los verdaderos realistas, nosotros que insistimos en que el Ideal es la esencia de toda realidad”. Pero este idealismo no empaña su mirada con ninguna bruma metafísica ni retórica cuando escruta el panorama de la historia de los Estados Unidos. “La historia de la colonización -escribe entonces- es el resultado de los movimientos económicos en las metrópolis. No hay nada, ni aún ese gesto casto, en el puritanismo, que no haya nacido de la inquietud en que la situación agraria e industrial arrojaba a Inglaterra. Si América fue colonizada, es porque Inglaterra era el rival comercial de España, de Holanda y de Francia. Si América fue colonizada es, ante todo, porque el fervor espiritualista de la Edad Media había pasado el tiempo de su florecimiento y por reacción se transformaba en un deseo de grandeza material. El sueño del oro, la pasión de la seda, la necesidad de encontrar una ruta que condujese más pronto a las riquezas de la India, todos los apetitos de las naciones sobre-pobladas derramaron hombres y energías sobre el suelo de América. Las primeras colonias establecidas sobre la costa oriental, tuvieron por ley la adquisición de la riqueza. Su revuelta contra Inglaterra en 1775 iniciaba una de las primeras luchas abiertas entre el capitalismo burgués y la vieja feudalidad. El triunfo de las colonias, de donde nacieron los Estados Unidos, marcó el triunfo del régimen capitalista. Y desde entonces América no ha tenido ni tradición ni medio de expresión que haya estado libre de esta revolución industrial a la cual debe su existencia”.
Estos son algunos escorzos del pensador. La personalidad de Waldo Frank apenas queda esbozada desde un punto de vista. El crítico, el ensayista el historiador -historiador sí, aunque no haya escrito lo que ordinariamente se llama historia- es además novelista. Si novela “Rahab” es una de las más exquisitas novelas que he leído este año. Novela psicológica sin la morosidad morbosa de Proust. Novela apasionantemente e impresionantemente humana y poética. Y muy moderna y muy nueva. El drama de “Nuestra América” está íntegro en su conflicto y en sus protagonistas. La inspiración religiosa, idealista, no varía. Solo la forma de expresión cambia. El pensador logra una obra de arte; el artista logra una obra de pensamiento.

II
Un escritor español puede expresar a España; pero es casi imposible que pueda entenderla e interpretarla. El español, además, expresará una de las voces, uno de los gestos de España; no la suma de sus voces, de sus gestos y de sus colores. Solo Unamuno, entre los españoles contemporáneos, logra esta expresión profunda, esencial, íntima, en la que el genio de España no se repite sino se recrea. Hay que venir de lejos, de un mundo nuevo descubierto por el espíritu aventurero e iluminado de España, de una raza vieja, errante, portadora de un mensaje universal, dueña del don de la profecía, de un pueblo niño, alucinado y gigantesco, deportivo y mecánico, para comprender y descubrir a esta nación en cuyo pasado se mezclan gentes y culturas tan distintas y que, sin embargo, alcanza una unidad acabada y original. Waldo Frank reúne todas estas calidades. Judío de los Estados Unidos, su sensibilidad afinada a una época de cambio y secesión, enlaza y supera la experiencia occidental y la experiencia oriental. Es el hombre que se siente, a la vez, más allá y más acá de la cultura europea y de sus celosas supersticiones sajonas y latinas. Y que, por esto, puede entender a España como una obra concluida, no fracasada ni decadente sino, por el contrario, acabada y completa. Mauricio Barrés nos dio, en las postrimerías de una época, una versión de excelente factura francesa, equilibrada hasta en sus excesos, sabiamente dosificados; versión de burgués provincial aunque refinado, de educación aristocrática, tradicionalista, racionalista, suavemente pascaliana; versión ordenada, ochocentista, que se detenía en la realidad, con un indeciso, elegante e insatisfecho anhelo de desbordarla. Waldo Frank nos da, en tanto, una versión temeraria, aventurera, suprarrealista, que no retrocede ante ninguna hipótesis ni ante ninguna conjetura; versión de un espíritu nómade -, el de Barrés era un espíritu sedentario y campesino- mesiánico y ecuménico, que rebasa a cada instante la realidad para descubrir sus contornos extremos y sus dimensiones inmateriales. El viaje de Waldo Frank empieza por África. Para conquistar España, sigue la ruta del moro, del berebere. Su primera estación es el oasis; su primera pregunta es al Islam. Se equivocará de camino, quien entre a España por Barcelona o San Sebastián. Cataluña es una fisura, una grieta, en el cuerpo de España. Frank percibe, -oyendo los cantos milenarios, cálidos y vehementes como el hálito del desierto- las limitaciones de la religión mahometana. La psicología de las religiones engendradas por el desierto y el éxodo, le es familiar. También él procede de un pueblo cuyo espíritu se formó en la marcha y la esperanza. Los pueblos del desierto viven con el alma y la mirada en el horizonte. De la lejanía de su meta, depende la grandeza de su conquista y la magnitud de su mensaje.
El Islam se detuvo en España. España lo conquistó, al ser conquistada por él. En el clima amoroso de España alojaron los ímpetus guerreros del árabe. Para un pueblo expansivo y caminante, el reposo es la derrota. Detenerse es tocar el propio límite. España se apropió de la energía, de la voluntad del Islam. Esta energía, esta voluntad, se volvieron contra el pueblo de Mahoma. La España católica, la España medioeval, la España de Isabel, de Colón y de los conquistadores, representa la trasfusión de esa energía y de esa voluntad intransigentes y conquistadoras en el cuerpo de la Iglesia romana. Isabel creó, con ellas, la unidad española. Con los abigarrados elementos históricos depositados por los siglos en la península ibérica, Isabel compuso una España de un solo bloque. España expulsó al moro, al judío. Cerró sus puertas a la Reforma. Se mantuvo intransigente, inquisitorial y dogmáticamente católica. Afirmó la contra-reforma con las hogueras de la Inquisición. Absorbió todo lo que era distinto o diverso del alma que le había infundido su reina Isabel la Católica. Es el momento de la suprema exaltación española. “La voluntad de España -escribe Frank- se manifiesta, hace surgir un conjunto brillante de fuerzas individuales tan varias y grandes que la engrandecen. Cortés y Pizarro, anárquicos buscadores de oro, colaboran con Loyola, cazador de almas y con Vitoria, fundador del derecho internacional; juntos colaboran Santa Teresa, San Juan de la Cruz, la Celestina, alcahueta inmortal, el amador don Juan, con Fray Luis de León; Cristóbal Colón con don Quijote; Góngora con Velásquez. Ellos son toda España; los impulsos que simbolizan venían apuntando en la naturaleza propia de España. Pero en ese momento la voluntad de España los condensa y da cuerpo a cada uno. El santo, el pícaro, el descubridor y el poeta aparecen cual estratificaciones del alma de España; y son grandes y engrandecen a España porque cada uno de ellos vive la voluntad entera de España, su plena fuerza vital. Isabel puede descansar”.
Pero alcanzar la propia meta, cumplir el propio destino es concluir. España quiso ser la máxima y última expresión del Medio Evo. Lo consiguió, cuando ya el mundo empezaba a dejar de ser medioeval. El descubrimiento y la conquista de América rompía la unidad fracturaba el espíritu que España quería mantener intactos. La misión de España terminaba. “El español -piensa Frank- eligió una forma de propósitos y una forma de verdad que podía alcanzar; y así que la alcanzó, dejó de moverse. Su verdad vino a ser la Iglesia de Roma. El español obtuvo esa verdad y desechó las demás. Su ideal de unidad fue homogéneo; la simple fusión de cada español del pensamiento y la fe conforme a un ideal concreto. A este fin, el español redujo los elementos de su mundo psíquico, a agudas antítesis que contrapuso entre sí; el resultado fue, realmente, simplicidad y homogeneidad, es decir una neutralización de presiones psíquicas contrarias que sumaron cero”.
El libro de Waldo Frank está preñado de sugestiones. Excitante, incitador, moviliza todas nuestras energías intelectuales hacia la meta de una personal y nueva conquista de España.

José Carlos Mariátegui La Chira

Carta de Edwin Elmore, 9/1/1925

Alta Mar, 9 de enero de 1925
Señor D. José Carlos Mariátegui
Lima
Muy distinguido amigo:
Antes de partir en esta andanza quijotesca, en la que pienso agotar las reservas de mi cándido idealismo, pensé tener algunos minutos disponibles para pasar a saludarle y agradecerle el eco valioso de su comentario en torno a mi iniciativa de reunir en La Habana un calificado grupo de destacados intelectuales latinoamericanos. Con la improvisación de mi viaje, me ha sido imposible darme el gusto de charlar con ud. exponiéndole algunos de los puntos de vista más importantes atañederos al proyecto; pero ahora deseo cumplir con ud. ya que no estoy cierto de que nuestro común amigo Antonio Garland haya dado publicidad a la carta que le dirigí, carta en la cual, aunque indirectamente, contestaba algunas de sus observaciones sobre mi iniciativa.
Al escribir las cartas a los cubanos que ud. conoce, por haberse publicado en el último número de Mercurio, estaba yo muy lejos de pensar que los impulsos de mi idea me llevasen tan lejos. Escribía entonces en medio del Atlántico, refiriéndome a los esfuerzos meramente incidentales que había hecho para propugnar la iniciativa ante el criterio de hombres como Unamuno, García Calderón y Lugones. Ahora ese tema ya no es incidental, es el motivo mismo de mi viaje. Las circunstancias han variado favorabilísimamente, debido a la feliz coyuntura que me ofreció la celebración del centenario de Ayacucho para ponerme en contacto con espíritus tan entusiastas como el de Antonio Caso y el de José León Suárez. Debido a ellos, y con la cooperación de Pedro Irigoyen, Alberto Ulloa, Pedro Morales de la Torre y otros, he logrado dejar iniciado en Lima un movimiento de concentración de fuerzas espirituales que pronto ha de conducir a determinar, con los de La Habana, San José de Costa Rica y México, la creación de una corriente de solidaridad mental efectiva entre los diversos elementos constitutivos de lo que podríamos llamar la Inteligencia del Continente.
Vamos por estos caminos —no trillados por cierto— hacia una meta que ningún hombre culto de nuestros días puede dejar de vislumbrar ya no muy lejana. Tratamos solamente de anticipar, mediante el esfuerzo cultural, hechos que han de realizarse con tanta mayor o menor perfección cuanto mayor o menor sea la conciencia de su significación, utilidad y trascendencia que nosotros tengamos.
En mi artículo de Mundial, titulado “El Nuevo Ayacucho”, he bosquejado algunas de las tendencias y aspiraciones de las inteligencias verdaderamente representativas del florecimiento espiritual de nuestros pueblos. Al lado del pesimismo en que pudiera sumanos la contemplación de un pasado que no ha sido otra cosa que befa y escarnio de los valores superiores, he expuesto las esperanzas del presente que nosotros estamos obligados a cultivar y mantener, no ya de la manera mansa y pasiva con que antaño solían esperar el galardón de una gloria vana e inútil los “hombres de letras” o los “escritores de talento” que a la postre se veían postergados y reducidos a la impotencia por los simuladores de todas clases que pululan en las mesocracias modernas; no ya con finalidades educativas de segundo orden y de las cuales se puede prescindir, sino como gravísima urgencia de la época, pues no otra cosa que una necesidad urgentísima de los días que pasan —y pasan para no volver — es ésta de organizar las fuerzas espirituales, no ya sólo de nuestro zarandeado continente hispano, ibero o latino americano, sino del mundo entero.
Si ha leído ud. lo que escribió Wells con motivo del confinamiento de Unamuno no necesitará que yo le pondere el estado de anarquía y de insociabilidad en que viven los hombres verdaderamente inteligentes que hoy existen, como flores de yermo azotadas por todos los vientos, en las diversas latitudes del globo. Pues bien, yo creo firmemente que es la falta de unión lo que ha mantenido en una situación subalterna a los hombres, cuyo tipo (bien determinado ya, pese a todos los equívocos) se conoce con el nombre de intelectuales. ¿Por qué no ensayar, pues, su acercamiento?
No se trata, por supuesto, de obtener mediante la asociación menudas ventajas como las que se consiguen, por ejemplo, mediante la asociación de panaderos, o la de “motoristas y conductores” o las llamadas de “auxilios mutuos”... La que he llamado “organización de las fuerzas espirituales” en el Continente es algo completamente distinto. No se trata siquiera de proteger la propiedad intelectual de la rapacidad de los editores, se trata de algo mucho más noble y más grande, se trata de conferir a la Inteligencia un poder y una eficacia en la acción de que hasta ahora ha estado despojada; pues, como no sólo lo ha dicho ese terrible y execrable comunista que se llama Henri Barbusse, sino también el manso y bonachón Ramón y Cajal: los sabios y los filósofos no han sido hasta ahora en las sociedades otra cosa que sumisos servidores de los poderes arbitrarios en todas sus manifestaciones.
En la carta abierta que, antes de que apareciera el artículo de ud., le escribí yo a don Enrique José Varona discuto y expongo lo que se ha hecho y lo que se debe hacer para llevar adelante en buenos términos la cooperación intelectual. He entregado esa carta para que sea publicada en Mercurio Peruano, y espero que ud. tendrá la bondad de leerla; a estas horas ya debe haberse publicado en La Habana, Costa Rica y Nueva York, pues, como ud. sabe, la publicidad en nuestra propia tierra no es muy propicia a temperamentos como el mío... y no soy yo de los que se empeñan en conquistarla a pesar suyo.
Cuando haya menos gente fumando, bebiendo y hablando inglés en torno a la mesa donde escribo, cumpliré con la promesa, hecha a Garland, de caracterizar netamente mi iniciativa, señalando las ventajas de lo que he llamado su “espontaneidad”, su “a-oficialismo” y su “a-politicismo”.
Reciba ud., mientras tanto, un cordial saludo de su amigo y compañero
Edwin Elmore

Elmore, Edwin

Réplica a Luis Alberto Sánchez. Respuesta al señor Escalante [Incompleto]

(…) deber, a esta revista, tópicos a la sección en que por el propio director de MUNDIAL ha querido situar mis estudios o apuntes sobre temas nacionales; y menos aún traigo arengas de agitador ni sermones de catequista; pero esto no quiere decir que aquí disimule mi pensamiento, sino que respeto los límites de la generosa hospitalidad que MUNDIAL me concede y de la cual mi discreción no me permitiría nunca abusar.
No es culpa mía que, -mientras de mi escritos se saca en limpio mi filiación socialista,- de los de Luis Alberto Sánchez no se deduzca con igual facilidad su filiación ideológica. Es el propio Sánchez quien se ha definido, terminantemente, como un “espectador”. Los méritos de su labor de estudioso de temas nacionales -que no están en discusión- no bastan para darle una posición en el contraste de las doctrinas y los intereses. Ser “nacionalista” por el género de los estudios, no exige serlo también por la actitud política, en el sentido limitado o particular que nacionalismos extranjeros han asignado a ese término. Sánchez, como yo, repudia precisamente este nacionalismo que encubre o disfraza un simple conservantismo, decorándolo con los ornamentos de la tradición nacional.
Y, llegados a este punto, quiero precisar otro aspecto del nexo que Luis Alberto no había descubierto entre mi socialismo de varios años -todos los de mi juventud, que no tiene por qué sentirse responsable de los episodios literarios de mi adolescencia- y mi nacionalismo recientísimo. El nacionalismo de las naciones europeas -donde nacionalismo y conservantismo se identifican y consustancian- se propone fines imperialistas. Es reaccionario y anti-socialista. Pero el nacionalismo de los pueblos coloniales -sí, coloniales económicamente, aunque se vanaglorien de su autonomía política- tiene un origen y un impulso totalmente diversos. En estos pueblos la idea de la nación no ha cumplido aún su trayectoria ni ha agotado su misión histórica. Y esto no es teoría. Si de la teoría desconfía Luis Alberto Sánchez, no desconfiaré de la experiencia. Menos aún si la experiencia está bajo sus ojos escrutadores de estudioso. Yo me contentaré de aconsejarle que dirija la mirada a la China, donde el movimiento nacionalista del Kuo Ming Tang recibe del socialismo chino su más vigoroso impulso.
Me pregunta Luis Alberto Sánchez al final de su artículo, -en el discurso del cual su pensamiento merodea por los bordes del asunto de este diálogo, sin ir al fondo- cómo nos proponemos resolver el problema indígena los que militamos bajo estas banderas de renovación. Le responderé, ante todo, con mi filiación. El socialismo es un método y una doctrina, un ideario, y una praxis. Invito a Sánchez a estudiarlos seriamente, y no solo en los libros y en los hechos sino en el espíritu que los anima y engendra.
El cuestionario que Sánchez me pone delante es -permítame que se lo diga- bastante ingenuo. ¿Cómo puede preguntarme Sánchez si yo reduzco todo el problema peruano a la oposición entre costa y sierra? He constatado la dualidad nacida de la conquista para afirmar la necesidad histórica de resolverla. No es mi ideal el Perú colonial ni el Perú incaico sino un Perú integral. Aquí estamos, he escrito al fundar una revista de doctrina y polémica, los que queremos crear un Perú nuevo en el mundo nuevo. ¿Y cómo puede preguntarme Sánchez si no involucro en el movimiento al cholo? ¿Y si este no podrá ser un movimiento de reivindicación total y no exclusivista? Tengo el derecho de creer que Sánchez no solo no toma en consideración mi socialismo sino que me juzga y contradice sin haberme leído.
La reivindicación que sostenemos es la del trabajo. Es la de las clases trabajadoras, sin distinción de costa ni de sierra, de indio ni de cholo. Si en el debate, -esto es en la teoría- diferenciamos el problema del indio, es porque en la práctica, en el hecho, también se diferencia. El obrero urbano es un proletariado; el indio campesino es todavía un siervo. Las reivindicaciones del primero, -por las cuales en Europa no se ha acabado de combatir- representan la lucha contra la burguesía; las del segundo representan aún la lucha contra la feudalidad. El primer problema que hay que resolver aquí es, por consiguiente, el de la liquidación de la feudalidad, cuyas expresiones solidarias son dos: latifundio y servidumbre. Si no reconociésemos la prioridad de este problema, habría derecho, entonces sí, para acusarnos de prescindir de la realidad peruana. Estas son, teóricamente, cosas demasiado elementales. No tengo yo la culpa de que en el Perú -y en pleno debate ideológico- sea necesario todavía explicarlas.
Y, ahora, punto final a este intermezzo polémico. Continuaré polemizando pero, como antes, más con las ideas que con las personas. La polémica es útil cuando se propone verdaderamente, esclarecer las teorías y los hechos. Y cuando no se trae a ella sino idea y móviles claros.

Respuesta al señor Escalante
Al señor Escalante -escrita la réplica a Sánchez- tengo poco que decirle. El señor Escalante sabe que no es posible trasladar esta discusión de plano doctrinal al plano político militante. Ni posible ni deseable. Porque de lo que se trata, hasta hoy, es de plantear el problema, no de resolverlo. La solución, a mi ver, pertenece al porvenir. Si el señor Escalante puede adelantarla, tanto mejor para el Perú y para el indio.
El señor Escalante, por otra parte, no me somete al interrogatorio. Comprende que nuestros principios son distintos. Y no tiene inconveniente para declararlo. Su posición es neta; la mía también. Político avisado, el señor Escalante advierte, por ejemplo, que solo debo hablar de acuerdo y a la medida de las necesidades de mi doctrina. Pero esto es lo de menos.
Mi respuesta al diputado y publicista cuzqueño, puede limitarse, por esto, a dos rectificaciones: 1º. Que yo no ha señalado el primer manifiesto del Grupo “Resurgimiento” del Cuzco precisa y específicamente como una “refutación o un desmentido contundente” al artículo “Nosotros los indios…” Me he limitado a considerarlo una respuesta, no en el sentido exclusivo que el señor Escalante supone sino en el sentido mucho más amplio de las pruebas que allega respecto a la imposibilidad práctica de resolver el problema del indio, sin destruir el gamonalismo latifundista. 2º. Que el manifiesto que se ha publicado y ha circulado en el Cuzco desde enero en pequeños folletos. Remito uno al señor Escalante para persuadirlo de la exactitud de mi aserción.
José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Las reivindicaciones feministas

Las reivindicaciones feministas

Laten en el Perú las primeras inquietudes feministas. Existen algunas células, algunos núcleos de feminismo. Los propugnadores del nacionalismo a ultranza pensarán probablemente: -He ahí otra idea exótica, otra idea forastera que se injerta en la mentalidad peruana.

Tranquilicemos un poco a esta gente aprensiva. No hay que ver en el feminismo una idea exótica, una idea extranjera. Hay que ver, simplemente, una idea humana. Una idea característica de una civilización, peculiar a una época. Y, por ende, una idea con derecho de ciudadanía, en el Perú, como en cualquier otro segmento del mundo civilizado.

El feminismo no ha aparecido en el Perú artificial ni arbitrariamente. Ha aparecido como una consecuencia de las nuevas formas del trabajo intelectual y manual de la mujer. Las mujeres de real filiación feminista son las mujeres que trabajan, las mujeres que estudian. La idea feminista prospera entre las mujeres de oficio intelectual o de oficio manual: profesoras universitarias, obreras. Encuentra un ambiente propicio a su desarrollo en las aulas universitarias, que atraen cada vez más a las mujeres peruanas, y en los sindicatos obreros, en los cuales las mujeres de las fábricas se enrolan y organizan con los mismos derechos y los mismos deberes que los hombres. Aparte de este feminismo espontáneo y orgánico, que recluta sus adherentes entre las diversas categorías del trabajo femenino, existe aquí, como en otras partes, un feminismo de diletantes un poco pedante y otro poco, mundano. Las feministas de este rango convierten el feminismo en un simple ejercicio literario, en un mero deporte de moda.

Nadie debe sorprenderse de que todas las mujeres no se reúnan en un movimiento feminista único. El feminismo, tiene, necesariamente, varios colores, diversas tendencias. Se puede distinguir en el feminismo tres tendencias fundamentales, tres colores sustantivos: feminismo burgués, feminismo pequeño-burgués y feminismo proletario. Cada uno de estos feminismos formula sus reivindicaciones de una manera distinta. La mujer burguesa solidariza en feminismo con el interés de la clase conservadora. La mujer proletaria consustancia su feminismo con la fe de las multitudes revolucionarias en la sociedad futura. La lucha de clases -hecho histórico y no aserción teórica- se refleja en el plano feminista. Las mujeres, como los hombres, son reaccionarias, centristas o revolucionarias. No pueden, por consiguiente, combatir juntas la misma batalla. En el actual panorama humano, la clase diferencia a los individuos más que el sexo.

Pero esta pluralidad del feminismo no depende de la teoría en sí misma. Depende, más bien, de sus deformaciones prácticas. El feminismo, como idea pura, es esencialmente revolucionario. El pensamiento y la actitud de las mujeres que se sienten al mismo tiempo feministas y conservadoras carecen, por tanto de íntima coherencia. El conservantismo trabaja por mantener la organización tradicional de la sociedad. Esa organización niega a la mujer los derechos que la mujer quiere adquirir. Las feministas de la burguesía aceptan todas las consecuencias del orden vigente, menos las que se oponen a las reivindicaciones de la mujer. Sostienen tácitamente la tesis absurda de que la sola reforma que la sociedad necesita es la reforma feminista. La protesta de estas feministas contra el orden viejo es demasiado exclusiva para ser válida.

Cierto que las raíces históricas del feminismo están en el espíritu liberal. La revolución francesa contuvo, los primeros gérmenes del movimiento feminista. Por primera vez se planteó entonces, en términos precisos, la cuestión de la emancipación de la mujer. Babeuf, el leader de la conjuración de los iguales, fue un asertor de las reivindicaciones feministas. Babeuf arengaba así a sus amigos: “No impongáis silencio a este sexo que no merece que se le desdeñe. Realzad más bien la más bella porción de vosotros mismos. Si no contáis para nada la las mujeres en vuestra república, haréis de ellas pequeñas amantes de la monarquía. Su influencia será tal que ellas la restaurarán. Si, por el contrario, las contáis para algo, haréis de ellas Cornelias y Lucrecias. Ellas os darán Brutos, Gracos y Scevolas”. Polemizando con los anti-feministas, Babeuf hablaba de “este sexo que la tiranía de los hombres ha querido siempre anonadar, de este sexo que no ha sido inútil jamás en las revoluciones”. Mas la revolución francesa no quiso acordar a las mujeres la igualdad y la libertad propugnadas por estas voces jacobinas o igualitarias. Los Derechos del Hombre, como una vez he escrito, podían haberse llamado, más bien Derechos del Varón. La democracia burguesa ha sido una democracia exclusivamente masculina.

Nacido de la matriz liberal, el feminismo no ha podido ser actuado durante el proceso capitalista. Es ahora, cuando la trayectoria histórica de la democracia llega a su fin, que la mujer adquiere los derechos políticos y jurídicos del varón. Y es la revolución rusa la que ha concedido explícita y categóricamente a la mujer la igualdad y la libertad que hace más de un siglo reclamaban en vano de la revolución francesa Babeuf y los igualitarios.

Mas si la democracia burguesa no ha realizado el feminismo, ha creado, involuntariamente las condiciones y las premisas morales y materiales de su realización. La ha valorizado como elemento productor, como factor económico, al hacer de su trabajo un uso cada día más extenso y más intenso. El trabajo muda radicalmente la mentalidad y el espíritu femeninos. La mujer adquiere, en virtud del trabajo, una nueva noción de sí misma. Antiguamente, la sociedad destinaba a la mujer al matrimonio o a la barraganía. Presentemente, la destina, ante todo, al trabajo. Este hecho ha cambiado y ha elevado la posición de la mujer en la vida. Los que impugnan el feminismo y sus progresos con argumentos sentimentales o tradicionalistas pretenden que la mujer debe ser educada solo para el hogar. Pero, prácticamente, esto quiere decir que la mujer debe ser educada solo para funciones de hembra y de madre. La defensa de la poesía del hogar es, en realidad, una defensa de la servidumbre de la mujer. En vez de ennoblecer y dignificar el rol de la mujer, lo disminuye y lo rebaja. La mujer es algo más que una madre y que una hembra, así como el hombre es algo más que un macho.

El tipo de mujer que produzca una civilización nueva tiene que ser sustancialmente distinto del que ha formado la civilización que actualmente declina. En un artículo sobre la mujer y la política, he examinado así algunos aspectos de este tema: “A los trovadores y a los enamorados de la frivolidad femenina no les falta razón para inquietarse. El tipo de mujer creado por un siglo de refinamiento capitalista está condenado a la decadencia y al tramonto. Un literato italiano, Pitigrilli, clasifica a este tipo de mujer contemporánea como, un tipo de mamífero de lujo.

Y bien, este mamífero de lujo se irá agotando poco a poco. A medida que el sistema colectivista reemplace al sistema individualista, decaerán el lujo y la elegancia feministas. La humanidad perderá algunos mamíferos de lujo; pero ganará muchas mujeres. Los trajes de la mujer del futuro serán menos caros y suntuosos; pero la condición de esa mujer será más digno. Y el eje de la vida femenina se desplazará de lo individual a lo social. La moda no consistirá ya en la imitación de una moderna Mme. Pompadour ataviada por Paquin. Consistirá, acaso, en la imitación de una Mme. Kollontay. Una mujer, en suma, costará menos, pero valdrá más”.

El tema es muy vasto. Este breve artículo intenta únicamente constatar el carácter de las primeras manifestaciones del feminismo en el Perú y ensayar una interpretación muy sumaria y rápida de la fisonomía y del espíritu del movimiento feminista mundial. A este movimiento no deben ni pueden sentirse extraños ni indiferentes los hombres sensibles a las grandes emociones de la época. La cuestión femenina es una parte de la cuestión humana. El feminismo me parece, además, un tema más interesante e histórico que la peluca. Mientras el feminismo es la categoría, la peluca es la anécdota.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Lo nacional y lo exótico

Lo nacional y lo exótico

Frecuentemente se oyen voces de alerta contra la asimilación de ideas extranjeras. Estas voces denuncian el peligro de que se difunda en el país una ideología inadecuada a la realidad nacional. Y no son una protesta de las supersticiones y de los prejuicios del difamado vulgo. En muchos casos, estas voces parten del estrato intelectual.

Podrían acusar una mera tendencia proteccionista dirigida a defender los productos de la inteligencia nacional de la concurrencia extranjera. Pero los adversarios de la ideología exótica solo rechazan las importaciones contrarias al interés conservador. Las importaciones útiles a ese interés no les parecen nunca malas, cualquiera que sea su procedencia. Se trata, pues, de una simple actitud reaccionaria, disfrazada de nacionalismo.

La tesis en cuestión se apoya en algunos frágiles lugares comunes. Más que una tesis es un dogma. Sus sostenedores demuestran, en verdad, muy poca imaginación. Demuestran, además, muy exiguo conocimiento de la realidad nacional. Quieren que se legisle para el Perú, que se piense y se escriba, para los peruanos y que se resuelva nacionalmente los problemas de la peruanidad anhelos que suponen amenazados por las filtraciones del pensamiento europeo. Pero todas estas afirmaciones son demasiado vagas y genéricas. No demarcan el límite de lo nacional y lo exótico. Invocan abstractamente una peruanidad que no intenta, antes, definir.

Esa peruanidad, confusamente insinuada, es un mito, es una ficción. La realidad nacional está menos desconectada, es menos independiente de Europa de lo que suponen nuestros nacionalistas. El Perú contemporáneo se mueve dentro de la órbita de la civilización occidental. La mistificada realidad nacional no es sino un segmento, una parcela de la vasta realidad mundial. Todo lo que el Perú contemporáneo estima lo ha recibido de esa civilización que no sé si los nacionalistas a ultranza calificarán también de exótica. ¿Existe hoy una ciencia, una filosofía, una democracia, un arte, existen máquinas, instituciones, leyes, genuina y característicamente peruanos? ¿El idioma que hablamos y que escribimos, el idioma siquiera, es acaso un reducto de la gente peruana?
El Perú es todavía una nacionalidad en formación. Lo están construyendo sobre los inertes estratos indígenas, los aluviones de la civilización occidental. La conquista española aniquiló la cultura incaica. Destruyó el Perú. Frustró la única peruanidad que ha existido.

Los españoles extirparon del suelo y de la raza todos los elementos vivos de la cultura indígena. Reemplazaron la religión incásica con la religión católica romana. De la cultura incásica no dejaron sino vestigios muertos. Los descendientes de los conquistadores y los colonizadores constituyeron el cimiento del Perú actual. La independencia fue realizada por esta población criolla. La idea de la libertad no brotó espontáneamente de nuestro suelo; su germen nos vino de fuera. Un acontecimiento europeo, la revolución francesa, engendró la independencia americana. Las raíces de la gesta libertadora se alimentaron de la ideología de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Un artificio histórico clasifica a Tupac Amaru como un precursor de la independencia peruana. La revolución de Tupac-Amaru la hicieron los indígenas; la revolución de la independencia la hicieron los criollos. Entre ambos acontecimientos no hubo consanguineidad espiritual ni ideológica. A Europa, de otro lado, no le debimos solo la doctrina de nuestra revolución, sino también la posibilidad de actuarla. Conflagrada y sacudida, España no pudo, primero, oponerse válidamente a la libertad de sus colonias. No pudo, más tarde, intentar su reconquista. Los Estados Unidos declararon su solidaridad con la libertad de la América española. Acontecimientos extranjeros en suma, siguieron influyendo en los destinos hispano-americanos. Antes y después de la revolución emancipadora, no faltó gente que creía que el Perú no estaba preparado para la independencia. Sin duda, encontraban exóticas la libertad y la democracia. Pero la historia no le da razón a esa gente negativa y escéptica, sino a la gente afirmativa, romántica, heroica, que pensó que son aptos para la libertad todos los pueblos que saben adquirirla.

La independencia aceleró la asimilación de la cultura europea. El desarrollo del país ha dependido directamente de este proceso de asimilación. El industrialismo, el maquinismo, todos los resortes materiales del progreso nos han llegado de fuera. Hemos tomado de Europa y Estados Unidos todo lo que hemos podido. Cuando se ha debilitado nuestro contacto con el extranjero, la vida nacional se ha deprimido. El Perú ha quedado así insertado dentro del organismo de la civilización occidental.
Una rápida excursión por la historia peruana nos entera de todos los elementos extranjeros que se mezclan y combinan en nuestra formación nacional. Contrastándolos, identificándolos, no es posible insistir en aserciones arbitrarias sobre la peruanidad. No es dable hablar de ideas políticas nacionales.

Tenemos el deber de no ignorar la realidad nacional; pero tenemos también el deber de no ignorar la realidad mundial. El Perú es un fragmento de un mundo que sigue una trayectoria solidaria. Los pueblos con más aptitud para el progreso son siempre aquellos con más aptitud para aceptar las consecuencias de su civilización y de su época. ¿Qué se pensaría de un hombre que rechazase, en el nombre de la peruanidad el aeroplano, el radium, el linotipo, considerándolos exóticos? Lo mismo se debe pensar del hombre que asume esa actitud ante las nuevas ideas y los nuevos hechos humanos.

Los viejos pueblos orientales a pesar de las raíces milenarias de sus instituciones, no se clausuran, no se aíslan. No se sienten independientes de la historia europea. Turquía, por ejemplo, no ha buscado su renovación en sus tradiciones islámicas, sino en las corrientes de la ideología occidental. Mustafá Kemal ha agredido las tradiciones. Ha despedido de Turquía al kalifa y a sus mujeres. Ha creado una república de tipo europeo. Este orientamiento revolucionario e iconoclasta no marca, naturalmente, un período de decadencia sino un período de renacimiento nacional. La nueva Turquía, la herética Turquía de Kemal ha sabido imponerse, con las armas y el espíritu, al respeto de Europa. La ortodoxa Turquía, la tradicionalista Turquía de los sultanes sufría, en cambio, casi sin protesta, todos los vejámenes y todas las expoliaciones de los occidentales. Presentemente Turquía no repudia la teoría ni la técnica de Europa; pero repele los ataques de los europeos a su libertad. Su tendencia a occidentalizarse no es una capitulación de su nacionalismo.

Así se comportan antiguas naciones poseedoras de formas políticas, sociales y religiosas propias y fisonómicas. ¿Cómo podrá, por consiguiente el Perú, que no ha cumplido aún su proceso de formación nacional, aislarse de las ideas y las emociones europeas? Un pueblo con voluntad de renovación y de crecimiento no puede clausurarse. Las relaciones internacionales de la Inteligencia tienen que ser, por fuerza, libre-cambistas. Ninguna idea que fructifica, ninguna idea que se aclimata, es una idea exótica. La propagación de una idea no es culpa ni es mérito de sus asertores; es culpa o es mérito de la historia. No es romántico pretender adaptar el Perú a una realidad nueva. Más romántico es querer negar esa realidad acusándola de concomitancias con la realidad extranjera. Un sociólogo ilustre dijo una vez que en estos pueblos sud-americanos falta “atmósfera de ideas”. Sería insensato enrarecer más esa atmósfera con la persecución de las ideas que, actualmente, están fecundando la historia humana. Y si místicamente, gandhianamente, deseamos separarnos y desvincularnos de la “satánica civilización europea”, como Gandhi la llama, debemos clausurar nuestros confines no solo a sus teorías sino también a sus máquinas para volver a las costumbres y a los ritos incásicos. Ningún nacionalista criollo aceptaría, seguramente esta extrema consecuencia de su jingoismo. Porque aquí el nacionalismo no brota de la tierra, no brota de la raza. El nacionalismo a ultranza es la única idea efectivamente exótica y forastera que aquí se propugna. Y que, por forastera y exótica, tiene muy poca chance de difundirse en el conglomerado nacional.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

¿Existe un pensamiento hispano-americano?

¿Existe un pensamiento hispano-americano?

Hace cuatro meses, en un artículo sobre la idea de un congreso de intelectuales ibero-americanos, formulé esta interrogación. La idea del congreso, ha hecho, en cuatro meses, mucho camino. Aparece ahora como una idea que, vaga pero simultáneamente, latía en varios núcleos intelectuales de la América indo-ibera. Como una idea que germinaba al mismo tiempo en diversos centros nerviosos del continente. Esquemática y embrionaria todavía, empieza hoy a adquirir desarrollo y corporeidad.
En la Argentina, un grupo enérgico y volitivo se propone asumir la función de animarla y realizarla. La labor de este grupo tiende a eslabonarse con la de los demás grupos ibero-americanos afines. Circulan entre estos grupos algunos cuestionarios que plantean o insinúan los temas que debe discutir el congreso. El grupo argentino ha bosquejado el programa de una “Unión Latino-Americana”. Existen, en suma, los elementos preparatorios de un debate, en el discurso del cual se elaborarán y se precisarán los fines y las bases de este movimiento, de coordinación o de organización del pensamiento hispanoamericano como, un poco abstractamente aún, suelen definirlo sus iniciadores.
II
Me parece, por ende, que es tiempo de considerar y esclarecer la cuestión planteada en mi mencionado artículo. ¿Existe ya un pensamiento característicamente hispano-americano? Creo que, a este respecto, las afirmaciones de los fautores de su organización van demasiado lejos. Ciertos conceptos de un mensaje de Alfredo Palacios a la juventud universitaria de Ibero-América han inducido a algunos temperamentos excesivos y tropicales a una estimación exorbitante del valor y de la potencia del pensamiento hispano-americano. El mensaje de Palacios, entusiasta y optimista en sus aserciones y en sus frases, como convenía a su carácter de arenga o de proclama, ha engendrado una serie de exageraciones. Es indispensable, por ende, una rectificación de esos conceptos demasiado categóricos.
“Nuestra América -escribe Palacios- hasta hoy ha vivido de Europa teniéndola por guía. Su cultura la ha nutrido y orientado. Pero la última guerra ha hecho evidente lo que ya se adivinaba: que en el corazón de esa cultura iban los gérmenes de su propia disolución”. No es posible sorprenderse de que estas frases hayan estimulado una interpretación equivocada de la tesis de la decadencia de Occidente. Palacios parece anunciar una radical independización de nuestra América de la cultura europea. El tiempo de verbo se presta al equívoco. El juicio del lector simplista deduce de la frase de Palacios que “hasta hoy la cultura europea ha nutrido y orientado” a América; pero que desde hoy no la nutre ni orienta más. Resuelve, al menos, que desde hoy Europa ha perdido el derecho y la capacidad de influir espiritual e intelectualmente en nuestra joven América. Y este juicio se acentúa y se exacerba, inevitablemente, cuando, algunas líneas después, Palacios agrega que “no nos sirven los caminos de Europa ni las viejas culturas” y quiere que nos emancipemos del pasado y del ejemplo europeos.
Nuestra América, según Palacios, se siente en la inminencia de dar a luz una cultura nueva. Extremando esta opinión o este augurio, la revista “Valoraciones” habla de que “liquidemos cuentas con los tópicos al uso, expresiones agónicas del alma decrépita de Europa”.
¿Debemos ver en este optimismo un signo y un dato del espíritu afirmativo y de la voluntad creadora de la nueva generación hispano-americana? Yo creo reconocer, ante todo, un rasgo de la vieja e incurable exaltación verbal de nuestra América. La fe de América en su porvenir no necesita alimentarse de una artificiosa y retórica exageración de su presente. Está bien que América se crea predestinada a ser el hogar de la futura civilización. Está bien que diga: “por mi raza hablará el espíritu”. Está bien que se considere elegida para enseñar al mundo una verdad nueva. Pero no que se suponga en vísperas de reemplazar a Europa ni que declare ya fenecida y tramontada la hegemonía intelectual de la gente europea.
La civilización occidental se encuentra en crisis; pero ningún indicio existe aún de que resulte próxima a caer en definitivo colapso. Europa no está, como absurdamente se dice, agotada y paralítica. Malgrado la guerra y la post-guerra, conserva su poder de creación. Nuestra América continúa importando de Europa ideas, libros, máquinas, modas. Lo que acaba, lo que declina, es el ciclo de la civilización capitalista. La nueva forma social, el nuevo orden político, se están plasmando en el seno de Europa. La teoría de la decadencia de Occidente, producto del laboratorio occidental, no prevé la muerte de Europa sino de la cultura que ahí tiene su sede. Esta cultura europea, que Spengler juzga en decadencia, sin pronosticarle por esto un deceso inmediato, sucedió a la cultura greco-romana, europea también. Nadie descarta, nadie excluye la posibilidad de que Europa se renueve y se transforme una vez más. En el panorama histórico que nuestra mirada domina, Europa se presenta como el continente de las máximas palingenesias. Los mayores artistas, los mayores pensadores contemporáneos, ¿no son todavía europeos? Europa se nutre de la savia universal. El pensamiento europeo se sumerge en los más lejanos misterios, en las más viejas civilizaciones. Pero esto mismo demuestra su posibilidad de convalecer y renacer.
III
Tornemos a nuestra cuestión. ¿Existe un pensamiento característicamente hispano-americano? Me parece evidente la existencia de un pensamiento francés, de un pensamiento alemán, etc., en la cultura de Occidente. No me parece igualmente evidente, en el mismo sentido, la existencia de un pensamiento hispano-americano. Todos los pensadores de Nuestra América se han educado en una escuela europea. No se siente en su obra el espíritu de la raza. La producción intelectual del continente carece de rasgos propios. No tiene contornos originales. El pensamiento hispano-americano no es generalmente sino una rapsodia compuesta con motivos y elementos del pensamiento europeo. Para comprobarlo basta revistar la obra de los más altos representantes de la inteligencia indo-ibera.
El espíritu hispano-americano está en elaboración. El continente, la raza, están en formación también. Los aluviones occidentales en los cuales se desarrollan los embriones de la cultura hispano o latino-americana -en la Argentina, en el Uruguay, se puede hablar de latinidad- no han conseguido consustanciarse ni solidarizarse con el suelo sobre el cual la colonización de América los ha depositado.
En gran parte de Nuestra América constituyen un extracto superficial e independiente al cual no aflora el alma indígena, deprimida y huraña, a causa de la brutalidad de una conquista que en algunos pueblos hispano-americanos no ha cambiado hasta ahora de métodos. Palacios dice: “Somos pueblos nacientes, libres de ligaduras y atavismos, con inmensas posibilidades y vastos horizontes ante nosotros. El cruzamiento de razas nos ha dado un alma nueva. Dentro de nuestras fronteras acampa la humanidad. Nosotros y nuestros hijos somos síntesis de razas”. En la Argentina es posible pensar así; en el Perú y otros pueblos de Hispano-América, no. Aquí la síntesis no existe todavía. Los elementos de la nacionalidad en elaboración no han podido aún fundirse o soldarse. La densa capa indígena se mantiene casi totalmente extraña al proceso de formación de esa peruanidad que suelen exaltar e inflar nuestros sedicentes nacionalistas, predicadores de un nacionalismo sin raíces en el suelo peruano, aprendido en los evangelios imperialistas de Europa, y que, como ya he tenido oportunidad de remarcar, es el sentimiento más extranjero y postizo que en el Perú existe.
IV
El debate que comienza debe, precisamente, esclarecer todas estas cuestiones. No debe preferir la cómoda ficción de declararlas resueltas. La idea de un congreso de intelectuales iberoamericanos será válida y eficaz, ante todo, en la medida en que logre plantearlas. El valor de la idea está casi íntegramente en el debate que suscita.
El programa de la sección argentina de la bosquejada Unión Latino-Americana, el cuestionario de la revista “Repertorio Americano” de Costa Rica y el cuestionario del grupo que aquí trabaja por el congreso, invitan a los intelectuales de Nuestra América a meditar y opinar sobre muchos problemas fundamentales de este continente en formación. El programa de la sección argentina tiene el tono de una declaración de principios. Y una declaración de principios resulta prematura indudablemente. Por el momento, no se trata sino de trazar un plan de trabajo, un plan de discusión. Pero en los trabajos de la sección argentina alienta un espíritu moderno y una voluntad renovadora. Este espíritu, esta voluntad, le confieren el derecho de dirigir el movimiento. Porque el congreso, si no representa y organiza la nueva generación hispano-americana, no representará ni organizará absolutamente nada.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Divagación de navidad

Divagaciones de Navidad
I

La humanidad, que tan rápidamente se internacionaliza, no tiene todavía un día de fiesta universal, ecuménica. Navidad es una fiesta del mundo cristiano, del mundo occidental. El Año Nuevo es una fiesta de los pueblos que usan el calendario gregoriano. A medida que la vinculación internacional de los hombres se acentúa, el calendario gregoriano extiende su imperio. Aumenta, en cada nueva jornada, el número de hombres que coinciden en la celebración del primer día del año. El Año Nuevo, por ende, parece destinado a universalizarse. Pero el Año Nuevo carece de contenido espiritual. Es una fiesta sin símbolo, una fiesta del calendario, una fiesta nacida de la necesidad de medir el tiempo. Es una efemérides anónima. No es una efemérides cristiana como Navidad.
Navidad es festejada como una efemérides cristiana. Mas, en Europa y en Estados Unidos, su sentido y su significado se han renovado y ensanchado gradualmente. Hoy Navidad es, sobre todo para los europeos, la fiesta de la familia, la fiesta del hogar, la fiesta del “home”. Es la fiesta de los niños, entre otras cosas porque en los niños se renueva, se prolonga y retoña la familia. Navidad ha adquirido, entre los europeos, una importancia sentimental, extra-religiosa. Creyentes y no creyentes celebran Navidad.
Navidad, por eso, tiene en Europa mucha más trascendencia y vitalidad que las fiestas nacionales. Las fiestas nacionales sustancialmente fiestas políticas, de suerte que están reservadas casi exclusivamente a una celebración oficial. No suscitan entusiasmo sino entre los parciales, entre los prosélitos del hecho político, de la fecha política que conmemoran. En Francia por ejemplo, el 14 de julio no apasiona casi sino a los funcionarios de la Tercera República. La izquierda, -el socialismo y el comunismo,- no se asocian a los festejos oficiales. La extrema derecha, -nobles y “camelots du roi”- consideran el 14 de julio como un día de duelo. En Italia, el 20 de setiembre tiene una resonancia social más limitada todavía. Dos partidos de masas, el socialista y el popular, no se asocian a la conmemoración de la toma de la Ciudad Eterna. Los socialistas miran el 20 de setiembre como una fiesta de la burguesía. Y el partido popular es un partido católico que debe mostrarse fiel al Vaticano. En Alemania el aniversario de la revolución es más popular porque la revolución cuenta con la solidaridad de todos los adherentes a la República y de todos los adversarios de la monarquía. Los demócratas, los católicos, los socialistas y los comunistas se sienten, por diversas razones, más o menos solidarizados con el 9 de noviembre.

II
En tanto, Navidad es en Europa una fiesta a la cual se asocian los hombres de todas las creencias y de todos los partidos.
La costumbre establece que la cena de Navidad reúna, sin que falte uno solo, a cada familia. Los empleados y obreros que tienen a sus familias en pueblos lejanos se ponen en viaje anticipadamente para arribar a sus hogares antes de la noche de Navidad. Las sesiones de las cámaras se clausuran con la debida oportunidad para que los diputados puedan estar en sus pueblos el 24 de diciembre. La facilidad de los transportes permite, a todos estos viajes, estas vacaciones.
Los ausentes forzosos telegrafían o telefonean, en la noche del veinticuatro, a sus casas distantes, para que la familia los sienta espiritualmente presentes.
Navidad por su carácter, no es, consiguientemente, una fiesta de la calle sino una fiesta íntima. Navidad se festeja en el hogar. El veinticuatro de diciembre, los bazares y las tiendas rebosan de compradores. Todo el mundo se provee de golosinas para su cena y de juguetes para sus niños. Los escaparates aladinescos, pictóricos, resplandecientes; los nacimientos, los árboles de navidad y los viejos Noel cargados de bombones; la muchedumbre que hace sus compras; los hoteles y los restaurants de lujo que se engalanan para la cena de nochebuena; he ahí los únicos aspectos callejeros de Navidad. Navidad es una fiesta hogareña, familiar, doméstica. Los que no tienen nido, los que carecen de familia, se reúnen y se divierten entre ellos. Forman las clientelas de las cenas de los restaurants y de los cabarets. Y de los niños sin hogar se ocupa la generosidad de los espíritus filantrópicos. Abundan instituciones que regalan juguetes, trajes y dulces a los huérfanos,
En Francia, Noel, “la nuit de Noel”, tiene un eco popular enorme. El “reveillon”, es uno de los grandes acontecimientos del año en la vida íntima francesa. Los niños colocan sus zapatos en la ventana en la noche de Navidad para que Noel deposite en ellos sus “etrennes”.
En Alemania no hay familia que no prepare su árbol de Navidad. El Weinachtbaum (árbol de navidad) es generalmente un pequeño pino adornado de estrellas, bombitas, bujías de colores, etc. Bajo el Weinachtsbaum se ponen los regalos. A las doce de la noche la familia enciende las bujías y las luces de bengala del árbol de Navidad. Todos se abrazan y se besan y se cambian regalos. Luego se sientan en torno de la mesa dispuesta para la cena. Y antes y después de la cena cantan canciones de navidad. Algunos de los Weinachtlieder tradicionales son excepcionalmente bellos.

III

Y así en los demás países de Europa, lo mismo que en los Estados Unidos, la fiesta de Navidad es celebrada con verdadera efusión familiar. Como en la noche en que Jesús nació en un establo, en la navidad europea nieva casi siempre. El frío y la nieve de la calle aumentan, por tanto, la atracción del hogar, del “home”, donde la chimenea arde muy cerca de un árbol de navidad, o de un barbudo Noel de chocolate cubiertos de nieve. La tradición y la literatura pascuales hacen de la nieve un elemento decorativo indispensable de la noche de navidad. El escenario de Navidad nos parece necesariamente un escenario de invierno.
Probablemente, por esto, la fiesta de Navidad tiene entre nosotros un sabor, un color y una fisonomía distintas. Navidad es aquí, al revés que en los países fríos, más una fiesta de la calle que una fiesta del hogar.
La clásica noche buena limeña es bulliciosa y callejera. La cena íntima, hogareña, carece aquí del prestigio y de la significación que en otros países. Y, por esto, Navidad no representa para nosotros lo que representa espiritualmente para el europeo, para el norteamericano: la fiesta del hogar. Nuestra posición geográfica es culpable de que tengamos una navidad bastante desprovista de su carácter tradicional. Una Navidad estival que no parece casi una Navidad.
Algo de nieve y algo de frío en estos días de diciembre harían de nosotros unos hombres un poco más sentimentales. Un poco más sensibles a la moción del hogar y de la familia y al encanto cándido de los villancicos. Un poco más ingenuos e infantiles, pero también un poco más buenos y, tal vez, más felices.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Roma, polis moderna

El señor Paul Bourguet, de la Academia Francesa, en una novela delicuescente y capitosa, nos ha descrito Roma como una cosmopolis. Pero, por fortuna, las opiniones del señor Bourguet han pasado ya de moda. La literatura decadente abastece a su clientela de novelas más adecuadas a su humor post-bélico. La generación de la post-guerra conoce a Bourget por el cine. Yo estoy seguro, por otra parte, de que el señor Bourget no conoce de Roma sino el “piccolo mondo moderno” de los hoteles del Quartrere Ludovisi. En este mundo, el señor Bourget, de la Academia Francesa, ha pescado las ideas y los personajes de su “Cosmopolis”. ¿No os parece ver al señor Bourget, sentado en el hall de un gran hotel, en una beata actitud de “pecheur a la ligne”?
Mas la idea de Roma Cosmopolis no pertenece exclusivamente al señor Bourget y a su literatura. Es muy difícil que un académico se atreva a poseer ideas personales. El señor Bourget, sobre todo, no habría osado nunca, en sus novelas psicológicas, sostener una tesis que no hubiese sancionado antes su clientela.
Todo turista se siente inclinado a reconocer en Roma una cosmópolis. El ambiente del hotel, del restaurant y de la Agencia Cook, ¿no es un ambiente cosmopolita? El turista no tiene tiempo para recordar que en Niza, Baden-Baden y Venecia acontece lo mismo. Y que, sin embargo, ni a Niza ni a Venecia se les llama Cosmopolis. Lo que quiere decir que no es el cosmopolitismo lo que hace de una ciudad una cosmopolis.
La civilización occidental no se contenta de una cosmopolis. Posee varias: New York, Londres, París, Berlín, La Ciudad Eterna tiene, -como Zola lo constata en el discurso de una novela folletinesca pero vigorosa- un ánima imperial. En Roma sobrevive obstinadamente el sentimiento del Imperio. (Roma-Imperial es la fórmula fascista). Pero no basta tener un ánima imperial para ser una cosmópolis. Malgrado el fascismo, Roma no tiene en el cosmos moderno la misma función que Londres, París, New York, etc. Plutos no se somete a la retórica ni a la megalomanía de las “camisas negras”.
II
Roma no es siquiera la metrópoli de la Terza Italia. La capital de la Italia moderna es, más bien Milán. Plutos y Demos residen en Milán; no residen en Roma. Milán tiene características físicas de urbe occidental: gran industria, proletariado. Milán es un núcleo de civilización capitalista. Milán es el ombligo y el motor de la vida económica de Italia. Milán es una ciudad de alta tensión. Milán es, como diría un norteamericano, una ciudad al 100 por ciento. En Milán se respira la misma atmósfera de usina, de bolsa, de feria y de mercado que en Londres, que en New York, que en París. Romain Rolland encontraría en Milán todos los personajes de “La Foire sur la Place”.
En la Italia capitalista y en la Italia del Cuarto Estado, Milán juega un rol primario. Un poco irónicamente se llama a Milán la capital moral de Italia. Milán, con su escepticismo setentrional y socarrón, se contenta de ser la capital económica. Roma vive de sus fueros y de sus títulos políticos y espirituales; Milán, de sus fuerzas y sus poderes económicos.
La urbe moderna constituye, sobre todo, un fenómeno económico. Es una concentración de fábricas, negocios, bancos, almacenes. Representa, fundamentalmente un foco de trabajo y de cambio. En Roma todas estas cosas tienen una importancia secundaria. En Roma la política ocupa más sitio que la economía. Las bases, los centros de la población romana son la burocracia del estado -corte, ministerios, parlamento- y la burocracia de la Iglesia -Vaticano, Santo Oficio, seminarios-. Estos dos grandes organismos burocráticos son los dos principales factores demográficos de Roma. El tercer factor es el turismo: hoteleros, cicerones, horizontales, etc.
Las raíces de la vida de Roma se encuentran en el Vaticano, el Quirinal y la arqueología. La civilización capitalista no ha hecho de Roma una capital productora. Roma conserva los rasgos morales y físicos de una capital medioeval. En el mundo medioeval, sus fueros políticos y espirituales podían bastarle para ser una gran señora. En el mundo moderno, en el mundo de Plutos, del dinero y de la máquina, no le bastan sino para ser una mantenida.
En Roma ha surgido potentemente, una sola industria: la industria del pasado. El comercio de Roma es un comercio de curiosidades, de reliquias, de antigüedades. Es un comercio para peregrinos, viajeros, coleccionistas. Los grandes hoteles son las mayores expresiones de vida moderna de Roma. Roma no explota, en vasta escala, sino sus ruinas, sus monumentos, sus castillos, su campiña, su cielo y su historia. La cosmópolis moderna se nutre de su presente; Roma se nutre de su pasado.
La Roma de la Terza Italia, la Roma moderna, se reduce, en último análisis, a una casa real, una burocracia, un parlamento. La máquina del Estado italiano funciona en Roma; pero recibe sus energías y sus direcciones de Milán, de Turín, de Génova, de Bologna, de Nápoles, etc. Todas las grandes corrientes de la Italia moderna se forman en estas ciudades. Y, sobre todo, en la Italia setentrional. Ninguna ha nacido en Roma. Roma ha sido invariablemente conquistada ya por una, ya por otra corriente forastera. El socialismo germinó, originalmente, en la Lombardía, en el Piamonte, en la Liguria. Su partida de bautismo es el acta de Génova. El futurismo reclutó sus primeras fuerzas en el Norte. El fascismo debutó en Milán. Y en los orígenes de la Terza Italia encontramos, predominantemente, elementos y energías setentrionales. La Unidad italiana no se hizo en Roma ni con Roma sino contra Roma.
III
El arte, naturalmente, no logra sustraerse a la influencia de estas fuerzas históricas. En la sociedad medioeval, los artistas medraban y florecían en torno de las cortes poderosas; en la sociedad burguesa, se sienten atraídos fatalmente por los grandes centros capitalistas e industriales. Un florecimiento artístico es, bajo muchos aspectos, una cuestión de clientela, de ambiente, de riqueza. Roma, mediocre mercado de arte, no puede ser, por ende, sino un mediocre centro de creación artística. En la historia de la pintura italiana moderna, Roma no aparece como sede de ninguna escuela sustantiva. El romanticismo prendió, principalmente, en Nápoles y en la Lombardía. El divisionismo fructificó en el Setentrión. Segantin, Fattori, Morelli, -tres pintores representativos de los últimos cincuenta años de historia italiana,- pertenecen a la Toscana, a la Lombardía, a Nápoles. El Instituto de Bellas Artes, la Academia de San Lucas y la Academia de Santa Cecilia de Roma están enfermos de decrepitud y de clasicismo. Se pudren en su tradición y en su pasado. La vida artística de Roma tiene algunas cosas modernas, algunas cosas vitales: la Casa de Arte Bragaglia, el teatro de los Doce, el teatro ruso, etc. Pero ninguna de estas cosas es específica ni originalmente romana.
IV
Roma se refleja en su prensa. En una prensa peculiarmente romana; la prensa del mediodía, “la stampa del mezzogiorno”. En esta prensa tiene un puesto referente el hecho de crónica: el “fattaccio”. El público de esta prensa degusta cotidianamente su “fattaccio” con una voluptuosidad totalmente romana. Nada importa que el “fattaccio” sea casi siempre el mismo. El público necesita, todos los días, un melodrama de amor, de pecado, de vendetta. Una novela del “demi-monde” o del bajo fondo. El “Corriere della Sera” de Milán, parco en estos folletines, resulta un diario demasiado adusto, árido y milanés para el gusto romano. El romano del Corso Umberto no se interesa en política sino por lo episódico, lo teatral, lo novelesco. En una palabra, por el “fattaccio” político. Yo dudo mucho de que un artículo político de Nitti o un ensayo filosófico de Benedetto Croce halle lectores en el Corso Umberto.
No obstante su millón de habitantes, Roma tiene, como dijo una vez Caillaux, un ambiente de provincia. Según Caillaux, en la tertulia del Café Arango se compendia y se resume toda la vida romana. Este juicio es, sin duda, excesivo. Pero se acerca a la verdad más que la tonta novela del señor Bourguet, de la Academia Francesa. Roma no es una cosmópolis. Tiene extensión, volumen, elegancia, refinamiento de gran urbe; pero no tiene, en nuestra época, espíritu ni función de cosmópolis. La Ciudad Eterna -la maravillosa Ciudad Eterna- no constituye uno de los focos de la historia contemporánea. Roma no es liberal, socialista ni fascista. No quiere ni puede ser una ciudad de opinión. El fascismo señorea, presentemente en el Capitolio. ¡Salve Roma Imperial! titulan sus legiones. Pero su incandescente retórica no consigue inflamar a la Ciudad Eterna. En sus palacios, en quince siglos, Roma ha visto instalarse sucesivamente, a muchos conquistadores. Para Roma, el fascismo no es más que un gran fattaccio, un inmenso fattaccio. Y tal vez, no se equivoca.

José Carlos Mariátegui La Chira

La lucha final

Magdeleine Marx, una de las mujeres de letras más inquietas y más modernas de la Francia contemporánea, ha reunido sus impresiones de Rusia en un libro que lleva este título: “C’est la lutte finale...” La Frase del canto de Eugenio Pottier adquiere un relieve histórico. “¡Es la lucha final!”
El proletariado ruso saluda la revolución con este grito que es el grito ecuménico del proletariado mundial. Grito multitudinario de combate y de esperanza que Magdeleine Marx ha oído en las calles en las calles de Moscú y que yo he oído en las calles de Roma, de Milán, de Berlín, de París, de Viena y de Lima. Toda la emoción de una época está en él. Las muchedumbres revolucionarias creen librar la lucha final.
¿La libran verdaderamente? Para las escépticas criaturas del orden viejo esta lucha final es sólo una ilusión. Para los fervorosos combatientes del orden nuevo es una realidad. Au dessus de la melée, una nueva y sagaz filosofía de la historia nos propone otro concepto: ilusión y realidad. La lucha final de la estrofa de Eugenio Pottier es, al mismo tiempo, una realidad y una ilusión.
Se trata, efectivamente, de la lucha final de una época y de una clase. El progreso -o el proceso humano- se cumple por etapas. Por consiguiente, la humanidad tiene perennemente la necesidad de sentirse próxima a una meta. La meta de hoy no será seguramente la meta de mañana; pero, para la teoría humana en marcha, es la meta final. El mesiánico milenio no vendrá nunca. El hombre llega para partir de nuevo. No puede, sin embargo, prescindir de que la nueva jornada es la jornada definitiva. Ninguna revolución prevé la revolución que vendrá después, aunque en la entraña porta su germen. Para el hombre, como sujeto de la historia, no existe sino su propia y personal realidad. No le interesa la lucha abstractamente sino su lucha concretamente. El proletariado revolucionario, por ende, vive la realidad de una lucha final. La humanidad, en tanto, desde un punto de vista abstracto, vive la ilusión de una lucha final.
II.
La revolución francesa tuvo la misma idea de su magnitud. Sus hombres creyeron también inaugurar una era nueva. La Convención quiso gravar para siempre en el tiempo, el comienzo del milenio republicano. Pensó que la era cristiana y el calendario gregoriano no podían contener a la República. El himno de la revolución saludó el alba de un nuevo día: “le jour de gloire est arrivé”. La república individualista y jacobina aparecía como el supremo desiderátum de la humanidad. La revolución se sentía definitiva e insuperable. Era la lucha final. La lucha final por la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad.
Menos de un siglo y medio ha bastado para que este mito envejezca. La Marsellesa ha dejado de ser un canto revolucionario. El “día de la gloria” ha perdido su prestigio sobrenatural. Los propios factores de la democracia se muestran desencantados de la prestancia del parlamento y del sufragio universal. Fermenta en el mundo otra revolución. Un régimen colectivista pugna por reemplazar el régimen individualista. Los revolucionarios del siglo veinte se aprestan a juzgar sumariamente la obra de los revolucionarios del siglo dieciocho.
La revolución proletaria es, sin embargo, una consecuencia de la revolución burguesa. La burguesía ha creado, en más de una centuria de vertiginosa acumulación capitalista, las condiciones espirituales y materiales de un orden nuevo. Dentro de la revolución francesa se anidaron las primeras ideas socialistas. Luego, el industrialismo organizó gradualmente en sus usinas los ejércitos de la revolución. El proletariado, confundido antes con la burguesía en el estado llano, formuló entonces sus reivindicaciones de clase. El seno pingüe del bienestar capitalista alimentó el socialismo. El destino de la burguesía quiso que ésta abasteciese de ideas y de hombres a la revolución dirigida contra su poder.
III.
La ilusión de la lucha final resulta, pues, una ilusión muy antigua y muy moderna. Cada dos, tres o más siglos, esta ilusión reaparece con distinto nombre. Y, como ahora, es siempre la realidad de una innumerable falange humana. Posee a los hombres para renovarlos. Es el motor de todos los progresos. Es la estrella de todos los renacimientos. Cuando la gran ilusión tramonta es porque se ha creado ya una nueva realidad humana. Los hombres reposan entonces de su eterna inquietud. Se cierra un ciclo romántico y se abre el ciclo clásico. En el ciclo clásico se desarrolla, estiliza y degenera una forma que, realizada plenamente, no podrá contener en sí las nuevas formas de la vida. Sólo en los casos en que su potencia creadora se enerva, la vida dormita, estancada, dentro de una forma rígida, decrépita, caduca. Pero estos éxtasis de los pueblos o de las sociedades no son ilimitados. La somnolienta laguna, la quieta palude, acaba por agitarse y desbordarse. La vida recupera entonces su energía y su impulso. La India, la China, la Turquía contemporáneas son un ejemplo vivo y actual de estos renacimientos. El mito revolucionario ha sacudido y ha reanimado, potentemente, a esos pueblos en colapso.
El Oriente se despierta para la acción. La ilusión ha renacido en su alma milenaria.
IV.
El escepticismo se contentaba con contrastar la irrealidad de las grandes ilusiones humanas. El relativismo no se conforma con el mismo negativo e infecundo resultado. Empieza por enseñar que la realidad es una ilusión; pero concluye por reconocer que la ilusión es, a su vez, una realidad. Niega que existan verdades absolutas: pero se da cuenta de que los hombres tienen que creer en sus verdades relativas como si fueran absolutas. Los hombres han menester de certidumbre. ¿Qué importa que la certidumbre de los hombres de hoy no sea la certidumbre de los hombres de mañana? Sin un mito los hombres no pueden vivir fecundamente. La filosofía relativista nos propone, por consiguiente, obedecer a la ley del mito.
Pirandello, relativista, ofrece el ejemplo adhiriéndose al fascismo. El fascismo seduce a Pirandello porque mientras la democracia se ha vuelto escéptica y nihilista, el fascismo representa una fe religiosa, fanática, en la Jerarquía y la Nación. (Pirandello que es un pequeño-burgués siciliano, carece de aptitud psicológica para comprender y seguir el mito revolucionario). El literato de exasperado escepticismo no ama en la política la duda. Prefiere la afirmación violenta, categórica, apasionada, brutal. La muchedumbre, más aún que el filósofo escéptico, más aún que el filósofo relativista, no puede prescindir de un mito, no puede prescindir de una fe. No le es posible distinguir sutilmente su verdad de la verdad pretérita o futura. Para ella no existe sino la verdad. Verdad absoluta, única, eterna. Y, conforme a esta verdad, su lucha es, realmente, una lucha final.
El impulso vital del hombre responde a todas las interrogaciones de la vida antes que la investigación filosófica. El hombre iletrado no se preocupa de la relatividad de su mito. No le sería dable siquiera comprenderla. Pero generalmente encuentra, mejor que el literato y que el filósofo, su propio camino. Puesto que debe actuar, actúa. Puesto que debe creer, cree. Puesto que debe combatir, combate. Nada sabe de la relativa insignificancia de su esfuerzo en el tiempo y en el espacio. Su instinto lo desvía de la duda estéril. No ambiciona más que lo que puede y debe ambicionar todo hombre: cumplir bien su jornada.

José Carlos Mariátegui La Chira

¿Existe una inquietud propia, de nuestra época?

(...) esta inquietud en unos es desesperación, en otros desequilibrio, en otros esperanza en los demás vacío. No se puede hablar de una “inquietud contemporánea” como de la uniforme y misteriosa preparación espiritual de un mundo nuevo.
Del mismo modo que en el arte de vanguardia, se confunden los elementos de revolución con los elementos de decadencia, en la “inquietud contemporánea” se confunde la fe facticia, intelectual, pragmática de los que encuentran su equilibrio en los dogmas y el orden antiguos con la fe apasionada, riesgosa, heroica de los que combaten peligrosamente por la victoria de un orden nuevo.
La historia clínica de la “inquietud contemporánea” anotará, con meticulosa objetividad todos los síntomas de la crisis del mundo moderno; pero nos servirá muy poco como medio de resolverla. La encuesta de los “Cashiers de l’Etoile” no invita a otra cosa que a un examen de conciencia, del que no puede salir, como resultado o indicación de conjunto, sino una pluralidad desorientadora de proposiciones.
Lo que se designa con el nombre de “inquietud” no es, en último análisis, sino la crisis contemporánea o, por lo menos, su expresión intelectual y sentimental. Los artistas y los pensadores de esta época rehúsan, por orgullo o por temor, ver en su desequilibrio y en su angustia el reflejo de la crisis del capitalismo, quieren sentirse ajenos o superiores a esta crisis. No se dan cuenta de que la muerte de los principios y dogmas que constituían el Absoluto burgués ha sido decretado en un plano distinto del de su mediocre especulación personal.
La burguesía ha perdido el poder moral que antes le consentía retener en sus rangos, sin conflicto interno, a la gran mayoría de los intelectuales. Las fuerzas centrífugas, secesionistas, actúan sobre estos con una intensidad y multiplicidad antes desconocidas. De aquí, las defecciones como las conversiones. La inquietud aparece como una gran crisis de consciencia.
La inquietud contemporánea, por consiguiente, está hecha de factores negativos y positivos. La inquietud de los espíritus que no tienden sino a la seguridad y al reposo, carece de todo valor creativo. Por este sendero no se descubrirá sino los refugios, las ciudadelas del pasado. En el hombre moderno, la abdicación más cobarde es la del que busca asilo en ellos.
Nuestra primera declaratoria de guerra debe ser a las que mi compatriota Ibérico llama “filosofías del retorno”. ¿El florecimiento de estas filosofías, en un clima mórbido de decadencia, entra en gran escala en Occidente en la “inquietud contemporánea”? Esta es la primera cuestión que hay que esclarecer para no tomar sutiles “alibis” de la Inteligencia y teorías derrotistas sobre la modernidad como elaboraciones de un espíritu nuevo.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La ciencia y la política. El Dr. Schacht y el plan Young. La república de Mongolia

La ciencia y la política
El último libro del Dr. Gregorio Marañón, “Amor, Conveniencia y Eugenesia”, (Ediciones “Historia Nueva”, Madrid 1929), no trata tópicos específicamente políticos, pero tiene ostensiblemente el valor y la intención de una actitud política. Marañón continúa en este libro -sincrónico con otra actitud suya: su adhesión al socialismo- una labor pedagógica y ciudadana que, aunque circunscrita a sus meditaciones científicas, no trasciende menos, por esto, al campo del debate político. Ya desde los “Tres Ensayos sobre la Vida Sexual”, César Falcón había señalado, entre los primeros, el actualísimo significado político de la campaña de Marañón contra el donjuanismo y el flamenquismo españoles. Partiendo en guerra contra el concepto donjuanesco de la virilidad, Marañón atacaba a fondo la herencia mórbida en que tiene su origen la dictadura jactanciosa e inepta del general Primo de Rivera.
En “Amor, Conveniencia y Eugenesia”, libro que toma su título del primero de los tres ensayos que lo componen, el propio Marañón confirma y precisa las conexiones estrechas de su prédica de hombre de ciencia con las obligaciones que le impone su sentido de la ciudadanía. La consecuencia más nociva de un régimen de censura y de absolutismo es para Marañón la disminución, la atrofia que sufre la consciencia viril de los ciudadanos. Esto hace más vivo el deber de los hombres de pensamiento influyente de actuar sobre la opinión como factores de inquietud. “Por ellos -dice Marañón- me decido a entregar al público estas preocupaciones mías, no directamente políticas, sino ciudadanas; aunque por ello, tal vez, esencialmente políticas. Porque en estos tiempos de radical transformación de cosas viejas, cuando los pueblos se preparan para cambiar su ruta histórica -y es, por ventura, el caso de España- no hay más política posible que la formación de esa ciudadanía. Política, no teórica, sino inmediata y directa. Muchos se lamentan de que en estos años de régimen excepcional, no hayan surgido partidos nuevos e ideologías políticas renovadoras. Pero no advierten estos pesimistas que las ideologías políticas no se pueden inventar porque están ya hechas desde siempre. Lo que [se precisa son] los hombres que las encarnen. I los hombres que exija el porvenir [solo edificarán sobre conductas austeras y definidas. Esta y no otra es la obra de] la oposición: crear personalidades de conducta ejemplar. Los programas, los manifiestos, no tienen la menor importancia. Si los hombres se forjan en moldes rectos, de conducta impecable, todo lo demás, por si solo, vendrá. Para que una dictadura sea útil, esencialmente útil a un país, basta con que su sombra -a veces la sombra del destierro o de la cárcel- se forje esta minoría de gentes refractarias y tenaces, que serán mañana como el puñado de una semilla conservada con que se sembrarán las nuevas cosechas”.
No se puede suscribir siempre, y menos aún en el hombre de los principios de la corriente política a la que Marañón se ha sumado, todos los conceptos políticos del autor de “Amor, Conveniencia y Eugenesia”. Pero ninguna discrepancia en cuanto a las conclusiones, compromete en lo más mínimo la estimación de la ejemplaridad de Marañón, del rigor con que busca su línea de conducta personal. Marañón es el más convencido y ardoroso asertor de que la política, como ejercicio del gobierno, requiere una consagración especial, una competencia específica. No creo, pues, que la autoridad científica de un investigador, de un maestro, deba elevarle a una función de gobernante. Pero esto no exime, absolutamente, al investigador, al maestro de sus deberes de ciudadano. Todo lo contrario. “El hombre de ciencia, como el artista, -sostiene Marañón- cuando ha rebasado los límites del anónimo y tiene ante una masa más o menos vasta de sus conciudadanos -o de sus contemporáneos si su renombre avasalla las fronteras- lo que se llama “un prestigio”, tiene una deuda permanente con esa masa que no valora su eficacia por el mérito de su obra misma, limitándose a poner en torno suyo una aureola de consideración indiferenciada, y en cierto modo mítica, cuya significación precisa es la de una suerte de ejemplaridad, representativa de sus contemporáneos. Para cada pueblo, la bandera efectiva -bajo los colores convencionales del pabellón nacional- la constituyen en cada momento de la Historia esos hombres que culminan sobre el nivel de sus conciudadanos. Sabe ese pueblo que, a la larga, los valores ligados a la actualidad política o anecdótica parecen, y flotan solo en el gran naufragio del tiempo los nombres adscritos a los valores eternos del bien y de la belleza. El Dante, San Francisco de Asís, Pasteur [o Edison] caracterizan a un país y a una época histórica muchos años después de haber [desaparecido de la memoria] de los no eruditos los reyes y los generales que por entonces manejaban el mecanismo social. ¿Quién duda que de nuestra España de ahora, Unamuno, perseguido y desterrado, sobrevivirá a los hombres que ocupan el Poder? La cabeza solitaria que asoma sus canas sobre las barbas de la frontera; prevalecerá ante los siglos venideros sobre el poder de los que tienen en sus manos la vida, la hacienda y el honor de todos los españoles. Pero ese prestigio que concede la muchedumbre ignara no es -como las condecoraciones oficiales- un acento de vanidad para que la familia del gran hombre lo disfrute y para que orne después su esquela de defunción. Sino, repitámoslo, una deuda que hay que pagar en vida -y con el sacrificio, si es necesario, del bienestar material- en forma de lealtad a las ideas de clara y explícita postura ante la crisis de los pueblos sufren en su evolución”.

El Dr. Schacht y el plan Young
Los delegados de Alemania han tenido que aceptar, en la segunda conferencia de las reparaciones, el plan Young, tal como ha quedado después de su retoque por las potencias vencedoras. Esto hace recaer sobre el ministerio de coalición y, en particular sobre la social-democracia, toda la responsabilidad de los compromisos contraídos por Alemania en virtud de ese plan. El Dr. Schacht, presidente del Reichsbank, ha jugado de suerte que aparece indemne de esa responsabilidad. La burguesía industrial y financiera estará tras él, a la hora de beneficiarse políticamente de sus reservas, si esa hora llega. El sentimiento nacionalista es una de las cartas a que juega la burguesía en todos los países de Occidente, a pesar de que los propios intereses del capitalismo no pueden soportar el aislamiento nacional. La subsistencia del capitalismo no es concebible sino en un plano internacional. Pero la burguesía cuida como de los resortes sentimentales y políticos más decisivos de su extrema defensa del sentimiento nacionalista. El Dr. Schacht ha obrado, en todo este proceso de las reparaciones, como un representante de su clase.

La república de Mongolia
Cuando el gobierno nacionalista, revisando apresuradamente la línea del Kue Ming Tang despidió desgarbadamente a Borodin y sus otros consejeros rusos, [las potencias] capitalistas saludaron exultante este signo del definitivo [tramonto] de la influencia soviética en la China. El ascendiente de la soviética, la presencia activa de sus emisarios en Cantón, Peking y el mismo Mukden, eran la pesadilla de la política occidental. Chang Kai Shek aparecía como un hombre providencial porque aceptaba y asumía la misión de liquidar la influencia rusa en su país.
Hoy, después del tratado ruso-chino, que pone término a la cuestión del ferrocarril oriental, la posición de Rusia en la China se presenta reforzada. I de aquí el recelo que suscitan en Occidente los anuncios de la próxima creación de la república soviética de la Mongolia. La Mongolia fue el centro de las actividades de los rusos blancos, después de las jornadas de Kolchak en la Siberia. Empezó luego, con la pacificación de la Siberia y la consolidación en todo su territorio del orden soviético, la penetración natural de la política bolchevique en Barga y Hailar. En este proceso, lo que el imperialismo capitalista se obstina en no ver es, sin duda, lo más importante: la acción espontánea del sentimiento de los pueblos de Oriente para organizarse nacionalmente, que solo para la política soviética no es un peligro, pero a la que todas las políticas imperialistas temen como la más sombría amenaza.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La emoción de nuestro tiempo. Dos concepciones de la vida

I.
La guerra mundial no ha modificado ni facturado únicamente la economía y la política de occidente. Ha modificado y fracturado, también su mentalidad y su espíritu. Las consecuencias económicas, definidas y precisadas por John Maynard Keynes, no son más evidentes ni sensibles que las consecuencias espirituales y psicológicas. Los políticos, los estadistas, hallarán, tal vez, a través de una serie de experimentos, una fórmula y un método para resolver las primeras; pero no hallarán, seguramente, una teoría y una práctica adecuada para anular las segundas. Más probablemente parece que deban acomodar sus programas a la presión de la atmósfera espiritual, a cuya influencia su trabajo no puede sustraerse. Lo que diferencia a los hombres de esta época no es tan sólo la doctrina, sino sobretodo el sentimiento. Dos opuestas concepciones de la vida, una prebélica, otra postbélica, impiden la inteligencia de los hombres que aparentemente, sirven el mismo interés histórico. He aquí el conflicto central de la crisis contemporánea.
La filosofía evolucionista, historicista, racionalista, unía en los tiempos prebélicos, por encima de las fronteras políticas y sociales, a las dos clases antagónicas. El bienestar material, la potencia física de las urbes habían engendrado un respeto supersticioso por la idea del progreso. La humanidad parecía haber hallado una vía definitiva. Conservadores y revolucionarios aceptaban prácticamente las consecuencias de la tesis evolucionista. Unos y otros coincidían en la misma adhesión a la idea del progreso y en la misma aversión a la violencia.
No faltaban hombres a quienes esta chata y acomodada filosofía no lograba seducir ni captar. Jorge Sorel denunciaba, por ejemplo, las ilusiones del progreso. Don Miguel de Unamuno predicaba quijotismo. Pero la mayoría de los europeos habían perdido el gusto de las aventuras y de los mitos históricos. La democracia conseguía el favor de las masas socialistas y sindicales, complacidas de sus fáciles conquistas graduales, orgullosas de cooperativas, de su organización, de sus "casas del pueblo" y de su burocracia. Los capitanes y los oradores de la lucha de clases gozaban de una popularidad, sin riesgos, que adormecía en sus almas toda veleidad. La burguesía se dejaba conducir por líderes inteligentes y progresistas que, persuadidos de la estolidez y la imprudencia de una política de persecución de las ideas y los hombres del proletariado, preferías una política dirigida a domesticarlos y ablandarlos con sagaces transacciones.
Un humor decadente y estetista se difundía, sutilmente, en los estratos superiores de la sociedad. El crítico italiano Adriano Tilgher, en unos de sus remarcables ensayos, define así la última generación de la burguesía parisense: "Producto de una civilización muchas veces secular, saturada de experiencia y de reflexión analítica e introspectiva, artificial y libresca, a esta generación crecida antes de la guerra le tocó vivir en un mundo que parecía consolidado para siempre y asegurado contra toda posibilidad de cambio. Y en este mundo se adaptó sin esfuerzo. Generación toda nervios y cerebro, gastados y cansados por las grandes fatigas de sus genitores, no soportaba los esfuerzos tenaces, las tensiones prolongadas, las sacudidas bruscas, los rumores fuertes, las luces vivas, el aire libre y agitado; amaba la penumbra y los crepúsculos, las luces dulces y discretas, los sonidos apagados y lejanos, los movimientos mesurados y regulares. El ideal de esta generación era vivir dulcemente".
II.
Cuando la atmósfera de Europa, próxima la guerra, se cargó demasiado de electricidad, los nervios de esta generación sensual, elegante e hiperestética, sufrieron un raro malestar y una extraña nostalgia. Un poco aburridos de "vivre avec douceur", se estremecieron con una apetencia morbosa, con un deseo enfermizo. Reclamaron casi con ansiedad, casi con impaciencia, la guerra. La guerra no aparecía como una tragedia, como un cataclismo, sino más bien como un deporte, como un alcaloide o como un espectáculo. ¡Oh!, la guerra, como en una novela de Jean Bernier, esta gente la presentía y la auguraba, "elle serait trés chic la guerre".
Pero la guerra no correspondió a esta previsión frívola y estúpida. La guerra no quiso ser tan mediocre. París sintió en su entraña, la garra del drama bélico. Europa conflagrada, lacerada, mudó de mentalidad y de psicología.
Todas las energías románticas del hombre occidental, anestesiadas por largos lustros de paz confortable y pingüe, renacieron tempestuosas y prepotentes. Resucitó el culto de la violencia. La Revolución Rusa insufló en la doctrina socialista un ánima guerrera y mística. Y el fenómeno bolchevique siguió el fenómeno fascista. Bolcheviques y fascistas no se parecían a los revolucionarios y conservadores pre-bélicos. Carecían de la antigua superstición del progreso. Eran testigos conscientes e inconscientes de que la guerra había demostrado a la humanidad que aún podían sobrevivir hechos superiores a la previsión de la ciencia y también hechos contrarios al interés de la civilización.
La burguesía, asustada por la violencia bolchevique, apeló a la violencia fascista. Confiaba muy poco en que sus fuerzas legales bastasen para defenderla de los asaltos de la revolución. Más, poco a poco, ha aparecido luego en su ánimo la nostalgia de la crasa tranquilidad pre-bélica. Esta vida de alta tensión la disgusta y la fatiga. La vieja burocracia socialista y sindical comparte esta nostalgia. ¿Por qué no volver -se pregunta- al buen tiempo pre-bélico? Un mismo sentimiento de la vida vincula y acuerda espiritualmente a estos sectores de la burguesía y el proletariado que trabajan en comandita, por descalificar, al mismo tiempo, el método bolchevique y el método fascista. En Italia, este episodio de la crisis contemporánea tiene los más nítidos y precisos contornos. Ahí, la vieja guardia burguesa ha abandonado el fascismo. Y se ha concertado en el terreno de la democracia, con la vieja guardia socialista. El programa de toda esta gente se condensa en una sola palabra: normalización. La normalización sería la vuelta a la vida tranquila, el desahucio o el sepelio de todo romanticismo, de todo heroísmo, de todo quijotismo de derecha y de izquierda. Nada de regresar, con los fascistas, al Medio Evo. Nada de avanzar, con los bolcheviques, hacia la Utopía.
El fascismo habla un lenguaje beligerante y violento que alarma a quieres no ambicionan sino la normalización. Mussolini, en un discurso dijo: "No vale la pena vivir como hombres y como partido y sobretodo no valdría la pena de llamarse fascista, si no se supiese que se está en medio de la tormenta. Cualquiera es capaz de navegar en mar de bonanza, cuando los vientos inflan las velas, cuando no hay olas ni ciclones. Lo bello, lo grande: y quisiera decir lo heroico es navegar cuando la tempestad arrecia. Un filósofo alemán decía: vive peligrosamente. Yo quisiera que ésta fuese la palabra de orden del joven fascismo italiano: vivir peligrosamente. Esto significa estar pronto a todo, a cualquier sacrificio, a cualquier peligro, a cualquier acción, cuando se trate de defender a la patria y al fascismo". El fascismo no concibe la contra-revolución como una empresa vulgar y policial sino como una empresa épica y heroica. Tesis excesiva, tesis incandescente, tesis exorbitante para la vieja burguesía, que no quiere absolutamente ir tan lejos. Que se detenga y se frustre la revolución, claro, pero si es posible con buenas maneras. La cachiporra no debe ser empleada sino en caso extremo. Y no hay que tocar, en ningún caso, la Constitución ni el Parlamento. Hay que dejar las cosas como estaban. La vieja burguesía anhela vivir dulce y parlamentariamente. "Libre y tranquilamente", escribía polemizando con Mussolini, "Il Corriere della Sera" en Milán. Pero uno y otro términos designan el mismo anhelo.
Los revolucionarios, como los fascistas, se proponen, por su parte, vivir peligrosamente. En los revolucionarios, como los fascistas, se advierte análogo impulso romántico, análogo al humor quijotesco.
La nueva humanidad, en sus dos expresiones antitéticas, acusa una nueva intuición de la vida. Esta intuición de la vida no asoma, exclusivamente, en la prosa beligerante de los políticos. En una de las divagaciones de Luis Bello encuentro esta frase: "Conviene corregir a Descartes: combato, luego existo". La corrección resulta, en verdad, oportuna. La fórmula filosófica de una edad racionalista tenía que ser: "Pienso, luego existo". Pero a esta edad romántica, revolucionaria, quijotesca, no le sirve ya la misma fórmula. La vida más que pensamiento quiere ser hoy acción, esto es combate. El hombre contemporáneo tiene necesidad de fe. Y la única fe que puede ocupar su yo profundo es una fe combativa. No volverán, quién sabe hasta cuando, los tiempo de vivir con dulzura. La de este escepticismo y de este nihilismo, nace la ruda, la fuerte, la perentoria necesidad de una fe y de un mito que mueva a los hombres a vivir peligrosamente.

José Carlos Mariátegui La Chira

El hombre y el mito

I.
Todas las investigaciones de la inteligencia contemporánea sobre la crisis mundial desembocan en esta unánime conclusión; la civilización burguesa sufre de la falta de un mito, de una fe, de una esperanza. Falta que es la expresión de su quiebre material. La experiencia racionalista ha tenido esta paradójica eficacia de conducir a la humanidad a la desconsolada convicción de que la Razón no puede darle ningún camino. El racionalismo no ha servido sino para desacreditar la razón. A la idea Libertad, ha dicho Mussolini, la han muerto los demagogos. Más exacto es, sin duda, que la idea de Razón la han muerto los racionalistas. La Razón ha extirpado del alma de la civilización burguesa los residuos de los antiguos mitos. El hombre occidental ha colocado, durante algún tiempo, en el retablo de los dioses muertos, a la Razón y a la Ciencia. Pero ni la Razón ni la Ciencia pueden ser un mito. Ni la Razón ni la Ciencia pueden satisfacer toda la necesidad de infinito que hay en el hombre. La propia Razón se ha encargado de demostrar a los hombres que ella no les basta. Que únicamente el Mito posee la preciosa virtud de llenar su yo profundo.
La Razón y la Ciencia han corroído y han disuelto el prestigio de las antiguas religiones. Eucken en su libro sobre el sentido y el valor de la vida, explica clara y certeramente el mecanismo de este trabajo disolvente. Las creaciones de la ciencia han dado al hombre una sensación nueva de su potencia. El hombre, antes sobrecogido ante lo sobrenatural, se ha descubierto de pronto un exorbitante poder para corregir y rectificar la Naturaleza. Esta sensación ha despojado de su alma las raíces de la vieja metafísica.
Pero el hombre, como la filosofía lo define, es un animal metafísico. No se vive fecundamente sin una concepción metafísica de la vida. El mito mueve al hombre en la historia. Sin un mito la existencia del hombre no tiene ningún sentido histórico. La historia la hacen los hombres poseídos e iluminados por una creencia superior, por una esperanza super-humana; los demás hombres son el coro anónimo del drama. La crisis de la civilización burguesa apareció evidente desde el instante en que esta civilización constató su carencia de un mito. Renán remarcaba melancólicamente, en tiempos de orgulloso positivismo, la decadencia de la religión y se inquietaba por el provenir de la civilización europea. "Las personas religiosas -escribía- viven de una sombra. ¿De qué se vivirá después de nosotros?". La desolada interrogación aguarda una respuesta todavía.
La civilización burguesa ha caído en el escepticismo. La guerra pareció reanimar los mitos de la revolución liberal: la Libertad, la Democracia, la Paz. Mas la burguesía aliada los sacrificó, enseguida, a sus intereses y a sus rencores en la conferencia de Versalles. El rejuvenecimiento de esos mitos sirvió, sin embargo, para que la revolución liberal concluyese de cumplirse en Europa. Su invocación condenó a muerte los rezagos de la feudalidad y de absolutismo sobrevivientes aún en Europa Central, en Rusia y en Turquía. Y, sobretodo, la guerra probó una vez más, fehaciente y trágica, el valor del mito. Los pueblos capaces de la victoria fueron los pueblos capaces de un mito multitudinario.
II.
El hombre contemporáneo siente la perentoria necesidad de un mito. El escepticismo es infecundo y el hombre no se conforma con la infecundidad. Una exasperada y a veces impotente "voluntad de creer", tan aguda en el hombre post-bélico, era ya intensa y categórica en el hombre pre-bélico. Un poema de Henri Frank "La Danza delante del Arca", es el documento que tengo más a la mano respecto del estado de ánimo de la literatura de los últimos años pre-bélicos. En este poema late una grande y onda emoción. Por esto, sobretodo, quiero citarlo. Henri Frank nos dice su profunda "voluntad de creer". Israelita, trata, primero, de encender en su alma la fe en el dios de Israel. El intento es vano. Las palabras del Dios de sus padres suenan extrañas en esta época. El poeta no las comprende. Se declara sordo a su sentido. Hombre moderno, el verbo del Sinaí no puede captarlo. La fe muerta no es capaz de resucitar. Pesan sobre ella veinte siglos. Israel ha muerto de haber dado un Dios al mundo. La voz del mundo moderno propone su mito ficticio y precario: la Razón. Pero Henri Frank no puede aceptarlo. "La Razón, dice, la razón no es el universo".
"La raison sans Dieu c'est la chambre sans lampe".
El poeta parte en busca de Dios. Tiene urgencia de satisfacer su sed de infinito y de eternidad. Pero la peregrinación en infructuosa. El peregrino querría contentarse con la ilusión cotidiana. "¡Ah! sache franchement saisir de tout moment la fuyante fumée et le suc éphémère". Finalmente piensa que "la verdad es el entusiasmo sin esperanza". El hombre porta su verdad en sí mismo.
"Si la Arche et vide où tu pensais trouver la loi, rien n'est réel que ta danse".
III.
Los filósofos nos aportan una verdad análoga a los poetas. La filosofía contemporánea ha barrido el mediocre edificio positivista. Ha esclarecido y demarcado los modestos confines de la razón. Y ha formulado las actuales teorías del Mito y de la Acción. Inútil es, según estas teorías, buscar una verdad absoluta. La verdad de hoy no será la verdad de mañana. Una verdad es válida sólo para una época. Contentémonos con una verdad relativa.
Pero este lenguaje relativista no es asequible, no es inteligible para el vulgo. El vulgo no sutiliza tanto. El hombre se resiste a seguir una verdad mientras no la crea absoluta y suprema. Es en vano recomendarle la excelencia de la fe, del mito, de la acción. Hay que proponerle una fe, un mito, una acción. ¿Donde encontrar el mito capaz de reanimar espiritualmente el orden que tramonta?
La pregunta exaspera a la anarquía intelectual, a la anarquía espiritual de la civilización burguesa. Algunas almas pugnan por restaurar el Medio Evo y el ideal católico. Otras trabajan por un retorno al Renacimiento y al ideal clásico. El fascismo, por boca de sus teóricos, se atribuye una mentalidad medioeval y católica; cree representar el espíritu de la Contra-Reforma; aunque por otra parte, pretende encarnar la idea de la Nación, idea típicamente liberal. La teorización parece complacerse en la invención de los más alambicados sofismas. Mas todos los intentos de resucitar mitos pretéritos resultan, en seguida, destinados al fracaso. Cada época quiere tener un intuición propia del mundo. Nada más estéril que pretender reanimar un mito extinto. Jean R. Block, en un artículo publicado últimamente en la revista "Europe", escribe a este respecto palabras de profunda verdad. En la catedral de Chartres ha sentido la voz maravillosamente creyente del lejano Medio Evo. Pero advierte cuánto y cómo esa voz es extraña a las preocupaciones de esta época. "Sería una locura -escribe- pensar que la misma fe repetiría el mismo milagro. Buscad a vuestro alrededor, en alguna parte, una mística nueva, activa, susceptible a milagros, apta a llenar a los desgraciados de esperanza, a suscitar mártires y a transformar el mundo con promesas de bondad y de virtud. Cuando la habréis encontrado, designado, nombrado, no seréis absolutamente el mismo hombre".
Ortega y Gasset habla del "alma desencantada". Romain Rolland habla del "alma encantada". ¿Cuál de los dos tiene razón? Ambas almas coexisten. El "alma desencantada" de Ortega y Gasset es el alma de la decadente civilización burguesa. El "alma encantada" de Romain Rolland es el alma de los forjadores de la nueva civilización. Ortega y Gasset no ve sino el ocaso, el tramonto, der Untergang. Romain Rolland ve el otro, el alba, der Aufgang. Lo que más neta y claramente diferencia en esta época a la burguesía y al proletariado es el mito. La burguesía no tiene ya mito alguno. Se ha vuelto incrédula, escéptica, nihilista. El mito liberal, renacentista, ha envejecido demasiado. El proletariado tiene un mito: la revolución social. Hacia ese mito se mueve con una fe vehemente y activa. La burguesía niega; el proletariado afirma. La inteligencia burguesa se entretiene en una crítica racionalista del método, de la teoría de los revolucionarios. ¡Qué incomprensión! La fuerza de los revolucionarios no está en su ciencia; está en su fe, en su pasión, en su voluntad. Es una fuerza religiosa, mística, espiritual. Es la fuerza del Mito. La Emoción revolucionaria, como escribí en un artículo sobre Ghandi, es una emoción religiosa. Los motivos religiosos se han desplazado del cielo a la tierra. No son divinos; son humanos, son sociales.
Hace algún tiempo que se constata el carácter religioso, místico, metafísico del socialismo. Jorge Sorel, uno de los más altos representantes del pensamiento francés del siglo XX, decía en sus Reflexiones sobre la Violencia: "Se ha encontrado una analogía entre la religión y el socialismo revolucionario, que se propone la preparación y aún la reconstrucción del individuo para una obra gigantesca. Pero Bergson nos ha enseñado que no sólo la religión puede ocupar la región del yo profundo; los mitos revolucionarios pueden también ocuparla con el mismo título. Renan, como el mismo Sorel lo recuerda, advertía la fe religiosa de los socialistas, constatando su inexpugnabilidad a todo desaliento. "A cada experiencia frustrada, recomienzan. No han encontrado la solución; la encontrarán. Jamás los asalta la idea de que la solución no exista. He ahí su fuerza".
La misma filosofía que nos enseña la necesidad del mito y de la fe, resulta incapaz generalmente de comprender la fe y el mito de los nuevos tiempos. "Miseria de la filosofía" como decía Marx. Los profesionales de la Inteligencia no encontrarán el camino de la fe; lo encontrarán las multitudes. A los filósofos les tocará más tarde, codificar el pensamiento que emerja de la gran gesta multitudinaria. ¿Supieron acaso los filósofos de la decadencia romana comprender el lenguaje del cristianismo? La filosofía de la decadencia burguesa no puede tener mejor destino.

José Carlos Mariátegui La Chira

Piero Gobetti

No hemos sido afortunados ni solícitos en el conocimiento y estimación de los valores de la cultura italiana moderna. Y he tenido oportunidad de apuntarlo, comentando un libro de Prezzolini y ocupándome en la averiguación de la influencia italiana en la literatura y el pensamiento hispano-americanos contemporáneos.
En el preludio de la presentación del ensayista Piero Gobetti, muerto cuando aún no había alcanzado la sazón de la treintena, tengo que insistir en este motivo, que se presta a muchas variaciones.
La deficiencia de nuestra asimilación de la mejor Italia, la irregularidad de nuestro trato con su más sustanciosa cultura, no es ciertamente una responsabilidad específica de nuestras Universidades, revistas y mentores. El Perú no tiene, por razones obvias, relación directa y constante sino con dos literaturas europeas: la española y la francesa. Y España hoy mismo que sus distancias con la Europa moderna se han acortado considerablemente no es una intermediaria muy exacta ni muy atenta entre Italia e Hispano-América. La “Revista de Occidente” que registra en su haber un persistente esfuerzo por incorporar a España en la cultura occidental, no ha acordado a la literatura y al pensamiento italianos sino un lugar secundario. Los mejores trabajos de divulgación de los hombres e ideas de la Italia contemporánea son, en los últimos años, los debidos a Juan Chabás que aprovechó excelentemente su estancia en Italia. La obra de Unamuno acusa un reconocimiento serie, -y en algún punto que ya tendré oportunidad de señalar hasta cierto influjo de Benedetto Croce-. Pero, en general, la transmisión española de las corrientes intelectuales y artísticas de Italia ha sido irregular, insegura y defectuosa. Croce, por ejemplo, me parece aún hoy, insuficientemente estudiado y comprendido en España. Y, en Hispano-América, si no le ha faltado expositores y comentadores fragmentarios, no ha encontrado todavía un expositor inteligente y enterado de su obra total. A este respecto está en lo cierto el argentino M. Lizondo Borda que, en un reciente estudio publicado en “Nosotros”, afirma que la filosofía de Croce no ha sido todavía muy entendida en su país, agregando que “igual cabe decir de otros países, inclusive europeos”.
Actualmente, la coquetería reaccionaria de algunos intelectuales españoles con el fascismo, propicia la vulgarización, y aún la imitación en España de los ensayistas y literatos de la Italia fascista, a expensas del conocimiento de valores más esenciales, pero desprovistos de los títulos caros al gusto y al humor propagados en un clima benévolo a la dictadura. Curzio Malaparte, a quien yo cité aquí primero hace cinto años, cuya obra empieza a ser traducida al español, encabeza el elenco de escritores jóvenes de Italia a quienes la política asegura admiradores y partidarios en ciertos equipos sedicentes vanguardistas de la intelectualidad hispánica. La reacción, la dictadura, han menester de teorizantes y no escasean en la juventud letrada quienes, a base de argumentos de “L’Action Francaise”, Meritain, Massis, Valois, Rocco, del Conde Keyserlin, Spengler, Gentile, etc., están dispuestos a asumir ese papel. La política no se mezcla nunca tanto a la literatura y a las ideas como cuando se trató de decretar la moda de un autor extranjero. Papini debe a su conversión al catolicismo, en el mundo hispánico, la difusión que el no había ganado con su obra anterior a la “Historia de Cristo”. Y no sería raro que quieres encuentran abstrusamente hegeliano a Croce, propaguen con entusiasmo la obra de Giovanni Gentile, bonificada por la adhesión de este filósofo, sin duda más hegeliano que Croce en punto a abstractismo, a la política mussoliniana.
Curzio Malaparte es, sin duda, uno de los escritores de la Italia contemporánea. Pero tendría una información muy incompleta de esta misma Italia, en cuanto a críticos y polemistas, quien bien abastecido de frases y anécdotas de Curzio Suckert, (Malaparte en literatura) ignorase en materia de ensayo político y filosófico a Mario Missirolo, Adriano Tilgher, Piero Gobetti y otros. Los críticos y escritores españoles que flirtean con el fascismo y sus gacetas, difícilmente se ocuparán en exponer a estos ensayistas. Y los católicos que tan tiernamente secundan la fama del Papini de post-guerra, sin la menor noticia en muchos casos del Papini de “Pragmatismo” y de “Polemiche Religiose”, no dirán una palabra sobre el católico Guido Miglioli, líder del agrarismo cristiano social de Italia, ex-diputado del Partido Popular y autor de “Il Villagio Soviético”, y ni siquiera sobre Luigi Sturzo, uno de cuyos libros políticos apareció en la editorial que dirigía en Turín, Piero Gobetti, el escritor que precisamente motiva este artículo.
Si Benedetto Croce no ha sido aún debidamente explicado y comentado en nuestra Universidad, -en la que en cambio ha gozado de particular resonancia el mediano renombre de diversos secundarios Guidos de las Universidades italianas- es lógico que Piero Gobetti, muerto en la juventud en ardiente batalla, permanezca completamente desconocido. Piero Gobetti era una filosofía un crociano de izquierda y en política, el teórico de la “revolución liberal” y el mílite de “L’Ordine Nuovo”. Su obra quedó casi íntegramente por hacer en artículos, apuntes, esquemas, que después de su muerte un grupo de editores e intelectuales amigos ha compilado, pero que Gobetti, combatiente esforzado, no tuvo tiempo de desarrollar en los libros planeados mientras fundaba una revista, imponía una editorial, renovaba la crítica e infundía un potente aliento filosófico en el periodismo político.
He leído los cuatro primeros volúmenes de la obra de Piero Gobetti (“Risorgimento”, “senza eroi”, “Paradiso dello spirito russo”, “Opera Critica. Parte Prima” y “Opera Critica. Parte Seconda”, Edizioni del Baretti, Turín), y he hallado en ellos una originalidad de pensamiento, una fuerza de expresión, una riqueza de ideas que están muy lejos de alcanzar, en libros prolijamente concluidos y retocados, los escritores de la misma generación a quienes la política gratifica con una fácil reputación internacional. Un sentimiento de justicia, una acendrada simpatía por el hombre y la obra, un leal propósito de contribuir al conocimiento de los más puros y altos valores de la cultura italiana, me mueven a exponer algunos aspectos esenciales de la obra de este ensayista, a quien no se podría juzgar en toda su singular significación por uno de sus volúmenes ni por un determinado grupo de estudios, porque su genio no logró una expresión acabada ni sus ideas una exposición sistemática en ninguno y hay que buscar la viva y profunda modernidad de uno y otras en el sugestivo conjunto de sus actitudes.
El escritor italiano Santino Caramella, que con fraterna devoción y ponderado juicio prologa la obra de Gobetti dice, en el prefacio del tercer volumen: “La unidad viva e íntima viene de la figura de Piero Gobetti crítico y periodista, polemista y ensayista, que se descubrirá aquí al lector en toda su magnitud y en los más variados aspectos de su actividad: una figura, a la cual toda sus obras le son en cierto sentido inferiores, mientras este volumen servirá en cambio para refrescarla en la memoria de cuantos la admiraron y amaron, como encarnación cotidiana del gran animador de ideas y de obras”. Es esta unidad la que intentaré traducir en un próximo capítulo reconstruyéndolo con los elementos que me ofrecen los cuatro nutridos y preciosos volúmenes de su obra completa, aunque el mérito de Gobetti, más que en la coherencia y originalidad de su pensamiento central, está en los magníficos hallazgos a que lo condujo por la ruta atrevida e individual de sus varias inquisiciones.

José Carlos Mariátegui La Chira

La economía y Piero Gobetti

Prometí un croquis conciso de las ideas de Piero Gobetti, el original y sustancioso ensayista que, precisamente por su escaso título a la atención siempre oportunista de las gacetas literarias y a la consideración generalmente pedante de las tesis doctorales, quiero señalar entre los más vivos y fecundos valores de la cultura italiana contemporánea. Y justamente porque Piero Gobetti no fue específicamente un economista, me parece oportuno empezar por referirme al peso que en sus juicios morales, políticos, filosóficos, estéticos e históricos tuvo, en último análisis, la economía. Esta sagaz y constante preocupación de lo económico me parece uno de los signos más significativos de la modernidad y del realismo de Gobetti, que la debió, no a una hermética educación marxista, sino a una autónoma y libérrima maduración de su pensamiento. Gobetti llegó al entendimiento de Marx y de la economía, por la vía de un agudo y severo análisis de las premisas históricas de los movimientos ideológicos, políticos y religiosos de la Europa moderna en general y de Italia, en particular. En su juventud, la filosofía griega y oriental, escolástica y moderna, la tradición intelectual italiana de Machiavelli a Vico y de Spaventa a Gentile, la indagación estética, ejercitada con idéntica agilidad en el Museo Británico y en la literatura rusa, lo acaparaban demasiado para que se insinuasen en su especulación y en su crítica los móviles de la interpretación económica de la historia. Pero la más perfecta familiaridad con Parménides y Empédocles, con Heráclito y Aristóteles, con Descartes y Kant, con Hegel y Croce, no estorbó a Piero Gobetti para reconocer la rigurosa justificación de la teoría que busca en el movimiento de la economía el impulso decisivo de las transformaciones políticas e ideológicas. La enseñanza austera de Croce, que en su adhesión a lo concreto, a la historia, concede al estudio de la economía liberal y marxista y de las teorías del valor y del provecho un interés no menor que al de los problemas de lógica, estética y política, influyó sin duda poderosamente en el gradual orientamiento de Gobetti hacía el examen del fondo económico de los hechos cuya explicación deseaba rehacer o iniciar. Mas decidió, sobre todo, este orientamiento, el contacto con el movimiento obrero turinés. En su estudio de los elementos históricos de la Reforma, Gobetti había podido ya evaluar la función de la economía en la creación de nuevos valores morales en el surgimiento de un nuevo orden político. Su investigación se transportó con su acercamiento a Gramsci y su colaboración en “L’Ordine Nuovo”, al terreno de la experiencia actual y discreta. Gobetti comprendió, entonces, que una nueva clase dirigente no podía formarse sino en este campo social, donde su idealismo concreto se nutría moralmente de la disciplina y la dignidad del productor. Y, confrontando el proceso religioso y social de Italia con el de los países de desarrollo capitalista, formuló así este juicio: “En la historia italiana los tipos de productores resultaron de las transacciones a que constriñe la dura lucha con la miseria. El artesano y el mercader decayeron después de las comunas. El Agricultore es el antiguo siervo que cultiva por cuenta de los patrones de la curia y tiene en la enfiteusis su única defensa. La civilización más característica es luego la que se forma en las cortes o en los empleos y que habitúa a las astucias, a los funambulismos de la diplomacia y de la adulación, al gusto de los placeres y de la retórica. El pauperismo italiano se acompaña con la miseria de las conciencias: quien no se siente cumplir una función productiva en la civilización contemporánea, no tendrá confianza en si mismo, ni culto religioso de la propia dignidad. He aquí en qué sentido el problema político italiano, entre los oportunismos y la caza descarada de los puestos y la abdicación frente a la clase dominante, es un problema moral”.
Y siempre que ahonda en la explicación del retardo de la consciencia política de Italia, Gobetti retorna a este concepto. El retraso de su economía impide a Italia acompasar su avance al de los grandes Estados capitalistas de Europa. Un brillante ensayo sobre la cultura política, comienza con estas consideraciones: “La economía nacional está todavía demasiado retrasada, el país es pobre y no concede tregua a los individuos, no les permite la dignidad de ciudadanos. Dos tercios de la población comparte la suerte de una agricultura atrasada y condenada por muchos años a no devenir moderna. Se trata de pequeños propietarios, arrendatarios, aparceros, que aspiran solamente a la paz y a la conservación del Estado presente, ostentando indiferencia por toda más amplia preocupación. La aristocracia industrial y obrera, a la cual está ligada la posibilidad de una transformación moderna de Italia, está apenas en su nacimiento y no logra distinguirse de las sobreposiciones y confusiones parasitarias, no logra vencer el pauperismo y el diletantismo”.
La lucha del Risorgimento, que tiene en Gobetti a uno de sus intérpretes más sagaces, se resiente de este peso muerto. Falta a la batalla liberal de Italia el estímulo de una vigorosa afirmación de las clases obreras. El absolutismo pacta incesantemente con la plebe indiferenciada para tener a raya el espíritu liberal y republicano. “Las plebes -escribe Gobetti- continúan viviendo en torno de los conventos y de los institutos de beneficencia, todos católicos; y permanecen católicos por instinto, por educación y por interés. La iniciativa toca a la nueva clase burguesa que actúa con Cavour la política anti-feudal del liberalismo económico, para poderse dedicar a los tráficos, a las industrias y a los ahorros y formar la primera riqueza y el primer capital circulante en Italia”. En el siglo dieciocho, no prospera en Italia el movimiento laico y liberal por la acción de este mismo factor negativo y retardatario. “Se tiene el fenómeno de plebes resueltamente anti-liberales, domesticadas por la política de filantropía de la Iglesia, la cual para hacer prevalecer su socialismo reaccionario cuenta sobre todo con turbas de parásitos”. “El pauperismo en Piamonte era la garantía del viejo régimen: quien vive de limosna no podrá participar en la lucha política; una libre clase trabajadora no tendrá ciudadanía en esta tierra; el Estado seguirá siendo un aparato administrativo en manos de pocos privilegiados”. Y este pauperismo se refleja en el carácter de la emigración italiana que no es, ni puede ser, dado su origen, una emigración de intrépidos colonizadores. De Italia no salen a colonizar tierras lejanas, arrojados por la persecución política, puritanos de fe intransigente, templados en la lucha de la herejía, precursores de la civilización industrial y capitalista, sino campesinos y artesanos desterrados de su suelo por la pobreza. “Las turbas más numerosas de la emigración temporal -apunta Gobetti- eran de gente humilde y mísera sin arte ni parte, estrechadas por la desesperación, casadas de resistir al hambre y en tierras nuevas debían buscar piedad más bien que trabajo. De la Savoya y del Valle de Acosta llegaban a París deshollinadores y lustrabotas”.
Este aspecto de las meditaciones de Gobetti tiene un excepcional interés, que casi es innecesario subrayar, para los estudiosos de la evolución social de España y de sus colonias. Las consecuencias morales, políticas ideológicas del pauperismo, de la beneficencia, de las cortes y las administraciones apoyadas en la domesticidad de las clases parasitarias, del servilismo de las plebes menesterosas, no son menos visibles ni menos trágicas, en la España de Fernando VII y en la América de García Moreno, que en la Italia setecentista o neo-güelfa.

José Carlos Mariátegui La Chira

Nacionalismo y Vanguardismo en la ideología política

Es posible que a algunos recalcitrantes conservadores de incontestable buena fe los haga sonreír la aserción de que lo más peruano, lo más nacional del Perú contemporáneo es el sentimiento de la nueva generación. Esta es, sin embargo, una de las verdades más fáciles de demostrar. Que el conservantismo no pueda ni sepa entenderla es una cosa que se explica perfectamente. Pero no disminuye ni oscurece su evidencia.
Para conocer cómo siente y cómo piensa la nueva generación, una crítica leal y seria empezará sin duda por averiguar cuáles son sus reivindicaciones. Le tocará constatar, por consiguiente, que la reivindicación capital de nuestro vanguardismo es la reivindicación del indio. Este hecho no tolera mistificaciones no consiente equívocos.
Traducido a un lenguaje inteligible para todos, inclusive, para los conservadores, el problema indígena se presenta como el problema de cuatro millones de peruanos. Expuesto en términos nacionalistas, -insospechables y ortodoxos- se presenta como el problema de la asimilación a la nacionalidad peruana de las cuatro quintas partes de la población del Perú.
¿Cómo negar la peruanidad de un ideario y de un programa que proclama con tan vehemente ardimiento, su anhelo y su voluntad de resolver este problema?
II.
Los discípulos del nacionalismo monarquista de “L’Action Francaise” adoptan, probablemente la fórmula de Maurras: “Todo lo nacional es nuestro”. Pero su conservantismo se guarda mucho de definir lo nacional, lo peruano. Teórica y prácticamente el conservador criollo se comporta como un heredero de la colonia y como un descendiente de la conquista. Lo nacional, para todos nuestros pasadistas, comienza en lo colonial. Lo indígena es en su sentimiento, aunque no lo sea en su tesis, lo pre-nacional. El conservantismo no puede concebir ni admitir sino una peruanidad: la formada en los moldes de España y Roma. Este sentimiento de la peruanidad tiene graves consecuencias para la teoría y la práctica del propio nacionalismo que inspira y engendra. La primera consiste en que la limita a cuatro siglos la historia de la patria peruana. I cuatro siglos de tradición tienen que parecerle muy poca cosa a cualquier nacionalismo, aún al más modesto e iluso. Ningún nacionalismo sólido aparece en nuestro tiempo como una elaboración de solo cuatro siglos de historia.
Para sentir a sus espaldas una antigüedad más respetable e ilustre, el nacionalismo reaccionario recurre invariablemente al artificio de anexarse no solo todo el pasado y toda la gloria de España sino también todo el pasado y la gloria de la latinidad. Las raíces de la nacionalidad resultan ser hispanas y latinas. El Perú, como se lo representa esta gente, no desciende del Inkario autóctono; desciende del imperio extranjero que le impuso hace cuatro siglos su ley, su confesión y su idioma.
Maurice Barrés en una frase que vale sin duda como artículo de fe para nuestros reaccionarios, decía que la patria son la tierra y los muertos. Ningún nacionalismo puede prescindir de la tierra. Este es el drama del que en el Perú, además de acogerse a una ideología importada, representa el espíritu y los intereses de la conquista y la colonia.
III.
En oposición a este espíritu, la vanguardia propugna la reconstrucción peruana sobre la base del indio. La nueva generación reivindica nuestro verdadero pasado, nuestra verdadera historia. El pasadismo se contenta, entre nosotros, con los frágiles recuerdos galantes del virreinato. El vanguardismo, en tanto, busca para su obra materiales más genuinamente peruanos, más remotamente antiguos.
I su indigenismo no es una especulación literaria ni un pasatiempo romántico. No es un indigenismo que, como muchos otros, se resuelve y agota en una inocua apología del Imperio de los Incas y de sus faustes. Los indigenistas revolucionarios, en lugar de un platónico amor al pasado incaico, manifiestan una activa y concreta solidaridad con el indio de hoy.
Este indigenismo no sueña con utópicas restauraciones. Siente el pasado como una raíz, pero no como un programa. Su concepción de la historia y de sus fenómenos es realista y moderna. No ignora ni olvida ninguno de los hechos históricos que, en estos cuatro siglos, han modificado, con la realidad del Perú, la realidad del mundo.
IV.
Cuando se supone a la juventud seducida por mirajes extranjeros y por doctrinas exóticas, se parte, seguramente, de una interpretación superficial de las relaciones entre nacionalismo y socialismo. El socialismo no es, en ningún país del mundo, un movimiento anti-nacional. Puede parecerlo, talvez, en los imperios. En Inglaterra, en Francia, en Estados Unidos, etc, los revolucionarios denuncian y combaten el imperialismo de sus propios gobiernos. Pero la función de la idea socialista cambia en los pueblos política o económicamente coloniales. En esos pueblos, el socialismo adquiere por la fuerza de las circunstancias, sin renegar absolutamente ninguno de sus principios, una actitud nacionalista. Quienes sigan el proceso de las agitaciones nacionalista riffeña, ejipcia, china, hindú, etc, se explicarán sin dificultad este aspecto, totalmente lógico, de la praxis revolucionaria. Observarán, desde el primer momento, el carácter esencialmente popular de tales agitaciones. El imperialismo y el capitalismo de Occidente encuentran siempre una resistencia mínima, si no una sumisión completa, en las clases conservadoras, en las clases dominantes de los pueblos coloniales. Las reivindicaciones de independencia nacional reciben su impulso y su energía de la masa popular. En Turquía, donde se ha operado en los últimos años el más vigoroso y afortunado movimiento nacionalista, se ha podido estudiar exacta y cabalmente este fenómeno. Turquía ha renacido como nación por mérito y obra de su gente revolucionaria, no de su gente conservadora. El mismo impulso histórico que arrojó del Asia Menor a los griegos, inflingiendo una derrota al imperialismo británico echó de Constantinopla al Kalifa y a su corte.
Uno de los fenómenos más interesantes, uno de los movimientos más extensos de esta época es, precisamente, este nacionalismo revolucionario, este patriotismo revolucionario. La idea de la nación -lo ha dicho un internacionalista- es en ciertos periodos históricos la encarnación del espíritu de libertad. En el Occidente europeo, donde la vemos más envejecida, ha sido, en su origen y en su desarrollo, una idea revolucionaria. Ahora tiene este valor en todos los pueblos que, explotados por algún imperialismo extranjero, luchan por su libertad nacional.
En el Perú los que representan e interpretan la peruanidad son quienes, concibiéndola como una afirmación y no como una negación, trabajan por dar de nuevo una patria a los que, conquistados y sometidos por los españoles, la perdieron hace cuatro siglos y no la han recuperado todavía.

José Carlos Mariátegui La Chira

La heterodoxia de la tradición

He escrito al final de mi artículo “la reivindicación de Jorge Manrique”: Con su poesía tiene que ver la tradición, pero no los tradicionistas. Porque la tradición es contra lo que desean los tradicionalistas viva y móvil. La crean los que la niegan para renovarla y enriquecerla. La matan los que la quieren muerta y fija, prolongación de un pasado en un presente sin fuerzas, para incorporar en ella su espíritu y para meter en ella su sangre.
Estas palabras merecen ser solícitamente replicadas y explicadas. Desde que las he escrito me siento convidado a estrenar una tesis revolucionaria de la tradición. Hablo, claro está de la tradición entendida como patrimonio y continuidad histórica.
¿Es cierto que los revolucionarios la reniegan y la repudian en bloque? Esto es lo que pretenden quienes se contentan con la gratuita fórmula: revolucionarios iconoclastas. Pero, ¿no son más iconoclastas los revolucionarios? Cuando Marinetti invitaba a Italia a vender sus museos y sus monumentos, quería solo afirmar la potencia creadora de su patria demasiado oprimida por el peso de un pasado abrumadoramente glorioso. Habría sido absurdo tomar al pie de la letra su vehemente extremismo. Toda doctrina revolucionaria actúa sobre la realidad por medio de negaciones intransigentes que no es posible comprender sino interpretándolas en su papel dialéctico.
Los verdaderos revolucionarios, no proceden nunca como si la historia empezara con ellos. Saben que representan fuerzas históricas, cuya realidad no les permite complacerse con la ultraísta ilusión verbal de inaugurar todas las cosas. Marx extrajo del estudio completo de la economía burguesa, sus principios de política socialista. Toda la experiencia industrial y financiera del capitalismo está en su doctrina anticapitalista. Proudhon, de quien todos conocen la frase iconoclasta, mas no la obra prolija, cimentó sus ideales en un arduo análisis de las instituciones y costumbres sociales, examinando desde sus raíces hasta el suelo y el aire de que se nutrieron. Y Sorel, en quien Marx y Proudhon, se reconcilian, se mostró profundamente preocupado no solo de la formación de la consciencia júrica del proletariado, sino de la influencia de la organización familiar y de sus estímulos morales, así el mecanismo de la producción como en el entero equilibrio social.
No hay que identificar a la tradición con los tradicionalistas. El tradicionalismo -no me refiero a la doctrina filosófica sino a una actitud política o sentimental que se resuelve invariablemente en fuero conservantismo- es en verdad el mayor enemigo de la tradición. Porque se obstina interesadamente en definirla como un conjunto de reliquias inertes y símbolos extintos. Y en compendiarla en una receta escueta y única.
Hay tradición, en tanto se caracteriza precisamente su resistencia a dejarse aprehender en una fórmula hermética. Como resultado de una serie de experiencias, esto es de sucesivas transformaciones de la realidad bajo la acción de un ideal que la supera consultándolas y la modela obedeciéndola. La tradición es heterogénea y contradictoria en su composición. Para reducirla a un concepto único es preciso contentarse con su esencia, renunciando a sus cristalizaciones.
Los monarquistas franceses construyen toda su doctrina, sobre la creencia de que la tradición de Francia, es fundamentalmente aristocrática y monárquica, idea concebible únicamente por gentes enteramente hipnotizadas por la imagen de la Francia de Carlo Magno. René Johannet, reaccionario también, pero de otra extirpe, sostiene que la tradición de Francia es, absolutamente burguesa y que la nobleza, en la que depositan su recalcitrante esperanza Maurras y sus amigos, está descartada como clase dirigente desde que, para subsistir ha tenido que aburguesarse. Pero el cimiento social de Francia son sus familias campesinas, su artesanado laborioso. Está averiguando el papel de los descamisados en el período culminante de la revolución burguesa. De manera que si en la praxis del socialismo francés entrará a declamación nacionalista, el proletariado de Francia podría también descubrirle a su país sin demasiada fatiga una cuantiosa tradición obrera.
Lo que esto nos revela es que la tradición aparece particularmente invocada y aun facticiamente acaparada por los menos aptos para recrearla. De lo cual nadie debe asombrarse. El pasadista tiene siempre el paradójico destino de entender el pasado muy inferiormente futurista. La facultad de pensar la historia y la facultad de hacerla y crearla, se identifican. El revolucionario, tiene del pasado una imagen un poco subjetiva acaso, pero animada y viviente, mientras que el pasadista es incapaz de representársela en su inquietud y su fluencia. Quien no puede imaginar el futuro, tampoco puede imaginar el pasado.
No existe, pues, un conflicto real entre el revolucionario y la tradición, sino para los que conciben la tradición como un museo o una momia. El conflicto es efectivo solo con el tradicionalista. Los revolucionarios encarnan la voluntad de la sociedad de no petrificarse en un estadio, de no inmovilizarse en una actitud. A veces la sociedad pierde esta voluntad creadora paralizada por una sensación de acabamiento o desencanto. Pero entonces se constata, inexorablemente, su envejecimiento y su decadencia.
La tradición de esta época la están haciendo los que parecen a veces negar, iconoclastas, toda tradición. De ellos, es, por lo menos, la parte activa. Si ellos, la sociedad acusaría el abandono, la abdicación de la voluntad de vivir renovándose, superándose incesantemente.
Maurice Barrés, legó a sus discípulos una definición algo fúnebre de la Patria. “La Patria es la tierra y los muertos”. Barrés mismo era un hombre de aire fúnebre y mortuorio, que, según Valle Inclán semejaba físicamente un cuervo mojado. Pero las generaciones post-bélicas están frente al dilema de enterrar con los despojos de Barrés su pensamiento de labriego solitario dominado por el culto excesivo del suelo de sus difuntos o de resignarse a ser enterrada ella misma después de haber sobrevivido sin un pensamiento propio nutrido de su sangre y de su esperanza. Idéntica es su situación ante el tradicionalismo.
No he hablado hasta aquí del tradicionalismo peruano en particular sino de tradición y de tradicionalismo en general. Me sobra el tema para un próximo artículo.
José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira