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José Carlos Mariátegui La Chira Literatura Text
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Tarjeta Postal a Alfonso De Silva, 28/2/1927

Lima, 28 de febrero de 1927
Querido Silva:
Cuando le envié un ejemplar del número de Amauta en que se publicaba su lied, le escribí algunas líneas pidiéndole nueva colaboración.— He sabido últimamente que ha estado Ud. delicado de salud. Querría que la noticia no fuera cierta. En todo caso, formulo votos porque esté Ud. ya bien. Yo he seguido sufriendo constantes fallas en mi salud. Pero, afortunadamente, me restablezco ahora.
Envíeme para Amauta versos o música. Le mando la revista regularmente a la Legación.
Cordialmente suyo
José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Carta a Nicanor A. de la Fuente (Nixa), 30/1/1928

[Transcripción Literal]
Lima 30 de enero de 1928
Sr. Nicanor A. de la Fuente
Chiclayo.
Muy estimado compañero:
Contesto su apreciada carta del 16 de enero que me informa de la solicitud con que se ocupa Ud. en el encargo de Amauta. Espero que la reanudación nos permita conseguir en Chiclayo el número de accionistas que calculamos al principio, cuando remitimos a Ud. y a C. Arbulú Miranda, en total, doce recibos por la primera cuota.
Dos de sus poemas aparecen en el No. en prensa, que estará listo mañana. El tercero saldrá en el No. siguiente. Aunque, poeta por excelencia, creo que no nos debe Ud. enviar sólo versos. Entiendo que escribe Ud. también cuentos y los reclamo para Amauta.
No he recibido el No. de Albores. No obstante mi exceso de trabajo, les mandaré alguna breve colaboración, apenas disponga de tiempo.
De Carlos Arbulú M. no tengo noticias desde hace mucho tiempo. La administración ha recibido últimamente nuevos ejemplares devueltos por él. Dígale que debe fijar una cifra más aproximada de la cantidad de ejemplares que puede absorber esa agencia para que no continuemos con estos viajes de ida y vuelta de la revista. Me explico que en el primer momento su optimismo agrandase las expectativas de Amauta; pero ya es tiempo de establecer una base más precisa.
Con saludos de Bazán y otros compañeros, lo abraza cordialmente su afmo. amigo
José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Carta a Julio J. Casal, 10/10/1929

Lima, 10 de octubre de 1929
Sr. D. Julio J. Casal.
Montevideo
Estimado amigo y compañero:
Le debo hace algún tiempo esta carta. Una existencia atareadísima malogra mis mejores intenciones epistolares. Ud. me perdonará, habituado probablemente a contar sus mas devotos amigos entre sus malos corresponsales.
No he recibido los ejemplares que me anuncia de "Alfar". No me sorprende. En el corre, el celo y los excesos de la censura, me cuestan la perdida del 50% de mis correspondencia. Hágalo saber, se lo ruego a los colegas que se quejen de no haber tenido respuesta mía a una carta o un envío.
Le envío unos poemas de Xavier Abril y Nicanor A. de la Fuente, poetas jóvenes del grupo de "Amauta". Le enviaré, por el próximo corre, con un artículo mío, otras colaboraciones.
Mande su revista a José María Eguren, Colmena 462, Luis Alberto Sánchez, Pacae 960; Jorge Basadre,Colmena 235; Xavier Abril, Casilla 1206; "La Nueva Revista Peruana"; Mercurio Peruano; Nomi Mulstein, secretaría de Repertorio Hebreo, Casilla 1925; Aurelio Miro Quesada Sosa, Pileta de la Trinidad 764. Tal vez Sánchez, Basadre o Miroquesada Sosa puede enviarle el trabajo que Ud. desea sobre mis "7 ensayos". Se que Basadre tiene preparado uno.
Le he remitido "Amauta" y algunos libros, en paquete certificado. Diríjame sus noticias y la revista (reclamo los ejemplares prometidos de "Alfar" primera epoca) a: Guillermina M. de Cavero, Sagástegui 663 altos, Lima.
Muy cordialmente le estrecha la manos su devotísimo amigo y camarada.
José Carlos Mariátegui.
P.S. Envíenos algún poema para "Amauta"

José Carlos Mariátegui La Chira

"La ciencia de la revolución" por Max Eastman [Recorte de prensa]

"La ciencia de la revolución" por Max Eastman

“La Ciencia de la Revolución” de Max Eastman -uno de los libros de resonancia de la literatura política última- se contrae casi a la aserción de que Marx, en su pensamiento, no consiguió nunca emanciparse de Hegel. Si este hegelianismo incurable hubiese persistido solo en Marx y Engels, preocuparía sin duda muy poco al autor de “La Ciencia de la Revolución”. Pero como lo encuentra subsistente en la teorización marxista de sus continuadores y, sobre todo, dogmáticamente profesado por los ideólogos de la Revolución Rusa, Max Eastman considera urgente y esencial denunciarlo y combatirlo. Hay que entender sus reparos a Marx como reparos al marxismo.

Pero lo que “La Ciencia de la Revolución” demuestra, más bien que la imposibilidad de Marx de emanciparse de Hegel, es la incapacidad de Max Eastman para emanciparse de William James. Eastman se muestra particularmente fiel a William James en su antihegelianismo. William James, después de reconocer a Hegel como uno de los pocos pensadores que propongan una solución de conjunto de los problemas dialécticos, se apresura a agregar: “escribía de una manera tan abominable que no lo he comprendido jamás”. (“Introducción a la Filosofía”) Max Eastman no se ha esforzado más por comprender a Hegel. En su ofensiva contra el método dialéctico, actúan todas sus resistencias de norte americano -proclive a un practicismo flexible e individualista, permeado de ideas pragmatistas- contra el panlogismo germano, contra el sistema de una concepción unitaria y dialéctica. En apariencia, el "americanismo” de la tesis de Max Eastman está en su creencia de que la revolución no necesita una filosofía sino solamente una ciencia, muy técnica; pero, en el fondo, está verdaderamente, en su tendencia muy anglo-sajona a rechazar en el nombre del puro “buen sentido” toda difícil construcción ideológica chocante a una educación pragmatista.

Max Eastman, al reprochar a Marx el no haberse liberado de Hegel, le reprocha en general el no haberse liberado de toda metafísica, de toda filosofía. No cae en cuenta de que si Marx se hubiera propuesto y realizado únicamente, con la prolijidad de un técnico alemán, el esclarecimiento científico de los problemas de la revolución tales como se presentaban empíricamente en su tiempo, no habría alcanzado sus más eficaces y valiosas conclusiones científicas, ni habría mucho menos elevado al socialismo al grado de disciplina ideológica y de organización práctica que lo han convertido en la fuerza constructora de un nuevo orden social, Marx pudo ser un técnico de la revolución, lo mismo que Lenin, precisamente porque no se detuvo en la elaboración de unas cuantas recetas de efecto estrictamente verificable. Si hubiese rehusado o temido confrontar las dificultades de la creación de un “sistema” para no disgustar más tarde al pluralismo irreductible de Max Eastman, su obra teórica, no superaría en trascendencia histórica a la de Proudhom o Kropotkin.

No advierte tampoco Max Eastman que, sin la teoría del materialismo histórico, el socialismo no habría abandonado el punto muerto del materialismo filosófico y, en el envejecimiento inevitable de este por su incomprensión de la necesidad de fijar las leyes de la evolución y el movimiento, se habría contagiado más fácilmente en todo linaje de “idealismos” reaccionarios. Para Max Eastman el hegelianismo es un demonio que hay que hacer salir del cuerpo del marxismo exorcizándolo en nombre de la ciencia. ¿En qué razones se apoya su tesis para afirmar que en la obra de Marx alienta, hasta el fin, el hegelianismo más metafísico y tudesco? Es verdad, Max Eastman no tiene más pruebas de esta convicción, que las que tenía antiguamente un creyente de la presencia del demonio en el cuerpo del individuo que debía ser exorcizado. He aquí su diagnosis del caso Marx: “Al declarar alegremente que no hay tal Idea, que no hay Empíreo alguno que arda en el centro del universo, que la realidad última es, no el espíritu, sino la materia, puso de lado toda emoción sentimental y, en una disposición que parecía ser completamente realista, se puso a escribir la ciencia de la revolución del proletariado. Pero, a pesar de esta profunda transformación emocional por él experimentada, sus escritos siguen teniendo un carácter metafísico y esencialmente animista. Marx no había examinado este mundo material, del mismo modo que un artesano examina sus materiales, a fin de ver la manera de sacar el mejor partido de ellos. Marx examinó el mundo material del mismo modo que un sacerdote examina el mundo ideal, con la esperanza de encontrar en él sus propias aspiraciones creadoras y, en caso contrario, para ver de qué modo podría trasplantarlas en él. Bajo su forma intelectual, el marxismo no representaba el pasaje del socialismo utópico al socialismo científico; no representaba la sustitución del evangelio nada práctico de un mundo mejor por un plan práctico, apoyado en un estudio de la sociedad actual e indicando los medios de reemplazarlo por una sociedad mejor. El marxismo constituía el pasaje del socialismo utópico a una religión socialista, un esquema destinado a convencer al creyente de que el universo mismo engendra automáticamente una sociedad mejor y que él, el creyente, no tiene más que seguir el movimiento general de este universo”. No le bastan a Max Eastman, como garantía del sentido totalmente nuevo y revolucionario que tiene en Marx el empleo de la dialéctica, las proposiciones que él mismo copia en ‘'La Ciencia de la Revolución” de la “Tesis sobre Feuerbach”. No recuerda, en ningún momento, esta terminante afirmación de Marx: “El método dialéctico, no solamente difiere en cuanto al fondo del método de Hegel, sino que le es, aún más, del todo contrario. Para Hegel el proceso del pensamiento, que él transforma, bajo el nombre de idea, en un sujeto independiente, es el demiurgo (creador) de la realidad, no siendo esta última sino su manifestación exterior. Para mí, al contrario, la idea no es otra cosa que el mundo material traducido y transformado por el cerebro humano”. Sin duda, Max Eastman pretenderá que su crítica no concierne a la exposición teórica del materialismo histórico, sino a un hegelianismo espiritual e intelectual -a cierta conformación mental del profesor de metafísica- de que a su juicio Marx no supo nunca desprenderse a pesar del materialismo histórico, y cuyos signos hay que buscar en el tono dominante de su especulación y de su prédica. Y aquí tocamos su error fundamental: su repudio de la filosofía misma, su mística convicción de que todo absolutamente todo, es reducible a ciencia, y de que la revolución socialista no necesita filósofos sino técnicos. Emmanuel Berl, se burla acerbamente de esta tendencia, aunque sin distinguirla, como es de rigor, de las expresiones auténticas del pensamiento revolucionario. “La agitación revolucionaria misma -escribe Berl- acaba por ser representada como una técnica especial que se podría enseñar en una Escuela Central. Estudio del marxismo superior, historia de las revoluciones, participación más o menos real en los diversos movimientos que pueden producirse en tal o cual punto, conclusiones obtenidas de estos ejemplos de los cuales hay que extraer una fórmula abstracta que se podrá aplicar automáticamente a todo lugar donde aparezca una posibilidad revolucionaria. Al lado del comisario del caucho el comisario de propaganda, ambos politécnicos”.

El cientificismo de Max Eastman no es tampoco rigurosamente original. En tiempos en que pontificaban aún los positivistas, Enrico Ferri dando al término “socialismo científico” una acepción estricta y literal, pensó también que era posible algo así como una ciencia de la revolución. Sorel se divirtió mucho, con este motivo, a expensas del sabio italiano, cuyos aportes a la especulación socialista no fueron nunca tomados en serio, de otro lado, por los jefes del socialismo alemán. Hoy los tiempos son menos que antes favorables para -no ya desde los puntos de vista de la escuela positivista, sino desde los del practicismo yanqui- renovar la tentativa. Max Eastman, además, no esboza ninguno de los principios de una ciencia de la Revolución. A este respecto, la intención de su libro, que coincide con el de Henri de Man en su carácter negativo, se queda en el título.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Un libro de Emile Vandervelde [Recorte de prensa]

Un libro de Emile Vandervelde

El sumo líder de la social-democracia belga Emile Vandervelde, en su reciente libro "Le marxisme a-t-il fait faillite" que reúne varios estu­dios, algo dispares, sobre teoría y po­lítica socialistas, examina principal­mente la tesis expuesta por Henri de Man en su notorio volumen (que en su edición alemana tiene el título me­surado de "Zur Psychologie des Sozialismus" y en su menos notoria conferencia a los estudiantes socialis­tas de París.

Vandervelde, que como ya lo he re­cordado, participó temprano en el re­visionismo, comienza por rememorar, no sin cierta intención irónica, la an­tigüedad de la tendencia a fáciles y apresuradas sentencias a muerte del socialismo. Cita la frase del académi­co Reybaud, después de las jornadas de junio de 1848: “El Socialismo ha muerto; hablar de él, es pronunciar su oración fúnebre”. Mezcla, a renglón seguido, con evidente fin confusionis­ta, las críticas de Menger y Andler con las de Sorel. Opone, en cierta for­ma, la tentativa revisionista también, de Nicholson, que prudentemente se contenta con anunciar el renovamiento del marxismo, a la tentativa de Henri de Man, que proclama su li­quidación, Pero, después de un capí­tulo en que deja a salvo su propio revisionismo, se declara en desacuer­do con ciertos jóvenes e impresiona­bles lectores que han creído ver en la obra de Henri de Man la revelación de una doctrina nueva. La reacción del autor de “Más allá del Marxismo”, en general, le parece excesiva.

Si se tiene en cuenta que la propa­ganda del libro de Henri de Man ha explotado el juicio de Vandervelde so­bre esta obra, considerada por él co­mo la más importante que se ha pu­blicado después de la guerra sobre el socialismo, sus reservas y sus críti­cas cobran una oportunidad y un va­lor singulares. Vandervelde, en el cur­so de su carrera política, ha abandonado reiteradamente la línea marxista. En su época de teorizante, su posición fue la de un revisionista; y en sus tiempos de parlamentario y ministro lo ha sido mucho más. Todos los argumentos del revisionismo viejo y nuevo le son familiares. En caso de que de Man hubiera encontrado, efectivamente, los principios de un nuevo socialismo no marxista o post-marxista, Vandervelde, por mil razones especulativas, prácticas y sentimentales, no habría dejado de regocijarse. Pero de Man no ha descubierto nada, ya que no se puede tomar como un descubrimiento los resultados de un ingenioso, y a veces feliz, empleo de la psicología actual en la indagación de algunos resortes psíquicos de la acción obrera. Y Vandervelde, advertido y cauteloso, debe tomar tiempo sus preocupaciones, contra cualquier súper-estimación exorbitante de la tesis de su compatriota. Reconoce así, de modo categórico, que no hay “nada absolutamente de esencial en el libro de de Man que no se encuentre ya, al menos en germen, en Andler, en Merger, en Jaurés y aun en ese buen viejo Benoit MalIon”. Y esto equivale a desautorizar, a desvanecer completamente, por parte de quien más importancia ha atribuido al libro de Henri de Man, la hipótesis de su novedad u originalidad.

Mas Vandervelde contribuye con varios otros argumentos a la refutación de Henri de Man. El esquema del estado afectivo de la clase obrera industrial que Henri de Man ofrece, y que lo conduce a un olvido radical del fondo económico de su movimiento, no prueba absolutamente, con sus solos elementos psicológicos, lo que el revisionista belga se imagina probar. “Yo puedo admitir— escribe Vandervelde a este respecto— que el instinto de clase es anterior a la consciencia de clase, que no es indispensable que los trabajadores hayan dilucidado el problema de la plusvalía para luchar contra la explotación y la dominación de que son víctimas, que no es únicamente el “instinto adquisitivo” lo que determina sus voliciones sociales; pe­ro en definitiva, después de haber dado con él un rodeo psicológico, interesante del resto, regresamos a lo que, desde el punto de vista socialista, es verdaderamente esencial en
el Marxismo: es decir la primacía de lo económico, la importancia primordial del progreso de la técnica, el desarrollo autónomo de las fuerzas productivas, en el sentido de una concentración que tiende a eliminar o a subordinar las pequeñas empresas, a acrecentar el proletariado, a transformar la concurrencia en monopolio y a crear finalmente una contradicción ostensible entre el carácter social de
la producción y el carácter privado de la apropiación capitalista.” La afirmación de Henri de Man de que “en último análisis, la inferioridad social de las clases laboriosas no reposa en una injusticia política, ni en un prejuicio económico, sino en un estado psíquico”, es para Vandervelde una “enormidad”. De Man ha superpuesto la psicología a la economía, en un trabajo realizado sin objetividad científica, sin rigor especulativo, con el propósito extra y anti-científico de escamotear la economía. Y Vandervelde no tiene más remedio que negar que "su interpretación psicológica del movimiento obrero cambie algo que sea esencial en lo que hay de realmente sólido en las concepciones económicas y sociales del Marxismo".

Paralelamente al libro de Henri de Man, Vandervelde examina la “Theorie du Materialisme historique" de Bukharin. Y su conclusión comparativa es la siguiente: "Si hubiese que caracterizar con una palabra —excesiva por lo demás— las dos obras que acaban de ser analizadas, talvez se podría decir que Bukharin descarna al marxismo so pretexto de depurarlo , en tanto que de Man lo desosa, le quita su osamenta económica, so capa de idealizarlo." De esta comparación Bukharin sale, sin duda, mucho mejor parado que de Man, aun­ que todas las simpatías de Vandervelde sean para este último. Sobre todo si se considera que la “Theorie du
Materialisme historique” es un manual popular, un libro de divulgación, en el que por fuerza el marxismo debía quedar reducido a un esquema elemental. El marxismo descarnado, esquelético de Bukharin, se manten­dría siempre en pie, llenando el ofi­cio didáctico de un catecismo, como esas osamentas de museo que dan una idea de las dimensiones, la estructura y la fisiología de la especie que representan, mientras el marxis­mo desolado de Henri de Man, inca­paz de sostenerse un segundo, está condenado a corromperse y disgregar­se, sin dejar un vestigio duradero.

Henri de Man resulta, pues, descalificado por el reformismo, por boca de quien entre sus corifeos se sentía, ciertamente, más propenso a tratarlo con simpatía. Y esto es perfectamente lógico, no solo porque una buena parte de “Más allá del Marxismo” constituye una crítica disolvente de las contradicciones y del sistema reformista, sino porque la base económica y clasista del marxismo no es menos indispensable, prácticamente, a los reformistas que a los revolucionarios. Si el socialismo, reniega, como pretende de Man, su carácter y su función clasistas, para atenerse a las revelaciones inesperadas de los intelectuales y moralistas, dispuestos a prohijarlo o renovarlo, ¿de qué resortes dispondrían los reformistas para encuadrar en sus marcos a la clase obrera, para movilizar en las batallas del sufragio a un imponente electorado de clase y para ocupar, a título distinto de los varios partidos burgueses, una fuerte posición parlamentaria? La social democracia no puede suscribir absolutamente las conclusiones del revisionista belga, sin renunciar a su propio cimiento. Aceptar, en teoría, la caducidad del materialismo económico, sería el mejor modo de servir toda suerte de maniobras fascistas y reaccionarias. Vandervelde, interesado como el que más en apuntalar la democracia, es todo lo cauto que hace falta para comprenderlo.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El balance de Suprarrealismo. A propósito del último manifiesto de André Bretón [Recorte de prensa]

El balance de Suprarrealismo. A propósito del último manifiesto de André Bretón

Ninguno de los movimientos literarios y artísticos de vanguardia de Europa occidental ha tenido, contra lo que baratas apariencias pueden sugerir la significación ni el contenido histórico del suprarrealismo. Los otros movimientos se han limitado a la afirmación de algunos postulados estéticos, a la experimentación de algunos principios artísticos.

El “futurismo” italiano ha sido, sin duda, una excepción de la regla Marinetti y sus secuaces pretendían representar no solo artística sino también política, sentimentalmente, una nueva Italia. Pero el “futurismo'’ que, considerado a distancia, nos hace sonreír por este lado de su megalomanía histrionesca quizás más que por ningún otro, ha entrado hace ya algún tiempo en el orden y la academia; el “fascismo” lo ha digerido sin esfuerzo, lo que no acredita el poder digestivo del régimen de las camisas negras sino la inocuidad fundamental de los futuristas. El futurismo ha tenido también, en cierta medida, la virtud de la persistencia. Pero, bajo este aspecto, el suyo ha sido un caso de longevidad, no de continuación ni desarrollo. En cada reaparición, se reconocía al viejo futurismo de anteguerra. La peluca, el maquillaje, los trucos, no impedían notar la voz cascada, los gestos mecanizados. Marinetti, en la imposibilidad de obtener una presencia continua, dialéctica. del futurismo, en la literatura y la historia italianas, lo salvaba del olvido, mediante ruidosas “rentrées”. El futurismo, en fin, estaba viciado originalmente por ese gusto de lo espectacular, ese abuso de lo histriónico, -tan italianos, ciertamente, y esta sería tal vez la excusa que una crítica honesta le podría conceder- que lo condenaban a una vida de proscenio, a un rol hechizo y ficticio de declamación. El hecho de que no se pueda hablar del futurismo sin emplear una terminología teatral, confirma este rasgo dominante de su carácter.

El “suprarrealismo” tiene otro género de duración. Es, verdaderamente, un movimiento, una experiencia. No está hoy ya en el punto en que lo dejaron, hace dos años, por ejemplo, los que lo observaron hasta entonces con la esperanza de que se desvaneciera o se pacificara. Ignora totalmente al suprarrealismo quien se imagina conocerlo y entenderlo por una fórmula o una definición de una de sus etapas. Hasta en su surgimiento, el suprarrealismo se distingue de las otras tendencias o programas artísticos y literarios. No ha nacido armado y perfecto de la cabeza de sus inventores. Ha tenido un proceso. Dadá es el nombre de su infancia. Si se sigue atentamente su desarrollo, se le puede descubrir una crisis de pubertad. Al llegar a su edad adulta, ha sentido su responsabilidad política, sus deberes civiles, y se ha inscrito en un partido, se ha afiliado a una doctrina.

Y, en este plano, se ha comportado de modo muy distinto que el futurismo. En vez de lanzar un programa de política suprarrealista, acepta y suscribe el programa de la revolución concreta, presente: el programa marxista de la revolución proletaria. Reconoce validez en el terreno social, político, económico, únicamente, al movimiento marxista. No se le ocurre someter a la política a las reglas y gustos del arte. Del mismo modo que en los dominios de la física, no tiene nada que oponer a los datos de la ciencia, en los dominios de la política y la economía juzga pueril y absurdo intentar una especulación original, basada en los datos del arte. Los suprarrealistas no ejercen su derecho al disparate, al subjetivismo absoluto, sino en el arte: en todo lo demás, se comportan cuerdamente y esta es otra de las cosas que los diferencian de las precedentes escandalistas variedades revolucionarias o románticas de la historia de la literatura.

Pero nada rehúsan tanto los suprarrealistas como confinarse voluntariamente en la pura especulación artística. Autonomía del arte, sí; pero, no clausura del arte. Nada les es más extraño que la fórmula del arte por el arte. El artista que, en un momento dado, no cumple el deber de arrojar al Sena a un “flic” de M. Tardieu o de interrumpir con una interjección un discurso de Briand, es un pobre diablo. El suprarrealismo le niega el derecho de ampararse en la estética para no sentir lo repugnante, lo odioso del oficio de Mr. Chiappe o de los anestesiantes orales del pacifismo de los Estados Unidos de Europa. Algunas disidencias, algunas defecciones han tenido, precisamente, su origen en esta concepción de la unidad del hombre y el artista. Constatando el alejamiento de Robert Desnos, que diera en un tiempo contribución cuantiosa a los cuadernos de “La Revolution Surrealiste”, André Breton dice que “él creyó poder entregarse impunemente a una de las actividades más peligrosas que existan, la actividad periodística, y descuidar en función de ella de responder a un pequeño número de intimaciones brutales frente a las cuales se ha hallado el suprarrealismo avanzando en su camino: marxismo o antimarxismo, por ejemplo”.

A los que en esta América tropical se imaginan el suprarrealismo como un libertinaje, les costará mucho trabajo, les será quizás imposible admitir esta afirmación: que es una difícil, penosa disciplina. Puedo atemperarla, moderarla, sustituyéndola por una definición escrupulosa: que es la difícil, penosa búsqueda de una disciplina. Pero insisto, absolutamente, en la calidad rara -inasequible y vedada al snobismo, a la simulación,- de la experiencia y del trabajo de los suprarrealistas.

“La Revolution Surrealiste” ha llegado a su número XII y a su año quinto. Abre el No. XII un balance de una parte de sus operaciones de André Breton que el autor titula: “Segundo Manifiesto del Suprarrealismo”. Prometo a los lectores de VARIEDADES un comentario de este manifiesto y de una “Introducción a 1930”, publicada en el mismo número por Louis Aragon. Antes he querido fijar, en algunos acápites, el alcance y el valor del suprarrealismo, movimiento que he seguido con una atención que se ha reflejado más de una vez, y no solo episódicamente, en mis artículos de VARIEDADES. Esta atención, nutrida de simpatía y esperanza, garantiza la lealtad de lo que escribiré polemizando con los textos e intenciones suprarrealistas. A propósito del No. XII, agregaré que su texto y su tono confirman el carácter de la experiencia suprarrealista y de la revista que la exhibe y traduce. Un número de “La Revolution Surrealiste” representa casi siempre un examen de consciencia, una interrogación nueva, una tentativa arriesgada. Cada número acusa un nuevo reagrupamiento de fuerzas. La misma dirección de la revista, en su sentido funcional o personal, ha variado algunas veces, hasta que la ha asumido, imprimiéndole continuidad; André Breton. Una revista de esta índole no podía tener una regularidad periódica, exacta, en su publicación. Todas sus expresiones deben ser fieles a la línea atormentada, peligrosa, desafiante de sus investigaciones y sus experimentos.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La novela y la vida. Parte 12 y 13 [Recorte de Prensa]

La novela y la vida

Sigfried y el profesor Canella

12

¿Qué distancia había recorrido Milán desde los días de Stendhal? El ex-profesor Canella se abandonaba a esta preocupación, en los instantes en que el Castillo Sforza o la Cena de Leonardo da Vinci o la Iglesia de San Lorenzo lo sustraían a una preocupación personal aflictiva. Su entrada a Milán no había tenido ninguna semejanza con la de Stendhal, Goethe o Herr Karl Baedecker. Canella llegaba a Milán casi fugitivo. Huía de Turín, después de haber perdido su trabajo y su reputación. En verdad, había perdido el trabajo y la reputación de Mario Bruneri. Pero, inconsciente aún de su evasión, Canella lo ignoraba. A mitad del camino de Verona, y de sí mismo, ignoraba su trayectoria. Se evadía no de Turín y de la señora Bruneri, celosa, ofendida, desagradable, sino del destino de Mario Bruneri, pero sin tener consciencia aún de la dirección y del alcance de esta fuga. En su evasión, le había sido indispensable comprometer el buen nombre del tipógrafo 'Mario Bruneri, irreparablemente manchado ahora por un juicio de estafa, inscrito en los registros de la policía turinesa, fichado con antecedentes penales de los que no podría ya redimirse. Pero, inconsciente de que la reputación y Ia honestidad que había sacrificado no eran las suyas, el ex-profesor Canella no se compadecía de Mario Bruneri, sino de sí mismo que seguía llevando este nombre. ¿Qué distancia había recorrido Milán desde los días de Stendhal? Ni siquiera esta interrogación al parecer desinteresada era extraña a su íntimo drama, a su propia aventura. La preocupación de la distancia que podía haber recorrido Milán desde los días de Stendhal era, subconscientemente, la preocupación de la distancia que podía haber recorrido él mismo desde los días de Verona. La palabra Stendhal sustituía a la palabra Verona, recuerdo que no podía aún reaparecer abiertamente en el espíritu de Canella.

Sentado delante de un helado de café, en una terraza, reconstituía con elementos de la biografía de Milán su autobiografía. "ll Corriere della Sera'' traía en su última edición, como en el tiempo que pugnaba por regresar a su consciencia, un artículo de Luigi Einaudi. ¿Quién era Luigi Einaudi? En Turín, este nombre no le había recordado nada. Ahora, en Milán, regresaba a su memoria no sabía de dónde, extrañamente asociado al de Ludovico Sforza, al de Stendhal, al del alcalde Carrara, como el de un antiguo conocido. Era, simplemente, el nombre de un economista liberal, senador del Reino, que seguía escribiendo sobre finanzas, cambio, producción, aduanas, como varios años antes. ¿Cuántos años antes? Canella se sentía incapaz de precisarlo. Solo le era posible pensar que entre los antiguos artículos de Luigi Einaudi y el que leía hoy en la terraza de un bar, sorbiendo un helado, estaban sin duda la guerra, la Constitución del Carnaro, las elecciones de 1919, la ocupación de las fábricas, "Il Popolo, d,Italia", los "fasci di combatimento" y la marcha a Roma. Estaba todavía algo más. Sí; algo que no era solamente la conversión de Papini. Algo que tocaba seguramente más de cerca a su destino individual. Algo que le pareció estar buscando a tientas, con las manos, cuando sacó de su cartera dos liras sucias, ásperas, para pagar su consumo. En la cartera, con las últimas liras, algunos papeles de Mario Bruneri, le recordaron violenta, dolorosamente, la Questura de Turín, la oficina dactiloscópica, el arresto, el proceso, la absolución por falta de pruebas, su condición de tipógrafo sin trabajo vigilado por la policía. Y, en marcha otra vez, sintió que estos papeles estaban demás en su cartera, en su bolsillo, en su vida y que eran la única prueba de un pasado deshonroso. ¿Porqué no liberarse de ellos, como se había liberado de Turín, de su mujer, la señora Bruneri, y de su amante la rubia Julieta? Milán podía, quizá, cambiar su destino. Julieta. se lo había dicho alguna vez antes de que rompieran. (No era turinesa; estaba en Turín porque la había llevado allí un agente viajero; el Parque del Valentino no ejercía sobre ella ninguna atracción sentimental; apetecía, sin saberlo exactamente, una ciudad industrial; con muchos más Bancos, almacenes, cafés, tranvías y turistas). Y se llamaba, seriamente, Julieta. ¿ Porqué se llamaba Julieta? Canella se hacía también por primera vez esta interrogación, sin poder responderse. El recuerdo de Julieta, aunque mezclado a los sucesos que lo habían llevado a la Questura, para dejar ahí sus huellas digitales, no le pesaba. Era. a pesar de sus complicaciones judiciales, un recuerdo ligero, tierno, matinal. Le pensaban, en cambio, los papeles. Empezaron a posarle tanto, que se detuvo agobiado. Había llegado a un canal pintado en un cuadro de Pettoruti. Un resorte falló de repente en su consciencia, roto por la tensión de este peso excesivo. Y no quedó ya en él nada que resistiera al deseo repentino, desesperado, de arrojar estos papeles en las aguas grises, sólidas, calladas.

13

Ahora, libre de este lastre, el ritmo de la evasión se aceleraba. Un policía se había acercado a Canella con pasos lentos, pesados, de plomo; pero seguros, terribles, implacables. ¿Qué podía querer de él? Ante todo, sus papeles. Desde que los había dejado caer en el canal, habían trascurrido algunas horas. Canella no había cesado de marchar. Estaba en un suburbio. Y había adquirido en este tiempo un aire evidente, visible a él mismo, de fugitivo. Su voluntad de evasión se hizo más desesperada ante este policía que se acercaba. Y había echado entonces a correr furiosamente, como solo loco podía correr. Canella se evadía de la razón, en esta carrera patética.

Cuando después de haber corrido rabiosamente hasta el agotamiento, rodó exhausto, Milán estaba distante. Pero la desatada fuerza de evasión continuaba operando en su espíritu. Canella sintió; con lucidez terrible, una sola cosa. que llegaba al final de su fuga: la evasión de la vida.

La policía, lo encontró, una hora después, herido ensangrentado. Con una gastada navaja de afeitar, había tratado de degollarse, cuando ya todas sus fuerzas lo habían abandonado. Más tarde, en el hospital, lo interrogaron en vano. No recordaba nada. No sabía nada. Había perdido, de nuevo, la memoria. Pero, en verdad, había alcanzado la meta hacia la cual todos sus impulsos tendían. Su evasión había concluido. Del hospital pasó al manicomio, sin nombre, sin papeles, sin antecedentes, sin recuerdos o era ya Mario Bruneri. Todos sus deseos centrífugos habían cesado. Como en Panait Istrati, la tentativa de suicidio no había sido sino un extremo, desesperado esfuerzo de continuación y renacimiento.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La novela y la vida. Parte 14, 15 y 16 [Recorte de Prensa]

La novela y la vida

Sigfried y el profesor Canella

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La señora Canella vivía tan segura de que un día leería en un periódico la noticia de que su marido regresaba de un aventuroso viaje a América o Australia o de que, sin anuncio ninguno, entraría de pronto Canella en su estancia y la abrazaría, silencioso y tierno, que no se asombró demasiado la tarde en que encontró su retrato en la página 11 de "La Doménica del Corriere". Lo reconoció a primera vista, a pesar de que en este retrato el profesor Canella carecía casi de ese aire de dignidad magistral, de optimismo docente, que tenía en sus retratos veroneses. Y cuando leyó, en algunas líneas de breviario, que era el retrato de un amnésico, asilado en el Manicomio de Colegno, y que el director, satisfecho del tratamiento empleado, esperaba que esta publicación le descubriera su familia y sus antecedentes, tampoco se emocionó con exceso. Tuvo, más bien, la impresión de que era así aproximadamente como ella se había imaginado alguna vez recuperar a su esposo. Este había perdido la memoria; pero no la razón. Y esta pérdida, sin más importancia que la de la llave de la villa, había sobrevenido quizá para que ella, en vez de aguardar pasivamente el retorno del esposo, partiese loca de amor a su reconquista.

El director del Manicomio de Colegno la recibió con simpatía y curiosidad. No tenía, en apariencia, esa mirada de desconfianza y espionaje ni ese lenguaje de "tests" de los psiquiatras. No se sorprendió siquiera de que el anuncio de "La Domenica del Corriere" lo pusiese delante de la esposa de un profesor. Había sospechado siempre que el anónimo enfermo no era una persona totalmente vulgar y oscura. Mostró a la señora Canella, después de decírselo, la fotografía original; la impresión podía haber alterado algunos rasgos fisonómicos, quizá hasta causar un error. La señora Canella tomó en sus manos la fotografía como si tomase ya una parte de su esposo mismo. Canella, sin cuello, con una camisa de alienado, no estaba del todo decente en este retrato entre policial y terapéutico. Pero su mirada era serena e inocente como la de un niño. La fotografía de este hombre sin cuello se parecía extrañamente a las fotografías de los niños desnudos, de las que el candor excluye toda posible indecencia. Era tan visible la felicidad de la señora Canella, que el director se abstuvo de preguntarle si se confirmaba en el reconocimiento. Sentía ya prisa por producir el encuentro de los dos esposos. El director estaba seguro de que la amnesia del marido iba a desvanecerse con la prontitud con que se deshace un bloque de hielo bajo un sol ardiente. El sol del Brasil brillaba en los ojos de la señora Canella, como en los mediodías de Sao PauIo.

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La villa Canella, en Verona, albergaba al día siguiente a dos esposos felices. Canella había reconocido primero a su esposa, más tarde su villa, y finalmente, en la biblioteca, su edición florentina de Petrarca. De reconocimiento en reconocimiento, sus primeras doce horas en la villa Canella habían bastado para restituirlo plenamente a su personalidad de doce años antes. La señora Canella para evitarle una transición demasiado brusca, no había advertido su regreso sino a dos parientes íntimos, que a su vez no había vacilado en reconocerle. En la adopción de la personalidad y la esposa, de Mario Bruneri, Canella había avanzado con la lentitud del que sube una cuesta cuya gradiente y cuya altura no le son familiares; en su restitución a su personalidad y a su esposa propias, avanzaba, en cambio con la velocidad del que desciende de una montaña por cuyos declives ha resbalado una parte de su vida. El abrazo de la esposa pazza di amore, borraba de la memoria restaurada de Canella las huellas de todos los abrazos que en doce años habían tratado inútilmente de alejarlo de su verdadero destino.

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Pero en Turín había ahora otra esposa que esperaba: la señora Bruneri. Su espera no tenía la poesía ni la pasión de la espera de la señora Canella, quizá por no ser legítima ni romántica, acaso porque Turín no posee la tradición sentimental de Verona. Era la espera de que hace una antesala demasiado larga. La señora Bruneri había visto como la señora Canella la fotografía de su marido en "La Domenica del Corriere"; pero menos pronta y apta para el viaje se había contentando con escribir al director del Manicomio de Colegno, afirmándole que el enfermo desconocido era su esposo, el tipógrafo Mario Bruneri, y adjuntándole un pequeño retrato de este.

Sabiendo a su esposo en desgracia, sin memoria otra vez, no podía mantener un juicio muy severo sobre su infidelidad y su fuga. Se sentía impulsada, mas bien, a la preparación sentimental de la indulgencia y el perdón. Y recordaba, remendando presurosa y diestra la ropa blanca del ausente, —la noticia de la "Domenica del Corriere" decía que había sido recogido desnudo de un camino— los días felices de su matrimonio

La señora Bruneri ignoraba que estos días felices habían retornado para dos esposos de Verona. La ropa blanca estaba ya lista, cuando una carta de Colegno vino a comunicárselo. El director del Manicomio le escribía que el enfermo, curado ya de su amnesia, era el profesor Giulio Canella de Verona, y que había dejado ya el establecimiento dirigiéndose a Verona con su esposa. Pero que siendo extraordinario, absoluto, el parecido del profesor Canella con la persona del retrato, el tipógrafo Mario Bruneri, le rogaba trasladarse a Colegno para esclarecer el misterio.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La novela y la vida. Parte 19 y 20 [Recorte de Prensa]

La novela y la vida

Sigfried y el profesor Canella

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La Villa Canella era un asilo seguro para el amor conyugal. Durante doce años había guardado, inexpugnable, la esperanza y la fidelidad de Giulia Canella. Ahora celaba su felicidad dolorosa y romántica. Pero si a Giulia Canella le bastaba su destino de esposa, su marido tenía que reivindicar, además, su destino de profesor. Mientras la justicia rehusase reconocerlo como Giulio Canella, no podía regresar a sus funciones ni a sus clases; no podía siquiera sentirse legalmente esposo de la señora Canella. Los doce años de sustitución de Mario Bruneri, en el uso de su nombre, de su oficio y de su esposa, no habían trascurrido en vano. No habían sido suficientes para llegar a transformarlo definitivamente en Mario Bruneri; pero se interponían hoy entre él y su antigua personalidad alegando derechos formalmente irrecusables. Era sin duda, el profesor Giulio Canella; pero durante doce años había sido Mario Bruneri. Y esta segunda existencia, que había dejado grabadas sus huellas digitales en los archivos de la policía de Turín, no le permitía continuar su primera existencia sino en sus hábitos conyugales y domésticos. El drama de la señora Canella había entrado en su desenlace; el del profesor de humanidades, respetuoso de la ley y del orden, la opinion de los cuestores y de los psiquiatras, es mucho más que una opinión autorizada. El profesor Canella no se podía sentir él mismo , mientras que, legal y jurídicamente, siguiese siendo Mario Bruneri. El juicio del Estado, del público, de la sociedad, era el juicio de la historia. Históricamente, él no era el profesor Canella, en legítima posesión de su mujer, de su villa y de su biblioteca, exonerado solo de su cátedra; era el tipógrafo Mario Bruneri, en ilícito goce de todas estas cosas. Era un esposo adúltero, de imprescriptibles antecedentes penales, amante de una viuda que lo mantenía. Romántica, la señora Canella se contentaba con la verdad subjetiva de su amor clásico. ¿Qué podía importarle el juicio del mundo y de la ley? Tenía a su lado a su esposa, después de doce años de espera. Lo tenía, después de haberlo disputado a otra mujer, a la justicia, a sus pretores, médicos y alguaciles. El profesor Canella, en cambio, necesitaba absolutamente una verdad objetiva, acordaba con la ley, digna de sus colegas. La señora Canella podía vivir solo para su amor; el profesor Canella, no. Académico, ortodoxo en todas sus opiniones, creía que el amor no encuentra su orden y su expresión sino en el matrimonio. En su caso, existía el amor; pero, legalmente, faltaba el matrimonio. Toda su vida no debía trascurrir dentro de los muros de la villa Canella. Tanto como la vida de un hombre casado, era la vida de un profesor de segunda enseñanza. Su mujer lo había reconocido sin hesitación desde el primer momento; pero sus colegas, cortados por la opinión de la justicia y del "Corriere
della Sera'', habían rehusado reconocerlo. Algunos privadamente, habían reanudado su amistad con él; todos, públicamente, estaban obligados a ignorarlo, mientras pesase sobre él la extraña interdicción que le habían ocasionado sus impresiones digitales, registradas en Turín como las de Mario Bruneri.

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La señora Canella se estimó generosamente recompensada por sus penas, al dar a luz una niña. ¿Cuál será el nombre de esta niña? —se preguntaba la murmuración, solícitamente informada de este suceso, en todas las esquinas— ¿Bruneri o Canella?. Desde su lecho, la señora Canella adivinó esta curiosidad callejera y decidió darle respuesta por la prensa. Era necesario que Italia entera, que conocía su drama, conociese ahora su ventura. Tenía razones únicas para dirigirse a su pueblo, como una reina, anunciándoles su maternidad.

Lo hizo en esta carta, que l aprensa calificó de vibrante:

"Proclamo con el más grande orgullo, aunque sea dueña de mí misma y no tenga la obligación de dar satisfacción de mis actos a nadie, que he ofrecido hoy a mi segunda Patria adorada una nueva hija, una hija del dolor, una hija del martirio, una hija de una madre probada en las formas más crueles por una serie de desventuras, soportadas siempre con cristiana resignación, de una madre, que durante 12 años vivió y se mantuvo fiel al esposo lejano, con la esperanza de que el padre de sus hijos volvería en el corazón, conservándose pura, hasta con el pensamiento, para el esposo que Dios le había dado y que regresó a sus brazos perfectamente, integralmente suyo, digan lo que digan todos aquellos que en buena o mala fe se lo disputan, ciegos por sus teorías que se desvanecen como la niebla al sol ante una, no diré convicción absoluta sino absoluta certeza".

"Estoy segura, en mi perfecta integridad moral y física, de que mi criatura es hija del héroe de Monastir, de mi Giulio, que ha sacrificado a la más grande Italia, su posición y su salud y que Dios me ha restituido pobre, con la traza de largos sufrimientos. Es hija de Giulio Canella, a quien los hombres quieren arrancarme no sé por qué razón, pero que yo sostendré con la ayuda de Dios, del Dios de los justos y de los buenos, hasta la última gota de mi sangre".

"Vendrá un día en el cual aquellos que hoy me estorban y contrastan serán deslumbrados por la luz de la verdad, esa verdad que no puede dejar de venir. Entonces yo preguntaré a las almas equilibradas, a los que serenamente razonan, quiénes fueron los sugestionados; si yo con mis leales sostenedores o los (...)

José Carlos Mariátegui

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