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Motivos polémicos. La crítica revisionistas y los problemas de la reconstrucción económica.

Motivos polémicos. La crítica revisionistas y los problemas de la reconstrucción económica

No se concibe una revisión -y menos todavía una liquidación- del marxismo que no intente, ante todo, una rectificación documentada y original de la economía marxista. Henri de Man, sin embargo, se contenta en este terreno con chirigotas como la de preguntarse “porqué Marx no hizo derivar la evolución social de la evolución geológica o cosmológica”, en vez de hacerla depender, en último análisis, de las causas económicas. De Man no nos ofrece ni una crítica ni una concepción de la economía contemporánea. Parece conformarse, a este respecto, con las conclusiones a que arribó Vandervelde en 1898, cuando declaró caducas las tres siguientes proposiciones de Marx: ley de bronce de los salarios, ley de la concentración del capital y ley de la correlación entre la potencia económica y la política. Desde Vandervelde, que como agudamente observaba Sorel no se consuela, (i aún con las satisfacciones de su gloriola internacional) de la desgracia de haber nacido en un país demasiado chico para su genio, hasta Antonio Graziadei, que pretendió independizar la teoría del provecho de la teoría del valor; y desde Berstein, líder del revisionismo alemán, hasta Hilferding, autor del “Finanzkapital”, la bibliografía económica socialista encierra una copiosa especulación teórica, a la cual el novísimo y espontáneo albacea de la testamentaría marxista no agrega nada de nuevo.

Henri de Man se entretiene en chicanear acerca del grado diverso en que se han cumplido las previsiones de Marx sobre la descalificación del trabajo a consecuencia del desarrollo del maquinismo. “La mecanización de la producción -sostiene De Man- produce dos tendencias opuestas: una que descalifica el trabajo y otra que lo recalifica”. Pero este hecho es obvio. Lo que importa es saber la proporción en que la segunda tendencia compensa la primera. Y a este respecto De Man no tiene ningún dato que darnos. Únicamente se siente en grado de “afirmar que por regla general las tendencias descalificadoras adquieren carácter al principio del maquinismo, mientras que las recalificadoras son peculiares de un estado más avanzado del progreso técnico”. No cree De Man que el taylorismo, que “corresponde enteramente a las tendencias inherentes a la técnica de la producción capitalista, como forma de producción que rinda todo lo más posible con ayuda de las máquinas y la mayor economía posible de la mano de obra”, imponga sus leyes a la industria. En apoyo de esta conclusión afirma que “en Norteamérica, donde nació el taylorismo, no hay una sola empresa importante en que la aplicación completa del sistema no haya fracasado a causa de la imposibilidad psicológica de reducir a los seres humanos al estado del gorila”. Esta puede ser otra ilusión de teorizante belga, muy satisfecho de que a su alrededor sigan hormigueando tenderos y artesanos; pero dista mucho de ser una aserción corroborada por los hechos. Es fácil comprobar que los hechos desmienten a De Man. El sistema industrial de Ford, del cual esperan los intelectuales de la democracia toda suerte de milagros, se basa como es notorio en la aplicación de los principios tayloristas. Ford, en su libro “Mi Vida y mi Obra”, no ahorra esfuerzos por justificar la organización taylorista del trabajo. Su libro es, a este respecto, una defensa absoluta del maquinismo, contra las teorías de psicólogos y filántropos. “El trabajo que consiste en hacer sin cesar la misma cosa y siempre de la misma manera constituye una perspectiva terrificante para ciertas organizaciones intelectuales. Lo sería para mí. Me sería imposible hacer la misma cosa de un extremo del día al otro; pero he debido darme cuenta de que para otros espíritus, tal vez para la mayoría, este género de trabajo no tiene nada de aterrante: Para ciertas inteligencias, al contrario, lo temible es pensar. Para estas, la ocupación ideal es aquella en que el espíritu de iniciativa no tiene necesidad de manifestarse”. De Man confía en que el taylorismo se desacredite, por la comprobación de que “determina en el obrero consecuencias psicológicas de tal modo desfavorables a la productividad que no pueden hallarse compensadas con la economía de trabajo y de salarios teóricamente probable”. Mas, en esta como en otras especulaciones, su razonamiento es de psicólogo y no de economista. La industria se atiene, por ahora, al juicio de Ford mucho más que al de los socialistas belgas. El método capitalista de racionalización del trabajo ignora radicalmente a Henri de Man. Su objeto es el abaratamiento del costo mediante el máximo empleo de máquinas y obreros no calificados. La racionalización tiene, entre otras consecuencias, la de mantener, con un ejército permanente de desocupados, un nivel bajo de salarios. Esos desocupados provienen, en buena parte, de la descalificación del trabajo por el régimen taylorista, que tan prematura y optimistamente De Man supone condenado.

De Man acepta la colaboración de los obreros en el trabajo de reconstrucción de la economía capitalista. La práctica reformista obtiene absolutamente su sufragio. “Ayudando al restablecimiento de la producción capitalista y a la conservación del estado actual, -afirma- los partidos obreros realizan una labor preliminar de todo progreso ulterior”. Poca fatiga debía costarle, entonces, comprobar que entre los medios de esta reconstrucción, se cuenta en primera línea el esfuerzo por racionalizar el trabajo perfeccionando los equipos industriales, aumentado el trabajo mecánico y reduciendo el empleo de mano de obra calificada.
Su mejor experiencia moderna, la ha sacado, sin embargo, Norteamérica tierra de promisión cuya vitalidad capitalista lo ha hecho pensar que “El socialismo europeo en realidad, no ha nacido tanto de la oposición contra el capitalismo como entidad económica como de la lucha contra ciertas circunstancias que han acompañado al nacimiento del capitalismo europeo: tales como la pauperización de los trabajadores, la subordinación de clases sancionada por las leyes, los usos y costumbres, la ausencia de democracia política, la militarización de los Estados, etc”. En los Estados Unidos el capitalismo se ha desarrollado libre de residuos feudales y monárquicos. A pesar de ser ese un país capitalista por excelencia, “no hay un socialismo americano que podamos considerar como expresión del descontento de las masas obreras”. El socialismo, como conclusión lógica viene a ser algo así como el resultado de una serie de taras europeas, que Norteamérica no conoce.

De Man no formula explícitamente este concepto, porque entonces quedaría liquidado no solo el marxismo sino el propio socialismo ético que, a pesar de sus muchas decepciones, se obstina en confesar. Pero he aquí una de las cosas que el lector podría sacar en claro de su alegato. Para un estudioso serio y objetivo -no hablemos ya de un socialista- habría sido fácil reconocer en Norteamérica una economía capitalista vigorosa que debe una parte de su plenitud e impulso a las condiciones excepcionales de libertad en que le ha tocado nacer y crecer, pero que no se sustrae, por esta gracia original, al sino de toda economía capitalista. El obrero norteamericano es poco dócil al taylorismo. Más aún, Ford constata su arraigada voluntad de ascensión. Más la industria yanqui dispone de obreros extranjeros que se adaptan fácilmente a las exigencias de la taylorización. Europa puede abastecerla de los hombres que necesita para los géneros de trabajo que repugnan al obrero yanqui. Por algo los Estados Unidos es un imperio; y para algo Europa tiene un fuerte saldo de población desocupada y famélica. Los inmigrantes europeos no aspiran generalmente a salir de maestros obreros remarca Mr. Ford. De Man, deslumbrado por la prosperidad yanqui, no se pregunta al menos si el trabajador americano encontrará siempre las mismas posibilidades de elevación individual. No tiene ojos para el proceso de proletarización que también en Estados Unidos se cumple. La restricción de la entrada de inmigrantes no le dice nada.

El neo-revisionismo se limita a unas pocas superficiales observaciones empíricas que no aprehenden el curso mismo de la economía, ni explican el sentido de la crisis post-bélica. Lo más importante de la previsión marxiana -la concentración capitalista- se ha realizado. Social-demócratas como Hilferding, a cuya tesis se muestra más atento un político burgués como Vaillaux. (“¡Ou va la franse?” que un teorizante socialista como Henri de Man, aportan su testimonio científico a la comprobación de este fenómeno. ¿Qué valor tienen al lado del proceso de concentración capitalista, que confiere el más decisivo poder a las oligarquías financieras y a los trusts industriales, los menudos y parciales reflujos escrupulosamente registrados por un revisionismo negativo, que no se cansa de rumiar mediocre e infatigablemente a Bernstein, tan superior evidentemente, como ciencia y como mente, a sus pretensos continuadores? En Alemania, acaba de acontecer algo en que deberían meditar con provecho los teorizantes empeñados en negar la relación de poder político y poder económico. El partido populista, castigado en las elecciones, no ha resultado, sin embargo, mínimamente disminuido en el momento de organizar un nuevo ministerio. Ha parlamentado y negociado de potencia a potencia con el partido socialista, victorioso en los escrutinios. Su fuerza depende de su carácter de partido de la burguesía industrial y financiera; y no puede afectarla la pérdida de algunos asientos en el Reichstag, ni aún si la social-democracia los gana en proporción triple.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Estaciones de la crítica anti-marxista o revisionista

Estaciones de la crítica anti-marxista o revisionista

Karl Marx inició un tipo de hombre de acción y de pensamiento, de hombre pensante y operante. Pero en los líderes de la revolución rusa aparece, con rasgos más definidos, el ideólogo realizador. Lenin, Trotsky, Bukharin, Lunatcharsky, filosofan en la teoría y la praxis. Lenin deja, al lado de sus trabajos de estratega de la lucha de clases, su “Materialismo y Empirio-criticismo”. Trotzky, en medio del trajín de la guerra civil y de la discusión de partido, se da tiempo para sus meditaciones sobre “Literatura y Revolución”. ¿Y en Rosa Luxemburgo, acaso no se unimisman, a toda hora, la combatiente y la artista? ¿Quién entre los profesores que Henri de Manfel autor de “Más allá del Marxismo” admira, vive con más plenitud e intensidad de idea y de creación? Vendrá un tiempo en que a despecho de los engreídos catedráticos que acaparan hoy la representación oficial de la cultura, la asombrosa mujer que escribió desde la prisión esas maravillosas cartas a Luisa Kaustky —declaro que pocas compilaciones de cartas me han emocionado tanto— despertará la misma devoción y encontrará el mismo reconocimiento que una Teresa de Avila. Espíritu más filosófico y moderno que toda la caterva pedante que la ignora, —activo y contemplativo al mismo tiempo— y Unamuno si la conoce bien, la amará por esto —y la llamará espíritu quijotesco y agónico— puso en el poema trágico de su existencia el heroísmo, la belleza, la tensión, el gozo que no enseña ninguna escuela de la sabiduría.

En vez de procesar el marxismo por retraso e indiferencia respecto a la filosofía contemporánea, sería el caso, mas bien, de procesar a esta por deliberada y miedosa incomprensión de la lucha de clases y del socialismo. Ya un filósofo liberal como Benedetto Croce —verdadero filósofo y verdadero liberal— ha abierto este proceso, en términos de inapelable justicia, antes de que otro filósofo, idealista y liberal también, y continuador y exégeta del pensamiento hegeliano, Giovanni Gentile, aceptase un puesto en las brigadas del fascismo, en promiscua sociedad con los más dogmáticos neo-tomistas y los más incandescentes anti-intelectualistas. (Marinetti y su patrulla futurista).

Indagando las culpas de las generaciones precedentes, Croce las define y denuncia así: “Dos grandes obras: una contra el Pensamiento, cuando por protesta contra la violencia ocasionada a las ciencias empíricas, (que era el motivo en cierto modo legítimo) y por la ignavia mental (que el ilegítimo) se quiso, después de Kant, Fichte y Hegel, tornar atrás, y se abandonó el principio de la potencia del pensamiento para abarcar y dominar toda la realidad, la cual no es, y no puede ser otra cosa, sino espiritualidad y pensamiento. Al principio no se desconoció propia y abiertamente la potencia del pensamiento para abarcar y dominar toda la realidad, la cual no es, y no puede ser otra cosa, sino espirtiualidad y pensamiento. Al principio no se desconoció propia y abiertamente la potencia del pensamiento y solamente se la cambió en la de la observación y el experimento; pero, puesto que estos procedimientos empíricos debían necesariamente probarse insuficientes, la realidad real apareció como un más allá inaprehensible, un incognoscible, un misterio, y el positivismo generó de su seno el misticismo y las renovadas formas religiosas.

Por esta razón he dicho que los dos períodos, tomados en examen, no se pueden separar netamente y poner en contraste entre sí: de este lado el positivismo, al frente el misticismo; porque éste es hijo de aquel. Un positivista, después de la gelatina de los gabinetes, no creo que tenga otra cosa más cara que el incognoscible, esto es la gelatina en la cual se cultiva el microbio del misticismo.

Pero la otra culpa requeriría el análisis de las condiciones económicas y de las luchas sociales del siglo décimo nono y en particular de aquel gran movimiento histórico que es el socialismo, o sea la entrada de la clase obrera en la arena política. Hablo desde un aspecto general; y trasciendo las pasiones y las contingencias del lugar y del momento. Como historiador y como observador político, no ignoro que tal o cual hecho que toma el nombre de socialismo, en tal o cual otro lugar y tiempo, puede ser con mayor o menor razón contrastado, como por lo demás sucede con cualquier otro programa político, que es siempre contingente y puede ser más o menos extravagante e inmaduro y celar un contenido diverso de su forma aparente. Más, bajo el aspecto general, la pretensión de destruir el movimiento obrero, nacido del seno de la burguesía, sería como pretender cancelar la revolución francesa, la cual creó el dominio de la burguesía; mas aún, el absolutismo iluminado del siglo décimo octavo, que preparó la revolución; y poco a poco suspirar por la restauración del feudalismo y del sacro imperio romano, y por añadidura, por el regreso de la historia a sus orígenes: donde no sé si se encontraría el comunismo primitivo de los sociólogos (la lengua única del profesor Trombetti), pero no se encontraría, ciertamente, la civilización. Quien se pone, a combatir al socialismo, no ya en este o aquel momento de la vida de un país, sino en general (digamos así, en su exigencia), está constreñido a negar la civilización y el mismo concepto moral en que la civilización se funda. Negación imposible; negación que la palabra rehúsa pronunciar y que por esto ha dado origen a los inefables ideales de la fuerza por la fuerza, del imperialismo, del aristocraticismo, tan feos que sus mismos asertores no tienen ánimo de proponerlos en toda su rigidez y ora los moderan mezclándoles elementos heterogéneos, ora los presentan con cierto aire de bizarría fantástica o de paradoja literaria, que debería servir a hacerlos aceptables. O bien ha hecho surgir, por contragolpe, los ideales, peor que feos tontos, de la paz, del quietismo y de la no resistencia al mal. (“Crítica”, 1927, y “La letteratura della nuova Italia”, vol. IV).

La bancarrota del positismo y del cientifismo no compromete absolutamente la posición de los marxistas. La teoría y la política de Marx se cimentan invariablemente en la ciencia, no en el cientifisismo. Y en la ciencia, quieren reposar hoy, como lo observa Julien Beenda, en su “Trahison des Glares”, todos los programas políticos, sin excluir a los más reaccionarios y anti-históricos (el de la “Action Francaise”, por ejemplo). Brunetiere, que proclamaba la quiebra de la ciencia, ¿no se complacía acaso en maridar catolicismo y positivismo? ¿Y Maurras no se reclama igualmente del pensamiento científico? La religión del porvenir, como piensa Waldo Frank, descansará en la ciencia o se elevará sobre ella. “Copérnico, Newton, Galileo, Einstein, Espinoza, Leibnitz, Kant, los pensadores en psicología, política y leyes sociales —escribe Frank en el segundo de sus estudios sobre “The Re-Discovery of America” en “The New Republic”— edifican desde la ruina de los mundos una nueva fundamentación para que culmine el futuro conjunto —nuestra verdadera religión. ¿Será también esto cientificismo superado?

Análogas a las especiosas razones que se emplean para hablar de divorcio entre el marxismo y la nueva filosofía—y la nueva ciencia—son las que sirven para lamentar la despreocupación o indiferencia del socialismo marxista respecto a las bases éticas de un nuevo orden social.

La culpa, en parte, la tienen ciertos marxistas ortodoxos, demasiado ortodoxos, a lo Lafargue, en los cuales sin duda pensó Marx cuando, con su habitual ironía, dijo aquello de “en cuanto a mí, no soy marxista”. Pero también, a este respecto Marx ha sido reivindicado enérgicamente por Croce, con argumentos semejantes a los que usa en la defensa de Maquiavelo.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Motivos de carnaval

Motivos de carnaval

1
No desdeñemos, gravemente, los pretextos frívolos. Ningún pretexto es bastante frívolo para no poder servir a una reflexión seria. El carnaval, por ejemplo, es una de las mejores ocasiones de asomarse a la psicología y a la sociología limeñas.
El 28 de Julio es la fecha cívica en que Lima asume, con la mayor dignidad posible, su función de capital de la república. Pero, por esto mismo, por su énfasis de fecha nacional, no consigue ser característicamente limeña. (Tiene, con todo, a pesar de las ediciones extraordinarias de los diarios, un tono municipal, una reminiscencia de cabildo). La Navidad, malograda por la importación, carece de su sentido cristiano y europeo: efusión doméstica, decorado familiar, lumbre hogareña. Es una navidad estival, cálida, con traje de palm beach, en la que las barbas invernales de Noel y los pinos nórdicos hacen el efecto de los animales exóticos en un jardín de aclimatación. Navidad callejera, con cornetas de heladero, sin frío, sin nieve, sin intimidad y sin albura. La nochebuena, la misa de gallo, los nacimientos, nos han legado una navidad volcada en las calles y las plazuelas, sin más color tradicional que el del aguinaldo infantil. La procesión de los Milagros es, acaso, la fiesta más castiza y significativamente limeña del año. Es uno de los aportes de la fantasía creadora del negro a la historia limeña, si no a la historia nacional. No tiene ese paganismo dramático que debe haber en las procesiones sevillanas. Expresa el catolicismo colonial de una ciudad donde el negro se asimiló al blanco, el esclavo al señor, engriéndolo y cunándolo. Tradicional, plebeya, tiene bien asentadas sus raíces.
El carnaval limeño era también plebeyo, mulato, jaranero; pero no podía subsistir en una época de desarrollo urbano e industrial. En esta época tenía que imponerse el gusto europeizante y modernista de los nuevos ricos, de la clase media, de categorías sociales, en suma, que no podían dejar de avergonzarse de los gustos populares. La ciudad aristocrática podía tolerar, señorialmente, durante el carnaval, la ley del suburbio; la ciudad burguesa, aunque parezca paradójico, debía forzosamente atacar, en pleno proceso de democratización, este privilegio de la plebe. Porque el demos, ni en su sentido clásico ni en su sentido occidental, es la plebe.
La fiesta se aburguesó a costa de su carácter. Lo que no es popular no tiene estilo. La burguesía carece de imaginación creadora; la clase media, -que no es propiamente una clase sino una zona de transición,- mucho más. Entre nosotros, sin cuidarse de la estación ni la latitud, reemplazaron el carnaval criollo -un poco brutal y grosero, pero espontáneo, instintivo, veraniego- por un carnaval extranjero, invernal, para gente acatarrada. El cambio ha asesinado la antigua alegría de la fiesta; la alegría nueva, pálida, exigua, no logra aclimatarse. Se le mantiene viva a fuerza de calor artificial. Apenas le falte este calor, perecerá desgarbadamente. Las fiestas populares tienen sus propias leyes biológicas. Estas leyes exigen que las fiestas se nutran de la alegría, la pasión, el instinto del pueblo.
2
En los desfiles del carnaval, Lima enseña su alma melancólica, desganada, apática. La gente circula por las calles con un poco de automatismo. Su alegría es una alegría sin convicción, tímida, floja, medida, que se enciende a ratos para apagarse enseguida como avergonzada de su propio ímpetu. El carnaval adquiere cierta solemnidad municipal, cierto gesto cívico, que cohíbe en las calles el instinto jaranero de la masa. Quienes hayan viajado por Europa, sienten en esta fiesta la tristeza sin drama del criollo. Por sus arterias de sentimentaloide displicente no circula sangre dionysiaca, sangre romántica.
3
La fiesta se desenvuelve sin sorpresa, sin espontaneidad, sin improvisación. Todos los números están previstos. Y esto es, precisamente lo más contrario a su carácter. En otras ciudades, el regocijo de la fiesta depende de sus inagotables posibilidades de invención y de sorpresa. El carnaval limeño nos presenta como un pueblo de poca imaginación. Es, finalmente, un testimonio en contra de los que aún esperan que prospere entre nosotros el liberalismo. No tenemos aptitud individualista. La fórmula manchesterriana pierde todo su sentido en este país, donde el paradójico individualismo español degeneró en fatalismo criollo.
4
El carnaval es, probablemente, una fiesta en decadencia. Representa una supervivencia pagana que conserva intactos sus estímulos en el Medioevo cristiano. Era entonces un instante de retorno a la alegría pagana. Desde que esta alegría regresó a las costumbres, los días de carnaval perdieron su intensidad. No había ya impulsos reprimidos que explosionaran delirantemente. La bacanal estaba reincorporada en los usos de la civilización. La civilización la ha refinado. Con la música negra ha llegado al paroxismo. El carnaval, sobra. El hombre moderno empieza a encontrarle una faz descompuesta de cadáver. Máximo Botempelli, que con tanta sensibilidad suele registrar estas emociones, no cree que los hombres hayan amado nunca el carnaval. “La atracción del carnaval -escribe- está hecha del miedo de la muerte y del asco de la materia. La invención del carnal es una brujería en que se mezclan la sensualidad obscena y lo macabro. Tiene su razón de ser en el uso de la máscara, cuyo origen metafísico es, sin duda alguna, fálico: la desfiguración de la cara tiene a mostrar a las muchedumbres humanas como aglomeraciones de cabezas pesadas y avinadas de Priapos. Los movimientos de estas muchedumbres están animados por ese sentido de agitación estúpida que es propio de los amontonamientos de gusanos en las cavidades viscerales de los cadáveres”.
En Europa, el carnaval declina. El clásico carnaval romano no sobrevive sino en los veglioni. Y el de Niza no es sino un número del programa de diversiones de los extranjeros de la Costa Azul. La sumaria requisitoria de Bontempelli traduce, con imágenes plásticas, esta decadencia.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Réplica a Luis Alberto Sánchez. Respuesta al señor Escalante [Incompleto]

(…) deber, a esta revista, tópicos a la sección en que por el propio director de MUNDIAL ha querido situar mis estudios o apuntes sobre temas nacionales; y menos aún traigo arengas de agitador ni sermones de catequista; pero esto no quiere decir que aquí disimule mi pensamiento, sino que respeto los límites de la generosa hospitalidad que MUNDIAL me concede y de la cual mi discreción no me permitiría nunca abusar.
No es culpa mía que, -mientras de mi escritos se saca en limpio mi filiación socialista,- de los de Luis Alberto Sánchez no se deduzca con igual facilidad su filiación ideológica. Es el propio Sánchez quien se ha definido, terminantemente, como un “espectador”. Los méritos de su labor de estudioso de temas nacionales -que no están en discusión- no bastan para darle una posición en el contraste de las doctrinas y los intereses. Ser “nacionalista” por el género de los estudios, no exige serlo también por la actitud política, en el sentido limitado o particular que nacionalismos extranjeros han asignado a ese término. Sánchez, como yo, repudia precisamente este nacionalismo que encubre o disfraza un simple conservantismo, decorándolo con los ornamentos de la tradición nacional.
Y, llegados a este punto, quiero precisar otro aspecto del nexo que Luis Alberto no había descubierto entre mi socialismo de varios años -todos los de mi juventud, que no tiene por qué sentirse responsable de los episodios literarios de mi adolescencia- y mi nacionalismo recientísimo. El nacionalismo de las naciones europeas -donde nacionalismo y conservantismo se identifican y consustancian- se propone fines imperialistas. Es reaccionario y anti-socialista. Pero el nacionalismo de los pueblos coloniales -sí, coloniales económicamente, aunque se vanaglorien de su autonomía política- tiene un origen y un impulso totalmente diversos. En estos pueblos la idea de la nación no ha cumplido aún su trayectoria ni ha agotado su misión histórica. Y esto no es teoría. Si de la teoría desconfía Luis Alberto Sánchez, no desconfiaré de la experiencia. Menos aún si la experiencia está bajo sus ojos escrutadores de estudioso. Yo me contentaré de aconsejarle que dirija la mirada a la China, donde el movimiento nacionalista del Kuo Ming Tang recibe del socialismo chino su más vigoroso impulso.
Me pregunta Luis Alberto Sánchez al final de su artículo, -en el discurso del cual su pensamiento merodea por los bordes del asunto de este diálogo, sin ir al fondo- cómo nos proponemos resolver el problema indígena los que militamos bajo estas banderas de renovación. Le responderé, ante todo, con mi filiación. El socialismo es un método y una doctrina, un ideario, y una praxis. Invito a Sánchez a estudiarlos seriamente, y no solo en los libros y en los hechos sino en el espíritu que los anima y engendra.
El cuestionario que Sánchez me pone delante es -permítame que se lo diga- bastante ingenuo. ¿Cómo puede preguntarme Sánchez si yo reduzco todo el problema peruano a la oposición entre costa y sierra? He constatado la dualidad nacida de la conquista para afirmar la necesidad histórica de resolverla. No es mi ideal el Perú colonial ni el Perú incaico sino un Perú integral. Aquí estamos, he escrito al fundar una revista de doctrina y polémica, los que queremos crear un Perú nuevo en el mundo nuevo. ¿Y cómo puede preguntarme Sánchez si no involucro en el movimiento al cholo? ¿Y si este no podrá ser un movimiento de reivindicación total y no exclusivista? Tengo el derecho de creer que Sánchez no solo no toma en consideración mi socialismo sino que me juzga y contradice sin haberme leído.
La reivindicación que sostenemos es la del trabajo. Es la de las clases trabajadoras, sin distinción de costa ni de sierra, de indio ni de cholo. Si en el debate, -esto es en la teoría- diferenciamos el problema del indio, es porque en la práctica, en el hecho, también se diferencia. El obrero urbano es un proletariado; el indio campesino es todavía un siervo. Las reivindicaciones del primero, -por las cuales en Europa no se ha acabado de combatir- representan la lucha contra la burguesía; las del segundo representan aún la lucha contra la feudalidad. El primer problema que hay que resolver aquí es, por consiguiente, el de la liquidación de la feudalidad, cuyas expresiones solidarias son dos: latifundio y servidumbre. Si no reconociésemos la prioridad de este problema, habría derecho, entonces sí, para acusarnos de prescindir de la realidad peruana. Estas son, teóricamente, cosas demasiado elementales. No tengo yo la culpa de que en el Perú -y en pleno debate ideológico- sea necesario todavía explicarlas.
Y, ahora, punto final a este intermezzo polémico. Continuaré polemizando pero, como antes, más con las ideas que con las personas. La polémica es útil cuando se propone verdaderamente, esclarecer las teorías y los hechos. Y cuando no se trae a ella sino idea y móviles claros.

Respuesta al señor Escalante
Al señor Escalante -escrita la réplica a Sánchez- tengo poco que decirle. El señor Escalante sabe que no es posible trasladar esta discusión de plano doctrinal al plano político militante. Ni posible ni deseable. Porque de lo que se trata, hasta hoy, es de plantear el problema, no de resolverlo. La solución, a mi ver, pertenece al porvenir. Si el señor Escalante puede adelantarla, tanto mejor para el Perú y para el indio.
El señor Escalante, por otra parte, no me somete al interrogatorio. Comprende que nuestros principios son distintos. Y no tiene inconveniente para declararlo. Su posición es neta; la mía también. Político avisado, el señor Escalante advierte, por ejemplo, que solo debo hablar de acuerdo y a la medida de las necesidades de mi doctrina. Pero esto es lo de menos.
Mi respuesta al diputado y publicista cuzqueño, puede limitarse, por esto, a dos rectificaciones: 1º. Que yo no ha señalado el primer manifiesto del Grupo “Resurgimiento” del Cuzco precisa y específicamente como una “refutación o un desmentido contundente” al artículo “Nosotros los indios…” Me he limitado a considerarlo una respuesta, no en el sentido exclusivo que el señor Escalante supone sino en el sentido mucho más amplio de las pruebas que allega respecto a la imposibilidad práctica de resolver el problema del indio, sin destruir el gamonalismo latifundista. 2º. Que el manifiesto que se ha publicado y ha circulado en el Cuzco desde enero en pequeños folletos. Remito uno al señor Escalante para persuadirlo de la exactitud de mi aserción.
José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

E. D. Morel - Pedro S. Zulen

E. D. Morel - Pedro S. Zulen

I.
¿Quién, entre nosotros, debería haber escrito el elogio del gran profesor de idealismo E. D. Morel? Todos los que conozcan los rasgos esenciales del espíritu de E. D. Morel responderán, sin duda, que Pedro S. Zulen. Cuando, hace algunos días, encontré en la prensa europea la noticia de la muerte de Morel, pensé que esta “figura de la vida mundial” pertenecía, sobre todo, a Zulen. Y encargué a Jorge Basadre de comunicar a Zulen que E. D. Morel había muerto. Zulen estaba mucho más cerca de Morel que yo. Nadie podía escribir sobre Morel con más adhesión a su personalidad ni con más emoción de su obra.

Hoy esta asociación de Morel a Zulen se acentúa y se precisa en mi consciencia. Pienso que se trata de dos vidas paralelas. No de dos parejas sino, únicamente, de dos vidas paralelas, dentro del sentido que el concepto de vidas paralelas tiene en Plutarco. Bajo los matices externos de ambas vidas, tan lejanas en el espacio, se descubre la trama de una afinidad espiritual y de un parentesco ideológico que las aproxima en el tiempo y en la historia. Ambas vidas tienen de común, en primer lugar, su profundo idealismo. Las mueve una fe obstinada en la fuerza creadora del ideal y del espíritu. Las posee el sentimiento de su predestinación para un apostolado humanitario y altruista. Aproxima e identifica, además, a Zulen y Morel una honrada y proba filiación democrática. El pensamiento de Morel y de Zulen aparece análogamente nutrido de la ideología de la democracia pura.

Enfoquemos los episodios esenciales de la biografía de Morel. Antes de la guerra mundial, Morel ocupa ya un puesto entre los hombres de vanguardia de la Gran Bretaña. Denuncia implacablemente los métodos brutales del capitalismo en África y Asia. Insurge en defensa de los pueblos coloniales. Se convierte en el asertor más vehemente de los derechos de los hombres de color. Una civilización que asesina y extorsiona a los indígenas de Asia y África es para Morel una civilización criminal. Y la voz del gran europeo no clama en el desierto. Morel logra movilizar contra el imperialismo despótico y marcial de Occidente a muchos espíritus libres, a muchas conciencias independientes. El imperialismo británico encuentra uno de sus más implacables jueces en este austero fautor de la democracia. Más tarde, cuando la fiebre bélica, que la guerra difunde en Europa, trastorna e intoxica la inteligencia occidental, Morel es uno de los intelectuales que se mantienen fieles a la causa de la civilización. Milita activa y heroicamente en ese histórico grupo de consciencious objectors que, en plena guerra, afirma valientemente su pacifismo. Con los más puros y altos intelectuales de la Gran Bretaña -Bernard Shaw, Bertrand Russell, Norman Angell, Israel Zangwill- Morel defiende los fueros de la civilización y de la inteligencia frente a la guerra y la barbarie. Su propaganda pacifista, como secretario de la Unión of Democratic Control, le atrae un proceso. Sus jueces lo condenan a seis meses de prisión en agosto de 1917. Esta condena tiene, no obstante el silencio de la prensa, movilizada militarmente, una extensa repercusión europea. Romain Rolland escribe en Suiza una vibrante defensa de Morel. “Por todo lo que sé de él, -dice- por su actividad anterior a la guerra, por su apostolado contra los crímenes de la civilización en África, por sus artículos de guerra, muy raramente reproducidos en las revistas suizas y francesas, yo lo miro como un hombre de gran coraje y de fuerte fe. Siempre osó servir la verdad, servirla únicamente, sin cuidado de los peligros ni de los odios acumulados contra su persona y, lo que es mucho más raro y más difícil, sin cuidado de sus propias simpatías, de sus amistades, de su patria misma, cuando la verdad se encontraba en desacuerdo con su patria. Desde este punto de vista, él es de la estirpe de todos los grandes creyentes: cristianos de los primeros tiempos, reformadores del siglo de los combates, librepensadores de las épocas heroicas, todos aquellos que han puesto por encima de todo su fe en la verdad, bajo cualquier forma que esta se les presente, o divina, o laica, sagrada siempre”. Liberado, Morel reanuda su campaña. Mejores tiempos llegan para la Unión of Democratic Control. En las elecciones de 1921 el Independent Labour Party opone su candidatura a la de Winston Churchill, el más agresivo capataz del antisocialismo británico, en el distrito electoral de Dundee. Y, aunque todo diferencia a Morel del tipo de político o de agitador profesional, su victoria es completa. Esta victoria se repite en las elecciones de 1923 y en las elecciones de 1924. Morel se destaca entre las más conspicuas figuras intelectuales y morales del Labour Party. Aparece, en todo el vasto escenario mundial, como uno de los asertores más ilustres de la Paz y de la Democracia. Voces de Europa, de América y del Asia reclaman para Morel el premio Nobel de la paz. En este instante, lo abate la muerte.

La muerte de E. D. Morel -escribe Paul Colin en “Europe”- es un capítulo de nuestra vida que se acaba -y uno de aquellos en los cuales pensaremos más tarde con ferviente emoción. Pues él era, con Romain Rolland, el símbolo mismo de la Independencia del Espíritu. Su invencible optimismo, su honradez indomable, su modestia calvinista, su bella intransigencia, todo concurría a hacer de este hombre un guía, un consejero, un jefe espiritual”.
Como dice Colin, todo un capítulo de la historia del pacifismo termina con E. D. Morel. Ha sido Morel uno de los últimos grandes idealistas de la Democracia. Pertenece a la categoría de los hombres que, heroicamente, han hecho el proceso del capitalismo europeo y de sus crímenes; pero que no han podido ni han sabido ejecutar su condena.

II
Reivindiquemos para Pedro S. Zulen, ante todo, el honor y el mérito de haber salvado su pensamiento y su vida de la influencia de la generación con la cual le tocó convivir en su juventud. El pasadismo de una generación conservadora y hasta tradicionalista que, por uno de esos caprichos del paradojal léxico criollo, es apodada hasta ahora generación “futurista”, no logró depositar su polilla en la mentalidad de este hombre bueno e inquieto. Tampoco lograron seducirla el decadentismo y el estetismo de la generación “colónida”. Zulen se mantuvo al margen de ambas generaciones. Con los “colónidas” coincidía en la admiración al Poeta Eguren; pero del “colonidismo” lo separaba absolutamente su humor austero y ascético.

La juventud de Zulen nos ofrece su primera analogía concreta con E. D. Morel. Zulen dirige la mirada al drama de la raza peruana. Y, con una abnegación nobilísima, se consagra a la defensa del indígena. La Secretaría de la Asociación Pro-Indígena absorbe, consume sus energías. La reivindicación del indio es su ideal. A las redacciones de los diarios llegan todos los días las denuncias de la Asociación. Pero, menos afortunado que Morel en la Gran Bretaña, Zulen no consigue la adhesión de muchos espíritus libres a su obra. Casi solo la continua, sin embargo, con el mismo fervor, en medio de la indiferencia de un ambiente gélido. La Asociación Pro-Indígena no sirve para constatar la imposibilidad de resolver el problema del indio mediante patronato o ligas filantrópicas. Y para medir el grado de insensibilidad moral de la consciencia criolla.

Perece la Asociación Pro-Indígena; pero la causa del indio tiene siempre en Zulen su principal propugnador. En Jauja, a donde lo lleva su enfermedad, Zulen estudia al indio y aprende su lengua. Madura en Zulen, lentamente, la fe en el socialismo. Y se dirige una vez a los indios en términos que alarman y molestan la cuadrada estupidez de los caciques y funcionarios provincianos. Zulen es arrestado. Su posición frente al problema indígena se precisa y se define más cada día. Ni la filosofía ni la Universidad lo desvían, más tarde, de la más fuerte pasión de su alma.

Recuerdo nuestro encuentro en el Tercer Congreso Indígena, hace un año. El estrado y las primeras bancas de la sala de la Federación de Estudiantes estaban ocupadas por una polícroma multitud indígena. En las bancas de atrás, nos sentábamos los dos únicos espectadores de la Asamblea. Estos dos únicos espectadores éramos Zulen y yo. A nadie más había atraído este debate. Nuestro diálogo de esa noche aproximó definitivamente nuestros espíritus.
Y recuerdo otro encuentro más emocionado todavía: el encuentro de Pedro S. Zulen y de Ezequiel Urviola, organizador y delegado de las federaciones indígenas del Cuzco, en mi casa, hace tres meses. Zulen y Urviola se complacieron recíprocamente de conocerse. “El problema indígena—dijo Zulen—es el único problema del Perú”.

Zulen y Urviola no volvieron a verse. Ambos han muerto en el mismo día. Ambos, el intelectual erudito y universitario y el agitador oscuro, parecen haber tenido una misma muerte y un mismo sino.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Las reivindicaciones feministas

Las reivindicaciones feministas

Laten en el Perú las primeras inquietudes feministas. Existen algunas células, algunos núcleos de feminismo. Los propugnadores del nacionalismo a ultranza pensarán probablemente: -He ahí otra idea exótica, otra idea forastera que se injerta en la mentalidad peruana.

Tranquilicemos un poco a esta gente aprensiva. No hay que ver en el feminismo una idea exótica, una idea extranjera. Hay que ver, simplemente, una idea humana. Una idea característica de una civilización, peculiar a una época. Y, por ende, una idea con derecho de ciudadanía, en el Perú, como en cualquier otro segmento del mundo civilizado.

El feminismo no ha aparecido en el Perú artificial ni arbitrariamente. Ha aparecido como una consecuencia de las nuevas formas del trabajo intelectual y manual de la mujer. Las mujeres de real filiación feminista son las mujeres que trabajan, las mujeres que estudian. La idea feminista prospera entre las mujeres de oficio intelectual o de oficio manual: profesoras universitarias, obreras. Encuentra un ambiente propicio a su desarrollo en las aulas universitarias, que atraen cada vez más a las mujeres peruanas, y en los sindicatos obreros, en los cuales las mujeres de las fábricas se enrolan y organizan con los mismos derechos y los mismos deberes que los hombres. Aparte de este feminismo espontáneo y orgánico, que recluta sus adherentes entre las diversas categorías del trabajo femenino, existe aquí, como en otras partes, un feminismo de diletantes un poco pedante y otro poco, mundano. Las feministas de este rango convierten el feminismo en un simple ejercicio literario, en un mero deporte de moda.

Nadie debe sorprenderse de que todas las mujeres no se reúnan en un movimiento feminista único. El feminismo, tiene, necesariamente, varios colores, diversas tendencias. Se puede distinguir en el feminismo tres tendencias fundamentales, tres colores sustantivos: feminismo burgués, feminismo pequeño-burgués y feminismo proletario. Cada uno de estos feminismos formula sus reivindicaciones de una manera distinta. La mujer burguesa solidariza en feminismo con el interés de la clase conservadora. La mujer proletaria consustancia su feminismo con la fe de las multitudes revolucionarias en la sociedad futura. La lucha de clases -hecho histórico y no aserción teórica- se refleja en el plano feminista. Las mujeres, como los hombres, son reaccionarias, centristas o revolucionarias. No pueden, por consiguiente, combatir juntas la misma batalla. En el actual panorama humano, la clase diferencia a los individuos más que el sexo.

Pero esta pluralidad del feminismo no depende de la teoría en sí misma. Depende, más bien, de sus deformaciones prácticas. El feminismo, como idea pura, es esencialmente revolucionario. El pensamiento y la actitud de las mujeres que se sienten al mismo tiempo feministas y conservadoras carecen, por tanto de íntima coherencia. El conservantismo trabaja por mantener la organización tradicional de la sociedad. Esa organización niega a la mujer los derechos que la mujer quiere adquirir. Las feministas de la burguesía aceptan todas las consecuencias del orden vigente, menos las que se oponen a las reivindicaciones de la mujer. Sostienen tácitamente la tesis absurda de que la sola reforma que la sociedad necesita es la reforma feminista. La protesta de estas feministas contra el orden viejo es demasiado exclusiva para ser válida.

Cierto que las raíces históricas del feminismo están en el espíritu liberal. La revolución francesa contuvo, los primeros gérmenes del movimiento feminista. Por primera vez se planteó entonces, en términos precisos, la cuestión de la emancipación de la mujer. Babeuf, el leader de la conjuración de los iguales, fue un asertor de las reivindicaciones feministas. Babeuf arengaba así a sus amigos: “No impongáis silencio a este sexo que no merece que se le desdeñe. Realzad más bien la más bella porción de vosotros mismos. Si no contáis para nada la las mujeres en vuestra república, haréis de ellas pequeñas amantes de la monarquía. Su influencia será tal que ellas la restaurarán. Si, por el contrario, las contáis para algo, haréis de ellas Cornelias y Lucrecias. Ellas os darán Brutos, Gracos y Scevolas”. Polemizando con los anti-feministas, Babeuf hablaba de “este sexo que la tiranía de los hombres ha querido siempre anonadar, de este sexo que no ha sido inútil jamás en las revoluciones”. Mas la revolución francesa no quiso acordar a las mujeres la igualdad y la libertad propugnadas por estas voces jacobinas o igualitarias. Los Derechos del Hombre, como una vez he escrito, podían haberse llamado, más bien Derechos del Varón. La democracia burguesa ha sido una democracia exclusivamente masculina.

Nacido de la matriz liberal, el feminismo no ha podido ser actuado durante el proceso capitalista. Es ahora, cuando la trayectoria histórica de la democracia llega a su fin, que la mujer adquiere los derechos políticos y jurídicos del varón. Y es la revolución rusa la que ha concedido explícita y categóricamente a la mujer la igualdad y la libertad que hace más de un siglo reclamaban en vano de la revolución francesa Babeuf y los igualitarios.

Mas si la democracia burguesa no ha realizado el feminismo, ha creado, involuntariamente las condiciones y las premisas morales y materiales de su realización. La ha valorizado como elemento productor, como factor económico, al hacer de su trabajo un uso cada día más extenso y más intenso. El trabajo muda radicalmente la mentalidad y el espíritu femeninos. La mujer adquiere, en virtud del trabajo, una nueva noción de sí misma. Antiguamente, la sociedad destinaba a la mujer al matrimonio o a la barraganía. Presentemente, la destina, ante todo, al trabajo. Este hecho ha cambiado y ha elevado la posición de la mujer en la vida. Los que impugnan el feminismo y sus progresos con argumentos sentimentales o tradicionalistas pretenden que la mujer debe ser educada solo para el hogar. Pero, prácticamente, esto quiere decir que la mujer debe ser educada solo para funciones de hembra y de madre. La defensa de la poesía del hogar es, en realidad, una defensa de la servidumbre de la mujer. En vez de ennoblecer y dignificar el rol de la mujer, lo disminuye y lo rebaja. La mujer es algo más que una madre y que una hembra, así como el hombre es algo más que un macho.

El tipo de mujer que produzca una civilización nueva tiene que ser sustancialmente distinto del que ha formado la civilización que actualmente declina. En un artículo sobre la mujer y la política, he examinado así algunos aspectos de este tema: “A los trovadores y a los enamorados de la frivolidad femenina no les falta razón para inquietarse. El tipo de mujer creado por un siglo de refinamiento capitalista está condenado a la decadencia y al tramonto. Un literato italiano, Pitigrilli, clasifica a este tipo de mujer contemporánea como, un tipo de mamífero de lujo.

Y bien, este mamífero de lujo se irá agotando poco a poco. A medida que el sistema colectivista reemplace al sistema individualista, decaerán el lujo y la elegancia feministas. La humanidad perderá algunos mamíferos de lujo; pero ganará muchas mujeres. Los trajes de la mujer del futuro serán menos caros y suntuosos; pero la condición de esa mujer será más digno. Y el eje de la vida femenina se desplazará de lo individual a lo social. La moda no consistirá ya en la imitación de una moderna Mme. Pompadour ataviada por Paquin. Consistirá, acaso, en la imitación de una Mme. Kollontay. Una mujer, en suma, costará menos, pero valdrá más”.

El tema es muy vasto. Este breve artículo intenta únicamente constatar el carácter de las primeras manifestaciones del feminismo en el Perú y ensayar una interpretación muy sumaria y rápida de la fisonomía y del espíritu del movimiento feminista mundial. A este movimiento no deben ni pueden sentirse extraños ni indiferentes los hombres sensibles a las grandes emociones de la época. La cuestión femenina es una parte de la cuestión humana. El feminismo me parece, además, un tema más interesante e histórico que la peluca. Mientras el feminismo es la categoría, la peluca es la anécdota.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Lo nacional y lo exótico

Lo nacional y lo exótico

Frecuentemente se oyen voces de alerta contra la asimilación de ideas extranjeras. Estas voces denuncian el peligro de que se difunda en el país una ideología inadecuada a la realidad nacional. Y no son una protesta de las supersticiones y de los prejuicios del difamado vulgo. En muchos casos, estas voces parten del estrato intelectual.

Podrían acusar una mera tendencia proteccionista dirigida a defender los productos de la inteligencia nacional de la concurrencia extranjera. Pero los adversarios de la ideología exótica solo rechazan las importaciones contrarias al interés conservador. Las importaciones útiles a ese interés no les parecen nunca malas, cualquiera que sea su procedencia. Se trata, pues, de una simple actitud reaccionaria, disfrazada de nacionalismo.

La tesis en cuestión se apoya en algunos frágiles lugares comunes. Más que una tesis es un dogma. Sus sostenedores demuestran, en verdad, muy poca imaginación. Demuestran, además, muy exiguo conocimiento de la realidad nacional. Quieren que se legisle para el Perú, que se piense y se escriba, para los peruanos y que se resuelva nacionalmente los problemas de la peruanidad anhelos que suponen amenazados por las filtraciones del pensamiento europeo. Pero todas estas afirmaciones son demasiado vagas y genéricas. No demarcan el límite de lo nacional y lo exótico. Invocan abstractamente una peruanidad que no intenta, antes, definir.

Esa peruanidad, confusamente insinuada, es un mito, es una ficción. La realidad nacional está menos desconectada, es menos independiente de Europa de lo que suponen nuestros nacionalistas. El Perú contemporáneo se mueve dentro de la órbita de la civilización occidental. La mistificada realidad nacional no es sino un segmento, una parcela de la vasta realidad mundial. Todo lo que el Perú contemporáneo estima lo ha recibido de esa civilización que no sé si los nacionalistas a ultranza calificarán también de exótica. ¿Existe hoy una ciencia, una filosofía, una democracia, un arte, existen máquinas, instituciones, leyes, genuina y característicamente peruanos? ¿El idioma que hablamos y que escribimos, el idioma siquiera, es acaso un reducto de la gente peruana?
El Perú es todavía una nacionalidad en formación. Lo están construyendo sobre los inertes estratos indígenas, los aluviones de la civilización occidental. La conquista española aniquiló la cultura incaica. Destruyó el Perú. Frustró la única peruanidad que ha existido.

Los españoles extirparon del suelo y de la raza todos los elementos vivos de la cultura indígena. Reemplazaron la religión incásica con la religión católica romana. De la cultura incásica no dejaron sino vestigios muertos. Los descendientes de los conquistadores y los colonizadores constituyeron el cimiento del Perú actual. La independencia fue realizada por esta población criolla. La idea de la libertad no brotó espontáneamente de nuestro suelo; su germen nos vino de fuera. Un acontecimiento europeo, la revolución francesa, engendró la independencia americana. Las raíces de la gesta libertadora se alimentaron de la ideología de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Un artificio histórico clasifica a Tupac Amaru como un precursor de la independencia peruana. La revolución de Tupac-Amaru la hicieron los indígenas; la revolución de la independencia la hicieron los criollos. Entre ambos acontecimientos no hubo consanguineidad espiritual ni ideológica. A Europa, de otro lado, no le debimos solo la doctrina de nuestra revolución, sino también la posibilidad de actuarla. Conflagrada y sacudida, España no pudo, primero, oponerse válidamente a la libertad de sus colonias. No pudo, más tarde, intentar su reconquista. Los Estados Unidos declararon su solidaridad con la libertad de la América española. Acontecimientos extranjeros en suma, siguieron influyendo en los destinos hispano-americanos. Antes y después de la revolución emancipadora, no faltó gente que creía que el Perú no estaba preparado para la independencia. Sin duda, encontraban exóticas la libertad y la democracia. Pero la historia no le da razón a esa gente negativa y escéptica, sino a la gente afirmativa, romántica, heroica, que pensó que son aptos para la libertad todos los pueblos que saben adquirirla.

La independencia aceleró la asimilación de la cultura europea. El desarrollo del país ha dependido directamente de este proceso de asimilación. El industrialismo, el maquinismo, todos los resortes materiales del progreso nos han llegado de fuera. Hemos tomado de Europa y Estados Unidos todo lo que hemos podido. Cuando se ha debilitado nuestro contacto con el extranjero, la vida nacional se ha deprimido. El Perú ha quedado así insertado dentro del organismo de la civilización occidental.
Una rápida excursión por la historia peruana nos entera de todos los elementos extranjeros que se mezclan y combinan en nuestra formación nacional. Contrastándolos, identificándolos, no es posible insistir en aserciones arbitrarias sobre la peruanidad. No es dable hablar de ideas políticas nacionales.

Tenemos el deber de no ignorar la realidad nacional; pero tenemos también el deber de no ignorar la realidad mundial. El Perú es un fragmento de un mundo que sigue una trayectoria solidaria. Los pueblos con más aptitud para el progreso son siempre aquellos con más aptitud para aceptar las consecuencias de su civilización y de su época. ¿Qué se pensaría de un hombre que rechazase, en el nombre de la peruanidad el aeroplano, el radium, el linotipo, considerándolos exóticos? Lo mismo se debe pensar del hombre que asume esa actitud ante las nuevas ideas y los nuevos hechos humanos.

Los viejos pueblos orientales a pesar de las raíces milenarias de sus instituciones, no se clausuran, no se aíslan. No se sienten independientes de la historia europea. Turquía, por ejemplo, no ha buscado su renovación en sus tradiciones islámicas, sino en las corrientes de la ideología occidental. Mustafá Kemal ha agredido las tradiciones. Ha despedido de Turquía al kalifa y a sus mujeres. Ha creado una república de tipo europeo. Este orientamiento revolucionario e iconoclasta no marca, naturalmente, un período de decadencia sino un período de renacimiento nacional. La nueva Turquía, la herética Turquía de Kemal ha sabido imponerse, con las armas y el espíritu, al respeto de Europa. La ortodoxa Turquía, la tradicionalista Turquía de los sultanes sufría, en cambio, casi sin protesta, todos los vejámenes y todas las expoliaciones de los occidentales. Presentemente Turquía no repudia la teoría ni la técnica de Europa; pero repele los ataques de los europeos a su libertad. Su tendencia a occidentalizarse no es una capitulación de su nacionalismo.

Así se comportan antiguas naciones poseedoras de formas políticas, sociales y religiosas propias y fisonómicas. ¿Cómo podrá, por consiguiente el Perú, que no ha cumplido aún su proceso de formación nacional, aislarse de las ideas y las emociones europeas? Un pueblo con voluntad de renovación y de crecimiento no puede clausurarse. Las relaciones internacionales de la Inteligencia tienen que ser, por fuerza, libre-cambistas. Ninguna idea que fructifica, ninguna idea que se aclimata, es una idea exótica. La propagación de una idea no es culpa ni es mérito de sus asertores; es culpa o es mérito de la historia. No es romántico pretender adaptar el Perú a una realidad nueva. Más romántico es querer negar esa realidad acusándola de concomitancias con la realidad extranjera. Un sociólogo ilustre dijo una vez que en estos pueblos sud-americanos falta “atmósfera de ideas”. Sería insensato enrarecer más esa atmósfera con la persecución de las ideas que, actualmente, están fecundando la historia humana. Y si místicamente, gandhianamente, deseamos separarnos y desvincularnos de la “satánica civilización europea”, como Gandhi la llama, debemos clausurar nuestros confines no solo a sus teorías sino también a sus máquinas para volver a las costumbres y a los ritos incásicos. Ningún nacionalista criollo aceptaría, seguramente esta extrema consecuencia de su jingoismo. Porque aquí el nacionalismo no brota de la tierra, no brota de la raza. El nacionalismo a ultranza es la única idea efectivamente exótica y forastera que aquí se propugna. Y que, por forastera y exótica, tiene muy poca chance de difundirse en el conglomerado nacional.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Introducción a un estudio sobre el problema de la educación pública

Introducción a un estudio sobre el problema de la educación pública

El debate sobre el proyectado Congreso Ibero-Americano de Intelectuales plantea, entre otros problemas, el de la educación pública en Hispano-América. Un cuestionario de la revista “Repertorio Americano” contiene estas dos preguntas: “¿Cree usted que la enseñanza debe unificarse, con determinados propósitos raciales, en los países latinos de nuestra América? ¿Estima usted prudente que nuestra América Latina tome una actitud determinada en su enseñanza ante el caso de los Estados Unidos del Norte?». El grupo argentino que propugna la organización de una Unión Latino-Americana declara su adhesión al siguiente principio: “Extensión de la educación gratuita, laica y obligatoria y reforma universitaria integral”. Invitado a opinar acerca de la fórmula argentina, quiero concretar, en dos o tres artículos, algunos puntos de vista esenciales respecto de todo el problema que esa fórmula se propone resolver.

II
La fórmula, en sí misma, dice y vale poco. La “educación gratuita, laica y obligatoria” es una usada receta del viejo ideario demo-liberal-burgués. Todos los radicaloides, todos los liberaloides de Hispano-América, la han inscrito en sus programas. Intrínsecamente, este anciano principio no tiene, pues, ningún sentido renovador, ninguna potencia revolucionaria. Su fuerza, su vitalidad, residen íntegramente en el espíritu nuevo de los núcleos intelectuales de La Plata, Buenos Aires, etc., que esta vez lo sostienen.
Estos núcleos hablan de “extensión de la enseñanza laica”. Es decir, suponen a la enseñanza laica una reforma adquirida ya por nuestra América. No la agitan como una reforma nueva, como una reforma virginal. La entienden como un sistema que, establecido incompletamente, necesita adquirir todo su desarrollo.
Pero, entonces, conviene considerar que la cuestión de la enseñanza laica no se plantea en los mismos términos en todos los pueblos hispano-americanos. En varios, este método o este principio, como prefiera calificársele, no ha sido ensayado todavía y la religión del Estado conserva intactos sus fueros en la enseñanza. Y, por consiguiente, ahí no se trata de extender la enseñanza laica sino de adoptarla. O sea de empeñar una batalla que puede conducir a la vanguardia a concentrar sus energías y sus elementos en un frente que ha perdido su valor estratégico e histórico.

III
De toda suerte, en materia de enseñanza laica, es preciso examinar la experiencia europea. Entre otras razones, porque la fórmula “educación gratuita, laica y obligatoria” pertenece literalmente no solo a esa cultura occidental que Alfredo Palacios declara en descomposición sino, sobre todo, a su ciclo capitalista en evidente bancarrota. En la escuela demo-liberal-burguesa, (cuya crisis genera el humor relativista y escéptico de la filosofía occidental contemporánea que nos abastece de las únicas pruebas de que disponemos de la decadencia de la civilización de Occidente) han aprendido esta fórmula las democracias ibero-americanas.
La escuela laica aparece en la historia como un producto natural del liberalismo y del capitalismo. En los países donde la Reforma concurrió a crear un clima histórico favorable al fenómeno capitalista, la iglesia protestante, impregnada de liberalismo no ofreció resistencia al dominio espiritual de la burguesía. Movimientos históricos consustanciales no podían entrabarse ni contrariarse. Tendían, antes bien, a coordinar espontáneamente su dirección. En cambio, en los países donde mantuvo más o menos intactas sus posiciones el catolicismo y, por ende, las condiciones históricas del orden capitalista tardaron en madurar, la iglesia romana, solidaria con la economía medioeval y los privilegios aristocráticos, ejercitaba una influencia hostil a los intereses de la burguesía. La iglesia romana, -coherente y lógica- amparaba las ideas de Autoridad y Jerarquía en que se apoyaba el poder de la aristocracia. Contra estas ideas, la burguesía, que pugnaba por sustituir a la aristocracia en el rol de clase dominante, había inventado la idea de la Libertad. Sintiéndola contrastada por el catolicismo, tenía que reaccionar agriamente contra la iglesia en los varios campos de su ascendiente espiritual y, en particular, en el de la educación pública. El pensamiento burgués, en estas naciones donde no prendió la Reforma, no pudo detenerse en el libre examen y llegó, por tanto, fácilmente al ateísmo y a la irreligiosidad. El liberalismo, el jacobinismo del mundo latino adquirió, a causa de este conflicto entre la burguesía y la iglesia, un espíritu acremente anti-religioso. Se explica así la violencia de la lucha por la escuela laica en Francia y en Italia. Y en la misma España, donde la languidez y la flojedad del liberalismo, -que coincidieron con un incipiente desarrollo capitalista- no impidieron a los hombres de Estado liberales realizar, a pesar de la influencia de una dinastía católica, una política laicista. Se explica así, también, el debilitamiento del laicismo, que en Francia como en Italia, ha seguido a la decadencia del liberalismo y de su beligerancia y, en especial, a los sucesivos compromisos de la iglesia romana con la democracia y sus instituciones y a la progresiva saturación democrática de la grey católica. Se explica así, finalmente, la tendencia de la política reaccionaria a restablecer en la escuela la enseñanza religiosa y el clasicismo. Tendencia que precisamente en Italia y en Francia, ha actuado sus propósitos en la reforma Gentile y la reforma Berard. Decaídas las raíces históricas de su enemistad y de su oposición, el Estado laico y la iglesia romana se reconcilian en la cuestión que antes los separaba más.
El término “escuela laica” designa, en consecuencia, una criatura del Estado demo-liberal-burgués que los hombres nuevos de nuestra América no se proponen, sin duda, ambicionar como máximo ideal para estos pueblos. La idea liberal, como las juventudes ibero-americanas lo proclaman frecuentemente, ha perdido su virtud original. Ha cumplido su función histórica. No se percibe en la crisis contemporánea ninguna señal de un posible renacimiento del liberalismo. El episodio radical-socialista de Francia es, a este respecto, particularmente instructivo. Herriot ha sido batido, en parte, a causa de su esfuerzo por permanecer fiel a la tradición laicista del radicalismo. Y no obstante que ese esfuerzo fue asaz mesurado y elástico en sus fines y en sus medios.

IV
El balance de la “escuela laica” no justifica, de otro lado, un entusiasmo excesivo por esta vieja pieza del repertorio burgués. Jorge Sorel, varios años antes de la guerra, había denunciado ya su mediocridad. La moral laica -como Sorel con profundo espíritu filosófico observaba,- carece de los elementos espirituales, indispensables para crear caracteres heroicos y superiores. Es impotente, es inválida para producir valores eternos, valores sublimes. No satisface la necesidad de “absoluto” que existe en el fondo de toda inquietud humana. No da una respuesta a ninguna de las grandes interrogaciones del espíritu. Tiene por objeto la formación de una humanidad laboriosa, mediocre, ovejuna. La educa en el culto de mitos endebles que naufragan en la gran marea contemporánea: la Democracia, el Progreso, la Evolución, etc. Adriano Tilgher, agudo crítico italiano, nutrido en este tema de filosofía soreliana, hace en uno de sus más sustanciosos ensayos una penetrante revisión de las responsabilidades de la escuela burguesa. “Ahora que la crisis formidable, desencadenada por el conflicto mundial, va poco a poco revolucionando desde sus fundamentos el Estado moderno, ha llegado para la escuela del Estado el instante de producir ante la opinión pública los títulos que legitimen su derecho a la existencia. Y se debe reconocer que si ha sido posible el espectáculo de una guerra, en la cual han estado empeñados todos los más grandes pueblos del mundo y que, sin embargo, no ha revelado ninguna de aquellas individualidades heroicas, maestras de energía, que las guerras del pasado, insignificantes en parangón, revelaron en número grandísimo, esto se debe casi exclusivamente a la escuela de Estado y a su espíritu de cuartel, gris, nivelador, asfixiante”. Y, examinando la esencia misma de la escuela burguesa, agrega: “La escuela del Estado es una de las tres instituciones, destruidas las cuales el Estado moderno, caracterizado por el monopolio económico, el centralismo administrativo y el absolutismo burocrático, queda subvertido desde sus cimientos. El cuartel y la burocracia son las otras dos. Gracias a ellas, el Estado ha conseguido anular en el individuo la libertad del querer, la espontaneidad de la iniciativa, la originalidad del movimiento y a reducir la humanidad a una docilísima grey que no sabe pensar ni actuar sino conforme al signo y según voluntad de sus pastores. Es, sobre todo, en la escuela donde el Estado moderno posee el más fuerte e irresistible rodillo comprensor, con el cual aplana y nivela toda individualidad que se sienta autónoma e independiente”.
Si se tiene en cuenta que, en materia de relaciones entre el Estado y la Iglesia, los pueblos ibero-americanos, que heredan de España la confesión católica, heredaron también los gérmenes de los problemas de los Estados latinos de Europa, se comprende perfectamente cómo y por qué la “educación laica” ha sido, como recuerdo al principio de este artículo, una de las reformas vehementes propugnadas por todos los radicaloides y liberaloides de nuestra América. En los países donde ha llegado a funcionar una democracia de tipo occidental, la reforma ha sido forzosamente actuada. En los países donde ha subsistido un régimen de caudillaje apoyado en intereses feudales, no ha habido la misma necesidad de adoptarla. Este régimen ha preferido entenderse con la iglesia, buena maestra del principio de autoridad, cuya influencia conservadora ha sido diestramente usada contra la influencia subversiva del liberalismo. Los embrionarios Estados liberales nacidos de la revolución de la independencia, tardíos en consolidarse y desarrollarse, débiles para imponer a las masas sus propios mitos, han tenido que combinarlos y aliados con un rito religioso.
El tema de la “educación laica” debe ser discutido en Nuestra América a la luz de todos estos antecedentes. La nueva generación ibero-americana no puede contentarse con una chata y gastada fórmula del ideario liberal. La “escuela laica” -escuela burguesa- no es el ideal de la juventud poseída de un potente afán de renovación. El laicismo, como fin, es una pobre cosa. En Rusia, en México, en los pueblos que se transforman material y espiritualmente, la virtud renovadora y creadora de la escuela no reside en su carácter laico sino en su espíritu revolucionario. La revolución da ahí a la escuela su mito, su emoción, su misticismo, su religiosidad.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La libertad de la enseñanza [Incompleto]

La libertad de la enseñanza

I
La libertad de la enseñanza. He ahí otro programa u otra fórmula que cuenta con muchas adhesiones y muchos consensos. Pero he ahí también otra idea sobre cuyo valor práctico conviene meditar más hondamente. La libertad de la enseñanza parece, a primera vista, el desideratum hacia el cual deben tender todos los esfuerzos renovadores. Mas el ideario de los hombres que se proponen transformar nuestra América no puede nutrirse de ficciones. Nada importa, en la historia, el valor abstracto de una idea. Lo que importa es su valor concreto. Sobre todo para nuestra América que tanto ha menester de ideales concretos.
Acerca de la significación actual de la “libertad de la enseñanza” no carecemos de hecho instructivo. Uno de los más considerables es, sin duda, la entusiasta adhesión dada a este principio por los políticos católicos en Italia y en Francia. El partido popular italiano lo ha sostenido como la más sustantiva de sus reivindicaciones. La iglesia romana, sagaz y flexible en movimientos, se presenta como uno de los mayores campeones de la “libertad de la enseñanza”. A la escuela laica opone la escuela libre. ¿Sucede, tal vez, que en el ocaso del liberalismo, la iglesia romana, defensora tradicional de la autoridad y la jerarquía, deviene a su vez liberal? No nos entretengamos en sutiles averiguaciones. La política de la iglesia frente al Estado demo-liberal quedó definida hace muchos años en la célebre respuesta de Vauillot al maligno liberal que se asombraba de que un católico de ortodoxa y rígida estirpe, se convirtiese en un sector de la herética libertad: “En el nombre de tus principios, te la reclamo; en el nombre de los míos, te la niego”. De completo acuerdo con Veuillot, los católicos de esta época no reclaman la libertad de la enseñanza sino, ahí donde tienen que luchar contra la laicidad. Ahí donde la enseñanza no es laica sino católica, la iglesia ex-confiesa categóricamente la escuela libre.
Naturalmente este hecho no desvaloriza en si la “libertad de enseñanza”. Pero nos ayuda a comprender lo relativo y lo convencional de esta fórmula, en cuya defensa coinciden por diversos caminos, los custodios hieráticos de la Tradición no pocos caballeros andantes de la Utopía. Veamos la suerte de los trabajos de estos renovadores.
II
Francia nos ofrece a este respecto un interesante caso. ¿Quién no sabe algo del movimiento de los “Compagnons” de la Universidad Nueva? Este movimiento nació en las trincheras. Fue un fenómeno de la desmovilización. Muchos universitarios y maestros combatientes, sacudidos por la emoción de la guerra y de la victoria, volvieron del frente animados por un vigoroso afán de renovación. Se sintieron destinados a la construcción de la Universidad Nueva. En los “compagnons” de la Francia antigua, en los obreros de las catedrales del Medio Evo, buscaron inspiración y modelo. La Universidad nueva designaba en su espíritu y en su intención, el edificio de toda la enseñanza y de toda la escuela. Los ‘‘compagnons” se proponían reorganizar totalmente la educación pública. Y rehacer íntegramente, en la escuela, la democracia francesa. La guerra los había hecho heroicos y fuertes. La guerra les había dado voluntad combativa y elán revolucionario. “Es preciso -escribían- reconstruir la casa desde los cimientos al tejado. No os hagáis, maestros, ilusiones. Es preciso innovarlo todo, unir y cimentar todo. Es preciso rehacer las ideas, los programas, los métodos y el reclutamiento. Vale más ayudarnos que oponernos la fuerza de la inercia: ayudarnos a organizar nuestra reforma que imponernos vuestra experiencia. Vuestra experiencia es vuestra tradición y vuestra tradición muere con la gran guerra. Seamos claros. No son los profesores de 1900 los que harán la Francia de 1950”.
¿Cómo realizar esta reforma? “La doctrina nueva, respondían los “compañeros”, quiere una institución nueva. Entre el Estado omnipotente y centralizador, indiferente a las vidas interiores y los ciudadanos impotentes, aislados, enconados, es necesario introducir un término medio: la asociación, la organización corporativa. Es necesario, entre el Estado y el individuo, la corporación de la enseñanza, de toda la enseñanza, primaria, secundaria, superior, profesional, la corporación en cada región, lo mismo que, entre la capital centralizada y abstracta y los departamentos, otras que nos preparen las nuevas provincias. Al lado de un Parlamento político, que es un anacronismo, y de un sindicalismo revolucionario, que es una incógnita, queremos crear poderes nuevos. No queremos ese pasado ni tampoco ese porvenir violento. No queremos que la vida se fije en fórmulas políticas, ni se precipite en desencadenamientos instintivos. Queremos que se organice en corporación”.
Este programa de los compagnons, no obstante que proclamaba la falencia del Parlamento y propugnaba la reorganización de la enseñanza sobre una base sindicalista, estaba lejos de ser un programa revolucionario. A análoga descalificación del parlamento arribaban, sin esfuerzo, no pocos hombres de gobierno de Europa. Walter Rathenau, por ejemplo. Rathenau precisamente, en su esquema del nuevo Estado planteaba la necesidad de crear el Estado educador como un organismo distinto del Estado económico y del Estado político. Los “compañeros” de la Universidad Nueva parecían encontrar todo malo en la enseñanza, pero solo en la enseñanza. Su consciencia de los problemas de Francia era demasiado genial, demasiado corporativa. Educados en la escuela de la democracia conservaban todas sus supersticiones. No habían conseguido librarse casi de ninguno de sus prejuicios. “Queremos una enseñanza democrática. La nuestra, en realidad, no lo era aunque se esforzase mucho por parecerlo”. Así escribían estos reformadores evidentemente llenos de buenas y sanas intenciones pero no menos evidentemente ingenuos en cuanto a los medios de traducirlas en actos. No averiguaban cómo, una vez organizada la corporación de la enseñanza, podrían actuar su programa. Se complacían en hacer esta constatación: “El estado ha fracasado en su empeño de hacerlo y centralizarlo todo no pidiendo al individuo sino su obediencia y sumisión. Su inmensa empresa de gestión ha superado sus fuerzas y sus capacidades, pero no ha cedido en sus pretensiones. Por eso hoy, en lugar de actuar como un estimulante es, con frecuencia un obstáculo y los intereses de cuya protección se ha encargado languidecen. Este es un fenómeno general. “¿Aguardaban los compagnons una voluntaria abdicación del Estado en favor de su sindicato? ¿Creían que el Estado, por amor a la democracia pura, acabaría depositando en sus manos el poder de reformar la enseñanza?
La historia, en todo caso, tuvo un curso muy diverso. Las elecciones de la Victoria entregaron ese poder en 1919 a los políticos, ebrios de chauvinismo y autoritarismo, del bloque nacional. Y estos políticos, en el gobierno no tomaron absolutamente en cuenta los generosos planes de los fautores de la Universidad Nueva, tachados a (...).

José Carlos Mariátegui La Chira

La elección de Hindenburg

La elección de Hindenburg

¿Por qué ha sido elegido Paul von Hindenburg, presidente del Reich? Los factores de esta elección son menos simples y más variados de lo que parecen. No es posible reducirlos a un factor único: el sentimiento monárquico, conservador e imperialista del pueblo alemán. No; el juicio así formulado resulta demasiado sumario, demasiado exclusivo, demasiado unilateral. La elección de Hindenburg no aparece absolutamente como un resultado lógico de la situación política de Alemania. En la victoria post-bélica del casi octogenario mariscal de los lagos mazurianos, han intervenido elementos complejos y dispares que no se puede condensar en la sencilla fórmula del “resurgimiento del militarismo alemán”. Para explicarse el cómo y el porqué de esta elección, hay que revisar ordenada y sagazmente su proceso.

Hindenburg ha sido elegido en la segunda votación. En la primera votación, efectuada hace más de un mes, el candidato de las derechas fue Jarres. Este candidato no obtuvo la unanimidad de los sufragios de la reacción. Ni el partido fascista ni el partido popular bávaro le dieron su adhesión. Uno y otro exhibieron candidatos propios. Pero esta secesión no impidió al electorado considerar a Jarres, sostenido por los dos grandes partidos conservadores, como el candidato de la monarquía. La candidatura fascista de Ludendorff, a quien Alemania reconoce casi el mismo derecho que Hindenburg a los infructuosos laureles de la empresa bélica, fue, no obstante esta suprema benemerencia, la más negligible e insignificante de todas las candidaturas. Además, sumados íntegramente, los votos de la reacción arrojaron un total inferior al de los votos de la república. Sobre veintiseis millones y medio de sufragios, doce millones tocaron a la monarquía, trece a la república y uno y medio al comunismo. El “sentimiento monárquico, conservador e imperialista” salió batido de la votación. Los tres partidos de la república -demócrata, católico y socialista- que sacudieron separadamente a las elecciones, alcanzaron, en conjunto, la mayoría. Seguros de que el presidente no sería designado en la primera votación, cada uno quiso tener su candidato. Mas los tres estaban de acuerdo, en principio, acerca de la necesidad de un candidato común. ¿Por qué aplazaron este acuerdo? Ninguna cuestión esencial se oponía a la inmediata constitución de un frente único republicano; pero había siempre que eliminar algunas cuestiones adjetivas. Cada partido quería “menager” los intereses y las aspiraciones de su propia clientela electoral. Al partido socialista, por ejemplo, resuelto a sostener la candidatura de Marx, le convenía satisfacer en alguna forma al proletariado, ofreciéndole la impresión de trabajar hasta el último instante por la candidatura socialista.
La candidatura de Hindenburg se ha formado en el intermezzo de las votaciones. No ha sido una candidatura espontáneamente emergida, desde la primera hora, de una unánime corriente nacionalista, sino una candidatura laboriosamente gastada en el mismo seno de la experiencia electoral. Antes de probar fortuna con el nombre de Hindenburg, las derechas probaron fortuna con el nombre de Jarres y con el nombre de Ludendorf. Jarres era la carta del partido nacional alemán y del partido popular (nacionalismo moderado y oportunista). Ludendorf era la carta del partido fascista (nacionalismo ultraísta, “racismo” incandescente). La candidatura Hindenburg ha emanado de un compromiso entre todas las tendencias y todos los matices del nacionalismo. Ha madurado al calor eventual de las circunstancias del combate, sugerida y planteada por una oportunista y sagaz estimación de las fuerzas electorales de la reacción. Se ha alzado sobre un minucioso cálculo de sus posibilidades, sobre un frío cómputo de sus ventajas; no se ha alzado originariamente sobre una impetuosa marejada sentimental. La marejada sentimental ha venido después. Ha sido el éxito de la “mise en scene” de la candidatura. Los empresarios de la cándida e impoluta gloria del viejo mariscal, han pescado a río revuelto la presidencia del Imperio.

El Reichstag es el índice y el compendio de las fuerzas numéricas o electorales de los partidos alemanes. Expresa los resultados de una votación de hace pocos meses, más o menos confirmados por los de la votación presidencial de hace un mes. Y en el Reichstag la reacción está en minoría. El ministerio Luther reposa sobre el voto aleatorio del partido católico o sea de un partido de bloque republicano. El propio escrutinio de la victoria de Hindenburg no asigna a la reacción una verdadera mayoría. Según ese escrutinio, Hindenburg ha obtenido el domingo un poco más del cuarentainueve por ciento de los sufragios. No obstante la concurrencia a la votación de una gran masa agnóstica y abstencionista, casi el cincuentaiuno por ciento de los electores se ha pronunciado por la república o por la revolución.

Los factores primarios de la elección de Hindenburg no son, pues, exclusivamente, de orden político. El bloque monárquico debe sus novecientos mil votos de mayoría sobre el bloque republicano a una violenta erección de la vieja sentimentalidad germana que ha movilizado ocasionalmente, detrás de las banderas de Hindenburg y del nacionalismo, a una gran cantidad de gente electoralmente neutra. Los debe al sufragio femenino, cuyo ensayo acredita que las mujeres, en su mayor parte, por su exigua o nula educación política, no son en la lucha contemporánea una fuerza renovadora sino una fuerza reaccionaria. Los debe, en fin, a la política comunista. A Marx le han hecho falta novecientos mil votos. El partido comunista habría podido darle más de un millón novecientos mil votos. Más de un millón novecientos mil votos que, seguros de su minoría, conscientes de su acto, han sostenido intransigentemente, frente a la monarquía y frente a la república, a su propio candidato el comunista Thaelmann. Ni uno solo de estos votos habría favorecido individualmente a Hindenburg si la lucha hubiese quedado reducida a un duelo entre Hindenburg y Marx. Y, sin embargo, en la lucha tripartita, han decidido colectivamente el triunfo del candidato de la reacción. Los políticos de la república vituperan, acremente, por esta maniobra, a los políticos del comunismo. Y, seguramente, una parte de los mismos simpatizantes de la revolución, se ha negado en estas elecciones a seguir al comunismo. Lo indica la cifra de los votos comunistas. En las elecciones parlamentarias, en las cuales se trataba de enviar al parlamento el mayor número posible de diputados comunistas, el partido de la revolución recogió dos millones setecientos mil sufragios. En estas otras elecciones, en las cuales no se ha tratado de colocar en la presidencia del Reich a un comunista sino de realizar una demostración de fuerza y disciplina electorales, estos sufragios han sumado solo un millón novecientos mil.

Este es uno de los aspectos de la reciente batalla electoral que, si se quiere desentrañar el sentido histórico de la crisis alemana, resulta indispensable analizar. Un observador superficial de la batalla declarará sin duda, absurda y errónea la posición comunista. Creerá encontrarse ante la más inaudita incoherencia de la revolución. ¿Es concebible -se preguntará- que el comunismo, forzado a votar por la monarquía o la república haya votado virtualmente por la monarquía? Toda la cuestión no está contenida ni planteada en la pregunta. Pero, de todos modos, bien se puede absolverla afirmativamente. Sí; es concebible, es perfectamente concebible que el voto negativo del comunismo, debilitando a la república, haya dado prácticamente la razón a la monarquía. En Inglaterra podía y debía el diminuto partido comunista inglés votar en las elecciones por los candidatos del Labour Party. Le tocaba ahí al comunismo apurar el experimento gubernamental del laborismo. En Alemania, el experimento gubernamental del socialismo se ha cumplido ya. Y die Kommunistische Partei es una falange organizada y poderosa que, en dos oportunidades, ha estado a punto de desencadenar la revolución. En Alemania, sobre todo, el gobierno de la social-democracia mantenía en el ánimo de una gran parte de las masas las beatas ilusiones del sufragio universal. El partido socialista se enervaba en el poder. Esto no le habría importado al partido comunista dentro de un concepto demagógico de concurrencia electoral. Pero la política revolucionaria no puede regirse por esta clase de conceptos. A la política revolucionaria le importaba y le preocupaba el hecho de que el poder socialista enervase, con el partido y su burocracia, al grueso del proletariado. La política comunista, de otro lado, no hace diferencia entre la monarquía y la república. Una concepción al mismo tiempo realista y mística de la historia la mueve a combatir con la misma energía a la reacción y a la democracia. Y, tal vez, hasta con más vehemencia polémica a esta que a aquella. Porque, mientras la reacción, en su empeño romántico de reconstruir el pasado, socava el orden en cuya defensa insurge teóricamente, la democracia seduce en el miraje de la revolución y de la reforma a una parte de las muchedumbres y de los hombres que desean crear un orden nuevo. La reacción, atacando y negando los mitos de la democracia, reanima la beligerancia y la combatividad del socialismo y aún del liberalismo, que en el poder se relajan y se desfibran.

No cabe dentro de los límites de mi artículo una prolija exposición de esta compleja teoría, esbozada por mí otras veces. A este artículo no le corresponde ni le preocupa más que fijar las reales proporciones y esclarecer los verdaderos agentes de la victoria de Hindenburg. Que es una victoria de la reacción, claro está; pero victoria incompleta todavía. La reacción ha conquistado la presidencia de la república tudesca; pero no ha conquistado aún el poder. La democracia conserva intactas sus posiciones en el parlamento. Y bien puede acontecer que al reaccionario Hindenburg le toque gobernar con los fautores de la democracia como al socialista Ebert le tocó gobernar con no pocos fautores de la reacción.

Hindenburg, por otra parte, representa asaz atenuada y mediocremente el espíritu de la reacción. Este octogenario Lohengrin de la vieja Alemania tiene un ánimo menos marcial y agresivo de lo que su oficio y su novela inducen a imaginar. Lloyd George ha exagerado ciertamente cuando lo ha definido como un anciano tranquilo con muy pocas ganas de meterse en tremendas aventuras. Pero, en principio, ha enfocado bien al hombre del día. Hindenburg tiene el aire de un viejo burgrave sedentario, protestante, pacífico y un poco reumático. No se sabe, por ejemplo, lo que piense Hindenburg del “racismo” de Ludendorff; pero, si piensa algo, me parece que no debe exceder los límites de lo que puede pensar cualquier inocuo burgués de Hannover. Carece Hindenburg de estilo y de relieves fascistas. Nada denuncia en el al caudillo. Su biografía que, sin el episodio bélico, sería una biografía opaca, es la de un personaje de sencillos contornos. Hindenburg no es un leader. No es un conductor. Es un militar obediente, conservador, monarquista, casado. Como a todos los alemanes le gusta la cerveza y el ganso asado. En su casa existe seguramente una efigie de Federico el Grande. Tiene 77 años de de edad, temperamento frío y reservado y muchos y muy gloriosos años de servicio en el ejército del Emperador y del Imperio. Ahora en atención a estos méritos, sus compatriotas lo han elegido Presidente de la República. He ahí todo el hombre y he ahí también todo el episodio.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La resaca fascista en Austria. La lucha eleccionaria en México.

La resaca fascista en Austria
Viena tiene, desde hace tiempo, una temperatura de excepción en las estaciones políticas de Europa. Hace dos años, cuando la marejada revolucionaria parecía apaciguada completamente en la Europa occidental, Viena sorprendió a los observadores de la estabilización capitalista con las jornadas insurreccionales de julio. Hoy, cuando es la marejada fascista la que declina, los equipos de la Heimwehr se aprestan fanfarronamente para la marcha sobre Viene. La ciudad de monseñor Seipel y de Fritz Adler, guarda de sus faustosas épocas de capital del imperio austro-húngaro, el gusto de un gran rol espectacular y l ambición de un gran escenario europeo.
Se diría que Viena no ha tenido tiempo de habituarse a su modesto destino de capital de un pequeño estado, tutelado por la Sociedad de las Naciones. A la incorporación de este pequeño estado en el Imperio alemán se opone terminantemente una clausula del tratado de paz que ni Francia ni Italia se avendrían a revisar, Francia temerosa de una Alemania demasiado grande, Italia de una Alemania que asumiría el activo y pasivo de esta Austria demasiado chica. Pero Viena, con su sentimiento de gran ciudad internacional, resiste también, aunque no lo quiera, a la absorción espiritual y material del estado austriaco por la gran patria germana. Los partidos y las instituciones de Austria ostentan un estilo autónomo, frente a los partidos y a las instituciones de Alemania. La democracia-cristiana de monseñor Seipel no es exactamente lo mismo que el centro católico de Wirth y de Marx, tal como el austro-marxismo no se identifica con la social-democracia alemana. El fascismo austriaco no podía renunciar, por su parte, a distinguirse del alemán, bastante disminuido, a pesar de las periódicas paradas de los “cascos de acero”, desde que los nacionalistas redujeron a su más exigua expresión su monarquismo para acomodarse a las exigencias de su situación parlamentaria.
Es difícil pronosticar hasta qué punto la Heimwehr llevará [adelante su] ofensiva. El fascismo, en todas las latitudes, recurre excesivamente al alarde y la amenaza. En la propia Italia, en 1928, si el Estado hubiese querido y sabido resistirle seriamente, con cualquiera que no hubiese sido el pobre señor Facta en la presidencia del consejo, el ejército y la policía habrían dado cuenta fácilmente de las brigadas de “camisas negras”, lanzadas por Mussolini sobre Roma. El jefe de estas fuerzas en Austria asegura que está en grado de mantener a raya a la Heimwehr. Aunque adormecido por el pacifismo graso de su burocracia y sus parlamentarios de la social-democracia, el proletariado no debe hacer perdido, en todo caso, el ímpetu combativo que mostró en las jornadas de julio de 1929. A él le tocará decir en esto la última palabra.

La lucha eleccionaria en México
No haya que sorprenderse de la violencia de la lucha eleccionaria en México. Esta lucha empezó con la tentativa desgraciada de los generales Gómez y Serrano hace dos años frente a la candidatura de Obregón. El asesinato de Obregón, victorioso en las ánforas, después de la radical eliminación de sus competidores, reabrió con sangriento furor esta batalla que debía haber concluido entonces con el escrutinio. La insurrección de Escobar, Aguirre y otros, el fusilamiento de Guadalupe Rodríguez y Salvador Gómez, la persecución de comunistas y agraristas, etc. no han sido más que etapas de una batalla, en la que el gobierno interino de Portes Gil, surgido de la fractura del frente revolucionario, no ha sido ni habría podido ser árbitro. Los sucesos de Torreón, Jalapa, Orizaba, Córdoba y Ciudad de México corresponden a esta atmósfera de extremo y acérrimo conflicto.
Presentada por el partido anti-reeleccionista, la candidatura de José Vasconcelos, representaba originariamente el sentimiento conservador, la disidencia intelectual. El partido obregonista detentaba aún, indeciso entre las candidaturas de Aaron Saenz y el ing. Ortiz Rubio, el título de partido revolucionario. Había aparecido ya la candidatura del bloque obrero y campesino, en oposición cerrada a todos los postulantes de la burguesía; pero este mismo movimiento, que reivindicaba la autonomía del proletariado en la lucha política, indicaba que la evolución mexicana seguía adelante y que la extensión de su frente resistía ya la separación clarificadora de fuerzas que hasta entonces había combatido juntas. Rehecho el frente único obregonista, ante la insurrección militar de Escobar y sus colegas, Portes Gil y el Partido Nacional Revolucionario, que ya había elegido como su candidato al ingeniero Ortiz Rubio, hicieron largo uso de un lenguaje de agitación popular contra-revolucionaria, que les restituía su antiguo rol.
Pero desde que, debelada la insurrección militar, el gobierno interino de Portes Gil no virado rápidamente a la derecha, se ha producido un desplazamiento de fuerzas. Puestos casi fuera de la ley los comunistas, el bloque obrero y campesino no ha podido continuar activamente su campaña. Las masas han reconocido en Portes Gil, y por consiguiente en su candidato, a los representantes de los intereses políticos cada vez más distintos y extraños a la revolución mexicana. Vasconcelos, en el poder, no haría más concesiones que Portes Gil al capitalismo y al clero. Hombre civil, ofrece mayores garantías que su contendor del Partido Nacional Revolucionario de actuar dentro de la legalidad, con sentido de político liberal. Puesto que la revolución mexicana se encuentra en su estadio de revolución democrático-burguesa, Vasconcelos puede significar, contra la tendencia fascista que se acentúa en el Partido Nacional Revolucionario, un período de estabilización liberal. Vasconcelos, por otra parte, se ha apropiado del sentimiento anti-imperialista reavivado en el pueblo mexicano por la abdicación creciente del gobierno ante el capitalismo yanqui. Gradualmente la candidatura de Vasconcelos, que apareció como un movimiento de impulso derechista, se ha convertido en una bandera de liberalismo y anti-imperialismo.
El programa de Vasconcelos carece de todo significado revolucionario. El ideal político nacional del autor de “La Raza Cósmica” parece ser un administrador moderado. Ideal de pacificador que aspira a la estabilización y al orden. Los intereses capitalistas y conservadores sedimentados y sólidos están prontos a suscribir, en todos los países, este programa. Económica, social, políticamente, es un programa capitalista. Pero desde que la pequeña burguesía y la nueva burguesía, tienden al fascismo y reprimen violentamente el movimiento proletario, las masas revolucionarias no tienen por qué preferir su permanencia en el poder. Tienen, más bien que, -sin hacerse ninguna ilusión respecto de un cambio del cual ellas mismas no sean autoras,- contribuir a la liquidación de un régimen que ha abandonado a sus principios y faltado a sus compromisos.
Portes Gil y Ortiz Rubio no acaudillan, por otra parte, una fuerza muy compacta. Dentro del partido obregonista, se manifiestan incesantemente grietas profundas. No hace mucho, se descubrió, según parece, señales de conspiración, dentro del mismo frente gubernamental. Morones y los laboristas, no perdona a los obregonistas el encarnizamiento de su ataque en las postrimerías del gobierno de Calle, su licenciamiento del gobierno, el aniquilamiento de la CRON. Ursulo Galván, expulsado del partido comunista, busca sin duda una bandera al servicio de la cual poner la influencia que aún conserve entre los agraristas.
El panorama político de México se presenta, pues, singularmente agitado e incierto. La guerra civil puede volver a encender en cualquier momento sus hogueras en la fragosa tierra mexicana.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La política de "borrón y cuenta nueva" en España. Schober y Mussolini

La política de “borrón y cuenta nueva” en España
El gobierno de Berenguer caracteriza bien los intereses y los propósitos del retorno a la constitucionalidad en España. El objeto de esta maniobra, a que se ha visto forzada la monarquía ante la amenaza de una insurrección, se reduce al sargento del régimen, seriamente comprometido por la aventura de Primo de Rivera. La elección de Berenguer para el gobierno de España en el período de liquidación de la dictadura, confirma y continúa el espíritu de la política que condujo a la monarquía al golpe de estado de 1923. Las razones de Estado de la suspensión del orden parlamentario y constitucional residían en la cuestión de las responsabilidades de la guerra en Marruecos, estruendosamente agitada por la oposición, con inmensa resonancia en el pueblo. Es sintomático, por tanto, que el Rey eche mano de Berenguer, el general encausado por esas responsabilidades, para liquidar la dictadura y restablecer la Constitución. Berenguer, adversario o rival de Primo de Rivera, reúne para esta tarea condiciones que no se encontraría en otro jefe del ejército. Es uno de esos generales de monarquía parlamentaria, relacionado políticamente con los liberales y conservadores que se turnan en la función ministerial. Alfonso XIII cuenta con que la opinión tendrá más en cuenta su oposición a la dictadura que sus antecedentes de generalísimo de una campaña perdida.
La vieja constitución resulta ahora el mejor y único baluarte de la monarquía. Primo de Rivera no asignó a su dictadura, sancionada y usufructuada por el Rey, otra empresa que la de derogarla y sustituirla. Pero, fracasado este empeño, Alfonso XIII no depone de arma más preciosa para defender y conservar el régimen.
La transición, conforme a las previsiones monárquicas, debía haberse cumplido más suavemente. Se tenía la esperanza de disponer del plazo de algunos meses para la preparación sentimental y práctica del cambio. Pero los acontecimientos, a última hora, se ha precipitado, arrojando una luz demasiado viva sobre el fracaso de la política del Rey. El cambio se ha operado de un modo brusco. Primo de Rivera se ha visto lanzado del poder. Ha sido ostensible para todos el carácter de apresurado acto del salvamento de la monarquía que tiene la constitución del ministerio de Berenguer.
La composición del ministerio corresponde a su función. Si el gabinete de transición se hubiese formado en condiciones normales de suave restauración de la constitucionalidad, habrían aceptado colaborar en él algunas primeras figuras de los partidos monárquicos. Berenguer no ha podido obtener ni aún la participación aislada de Cambó, que se reserva para más altos destinos. Su gobierno está compuesto -salvo el Duque de Alba, personaje dinástico más bien que hombre político- por figuras secundarias del elenco constitucional.
Sin duda, el Rey Alfonso dispone de los diversos Bugallal y Romanones del viejo sistema parlamentario para la defensa de la Constitución y de la Monarquía. Pero a estos mismos consejeros les habría parecido excesiva y prematura su presencia en un gobierno de transición, constituido de manera festinatoria y violenta. Todos esos antiguos consejeros, además, han envejecido mucho políticamente durante la crisis del régimen constitucional. La burguesía española se sentiría, por esto, más eficaz y directamente representada por un hombre como Cambó, que a la encarnación y entendimiento de los intereses políticos, une su agnosticismo doctrinario, su carencia de escrúpulos liberales, su desdén de las fórmulas parlamentarias.
El manifiesto del Partido Socialista y de la Unión General de Trabajadores es el documento más importante y explícito de la serie de declaraciones políticas que ha seguido a la caída de Primo de Rivera. El cable, al menos, no nos ha dado noticia de ningún otro de análoga responsabilidad y beligerancia, aunque puede sospecharse fácilmente la existencia de alguna declaración de los comunistas. Los socialistas han planteado, aunque en términos moderados, la cuestión del régimen. Han tomado posición contra Berenguer, reafirmando su posición republicana. Los republicanos y reformistas se comportan con más prudente reserva. Para Melquiades Álvarez, el único ideal posible es, ciertamente, el regreso a un parlamentarismo acompasado y sedentario, en el que su elocuencia tenga por turnos [la batuta]. Pero falta aún saber si los elementos que más beligerante actitud han mantenido frente a la dictadura de Primo de Rivera, se conforman finalmente con una política de “borrón y cuenta nueva”.
El manifiesto socialista puede ser el preludio de una ofensiva contra el régimen dinástico, lo mismo que puede quedar como una platónica actitud doctrinaria. La palabra, ingrata a Alfonso XIII, que debe sonar en las elecciones es la que ya en 1923 intimidó hasta al pánico a la Corte: “responsabilidades”. ¿Exigirán los opositores, de filiación liberal o constitucional, el deslindamiento y sanción de las responsabilidades dictatoriales? España está en un intermezzo. Con la caída de Primo de Rivera, no ha concluido sino el primer acto de un drama cuyo desenlace no será por cierto el idilio parlamentario y constitucional con que sueñan los Melquiades Álvarez en reposo.

Schober y Mussolini
El coloquio entre Schober y Mussolini tiene al entendimiento amistoso entre los fascistas de Italia y Austria. La política reaccionaria reserva grandes sorpresas, ante todo, para el nacionalismo. Italia ha mirado -y sobre todo Mussolini- con recelo y disgusto el sentimiento pangermanista de los nacionalistas austriacos. Pero la solidaridad reaccionaria se sobrepone ahora a los odios racistas. El ejemplo italiano ha enseñado bastante a los reaccionarios austriacos en su lucha contra los socialistas. I la marcha a Viena -inspirada en la marcha a Roma- es para el fascismo austriaco el símbolo de la conquista de la capital social-demócrata.
La diplomacia austriaca necesita orillar, en su pacto con la diplomacia romana, el peligro de resentir o alarmar a Alemania. No se sabe en qué forma este convenio tutelará los derechos de los austriacos de las tierras redentas, tan destempladamente tratados por el fascismo italiano. El nacionalismo de los reaccionarios es fácil y pronto al olvido. Lo evidente parece, en todo caso, que el fascismo austriaco se siente sentimental e históricamente más cerca del gobierno imperialista de Italia, -tan despectivo con todo lo austriaco- que del gobierno democrático de Alemania.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Francia y Alemania. Estilo fascista

Francia y Alemania
Aunque cuatro millones de electores han votado en Alemania por los nacionalistas y contra el plan Young, las distancias que separaban a los dos adversarios de 1870 y de 1914 se muestran cada día más acortadas. El trabajo de las minorías de buena voluntad por una duradera inteligencia recíproca, prosigue alacre y tesonero. Si algo se interpone entre Alemania y Francia es el sentimiento político reaccionario que en Alemania inspira el plebiscito nacionalista y en Francia dicta a Tardieu la resolución de demorar la evacuación de las zonas ocupadas.
Es probable que este plebiscito sea la postrera gran movilización del partido nacionalista. Las últimas elecciones municipales de Berlín han acusado un retroceso de los nacionalistas en el electorado de la capital alemana. Los fascistas, partido de extrema derecha, ha ganado una parte de estos votos; pero el escrutinio, en general, se ha inclinado a izquierda. Los comunistas han ganado -con asombro probablemente de los asmáticos augures de su liquidación definitiva- un número de asientos que los coloca en segundo lugar en el Municipio de Berlín. I los socialistas han conservado el primer puesto.
Los libros de guerra, cuyo éxito es para algunos críticos una consecuencia del actual período de estabilización capitalista, -no son el único signo de que Alemania revisa profundamente sus conceptos. El libro de Remarque, de un pacifismo entonado a los sentimientos de la clientela de Ulsstein, no está exento de nacionalismo y de resentimiento. El autor satisface el más íntimo amor propio nacional, recalcando la superioridad material de los aliados. En los últimos capítulos de “Sin Novedad en el Frente”, se nota cierta intención apologética al trazar el cuadro de la resistencia alemana. Una Alemania heroica vencida por la fatalidad, no es ciertamente una de las más vagas imágenes que proyecta el libro en la consciencia del lector.
[Fuera de la política, en los dominios de la literatura y el arte, se acentúa en Alemania el interés por conocer y comprender las cosas y el alma francesas] y en Francia la atención por el pensamiento y la literatura alemanas. “La Revue Nouvelle” anuncia un número especialmente dedicado al romanticismo alemán. “Europe”, una de las primeras entre las revistas de París en incorporar en su equipo internacional colaboradores alemanes, persevera en su esfuerzo por el entendimiento de las minorías intelectuales de ambos pueblos.
En el número de octubre de esta revista, leo un artículo de Jean Guehenno sobre el libro en que el profesor de la Universidad de Berlín, Eduardo Wechssler confronta y estudia a los dos pueblos. Guehenno no encuentra al profesor Wechssler más emancipado de prevenciones nacionalistas que al malogrado Jacques Riviere en una tentativa análoga sobre Alemania. Guehenno resume así la definición del francés y del alemán por Wechssler:
“El francés es un hombre de sensación, susceptible, impresionable, excitado, tentado por los Paraísos artificiales, sin gusto por la naturaleza y que, si no la domina, desconfía de ella, la desprecia, la odia. Si ama a los animales, ama a los que lo son menos: los gatos, no a los perros. Carece de amor por los niños, Tiene el horror de lo indefinido. Es eminentemente social y sociable, Es cortesano, burgués hombre honrado, galante. El fin que persigue es la alegría de vivir. No teme a nada tanto como el aburrimiento. Posee todos los talentos, pero no posee más que talentos. Lo atormenta sin cesar el espíritu de conquista. Se daría al diablo con tal de que se le distinga. Ambicioso, glorioso, impone a las cosas su marca. Sabe componer, elegir. Se quiere libre. La coacción, venga de donde venga, lo irrita y desarrolla en él el fanatismo y el resentimiento. Es razón, inteligencia, espíritu; capaz de duda y de ironía. Su regla es el principio de identidad y el mundo de sus pensamientos, un mundo de claridad”.
“El Alemán es “profundo”, “expresionista”, preocupado siempre de captar al todo más que la parte. No se confía a las impresiones de un momento, sino espera todo de una lenta preparación de las cosas. Ama la naturaleza, se abandona a ella como a la creación de Dios. Ama a los animales -su amor por ellos es una herencia de la vieja sangre germánica- y a los niños. Tiene el sentido del infinito. Se baña en él son delicia. Su alma es un espejo del mundo. Es grave, adherido al pasado, naturalmente atento, pesado. El pedantismo es para él el escollo. Aplicado y trabajados, se confía al porvenir. Es entusiasta, benévolo, longánimo y paciente. Se remite a la intuición. Un sentimiento profundo de la unidad le permite acordar los contrarios. El mundo de sus pensamientos no es jamás un mundo cerrado. Las palabras que emplea están rodeadas como de un halo o un margen. Un Alemán habla porque piensa, decía Jacob Crimm, y sabe que ningún lenguaje igualará jamás las potencias del alma”.
Muchos de estos rasgos son exactos. Pero el profesor alemán idealiza ostensiblemente a su pueblo. Describe al alemán, como se describiría a si mismo. Guehenno no está seguro de que este sea un medio eficaz de reconciliación franco-alemana. Pero el punto que le interesa sustancialmente es el que alude el título de sus meditaciones: “Cultura europea y desnacionalización”. Gide ha escrito que “es un profundo error creer que se trabaja por la cultura europea con obras desnacionalizadas”. Guehenno no conviene con Gide en este juicio porque avanzamos “hacia un tiempo en que una gran obra de inspiración nacional será prácticamente imposible”. Pero este es ya otro debate y, en estos apuntes, no quiere preferirme sino al recíproco esfuerzo de franceses y alemanes por comprenderse.

Estilo fascista
André Tardieu ha hecho una declaración de neto estilo fascista al anunciar su confianza de permanecer en el gobierno al menos cinco años. Es el tiempo que necesita para actuar su programa y espera que, por esta sola razón, contará por ese plazo con mayoría en el congreso.
No es este el lenguaje del parlamentarismo, sobre todo en un país como Francia de tan inestables mayorías. Ha habido ministerios de larga duración; ha habido políticos como Briand que no se han despedido nunca del palacio de la presidencia del consejo sin la seguridad del regreso. Pero no se ha usado hasta hoy en Francia estos anuncios de la certidumbre y la voluntad de conservar el poder por cinco años. Todos estos ademanes pertenecen al repertorio fascista. Claro que la megalomanía de Mussolini no puede fijar a su régimen el plazo modesto de un quinquenio. Mussolini prefiere no señalarse límites o afirmar que el fascismo representa un nuevo Estado. Pero por algo se comienza. Tardieu tiene que representar la transacción entre el género fascista y el género parlamentario.
¿Cómo hará Tardieu para quedarse en el poder cinco años? Es evidente que desde hace algún tiempo, -desde antes de reemplazar a Briand en la presidencia del consejo- prepara sus elecciones. La disolución de la cámara será, probablemente, la medida a que apelará. En vísperas de las elecciones de 1924, decía que los que discernía en el país era la voluntad clara de ser gobernado y agregaba que "la dictadura es inútil con un parlamento que funciona, con un gobierno que es jefe de su mayoría Tardieu no puede creer que este parlamento y esta mayoría existan. Su esfuerzo tiene que tender a formarlos. Los medios son los que ensaya y perfecciona desde hacer algún tiempo como ministro del interior.
José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Nitti y la batalla anti-fascista. La preparación sentimental del lector ante el conflicto.

Nitti y la batalla anti-fascista
La resolución del “duce” del fascismo de dejar la mayor parte de los ministerios que había asumido en el curso de sus crisis de gabinete, ha seguido casi inmediatamente a una serie de artículos de polémica anti-fascista del ex-presidente de consejo más vivamente detestado por las brigadas de “camisas negras”: Francesco Saverio Nitti. No ha que atribuir, por cierto, a la ofensiva periodística de Nitti, diestro en la requisitoria, la virtud de haber hecho desistir a Mussolini de su porfía de acaparar las principales carteras. Es probable que desde hace algún tiempo el jefe del fascismo se sintiese poco cómodo, con la responsabilidad de tantos ministerios a cuestas. En casi todos, su gestión ha confrontado dificultades que no le ha sido posible resolver con la prosa sumaria y perentoria de los decretos fascistas. El acaparamiento de carteras imprimía un color muy marcado de dictadura personal al poder de Mussolini que, a pesar de todas sus fanfarronadas de condotiere, no ha osado despojarse de la armadura constitucional, frente al ataque de la “variopinta” oposición. A Mussolini no le preocupa excesivamente los argumentos que la concentración del poder en sus manos puede suministrar a los quebrantados partidos y facciones que lo combaten; pero si lo preocupan los factores capaces de perjudicar la apariencia de consenso en que sus discursos transforman la pasividad amedrentada de la gran masa neutra. I lo preocupan, sobre todo, los escrúpulos de la finanza extranjera, y en especial norte-americana de que depende el fascismo tan fieramente nacionalista. Mussolini no puede desentenderse del todo de las ambiciones de figuración de sus lugartenientes.
Los artículos de Nitti han tenido, desde luego, extensa resonancia en el ambiente burgués, -dispuesto a cierta indiferencia, y a veces a una franca tolerancia, antes los actos del fascismo,- de los países en que se han publicado. Nitti emplea, en su crítica, argumentos que impresionan certeramente la sensibilidad, algo adiposa y lenta siempre, de las capas demo-burguesas. Todos sus tiros dan en el blanco. Sus artículos no son otra cosa que un rápido balance de los “bluffs” y de los fracasos del rimbombante régimen de los camisas negras. Nitti opone las altaneras promesas a los magros resultados. Mussolini ha conducido a Italia a diversas batallas que se a resuelto en clamorosos descalabros. La “batalla del trigo” no ha hecho producir a Italia la cantidad de este cereal de que ha menester para alimentar a su población. Nitti cita las cifras estadísticas que prueban que la importación de este artículo no ha disminuido. La “batalla del arroz” no ha sido más feliz. La exportación italiana de este producto ha descendido. La “batalla de la lira” ha estabilizado con grandes sacrificios el curso de la divisa italiana en un nivel artificial que estanca las ventas al extranjero y paraliza el comercio y la industria. A Italia le habría valido más ahorrarse esta “victoria” financiera de Mussolini. La “batalla de la natalidad” ha sido una derrota completa. La cifra de los nacimientos ha disminuido. El “duce” no ha tenido en cuenta que estas batallas no se ganan con enfáticas voces de mando. La natalidad no obedece, en ninguna sociedad, a los dictadores. Si las subsistencias escasean, si los salarios descienden, si la desocupación se propaga, como ocurre en Italia, es absurdo conminar a las parejas a crecer y multiplicarse. Los solteros resisten inclusive al impuesto al celibato. La inseguridad económica es más fuerte que cualquier orden general del comando fascista.
Nitti trata a Mussolini, en cuanto a cultura y competencia, con desdén y rigor. Mussolini, dice, carece de los más elementales conocimientos en los asuntos de Estado que aborda y resuelve con arrogante estilo fascisto. Es un autodidacta sin profundidad, disciplina ni circunspección intelectuales. “No poseyendo ninguna cultura ni histórica ni económica ni filosófica y como los autodidactas se atreve a hablar de todo. La lectura de los manueales populares de pocos centavos, le ha provisto de una especie de formulario. Pero, en el fondo, su acción se desarrolla de acuerdo a su temperamento. Pertenece a esa categoría que Bacon llama “idola theatri”.
No será, empero, los ataques periodísticos del autor de “Europa sin paz” los que socaven social y políticamente el régimen fascista. La verdadera batalla contra el fascismo se libra, calladamente, en Italia, en las fábricas, en las ciudades, por los obreros.
El fascismo podría considerar tranquilo el porvenir si tuviese que hacer frente solo a adversarios como a un combativo ex-ministro y catedrático napolitano.

La preparación sentimental del lector ante el conflicto
Las agencias telegráficas norte-americanas continúan activamente su trabajo de preparación sentimental del público para la aquiescencia o la incertidumbre ante la ofensiva contra la URSS que preludian las violencias del gobierno de la Manchuria y las provocaciones de las bandas chicas y de los risos blancos en la frontera de Siberia. Sus informaciones no han aludido jamás a la disposición de los banqueros norte-americanos para financiar la confiscación del Ferrocarril Oriental Ruso-Chino. El capital yanqui busca, como bien se sabe, inversiones productivas, con un sentido al mismo tiempo económico y político de los negocios. I ninguna inversión afirmaría la penetración norte-americana en la China como la sustitución de la URSS en el Ferrocarril Oriental de la China. El Japón no mira con buenos ojos este proyecto. Inglaterra misma, aunque interesada en que se aseste un golpe decisivo a la influencia de la Rusia soviética en el Oriente, no se resignará fácilmente a que la instalación de los norte-americanos en la Manchuria sea el precio del desalojamiento de los rusos. Estos son los intereses que se agitan en torno del conflicto ruso-chino. Pero no se encontrará sino accidentalmente alguna velada mención de ellos en la información que nos sirve el cable cotidianamente sobre el estado del conflicto. El objetivo de esta información es persuadir al público, que se desayuna con el diario de la mañana y carece de otros medios de enterarse de la marcha del mundo, de que Rusia invade y ataca a la China y de que lanza sus tropas sobre las poblaciones de la Manchuria.
La política anti-soviética de los imperialismos mira a enemistar la URSS con el Oriente. Necesita absolutamente crear el fantasma de un imperialismo rojo, en el mismo sentido colonizador y militar del imperialismo capitalista, para justificar la agresión de la URSS. A este fin tienen los esfuerzos de los corresponsales.
La consideración de este hecho confiere viva actualidad, en lo que nos respecta, al tema de “la norte-americanización de la prensa latino-americana”. El estudio que con este epígrafe Genaro de Arbayza hace pocos meses en “La Pluma”, la autorizada revista que en Montevideo dirige Alberto Zum Felde, ha tenido gran resonancia en todos los pueblos de habla española, España inclusiva. Genaro de Arbayza examinaba la cuestión con gran objetividad y perfecta documentación. “Los periódicos más ricos -escribía- tienen corresponsales especiales en las capitales importantes de Europa, pero la casi totalidad de sus noticias más importantes son suministradas por las agencias norte-americanas. Así es como más de veinte millones de lectores, desde México al Cabo de Hornos, formados por las clases media y gobernante, ven el mundo exterior exactamente a través de la forma como quieren los editores norteamericanos que lo vean. Este sistema de distribución de noticias ha convertido toda la América Latina meramente en una provincia del mundo de noticias norteamericano”. Glosando este artículo, la revista cubana “1929”, otra cátedra de opinión libre, observaba que “un consorcio de grandes rotativos latinoamericanos haría, con toda probabilidad, factible el establecimiento de una gran agencia noticiera mutua capaz, por lo menos, de comedir y mitigar el caudal informativo yanqui”. El optimismo de “1929” en este punto es quizás excesivo. Probablemente la agencia latinoamericana que preconiza, no ambicionaría, a la postre, a mejor destino, que a ponerse a remolque del cable yanqui. Es, más bien, la indagación vigilante de las revistas, el comentario alerta de los escritores independientes, el que puede defender al público de la intoxicación a que lo condena la trustificación del cable. Ya una revista, nuestra, “Mercurio Peruano”, enfocó una vez esta cuestión, provocando la protesta del representante de una agencia yanqui. Los numerosos artículos que han seguido al estudio de Arbayza, le restituyen acrecentada toda su actualidad.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Breve epílogo

(...) anexos al ocaso del positivismo, ha continuado en el Occidente pre-bélico y post-bélico su acción revolucionaria. Einstein ha suministrado a la especulación filosófica, con sus descubrimientos de física y matemáticas, un material tan rico y vasto como imprevisto. Freud ha extraído de las investigaciones clínicas sobre el tratamiento de la histeria, una teoría genial, cuya sospecha flotaba ya en la atmósfera de la época, como lo demuestra, más que su rápida propagación, la presencia precursora de una intención psicoanalítica, de clara filiación freudiana, en la obra de Pirandello. En los dos polos de la historia contemporánea -Estados Unidos y la URSS- se encuentra la misma fervorosa aplicación y valorización de la ciencia. Pero, ni en la sede del capitalismo ni en la del socialismo la ciencia pretende dictar leyes a la política, ni a la literatura, ni al arte. Y en esto nos hemos distanciado provechosamente del “cientificismo” ochocentista.
Y no ha sido menos trascendente, en estos cinco lustros, la revolución literaria y artística. Se ha reivindicado, contra la chata ortodoxia realista, los fueros de la imaginación creadora, con ventajas asombrosas para el descubrimiento de la realidad. Porque con los derechos de la fantasía y la fantasía, se ha averiguado sin fines, que es decir sin límites.
Y, en todo esto, estamos solo en el umbral del 900. O del evo que esta cifra intenta celarnos. Porque los siglos, en la historia, son la más subalterna y convencional de las mediciones.

José Carlos Mariátegui La Chira

La insurrección en España

El general Primo de Rivera ha sorteado, por una serie de circunstancias favorables, el más grave de los peligros que, desde el golpe de estado de Barcelona, han amenazado su aventura reaccionaria. El azar continúa siendo fiel a Primo de Rivera, en su accidentado itinerario del casino al gobierno. Según la crónica cablegráfica, si el ex-presidente del consejo Sr. Sánchez Guerra hubiese llegado a Valencia, conforme al plan insurreccional que acaba de abortar, dos días antes, la dictadura habría sido casi seguramente liquidada en algunas horas.
Pero el azar, al mismo tiempo que ha salvado a Primo de Rivera, ha descubierto la flaqueza y el desgaste de su gobierno. La magnitud de la conjuración militar que ha estado a punto de echar alegre y marcialmente del poder al dictador, indica hasta que punto está minado el terreno que este pisa. La conspiración cunde en el ejército -cosa que ya sentía Primo de Rivera desde el proceso al general Wyler y sus compañeros- y en la nobleza. Esto mismo facilitaba a Primo de Rivera el solícito empleo de las armas de la provocación y el espionaje; pero lo descalifica, aún ante sus propios amigos y padrinos de la monarquía, como régimen militar.
Primo de Rivera, como todos los reaccionarios, no tienen mejor cargo que hacer al régimen parlamentario que el de sus pocas garantías de estabilidad. Los ministerios de los Estados demo-liberales, al decir de los retores o de los simples “profiteurs” de la Reacción, gastan sus mejores energías en defenderse de las conspiraciones y zancadillas parlamentarias. Cualquier oportuna intriga de corredor puede traerlos abajo repentinamente. Las dictaduras establecidas por golpes de mano tan afortunados como el del ex-capitán general de Barcelona, no estarían sujetas a análogos riesgos. Su principal ventaja estribaría en su seguridad. Libres de las preocupaciones de la política parlamentaria, podrías entregarse absolutamente a un austera y tranquila administración.
Esta es la teoría. Mas la experiencia de Primo de Rivera está muy lejos de confirmarla. La suerte de su gobierno se presenta permanentemente insidiada por una serie de taras internas, a la vez que atacada por toda clase de enemigos externos. Contra la dictadura no se pronuncian solamente los partidos de centro y de izquierda liberales, republicanos, socialistas, etc -sino también una gran parte de los grupos de derecha, de la aristocracia, del ejército, del capitalismo. El propio favor del monarca no es muy seguro. Depende de las ventajas que pueda encontrar eventualmente Alfonso XIII en licenciar a la dictadura, para restablecer, amnistiado por la opinión liberal, la Constitución.
Si todos los elementos liberales se hubiesen decidido ya a renunciar a toda indagación de responsabilidades, y a perdonar al rey su escapada a la ilegalidad, hace tiempo, probablemente, que Primo de Rivera habría sido enviado a aumentar la variopinta escala de “emigrados” que las revoluciones han producido en la Europa post-bélica. Unamuno es uno de los más enérgicos y eficazmente adversos a la fórmula de “borrón y cuenta nueva”. Con el desterrado de Hendaya, coinciden los mejores hombres del liberalismo español. En que la hora de la restauración de la legalidad debe ser también la del ajuste de cuentas con la monarquía, irremisiblemente comprometida por su complicidad con Primo de Rivera.
La situación española, por esto, -a medida que Primo de Rivera y sus mediocres rábulas aparentemente se consolidaban en el poder- se ha ido haciendo cada día más revolucionaria. La cuestión de régimen que, desde la afirmación de un orden demo-liberal, parecía descartada, vuelve a plantearse. El propio Sánchez Guerra, conservador ortodoxo, había llevado su oposición a la dictadura, a términos de censura y ataque a la monarquía.
La mejor solución para la monarquía habría sido, sin embargo, la victoria de Sánchez Guerra. Es difícil que, dueño del poder, el jefe conservador se hubiese decidido a usar su fuerza contra la institución monárquica. La influencia de la aristocracia, hubiese pesado, en forma muy viva, sobre sus resoluciones. Prisionero y procesado Sánchez Guerra, es inevitable el prevalecimiento, en la posición, de las tendencias liberal y revolucionaria. La solidaridad del rey Alfonso y de la monarquía con Primo de Rivera se ratifica. Las responsabilidades del rey y del dictador aparece inseparables. Esto aparte de que Sánchez Guerra resulta el huésped más incómodo de las prisiones de la dictadura. Ya ha sabido que afrontar una tentativa para libertarlo. La prisión y el proceso subrayarán los rasgos de su carácter y energía. Es un hombre al que no se puede mantener indefinidamente en una fortaleza, sin preocupar seriamente a la gente más conservadora respecto al régimen bajo el cual se dan casos como este de rebelión, ajusticiamiento y condena.
El general Primo de Rivera se imagina decir una cosa muy satisfactoria para él cuando afirma que ha pasado la época de las revoluciones políticas y que ahora solo es temible y posible -¡Claro que no en España!- una revolución de causas sociales y económicas. El proletariado revolucionario coincide, sin duda, con Primo de Rivera, -con quien es tan difícil coincidir en algo- en la parte afirmativa de su apreciación, en la ley de hoy no se puede llamar revolución sino a la que se proponga fines sociales y económicos. Pero, aparte de que su política en general no tiende sino a apurar esta revolución social y política, Primo de Rivera olvida que su régimen no cuenta enteramente con la confianza de la propia clase a nombre de la cual gobierna. La burguesía española en gran parte le es adversa. La propia aristocracia, a pesar de cuanto la halaga el restablecimiento del absolutismo, no le es íntegramente adicta. Y el proletariado, en todo caso, tiene que estar por el restablecimiento de la legalidad; y tiene que operar de modo de ayudar el triunfo de la revolución política, con la esperanza y la voluntad de transformarla en revolución social y política.
No admitir que esta es la realidad objetiva de la situación, equivaldría a pretender que se puede gobernar indefinidamente a España con el señor Yangas, con el general Martínez Anido, con el señor Carlo Sotelo, con doña Concha Espina, contra los elementos solventes de la derecha y contra la unanimidad más uno de las izquierdas.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Edwin Elmore

I.
Era Edwin Elmore un hombre nuevo y un hombre puro. Esto es lo que no toca decir a los que en la generación apodada “futurista”, vemos una generación de hombres espiritual e intelectualmente viejos y a los que nos negamos a considerar en el escritor solamente la calidad de la obra, separándola o diferenciándola de la calidad del hombre.
Elmore supo conservarse joven y nuevo al lado de sus mayores. Lo distinguían y lo alejaban cada vez de estos su elan y su ser juveniles. El espíritu de Elmore no se conformaba con antiguas y prudentes verdades. Su inteligencia se negaba a petrificarse en los mismos mediocres moldes en que se congelaban las de los pávidos doctores y letrados que estaban a su derecha. Elmore quería encontrar la verdad por su propia cuenta. Toda su vida fue una búsqueda, un peregrinaje. Interrogaba a los libros, interrogaba a la época. Desde muy lejos presintió una verdad nueva. Hacia ella Elmore se puso en marcha a tientas y sin guía. Ninguna buena estrella encaminó sus pasos. Sin embargo, extraviándose unas veces, equivocándose otras, Elmore avanzó intrépido.
Llegó así Elmore a ser un hombre y un escritor descontento de su clase y de su ambiente. El caso no es raro. En las burguesías de todas las latitudes hay siempre almas que se rebelan y mentes que protestan.
II.
Se explica perfectamente, el que Elmore no alcanzase como escritor el mismo éxito, la misma notoriedad, que otros escritores de su tiempo. Para el gusto y el interés de las gentes inclinadas a admirar únicamente una retórica engolada y cadenciosa, una erudición solemne y arcaica o un sentimentalismo frívolo y musical, los temas y las preocupaciones de Elmore carecían en lo absoluto de valor y de precio. Elmore, como escritor, resultaba desplazado y extraño. Las saetas del superficial humorismo de un público empeñado en ser ante todo elegante y escéptico, tenía un blanco en el idealismo de este universitario que predicaba el evangelio de don Quijote a un auditorio de burocráticos Pachecos y académicos Sanenos.
El conservantismo de los viejos -viejos a pesar, muchas veces, de sus mejillas rosadas y tersas- miraba con recelo y con ironía el afán de Elmore de encontrar una ruta nueva. La inquietud de Elmore le parecía a toda esta gente una inquietud curiosamente absurda. El optimismo panglossiano y adiposo de los que perennemente se sentían en el mejor de los mundos posibles no podía comprender el vago pero categórico deseo de renovación que movía a Elmore. ¿Para qué inquietarse, -se preguntaba- por qué agitarse tan bizarramente?.
Procedente de una escuela conservadora y pasadista, Elmore tenía la audacia de examinar con simpatía nuevas ideas. No propugnaba abiertamente el socialismo: pero lo señalaba y estudiaba ya como el ideal y la meta de nuestro tiempo. Elmore se colocaba por si mismo fuera de la ortodoxia y del dogma de la plutocracia.
III.
El conflicto de la vida de Edwin Elmore era este. Elmore -como otros intelectuales- se obstinan en la ilusión y en la esperanza de hallar colaboradores para una renovación en una generación y una clase natural e íntimamente hostiles a su idealismo. Se daba cuenta de su egoísmo y de la superficialidad de sus mayores; pero no se decidía a condenarlos. Pensaba que “la ley del cambio es la ley de Dios”; pero pretendía comunicar su convicción a los herederos del pasado, a los centinelas de la tradición. Le faltaba idealismo.
En el fondo, su mentalidad era típicamente liberal. Una burguesía inteligente y progresista habría sabido conservarlo en su seno. Elmore temía demasiado al sectarismo. Era un liberal sincero, un liberal amplio, un liberal probo. Y, por consiguiente, comprendía el socialismo; pero no su disciplina ni su intransigencia. En este punto la ideología revolucionaria se mantuvo inasequible e ininteligible a Elmore. Y en este punto, por ende, se situó casi siempre el tema de mis conversaciones con él. Yo me esforzaba que el idealismo social para ser práctico, para no agotarse en un esfuerzo romántico y anti-histórico, necesita apoyarse concretamente en una clase y en sus reivindicaciones. Y yo sentí que su espíritu, prisionero aún de un idealismo un poco abstracto, pugnaba por aceptar plenamente la verdad de su tiempo. Su último trabajo “El nuevo Ayacucho”, publicado en el número de “Mundial” del centenario, es un acto de fe en su generación.
IV.
En los libros de Unamuno aprendió quijotismo. Elmore era uno de los muchos discípulos de Unamuno, como profesor de quijotismo, tiene en nuestra América. Sus predilecciones en el pensamiento hispánico -Unamuno, Alomar, Vasconcelos- reflejan y definen su temperamento. Elmore trabajaba noblemente por un nuevo ibero-americanismo. Concibió la idea de un congreso libre de intelectuales ibero-americanos. Y, como era propio de su carácter, puso toda su actividad al servicio de esta idea. Tenía una fe exaltada en los destinos del mundo y de la cultura hispánicas. Había adoptado el lema: “Por mi raza hablará el espíritu”. Repudiaba todas las formas y todos los disfraces del ibero-americanismo oficial.
Su ibero-americanismo se alimentaba de algunas ilusiones intelectuales, como tuve ocasión de remarcarlo en mis comentarios sobre la idea del congreso de escritores del idioma; pero, gradualmente, se precisaba cada día más como un sentimiento de juventud y vanguardia.
Ante su cadáver, hablemos y pensemos con alteza y dignidad. Puesto que Elmore fue un enamorado del sueño de Bolivar, digamos la frase bolivariana. “Se ha derramado la sangre del justo”. Callemos lo demás.
Su muerte decide su puesto en la historia y la lucha de las generaciones. Edwin Elmore, asertor de la fe de la juventud, pertenece al Perú nuevo. Solidario con Elmore en esa fe, yo saludo con respeto y con devoción su memoria. Sé que todos los hombres de mi generación y de mi ideología se descubren, con la misma emoción, ante la tumba de este hombre nuevo y puro.

José Carlos Mariátegui La Chira

William J. Bryan

Clasifiquemos a Mr. William Jennings Bryan entre los más ilustres representantes de la democracia y del puritanismo norteamericano. Digamos antes todo que representaba un capítulo concluido, una época tramontada de la historia de los Estados Unidos. Su carrera de orador ha terminado hace pocos días con su deceso repentino. Pero su carrera de político había terminado había terminado hace varios años. El periodo wilsoniano señaló la última esperanza y la póstuma ilusión de la escuela democrática en la cual militaba William J. Bryan. Ya entonces Bryan no pudo personificar la gastada doctrina democrática.
Bryan y su propaganda correspondieron a los tiempos, un poco lejanos, en que el capitalismo y el imperialismo norteamericanos adquirieron, junto con la conciencia de sus fines, el impulso de su actual potencia. El fenómeno capitalista norteamericano tenía su expresión económica en el desarrollo mastodóntico de los trusts y tenía su expresión política en el expansionamiento panamericanista. Bryan quiso oponerse a que este fenómeno histórico se cumpliera en toda su integridad y en toda su injusticia. Pero Bryan no era un economista. No era casi tampoco un político. Su protesta contra la injusticia social y contra la injusticia internacional carecía de una base realista.
Byan era un idealista, de viejo estilo extraviado en una inmensa usina materialista. Su resistencia a este materialismo no se apoyaba concretamente. Bryan ignoraba la economía. Condenaba el método de la clase, dominante en el nombre de la ética que había heredado de sus ancestrales, puritanos y del derecho que había aprendido en las universidades de la nueva Inglaterra.
Waldo Frank, en su libro “Nuestra América”, que recomiendo vivamente a la lectura de la nueva generación, define certeramente este aspecto de la personalidad de Bryan. Escribe Waldo Frank: “William Jennings Bryan, -que la América se empeña en satirizar-, denunció el imperialismo y presintió y deseó una justicia social, una calidad de vida que él no podía nombrar porque no la conocía absolutamente. Bryan era una voz que se perdió, hablando en 1896 como si Karl Marx no hubiera jamás existido, porque no había escuelas para enseñarle cómo dar a su sueño una consistencia y no había cerebros asaz maduros para recibir sus palabras y extraer de ellas la idea. Bryan no consiguió ser presidente; pero si lo hubiera conseguido no por esto habría fracasado menos, pues su palabra iba contra el movimiento de todo un mundo. La guerra española no hizo sino aguzar las garras del águila americana y Roosevelt subió al poder portado sobre el huracán que Bryan se había esforzado por conjurar”.
Este juicio de uno de los más agudos escritores contemporáneos de los Estados Unidos sitúa a Bryan en un verdadero plano. Será superfluo todo sentimental transporte de sus correlagionarios anhelantes de hacer de Bryan algo más que un frustrado leader de la democracia yanqui. Será también vano todo rencoroso intento de sus adversarios de los trusts y de Wall Street por empequeñecer y ridiculizar a este predicador inicuo de mediocres utopías.
El caso Bryan podría ser la más interesante y objetiva de todas las lecciones de la historia contemporánea para los que, a despecho de la experiencia y de la realidad, suponen todavía en los principios y en las instituciones del régimen demo-liberal-burgués la aptitud y la posibilidad de rejuvenecer y reanimarse. Bryan no pudo ni quiso ser un revolucionario. En el fondo adaptó siempre sus ideales a su psicología de burgués honesto y protestante. Mientras en los Estados Unidos la lucha política se libró únicamente entre los republicanos y demócratas, -o sea entre los intereses de los trusts y los ideales de la pequeña burguesía-, las masas afluyeron al partido de Bryan. Pero desde que en los Estados Unidos empezó a geminar el socialismo la sugestión de las oraciones democráticas de este pastor un poco demagogo perdió toda su primitiva fuerza. El Proletariado norteamericano en gran número empezó a desertar de las filas de la democracia. El partido demócrata, a consecuencia de esta evolución del proletariado dejó de jugar, con la misma intensidad que antes, el rol de partido enemigo de los trusts y de los varones de la industria y la finanza, Bryan cesó automáticamente de ser un conductor. Y a este desplazamiento interno el propio Bryan no pudo ser insensible. Todo su pasado se volatilizó poco a poco en la pesada y prosaica atmósfera del más potente capitalismo del mundo. Bryan pasó a ser un inofensivo ideólogo de la república de los trusts y de Pierpont Morgan. Su carrera política había terminado. Nada significaba el hecho de que continuase sonando su nombre en el elenco del partido demócrata.
Pero, liquidado el político, no se sintió también liquidado el puritano proselitista y trashumante. Y Bryan pasó de la propaganda política a la propaganda religiosa. Tramontados sus sueños sobre la política, su espíritu se refugió en las esperanzas de la religión. No le era posible renunciar a sus arraigadas aficiones de propagandista. Y como además su fe era militante y activa, Bryan no podía contentarse con las complacencias de un misticismo solitario o silencioso.
Su última batalla ha sido en defensa del dogma religioso. Este demócrata, este liberal de otros tiempos se había vuelto, con los años y los desencantos un personaje de impotentes gustos inquisitoriales. Se denodada elocuencia ha estado, hasta el día de su muerte, al servicio de los enemigos de una teoría científica como la de la evolución que en sus largos años de existencia se ha revelado tan íntimamente connaturalizada con el espíritu del liberalismo. Bryan no quería que se enseñase en los Estados Unidos la teoría de la evolución. No hubiese comprendido que evolucionismo y liberalismo son en la historia dos fenómenos consanguíneos.
La culpa no es toda de Bryan. La historia parece querer que, en su decadencia, el liberalismo reniegue cada día una parte de su tradición y una parte de su ideario. Bryan además se presenta, en la historia de los Estados Unidos como un hombre predestinado para moverse en sentido contrario a todas las avalanchas de su tiempo. Por esto la muerte lo ha sorprendido, contra los ideales imprecisos de su juventud, en el campo de la reacción. Es la suerte injusta tal vez pero inexorable e histórica, de todos los demócratas de su escuela y de todos los idealistas de su estirpe.

José Carlos Mariátegui La Chira

El porvenir de Lima

El porvenir de Lima

I

El espectáculo del desarrollo de Lima en los últimos años, mueve a nuestra gente impresionista a previsiones del delirante optimismo sobre el futuro cercano de la capital. Los barrios nuevos, las avenidas de asfalto, recorridas en automóvil, a sesenta u ochenta kilómetros, persuaden fácilmente a un limeño —bajo su epidérmico y risueño escepticismo, el limeño es mucho menos incrédulo de lo que parece— de que Lima sigue a prisa el camino de Buenos Aires o Río Janeiro.

Estas previsiones parten todas de la impresión física del crecimiento del área urbana. Se mira solo la multiplicación de los nuevos sectores urbanos. Se constata que, según su movimiento de urbanización, Lima quedará pronto unida con Miraflores y la Magdalena.
Las “urbanizaciones”, en verdad trazan ya, en el papel, la superficie de una urbe de almenas un millón de habitantes.

Pero en si mismo el movimiento de urbanización no prueba nada. La falta de un censo reciente no nos permite conocer con exactitud el crecimiento demográfico de Lima de 1920 a hoy. El censo de 1920 fijaba en 228,740 el número de habitantes de Lima. Se ignora la proporción del aumento de los últimos seis años. Más los datos disponibles indican que ni el aumento por natalidad ni el aumento por inmigración han sido excesivos. Y, por tanto, resulta demasiado evidente que el crecimiento de la superficie supera exhorbitantemente en Lima al crecimiento de la población. Los dos procesos, los dos términos no coinciden. El proceso de urbanización avanza por su propia cuenta.

El optimismo limeño respecto al porvenir próximo de la capital se alimenta, en gran parte, de la seguridad de que esta continuará usufructuando largamente las ventajas de un régimen centralista que le aseguren sus privilegios de sede del poder, del placer, de la moda, etc. Pero el desarrollo de una urbe no es una cuestión de privilegios políticos y administrativos. Es, más bien, una cuestión de privilegios económicos.

En consecuencia, lo que hay que investigar es si el desenvolvimiento orgánico de la economía peruana garantiza a Lima la función necesaria para que su futuro sea el que se predice o, mejor dicho, se augura.

II

Examinemos rápidamente las leyes de la biología de la urbe y veamos hasta qué punto se presentan favorables a Lima.

Los factores esenciales de la urbe son estos tres: el factor natural o geográfico, el factor económico y el factor político. De estos tres factores, el único que en el caso de Lima conserva íntegra su potencia es el tercero.

Lucien Romier escribe, estudiando el desarrollo de las ciudades francesas, lo siguiente: “En tanto que las ciudades secundarias gobiernan los cambios locales, la formación de las grandes ciudades supone conexiones y corrientes de valor nacional o internacional: su fortuna depende de una red de actividades más vasta. Su destino desborda, pues, los cuadros administrativos y a veces las fronteras sigue los movimientos generales de la circulación”.

Y bien, estas conexiones y corrientes de valor nacional e internacional no se concentran en el Perú en la capital. Lima no es, geográficamente, el centro de la economía peruana. No es, sobre todo, la desembocadura de sus corrientes comerciales.

En un artículo "sobre “la capital del sprit”, publicado últimamente en una revista italiana, César Falcón hace inteligentes observaciones sobre este tópico. Constata Falcón que las razones del estupendo crecimiento de Buenos Aires son fundamentalmente, razones económicas y geográficas. Buenos Aires es el puerto y el mercado de la agricultura y la ganadería argentinas. Todas las grandes vías del comercio argentino desembocan ahí. Lima, en cambio, no puede ser sino una de las desembocaduras de los productos peruanos. Por diferentes puertos de la larga costa peruana tienen que salir los productos del norte y del sur.

Todo esto es de una evidencia incontestable. El Callao se mantiene y se mantendrá por mucho tiempo en el primer puesto de la estadística aduanera. Pero el aumento de la explotación del territorio y sus recursos no se reflejará, sin duda, en provecho principal del Callao. Determinará el crecimiento de varios otros del litoral. El caso de Talara es un ejemplo. En pocos años, Talara se ha convertido, por el volumen de sus exportaciones e importaciones en el segundo puerto de la república. Los beneficios directos de la industria petrolera escapan completamente a la capital. Esta industria exporta e importa sin emplear absolutamente, como intermediario, a la capital ni a su puerto. Otras industrias que nazcan en la sierra o en la costa tendrán el mismo destino y las mismas consecuencias.

El porvenir de Lima, por ende, no se anuncia tan magnífico como el fácil optimismo de nuestra gente se inclina a creer. Los nuevos barrios, mejor dicho las nuevas áreas urbanas, son signos de salud y motivos de esperanza. Pero un examen realista de las cosas conduce a previsiones más modestas.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El estudio de la montaña

El estudio de la Montaña

I

En uno de mis artículos sobre los viejos y los nuevos aspectos del regionalismo al plantear el problema de la definición de las regiones, me ocupé de los rasgos fundamentales de la sierra y la costa. El tópico, era excesivo para un artículo. La necesidad de no complicarlo, o más bien de no desbordarlo, me obligó a descartar de su estudio, en términos tal vez demasiado categóricos, el tema de la montaña. “La montaña—escribí—sociológica y económicamente carece aún de significación. Puede decirse que en la montaña no existen verdaderamente ciudades peruanas sino colonias peruanas y que, realísticamente considerada, la montaña, o mejor dicho la floresta, es un dominio colonial”. El desarrollo posterior de mi revisión del regionalismo no me consintió volver a este tema. Mis puntos de vista sobre la montaña, en lo concerniente a su regionalidad, no quedaron formulados y ni siquiera esbozados.

Pero las líneas transcritas parecían acusar cierto, tendencia a prescindir del factor montaña en el planeamiento del problema del regionalismo. En todo caso, parecían contener una afirmación injusta o precipitada respecto al valor económico y sociológico de la montaña. Esta última ha sido, por ejemplo, la impresión de la doctora Miguelina Acosta Cárdenas, tan notoria y singularmente autorizada paro opinar sobre la montaña por su doble condición de loretana y estudiosa.

Una conversación, muy interesante por cierto, con Miguelina Acosta, me mueve a aclarar mi pensamiento. Y al mismo tiempo me con firma eficazmente la utilidad de tratar en la prensa estos temas. El escritor que examina lealmente, sin más preocupación que la verdad, una cuestión general, consigue siempre la colaboración de los competentes para el estudio , particular de cada uno de sus factores. Su tesis puede ser inexacta, puede ser incompleta. Pero suscita un debate que aporta al conocimiento de la cuestión nuevos elementos y que sugiere a quienes la estudian nuevos caminos.

II

El valor de la montaña en la economía peruana —me observa Miguelina Acosta— no puede ser medido con los datos de los últimos años. Estos años corresponden a un período de crisis, vale decir a un período de excepción. Las exportaciones de la montaña no tienen hoy casi ninguna importancia en la estadística del comercio peruano; pero la han tenido, y muy grande, hasta, la guerra. La situación actual de Loreto es la de una región que ha sufrido un cataclismo.

Esta observación es justa. Para apreciar la importancia económica de Loreto es necesario no mirar solo a su presente. La producción de la montaña ha jugado hasta hace pocos años un rol importante en nuestra economía. Ha habido una época en que la montaña empezó a adquirir el prestigio de un El Dorado. Fue la época en que el caucho apareció como una ingente riqueza de inmensurable valor. Francisco García Calderón, en “El Perú Contemporáneo”, escribía hace aproximadamente veinte años que el caucho era la gran riqueza del porvenir. Todos compartieron esta ilusión.

Pero, en verdad, la fortuna del caucho dependía de circunstancias pasajeras. Era una fortuna contingente, aleatoria. Si no lo comprendimos oportunamente fue por esa facilidad con que nos entregamos a un optimismo panglossiano cuando nos cansamos demasiado de un escepticismo epidérmicamente frívolo. El caucho no podía ser razonablemente equiparado a un recurso mineral, más o menos peculiar o exclusivo de nuestro territorio.

La crisis de Loreto no representa una crisis; más o menos temporal, de sus industrias. Miguelina Acosta sabe muy bien que la vida industrial de la montaña es demasiado incipiente. La fortuna del caucho fue la fortuna ocasional de un recurso de la floresta, cuya explotación dependía, por otra parte, de la proximidad de la zona—no trabajada sino devastada— a las vías de transporte.

El pasado económico de Loreto no nos demuestra, por consiguiente, nada que invalide mi aserción en lo que tiene de sustancial. Yo he escrito que económicamente la montaña carece aún de significación. Y, claro, esta significación tengo que buscarla, ante todo, en el presente. Además tengo que quererla parangonable o proporcional a la significación de la sierra y la costa. El juicio es relativo.

III

Al mismo concepto de comparación podría acogerme en cuanto a la significación sociológica de la montaña. En la sociedad peruana distingo dos elementos fundamentales, dos fuerzas sustantivas. Esto no quiere decir que no distinga nada más. Quiere decir solamente que todo lo demás, cuya realidad no niego, es secundario.

Pero prefiero no contentarme con esta explicación. Quiero considerar con la más amplia justicia las observaciones de Miguelina Acosta. Una de estas, la esencial, es que de la sociología de la montaña se sabe muy poco. El peruano de la costa, como el de la sierra ignora al de la montaña. En la montaña, o más propiamente hablando en el antiguo departamento de Loreto, existen pueblos de costumbres y tradiciones propias, sin ningún parentezco con las costumbres y tradiciones de los pueblos de la costa y la sierra. Loreto, tiene indiscutible individualidad en nuestra sociología y nuestra historia sus capas biológicas no son las mismas. Su evolución social se ha cumplido diversamente.

A este respecto es imposible no declararse de acuerdo con la doctora Acosta Cardenas, a quien toca, sin duda, concurrir al esclarecimiento de la realidad peruana con un estudio completo de la sociología de Loreto. El debate sobre el tema del regionalismo no puede dejar de considerar a Loreto como una región. (Es necesario precisar: a Loreto, no a la montaña ). El regionalismo de Loreto es un regionalismo que, más de una vez, ha afirmado insurreccionalmente sus reivindicaciones. Y que, por ende, si no ha sabido ser teoría, ha sabido en cambio ser acción. Lo que a cualquiera le parecerá, sin duda, suficiente para tenerlo en cuenta.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Romanones y el frente constitucional

Romanones y el Frente Constitucional

La escena política española se reanima poco a poco. El Conde de Romanones trabaja por unir a los grupos constitucionales en un frente único más o menos unánime. El fin del directorio parece próximo. El debate político obtiene de la censura un rigor más elástico. El monólogo de la “Gaceta” no acapara ya toda la atención pública. Los políticos del “viejo régimen”, después, de un largo período de cazurro silencio, pasan a la ofensiva. Se aprestan a distribuirse equitativamente ha herencia del Directorio.

El golpe de estado de Primo de Rivera no los sacó de quicio. Los partidos constitucionales no encontraron prudente ni oportuno en ese instante resistir a la dictadura. El Rey amparaba con su autoridad a los generales que la ejercían. Había que esperar, por consiguiente, que el experimento reaccionario y absolutista se cumpliese . Convenía aguardar una hora más propicia para la defensa de la Constitución y del Parlamento. Los partidos constitucionales no sentían, por el momento, ninguna urgente nostalgia de la Libertad. Aceptaban, transitoriamente, su ostracismo.

Pero a medida que se constataba el fracaso del Directorio, a medida que el humor del Rey daba señales de embarazo y de inquietud, la nostalgia de la Libertad y de la Constitución se enseñoreó en el ánimo de los partidos constitucionales. El espíritu de los políticos del "viejo régimen" se iluminó de improviso. La política del Directorio se revelaba impotente y estólida. Luego, era tiempo de declararla mal. Esta declaración, sin embargo, debía ser formulada con un poco de precaución. Por ejemplo, en una carta privada que la indiscreción del Directorio se encargaría de descubrir y denunciar al público. Don Antonio Maura empleó, con escaso éxito, este medio. El Conde de Romanones pensó entonces que, sin renunciar a ninguna de las reservas aconsejadas por el tacto y la prudencia, era el caso de utilizar contra el Directorio un instrumento público.

En esta atmósfera se incubó su libro “Las Responsabilidades del Antiguo Régimen ”, en el cual el Conde se limita a una ponderada defensa de los estadistas de la Restauración ó, mejor dicho, de los estadistas que han gobernado a España de 1875 a 1923. Libro, pues, no de ataque, sino apenas de contra-ataque. A la requisitoria acérrima y destemplada del Directorio contra la vieja política, sus ideas y sus hombres, no responde con una requisitoria contra la Reacción y sus generales. Libro de defensa lo llama en el prólogo el Conde de Romanones . “Nadie espere —advierte— encontrar en este libro ni disonancias ni estridencias; no me he propuesto contestar a unos agravios con otros, ni siquiera llamar capítulo de responsabilidades a quienes deben aceptar buena parte de las que graciosamente arrojan sobre los demás”. Acerca del Directorio, el Conde de Romanones se contenta con el augurio de que día llegará en que su libro admita una segunda parte. Al examen de la obra y de las responsabilidades de ayer seguirá el examen de la obra y de las responsabilidades de hoy.”

En grueso volumen, el Conde de Romanones hace una magra defensa del “antiguo régimen”. Con la estadística en la mano, explica cómo España, en cincuenta años, ha progresado remarcablemente. La agricultura, la industria, la minería, la banca, se han desarrollado. Los negocios prosperan. (La palabra del Conde de Romanones, pingüe capitalista, es a este respecto digna de todo crédito) . La población del reino ha aumentado considerablemente. Y no porque los españoles sean más prolíficos que antes —el aumento depende de una menor mortalidad— sino porque viven en mejores condiciones higiénicas. Es cierto que la prosperidad de España no puede absorver ni alimentar a esta sobre población; pero tal desequilibrio encuentra en la emigración un remedio automático.

España ha perdido en los últimos cincuenta años casi todos los restos de su poder colonial. El Conde de Romanones se ve obligado a constatar. Mas se consuela con la satisfacción de que España instalada en el consejo de la Sociedad de Naciones, se encontraba en 1922 menos aislada que en 1875.

En materia de política interna, el Conde tiene motivos para mostrarse menos optimista respecto a los resultados de medio siglo de beata monarquía constitucional. No puede hablar, apoyándose en datos estadísticos y en hechos históricos, de un extraordinario progreso democrático. La democracia, no ha echado raíces en España. El leader liberal lo reconoce melancólicamente. Un hecho histórico de filiación inequívoca —la dictadura de Primo de Rivera— desvanece toda ilusión sobre la realidad de la democracia española. Malgrado su inagotable optimismo, el Conde de Romanones tiene que conformarse con esta pobre realidad que, desgraciadamente, no puede ser contradicha, o atenuada al menos, por la estadística. Observa con tristeza que “antes se moría por la libertad, por ella se afrontaban persecuciones, mientras que hoy. . . hoy los nietos de aquellos que murieron o estuvieron dispuestos
a morir por la libertad, niegan esa libertad. La crisis de la libertad— una de las crisis contemporáneas— consterna al Conde. Un viejo y ortodoxo liberal no puede explicársela. Le resulta absolutamente inasequible e impenetrable la idea de que la libertad no es el mito de esta época. O, mas bien, de que la libertad tiene ahora otro nombre. La libertad jacobina y monárquica del conde millonario no
es, ciertamente, la libertad del Cuarto Estado. Al proletariado socialista no le interesa demasiado la libertad cara al Conde de Romanones. El Conde piensa que "un pueblo que permanece insensible ante la negación de su Estatuto fundamental y de las garantías más esenciales para su derecho y su vida, es un pueblo que no puede ofrecer apoyo al gobierno para emprender una obra de aliento". Pero este es un mero error de perspectiva histórica. Las muchedumbres contemporáneas, insensibles a su Estatuto fundamental, más insensibles todavía al verbo del Conde Romanones, no creen ya que el régimen monárquico-constitucional-parlamentario les asegure las “garantías esenciales para su derecho y su vida”. Hacia la reivindicación de otras garantías, que no son las que bastan al Conde de Romanones, se mueven hoy las masas.

El propio conde por otra parte, se muestra al Conde de Romanones, dispuesto a sacrificar prácticamente muchos de los principios de su liberalismo. Propugna actualmente la formación de un frente único constitucional. En este frente único se confundirían y se amalgamarían liberales y conservadores de todos los matices. Confusión y amalgama que ya se ha ensayado y practicado otras veces en España en servicio de las mismas instituciones: monarquía y parlamento. Confusión y amalgama que, en estos tiempos, no constituyen además la conciliación de dos términos antitéticos y contrarios. Los términos liberalismo y conservadorismo han perdido su antiguo sentido histórico. Entre liberales y conservadores no existe hoy ninguna diferencia insuperable. La política de los liberales no se distingue fundamentalmente de la política de los conservadores. Ante la cuestión social, conservadores y liberales tienen casi la misma posición y el mismo gesto. El Conde de Romanones lo admite en varias páginas de su libro al constatar que la reforma social no ha marchado en España mas a prisa bajo los gobiernos liberales que bajo los gobiernos conservadores. Puede agregarse que teóricamente los liberales se encuentran a veces más embarazados que los conservadores para una política de reforma social. Sus ideas individualistas les impiden, frecuentemente, adaptarse a la concepción “intervencionista” del Estado.

El Conde de Romanones da en cambio en el blanco cuando dispara en vano y absurdo empeño de los hombres del Directorio de crear, con el título de Unión Patriótica y sobre una caótica base, un partido nuevo. “Intentar substituir —escribe— los antiguos partidos por otros impuestos de arriba a abajo, es contra naturaleza, es una monstruosidad política y social, que empéñese quien se empeñe, no fructificará. Porque los partidos tienen su biología, que no depende de los caprichos de los hombres ni de las arbitrariedades de los gobernantes. Y la primera ley reguladora de esa biología, es que nacen y crecen de abajo arriba”.

No es posible, sin embargo, que Romanones se persuada de que los viejos partidos están, más o menos, en el mismo caso. Sus raíces históricas se han envejecido, se han secado. Ha dejado de alimentarlas el “humus” del suelo. El Conde de Romanones no ignora, probablemente, estas cosas; pero necesita, de todos modos, negarlas. Y de ahí que invite a todos los grupos constitucionales a la reconquista del gobierno bajo la bandera de la Constitución y la Monarquía. Puesto que la España nueva no está aún madura, la España vieja reivindica su derecho a la vida y al poder. El panfleto antimonárquico de Blasco Ibáñez conviene a Ios fines de los
políticos y los partidos que se turnaban hasta 1923 en el gobierno de España. El inocuo y literario republicanismo de Blasco
Ibáñez llega a tiempo para probar la irrealidad del peligro republicano; pero llega a tiempo también para intimar a la Monarquía la vuelta a la Constitución. Los liberales y los demócratas españoles se complacen de esta ocasión de ofrecerse al Rey y de comprometerse a no pedirle cuentas por el golpe de Estado de septiembre. El "intermezzo" despótico, militar y reaccionario del Directorio será, en su recuerdo, una alegre aventura, una escapada nocturna de un rey un poco truhán y un poco bohemio.

Acaso por esto, más que por la censura, Romanones y el frente constitucional no manifiestan mucha agresividad contra el Directorio. El Directorio, después de todo, como anoté en otro artículo, no es sino un episodio, una anécdota de la “vieja política”. Los cincuenta años de política y administración mediocres, que el Conde de Romanones revista en su libro, tienen en el Directorio su fruto más genuino. El golpe de Estado de setiembre ha germinado en la entraña de la “vieja política”. Ni el “antiguo régimen” puede renegar al Directorio. Ni el Directorio puede renegar al “antiguo régimen”. El frente constitucional tiene, en el fondo, ante los problemas de España, la misma actitud que Primo de Rivera y sus generales. Romanones no propone ninguna solución nueva, ningún remedio radical. El programa del frente constitucional es sólo un programa negativo. Se dirige a una meta asaz modesta: la restauración
de la Restauración. En esta receta simplista parece condensarse y agotarse todo el ideal, todo el impulso y toda la doctrina
de los “léaders” del régimen constitucional.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Pablo Iglesias

La figura de Pablo Iglesias domina la historia del partido socialista español. Iglesias ha ocupado hasta su muerte su puesto de jefe. El partido socialista español es una obra suya. Los intelectuales, los abogados que, enrolados en sus filas en su periodo de crecimiento, constituyen presentemente su estado mayor, no han sabido renovar su espíritu ni ensanchar su programa. Han adoptado la teoría y la práctica del antiguo y patriarcal tipógrafo.
Esto quiere decir, sin duda, que el edificio construido por Iglesias en su austera y paciente vida es un edificio sólido. Pero nada más que sólido. Trabajo de buen albañil más bien que de gran arquitecto. Iglesias se preocupó sobre todo de dar a su partido un crecimiento seguro y prudente. Se propuso hacer un partido; no una revolución.
El mérito de su labor no puede ser contestado. En un país donde el industrialismo, el liberalismo, el capitalismo tenían un desarrollo exiguo, Iglesias consiguió establecer y acreditar una agencia de la Segunda Internacional, con el busto de Karl Marx en la fachada. En torno del busto de Marx, sino de la doctrina, agrupó a los obreros de Madrid, separándolos, poco a poco, de los partidos de la burguesía. Organizó un partido socialista, fuerte y compacto, que con su sola existencia afirmó la posibilidad y la necesidad de una revolución y decidió a muchos intelectuales a colocarse al flanco del proletariado.
En esta obra, Iglesias probó sus condiciones de organizador. Era de la estirpe clásica de la Segunda Internacional. Se puede encontrar vidas paralelas a la suya en todas las secciones de la social-democracias pre-bélica. Como Ebert, procedía del taller. Sabía bien que su misión no era de ideólogo sino de propagandista.
Para atraer al socialismo a las masas obreras, redujo las reivindicaciones socialistas casi exclusivamente al mejoramiento de los salarios y a la disminución de las horas de trabajo. Este método le permitió crear una organización obrera; pero le impidió insuflar en esta organización un espíritu revolucionario. La táctica de Pablo Iglesias, por otra parte, parecía consultar solo las condiciones por las tendencias de los obreros de Madrid.
Únicamente en Madrid llegó el socialismo a representar una gran fuerza. El partido socialista español podía haberse llamado en verdad partido socialista madrileño. Iglesias no supo encontrar las palabras de orden precisas para conquistar al proletariado campesino. Y ni aún en el proletariado industrial supo prevalecer. Barcelona se mantuvo siempre fuera de su influencia. El proletariado catalán adoptó los principios del sindicalismo revolucionario francés, más o menos deformados por un poco de espíritu anarquista.
El partido socialista habría podido, sin embargo, asumir una función decisiva en la historia de España cuando la guerra inauguró un nuevo periodo histórico, si la preparación espiritual y doctrinaria de sus masas y sobre todo de su categoría dirigente hubiese sido mayor. La guerra aceleró el proceso de anquilosamiento de los viejos partidos españoles. Luego, la revolución rusa sacudió fuertemente los ánimos. Entre los intelectuales se propagó un sentimiento filo-socialista. Pero esta situación sorprendía impreparado al partido de Pablo Iglesias. Y los elementos intelectuales que se habían incorporado en él no eran capaces de tomar en sus propias manos el timón. El momento que se planteó la cuestión de la adhesión a la Tercera Internacional la gran mayoría del partido se manifestó dispuesta a continuar todavía empleando el viejo recetario de Iglesias.
Iglesias desconfiaba un poco de los intelectuales. Temía sin duda entre otras cosas que transtornasen y transformaran su política. Pero en sus últimos años la experiencia debe haberle demostrado que los intelectuales eran bastante inferiores a ese temor. La prosa política de Besteiro, Largo Caballero, Fernando de los Ríos, etc. Es más literaria y más elegante que la de Pablo Iglesias pero en el fondo no es más nueva. El partido socialista español no ha logrado franquearse un nuevo camino.
La situación actual de España parece favorecerlo. Los elementos jóvenes de la pequeña burguesía no pueden ya dejarse seducir por los gastados y ancianos señuelos de las izquierdas burguesas. El partido socialista, libre de las responsabilidades de la vieja política, resulta un campo de concentración en el cual muchos de los que tratan de desentrañar oportunamente el porvenir comienzan a poner los ojos. La quiera del anarco-sindicalismo, que ha perdido a sus conductores más dinámicos e inteligentes, coloca a los obreros ante el dilema de escoger entre la táctica socialista y la táctica comunista.
Pero para moverse con eficacia, en esta situación, el partido socialista necesita más que nunca un rumbo nuevo. Con Iglesias, con Ebert, con Branting, etc. Ha tramontado definitivamente una época del socialismo. En estos tiempos en que la burguesía, sintiéndose seriamente amenazada, deroga o suspende sus propios códigos, no sirve de nada la certidumbre de poder ganar, por ejemplo, en las próximas elecciones, las diputaciones de Madrid.
Pablo Iglesias desaparece en un instante en que a su partido le toca afrontar problemas insólitos. Para debatirlos y resolverlos acertadamente, su experiencia y su consejo no eran ya últimamente, no eran ya útiles. El proletariado español debe buscar y encontrar, por sí mismo, otro camino. Puede ser que en alguna de las cárceles de Primo de Rivera esté madurando el nuevo guía.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El gabinete Briand [Incompleto]

(...) do a negar sus votos en el parlamento a algunos actos del gabinete.
Con Briand en la presidencia del consejo esta crisis tiene que entrar en una fase aguda. El partido socialista francés no conserva muchos escrúpulos clasistas. Pero, al menos en sus masas, subsiste todavía la tendencia a tratar y a mirar a Briand como un renegado. Briand en la presidencia del consejo indica además un desplazamiento del eje del poder. Por muy grande que sea su destreza parlamentaria, Briand no conseguirá que su política resulte aceptable para el socialismo.
El actual gabinete tiene así toda la traza de una solución provisoria. El pacto de Locarno ha ayudado a Briand a subir a la presidencia del consejo. Pero, firmado el pacto, el gobierno francés se encontrará de nuevo frente a su tremendo problema financiero. Y es justamente este problema el que domina la situación política de Francia. Es este problema el que determina la posición de cada partido. Si los radicales-socialistas abandonan su programa, perderán irremediablemente a la mayor parte de su electorado pequeño burgués. Las derechas y el centro pretenden que el peso de las deudas de Francia no caiga sobre las clases ricas. Las clases pobres exigen a sus partidos, por su parte, una defensa eficaz y enérgica. El socialismo propugna la fórmula del impuesto al capital. Los radicales-socialistas se han visto obligados a admitirla y sancionarla también en su último congreso. Mas no va a ser ciertamente un ministerio con Briand en la presidencia y Loucheur en la cartera de finanzas el que la aplique.
A los socialistas les habría gustado un ministerio presidido por Herriot. El líder radical-socialista goza de la confianza de los parlamentarios de la S. F. I. O. Pero, precisamente, por culpa de los socialistas no ha vuelto Herriot al poder. Herriot no se contentaba con el apoyo parlamentario de los socialistas. Quería su cooperación dentro del ministerio. Y, a pesar de la risa de algunos parlamentarios socialistas como Vincent Auriol o Paul Boncour por ocupar un sillón ministerial, el partido socialista no ha considerado aún posible su participación directa en el gobierno. Están todavía muy próximos los votos de castidad del último congreso de la S. F. I. O. Hace solo cuatro meses León Blum se ratificó en ese congreso en su posición categóricamente adversa a una colaboración de tal género. La fracción colaboracionista se presentó en el congreso engrosada por el voluminoso Renaudel y sus secuaces. Pero, diplomática y sagazmente, Blum salió una vez más victorioso. Supo aplacar, al mismo tiempo, a la derecha y a la izquierda de su partido. A la derecha con la promesa de que, absteniéndose de una participación prematura, el socialismo acaparará finalmente todo el poder. A la izquierda, con la garantía de que el socialismo no comprometerá su tradición ni su programa en una cooperación demasiado ostensible con plutócratas como Loucheur y políticos como Briand.
La crisis, pues, subsiste. No es una crisis de gobierno. Es una crisis de régimen. No cabe la esperanza de una solución electoral. Las crisis de régimen no se resuelven jamás electoralmente. Las elecciones no darían ni a las derechas ni a las izquierdas una mayoría todopoderosa. Una mayoría, cualquiera que sea, no puede ser, de otro lado, ganada por un partido sino por una coalición. El partido socialista, completamente incorporado en la democracia, volvería en las elecciones a constituir el núcleo de una coalición de izquierdas. Y esta coalición dispondría siempre de fuerzas suficientes, sino para asumir el gobierno, al menos para impedir que gobierne, verdadera y plenamente, una coalición adversaria. En suma, los términos del problema se invertirían acaso. Pero el problema en si mismo no se modificaría absolutamente.

Un libro de José Carlos Mariátegui.
En mis manos el libro de José Carlos Mariátegui, “Escena Contemporánea”. Este libro indispensable de este hombre claro, inteligente, varonil y puro. Sobre todo puro. Con esa pureza simple, no ostentada, no declamada a los cuatro vientos como bandera o como affiche. José Carlos es un espíritu de cristal. Sí, pero cristal de roca. Facetado, limpio, noble, devuelve la imagen ambiente sin fijarse nunca en la boca abierta de la charca. José Carlos ignora que la charca existe. Y hace bien en ignorarla. Y esta es la tortura de la charca. No existir. Por eso grita, por eso se exaspera y cría batracios. Para afirmar su existencia. Pero...
Asombra el don de equilibrio, de sobriedad, de mesura en este hombre joven que no tuvo nunca postura doctoral. Y este don de equilibrio se traduce en la palabra justa. Ni consideraciones de amistad, ni simpatías o antipatías de credo, o diferencias de actitud le hacen proferir la palabra descomedida o indignada o torcer su criterio. No es un espectador indiferente, pero es un juez leal. Tiene la pasión que vivifica, pero tiene el don de mesura y de comprensión que equilibra y persuade.
Espíritu nuevo, su sensibilidad recoge el latido ambiente con una precisión, con una justeza, con una cordialidad que delatan artista y al hombre nuevo.
Por eso Mariátegui es un guía y un conductor.
Por eso, por su imparcialidad, por su don de comprensión y de mesura, por la pureza vertical de su espíritu por su criterio abierto a todos los vientos y a todos los ismos.
Y es que Mariátegui no es solo una cultura sino una mentalidad. Vibra con la emoción de su tiempo y el problema social le merece sus mejores afanes. Es el intelecto típico de nuestra hora. Está vinculado a su época por todos los poros abiertos de su espíritu dúctil y cordial. Es nuestro intelectual moderno, nuestro más puro sembrador de idea.
Su estilo es preciso, ágil, nervioso y de cristalina concisión. Jamás aparece en él el orador ni el declamador. Es rotundo como la idea, preciso como el cristal.
Mal hace, pues, José Carlos en decir que su vida es “una nerviosa serie de inquietos preparativos”. Su obra atalayante es nuestra antena sobre el mundo. Y su vida clara, fértil, abnegada es un ejemplo, una lección y un camino.
Alberto Guillén.

José Carlos Mariátegui La Chira

La paz en Locarno y la guerra en los Balkanes

Se explica perfectamente el enfado del consejo de la Sociedad de las Naciones contra Grecia y Bulgaria, responsables de haber perturbado la paz europea al día siguiente de la suscrición en Locarno de un pacto internacional destinado a asegurarla al menos provisoriamente. Signado el pacto de Locarno, la Sociedad de las Naciones tenía en verdad derecho a sentirse arrullada durante algunos meses por los brindis y los salmos pacifistas de sus retores y de sus diplomáticos. La historia del protocolo de Ginebra, verbigracia, fue así. El protocolo, anunciado al mundo con entonación no menos exultante y jubilosa que el pacto, inspiró larga y pródigamente la oratoria pacifista. El gobierno conservador de Inglaterra declaró muy pronto su deceso, concediéndole cortés e irónicamente un funeral de primera clase. Pero, de toda suerte, el protocolo de Ginebra pareció inaugurar la era de la paz de un modo mucho más solemne que el pacto de Locarno.
En Locarno las potencias se han propuesto arribar a una meta más modesta. El pacto, según su letra y su espíritu, no establece las condiciones de la paz sino, solamente, las de una tregua. Se limita a prevenir, teóricamente, el peligro de una agresión militar. Pero deja intactas y vivas todas las cuestiones que pueden encender la chispa de la guerra. Como estaba previsto, Alemania se ha negado a ratificar en Locarno todas las estipulaciones de la paz de Versailles. Ha proclamado su necesidad y su obligación de reclamar, en debido tiempo, la corrección de sus absurdas fronteras orientales. Alemania, Checo-Eslovaquia y Polonia han convenido en no agredirse marcialmente por ningún motivo. Han acordado buscar una solución pacífica a los problemas que puedan amenazar sus buenas relaciones. Mas este acuerdo no tiene suficientes fianzas y garantías. Tácita y hasta explícitamente la convivencia internacional reposa desde hace mucho tiempo en el mismo principio, sobre cuyo valor práctico la experiencia de la guerra mundial no consiente ilusionarse demasiado. Lo que importa no es absolutamente el principio que puede seguir triunfando indefinidamente en Locarno, en Ginebra, en La Haya y en todas las aras de la paz. Lo que importa es la posibilidad o la capacidad de Europa para aplicarlo y obedecerlo.
Nadie supone que el pacifismo de las potencias europeas sea una pura y total hipocresía. Europa ha menester de descansar de sus fatigas y de sus dolores bélicos. La civilización capitalista busca un equilibrio. Ni Francia, ni Inglaterra, ni Alemania, piensan en este momento en atacarse. La reorganización de la economía y de la finanza europeas exige un poco de paz y de desarme. El pacifismo de la Sociedad de las Naciones borda sus frases sobre una gruesa malla de intereses. No se trata para los gobiernos europeos de abstractos y lejanos ideales si no de concretas y perentorias necesidades. En la misma dirección se mueven los Estados Unidos, cuyos banqueros pugnan por imponer a toda Europa un plan Dawes. Y, finalmente, con los pacifistas circunstanciales de la banca y de los gobiernos, colaboran entusiastas los pacifistas sinceros de la social-democracia, de quienes se ha apoderado la ilusión de que el camino de Locarno y de Ginebra puede ser, realmente, el camino de la paz. Estos últimos son los que abastecen de sus máximos tribunos y de sus supremos hierofantes -Paul Boncour, Albert Thomas, León Jouhaux, etc.- a las asambleas y a las oficinas de la Sociedad de las Naciones.
Pero no basta que los gobiernos europeos quieran la paz. Es necesario ante todo, averiguar cómo la quieren. Cuál es el precio a que, cada uno, está dispuesto a pagarla. Cuánto tiempo coincidirá su pacifismo con su interés. Planteada así la cuestión, se advierte toda su complejidad. Se comprende que existen muchas razones para creer que el Occidente europeo desea la paz; pero que existen muy pocas razones para creer que pueda realizarla.
Los gobiernos que han suscrito el documento de Locarno no saben todavía si este documento va a ser ratificado por todos los países contratantes. Apenas concluida la conferencia de Locarno, se ha producido una crisis de gobierno en Francia y en Alemania. En Alemania esta crisis es una consecuencia directa del pacto. En Francia, no. Pero en Francia, como en Alemania, se habla de una probable disolución del parlamento. Las mayorías parlamentarias alemana y francesa no son bastante compactas y sólidas. La defección o el disenso de un grupo puede desquiciarlas. Y, por consiguiente, no es imposible la constitución de un gobierno que considere el problema de la paz con un criterio diferente del de Locarno. En las elecciones inglesas del año último naufragó el protocolo de Ginebra. Su suerte estaba demasiado vinculada a la del Labour Party. En otras elecciones, ya no inglesas, pero sí alemanas por ejemplo, el pacto de Locarno corre el riesgo de encallar semejantemente.
Mas, admitiendo que el pacto de seguridad sea unánimemente ratificado, su relatividad como garantía efectiva de la paz no resulta por esto menos evidente. Para que la guerra se encienda de nuevo en Europa no es indispensable que Alemania ataque a Francia ni que Francia ataque a Alemania. La historia de la guerra de 1914-1918 aparece a este respecto asaz instructiva. La conflagración empezó en un conflicto entre Austria y Serbia que, hasta última hora, se confió en mantener localizado. La seguridad de las fronteras de Francia no es sino una parte del problema de la paz. Cada uno de los estados favorecidos en Versailles aspira a la misma seguridad. Y cada uno de los estados mutilados en 1919 tiene por su parte alguna tierra irredenta que reivindicar. En la Europa Oriental, sobre todo, fermentan enconadamente varios irredentismos. Hay pocas naciones contentas de sus actuales confines. Poco importa, por consiguiente, que se elimine, de Europa Occidental el peligro de una guerra. El peligro subsiste en la Europa Oriental. Los pleitos balkánicos son un excedente cultivo de toda clase de morbos bélicos.
El conflicto greco-búlgaro ha venido a recordárselos un poco brusca y descomedidamente a los actores de la conferencia de Locarno. El sometimiento de los dos beligerantes a la voluntad del consejo de la Sociedad de las Naciones no anula la notificación que entraña lo ya acontecido. Inglaterra puede ponerse todo lo adusta que quiera contra los dos pueblos que han perturbado la paz. De los dos, Grecia en particular sabe muy bien a qué atenerse acerca del pacifismo británico. Después de “la última de las guerras”, Inglaterra lanzó y armó a Grecia contra Turquía. La empresa le salió mal a Inglaterra y a Grecia. Pero Grecia sigue siendo en el tablero de la política internacional, el peón que Inglaterra puede tener necesidad de mover en cualquier momento contra Turquía.
Entre Bulgaria y Turquía existe un agrio motivo de enemistad: la cuestión de Macedonia. El gobierno de Kankof, que se defiende de sus enemigos mediante el terrorismo más sanguinario que es posible concebir, necesita explotar el sentimiento nacionalista para buscar un diversivo a la opinión pública búlgara. El gobierno griego, por su parte, es un gobierno militarista ansioso de una revancha de las armas griegas tan duramente castigadas en el Asia Menor. A través de estos gobiernos, interesados en explotar su enemistad, es imposible que Grecia y Bulgaria lleguen a entenderse. La amenaza, difícilmente sofocada hoy, quedará latente.
El blanco más débil, el lado más oscuro de la paz de Locarno no es este sin embargo. Es, como ya tuve ocasión de observarlo en un artículo sobre el debate del pacto de seguridad, su carácter de paz anti-rusa. El Occidente capitalista propugna una paz exclusivamente occidental y burguesa; fundamentalmente anti-rusa, anti-oriental, anti-asiática. Su pacto tiene por objeto evitar que por el momento se maten los alemanes y los franceses; pero no el impedir que Francia, España e Inglaterra continúen guerreando en Marruecos, en Siria, en Mesopotamia. El gobierno francés, a pesar de ser un gobierno radical-socialista, localiza y circunscribe sus anhelos de paz a Europa. En África y en Asia, se siente obligado a masacrar, -en el nombre de la civilización es cierto- a los riffeños y a los drusos.

José Carlos Mariátegui La Chira

Política y economía en Francia

El voto del último congreso radical-socialista de Niza revalida, contra las esperanzan y los augurios de la derecha, la alianza entre los dos mayores partidos de izquierda de Francia. La guerra de Marruecos y la política financiera de Caillaux han sometido a una dura prueba, en los últimos meses, la solidez del bloque de izquierdas. El partido socialista conducido por sagaces y dúctiles estrategas, ha tenido que hacer un esfuerzo enorme para no retirar su apoyo al ministerio Painlevé, constreñido a actuar una política opuesta al programa y al espíritu socialistas, así en la cuestión de Marruecos como en los problemas de la hacienda pública. Este esfuerzo no ha sido, sin embargo bastante para ahorrar al partido socialista el trance de votar en el parlamento contra el gobierno del bloque de izquierdas. Se ha dado así el caso de que Painlevé y sus ministros resulten sostenidos en el parlamento por los votos de los partidos de la derecha, contra los del socialismo y aún contra uno que otro del partido radical-socialista.
Este incidente pareció señalar la liquidación del bloque de izquierdas. Se planteaba una grave cuestión. ¿Cuál era la política del gabinete Painlevé? Por el momento, Painlevé aparecía, inequívocamente, desarrollando, más o menos atenuada, la misma política del bloque nacional. Pero, contra esta política, se había organizado el cartel de izquierdas. Contra esta política, sobre todo, había ganado el cartel la mayoría de los sufragios en las elecciones de mayo. La conducta de Painlevé, en el poder, significaba prácticamente la quiebra y el desahucio del programa por el cual habían votado el 11 de mayo los electores socialistas y radicales-socialistas.
Para esclarecer esta cuestión, se han reunido, primero, los socialistas en Marsella y, luego, los radicales-socialistas en Niza. El debate fue áspero y ácido en el congreso socialista. Una numerosa minoría se declaró vehementemente adversa al sostenimiento del régimen. León Blum logró agrupar una mayoría como siempre abrumadora en torno de su fórmula ecléctica. Pero, de toda suerte, el voto del congreso, en esta misma fórmula, reclamaba el mantenimiento de las promesas hechas a los electores en las elecciones de mayo.
El partido radical-socialista no ha tenido más remedio que reafirmar también, en su congreso, los principios del cartel. De estos principios, los que más interesan a las masas son los relativos a la solución de la crisis financiera. Y entre estos, particularmente, el del impuesto o del cupo al capital. El bloque de izquierdas queda, de este modo, ratificado y convalidado. Painlevé, disciplinadamente, no puede ni debe hacer otra cosa que la voluntad de su partido que es también la voluntad del cartel o sea la de su mayoría parlamentaria.
Pero la cuestión en sí misma es muy compleja. No la resuelven realmente los votos de los congresos socialista y radical-socialista. La complica, de un lado, la posición de Caillaux tenazmente opuesto al cupo al capital. Caillaux es el financista máximo de su partido. Su designación como ministro de finanzas en un momento en que su amnistía moral no era aún completa, se ha fundado, precisamente, en la razón de su capacidad técnica. Se decía, antes de este nombramiento, que las finanzas francesas necesitaban un Necker. Y el optimismo de los diputados radicales-socialistas se mostraba persuadido de que la Francia actual tenía un Necker y que este Necker no era otro que Caillaux. Por consiguiente, la discrepancia entre el ministro de finanzas y los dos grupos sustantivos del bloque de izquierdas reviste una importancia señalada y única. No se trata de un ministro de finanzas corriente a quien, sin ningún sacrificio, se puede licenciar y reemplazar. Se trata de un ministro de finanzas que, por su pasado y por su presente, como administrador de la hacienda francesa, tiene una extraordinaria autoridad personal. Llamado al ministerio casi como un taumaturgo, Caillaux no puede ser despedido y sustituido fácilmente. Su partido y el cartel saben que Caillaux goza de la confianza de la banca y, en general, de la mayor parte de los capitalistas franceses. Los socialistas y los radicales-socialistas no componen, por otra parte, la totalidad del cartel. El cartel está integrado por los grupos parlamentarios de Briand y de Loucheur. Esta gente es también contraria al impuesto al capital, como a todas las orientaciones demasiado radicales de la izquierda. Y si, numéricamente, este sector del parlamento no tiene mucha significación, los intereses que representa otorgan a su actitud y a su voto una influencia nada negligible. No en balde Briand es uno de los más astutos y sagaces parlamentarios y Loucheur uno de los más poderosos capataces de la industria y la finanza de Francia. Su defección reforzaría considerablemente a las derechas.
Los radicales-socialistas no pueden haber considerado insuficientemente ninguna de estas circunstancias. Para que se hayan decidido, en su asamblea de Niza, por la ratificación del programa de mayo, en el punto más cálidamente propugnado por los socialistas, tienen que haber sentido, de un modo demasiado vivo que su política, a menos que se resigne a ser la misma del bloque nacional, necesita ser una política apoyada en la fuerza parlamentaria del socialismo. La ruptura y la caída del cartel, no perjudicaría a ningún grupo tanto como al radical-socialista. Dentro de una coalición totalmente burguesa, los radicales-socialistas se verían obligados a aceptar un sitio secundario. El jefe del gobierno no sería, por ningún motivo, ninguno de sus hombres. En el más favorable de los casos sería un Briand. Abdicando su programa, renunciando su papel en la política francesa, el partido radical-socialista resultaría prácticamente absorbido por el campo conservador. Los radicales-socialistas han experimentado ya una situación análoga. La “unión sagrada” de la guerra se hizo a sus expensas. Las derechas se beneficiaron de la atmósfera de la guerra y del armisticio. El partido radical-socialista fue impotente para salvar a Caillaux y a Malvy de una condena injusta. Solo desde que se resolvió a distinguirse y separarse del bloque nacional, declarándolo una necesidad de la guerra, empezó a recuperar sus antiguas posiciones. Su programa no es una consecuencia de su resurgimiento. Su resurgimiento es, más bien, una consecuencia de su programa.
De análisis en análisis, se arriba a los intereses, más que a los sentimientos, que el partido radical-socialista representa. Se arriba, mejor dicho, al estrato, a la capa social que dio en mayo del año pasado sus sufragios a los candidatos radicales. Esa capa social es la pequeña burguesía. El partido radical-socialista recluta sus electores en la pequeña burguesía, en la clase media, en un estrato social, cuyos intereses económicos se diferencian de los intereses de los gruesos industriales, de los ricos latifundistas, etc. Y que, por consiguiente, no aborda ni contempla las cuestiones de la economía francesa desde los mismos puntos de vista. En esta capa social, el partidos radical-socialista y el partido socialista son concurrentes; y, -aunque a primera vista no parezca lógico,- justamente por esta competición, en el parlamento, son aliados. Si el partido radical-socialista abandonara su programa de mayo, una gran parte de sus electores dejaría sus filas para engrosar las del partido socialista.
Así, lo primero que, una vez más, descubren las palabras y las posturas del radicalismo, es la subordinación de la política a la economía. Existe una ideología reformista, existe un programa centrista, porque existe una capa social intermedia, con intereses e impulsos distintos tanto de los de la burguesía conservadora como de los del proletariado revolucionario. El partido radical-socialista es el órgano de esta clase. Y su fuerza depende de la adhesión que las ideas de la reforma y del compromiso, hondamente arraigadas en la pequeña burguesía, encuentran en el partido socialista francés (S. F. I. O.), esto es en una gran parte del proletariado, conducido y dominado por intelectuales pequeño-burgueses.
¿Quiénes pagarán las deudas, quiénes saldarán los déficits acumulados de la hacienda francesa? En esta pregunta se condensa toda la cuestión política de Francia. Los programas de los partidos no traducen sino las diversas respuestas de las clases a esta pregunta. Pero esclarecidos y simplificados así los términos de la cuestión, una nueva interrogación emerge de su examen. ¿Es posible, es practicable, efectivamente, dentro de sus propios lineamientos, una política típicamente centrista? La experiencia del ministerio Painlevé es un resultado negativo. Painlevé y sus ministros, en el gobierno, han acabado por hallarse de acuerdo con las derechas y en desacuerdo consigo mismos o, al menos, con sus electores. Y han ofrecido el espectáculo de un ministerio reformista sostenido, en un momento dado, por una coalición conservadora.
Es posible que los haya satisfecho o consolado la certidumbre de que sus adversarios ofrecían, a su vez, el espectáculo de una coalición conservadora sosteniendo un ministerio reformista.

José Carlos Mariátegui La Chira

Marinetti y el futurismo

Marinetti y el futurismo

El futurismo no es,—como el cubismo, el expresionismo y el dadaísmo,—únicamente una escuela o una tendencia de arte de vanguardia. Es, «obre todo, un fenómeno interesante de la vida italiana. El futurismo no ha producido, como el cubismo, el expresionismo y el dadaísmo, un concepto o una forma definida o peculiar de creación artística. Ha adoptado, parcial o totalmente, conceptos o formas de movimientos afines. Mas que un esfuerzo de edificación de un arte nuevo ha representado un esfuerzo de destrucción del arte viejo. Pero ha aspirado a ser no sólo un movimiento de renovación artística sino también un movimiento de renovación política.
Ha intentado casi ser una filosofía. Y, en este aspecto, ha tenido raíces espirituales que se confunden o enlazan con las de otros fenómenos de la historia contemporánea de Italia.

Hace quince años del bautizo del futurismo. En febrero de 1909, Marinetti y otros artistas suscribieron y publicaron en París el primer manifiesto futurista. El futurismo aspiraba a ser un movimiento internacional. Nacía, por eso, en París. Pero estaba destinado a adquirir, poco a poco, una fisonomía y una esencia fundamentalmente italianas. Su “duce”, su animador, su caudillo era un artista de temperamento italianísimo: Marinetti, ejemplar típico de latino, de italiano, de meridional. Marinetti recorrió casi toda Europa. Dio conferencias en París, en Londres, en Petrognad. El futurismo, sin embargo, no llegó a aclimatarse duradera y vitalmente sino en Italia. Hubo un instante en que en los rangos del futurismo militaron los más sustanciosos artistas de la Italia actual: Papini, Govoni, Palazeschi, Folgore y otros. El futurismo no contenía entonces sino un afán de renovación.

Sus leaders quisieron que el futurismo se convirtiese en una doctrina, en un dogma. Los sucesivos manifiestos futuristas tendieron a definir esta doctrina, este dogma. En abril de 1909 apareció el famoso manifiesto contra el claro de luna. En abril de 1910 el manifiesto técnico de la pintura futurista, suscrito por Boccioni, Carrá, Russolo, Balita, Severini, y el manifiesto contra Venecia pasadista. En enero de 1911 el manifiesto de la música futurista por Balilla Pratella. En marzo de 1912 el manifiesto de la mujer futurista por Valentine de Saint Point. En abril de 1912 el manifiesto de la escultura futurista por Boccioni. En mayo el manifiesto de la literatura futurista por Marinetti. En pintura, los futuristas plantearon esta cuestión: que el movimiento y la luz destruyen la materialidad de los cuerpos. En música, iniciaron la tendencia a interpretar el alma musical de las muchedumbres, de las fábricas, de los trenes, de los transatlánticos. En literatura, inventaron las “palabras en libertad”. Las “palabras en libertad” son una literatura sin sintaxis y sin coherencia. Marinetti la definió como una obra de “imaginación sin hilos”.

En octubre de 1913 leader de los futuristas pasaron del arte a la política. Publicaron un programa político que no era, como los programas anteriores, un programa internacional sino un programa italiano. Este programa propugnaba una política extranjera “agresiva, astuta, cínica”. En el orden exterior, el futurismo se declaraba imperialista, conquistador guerrero. Aspiraba a una anacrónica restauración de la Roma Imperial. En el orden interno, se declaraba antisocialista y anti-clerical. Su programa, en suma, no era revolucionario sino reaccionario. No era futurista, sino pasadista. Concepción de literatos, se inspiraba sólo en razones estéticas.

Vinieron, luego, el manifiesto de la arquitectura futurista y el manifiesto del teatro sintético futurista. El futurismo completó así su programa ómnibus. No fue ya una tendencia sino un haz, un fajo de tendencías. Marinetti daba a todas estas tendencias un alma y una literatura comunes. Era Marinetti en esa época uno de los personajes más interesantes y originales del mundo occidental. Alguien lo llamó “la cafeína de Europa".

Marinetti fue en Italia uno de los más activos agentes bélicos. La literatura futurista aclamaba la guerra como la “única higiene del mundo”. Los futuristas excitaron a Italia a la conquista de Tripolitania. Soldado de esa empresa bélica, Marinetti extrajo de ella varios motivos y ritmos para sus poemas y sus libros. “Mafarka”, por ejemplo, es una novela de ostensible y cálida inspiración africana. Más tarde, Marinetti y sus secuaces se contaron entre los mayores agitadores del ataque a Austria.

La guerra dio a los futuristas una ocupación adecuada a sus gustos y aptitudes. La paz, en cambio, les fue hostil. Los sufrimientos de la guerra generaron una explosión de pacifismo. La tendencia imperialista y guerrera declinó en Italia. El partido socialista y el partido católico ganaron las elecciones e influyeron acentuadamente en los rumbos del poder. Al mismo tiempo inmigraron a Italia nuevos conceptos y formas artísticas francesas, alemanas, rusas. El futurismo cesó de monopolizar el arte de vanguardia. Carrá y otros divulgaron en la revista “Valori Plastici” las novísimas corrientes del arte ruso y del arte- alemán. Evolá fundó en Roma una capilla dadaísta. La casa de arte Bragaglia y su revista “¡Cronache di Attualifá”, alojaron las más selectas expresiones del arte europeo de vanguardia. Marinetti, nerviosamente dinámico, no desapareció ni un minuto de la escena. Organizó con uno de sus tenientes, el poeta Cangiullo, una temporada de teatro futurista. Disertó en París y en Roma sobre el tactilismo. Y no olvidó la política. El bolchevismo era la novedad del instante. Marinetti escribió “Mas allá del comunismo”. Sostuvo que la ideología futurista marchaba adelante de la ideología comunista. Y se adhirió al movimiento fascista.

El futurismo resulta uno de los ingredientes espirituales e históricos del fascismo. A propósito de D’Annunzio, dije que el fascismo es d’annunziano. El futurismo, a su vez, es una faz del d’annunzianismo. Mejor dicho, d’annunzianismo y marinettismo son aspectos solidarios del mismo fenómeno. Nada importa que D’Annunzio se presente como un enamorado de la forma clásica y Marinetti como su destructor. El temperamento de Marinetti es, como el temperamento de D’Annunzio un temperamento pagano, estetista, aristocrático, individualista. El paganismo de D’Annunzio se exaspera y extrema en Marinetti. Marinetti ha sido en Italia uno de los más sañudos adversarios del pensamiento cristiano. Arturo Labriola considera acertadamente a Marinetti como uno de los forjadores psicológicos del fascismo. Recuerda que Marinetti ha predicado a la juventud italiana el culto de la violencia, el desprecio de los sentimientos humanitarios, la adhesión a la guerra, etc.

Y el ambiente fascista, por eso, ha propiciado un retoñamiento del futurismo. La secta futurista se encuentra hoy en plena fecundidad. Marinetti vuelve a sonar bulliciosamente en Italia. Acaba de publicar un libro sobre “Futurismo y Fascismo”. Y en un artículo de su revista ‘“Noi” reafirma su filiación nietzchana y romántica. Preconiza el advenimiento pagano de una Artecracia. Sueña con una sociedad organizada y regida por artistas en vez de esta sociedad organizada y regida por políticos. Opone a la idea colectivista de la Igualdad la idea individualista de la Desigualdad. Arremete contra la Justicia, la Fraternidad, la Democracia.

Pero políticamente el futurismo ha sido absorvido por el fascismo. Dos escritores futuristas, Emilio Settimelli y Mario Garli, dirigen en Roma el diario “L’Impero”, extremístamente reaccionario y fascista. Settimelli dice en un artículo de “L’Impero” que “la monarquía absoluta es el régimen más perfecto”. El futurismo, ha renegado, sobre todo, sus antecedentes anticlericales e iconoclastas. Antes, el futurismo quería extirpar de Italia los museos y el Vaticano. Ahora, los compromisos del fascismo lo han hecho desistir de ese anhelo. El Fascismo se ha mancomunado con la Monarquía y con la Iglesia. Todas las fuerzas tradicionalistas, todas las fuerzas del pasado tienden necesaria e históricamente a confluir y juntarse. El futurismo se torna, así, paradójicamente pasadista. Bajo el gobierno de Mussolini y las camisas negras, su símbolo es el “fasciolitare” de la Roma Imperial.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Ramsay Mac Donald y el Labour Party

Ramsay Mac Donald y el Labour Party

Ramsay Mac Donald no es sólo un personaje distinguido de la burocracia de los Trade Unions y del Labour Party. Es, mental y espiritualmente, un tipo de “elite”. Pero su presencia en la jefatura del Labour Party no depende tanto de su relieve personal como del prevalecimiento de su tendencia en el proletariado británico. Mac Donald representa la actual ideología de ese proletariado. No es un leader casual, no es un leader accidental del Labour Party. El laborismo inglés se orienta, cada vez más, a izquierda. Está en una época de transición y de metamorfosis. Es natural, por ende, que su leader sea un leader centrista. Durante la guerra, en un período de “unión sagrada” : y de frente único nacional, los jefes normales del Labour Party eran sus hombres de derecha: Henderson, Thomas, Clynes.

Conducidos por estos pastores, los laboristas colaboraron con Lloyd George y el gobierno de la victoria. Pero, terminada la guerra, la derecha perdió terreno entre ellos. El ambiente proletario de Europa se tornó revolucionario y pacifista. Retoñó la flora intemacionalista. Reflotó la Segunda Internacional y apareció la Tercera. Y el choque entre la idea individualista y la idea colectivista adquirió un carácter violento y decisivo. Esta marejada revolucionaria empujó al Labour Party a una posición más avanzada. Creció, consecuentemente, en esta agrupación la influencia de la corriente centrista acaudillada por Mac Donald, antiguo leader de los laboristas independientes. Mac Donald, socialista, pacifista y centrista de la filiación de Longuet en Francia, de Kautsky en Alemania, reflejaba y resumía, mejor que James Thomas y que Arthur Henderson, el nuevo estado de ánimo, la nueva actitud espiritual de la mayoría de los obreros ingleses.

La historia del movimiento proletario inglés es sustancialmente la misma de los otros movimientos proletarios europeos. Poco importa que en Inglaterra el movimiento proletario se haya llamado laborista y en otros países se haya llamado socialista y sindicalista. La diferencia de adjetivos, de etiquetas, de vocabulario. La praxis proletaria ha sido más o menos uniforme y pareja en toda Europa. Los obreros europeos han seguido, antes de la guerra, un camino idénticamente lassalliano y reformista. Los historiadores de la cuestión social coinciden en ver en Marx y Lasalle a los dos hombres representativos de !a teoría socialista.
Marx, que descubrió la contradicción entre la forma política y la forma económica de la sociedad capitalista y predijo su ineluctable y fatal decadencia, dio al movimiento proletario una meta final: la propiedad colectiva de los instrumentos de producción y de cambio. Lassalle señaló las metas próximas, las aspiraciones provisorias de la clase trabajadora. Marx fue el autor del programa máximo. Lassalle fue el autor del programa [mínimo]. [La organización y la asociación] de los trabajadores no eran posibles si no se les asignaba fines inmediatos y contingentes. Su plataforma, por esto, fue más lassalliana que marxista. La Primera Internacional se extinguió apenas cumplida su misión de proclamar la doctrina de Marx. La Segunda Internacional, tuvo, en cambio, un ánima lassalliana, reformista y minimalista. A ella le tocó encuadrar y enrolar a los trabajadores en los rangos del socialismo y llevarlos, bajo la bandera socialista, a la conquista de todos los mejoramientos posibles dentro del régimen burgués: reducción de las horas de trabajo, aumento de los salarios, pensiones de invalidez, de vejez, de desocupación y de enfermedad. El mundo vivía entonces una era de desenvolvimiento de la economía capitalista. Se hablaba de la revolución como de una perspectiva mesiánica y distante. La política de los partidos socialistas y de los sindicatos obreros no era, por esto, revolucionaria sino reformista. No era marxista, sino lassalliana. El proletariado quería obtener de la burguesía todas las concesiones que esta se sentía más o menos dispuesta a acordarle. Congruentemente, la acción de los trabajadores era principalmente sindical y económica. Su acción política se confundía con la de los radicales burgueses. Carecía de una fisonomía y un color nítidamente clasistas. El proletariado inglés estaba, pues, colocado prácticamente sobre el mismo terreno que los otros proletariados europeos. Los otros proletariados usaban una literatura más revolucionaria. Tributaban frecuentes homenajes a su programa máximo. Pero, al igual que el proletariado inglés, se limitaban a la actuación solícita del programa mínimo. Entre el proletariado inglés y los otros proletariados europeos no había, pues, sino una diferencia formal, externa, literaria.

La guerra abrió una situación revolucionaria. Y desde entonces, una nueva corriente ha pugnado por prevalecer en el proletariado mundial. Y desde entonces, coherentemente con esa nueva corriente, los laboristas ingleses han sentido la necesidad de afirmar su filiación socialista y su credo revolucionario. Su acción ha dejado de ser exclusivamente económica y ha pasado a ser prevalentemente política. El proletariado británico ha ampliado sus reinvindicabiones. Ya no ha le ha interesado sólo la adquisición de tal o cual ventaja económica. La ha preocupado la asunción total del poder y la ejecución de una política netamente proletaria. Los espectadores superficiales y empíricos de la política y de la historia se han sorprendido de la mudanza. ¡Cómo— han exclamado—estos mesurados, estos cautos, estos discretos laboristas ingleses resultan hoy socialistas! ¡Aspiran también, revolucionariamente, a la abolición de la propiedad privada del suelo, de los ferrocarriles y de las máquinas!. Cierto; los laboristas ingleses son también socialistas. Antes no lo parecían; pero lo eran. No lo parecían porque se contentaban con la jornada de o-cho horas, el alza de los salarios, la protección de las cooperativas, la creación de los seguros sociales.
Exactamente las mismas cosas con que se contentaban los demás socialistas de Europa. Y porque no empleaban, como éstos, en sus mítines y en sus periódicos, una prosa incandescente y demagógica.
El lenguaje del Labour Party es hasta hoy evolucionista y reformista. Y su táctica es aún democrática y electoral. El Labour Party no está enrolado en las filas de la Internacional y del bolchevismo. Pero esta posición suya no es excepcional, no es exclusiva. Es la misma posición de la mayoría de los partidos socialistas y de los sindicatos obreros de Europa. La elite, la aristocracia del socialismo proviene de la escuela de la Segunda Internacional. Su mentalidad y su espíritu se han habituado a una actividad y un oficio reformistas y minimalistas. Sus órganos mentales y espirituales no consiguen adaptarse a un trabajo revolucionario. Constituyen una generación de funcionarios socialistas y sindicales desprovistos de aptitudes espirituales para la revolución, conformados para la colaboración y la reforma, impregnados de educación democrática, domesticados por la burguesía. Los bolcheviques, por esto, no establecen diferencias entre los laboristas ingleses y los socialistas alemanes. Saben que en la social-democracia tudesca no existe mayor ímpetu insurreccional que en el Labour Party. Y así Moscou ha subvencionado al órgano del Labour Party “The Dayly Herald”. Y ha autorizado a los comunistas ingleses a sostener electoralmente a los laboristas. En las elecciones del año pasado, los comunistas no exhibieron candidatos en las circunscripciones donde no tenían ninguna “chance” de éxito. Votaron en esas circunscripciones por los candidatos del Labour Party. En las elecciones próximas, mantendrán, seguramente, esta línea táctica.
Agrupación adolescente y embrionaria, el partido comunista inglés ha llegado a solicitar su admisión en el Labour Party.

El Labour Party no es estructural y propiamente un partido. En Inglaterra la actividad política del proletariado no está desconectada ni funciona separada de su actividad económica. Ambos movimientos, el político y el económico, se identifican y se consustancian. Son aspectos solidarios de un mismo organismo. El Labour Party resulta, por esto, una federación de partidos obreros: los laboristas, los independientes, los fabianos, antiguo núcleo de intelectuales, al cual pertenece el célebre dramaturgo Bernard Shaw. Todos estos grupos se fusionan en la masa laborista. Con ellos colabora, en la batalla, el partido comunista, formado de los viejos grupos explícitamente socialistas del proletariado inglés.

Hoy, el Labour Party se siente ya maduro para la asunción del poder. En universidades obreras y academias especiales, los intelectuales del Labour Party, entre ellos Bertrand Russell, el eminente catedrático de la Universidad de Cambridge, exponen los tópicos de un programa de gobierno de los trabajadores. Los pilotos del laborismo rumban su nave hacia el gobierno. La vía de la conquista del poder es, por ahora, para ellos, la vía democrática y electoral. Pero la presión histórica puede forzarlos a seguir otra vía.

Se piensa sistemáticamente que Inglaterra es refractaria a las revoluciones violentas. Y se agrega que la revolución social se cumplirá en Inglaterra sin convulsión y sin estruendo. Algunos teóricos socialistas pronostican que en Inglaterra se llegará al colectivismo a través de la democracia. El propio Marx dijo una vez que en Inglaterra el proletariado podría realizar pacíficamente su programa. Anatole France, en su libro “Sobre la piedra inmaculada”, nos ofrece una curiosa utopía de la sociedad del siglo MMCC: la humanidad es ya comunista; no queda sino una que otra república burguesa en el Africa; en Inglaterra la revolución se ha operado sin sangre ni desgarramientos; más Inglaterra, socialista, conserva sin embargo la monarquía.

Inglaterra, realmente, es el país tradicional de la política del compromiso. Es el país tradicional de la reforma y de la evolución. La filosofía evolucionista de Spencer y la teoría de Darwin sobre el origen de las especies son dos productos típicos y genuinos de la inteligencia, del clima y del ambiente británicos.

En esta hora de tramonto de la democracia y del parlamento, Inglaterra es todavía la plaza fuerte del sufragio universal. Las muchedumbres, que en otras naciones europeas, se entrenan para el “putsch” y la insurrección, en Inglaterra se aprestan para las elecciones como en los más beatos y normales tiempos pre-bélicos. La beligerancia de los partidos es aún una beligerancia ideológica, oratoria, electoral.
Los tres grandes partidos británicos—conservador, liberal y laborista—usan como instrumentos de lucha Ia prensa, el mitin, el discurso. Ninguna de esas facciones propugna su propia dictadura. El gobierno no se estremece ni se espeluzna de que centenares de miles de obreros desocupados desfilen por las calles de Londres tremolando sus banderas rojas, cantando sus himnos revolucionarios y ululando contra la burguesía. No hay en Inglaterra hasta ahora ningún Mussolini en cultivo, ningún Primo de Rivera en incubación.

Malgrado esto, la reacción tiene en Inglaterra uno de sus escenarios centrales. El propósito de los conservadores de establecer tarifas proteccionistas es un propósito esencial y característicamente reaccionario. Representa un ataque de la reacción al liberalismo y al librecambismo de la Inglaterra burguesa. Ocurre sólo que la reacción ostenta en Inglaterra una fisonomía británica, una traza británica. Eso es todo. No habla el mismo idioma ni usa el mismo énfasis brutal y tundente que en otros países. La reacción, como la revolución, se presenta en tierra inglesa con muy sagaces ademanes y muy buenas palabras.. Es que en Inglaterra, ciudadela máxima de la civilización capitalista, la mentalidad evolucionista, historicista y democrática de esta civilización está más arraigada que en ninguna otra parte.

Pero esa mentalidad está en crisis en el mundo. Los conservadores y los liberales ingleses no tienden a una dictadura de clase porque el riesgo de que los laboristas asuman íntegramente el poder aparece aún lejano. Más el día en que los laboristas conquisten la mayoría, los conservadores y los liberales, divididos hoy por una orden del día proteccionista, se coaligarían y se soldarían instantáneamente. La unión sagrada de la época bélica renacería . Existen síntomas de que esta polarización se halla ya en marcha. El año posado los liberales de Asquith y los liberales de Lloyd George combatieron separadamente en las elecciones.
La experiencia de esas elecciones, en las cuáles los conservadores ganaron, el primer puesto y los laboristas el segundo puesto en el parlamento, ha inducido este año a las dos ramas liberales a mancomunarse contra la derecha y contra la izquierda. El lenguaje de los liberales parece muy neto y muy categórico. Dicen los liberales que Inglaterra debe rechazar la reacción conservadora y la revolución socialista y permanecer fiel al liberalismo, a la evolución, a la democracia. Pero este lenguaje es eventual y contingente. Mañana que la amenaza laborista crezca, todas las fuerzas de la burguesía se fundirán en un solo haz, en un solo bloque, y acaso también en un solo hombre.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Nitti

Nitti

Nitti, Keynes y Caillaux ocupan el primer rango entre los pionners y los fautores dela política de reconstrucción europea. Estos estadistas propugnan una política de solidaridad y de cooperación entre las naciones y de solidaridad y cooperación entre las clases. Patrocinan un programa de paz internacional y de paz social. Contra este programa insurgen las derechas que, en el orden internacional, tienen una orientación imperialista y conquistadora y, en el orden doméstico, una orientación reaccionaria y antisocialista. La aversión de las extremas derechas a la política bautizada con el nombre de "política de reconstrucción europea" es una aversión histérica, delirante y fanática. Sus clubs y sus logias secretas condenaron a muerte a Walther Rathenau que aportó una contribución original, rica e inteligente al estudio de los problemas de la paz.

La política de reconstrucción europea es la política de Lloyd George. Es la política de la transacción y del compromiso entre el orden viejo y el orden nuevo. Nitti, Keynes, Caillaux, son sus teóricos, sus ideólogos, sus catedráticos; Lloyd George es, más bien, su realizador. Los puntos de vista de Nitti, de Caillaux, de Keynes son panorámicos y generales; los puntos de vista de Lloyd George son contingentes y graduales. Pero unos y otros tienen la misma filiación y la misma tendencia.

El actual capítulo de la historia mundial es un capítulo reaccionario y guerrero. Sus protagonistas típicos, peculiares, característicos, son Mussolini, Poincaré y Primo de Rivera. Prevalecen, agudamente, las corrientes de la reacción y del nacionalismo. En Alemania se incuba un “putsch” pangermanista destinado a inaugurar una dictadura de los grupos de derecha. En todas partes, toma la ofensiva la idea conservadora. Los políticos de la reconstrucción saben que el instante no les es propicio. Pero confían en una conquista paulatina de la opinión. Y lanzan al asalto sus libros, sus periódicos, sus discursos. Su propaganda penetra, sobre todo, en los núcleos intelectuales, más sensibles a la ideología de la reforma que a la ideología de la revolución o de la reacción.

La figura de Nitti es, pues, una alta figura europea. Nitti no se inspira en una visión local sino en una visión europea de la política. La crisis italiana es enfocada por el pensamiento y la investigación de Nitti sólo como un sector, como una sección de la crisis mundial. Nitti escribe un día para el “Berliner Tageblatt” de Berlín y otro día para la United Press de New York. Polemiza con hombres de París, de Varsovia, de Moscou.

Nitti es un italiano meridional. Sin embargo, no es el suyo un temperamento tropical, frondoso, excesivo, como suelen serlos temperamentos meridionales. La dialéctica de Nitti es sobria, escueta, precisa. Acaso por esto no conmueve mucho al espíritu italiano, enamorado de un lenguaje retórico, teatral y ardiente. Nitti, como Lloyd George, es un relativista de la política. No lo atrae la reacción ni la revolución. No se adapta a una posición extremista. No es accesible al sectarismo de la derecha ni al sectarismo de la izquierda. Es un político frío, cerebral, risueño, que matiza sus discursos con notas de humorismo y de ironía. Es un político que “fa dello spirito” como dicen los italianos. Pertenece a esa categoría de políticos de nuestra época que han nacido sin fe en la ideología burguesa y sin fe en la ideología socialista y a quiénes, por tanto, no repugna ninguna transacción entre la idea nacionalista y la idea internacionalista, entre la idea individualista y la idea colectivista. Los conservadores puros, los conservadores rígidos, vituperan a estos estadistas eclécticos, permeables y dúctiles. Excecran su herética falta de fe en la infalibilidad y la eternidad de la sociedad burguesa. Los declaran inmorales, cínicos, derrotistas, renegados. Pero este último adjetivo, por ejemplo, es clamorosamente injusto. Esta generación de políticos relativistas no ha renegado nada por la sencilla razón de que nunca ha creído ortodoxamente nada. Es una generación estructuralmente adogmática y heterodoxa. Vive equidistante de las tradiciones del pasado y de las utopías del futuro. No es futurista ni pasadista, sino presentista, actualista. Ante las instituciones viejas y las instituciones venideras tiene una actitud agnóstica y pragmatista. Pero, recónditamente, esta generación tiene también una fe, un mito, una religión. La fe, el mito, la religión de la Civilización occidental. La raíz de su evolucionismo es esta devoción íntima. Es refractaria a la reacción porque teme que la reacción excite, estimule y enardezca el ímpetu destructivo de la revolución. Piensa que el mejor modo de combatir la revolución violenta es el de hacer la revolución pacífica. No se trata, para esta generación política, de conservar el orden viejo ni de crear el orden nuevo: se trata de salvar la Civilización, esta Civilización occidental, esta “abendlaendische Kultur” que, según Oswald Spengler, ha llegado a su plenitud y, por ende, a su decadencia. Gorki, justamente, ha clasificado a Nitti y a Nansen como a dos grandes espíritus de la Civilización europea. En Nitti se percibe, en efecto, a través de sus excepticismos y sus relativismos, una adhesión absoluta: su adhesión a la Cultura y al Progreso europeos. Antes que italiano, se siente europeo, se siente occidental, se siente blanco. Quiere, por eso, la solidaridad de las naciones europeas, de las naciones occidentales. No le inquieta la suerte de la Humanidad con mayúscula; le inquieta la suerte de la humanidad occidental, de la humanidad blanca. No acepta el imperialismo, de una nación europea sobre otra; pero sí acepta el imperialismo del mundo occidental sobre el mundo cafre, hindú, árabe o piel roja.

Sostiene Nitti, como todos los políticos de la “reconstrucción”, que no es posible que una potencia europea extorsione o ataque a otra sin daño para toda la economía europea, para toda la vitalidad europea. Los problemas de la paz han revelado la solidaridad, la unidad del organismo económico de Europa. Y la imposibilidad de la restauración de los vencedores a costa de la destrucción de los vencidos. , A los vencedores les está vedada, por primera vez en la historia del mundo, la voluptuosidad de la venganza. La reconstrucción europea no puede ser sino obra común y mancomunada de todas las grandes naciones de Occidente. En su libro “Europa senza pace”, Nitti recomienda las siguientes soluciones: reforma de la sociedad de las naciones sobre la base de la participación de los vencidos; revisión de los tratados de paz; abolición de la comisión de reparaciones; garantía militar a Francia; condonación recíproca de las deudas interaliadas, al menos en una proporción del ochenta por ciento; reducción de la indemnización alemana a cuarenta mil millones de francos oro; reconocimiento a Alemania de la cancelación de veinte mil millones como monto de sus pagos efectuados en oro, mercaderías, naves, etc. Pero las páginas críticas, polémicas, destructivas de Nitti son más sólidas y más brillantes que sus páginas constructivas. Nitti ha hecho con más vigor la descripción de la crisis europea que la teorización de sus remedios. Su exposición del caos, de la ruina europea es impresionantemente exacta y objetiva; su programa de reconstrucción es, en cambio, hipotético y subjetivo.

A Nitti le tocó el gobierno de Italia en una época agitada y nerviosa de tempestad revolucionaria y de ofensiva socialista. Las fuerzas proletarias estaban en Italia en su apogeo. Ciento cincuentaicinco diputados socialistas ingresaron en la cámara con el clavel rojo en la solapa y las estrofas de la Internacional en los labios. La Confederación General del Trabajo, que representaba a más de dos millones de trabajadores gremiados, atrajo a sus filas a los sindicatos de funcionarios y empleados del Estado. Italia parecía madura para la revolución. La política de Nitti, bajo la sugestión de este ambiente revolucionario, tuvo necesariamente una entonación y un gesto demagógicos. El Estado abandonó algunas de sus posiciones doctrinarias ante el empuje de la ofensiva revolucionaria.
Nitti dirigió sagazmente esta maniobra. Las derechas, soliviantadas y dramáticas, lo acusaron de debilidad y de derrotismo.
Lo denunciaron como un sabotador, como un desvalorizador de la autoridad del Estado. Lo invitaron a la represión inflexible de la agitación proletaria. Pero estas grimas, estas aprénsiones y estos gritos de las derechas no conmovieron a Nitti.

Avizor y diestro, comprendió que oponer a la revolución un dique granítico era provocar, talvez, una insurrección violenta. Y que era mejor abrir todas las válvulas del Estado al escape y al desahogo de los gases explosivos acumulados a causa de los dolores de la guerra y los desabrimientos de la paz. Obediente a este concepto, se negó a castigar las huelgas de ferroviarios y telegrafistas del Estado y a usar rígidamente las armas de la ley, de los tribunales y de los gendarmes. En medio del escándalo y la consternación de las derechas, tornó a Italia, amnistiado, el leader anarquista Enrique Malatesta. Y los delegados del partido socialista y de los sindicatos, con pasaportes regulares del gobierno, marcharon a Moscou para asistir al congreso de la Tercera Internacional. Nitti y la Monarquía flirteaban con el socialismo. El director de “La Nazione” de Florencia me decía en aquella época: “Nitti lascia andaré”. Ahora se advierte que, históricamente, Nitti salvó entonces a la burguesía italiana de los asaltos de la revolución. Su política transaccional, elástica, demagógica, estaba dictada e impuesta por las circunstancias históricas. Pero, en la política como en la guerra, la popularidad no corteja a los generalísimos de las grandes retiradas sino a los generalísimos de las grandes batallas. Cuando la ofensiva revolucionaria empezó a agotarse y la reacción a contraatacar, Nitti fue desalojado del gobierno por Giolitti. Con Giolitti la ola revolucionaria llegó a su plenitud en el episodio de la ocupación de las usinas metalúrgicas . Y entraron en acción Mussolini, las “camisas negras” y el fascismo. Las izquierdas, sin embargo, volvieron todavía a la ofensiva. Las elecciones de 1921, maIgrado las guerrillas fascistas, reabrieron el parlamento a ciento treintaiséis socialistas. Nitti, contra cuya candidatura se organizó una gran cruzada de las derechas, volvió también a la cámara. Varios diarios cayeron dentro de la órbita nittiana. Aparecieron en Roma “Il Paese” e “II Mondo”. Los socialistas, divorciados de los comunistas, estuvieron próximos a la colaboración ministerial. Se anunció la inminencia de una coalición social-democrática dirigida por De Nicola o por Nitti. Pero los socialistas, cisionados y vacilantes, se detuvieron en el umbral del gobierno. La reacción acometió resueltamente la Conquista del poder. Los fascistas marcharon sobre Roma y barrieron de un soplo el raquítico, pávido y medroso ministerio Facta. Y la dictadura de Mussolini dispersó a los grupos demócratas y liberales.

La burguesía italiana, después, se ha uniformado, oportunísticamente, de “camisa negra”. “El Paese” filo-socialista’ ha sido transformado en “II Nuovo Paese” fascista ultraísta. “Il Secolo XIX”, viejo reducto de la democracia, evacuado por Mario Missiroli y Guglielmo Ferrero, ha ingresado en la prensa fascista. Una parte de los populares ha abandonado a Don Sturzo para escoltar a los “fasci”. Y Andrea Torre, fundador del “Mondo” ha concluido por tratar con Mussolini. Pero Nitti no ha capitulado ante el fascismo. Menos oportunista, menos flexible que Lloyd George no se ha plegado a las pasiones actuales de la muchedumbre . Se ha retirado a su provincia, a la Basilicata, a su vida de estudioso, de- investigador y de catedrático. El instante no es favorable a los hombres de su tipo. Nitti no habla un lenguaje pasional sino un lenguaje intelectual. No es un leader tribunicio y tumultuario. Es un hombre de ciencia, de universidad y de academia. Y en esta época de neo-romanticismo, las muchedumbres no quieren estadistas sino caudillos. No quieren sagaces pensadores sino bizarros, míticos y taumatúrgicos capitanes.

El programa de reconstrucción europea propuesto por Nitti es típicamente -el programa de un economista. Nitti, saturado del
pensamiento de su siglo, tiende a la interpretación económica, materialista, de la historia. Algunos de sus críticos se duelen precisamente de su inclinación sistemática a considerar exclusivamente el aspecto económico de los fenómenos históricos y a descuidar su aspecto moral y psicológico. Nitti cree, fundadamente, que la solución de los problemas económicos de la paz resolvería la crisis. Y ejercita toda su influencia de estadista y de leader para conducir a Europa a esa solución. Pero, la dificultad que existe para que Europa acepte un programa de cooperación y asistencia internacionales, revela, probablemente, que las raíces de la crisis son más hondas e invisibles. El oscurecimiento del buen sentido occidental no es una causa de la crisis sino uno de sus síntomas, uno de sus efectos, una de sus expresiones. Los políticos de la “reconstrucción” se dirigen a la inteligencia de los pueblos. Más la inteligencia de los pueblos está nublada por las ráfagas misteriosas de la pasión.

Jose Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Hilferding y la social-democracia alemana

Mala fortuna tienen, en esta época, las “ententes”. La Entente anglo-franco-italiana, desavenida y descompaginada, cruje periódica y ruidosamente. La entente entre Stinnes y la social-democracia alemana resulta también una unión morganática frágil y quebradiza. Las relaciones entre los populistas y los socialistas alemanes son corteses en la mañana, contenciosas en la tarde. A consecuencia de estos malos humores consuetudinarios se desplomó dramáticamente el ministerio Stressemann-Hilferding.
A la crónica de esa crisis ministerial -de la cual ha salido galvanizada y remendada la híbrida coalición industrial-socialista- está muy vinculado el nombre de Rudolph Hilferding, uno de los leaders primarios, uno de los conductores sustantivos de la social-democracia alemana. La figura de Hilferding, agriamente contrastada durante la crisis ministerial, tiene así contornos de actualidad y relieves de moda. Su presentación en este proscenio hebdomadario de personajes y escenas mundiales es oportuna, además, para enfocar a la socialdemocracia en una postura difícil de su historia.
La política de Hilferding en el ministerio de finanzas obedecía a la necesidad de apaciguar la agitación y la miseria de las masas. Tendía, por esto, a revalorizar el marco y a fiscalizar los precios de la alimentación popular. Hilferding proyectaba que el Estado se incautase de todas las divisas extranjeras existentes en Alemania. Decretó la declaración forzosa de estos valores por sus propietarios. Y amenazó a los remisos con severos castigos. Esta política fiscal atacaba el interés de los rentistas, de los agricultores y de otros acaparadores habituales de monedas extranjeras. Una gran parte de la burguesía alemana ululó contra la demagogia financiera del ministro-socialista. No se trataba, en verdad, de un caso de demagogia personal. Hilferding actuaba conminado por las masas, desconfiadas y malcontentas del entendimiento con Stinnes, defensoras vigilantes de la jornada de ocho horas. Pero las críticas eran inevitablemente nominativas. Y apuntaban contra Hilferding. Vino la fractura del bloque populista-socialista. Se predijo la imposibilidad de soldarlo y la inminencia de que brotara de la crisis una dictadura. Un frente único de todos los partidos burgueses -pangermanistas, populistas, católicos y demócratas- bajo el auspicio y la dirección de Stresemann. Pero los católicos y los demócratas -tendencialmente centristas y transaccionales- opinaron por la reconstrucción de un gobierno parlamentario emanado de la mayoría del Reichstag. Estas sugestiones centristas coincidieron con recíprocas concesiones de populistas y socialistas y promovieron la reconstitución del antiguo bloque mixto. Surgió así el actual gabinete Stressemann. La estructura parlamentaria de este gabinete es la misma del gabinete anterior; pero su personal es un poco diverso. Hilferding, por ejemplo, no ha vuelto al ministerio de finanzas.
Hilferding es uno de los economistas máximos de la social-democracia. (El viejo Berstein marcha hacia su jubilación.) El grupo socialista del Reichstag considera a Hilferding su mejor experto, su mejor técnico de finanzas. Una tarde, en el Reichstag, conversando con Breischeidt -otro leader de la social-democracia actualmente candidato al ministerio de negocios extranjeros- quise de él algunos esclarecimientos concretos sobre el programa financiero del grupo socialista. Olvidaba la tendencia de los alemanes a la especialización, al tecnicismo, al encasillamiento. Breischeidt, especialista en cuestiones extranjeras, no se reconocía capacidad para hablar de cuestiones económicas. Y me remitió al especialista, al perito: —Vea Ud. a Hilferding. Hilferding le expondrá nuestros puntos de vista. Presentado por Breischeidt, conocí a Hilferding. El marco -era el mes de noviembre del año último- caía vertiginosamente. Seguía la vía de la corona austriaca y del rublo moscovita. Hilferding estudiaba los medios de estabilizarlo. Nuestra conversación, inactual ahora, versó sobre este tópico.
Antiguo estudioso de economía, Hilferding es un exégeta original y hondo de las tesis económicas de Marx. Es autor de un libro notable, “El capital financiero”, dedicado al examen de los fenómenos de la concentración capitalista. Hilferding observa en este libro que la concentración capitalista está cumplida en los países de economía desarrollada. En Alemania, por ejemplo, la producción se encuentra casi totalmente controlada por los grandes bancos. Y por consiguiente, la simple socialización de estos sería la inauguración del régimen colectivista. El “Finanzkapital” interesó mucho a la crítica marxista. Y colocó a Hilferding en los rangos más conspicuos de la social-democracia.
La posición de Hilferding en el socialismo alemán ha sido, en un tiempo, una posición de izquierda y de vanguardia. Pero Hilferding no ha jugado nunca un rol tribunicio ni tumultuario. Se ha comportado siempre exclusivamente como un hombre de estado mayor. Ha sido invariablemente un estadista científico, terso, gélido, cerebral; no ha sido un tipo de conductor ni de caudillo. Durante la guerra, el grupo socialista del Reichstag se cisionó. Una minoría, acaudillada por Liebnecht, Dittmann, Hilferding, Crispien, Haase, declaró su oposición a los créditos bélicos. Y asumió una actitud hostil a la guerra. La mayoría expulsó de las filas de la social-democracia a los diputados disidentes. Entonces la minoría fundó un hogar aparte: el partido socialista independiente. En 1918, emergió de la revolución alemana una tercera agrupación socialista: los comunistas o espartaquistas de Karl Liebnecht y Rosa Luxemburgo. Los socialistas independientes ocuparon una posición centrista e intermedia. Diferenciaron su rumbo del de los socialistas mayoritarios y del de los comunistas. Hilferding dirigía el órgano de la facción: “Die Freiheit”. En 1920, los socialistas independientes tuvieron en Halle su congreso histórico. Deliberaron sobre las condiciones de adhesión a la Tercera Internacional y de unión a los comunistas. Una fracción, encabezada por Hoffmann, Stoecker y Daumig propugnaba la aceptación de las condiciones de Moscou; otra fracción, encabezada por Hilferding, Crispien y Ledebour, la combatía. Zinoview, a nombre de la Tercera Internacional, asistió al congreso. Hilferding, orador oficial de la fracción esquiva y secesionista, polemizó con el leader bolchevique. El congreso produjo el cisma. La mayoría de los delegados votó por la adhesión a Moscou. Trescientos mil afiliados abandonaron los rangos del partido socialista independiente para sumarse a los comunistas. El resto de la agrupación reafirmó su autonomía y su centrismo. Pero aligerado de su lastre revolucionario, empezó muy pronto a sentir la atracción del viejo hogar social-democrático. En el proletariado no existen sino dos intensos campos de gravitación: la revolución y la reforma. Los núcleos desprendidos de la revolución están destinados, después de un intervalo errante, a ser atraídos y absorbidos por la reforma. Esto le aconteció a los socialistas independientes de Alemania. En octubre del año pasado reingresaron en los rangos de la socialdemocracia y del “Vorvaerts”. Y extinguieron la cismática “Freiheit”. Únicamente Ledebour y otros socialistas, bizarramente secesionistas y centrífugos, se resistieron a la unificación.
Hilferding está clasificado, dentro del socialismo europeo, como uno de los representantes de la ideología democrática y reformista. En la polémica, en la controversia entre bolchevismo y menchevismo, entre la Segunda y la Tercera Internacional, la posición de Hilferding no ha sido rigurosamente la misma de Kautsky. Hilferding ha tratado de conservar una actitud virtualmente revolucionaria. Ha impugnado la táctica “putschista” e insurreccional de los comunistas; pero no ha impugnado su ideología. Ha disentido de la praxis de la Tercera Internacional; pero no ha disentido explícitamente de su teoría. Ha dicho que era necesario crear las condiciones psicológicas, morales, ambientales de la revolución. Que no bastaba la existencia de las condiciones económicas. Que era elemental y primario el orientamiento espiritual de las masas. Pero esta dialéctica no era sino formal y exteriormente revolucionaria. Malgrado sus reservas mentales, Hilferding es un social-democrático, un social-evolucionista; no es un revolucionario. Su localización en la social-democracia no es arbitraria ni es casual.
Zinoview, en su prosa beligerante, polémica y agresiva, define así al autor del “Finazkapital”: “Hilferding es una especie de subrogado de Kautsky. Y el Hilferding enmascarado es más aceptable que el Kautsky tontamente sincero. Sus relaciones con banqueros y agentes de bolsa han desarrollado en Hilferding una elasticidad que no posee su maestro Kaustky. Hilferding esquiva con una facilidad extraordinaria las cuestiones difíciles. Sabe callar ahí donde Kautsky profiere abiertamente insulceses contrarrevolucionarias. En una palabra, es adaptable, elástico y prudente.”
Pero este Hilferding, mordazmente excomulgado y descalificado por la extrema izquierda, resulta, naturalmente, un peligroso y disolvente demagogo para la extrema derecha. Su caída del ministerio de finanzas, por ejemplo, es un efecto de la incandescente ojeriza reaccionaria y conservadora. El compromiso, la transacción entre la alta industria y la social-democracia, se tasaron sobre el interés precariamente común de una política de saneamiento del marco y de mitigamiento del hambre y la miseria. La requisición de valores extranjeros de propiedad particular y la fiscalización de los precios de los granos y las legumbres no molestaban a Stinnes ni a la alta industria. Pero herían intensamente a las varias jerarquías de agricultores, de comerciantes, de intermediarios y de especuladores, interesados en sustraer sus divisas extranjeras y sus precios al control del Estado. Y la social-democracia, en tanto, no podía renunciar a estas medidas elementales. Al mismo tiempo, no podía avenirse pasivamente a la abolición de la jornada de ocho horas ni al abandono de los ferrocarriles ni de los bosques demaniales a un trust privado. Aquí comenzó el choque, el conflicto entre los socialistas y los populistas. Este choque, este conflicto reaparecen en la cuestión de la emisión de una nueva moneda. A este respecto, los puntos de vista de la industria y de la agricultura, de los populistas y de los pangermanistas, casi coinciden y convergen. Helferich, leader del partido de los junkers y los terratenientes, propone la creación de un banco privado que emita una moneda estable respaldada con cereales y oro por la agricultura y la industria. Los industriales planean un banco de emisión con un capital de quinientos millones de marcos oro cubierto con suscriciones de la industria y del capital extranjero. Ambos proyectos trasladan del Estado a los particulares la función de emitir moneda. Esta es su característica esencial. Ahora bien. Los socialistas quieren absolutamente que la emisión de una moneda estable sea efectuada por el Estado a base de enérgicas imposiciones a la gran propiedad. Un compromiso, un acuerdo resultan, por tanto, asaz difíciles y problemáticos. El capitalismo alemán intenta asumir directamente las funciones económicas del Estado. Pretende, en suma, separar el Estado económico del Estado político. La crisis del Estado contemporáneo, del Estado democrático se dibuja aquí en sus contornos sustanciales. El capitalismo alemán dice que, si no es independizada del Estado, la emisión del marco, estará sujeta a nuevos exorbitantes inflamientos. Los ingresos del Estado no alcanzan a cubrir ni un quince por ciento de los egresos. El Estado, por consiguiente no dispone de otro recurso que la impresión constante, vertiginosa, desenfrenada de papel moneda. Estas observaciones descubren, indirectamente, la intención de los capitalistas. Despojado de la función de emitir moneda, subordinado a los auxilios voluntarios de los capitalistas, el Estado caería en la bancarrota, en la falencia, en la miseria. Tendría que reducir al límite más modesto sus servicios y sus actividades. Tendría que licenciar a un inmenso ejército de funcionarios, empleados y trabajadores. La industria privada se libraría de la concurrencia del Estado empresario en el mercado del trabajo. Los acreedores de Alemania -Francia, etc.- no pudiendo negociar ni pactar con el Estado insolvente y mendigo, negociarían y pactarían directamente con los trusts verticales.
Los leaders de la social-democracia no pueden aceptar esta política plutocrática. La burguesía alemana tiende, por eso, a una dictadura de las derechas. Y su actitud estimula en el proletariado la idea de una dictadura de las izquierdas. El gabinete de Stressemann puede ser muy bien el último gabinete parlamentario de Alemania. La tendencia histórica contemporánea es la tendencia al gobierno de clase. La situación del mundo se opone a que prospere la política de la transacción, de la reforma y del compromiso. Y la crisis de esta política, que es la crisis de la democracia, condena al ostracismo del poder y de la popularidad a los hombres de filiación democrática y reformista.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Nacionalismo e Internacionalismo

Los confines entre el nacionalismo y el internacionalismo no están aún muy esclarecidos a pesar de la convivencia ya vieja de ambas ideas. Los nacionalistas condenan íntegramente la tendencia internacionalista. Pero en la práctica le hacen algunas concesiones a veces solapadas, a veces explícitas. El fascismo por ejemplo, colabora en la Sociedad de las Naciones. Por lo menos no ha desertado de esta sociedad que se alimenta del pacifismo y del liberalismo wilsonianos.
Acontece, en verdad, que ni el nacionalismo ni el internacionalismo siguen una líneas ortodoxa ni intransigente. Más todavía no se puede señalar matemáticamente dónde concluye el nacionalismo y dónde empieza el internacionalismo. Elementos de una idea andan, a veces, mezclados a elementos de la otra.
La causa de esta oscura demarcación teórica y práctica resulta muy clara. La historia contemporánea nos enseña a cada paso que la nación no es una abstracción, no es un mito; pero que la civilización, la humanidad tan poco lo son. La evidencia de la realidad nacional no contraria no confuta la evidencia de la realidad internacional. La incapacidad de comprender y admitir esta segunda y superior realidad es una simple miopía, es una una limitación orgánica. Las inteligencias envejecidas mecanizadas en la contemplación de la antigua perspectiva nacional, no saben distinguir la nueva, la vasta la compleja perspectiva internacional. La repudian y la niegan porque no pueden adaptarse a ella. El mecanismo de esta actitud es el mismo de la que rechaza automática y apriorísticamente la física einsteniana.
Los internacionalistas exceptuados algunos ultraistas, algunos románticos pintorescos inofensivos se comportan con menos intransigencia. Como los relativistas ante la física de Galileo. Los internacionalistas no contradicen toda la teoría nacionalista. Reconocen que corresponde a la realidad, pero solo en la primera aproximación. El nacionalismo aprehende una parte de la realidad; pero nada más que una parte. La realidad es mucho más amplia, menos finita. En una palabra, el nacionalismo es válido como afirmación pero no como negación. En el capítulo actual de la historia tiene el mismo valor del provincialismo del regionalismo en capítulos pretéritos. Es un regionalismo de nuevo estilo.
¿Por qué se exacerba porque se hiperestesia, en nuestra época, este sentimiento que su ancianidad debía haber vuelto un poco más pasivo y menos ardiente? La respuesta es fácil. El nacionalismo es una faz, un lado del extenso fenómeno reaccionario. La reacción se llama, sucesiva o simultáneamente, chauvinismo, fascismo, imperialismo, etc. No es por azar que los monarquistas de L'Action Francaise son, al mismo tiempo, agresivamente jingoístas y militaristas. Se opera actualmente, un complicado proceso de ajustamiento, de adaptación de las naciones y sus intereses a una convivencia solidaria. No es posible que este proceso se cumpla sin resistencia extrema de mil pasiones centrífugas y de mil intereses secesionistas. La voluntad de dar a los pueblos una disciplina internacional tiene que provocar una erección exasperada del sentimiento nacionalista que, romántica y anacrónicamente, querría aislar y diferenciar los intereses de la propia nación de los restos del mundo.
Los fautores de esta reacción califican al internacionalismo de utopía. Pero, evidentemente los internacionalistas son más realistas y menos románticos de lo que parecen. El internacionalismo no es únicamente una idea, un sentimiento; es, sobre todo, un hecho histórico. La civilización occidental ha internacionalizado, ha solidarizado la vida de la mayor parte de la humanidad. Las ideas las pasiones se propagan veliz, fluida, universalmente.
Cada día es mayor la rapidez con que se difunden las corrientes del pensamiento y de la cultura. La civilización ha dado al mundo un nuevo sistema nervioso.
Trasmitida por el cable, las hondas hertzianas, la prensa etc, toda gran emoción humana recorre instantáneamente un mundo. El hábito regional decae poco a poco. La vida tiende a la uniformidad, a la unidad. Adquiere el mismo estilo, el mismo tipo de todos los grandes centros urbanos: Buenos Aires, Quebec, Lima, copian la moda de París. Sus sastres y modistas imitan los modelos de Paquin. Esta solidaridad, esta uniformidad no son exclusivamente occidentales. La civilización europea atrae, gradualmente, a su órbita y a sus costumbres a todos los pueblos y a todas las razas. Es una civilización dominadora que no tolera la existencia de ninguna civilización concurrente o rival. Una de sus características esenciales es su fuerza de expansión. Ninguna cultura conquistó jamás una extensión tan vasta de la Tierra. El inglés que se instala en una rincón África lleva ahí el teléfono, el automóvil, el polo. Junto con las máquinas y las mercaderías se desplazan las ideas y las emociones occidentales. Aparecen extraña e insólitamente vinculadas la historia y el pensamiento de los pueblos más diversos.
Todos estos fenómenos son absoluta e inconfundiblemente nuevos. Pertenecen exclusivamente a nuestra civilización que, desde este punto de vista no se parece a ninguna de las civilizaciones anteriores. Y con estos hechos no coordinan otro. Los Estados europeos acaban de constatar y reconocer, en la conferencia de Londres, la imposibilidad de restaurar sus economía y su producción respectivas sin su pacto de asistencia mutua. A causa de sus interdependencia económica los pueblos no pueden como antes, acometerse y despedazarse impunemente. No por sentimentalismo, sino por requerimiento de us propio interés, los vencedores tienen que renunciar al place de sacrificar a los vencidos.
El internacionalismo no es una corriente novísima. Desde hace un siglo, aproximadamente se nota la civilización europea la tendencia a preparar una organización internacional de la humanidad. Tampoco es el internacionalismo una corriente exclusivamente revolucionaria. Hay un internacionalismo socialista y un internacionalismo burgués, lo que no tiene nada de absurdo ni de contradictorio. Cuando se averigua su origen histórico, el internacionalismo resulta una emanación, una consecuencia de la idea liberal. La primera gran incubadora de gérmenes internacionalistas fue la escuela de Manchester. El estado liberal libertó la industria y el comercio de los trabas feudales y absolutistas. Los intereses capitalistas se desarrollaron independientemente del crecimiento de la nación. La nación finalmente, no podía ya contenerlos dentro de sus fronteras. El capital se desnacionalizaba; la industria se lanzaba a la conquista de mercados extranjeros; la mercadería no conocía confines y pugnaba por circular libremente a través de todos los países. La burguesía se hizo entonces libre-cambista. El librecambio, como idea y como práctica, fue un paso hacia el internacionalismo, en el cual el proletario reconocía ya unos de sus fines, uno de sus ideales. Las fronteras económicas se debilitaron. Y este acontecimiento fortaleció la esperanza de anular un día las fronteras políticas.
Solo Inglaterra –el único país donde no se ha realizado plenamente la idea liberal y democrática, entendida y clasificada como idea burguesa– llego el libre cambio. La producción, a causa de su anarquía, padeció de una grave crisis que provocó una reacción contra las medidas librecambistas. Los estados volvieron a cerrar sus puertas a la producción extranjera para defender su propia producción. Vino su periodo proteccionario, durante el cual se reorganizó la producción sobre nuevas bases. La disputa de los mercados y las materias primas adquirió un agrio carácter nacionalista. Pero la función internacional de la nueva economía volvió a encontrar su expresión. Se desarrolló gigantescamente la nueva forma del capital, el capital financiero, la finanza internacional. A sus bancos y consorcios confluían ahorros de distintos países para ser invertidos internacionalmente. La guerra mundial desgarró parcialmente este tejido de intereses económicos. Luego la crisis pos-bélica reveló la solidaridad económico de las naciones la unidad moral y orgánica de la civilización.
La burguesía liberal, hoy como ayer, trabaja por adaptar sus formas políticas a la nueva realidad humana. La Sociedad de la Naciones es una esfuerzo vano ciertamente, por resolver la contradicción entre la economía internacionalista y la política nacionalista de la sociedad burguesa. La civilización no se resigna a morir a este choque, de esta contradicción. Crea por esto, todos los días, organismos de comunicación y de coordinación internacionales de diversas jerarquías. Suiza aloja las "centrales" de mas de ochenta asociaciones internacionales. París fue, no hace mucho tiempo, la sede de un congreso internacional de maestros de baile. Los bailarines discutieron ahí, largamente, sus problemas, en múltiples idiomas. Los unía, por encima de las fronteras el internacionalismo del Foxtrot y del tango.

José Carlos Mariátegui La Chira

Proyecciones del proceso Matteotti

Comenzamos desde este número a publicar las colaboraciones del distinguido escritor nacional don José Carlos Mariátegui. La singular condición literaria de este intelectual, su brillante manera y su bien ganado prestigio de capacidad para apreciar las incidencias de la alta política europea van a tener desde nuestras columnas una oportunidad más de revelarse con beneficio para el afianzamiento de su personalidad intelectual y con beneficio mayor todavía para el público lector. El primer artículo de José Carlos Mariátegui analiza las proyecciones del proceso seguido en Italia por el asesinato del diputado socialista Matteotti y está lleno de esa justeza de apreciación que ha hecho del ilustre periodista un caso ejemplar de sinceridad de crítica.
El fascismo no quiere que el proceso de los asesinos de Matteotti se convierta en el proceso de toda la gesta fascista. Contra el espontáneo desarrollo de este proceso, el fascismo moviliza sus brigadas de “camisas negras” y su poder gubernamental. El hecho judicial -dice- no debe transformarse en un hecho político. Y ha dado, con el propósito principal de impedir “indiscreciones” sobre el crimen y sus actores, un decreto-ley que reglamenta marcialmente la libertad de prensa.
Pero no se gobierna la Historia. El propio fascismo -movimiento romántico, antihistórico, voluntarista- tiene sus raíces vitales en la historia y no en la ideología ni en la acción de sus creadores y animadores. Es un producto de esa Historia que pretende negar o torcer a golpes de cachiporra. El asesinato de Matteotti ha sido la culminación de una política de terror. Es por eso que, al reaccionar contra tal crimen, la opinión italiana ha reaccionado contra todo el sistema que lo ha engendrado. El desenlace judicial no importa nada. La cuestión moral y política no era de la competencia de los magistrados. Ha tenido, por ende, un fuero especial, un fuero superior. Y de su juicio sumario han salido condenados el fascismo, su método y sus armas.
Cuando en la cámara italiana se denunció la desaparición del diputado socialista, Mussolini, inquietado por el viento de fronda que soplaba, sintió la necesidad de decir con su acostumbrado tono dramático: “Giustizia saráfatta sino in fondo”. Esta frase parece ahora como una intuición histórica. En la intención del caudillo fascista era una promesa de que los jueces castigarían austeramente a los culpables. Pero ha adquirido luego una realidad superior y adversa a la voluntad fascista. La historia se ha apoderado de ella y la ha hecho suya. Se hará justicia plenamente; pero no solo contra los asesinos materiales, sino contra la política en que el crimen se ha incubado. Como ha dicho Mussolini, “giustizia sará fatta sino in fondo”.
Veamos por qué el fascismo resulta tan comprometido en este proceso. Hay razones inmediatas. Los ejecutores del crimen eran hombres de confianza del estado mayor fascista. Uno de ellos, Dumini, delincuente orgánico, gozaba del favor de los más altos funcionarios del Estado y del partido pertenecía al personal del diario fascista “Il Corriere Italiano” y se titulaba adjunto de la oficina de prensa del jefe de gobierno. Está averiguada una circunstancia a su respecto; el día del delito, Dumini aguardó en el Palacio Viminal, donde funciona el ministerio del interior, al automóvil que debía conducirlo a secuestrar a Matteotti. El crimen fue ordenado, según las investigaciones judiciales, por Rossi y Marinelli, dos fascistas del primer rango y de la primera hora, miembros del cuadrunvirato supremo del partido y por Filipelli, director de “Il Corriere Italiano”. El directo de otro diario fascista “Il Nuovo Paese” acaba de ser llamado a Roma por edictos como otro de los responsables. El fascismo, en un principio, cuando le urgía calmar y satisfacer a la opinión pública, se esforzó por aislar la responsabilidad de los acusados. Los entregó a la justicia. Pero, poco a poco, un instinto más poderoso que su consciencia lo ha movido hacia ellos. En algunas demostraciones de los “camisas negras” se ha oído el grito de “Viva Dumini”. Y se ha amenazado a la oposición con una segunda marcha a Roma destinada, sin duda, a liberar a los encausados. Finalmente Farinacci, uno de los mayores lugar-tenientes de Mussolini, ha asumido la defensa de Dumini y ha intentado, como explicación del asesinato atribuir a Rossi una conspiración contra Mussolini para reemplazarlo en el poder. (Su tentativa ha tenido tan mala suerte, ha encontrado un público tan incrédulo y hostil, que Farinacci no ha insistido en sus folletinescas revelaciones).
De otro lado, el asesinato de Matteotti no es un acto solitario en la historia del fascismo. En un acto terrorista perfectamente encuadrado dentro de la teoría y la práctica de las “camisas negras”.
La gesta fascista está llena de hechos símiles. Matteotti ha sido asesinado por una banda especializada en el delito. Dumini y sus cómplices resultan ahora los autores del asalto a la casa del estadista Nitti y de las agresiones a los diputados Amendola, Mazzolani, Missuri y Forni, fascistas disidentes o cismáticos los dos últimos. Y sobre todo, los capitanes del fascismo han alimentado siempre en sus brigadas un estado de ánimo agresivo y guerrero y en algunos casos, han hecho la apología de la violencia. De este humor bélico, han logrado contagiar hasta a algunas personas tenidas antes por sabias y prudentes. Giovanni Gentile, explicando filosóficamente su fascismo, ha dicho que “toda fuerza es forma moral, cualquiera que sea el argumento empleado: la prédica o el garrote”.
En este emocionante proceso acusan, pues, el fascismo muchas circunstancias y muchos testimonios. Sus consecuencias han sido, por eso, instantáneas e inexorables. Las largas masas sociales que, por desconcierto o inconsciencia o seducidas por su lenguaje quijotesco y megalómano, seguían al fascismo, han empezado a abandonarlo. Las defecciones se multiplican. Las filas filofascistas pierden sus nombres más sonoros: Ricciotti Garibarli hijo, Sem Bellini, etc. Los grupos liberales que colaboraban con Mussolini le retiran ahora su confianza. “Il Giornale d’Italia” de Roma, “Il Mattino” de Nápoles de aproximan a la oposición. Los mismos fascistas se dan cuenta de que se van quedando solos. Mussolini, en la última asamblea del consejo nacional fascista, ha recomendado la conquista de las masas. Pero tanto el Duce como sus secuaces cometen cotidianos errores de psicología que aumentan la excitación popular. Además, se constata en todas las capas sociales una mayor sensibilidad moral y política. Antes, los ataques a la libertad, los actos de terror del fascismo eran tolerados o aceptados pasivamente por la mayoría de la población. Hoy, encuentran en ella una repulsa y una condenación enérgicas y vigorosas. Los laureles de la marcha a Roma se han marchitado mucho.
Probablemente los fascistas intentarán sacar del asesinato de su compañero, el diputado Casalini, armas morales defensivas y contra-ofensivas. Pero este crimen no puede cancelar en que lo ha precedido. La responsabilidad de los hechos es diferente; su proyección tiene que serlo también. Se trata, en el nuevo caso, de un acto de violencia individual. El asesino ha procedido aisladamente, por su propia cuenta. No es posible filiarlo sino como un exaltado. Tras él no existe una organización terrorista dirigida por leaders de la oposición. Los grupos de la oposición han execrado, generalmente, la violencia. Alguno de ellos ha mostrado una mentalidad próxima al grandhismo y casi ha predicado la resistencia pasiva. Gracias, en parte, a esta clase de adversarios, la gesta fascista encontró franca y abierta la vía del gobierno.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Carta a Carlos Arbulú Miranda, 29/9/1928

Lima, 29 de setiembre de 1928
Querido Arbulú Miranda:
He querido escribirle más de una vez en las últimas semanas, después de su carta del 30 de julio, pero no he conseguido escapar a las exigencias del trabajo extraordinario que me imponen la corrección de las últimas pruebas de mi libro en prensa, la revisión de los originales del que debo enviar a Buenos Aires, etc. Sólo hoy, en la calle ya el No. 17 de Amauta, que recibirá Ud. con la presente, si ésta alcanza también el primer correo, dispongo de tiempo para dedicar algunos momentos a mi correspondencia.
Hemos transformado como Ud. verá el formato de Amauta por razones técnicas y de presentación, aprovechando la oportunidad del comienzo de un nuevo año de existencia. Este formato es más coleccionable y su armadura mucho más fácil que la del formato antiguo. No sé aún si mantendremos el volumen de 108 páginas de este número de aniversario y, por consiguiente, su precio de 60 cts.; pero creo que a los lectores de Amauta no les parecerá excesivo un aumento a cambio del cual reciben un volumen tan nutrido.
El editorial se refiere, por una parte, al vanguardismo genérico e indefinido de los oportunistas habituales y, por otra parte, a cierta desviación que ha intentado propagarse en nuestras propias filas, a propósito del Apra. Yo he tenido con Haya primero y con el grupo de México después un largo debate, en el cual he sostenido con abundantes y claras razones que el Apra, como su mismo título lo dice, no debía ser un partido sino una alianza y he desaprobado posteriormente la propaganda con la cual se pretendía presentar la candidatura de Haya. He encontrado a los amigos de México reacios a rendirse a estas razones que, en cambio, han sido totalmente aceptadas por quienes aquí están más cerca de nosotros y, últimamente, por los compañeros de Buenos Aires, según carta de la cual le enviaré copia. Ravines y Bazán, de París, también se muestran de acuerdo conmigo. Como antecedente de este debate —que por mi parte he procurado mantener dentro de los límites de una correspondencia estrictamente privada, para no dar pábulo a insidias divisionistas—, le acompaño dos cartas, una mía y otra que acordamos suscribir yo y varios compañeros, pero que en breve resultó insuficiente ante la prisa conque el grupo de México había avanzado en el sentido condenado abiertamente por nosotros. Deseo que Ud. se forme juicio completo de este debate, lo mismo que los compañeros más íntimos de Chiclayo. —Un joven de Nueva York, Rojas Zevallos, al parecer muy indiscreto, se ha dirigido a mí en términos impertinentes, quejándose de mi desacuerdo con Haya. Este señor, que no sé qué papel se asigna en el Apra, es totalmente ajeno al socialismo y reduce todo a una oposición de caudillos. Naturalmente con personas que así piensan nada tengo de común. Ante sus desviaciones reivindico mi posición de socialista, más revolucionaria siempre que cualquier invención latinoamericana.
Pronto recibirá Ud. mi libro, cuyos últimos pliegos se imprimen en estos días.
Sus poemas aparecerán en el próximo número demorados por plétora de material poético en las cajas.
En espera de sus noticias, cordialmente lo abraza su amigo y compañero.

José Carlos

José Carlos Mariátegui La Chira

El partido bolchevique y Trotzky

El partido bolchevique y Trotzky

Nunca la caída de un ministro ha tenido en el mundo una resonancia tan extensa y tan intensa como la caída de Trotzky. El parlamentarismo ha habituado al mundo a las crisis ministeriales. Pero la caída de Trotzky no es una crisis de ministerio sino una crisis de partido. Trotzky representa una fracción o una tendencia derrotadas dentro del bolchevismo. Y varias otras circunstancias concurren, en este caso, a la sonoridad excepcional de la caída. En primer lugar, la calidad del leader en desgracia. Trotzky es uno de los personajes más interesantes de la historia contemporánea: condottiere de la revolución rusa, organizador y animador del ejército rojo, pensador y crítico brillante del comunismo. Los revolucionarios de todos los países han seguido atentamente la polémica entre Trotzky y el estado mayor bolchevique. Y los reaccionarios no han disimulado su magra esperanza de que la disidencia de Trotzky marque el comienzo de la disolución de la república sovietista. Examinemos el proceso del conflicto.

El debate que ha causado la separación de Trotzky del gobierno de los soviets ha sido el más apasionado y ardoroso de todos los que han agitado al bolchevismo desde 1917. Ha durado más de un año. Fue abierto por una memoria de Trotzky al comité central del partido comunista. En este documento, en octubre de 1923, Trotzky planteó a sus camaradas dos cuestiones urgentes: la necesidad de un “plan de orientación” en la política económica y la necesidad de un régimen de “democracia obrera” en el partido. Sostenía Trotzky que la revolución rusa entraba en una nueva etapa. La política económica debía dirigir sus esfuerzos hacia una mejor organización de la producción industrial que restableciese el equilibrio entre los precios agrícolas y los precios industriales. Y debía hacerse efectiva en la vida del partido una verdadera “democracia obrera”.

Esta cuestión de la “democracia obrera”, que dominaba el conjunto de las opiniones, necesita ser esclarecida y precisada. La defensa de la revolución forzó al partido bolchevique a aceptar una disciplina militar. El partido era gobernado por una jerarquía de funcionarios escogidos entre los elementos más probados y más adoctrinados. Lenin y su estado mayor fueron investidos por las masas de plenos poderes. No era posible defender de otro modo la obra de la revolución contra los asaltos y las acechanzas de sus adversarios. La admisión en el partido tuvo que ser severamente controlada para impedir que se filtrase en sus rangos gente arribista y equívoca. La “vieja guardia” bolchevique, como se denominaba a los bolcheviques de la primera hora, dirigía todas las funciones y todas las actividades del partido. Los comunistas convenían unánimemente en que la situación no permitía otra cosa. Pero, llegada la revolución a su sétimo aniversario, empezó a bosquejarse en el partido bolchevique un movimiento a favor de un régimen de “democracia obrera”. Los elementos nuevos reclamaban que se les reconociese el derecho a una participación activa en la elección de los rumbos y los métodos del bolchevismo. Siete años de experimento revolucionario había preparado una nueva generación. Y en algunos núcleos de la juventud comunista no tardó en fermentar la impaciencia.

Trotzky, apoyando las reivindicaciones de los jóvenes, dijo que la vieja guardia constituía casi una burocracia. Criticaba su tendencia a considerar la cuestión de la educación ideológica y revolucionaria de la juventud desde un punto de vista pedagógico más que desde un punto de vista político. “La inmensa autoridad del grupo de veteranos del partido -decía- es universalmente reconocida. Pero solo por una colaboración constante con la nueva generación, en el cuadro de la democracia, conservará la vieja guardia su carácter de factor revolucionaria. Si no, puede convertirse insensiblemente en la expresión más acabada del burocratismo. La historia nos ofrece más de un caso de este género. Citemos el ejemplo más reciente e impresionante: el de los jefes de los partidos de la Segunda Internacional. Kautsky, Bernstein, Guesde, eran discípulos directos de Marx y de Engels. Sin embargo, en la atmósfera del parlamentarismo y bajo la influencia del desenvolvimiento automático del organismo del partido y de los sindicatos, estos leaders, total o parcialmente, cayeron en el oportunismo. En la víspera de la guerra, el formidable mecanismo de la social-democracia, amparado por la autoridad de la antigua generación, se había vuelto el freno más potente del avance revolucionario. Y nosotros, los “viejos” debemos decirnos que nuestra generación, que juega naturalmente el rol dirigente en el partido, no estaría absolutamente premunida contra el debilitamiento del espíritu revolucionario y proletario en su seno, si el partido tolerase el desarrollo de métodos burocráticos”.

El estado mayor del bolchevismo no desconocía la necesidad de la democratización del partido; pero rechazó las razones en que Trotzky apoyaba su tesis. Y protestó vivamente contra el lenguaje de Trotzky. La polémica se tornó acre. Zinoviev confrontó los antecedentes de los hombres de la vieja guardia con los antecedentes de Trotzky. Los hombres de la vieja guardia -Zinoviev, Kamenev, Staline, Rykow, etc.- eran los que, al flanco de Lenin, habían preparado, a través de un trabajo tenaz y coherente de muchos años, la revolución comunista. Trotzky, en cambio había sido menchevique.

Alrededor de Trotzky se agruparon varios comunistas destacados: Piatakov, Preobrajensky, Sapronov, etc. Karl Radek se declaró propugnador de una conciliación entre los puntos de vista del comité central y los puntos de vista de Trotzky. La Pravda dedicó muchas columnas a la polémica. Entre los estudiantes de Moscú las tesis de Trotzky encontraron un entusiasta proselitismo.
Mas el XIII congreso del partido comunista, reunido a principios del año pasado, dio la razón a la vieja guardia que se declaró, en sus conclusiones, favorable a la fórmula de la democratización, anulando consiguientemente la bandera de Trotzky. Solo tres delegados votaron en contra de las conclusiones del comité central. Luego, el congreso de la Tercera Internacional ratificó este voto. Radek perdió su cargo en el comité de la Internacional. La posición del estado mayor leninista se fortaleció, además, a consecuencia del reconocimiento de Rusia por las grandes potencias europeas y del mejoramiento de la situación económica rusa. Trotzky, sin embargo, conservó sus cargos en el comité central del partido comunista y en el consejo de comisarios del pueblo. El comité central expresó su voluntad de seguir colaborando con él. Zinoviev dijo en un discurso que, a despecho de la tensión existente, Trotzky sería mantenido en sus puestos influyentes.

Un hecho nuevo vino a exasperar la situación. Trotzky publicó un libro “1917” “sobre el proceso de la revolución de octubre. No conozco aún este libro que hasta ahora no ha sido traducido del ruso. Los últimos documentos polémicos de Trotzky que tengo a la vista son los reunidos en su libro “Curso nuevo”. Pero parece que “1917” es una requisitoria de Trotzky contra la conducta de los principales leaders de la vieja guardia en las jornadas de la insurrección. Un grupo de conspicuos leninistas -Zinoviev, Kamenev, Rykow, Miliutin y otros- discrepó entonces del parecer de Lenin. Y la disensión puso en peligro la unidad del partido bolchevique. Lenin propuso la conquista del poder. Contra esta tesis, aceptada por la mayoría del partido bolchevique, se pronunció dicho grupo. Trotzky, en tanto, sostuvo la tesis de Lenin y colaboró en su actuación. El nuevo libro de Trotzky, en suma, presenta a los actuales leaders de la vieja guardia, en las jornadas de octubre, bajo una luz adversa. Trotzky ha querido, sin duda, demostrar que quienes se equivocaron en 1917, en un instante decisivo para el bolchevismo, carecen de derecho para pretenderse depositarios y herederos únicos de la mentalidad y del espíritu leninistas.

Y esta crítica, que ha encendido nuevamente la polémica, ha motivado la ruptura. El estado mayor bolchevique debe haber respondido con una despiadada y agresiva revisión del pasado de Trotzky. Trotzky, como casi nadie ignora, no ha sido nunca un bolchevique ortodoxo. Perteneció al menchevismo hasta la guerra mundial. Únicamente a partir de entonces se avecinó al programa y a la táctica leninista. Y sólo en julio de 1917 se enroló en el bolchevismo. Lenin votó en contra de su admisión en la redacción de “Pravda”. El acercamiento de Lenin y Trotzky no quedó ratificado sino por las jornadas de octubre. Y la opinión de Lenin divergió de la opinión de Trotzky respecto a los problemas más graves de la revolución. Trotzky no quiso aceptar la paz de Brest-Litovsk. Lenin comprendió rápidamente que, contra la voluntad manifiesta de campesinos, Rusia no podía prolongar el estado de guerra. Frente a las reivindicaciones de la insurrección de Cronstandt, Trotzky volvió a discrepar de Lenin, que percibió la realidad de la situación con su clarividencia genial. Lenin se dio cuenta de la urgencia de satisfacer las reivindicaciones de los campesinos. Y dictó las medidas que inauguraron la nueva política económica de los soviets. Los leninistas tachan a Trotzky de no haber conseguido asimilarse al bolchevismo. Es evidente, al menos, que Trotzky no ha podido fusionarse ni identificarse con la vieja guardia bolchevique. Mientras la figura de Lenin dominó todo el escenario ruso, la inteligencia y la colaboración entre la vieja guardia y Trotzky estaban aseguradas por una común adhesión a la táctica leninista. Muerto Lenin, ese vínculo se quebraba. Zinoviev acusa a Trotzky de haber intentado con sus fautores el asalto del comando. Atribuye esta intención a toda la campaña de Trotzky por la democratización del partido bolchevique. Afirma que Trotzky ha maniobrado demagógicamente por oponer la nueva a la vieja generación. Trotzky, en todo caso, ha perdido su más grande batalla. Su partido lo ha ex-confesado y le ha retirado su confianza.

Pero los resultados de la polémica no engendrarán un cisma. Los leaders de la vieja guardia bolchevique, como Lenin en el episodio de Cronstandt, después de reprimir la insurrección, realizarán sus reivindicaciones. Ya han dado explícitamente su adhesión a la tesis de la necesidad de democratizar el partido.

No es la primera vez que el destino de una revolución quiere que esta cumpla su trayectoria sin o contra sus caudillos. Lo que prueba, tal vez, que en la historia los grandes hombres juegan un papel más modesto que las grandes ideas.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La escena húngara

La escena húngara

Hungría ocupa un puesto muy modesto y muy eventual en las planas del servicio cablegráfico de la prensa americana. Sobre Hungría se escribe y se sabe, en general, muy poco. En la propia Europa, la nación magiar resulta un tanto olvidada. Nitti es uno de los pocos estadistas europeos que la recuerda, y la defiende en sus libros y en sus artículos. Para los demás leaders de la política occidental no existe, con la misma intensidad que para Nitti, un problema húngaro. Parece que, al separarse de Austria, Hungría se ha separado también algo de Occidente.

Sin embargo, Hungría ha sido el escenario de uno de los episodios más dramáticos de la crisis post-bélica. Y el tratado de Trianón aparece desde hace tiempo como uno de los tratados de paz que alimentan en la Europa Central una sorda acumulación de rencores nacionalistas y de pasiones guerreras. Ese tratado mutila el territorio húngaro a favor de Rumania, de Checo-Eslavia y de Yugo-Eslavia. Según las cifras de un libro de Nitti, “La Decadencia de Europa”, basadas en un prolijo estudio de este tema, Hungría, ha perdido el 63 por ciento de su antigua población. Han sido anexados a Rumania, a Checo-Eslavia y a Yugo-Eslavia, respectivamente, cinco, tres y uno y medio millones de hombres que antes convivían dentro de los confines húngaros. Dentro de la Hungría pre-bélica había minorías no húngaras; pero las amputaciones del territorio húngaro decididas con este pretexto por el tratado de Trianón han sido excesivas. Han resuelto aparentemente la cuestión de las minorías alógenas de Hungría; mas han creado la cuestión de las minorías húngaras de Checo-Eslavia, Yugo-Eslavia y Rumania. Estas tres naciones, naturalmente, no quieren que se hable siquiera de una revisión del tratado que las beneficia. La posibilidad de que Hungría reivindique algún día sus tierras y sus hombres las mantiene en constante alarma. Y Hungría, a su vez, aguarda la hora de que se le haga justicia. Nitti escribe a este respecto: Hungría es, entre los países vencidos, aquel que tiene el más profundo espíritu nacional: nadie cree que el pueblo húngaro, orgulloso y persistente, no se levante de nuevo; nadie admite que Hungría pueda vivir largamente bajo las duras condiciones del tratado de Trianón. Y, desde el cardenal arzobispo de Budapest hasta el último campesino, nadie se ha resignado al destino actual. El problema húngaro, en suma, se presenta como uno de los que más sensiblemente amenazan la paz de Europa. El tratado de Trianón no interesa directamente solo a Hungría y la Pequeña Entente. Interesa, igualmente, a Italia que tiende a una cooperación con Hungría; pero que es contraria a una eventual restauración de la unión austro-húngara. La historia de la gran guerra enseña, además, que cualquiera de los intrincadísimos conflictos de esta zona de Europa puede ser la chispa de una conflagración europea.

Europa siguió muy atentamente la política húngara durante el experimento comunista de Bela Kun. Hungría era entonces un foco de bolchevismo en el vértice de la Europa central y oriental. El problema húngaro se ofrecía grávido de peligros para el orden de Occidente. Ahogada la revolución comunista, languideció el interés europeo por las cosas húngaras. Los ecos del “terror blanco” lo reanimaron todavía por un período más o menos largo. Pero, durante este tiempo, la atención fue menos unánime. A las clases conservadoras de Europa no les preocupaba absolutamente la truculencia de la reacción húngara. El método marcial del almirante Nicolás Horthy contaba de antemano con su aprobación.
El almirante Horthy ejerce el gobierno de Hungría desde esa época. Su gobierno parece tener en un puño al pueblo magiar. ¿Qué otra cosa puede importar, seriamente, a la clase conservadora de Europa? Existe, es cierto, en Hungría, una crisis financiera que compromete muchos intereses de la finanza internacional. Hungría molesta un poco con el espectáculo de su bancarrota y de su pobreza. Pero para estas cuestiones menores tienen las potencias vencedoras a la Sociedad de las Naciones.
Horthy gobierna Hungría con el título de Regente. Hungría es, teóricamente, una monarquía. El almirante Horthy guarda su puesto al rey. Pero también esto es un poco teórico. Cuando en marzo de 1921 el rey Carlos, coludido con los hombres que gobernaban entonces en Francia, se presentó en Budapest a reclamar el poder, Horthy rehusó entregárselo. Su resistencia dio tiempo para que las protestas de la Pequeña Entente, de Italia y de Inglaterra -que, de otro modo, se habrían encontrado ante un hecho consumado- actuasen eficazmente contra esta tentativa de restauración. La Regencia de Horthy, por consiguiente, es una regencia bastante relativa.

¿A qué categoría, a qué tipo de gobernantes de la Europa contemporánea pertenece este almirante? Su clasificación no resulta fácil. Horthy no tiene similitud con los otros hombres de gobierno surgidos de la crisis post-bélica. No es un condottiero dramático de la reacción como Benito Mussolini. No es un estadista nato como Sebastián Benes. Es un marino y un funcionario del antiguo régimen austro-húngaro a quien la disolución del imperio de los Apsburgo y la caída de la república de Bela Kun, han colocado a la cabeza de un gobierno. El azar de una marea histórica lo ha puesto donde está. Todo su mérito -mérito de viejo marino- consiste en haberse sabido conservar a flote después del temporal. Por algunos rasgos de su personalidad, se emparenta extrañamente a la estirpe de los caudillos hispano-americanos. Por otros rasgos, se aproxima a la especie de los déspotas asiáticos. En todo caso, es un gobernante balkánico más bien que un gobernante occidental.

Un documento instructivo acerca de su psicología es la crónica de la aventura de marzo de 1921 escrita por Carlos de Apsburgo. Esta crónica, -dictada por Carlos a su secretario Karl Werkmann y publicada recientemente en un volumen de notas o memorias del difunto ex-emperador- proyecta una luz muy viva sobre la figura de Horthy y las causas del fracaso de la tentativa de restauración. Carlos cuenta cómo, después de haber atravesado en automóvil la frontera, munido de un pasaporte español, arribó a Steinamanger al palacio del arzobispo, a donde acudieron a rodearlo solícitos el coronel Lehar y otros personajes legitimistas. Confiado en la autoridad y la divinidad de su linaje, el heredero de los Apsburgo, sentía ganada la partida. No podía suponer a su vasallo Horthy capaz de negarse a devolverle el poder. De Steinamanger prosiguió viaje a Budapest en automóvil. Y, de improviso y de incógnito, traspuso el umbral del palacio regio. Una gran decepción lo aguardaba. En los semblantes de los pocos presentes notó hostilidad. Horthy lo recibió consternado. La entrevista duró dos horas. Fue una lucha por el poder -escribe Carlos- en la cual él, “desarmado frente a Horthy, tuvo que sucumbir, malgrado sus desesperados esfuerzos, a la infidelísima, traidora, y baja avidez del regente”.

Horthy comenzó por preguntar a su soberano qué cosa le ofrecía si le dejaba el gobierno. El heredero de la corona apenas podía creer lo que oía. Fingió haber comprendido mal. El Regente precisó categóricamente su pregunta: “-¿Qué me da S. M. en cambio? Este vulgar mercado nauseó al ex-emperador. Le dejó sin embargo ánimo para decir a Horthy que sería “su brazo derecho”. Mas el regente no era hombre de contentarse con una metáfora. Exigió una promesa más concreta. Carlos le prometió, sucesiva y acumulativamente, la confirmación del título de Duque que él mismo se había otorgado, el comando supremo del ejército y de la flota y el toisón de oro. Pero todo esto no fue suficiente para inducir a Horthy a retirarse. Se lo vedaba -decía- su juramento a la asamblea nacional. Combatiendo sus aprensiones, Carlos le aseguró que su reposición en el trono no traería ninguna grave molestia internacional. Le reveló que contaba con la palabra de un autorizadísimo personaje francés. El regente quiso conocer el nombre de este personaje. Declaró que este nombre, si realmente era autorizado, podía inducirlo a ceder. A instancias del rey, se comprometió a guardar el secreto y a rendirse ante la decisiva revelación. El monarca pronunció el misterioso nombre. Más nuevamente Horthy encontró una evasiva. No estaba aún madura la situación -decía- para la vuelta de Carlos a su trono. De incógnito, como había entrado, Carlos salió del palacio y de Budapest. En Steirnamanger, lo esperaba ya la noticia de que el gobierno había dado órdenes para obligarlo a abandonar Hungría.

¿Cómo escaló Horthy el poder? La historia es bastante conocida. La victoria aliada no solo produjo en Austria-Hungría, como en Alemania, el derrumbamiento del régimen. Produjo, además la disgregación del imperio, compuesto de pueblos heterogéneos a los que una prolongada convivencia, bajo el señorío de los Apsburgo, no había logrado fusionar nacionalmente. Hungría se independizó. El conde Miguel Karolyi asumió el poder con el título de presidente de la república. Su gobierno se apoyaba en los elementos demócratas y socialistas. Karolyi, que procedía de la aristocracia magiar, tenía una interesante historia de revolucionario y de patriota. Pero la política de las potencias vencedoras no le consintió durar en el poder. La revolución húngara se hallaba frente a difíciles problemas. El más grave de todos era el de las nuevas fronteras nacionales. El patriotismo de los húngaros se revelaba contra las mutilaciones que la Entente había decidido imponerle. En la imposibilidad de suscribir el tratado de paz que sancionaba estas mutilaciones, Karolyi resignó el poder en manos del partido social-democrático. Los leaders de este partido pensaron que, atacados de un lado por los reaccionarios y de otro por los comunistas, no tenían ninguna chance de mantenerse en el poder. Resolvieron, por tanto, entenderse con los comunistas. El partido comunista húngaro, dirigido por Bela Kun, era muy joven. Era un partido emergido de la revolución. Pero había conquistado un gran ascendiente sobre las masas y había atraído a su flanco a la izquierda de la social-democracia. Los social-democráticos, aconsejados por estas circunstancias, aceptaron el programa de los comunistas y les entregaron la dirección del experimento gubernamental. Nació, de este modo, la república sovietista húngara. Bela Kun y sus colaboradores trabajaron empeñosamente, durante los cuatro meses que duró el ensayo, por actuar su programa y construir, sobre los escombros del viejo régimen, el nuevo Estado socialista. La gran propiedad industrial fue nacionalizada. La gran propiedad agraria fue entregada a los campesinos organizados en cooperativas. Mas todo este trabajo estaba condenado al fracaso. El partido comunista, demasiado incipiente, carecía de preparación y de homogeneidad. Al partido social-democrático, que compartía con él las funciones del gobierno, le faltaban espíritu y educación revolucionarias. La burocracia sindical seguía, desganada y amedrentada, a Bela Kun. Y, sobre todo, la Entente acechaba la hora de estrangular a la revolución. Checo-Eslavia y Rumania fueron movilizadas contra Hungría. La república húngara se defendió denodadamente; pero al fin resultó vencida. Derrotado por sus enemigos de fuera, el comunismo no pudo continuar resistiendo a sus enemigos de dentro. Los social-democráticos pactaron con los agentes de la Entente. A cambio de la paz, la Entente exigía la sustitución del régimen comunista por un régimen democrático-parlamentario. Sus condiciones fueron aceptadas. Bela Kun dejó el poder a los leaders social-democráticos. No pudieron estos, empero, conservarlo. La ola reaccionaria barrió en cuatro días el endeble y pávido gobierno de la social-democracia. Y colocó en su lugar al gobierno de Horthy. La reacción, monarquista y tradicionalista, necesitaba un regente. Necesitaba también un dictador militar. Ambos oficios podía llenarlos un almirante de la armada de los Apsburgos. Su gobierno duraría el tiempo necesario para liquidar, con las potencias de la Entente, las responsabilidades y las consecuencias de la guerra y para preparar el camino a la restauración monárquica.

Horthy inauguró un período de “terror blanco”. Todos los actores, todos los fautores de la revolución, sufrieron una persecución sañuda, implacable, rabiosa. Una comisión de diputados británicos, encabezada por el coronel Wedgwood, que visitó Hungría en esa época, realizó una sensacional encuesta. El número de detenidos políticos era de doce mil. La delegación constató una serie de asesinatos, de fusilamientos y de masacres. Sus denuncias, rigurosamente documentadas, provocaron en Europa un vasto movimiento de protestas. Este movimiento consiguió evitar la ejecución de cinco miembros del gobierno de Bela Kun condenados a muerte.

El gobierno de Horthy inspira su política en los intereses de la propiedad agraria. Sus actos acusan una tendencia inconsciente a reconstruir en Hungría una economía medioeval. Bajo la regencia de Horthy, el campo domina a la ciudad. La industria, la urbe, languidecen. Hace tres años aproximadamente visité Budapest. Hallé ahí una miseria comparable solo a la de Viena. El proletariado industrial ganaba una ración de hambre. La pequeña burguesía urbana, pauperizada, se proletarizaba rápidamente. César Falcón y yo, discurriendo por los suburbios de Budapest, descubrimos a un intelectual -autor de dos libros de estética musical- reducido a la condición de portero de una “casa de vecindad”. Un periodista nos dijo que había personas que no podían hacer sino tres o cuatro comidas a la semana. Meses después la falencia de Hungría arribó a un grado extremo. El gobierno de Horthy reclamó la asistencia de los aliados. Desde entonces, Hungría, como Austria, se halla bajo la tutela financiera de la Sociedad de las Naciones. Y bajo la autoridad de los altos comisarios de la banca inter-aliada.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El sentido histórico de las elecciones inglesas

El sentido histórico de las elecciones inglesas

El experimento gubernamental del laborismo ha terminado. Las elecciones últimas han arrojado del poder a los hombres de la Fabian Society y del Labour Party. La mayor parte, de la burguesía saluda exultante este acontecimiento. Alborozada por los resultados del escrutinio, no se cuida de averiguar su precio.

Pero seria y objetivamente consideradas, las elecciones inglesas son un hecho histórico mucho más trascendente, mucho más grave que una mera victoria de los viejos "tories". Significan la liquidación definitiva del secular sistema político de los "wiggs" y los "tories". Este sistema bipartito funcionó, más o menos rítmicamente, hasta la guerra mundial. El post-guerra aceleró el engrosamiento del partido laborista y produjo, provisoriamente, un sistema tripartito. En las elecciones de 1923 ninguno de los tres partidos consiguió mayoría parlamentaria. Llegaron así los laboristas al poder que han ejercido controlados no por una sino por dos oposiciones. Su gobierno ha sido un episodio transitorio dependiente de otro episodio transitorio: el sistema tripartito.

Con las nuevas elecciones no es sólo el gobierno lo que cambia en Inglaterra. Lo que cambia, sobre todo, íntegramente, es el argumento y el juego de la política británica. Ese argumento y ese juego no son ya, una dulce beligerancia y un cortés diálogo entre conservadores y liberales. Son ahora un dramático conflicto y una acérrima polémica entre la burguesía y el proletariado. Hasta la guerra, la burguesía británica dominaba íntegramente la política nacional, desdoblada en dos bandos, en dos facciones. Hasta la guerra se dio el lujo de tener dos ánimas, dos mentalidades y dos cuerpos. Ahora ese lujo, por primera vez en su vida, le resulta inasequible. Estos terribles tiempos de carestía la constriñen a la economía, al ahorro, a la cooperación.

Los que actualmente tienen derecho para sonreír son, por ende, los críticos marxistas. Las elecciones inglesas confirman las aserciones de la lucha de clases y del materialismo histórico. Frente a frente no están hoy, como antes, dos partidos sino dos clases.

El vencido no es el socialismo sino el liberalismo. Los liberales y conservadores han necesitado entenderse y unirse para batir a los laboristas. Pero las consecuencias de esté pacto las han pagado los liberales. A expensas de los liberales los conservadores han obtenido una mayoría parlamentaria que les consentirá acaparar solos el gobierno. Los laboristas han perdido diputaciones que los conservadores y liberales no les han disputado esta vez separada sino mancomunadamente. El conchabamiento de conservadores y liberales ha disminuido su poder parlamentario; no su poder electoral. Los liberales, en tanto, han visto descender junto con el número de sus diputados el número de sus electores. Su clásica potencia parlamentaria ha quedada prácticamente anulada. El antiguo partido liberal ha dejado de ser un partido de gobierno. Privado hasta de su leader Asquith, es actualmente una exigua y decapitada patrulla parlamentaria, casi cuatro veces menor que el joven partido laborista.

Este es, evidentemente, el sino del liberalismo en nuestros tiempos. Donde el capitalismo asume la ofensiva contra la revolución, los liberales son absorbidos por los conservadores. Los liberales británicos han capitulado hoy ante los "tories" como los liberales italianos capitularon ayer ante los fascistas. También la era fascista se inauguró con el consenso de la mayoría del liberalismo de Italia La burguesía deserta en todas partes del liberalismo.

La crisis contemporánea es una crisis del Estado demo-liberal. La Reforma protestante y el liberalismo han sido el motor espiritual y político de la sociedad capitalista. Quebrantando el régimen feudal, franquearon el camino a la economía capitalista, a sus instituciones y a sus máquinas. El capitalismo necesitaba para prosperar que los hombres tuvieron libertad de conciencia y libertad individual. Los vínculos feudales estorbaban su crecimiento. La burguesía abrazó, en consecuencia, la doctrina liberal. Armada de esta doctrina abatió la feudalidad y fundó la democracia. Pero la idea liberal es esencialmente una idea crítica, una idea revolucionaria. El liberalismo puro tiene siempre alguna nueva libertad que conquistar y alguna nueva revolución que proponer. Por esto, la burguesía, después de haberlo usado contra la feudalidad y sus tentativas de restauración, empezó a considerarlo excesivo, peligroso e incómodo. Mas el liberalismo no puede ser impunemente abandonado. Renegando la idea liberal, la sociedad capitalista reniega sus propios orígenes. La reacción conduce como en Italia a una restauración anacrónica de métodos medievales. El poder político, anulada la democracia, es ejercido por condotieres y dictadores de estilo medieval. Se constituye, en suma, una nueva feudalidad. La autoridad prepotente y caprichosa de los condottieres, –que a veces se sienten cruzados, que son en muchos casos gente de
mentalidad, mística, aventurera y marcial– no coincide, frecuentemente, con los intereses de la economía capitalista. Una parte de la burguesía, como acontece presentemente en Italia, vuelve con nostalgia los ojos a la libertad y a la democracia.

Inglaterra es la sede principal de la civilización capitalista. Todos los elementos de este orden social han encontrado ahí el clima más conveniente a su crecimiento. En la historia de Inglaterra se conciertan y combinan, como en la historia de ningún otro pueblo, los tres fenómenos solidarios o consanguíneos, capitalismo, protestantismo y liberalismo. Inglaterra es el único país donde la democracia burguesa ha llegado a su plenitud y donde la idea liberal y sus consecuencias económicas y administrativas han alcanzado todo desarrollo. Más aún. Mientras el liberalismo sirvió de combustible del progreso capitalista, los ingleses eran casi unánimemente liberales. Poco a poco, la misma lucha entre conservadores y liberales perdió su antiguo sentido. La dialéctica de la historia había vuelto a los conservadores algo liberales y a los liberales algo conservadores. Ambas facciones continuaban chocando y polemizando, entre otras cosas porque la política no es concebible de otro modo. La política, como dice Mussolini, no es un monólogo. El gobierno y la oposición son dos fuerzas y dos términos idénticamente necesarios. Sobre todo, el partido liberal alojaba en sus rangos a elementos de la clase media y de la clase proletaria, espontáneamente antitéticos de los elementos de la clase capitalista reunidos en el partido conservador. En tanto que el partido liberal conservó este contenido social, mantuvo su personalidad histórica. Una vez que los obreros se independizaron, una vez que el Labour Party entró en su mayor edad, concluyó la función histórica del partido liberal. El espíritu crítico y revolucionario del liberalismo trasmigró del partido liberal al partido obrero. La facción, escindida primero, soldada después, de Asquith y Lloyd George, dejó de ser el vaso o el cuerpo de la esencia inquieta y volátil del liberalismo. El liberalismo, como fuerza critica, como ideal renovador, se desplazó gradualmente de un organismo envejecido a un organismo joven y ágil. Ramsay Mac Donald, Sydney Webb, Philip Snowden, tres hombres sustantivos del ministerio laborista que acaba de caer, proceden espiritual e ideológicamente de la matriz liberal. Son los nuevos depositarios de la potencialidad revolucionaria del liberalismo. Prácticamente los liberales y los conservadores no se diferencian casi en nada. La palabra liberal, en su acepción y en su uso burgueses, es hoy una palabra vacía. La función de la burguesía no es ya liberal sino conservadora. Y, justamente por esta razón, los liberales ingleses no han sentido ninguna repugnancia para conchabarse con los conservadores. Liberales y conservadores no se confunden y uniforman al azar, sino porque entre unos y otros han desaparecido los antiguos motivos de oposición y de contraste.

El antiguo liberalismo ha cumplido su trayectoria histórica. Su crisis se manifiesta con tanta evidencia y tanta intensidad en Inglaterra, precisamente porque en Inglaterra el liberalismo ha arribado a su más avanzado estadio de plenitud. No obstante esta crisis, no obstante el gobierno conservador que acaba de darse, Inglaterra es todavía la nación más liberal del mundo. Inglaterra es aún el país del libre cambio. Inglaterra es, en fin, el país donde las corrientes subversivas prosperan menos que en ninguna parte por falta de resistencia y de persecución. Los más incandescentes oradores comunistas ululan contra la burguesía en Trafalgar Square y en Hyde Parck en la entrada de Londres. La Reacción en una nación de este grado de democracia no puede vestirse como la reacción italiana ni puede pugnar por la vuelta de la feudalidad con cachiporra y "camisa negra". En el caso británico, la reacción es tal no tanto por el progreso adquirido que anula como por el progreso naciente que frustra o retarda.

El experimento laborista, en suma, no ha sido inútil, no ha sido estéril. Lo será, acaso, para los beocios que creen que una era socialista se puede inaugurar con un decreto. Para los hombres de pensamiento no. El fugaz gobierno de Mac Donald ha servido para obligar a los liberales y a los conservadores a coaligarse y para liquidar, por ende, la fuerza equívoca de los liberales. Los obreros ingleses, al mismo tiempo, se han curado un poco de sus ilusiones democráticas y parlamentarias. Han constatado que el poder gubernamental no basta para gobernar un país. La prensa es, por ejemplo, otro de los poderes de que hay que disponer. Y, como lo observaba hace pocos años Caillaux, la prensa rotativa es una industria reservada a los grandes capitales. Los laboristas, durante estos meses, han estado en el gobierno; pero no han gobernado. Su posición parlamentaria no les ha consentido actuar sino algunos propósitos preliminares de la política de reconstrucción europea compartidos o admitidos por los liberales.

Los resultados administrativos del experimento han sido escasos; pero los resultados políticos han sido muy vastos. La disolución del partido liberal predice, categóricamente, la suerte de los partidos intermedios, de los grupos centristas. El duelo, el conflicto entre la idea conservadora y la idea revolucionaria, ignora y rechaza un tercer término. La política, como la electricidad, tiene únicamente dos polos. Las fuerzas que están haciendo la historia contemporánea son también solamente dos.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Política francesa. La crisis ministerial

En la crisis política francesa se constata, sobre todo, un conflicto entre dos métodos diferentes, entre dos concepciones antagónicas, en el campo económico. El contraste de los intereses económicos domina y decide el rumbo de los acontecimientos políticos y parlamentarios. Las “dramatis personae” de la crisis, -Herriot, Poincaré, Briand, Millerand- se mueven en la superficie versátil de una marea histórica superior a la influencia de sus personalidades y de sus ideas. Ni el bloque nacional ni el cartel de izquierdas, no obstante la variedad de los matices que en uno y otro se mezclan, representan una contingente y arbitraria combinación parlamentaria. En su composición más que la afinidad o la simpatía de los grupos se percibe la afinidad o la simpatía de los intereses. La actitud de uno y otro conglomerado, ante los problemas económicos de Francia, se inspira en los intereses de distintas capas sociales. Por esto, sus puntos de vista resultan inconciliables. La base electoral de las derechas se compone de la alta burguesía y de los residuos feudales y aristocráticos. En cambio, el cartel de izquierdas se apoya en la pequeña burguesía y en una gruesa parte del proletariado. El enorme pasivo fiscal de Francia debe pesar, particularmente, sobre una u otra capa social. Al bloque nacional y al cartel de izquierdas les toca defender a su respectiva clientela. El bloque nacional se opone a que los nuevos tributos, reclamados por el servicio de la deuda francesa, sean pagados por los capitalistas. El cartel de izquierdas se resiste, a su vez, a que sean pagados por los pequeños propietarios y la clase trabajadora.
En los primeros años de la post-guerra, el gobierno del bloque nacional adormeció al pueblo francés con la categórica promesa de que la que pagaría los platos rotos de la guerra sería Alemania. La capacidad financiera de Alemania no fue absolutamente calculada. Klotz, ministro de finanzas de Clemenceau, estimó el monto de las reparaciones debidas por Alemania a los aliados en quince mil millones de libras esterlinas. Alemania, según Klotz, debía satisfacer esta indemnización y sus intereses en treinta y cuatro anualidades de mil millones. Francia recibiría quinientos cincuenta millones de libras anualmente.
Poco a poco, esta ilusión, contrastada por la realidad, tuvo que debilitarse. Pero, mientras conservó el poder, el bloque nacional reposaba, casi íntegramente, sobre el miraje de una pingüe indemnización alemana. Sus ministros saboteaban, por eso, todo intento de fijarla en una cifra razonable. El acuerdo de Francia con sus aliados sufría las consecuencias de este sabotaje. Francia se aislaba más cada día en Europa. Alemania no pagaba. Mas nada de esto parecía importarle al bloque nacional obstinado en su rígida fórmula: “Alemania pagará”.
Mientras tanto el pasivo fiscal de Francia crecía exorbitantemente. El Estado francés tenía que hacer frente a los gastos de la restauración de las zonas devastadas. Al lado del presupuesto ordinario existía un presupuesto extraordinario. El déficit fiscal se mantenía en cifras fantásticas. En 1919 ascendía a veinticuatro mil millones de francos; en 1920 a diecinueve mil millones; en 1921 a trece mil millones; en 1922 a once mil quinientos millones; en 1923 a ocho mil millones. Para cubrir este déficit, el Estado no podía hacer otra cosa que recurrir a su crédito interno. Las emisiones de empréstitos y de bonos del tesoro se sucedían. Las condiciones de estos empréstitos eran cada vez más onerosas. Había que ofrecer al capital y al ahorro elevados réditos. De otra suerte, resultaba imposible captarlos. Pero a este recurso no se podía apelar ilimitada e indefinidamente. La tesorería del Estado se veía obligada a suscribir obligaciones a corto plazo que muy pronto urgiría atender. Y, por otra parte, la absorción de una parte considerable del ahorro nacional por el déficit del fisco sustraía ese capital a las inversiones industriales y comerciales necesarias a la reconstrucción de la economía del país. El fisco drenaba imprudentemente las reservas públicas. La balanza comercial se presentaba también deficitaria. El desequilibrio amenazaba, en fin, la estabilidad del franco asaz desvalorizado ya.
En estas condiciones arribó el pueblo francés a las elecciones de mayo de 1924. Poincaré había jugado, sin fortuna, en la aventura del Ruhr, su última carta. A pesar de esta política de extorsión de Alemania, no habían empezado aún a ingresar al tesoro francés los quinientos cincuenta millones anuales de libras esterlinas anunciados para 1921 por la optimista previsión del ministro Klotz. El Ruhr producía una suma bastante más modesta. Alemania, en suma, no pagaba. Y no era, absolutamente, el caso de hablar de debilidad y de indecisión de la política de Francia. El piloto de la política francesa, Poincaré, había demostrado, con la ocupación del Ruhr, su energía guerrera y su temperamento marcial.
La mayoría del electorado, cansada de los fracasos de las derechas, se pronunció a favor del cartel de izquierdas. El programa del cartel le prometía: una política exterior que liquidase, con un criterio realista y práctico, el problema de las reparaciones; una política económica que, mediante un impuesto extraordinario al capital, obligase a las clases ricas a contribuir en proporción a sus recursos al saneamiento de las finanzas públicas; una política interior de inspiración republicana y democrática que asegurase al país un mínimo satisfactorio de paz social eliminando, en lo posible, las causas de descontento que empujaban a las masas hacia el comunismo.
El cartel de izquierdas obtuvo una fuerte mayoría parlamentaria. Pero en la composición de esta mayoría no consiguió una suficiente homogeneidad. Presintiendo el tramonto de la política de las derechas se había aliado oportunamente a las izquierdas una parte de la alta burguesía industrial y financiera. Briand, actor y cómplice en un tiempo de la política del bloque nacional, se había declarado de nuevo hombre de izquierdas desde que la fortuna de las derechas había empezado a declinar. Loucheur, representante máximo de la gran industria, se había trasladado también al cartel. El desplazamiento del poder de la derecha a la izquierda no había podido efectuarse sin un congruo desplazamiento de conspicuos y ágiles elementos oportunistas. El bloque de izquierdas no era, electoral ni parlamentariamente, un bloque compacto. Los radicales-socialistas y los socialistas constituían sus bases sustantivas; pero la política parlamentaria de estos núcleos, cuya coalición significaba ya un compromiso y una transacción, tenía además que hacer no pocas concesiones a los grupos más o menos alógenos de Briand y de Loucheur. La composición un tanto heteróclita de la mayoría se reflejó en la formación y en el espíritu del gabinete Herriot. Clementel, el ministro de finanzas, no participaba de la opinión de las izquierdas sobre el tributo extraordinario al capital. En la cámara, el ministerio tenía que tomar en cuenta la oposición de Loucheur al impuesto al capital y la resistencia de Briand al retiro de la embajada en el Vaticano. En el senado, la política de Herriot dependía del sector centrista que pugnaba por imponerle su tutela conservadora.
Herriot, en el gobierno, como he tenido alguna vez ocasión de remarcarlo, daba una sensación de interinidad. No parecía destinado a actuar el programa del cartel de izquierdas, sino, más bien, a preparar el terreno a este experimento. En remover del camino del cartel la cuestión de las reparaciones, la cuestión de la amnistía, la cuestión del reconocimiento de los soviets, etc., el ministerio Herriot usó y consumió su fuerza. No era posible que, con las exiguas energías que le quedaron después de cumplir estas fatigas, pretendiese remover también la cuestión financiera. Sobre esta cuestión los intereses en contraste están decididos a librar una obstinada batalla. Los financistas y los industriales, aliados de cartel, que aceptarían en materia económica la autoridad de Caillaux, no aceptan, en cambio, la autoridad de Herriot, más expuesto, a su juicio, a la influencia de la “demagogia socialista”. Herriot estaba condenado a ser batido en la primera escaramuza grave de la cuestión financiera.
Nadie puede sostener seriamente que Herriot sea responsable de la situación fiscal de Francia. En materia de responsabilidades financieras, Poincaré es, evidentemente, mucho más vulnerable. Herriot ha heredado la crisis actual de sus antecesores. No ha caído por haberla producido, sino por haber intentado resolverla. Su mayoría no se ha mostrado de acuerdo respecto a su aptitud para esta empresa. ¿Por qué Herriot no ha diferido por más tiempo una discusión en la cual tenía que ser forzosamente batido? Todos los incidentes de la caída de Herriot indican que esta discusión no podía ya ser diferida. El partido socialista urgía al ministerio a que empeñase la batalla. El Banco de Francia exigía la legalización del aumento de la moneda fiduciaria. Se estrechaban, en fin, día a día, los plazos de los vencimientos que el tesoro francés debe atender este año. Porque ahora el problema no es el desequilibrio del presupuesto. El déficit del año último no fue sino de dos mil quinientos millones de francos. Los ingresos y los egresos de 1925, por primera vez desde la guerra, se presentaron balanceados. El déficit de este año, según las previsiones del gobierno, será solo de treintaicuatro millones. La reconstrucción de los territorios liberados está casi terminada. La balanza del comercio exterior ha recobrado su equilibrio. Las exportaciones superan en mil trescientos millones a las importaciones. Ahora el problema son los vencimientos. Las obligaciones a corto plazo contraídas por los antecesores de Herriot comienzan a llamar a las ventanillas del tesoro. El monto de las obligaciones que se vencen en este año pasa de veintidós mil millones. Una parte de estas obligaciones podrá ser convertida; pero otra parte tendrá que ser saldada en moneda contante. El fisco necesita, de toda suerte, encontrar veintidós mil millones de francos. Y no concluirá aquí el problema. Los acreedores de la guerra y de la post-guerra continuarán por muchos años presentando sus cuentas y sus cupones. La deuda interna de Francia asciende a 277,870 millones de francos-papel. La deuda exterior de guerra, a cuya condonación tanto Estados Unidos como Inglaterra se manifiestan muy poco inclinados, suma 110,000 millones. En cuanto Francia comience el servicio de esta deuda, una nueva carga pesará sobre su tesoro. Francia tiene también deudores. Pero sus acreencias son menores y mucho menos realizables. A Francia le deben sus aliados o ex-aliados quince mil millones de francos; mas una parte de esta suma, prestada a Polonia, Tcheco-Slavia, Rumania, etc. a trueque de servicios políticos, no es fácilmente exigible. La acreencia más gruesa de Francia es la que el plan Dawes le reconoce en Alemania: 103.900 millones de francos-papel.
Estas cifras expresan, mejor que cualquier otra explicación, la gravedad de la situación financiera de Francia. El Estado francés se halla frente a un pasivo imponentemente mayor que su activo. La solución de este equilibrio podría ser dejada al porvenir, si una gran parte del pasivo no estuviese compuesta de obligaciones a plazo corto y perentorio. ¿Dónde encontrar el dinero o el crédito necesarios para afrontar estas obligaciones? El contribuyente francés paga demasiados tributos. Su resistencia está colmada. “Nous prendrons l’argent ou il est” -he ahí, expresada en una frase de Renaudel, la formula socialista. “Tomaremos el dinero donde se halle”. Bien. Pero el dinero no se decide a dejarse capturar. El dinero, que cuando persigue al socialismo se siente rabiosamente nacionalista, cuando es perseguido por el socialismo deviene en el acto internacionalista. La amenaza del cartel de izquierdas ha inducido a muchos capitalistas del más ortodoxo patriotismo a expatriar su capital. En la mayoría de los casos el dinero naturalmente no puede emigrar. Tiene que quedarse en el país donde por hábito o por interés o por patriotismo trabaja; pero entonces moviliza todos sus medios para defenderse de las amenazas de la “demagogia socialista”. Apenas el cartel de izquierdas ha bosquejado seriamente su intención de realizar, muy moderada y atenuadamente, el proyecto de cupo al capital, Loucheur ha insurgido contra su política y ha abierto la primera brecha en su mayoría.
¿Volverá entonces, más o menos pronto, el poder a las derechas? Los fautores de Poincaré y Millerand exultan demasiado temprano. Ni aún la conversión en masa de todos los elementos movedizos y fluctuantes, oportunísticamente plegados al cartel, podría dar a las derechas la mayoría indispensable para gobernar. ¿No se romperá, al menos, en estas crisis, la alianza de los socialistas y los radicales-socialistas? Es poco probable que los radicales-socialistas resuelvan suicidarse electoralmente. En una coalición con las derechas acabarían absorbidos y dominados. El abandono de su programa les haría perder, en beneficio de los socialistas, la mayor parte de su clientela electoral. Los dos principales grupos del cartel tienen por ende, que seguir coaligados. El experimento radical-socialista no ha concluido. Por el momento, ya hemos visto cómo el veto de los socialistas ha cerrado el paso a una combinación ministerial dirigida y presidida por Briand. Al partido socialista francés la colaboración en el cartel le ha hecho beber muchos amargos cálices. Pero este cáliz de un ministerio Briand le ha parecido, sin duda, amargo en demasía.
La solución de la crisis no marcará, probablemente, sino un intermezzo, en el episodio radical-socialista. Herriot ha caído antes de que Caillaux pueda sustituirlo. El político del Rubicón no ha tenido aún tiempo de reincorporarse en el parlamento. La interinidad, en suma, recomienza con otro nombre.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Sun Yat Sen

La revolución china ha perdido su más conspicua figura. En los mayores episodios de su historia, ocupó Sun Yat Sen una posición eminente. Sun Yat Sen ha sido el leader, el condottiere, el animador máximo de una revolución que ha sacudido a cuatrocientos millones de hombres.
Perteneció Sun Yat Sen a esa innumerable falange de estudiantes chinos que, nutridos de ideas democráticas y revolucionarias en las universidades de la civilización occidental, se convirtieron luego en dinámicos y vehementes agitadores de su pueblo.
El sino histórico de la China quiso que esta generación de agitadores, educada en las universidades norteamericanas y europeas, crease en el escéptico y aletargado pueblo chino un estado de ánimo nacionalista y revolucionario en el cual debía formarse una vigorosa voluntad de resistencia al imperialismo norteamericano y europeo. Forzada por la conquista, la China salió de su clausura tradicional, para, luego, reentrar mejor en sí misma. El contacto con el Occidente fue fecundo. La ciencia y la filosofía occidentales no debilitaron ni relajaron el sentimiento nacional chino. Al contrario, lo renovaron y lo reanimaron. La transfusión de ideas nuevas rejuveneció la vieja y narcotizada ánima china.
La China sufría, en ese tiempo, los vejámenes y las expoliaciones de la conquista. Las potencias europeas se habían instalado en su territorio. El Japón se había apresurado a reclamar su parte en el metódico despojo. La revuelta boxer había costado a la China la pérdida de las últimas garantías de su independencia política y económica. Las finanzas de la nación se hallaban sometidas al control de las potencias extranjeras. La decrépita dinastía manchú, de otro lado, no podía oponer a la colonización de la China casi ninguna resistencia. No podía suscitar ni presidir un renacimiento de la energía nacional. Impotente, inválida, ante ninguna abdicación de la soberanía nacional era ya capaz de retroceder. No la asistían ni la adhesión ni la confianza populares. Exangüe, anémica, extraña al pueblo, vegetaba lánguida y pálidamente. Representaba sólo una feudalidad moribunda, cuyas raíces tradicionales aparecían cada vez más envejecidas y socavadas.
Las ideas nacionalistas y revolucionarias, difundidas por los estudiantes e intelectuales, encontraron, por consiguiente, una atmósfera favorable. Sun Yat Sen y el partido Kuo-Ming-Tang promovieron una poderosa corriente republicana. La China se aprestó a adoptar la forma y las instituciones demo-liberales de la burguesía europea y americana. No cabía, absolutamente, en la China, la transformación de la monarquía absoluta en una monarquía constitucional. Las bases de la dinastía macnhú estaban totalmente minadas. Una nueva dinastía no podía ser improvisada. Sun Yat Sen no proponía, por consiguiente, una utopía. Había que intentar, de hecho, la fundación de una república, que no nacería, por supuesto, sólidamente cimentada, pero que, a través de las peripecias de un lento trabajo de afirmación, encontraría al fin su equilibrio. Los acontecimientos dieron la razón a estas previsiones.
La dinastía manchú se derrumbó, definitivamente, al primer embate recio de la revolución. La insurrección estalló en Wu Chang, capital de la provincia de Hu-Pei, el 10 de octubre de 1911. La monarquía no pudo defenderse. Fue proclamada la república. Sun Yat Sen, jefe de la revolución, asumió el poder. Pero Sun Yat Sen se dio cuenta de que su partido no estaba aún maduro para el gobierno. La dinastía había sido fácilmente vencida; pero los latifundistas, los “tuchuns”, los latifundistas del Norte conservaban sus posiciones. Las ideas liberales habían fructificado y prosperado en el Sur donde la población, mucho más densa, se componía principalmente de pequeños burgueses. En el Norte dominaba la gran propiedad. El partido Kuo-Ming-Tang no había conseguido desarrollarse ahí.
Sun Yat Sen dejó el gobierno a Yuan Shi Kay que, dueño de un antiguo prestigio de estadista experto, contaba con el apoyo de la clase conservadora y de los jefes militares. El gobierno de Yuan Shi Kay representaba un compromiso. Le tocaba desenvolver una política de conciliación de los intereses capitalistas y feudales con las ideas democráticas y republicanas de la revolución. Pero Yuan Shi Kay era un estadista del antiguo régimen. Un estadista escéptico respecto a los probables resultados del experimento republicano. Además, se apoderó pronto de él la ambición de devenir emperador. Y en diciembre de 1915 creyó llegada la hora de realizar su proyecto. La restauración resultó precaria. El nuevo imperio no duró sino ochentaitrés días. El sentimiento revolucionario, que se mantenía vigilante, volvió a imponerse. Abandonado por sus propios tenientes, Yuan Shi Kai tuvo que abdicar.
Pero, año y medio después, otra tentativa de restauración monárquica puso en peligro la república. Y, vencida entonces, la reacción no ha desarmado hasta ahora. El mandarinismo, el feudalismo, que la revolución no ha podido todavía liquidar, han conspirado incesantemente contra el régimen democrático. Tampoco la revolución ha desmovilizado sus legiones. Sun Yat Sen ha seguido siendo, hasta su muerte, uno de sus animadores.
En 1920, el conflicto entre las provincias del sur, dominadas por el partido Kuo- Ming-Tang y las provincias del norte dominadas por el partido An-Fu y por el caudillaje “tuchun”, produjo una secesión. Se constituyó en Cantón un gobierno independiente encabezado por Sun Yat Sen. Y este gobierno hizo de Cantón una ciudadela de la agitación nacionalista y revolucionaria. Condenó y rechazó el pacto suscrito en Washington en 1921 por las grandes potencias con el objeto de fijar los límites de su acción en la China. Combatió todos los esfuerzos de la dictadura del Norte por someter la China a un régimen excesivamente centralista, contrario a las aspiraciones de autonomía administrativa de las provincias. Contestó a la organización de un movimiento fascista, financiado por la alta burguesía de Cantón, con la movilización armada del proletariado.
Educado en la escuela de la democracia, Sun Yat Sen supo, sin embargo, en su carrera política, traspasar los límites de la ideología liberal. Los mitos de la democracia (soberanía popular, sufragio universal, etc.) no se enseñorearon de su inteligencia clara y fuerte de idealista práctico. La política imperialista de las grandes potencias occidentales lo ilustró plenamente respecto a la calidad de la justicia democrática. La revolución rusa, finalmente, lo iluminó sobre el sentido y el alcance de la crisis contemporánea. Su agudo instinto revolucionario lo orientó hacia Rusia y sus hombres. Sun Yat Sen veía en Rusia la liberadora de los pueblos de Oriente. No pretendió nunca repetir, mecánicamente, en la China los experimentos europeos. Conformaba, ajustaba su acción revolucionaria a la realidad de su país. Quería que en la China se cumpliese una revolución china así como en Rusia se cumple, desde hace siete años, una revolución rusa. Su conocimiento de la cultura y del pensamiento occidentales no desnacionalizaba, no desarraigaba su alma al mismo tiempo profundamente china y profundamente humana. Doctor de una universidad norteamericana, frente al imperialismo yanqui, frente al orgullo occidental, prefería sentirse solo un coolí.
Sirvió austera, abnegada y dignamente el ideal de su pueblo, de su generación y de su época. Y a este ideal dio toda su capacidad y toda su vida.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El proceso del directorio

Las maniobras del Conde de Romanones para organizar un frente único de los partidos constitucionales indican claramente que la crisis del régimen reaccionario inaugurado en España en setiembre de 1923 ha entrado en una fase aguda. El redomado conde no daría este paso si no estuviese seguro de su oportunidad. Su cauta ofensiva debe haberse asegurado, previamente, el consenso tácito o explícito de la monarquía. El rey no puede ser extraño a las maniobras del leader liberal como no fue extraño al golpe de Primo de Rivera. La aventura del Directorio no ha tenido fortuna. Alfonso XIII siente, por tanto, la urgencia de liquidarla, prontamente. Existen indicios inequívocos de que desea desembarazase de los servicios y de la espada del marqués de la Estrella. La revista “Europe” de París, en un artículo sobre el Directorio, cuenta que Alfonso XIII, en agosto último, conversando en una playa del norte de Francia con uno de sus amigos sportsmen, tuvo esta frase: “Yo sabía que Primo de Rivera era un hombre muy poco serio, pero yo no lo creía tan estúpido.”
Posteriormente, el disgusto del rey debe haberse acentuado. La posición de España en Marruecos, no obstante los exasperados esfuerzos militares del Directorio, ha sufrido un tremendo quebranto. Todos los problemas de la vida española, que el Directorio ofreció resolver taumatúrgicamente en unos pocos meses, se han exacerbado bajo el nuevo tratamiento. El Directorio se contenta con haberlos eliminado del debate público y, sobre todo, del debate periodístico. Como dice el Conde Romanones, en su libro “Las responsabilidades del antiguo régimen”, la llamada nueva política “logra el triunfo de suprimir esos males, no de la vida, que a tanto no llega, sino de la publicidad, para lo cual basta y sobra con la diligencia y celo del atareado censor”.
El Directorio se proponía transformar radicalmente España. La prosa hinchada y petulante de sus manifiestos anunciaba la apertura de una era nueva en la vida española. El viejo régimen y sus hombres, según Primo de Rivera y sus fautores, quedaban definitivamente cancelados. Empezaba con el golpe de estado del 13 de setiembre un fúlgido capítulo de la historia de España. Primo de Rivera asignaba al Directorio una misión providencial.
Los objetivos fundamentales de su dictadura eran los siguientes: pacificación de Marruecos y liquidación, victoriosa naturalmente, de la guerra rifeña; solución integral de los problemas económicos y fiscales de España; reafirmación de la unidad española y extirpación de toda tendencia separatista; licenciamiento y ostracismo del gobierno de los antiguos partidos, de sus hombres y de sus ideas; sofocación de las agitaciones revolucionarias del proletariado; organización de nuevas, sanas e impolutas fuerzas políticas que asumiesen el poder cuando el Directorio considerara cumplida su obra.
Examinemos, sumariamente, los resultados de la política del Directorio en estas diversas cuestiones.
Marruecos no solo no está pacificado sino que está más conflagrado que nunca. Abd-el-Krim y sus tribus han infringido a las tropas españolas una serie de derrotas. Orgulloso de su victoria, el caudillo riffeño adopta ante España una actitud altanera. Pretende tratarla como una nación vencida. Amenaza con arrojar totalmente del territorio africano a los españoles. Aparece cada día más evidente que España ha malgastado, estéril e insensatamente, su heroísmo y su sangre en una empresa absurda. El problema marroquí se plantea hoy en peores términos que ayer.
La continuación de la guerra de Marruecos mantiene el desequilibrio fiscal. El Directorio, como era fácil preverlo, resulta impotente para concebir siquiera un plan de reorganización de la economía española. Más impotente aún resulta, por supuesto, para actuarlo. Le falta capacidad técnica. Le falta autoridad política. La plutocracia española ve en Primo de Rivera un gendarme de sus intereses económicos. No puede consentirle, por consiguiente, ninguna veleidad, ningún experimento que los contraríe o los amenace. El método reaccionario, por otra parte, como se constata presentemente en Italia, crea un clima histórico adverso al propio desarrollo de la economía y la producción capitalistas. Los elementos más inteligentes de la burguesía europea se muestran desencantados del ensayo fascista.
Para suprimir el regionalismo, el Directorio emplea las mismas armas que para suprimir otros sentimientos de la vida española: persigue y reprime su expresión pública. Pero este sistema simplista y marcial es, evidentemente, el menos recomendable para ahogar el separatismo. Los fermentos separatistas, en lugar de debilitarse, tienen que agriarse sordamente. Los catalanistas no son menos catalanistas que antes desde que Primo de Rivera les prohíbe la ostentación de su regionalismo. La política de la mano fuerte ha prestado, sin duda, un pésimo servicio a la causa de la unidad española. No se tardará mucho en comprobarlo.
Los resultados obtenidos, en cuanto concierne a la proscripción de la vieja política y de sus caciques, no pueden haber sido menos coherentes con los supuestos propósitos del Directorio. La dictadura exhumó las más ancianas reliquias de la política española. Algunos personajes de origen carlista y absolutista sintieron llegada su hora. Toda la fauna reaccionaria saludó exultante, al “nuevo régimen”. Y, ahora, como vemos, se aprestan otra vez, con la complacencia de la monarquía, a la reconquista del poder, los mismos grupos y los mismos hombres que Primo de Rivera y sus generales se hacían la ilusión de haber barrido para siempre del gobierno. La vieja política resucita. La cirugía militar parece haberle injertado algunas glándulas jóvenes.
Y, conexamente, ha fracasado la organización de un partido nuevo, heredero del espíritu y de la obra del Directorio. La larvada idea de la Unión Patriótica no ha conseguido prosperar. Los cuadros de la Unión Patriótica están compuestos de elementos arribistas, desorientados, mediocres. No han logrado siquiera atraer a sus rangos a unos cuantos intelectuales más o menos decorativos y brillantes. Muerto el Directorio, los febles y precarios cuadros de la Unión Patriótica se dispersarán sin estrépito.
La represión de las ideas revolucionarias, en fin, ha sido análogamente ineficaz. El partido socialista sale más fuerte de la prueba. La magra democracia española, que coquetea intelectualmente con los socialistas desde hace algún tiempo, reconoce ahora en ellos una fuerza decisiva del provenir. El movimiento comunista ha crecido. Las persecuciones con que el Directorio lo distingue denuncian la preocupación que su desarrollo inspira.
Tal es, en rápido resumen, el balance del año y medio de dictadura del Directorio. De ningún régimen se puede pretender ciertamente que en tan corto plazo realice su programa. Pero sí que demuestre al menos su aptitud para actuarlo gradualmente. El Directorio, de otro lado, no ha conseguido formular un programa verdadero. Se ha limitado a enumerar sus objetivos con un vanidoso alarde de su seguridad de alcanzarlos.
El directorio tiene en España la misma función histórica que el fascismo en Italia. Pero el fenómeno reaccionario exhibe en ambos países estructura y potencia diferentes. En Italia es vigoroso y original; en España es anémico y caricaturesco. El fascismo es un partido, un movimiento, una marejada. El Directorio es un club de generales. No representa siquiera toda la plana mayor del ejército español. Primo de Rivera no tiene suficiente autoridad sobre sus colegas. El general Cavalcanti, uno de sus colaboradores del golpe de estado de setiembre, complotó, no hace mucho, por reemplazarlo en el poder. El general Berenguer, responsable de sospechosos flirts con la “vieja política”, acabó recluido en una prisión militar. Y las malandanzas militares de Primo de Rivera en Marruecos deben haber disminuido mucho su prestigio profesional en el ejército.
Esta junta de generales que gobierna todavía España no es sino una anécdota de ese “antiguo régimen” y de esa “vieja política” que tanto se complace en detractar. El antiguo régimen, la vieja política subsisten. Uno de sus hombres representativos, el socarrón Conde de Romanones, nos lo asegura, mientras se dispone a recibir la herencia del Directorio. Se bosqueja la formación de un bloque constitucional y monárquico. El próximo sábado enfocaré este sector de la política española.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Millerand y las derechas

Las elecciones de mayo último liquidaron en Francia el bloque nacional. Briand, que desde su caída del gobierno empezó a virar a izquierda, se colocó en mayo al flanco de Herriot. Loucheur, ministro de Poincaré, se sintió también en mayo hombre de izquierda. Todo el sector más o menos intermedio, movedizo, fluctuante, del parlamento francés se apresuró a romper sus vínculos con el bloque nacional.
Por consiguiente, las derechas de la cámara francesa quedaron casi decapitadas. Poincaré maniobraba en el senado. Sobre él recaía, además, oficialmente, la responsabilidad de la derrota. Esto lo descalificaba un poco para conservar el comando del bloque conservador. Tardieu, el lugarteniente de Clemenceau, vencido en las elecciones, como el gordo y virulento León Daudet, después de una tensa jornada electoral, sufría taciturnamente su ostracismo del parlamento. Mr. Alexandre Millerand, arrojado de la presidencia de la república, por la nueva mayoría, resultaba el único condottiere disponible. Las derechas tuvieron que saludarlo y reconocerlo como su jefe.
Millerand, ex-socialista, ex-radical, ex-presidente de la república, acecha hoy, a la cabeza de sus eventuales mesnadas, la oportunidad de volver a ser algo, presidente del consejo de ministros, verbigracia. Por ahora se contenta con ser el leader convicto y confeso de la reacción. A nombre de un heterogéneo conglomerado, en el cual se confunden y combinan residuos del régimen feudal y elementos de la Tercera República, Millerand condena la política social-democrática y francmasona de Herriot y bloque de izquierdas.
Como Mussolini, Millerand procede de los rangos del socialismo. Pero el caso Millerand no se parece absolutamente al caso Mussolini. Mussolini fue un socialista incandescente; Millerand fue un socialista tibio. Entre ambos hombres hay diferencias de educación, de mentalidad y de temperamento. Mussolini [ni] tiene un alma exuberante, explosiva, efervescente; Millerand tiene un alma pacata, linfática, burguesa. Mussolini es un agitador; Millerand es un rábula. Mussolini militó en la extrema izquierda del socialismo; Millerand en su extrema derecha.
La trayectoria política de Millerand carece de oscilaciones violentas. Millerand debutó en el socialismo con prudencia y con mesura. No profesó nunca una fe revolucionaria. En 1893 figuró entre los diputados del polícromo socialismo de ese tiempo. Pertenecía al grupo de socialistas independientes. Su escenario, desde esa época, no era el comicio ni el agora. Era el parlamento o el periódico. Pronunció su máximo discurso en un banquete político. Un discurso en el cual, bajo un socialismo superficial y abstracto, [latía] un temperamento ministerial y parlamentario. A Millerand no se le puede clasificar, por tanto, entre los socialistas domesticados por el capitalismo. Millerand nació a la vida política perfectamente domesticado.
No representaba Millerand, a la manera de Jaurés, un socialismo idealista y democrático, reacio a la concepción marxista de la lucha de clases. Representaba únicamente un socialismo burocrático y oportunista. A través de Millerand, de Briand y de Viviani, la pequeña burguesía de la Tercera República realizaba un inocuo ejercicio de dillettantismo socialista.
En 1899, malgrado el veto de sus principales compañeros del socialismo, Millerand aceptó una cartera en el gabinete de Waldeck Rousseau. Los radicales franceses sentían la necesidad de teñirse un tanto de socialismo para encontrar apoyo en las masas. Inscribieron, por esto, en su programa, algunas reformas sociales. Y, como una garantía de su voluntad de actuarlas, solicitaron los servicios profesionales de un diputado socialista, en quien su perspicacia les permitía adivinar un candidato latente a un ministerio. No se equivocaban. Las masas concedieron un largo favor al gobierno de Waldeck Rousseau. La conducta de Millerand tuvo fautores dentro de las propias filas del socialismo. Se calificaba al gobierno radical de entonces como un gobierno de defensa republicana. Más o menos como se califica al gobierno radical-socialista de ahora. La participación de un socialista en el gobierno era explicada y justificada como una consecuencia de la lucha contra la reacción clerical y conservadora.
Pero vino el congreso de Ámsterdam de la Segunda Internacional. La tesis colaboracionista fue ahí debatida y rechazada. El movimiento socialista francés se orientó hacia una táctica intransigente. Se produjo la fusión de los varios grupos de filiación socialista. Nació el Partido Socialista (S. F. I. O.), síntesis del socialismo marxista de Jules Guesde y del socialismo idealista de Jean Jaurés. Todos los puentes teóricos y prácticos entre Millerand y el socialismo quedaron así cortados. Segregado de las filas de la revolución, Millerand fue definitivamente reabsorbido por las filas de la burguesía. Había paseado por el campo socialista con un pasaje de ida y vuelta. El socialismo no había sido para Millerand una pasión sino, más bien, una aventura.
Eliminado de la extrema izquierda, se mantuvo, durante algún tiempo, a una discreta distancia de la derecha. Conservó su condición de funcionario de la República. Siguió, formalmente, al servicio de su dama, la Democracia. El movimiento de traslación de Mr. Alexandre Millerand del sector revolucionario al sector reaccionario se cumplía lenta, gradual, pausadamente. La guerra consiguió acelerarlo.
La “unión sagrada” borró un poco los confines de los diversos partidos franceses. El estado de ánimo creado por la contienda favorecía la hegemonía espiritual de los grupos de derecha. A esta corriente reaccionaria no pudieron ser insensibles los políticos que ya habían empezado su aproximación a las ideas y los hombres del conservantismo. Millerand, por ejemplo, se consustanció totalmente con la derecha. La atmósfera tempestuosa de la post-guerra acabó su conversión.
Millerand desenvolvió, en la presidencia del consejo de ministros, la misma agresiva política reaccionaria de Clemenceau. Reprimió marcialmente la agitación obrera. Licenció a varios millares de ferroviarios. Trabajó por la disolución de la Confederación General del Trabajo. Armó a Polonia contra la Rusia sovietista. Reconoció al general Wrangel, vulgarísimo aventurero, instalado en Crimea, como gobernante de Rusia. Estas fueron las benemerencias que lo condujeron a la presidencia de la república. El bloque nacional encontró en Mr. Alexandre Millerand su hombre más representativo.
La presidencia de Millerand tenía, además, en la intención de algunos elementos de la derecha, un sentido más preciso. Millerand era un asertor de una tesis adversa a la ortodoxia parlamentaria de la Tercera República. Quería que se atribuyese al presidente de la república mayores poderes. Que se le permitiese ejercer una influencia activa en la política del Estado. Por tanto, Millerand resultaba singularmente indicado para una eventual ofensiva contra el régimen parlamentario y contra el sufragio universal. Las derechas no se hacían demasiadas ilusiones sobre su posición electoral. Sabían que el éxito de las elecciones tenía que serles contrario. El ejemplo fascista las animaba a pensar en la vía de la violencia. Los hombres de las derechas, sin exceptuar al propio Millerand según notorias acusaciones, tendían al golpe de Estado. Así lo denunciaba inequívocamente su lenguaje. Uno de los amigos más conspicuos de Millerand, Gustave Hervé, director de la “Victoire” escribía en el verano de 1923 al escritor italiano Curzio Suckert, teórico del fascismo, las siguientes líneas: “Yo soy en el fondo un fascista de izquierda. Y, en efecto, pensé en 1918 hacer en Francia, o mejor dicho intentar en Francia, lo que Mussolini ha actuado tan bien en Italia. Las polémicas de “L’Action Française” y el equívoco creado por esta nos obligaron a renunciar a nuestro plan, o por lo menos a aplazarlo y a sustituir un movimiento fascista con nuestro movimiento del bloque nacional, del cual he sido, creo, uno de los animadores y uno de los fundadores”.
El bloque de izquierdas, triunfador en las elecciones de mayo, no se conformó, por eso, con desalojar del poder a Poincaré y a sus colaboradores. Sintió el deber de echar, además, a Millerand, de la presidencia de la república. Herriot se negó a recibir de Millerand el encargo de organizar el ministerio. Boycoteado por la mayoría parlamentaria, Millerand se vio forzado a dimitir. En medio de una tempestad de invectivas y de clamores, se retiró del Elíseo. Quienes lo creían capaz de un gesto atrevido, tascaron malhumoradamente su agria desilusión.
Ahora, sin embargo, vuelven a rodear a Millerand. La reacción carece en Francia de hombres propios. Se abastece de conductores y de animadores entre los disidentes ancianos de la extrema izquierda o entre los viejos funcionarios de la Troisiéme République. La aserción de los derechos de la victoria está a cargo de un ex-antimilitarista, de un ex-internacionalista como Gustave Hervé. El caso no es único. También la defensa de los derechos de la catolicidad tiene uno de sus más ilustres y sustantivos corifeos en un literato de mentalidad pagana, anticristiana y atea como Charles Maurras y en un escritor de literatura pornográfica, inverecunda y obscena como León Daudet.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La libertad y el Egipto

Despedida de algunos pueblos de Europa, la Libertad parece haber emigrado a los pueblos de Asia y de África. Renegada por una parte de los hombres blancos, parece haber encontrado nuevos discípulos en los hombres de color. El exilio y el viaje no son nuevos, no son insólitos en su vida. La pobre Libertad es, por naturaleza, un poco nómade, un poco vagabunda, un poco viajera. Está ya bastante vieja para los europeos. (Es la Libertad jacobina y democrática, la Libertad del gorro frigio, la Libertad de los derechos del hombre). Y hoy los europeos tienen otros amores. Los burgueses aman a la Reacción, su antigua rival, que reaparece armada del hacha de los lictores y un tanto modernizada, trucada, empolvada, con un tocado a la moda, de gusto italiano. Los obreros han desposado a la Igualdad. Algunos políticos y capitanes de la burguesía osan afirmar que la Libertad ha muerto. “A la Dea Libertad -ha dicho Mussolini- la mataron los demagogos”. La mayoría de la gente, en todo caso, la supone valetudinaria, achacosa, domesticada, deprimida. Sus propios escuderos actuales Herriot, Mac Donald, etc., se sienten un poco atraídos por la Igualdad, la dea proletaria, la nueva dea; y su último caballero, el Presidente Wilson, quiso imponerle una disciplina presbiteriana y un léxico universitario completamente absurdos en una Libertad coqueta y entrada en años.

Probablemente, lo que más que todo resiente a la vieja dama es que los europeos no la consideren ya revolucionaria. El caso es que se propone, ostensiblemente, demostrarles que no es todavía estéril ni inocua. Una gran parte de la humanidad puede aún seguirla. Su seducción resulta vieja en Europa; pero no en los continentes que hasta ahora no la han poseído o que la han gozado incompletamente. Ahí la pobre divorciada encontrará fácilmente quien la despose. ¿No ha sido acaso, en su nombre, que las democracias occidentales han combatido, en la gran guerra, contra la gente germana, nibelunga, imperialista y bárbara?
La Libertad jacobina y democrática no se equivoca. Es, en efecto, una Libertad vieja; pero en la guerra las democracias aliadas tuvieron que usarla, valorizarla y rejuvenecerla para agitar y emocionar al mundo contra Alemania. Wilson la llamaba la Nueva Libertad. Ella, musa inagotable y clásica, inspiró los catorce puntos. Y más puntos les hubiera dado a los aliados si más puntos hubiesen necesitado estos para vencer. Pero solo catorce, todas variaciones del mismo motivo, -libertad de los mares, libertad de las naciones, libertad de los Dardanelos, etc.- bastaron al presidente Wilson y a las democracias aliadas para ganar la guerra. La Libertad, después de alcanzar su máxima apoteosis retórica, comenzó entonces a tramontar. Las democracias aliadas pensaron que la Libertad, tan útil, tan buena en tiempos de guerra, resultaba excesiva e incómoda en tiempos de paz. En la conferencia de Versailles le dieron un asiento muy modesto y, luego, en el tratado intentaron degollarla, tras de algunas fórmulas equívocas y falaces.

Pero la Libertad había huido ya a Egipto. Viajaba por el África, el Asia y parte de América. Agitaba a los hindúes, a los persas, a los turcos, a los árabes. Desterrada del mundo capitalista, se alojaba en el mundo colonial. Su hermana menor, la Igualdad, victoriosa en Rusia, la auxiliaba en esta campaña. Los hombres de color la aguardaban desde hacía mucho tiempo. Y ahora, la amaban apasionadamente. Maltratada en los mayores pueblos de Europa, la anciana Libertad volvía a sentirse, como en su juventud, aventurera, conspiradora, carbonaria, demagógica.

Este es uno de los dramas del post-guerra. No solo acontece que Asia y África, como dice Gorky, han perdido su antiguo, supersticioso respeto a la superioridad de Europa, a la civilización de Occidente. Sucede también que los asiáticos y los africanos han aprendido a usar las armas y los mitos de los europeos. No todos condenan místicamente, como Gandhi, la “satánica civilización europea”. Todos, en cambio, adoptan el culto de la Libertad y muchos coquetean con el Socialismo.

Inglaterra es, naturalmente, la nación más damnificada por esta agitación. Pero es, también, la que con más astutos medios defiende su imperio. A veces se desmanda en el uso de métodos marciales, crueles y sangrientos; pero vuelve, invariablemente, a sus métodos sagaces. La vía del compromiso es siempre su vía predilecta. Las colonias inglesas no se llaman hoy colonias; se llaman dominios. Inglaterra les ha concedido toda la autonomía compatible con la unidad imperial. Les ha consentido dejar el imperio como vasallos para volver a él como asociados. Mas no todas las colonias británicas se contentan con esta autonomía. El Egipto, por ejemplo, lucha, esforzadamente por reconquistar su independencia. Y no la quiere relativa, aparente, condicionada.

Hace más de cuarenta años que los ingleses se instalaron militarmente en tierra egipcia. Algunos años antes habían desembarcado ya en el Egipto sus funcionarios, su dinero y sus mercaderías. Inglaterra y Francia habían impuesto en 1879 a los egipcios su control financiero. Luego, la insurrección de 1882 había sido aprovechada por Inglaterra para ocupar marcialmente el valle del Nilo.
El Egipto siguió siendo, formalmente, un país tributario de Turquía; pero, prácticamente, se convirtió en una colonia británica. Los funcionarios, las finanzas y los soldados británicos mandaban en su administración, su política y su economía. Cuando vino la guerra, los últimos vínculos formales del Egipto con Turquía, quedaron cortados. El khedive fue depuesto. Lo reemplazó un sultán nombrado por Inglaterra. Se inauguró un período de franco y marcial protectorado británico. Conseguida la victoria, Inglaterra negó al Egipto participación en la Paz. Zagloul Pachá debía haber representado a su pueblo en la conferencia; pero Inglaterra no aceptó la fastidiosa presencia de los delegados egipcios. Deportado a la isla de Malta, Zagloul Pacha debió aguardar mejor coyuntura y mejores tiempos. El Egipto insurgió violentamente contra la Gran Bretaña. Los ingleses reprimieron duramente la insurrección. Mas comprendieron la urgencia de parlamentar con los egipcios. La crisis post-bélica desgarraba Europa. Los vencedores se sentían menos arrogantes y orgullosos que en los días de embriaguez del armisticio. Una misión de funcionarios británicos desembarcó en diciembre de 1919 en el Egipto para estudiar las condiciones de una autonomía compatible con los intereses imperiales. El pueblo egipcio la boycoteó y la aisló. Pero, algunos meses después, llamados a Londres, los representantes del nacionalismo egipcio debatieron con el gobierno británico las bases de un convenio. Las negociaciones fracasaron. Inglaterra quería conservar el Egipto bajo su control militar. Sus condiciones de paz eran inconciliables con las reivindicaciones egipcias.

Gobernaban entonces el Egipto, acaudillados por Adly Pachá, los nacionalistas moderados, que eran impotentes para dominar la ola insurreccional. Hubo, por esto, una tentativa de entendimiento entre estos y los nacionalistas integrales de Zagloul Pachá. Pero la colaboración aparecía inasequible. Adly Pachá continuó tratando solo con los ingleses, sin avanzar en el camino de un acuerdo. La agitación, después de un compás de espera, volvió a hacerse intensa y tumultuosa. Varias explosiones nacionalistas provocaron, otra vez, la represión y Zagloul Pachá, que había regresado al Egipto, aclamado por su pueblo, sufrió una nueva deportación. A principios de 1922 una parte de los nacionalistas egipcios pareció inclinada a adoptar los métodos gandhianos de la no-cooperación. Eran los días de plenitud del gandhismo. Inglaterra insistió, sin éxito, en sus ofrecimientos de paz.

Así arribó el conflicto a las últimas elecciones egipcias en las cuales una abrumadora mayoría votó por Zagloul Pachá. El sultán tuvo que llamar al gobierno al caudillo nacionalista. Su victoria coincidía aproximadamente, con la del Labour Party en las elecciones inglesas. Y las negociaciones entraron, consecuentemente, en una etapa nueva. Pero esta etapa ha sido demasiado breve. Zagloul Pachá ha estado recientemente en Londres, y ha conversado con Mac Donald. El diálogo entre el laborista británico y el nacionalista egipcio no ha podido desembocar en una solución. Se ha efectuado en días en que el gobierno laborista estaba vacilante. Zagloul Pachá ha vuelto, pues a su país con las manos vacías. La cuestión sigue integralmente en pie.

No puede predecirse, exactamente; su porvenir. Es probable que, Zagloul Pachá no consigue prontamente la independencia del Egipto, su ascendiente sobre las masas decaiga. Y que prosperen en el Egipto corrientes más revolucionarias y enérgica que la suya. El poder ha pasado en el Egipto a tendencias cada vez más avanzadas. Primero lo conquistaron los nacionalistas moderados. Más tarde, tuvieron estos que cederlo a los nacionalistas de Zagloul Pachá. La última palabra la dirán los obreros y los “fellahs”, en cuyas capas superiores se bosqueja un movimiento clasista.

La suerte del Egipto está vinculada a los acontecimientos políticos de Europa. De un gobierno laborista podrían esperar los egipcios concesiones más liberales que de cualquier otro gobierno británico. Pero la posibilidad de que los laboristas gobiernen, plenamente, efectivamente, Inglaterra, no es inmediata. Les queda a los egipcios el camino de la insurrección y la violencia. ¿Elegirá esta vía Zagloul Pachá? Será difícil, ciertamente, que el Egipto se decida a la guerra, antes que Inglaterra a la transacción. Sin embargo, las cosas pueden llegar a un punto en que la transacción resulte imposible. Esto sería una lástima para el clásico método del compromiso. ¿Pero acaso la crisis contemporánea no es una crisis de todo lo clásico?

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Irlanda e Inglaterra

El problema de Irlanda aún está vivo, De Valera, el caudillo de los “sinn feiners” vuelve a agitar la escena irlandesa. Irlanda no se aquieta. Desde 1922, le ha sido reconocido el derecho de vivir autónomamente dentro de la órbita y los confines morales, militares e internacionales de la Gran Bretaña. Pero no a todos los irlandeses les basta esta independencia. Quieren sentirse libres de toda coerción, de toda tutela británica. No se conforman de tener una administración interna propia; aspiran a tener, también, una política exterior propia. Este sentimiento debe ser muy hondo cuando ni los compromisos ni las derrotas consiguen domesticarlo ni abatirlo. No es posible que un pueblo luche tanto por una ambición arbitraria.

Luis Araquistaín escribía una vez que Irlanda, católica y conservadora, fuera de la Gran Bretaña viviría menos democrática y liberalmente. Por consiguiente, reteniéndola dentro de su imperio, y oprimiéndola un poco Inglaterra servía los intereses de la Democracia y la Libertad. Este juicio paradójico y simplista correspondía muy bien a la mentalidad de un escritor democrático y aliadófilo como Araquistaín entonces. Pero un examen atento de las cosas no lo confirmaba; lo contradecía. Las clases ricas y conservadoras de Irlanda se han contentado, generalmente, con un “home rule”. El proletariado, en cambio, se ha declarado siempre republicano, revolucionario, más o menos “feniano”, y ha reclamado la autonomía incondicional del país. Araquistaín prejuzgaba la cuestión, antes de ahondar su estudio.

Sin embargo, la alusión a la catolicidad irlandesa, lo colocaba aparentemente en buen camino, aprehendía imprecisamente una parte de la realidad. El conflicto entre el catolicismo y el protestantismo es, efectivamente, algo más que una querella metafísica, algo más que una secesión religiosa. La Reforma protestante contenía tácitamente la esencia, el germen de la idea liberal. Protestantismo, liberalismo aparecieron sincrónica y solidariamente con los primeros elementos de la economía capitalista. No por un mero azar, el capitalismo y el industrialismo han tenido su principal asiento en pueblos protestantes. La economía capitalista ha llegado a su plenitud solo en Inglaterra y Alemania. Y dentro de estas naciones, los pueblos de confesión católica han conservado instintivamente gustos y hábitos rurales y medioevales. Baviera, por ejemplo, es campesina. En su suelo se aclimata con dificultad la gran industria. Las naciones católicas han experimentado el mismo fenómeno. Francia -que no puede ser juzgada solo por el cosmopolitismo de París- es prevalentemente agrícola. Su población es “très paysanne”. Italia ama la vida del agro. Su demografía la ha empujado por la vía del trabajo industrial. Milán, Turín, Génova, se han convertido, por eso, en grandes centros capitalistas. Pero en la Italia meridional sobreviven algunos residuos de la economía feudal. Y, mientras en las ciudades italianas del norte el movimiento modernista fue una tentativa para rejuvenecer los dogmas católicos, el mediodía italiano no conoció nunca ninguna necesidad heterodoxa, ninguna inquietud herética. El protestantismo aparece, pues, en la historia, como la levadura espiritual del proceso capitalista.

Pero ahora que la economía capitalista, después de haber logrado su plenitud, entra en un período de decadencia, ahora que en su entraña se desarrolla una nueva economía, que pugna por reemplazarla, los elementos espirituales de su crecimiento pierden, poco a poco, su valor histórico y su ánimo beligerante. ¿No es sintomático, no es nuevo, al menos, el hecho de que las diversas iglesias cristianas empiecen a aproximarse? Desde hace algún tiempo se debate la posibilidad de reunir en una sola a todas las iglesias cristianas y se constata que las causas de su enemistad y de su concurrencia se han debilitado. El libre examen asusta a los católicos mucho menos que en los días de la lucha contra la Reforma. Y, al mismo tiempo, el libre examen parece menos combativo, menos cismático que entonces.

No es, por ende, el choque entre el catolicismo y el protestantismo, tan amortiguado por los siglos y las cosas, lo que se opone a la convivencia cordial de Irlanda e Inglaterra. En Irlanda la adhesión al catolicismo tiene un fondo de pasión nacionalista. Para Irlanda su catolicidad, su lengua, son, sobre todo, una parte de su historia, una prueba de su derecho a disponer autonómicamente de sus destinos. Irlanda defiende su religión como uno de los hechos que la diferencian de Inglaterra y que atestiguan su propia fisionomía nacional. Por todas estas válidas razones, un espectador objetivo no puede distinguir en este conflicto únicamente una Irlanda reaccionaria y una Inglaterra democrática y evolucionista.

Inglaterra ha usado, sagazmente, sus extensos medios de propaganda para persuadir al mundo de la exageración y de la exorbitancia de la rebeldía irlandesa. Ha inflado artificialmente la cuestión de Ulster con el fin de presentarla como un obstáculo insuperable para la independencia irlandesa. Pero, malgrado sus esfuerzos, -no se mistifica la historia- no ha podido ocultar la evidencia, la realidad de la nación irlandesa, coercitiva y militarmente obligada a vivir conforme a los intereses y a las leyes de la nación británica. Inglaterra ha sido impotente para soldarlo a su imperio, impotente para domar su acendrado sentimiento nacional. El método marcial que ha empleado para reducir a la obediencia a Irlanda, ha alimentado en el ánimo de esta una voluntad irreductible de resistencia. La historia de Irlanda, desde la invasión de su territorio por los ingleses, es la historia de una rebeldía pasiva, latente, unas veces; guerrera y violenta otras. En el siglo pasado la dominación británica fue amenazada por tres grandes insurrecciones. Después, hacia el año 1870 Isaac Butt promovió un movimiento dirigido a obtener para Irlanda un “home rule”. Esta tendencia prosperó. Irlanda parecía contentarse con una autonomía discreta y abandonar la reivindicación integral de su libertad. Consiguió así que una parte de la opinión inglesa considerase favorablemente su nueva y moderada reivindicación. El “home rule” de Irlanda adquirió en la Gran Bretaña muchos partidarios. Se convirtió, finalmente, en un proyecto, en una intención de la mayoría del pueblo inglés. Pero vino la guerra mundial y el “home rule” de Irlanda fue olvidado. El nacionalismo irlandés recobró su carácter insurreccional. Esta situación produjo la tentativa de 1916. Luego, Irlanda, tratada marcialmente por Inglaterra, se aprestó para una batalla definitiva. Los nacionalistas moderados, fautores del “home rule”, perdieron la dirección y el control del movimiento autonomista. Los reemplazaron los “sinn feiners”. La tendencia “sinn feiner” creada por Arthur Griffith, nació en 1906. En sus primeros años tuvo una actividad teorética y literaria; pero, modificada gradualmente por los factores políticos y sociales, atrajo a sus rangos a los soldados más enérgicos de la independencia irlandesa. En las elecciones de 1918, el partido nacionalista no obtuvo sino seis puestos en el parlamento inglés. El partido “sinn feiner” conquistó setenta y tres. Los diputados “sinn feiners” decidieron boycotear la cámara británica y fundaron un parlamento irlandés. Esta era una declaración formal de guerra a Inglaterra. Tornó a flote entonces el proyecto de “home rule” irlandés que, aceptado finalmente por el parlamento británico, concedía a Irlanda la autonomía de un “dominion”. Los “sinn feiners”, sin embargo, siguieron en armas. Dirigido por De Valera, su gran agitador, su gran leader, el pueblo irlandés no se contentaba con este “home rule”. Mas con el “home rule” Inglaterra logró dividir la opinión irlandesa. Una escisión comenzó a bosquejarse en el movimiento nacionalista. Inglaterra e Irlanda buscaron, en fin, a fines de 1921 una fórmula de transacción. Triunfaba una vez más en la historia de Inglaterra la tendencia al compromiso. Los autonomistas irlandeses y el gobierno británico llegaron en diciembre de 1924 a un acuerdo que dio a Irlanda su actual constitución. El partido “sinn feiner” se escindió. La mayoría -64 diputados- votó en la cámara irlandesa a favor del compromiso con Inglaterra; la minoría de De Valera -57 diputados- votó en contra. La oposición entre los dos grupos era tan honda que causó una guerra civil. Vencieron los partidarios del pacto con Inglaterra y De Valera fue encerrado en una cárcel. Ahora, en libertad otra vez, vuelve a la empresa de sacudir y emocionar revolucionariamente a su pueblo.

Estos románticos “sinn feiners” no serán vencidos nunca. Representan el persistente anhelo de libertad de Irlanda. La burguesía irlandesa ha capitulado ante Inglaterra; pero una parte de la pequeña burguesía y el proletariado han continuado fieles a sus reivindicaciones nacionales. La lucha contra Inglaterra adquiere así un sentido revolucionario. El sentimiento nacional se confunde, se identifica con un sentimiento clasista. Irlanda continuará combatiendo por su libertad hasta que la conquiste plenamente. Solo cuando realicen su ideal perderá este, para los irlandeses su actual importancia.
Lo único que podrá, algún día, reconciliar y unir a ingleses e irlandeses es aquello que aparentemente los separara. La historia del mundo está llena de estas paradojas y de estas contradicciones que, en verdad, no son tales contradicciones ni tales paradojas.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

La revolución china

Ensayemos una interpretación sumaria la actualidad china. Del destino de una nación que ocupa un puesto tan principal en el tiempo y en el espacio no es posible desinteresarme. La China pesa demasiado en la historia humana para que no nos atraigan sus hechos y sus hombres.

El tema es extenso y laberíntico. Los acontecimientos se agolpan, en esa vasta escena, tumultuosa y confusamente. Los elementos de estudio y de juicio [de que aquí disponemos] son escasos, parciales y, a veces, ininteligibles. [Este displicente] país, tan poco estudioso y atento, no conoce casi de la China sino el coolie, algunas hierbas, algunas manufacturas y algunas supersticiones. (Nuestro único caso de chinofilia es, tal vez, don Alberto Carranza.) Sin embargo, espiritual y físicamente, la China está mucho más cerca de nosotros que Europa. La psicología de nuestro pueblo es de tinte más asiático que occidental.

En la China se cumple otra de las grandes revoluciones contemporáneas. Desde hace trece años sacude a ese viejo y escéptico imperio una poderosa voluntad de renovación. La revolución no tiene en la China la misma [meta] ni el mismo programa que en el Occidente. Es una revolución burguesa y liberal. A través de ella, la China se mueve, con ágil paso, hacia la Democracia. Trece años son muy poca cosa. Más de un siglo han necesitado en Europa las instituciones capitalistas y democráticas para llegar a su plenitud.
Hasta sus primeros contactos con la civilización occidental, la China conservó sus antiguas formas políticas y sociales. La civilización china, una de las mayores civilizaciones de la historia, había arribado ya al punto final de su trayectoria. Era una civilización agotada, momificada, paralítica. El espíritu chino, más práctico que religioso, destilaba escepticismo. El contacto con el Occidente fue, más bien que un contacto, un choque. Los europeos entraron en la China con un ánimo brutal y rapaz de depredación y de conquista. Para los chinos era ésta una invasión de bárbaros. Las expoliaciones suscitaron en el alma china una reacción agria y feroz contra la civilización occidental y sus ávidos agentes. Provocaron un sentimiento xenófobo en el cual se incubó el movimiento “boxer” que atrajo sobre la China una expedición marcial punitiva de los europeos. Esta beligerancia mantenía y estimulaba la incomprensión recíproca. La China era visitada por muy pocos occidentales de la categoría de Bertrand Russell y muchos de la categoría del general Waldersee.
Pero la invasión occidental no llevó solo a la China sus ametralladoras y sus mercaderes sino también sus máquinas, su técnica y otros instrumentos de su civilización. Penetró en la China el industrialismo. A su influjo, la economía y la mentalidad china empezaron a modificarse. Un telar, una locomotora, un banco, contienen implícitamente todos los gérmenes de la democracia y de sus consecuencias. Al mismo tiempo, miles de chinos salían de su país, antes clausurado y huraño, a estudiar en las universidades europeas y americanas. Adquirían ahí ideas, inquietudes y emociones que se apoderaban perdurablemente de su inteligencia y su psicología.

La revolución aparece así, como un trabajo de adaptación de la política china a una economía y una consciencia nueva. Las viejas instituciones no correspondían, desde hacía tiempo, a los nuevos métodos de producción y a las nuevas formas de convivencia. La China está ya bastante poblada de fábricas, de bancos, de máquinas, de cosas y de ideas que no se avienen con un régimen patriarcalmente primitivo. La industria y la finanza necesitan para desarrollarse una atmósfera liberal y hasta demagógica. Sus intereses no pueden depender del despotismo asiático ni de la ética budhista, taoísta o confucionista de un mandarín. La economía y la política de un pueblo tienen que funcionar solidariamente.

Actualmente, luchan en la China las corrientes democráticas contra los sedimentos absolutistas. Combaten los intereses de la grande y pequeña burguesía contra los intereses de la clase feudal. Actores de este duelo son caudillos militares, “tuchuns”, como Chang So Lin o como el mismo Wu Pei-Fu, pero se trata, en verdad, de simples instrumentos de fuerzas históricas superiores. El escritor chino F. H. Djen remarca a este respecto: “Se puede decir que la manifestación de espíritu popular no ha tenido hasta el presente sino un valor relativo, pues sus tenientes, sus campeones han sido constantemente jefes militares en los cuales se puede sospechar siempre ambición y sueños de gloria personal. Pero no se debe olvidar que no está lejano el tiempo en que acontecía lo mismo en los grandes Estados occidentales. La personalidad de los actores políticos, las intrigas tejidas por tal o cual potencia extranjera no deben impedir ver la fuerza política decisiva que es la voluntad popular.”

Usemos para ilustrar estos conceptos, un poco de cronología.

La revolución china principió formalmente en octubre de 1911, en la provincia de Hu Pei. La dinastía manchú se encontraba socavada por los ideales liberales de la nueva generación y descalificada, -por su conducta ante la represión europea de la revuelta boxer,- para seguir representando el sentimiento nacional. No podía, por consiguiente, oponer una resistencia seria a la ola insurreccional. En 1912 fue proclamada la república. Pero la tendencia republicana no era vigorosa sino en la población del sur, donde las condiciones de la propiedad y de la industria favorecían la difusión de las ideas liberales sembradas por el doctor Sun Yat Sen y el partido kuo-ming-tang. En el norte prevalecían las fuerzas del feudalismo y el mandarinismo. Brotó de esta situación el gobierno de Yuan Shi Kay, republicano en su forma, monárquico y “tuchun” en su esencia. Yuan Shi Kay y sus secuaces procedían de la vieja clientela dinástica. Su política tendía hacia fines reaccionarios. Vino un período de tensión extrema entre ambos bandos. Yuan Shi Kay, finalmente, se proclamó emperador. Mas su imperio resultó muy fugaz. El pueblo insurgió contra su ambición y lo obligó a abdicar.

La historia de la república china fue, después de este episodio, una sucesión de tentativas reaccionarias, prontamente combatidas por la revolución. Los conatos de restauración eran invariablemente frustrados por la persistencia del espíritu revolucionario. Pasaron por el gobierno de Pekin diversos “tuchuns”, Chang Huin, Tuan Ki Chui, etc.

Creció, durante este período, la oposición entre el Norte y el Sur. Se llegó, en fin, a una completa secesión. El Sur se separó del resto del imperio en 1920; y en Cantón, su principal metrópoli, antiguo foco de ideas revolucionarias, constituyose un gobierno republicano presidido por Sun Yat Set. Cantón, antítesis de Pekín, y donde la vida económica había adquirido un estilo análogo al de Occidente, alojaba las más avanzadas ideas y los más avanzados hombres. Algunos de sus sindicatos obreros permanecían bajo la influencia del partido kuo-ming-tang; pero otros adoptaban la ideología socialista.

En el Norte subsistió la guerra de facciones. El liberalismo continuó en armas contra todo intento de restauración del pasado. El general Wu Pei Fu, caudillo culto, se convirtió en el intérprete y el depositario del vigilante sentimiento republicano y nacionalista del pueblo. Chang So Lin, gobernador militar de la Manchuria, cacique y “tuchún” del viejo estilo, se lanzó a la conquista de Pekin, en cuyo gobierno quería colocar a Liang Shi Y. Pero Wu Pei Fu lo detuvo y le infligió, en los alrededores de Pekin, en mayo de 1922, una tremenda derrota. Este suceso, seguido de la proclamación de la independencia de la Manchuria, le aseguró el dominio de la mayor parte de la China. Propugnador de la unidad de la China, Wu Pei Fu trabajó entonces por realizar esta idea, anudando relaciones con uno de los leaders del sur, Chen Chiung Ming. Mientras tanto Sun Yat Sen, acusado de ambiciosos planes y cuyo liberalismo, en todo caso, parece bastante disminuido, coquetea con Chang So Lin.

Hoy luchan, nuevamente, Chang So Lin y Wu Pei Fu. El Japón, que aspira la hegemonía de un gobierno dócil a sus sugestiones, favorece a Chang. En la penumbra de los acontecimientos chinos los japoneses juegan un papel primario. El Japón se ha apoyado siempre en el partido Anfú y los intereses feudales. La corriente popular y revolucionaria le ha sido adversa. Por consiguiente, la victoria de Chang So Lin no sería sino un nuevo episodio reaccionario que otro episodio no tardaría en cancelar. El impulso revolucionario no puede declinar sino con la realización de sus fines. Los jefes militares se mueven en la superficie del proceso de la Revolución. Son el síntoma externo de una situación que pugna por producir una forma propia. Empujándolos o contrariándolos, actúan las fuerzas de la historia. Miles de intelectuales y de estudiantes propagan en la China un ideario nuevo. Los estudiantes, agitadores por excelencia, son la levadura de la China naciente.

El proceso de la revolución china, finalmente, está vinculado a la dirección fluctuante de la política occidental. La China necesita para organizarse y desarrollarse un mínimun de libertad internacional. Necesita ser dueña de sus puertos, de sus aduanas, de sus riquezas, de su administración. Hasta hoy depende demasiado de las potencias extranjeras. El Occidente la sojuzga y la oprime. El pacto de Washington, por ejemplo, no ha sido sino un esfuerzo por establecer las fronteras de la influencia y del dominio de cada potencia en la China.

Bertrand Russell, en su “Problem of Chine”, dice que la situación china tiene dos soluciones: la transformación de la China en una potencia militar eficiente para imponerse al respeto del extranjero o la inauguración en el mundo de una era socialista. La primera solución, no solo es detestable, sino absurda. El poder militar no se improvisa en estos tiempos. Es una consecuencia del poder económico. La segunda solución, en cambio, parece hoy [mucho] menos lejana que en los días de acre reaccionarismo en que Bertrand Russell escribió su libro. La “chance” del socialismo ha mejorado de entonces a hoy. Basta recordar que los amigos y correligionarios de Bertrand Russell están en el gobierno de Inglaterra. Aunque realmente, no la gobiernen todavía.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Herriot y el bloc de izquierdas

Este año inaugura un período de política social-democrática. Vuelven al poder, después de un largo exilio, radicales y radicaloides de todos los tintes. La marea reaccionaria declina en toda Europa. En los tres mayores países de Europa occidental -Inglaterra, Alemania y Francia- dominan hombres y tendencias liberales. La burguesía no ha encontrado en el experimento fascista, en la praxis conservadora, la solución de sus problemas. En cambio, se ha cansado de la difícil postura guerrera a que se ha sentido obligada. Torna, por eso, de buena gana, a una posición centrista, oportunista y democrática. La vieja democracia, más o menos guarnecida de socialismo, desaloja del poder a la reacción y sus tartarines. Sobreviven aún las dictaduras de Mussolini y Primo de Rivera, pero una y otra están también condenadas a una próxima caída.

El método reaccionario prevaleció a continuación de una agresiva y tumultuosa ofensiva revolucionaria. Se impuso a la turbada consciencia de Europa en una hora de miedo y desconcierto. El ensayo ha sido breve. Los capitanes de la reacción no han sabido restaurar el orden viejo ni reorganizar la economía capitalista. Han agravado, al contrario, la crisis. Hoy la burguesía, desencantada de las tundentes armas reaccionarias, desiste poco a poco de su empleo. Al mismo tiempo renace en la pequeña y media burguesía la decaída fe democrática.

La ascensión de Herriot y del bloc de izquierdas al gobierno de Francia forma parte de este extenso fenómeno político. El éxito de las elecciones de mayo estaba previsto. Era evidente un nuevo orientamiento de la mayoría de la opinión francesa. Curada parcialmente de la intoxicación y las ilusiones de la victoria esa mayoría de pequeños burgueses deseaba la organización de un gobierno ponderado y razonable. El programa de Herriot merecía, por ende, su adhesión y su confianza. Herriot era además, para una parte de las masas electoras, un leader nuevo, un estadista no probado ni usado aún en el gobierno, contra quien no existía, por consiguiente, prejuicio ninguno.

La pequeña burguesía francesa espera de Herriot -pequeño burgués típico- una administración discreta y práctica que disminuya las cargas del contribuyente, que modere los gastos militares, que obtenga de Alemania garantías y pagos seguros y que reconcilie a Francia con Rusia y salve los ahorros franceses invertidos en empréstitos rusos. Se pide a Herriot una administración prudente que se guarde de las aventuras marciales de Poincaré, aunque se engalane, en cambio, de algunos ideales generosos e inocuos.
Con Herriot se ha operado en la escena política francesa un vasto cambio de decoración, de actores y de argumento. El gobierno [del alcalde de Lyon es, en verdad, renacimiento de la Francia radical y laica de Waldeck-Rousseau, de Combes y de Caillaux. La actualidad francesa ofrece diversas señales de tal mudanza. Mientras de un lado se constata una disminución de la retórica chauvinista, de otro lado se ve a Herriot inaugurar, lleno de respeto, el monumento a Zola. El Eliseo suspende de nuevo sus relaciones con el Vaticano reanudadas por el bloc nacional después de la guerra]. Se reclama el traslado de los restos del tribuno socialista Jaurés, víctima de una bala reaccionaria, al panteón de los grandes hombres. Y, sobre todo, Francia rectifica su actitud ante Alemania y concede una adhesión real y fervorosa a la Sociedad de las Naciones, en la cual desea colaborar con los pueblos vencidos y con la república bolchevique.

El programa del leader del bloc de izquierdas hace, ciertamente, muchas concesiones al nacionalismo poincarista. Con este motivo, una parte de la opinión internacional ha creído ver en Herriot casi un continuador de la política del bloc nacional frente a Alemania. Pero esto no es exacto. El gobierno del bloc de izquierdas, por su mentalidad y su composición, no puede abandonar súbitamente ninguna de las reivindicaciones esenciales de Poincaré. Más aún, depende en mucho de los mismos prejuicios y compromisos que el conservadorismo. Y tiene que acomodar sus movimientos a su situación en las cámaras. Las bases parlamentarias del ministerio de Herriot no son muy anchas ni homogéneas. El bloc nacional tiene todavía una numerosa representación parlamentaria en la cámara de diputados; en el Senado persiste un humor chauvinista. Herriot necesita, tanto en las cuestiones internas como en las externas, graduar su radicalismo a la temperatura parlamentaria. Finalmente, no puede olvidar que la plutocracia es dueña de una poderosa prensa experta en el arte de impresionar y excitar a la opinión pública.

Pero, con todo, los fines de Herriot son fundamentalmente distintos de los de Poincaré y las derechas. Herriot aspira lealmente a una cooperación, a una inteligencia franco-alemana. Poincaré, en cambio, se proponía la expoliación y la opresión sistemáticas de Alemania. Recientemente, en una conversación con el escritor Norman Angell, publicada en la revista “The New Leader”, Herriot ha anunciado categóricamente y explícitamente su intención de asociar a Alemania a un amplio pacto de garantía y asistencia que asegure la paz europea.

Ante Rusia, la posición de Herriot es análoga. Herriot es autor de un honrado libro, “La Russie Nouvelle”, en el cual ha reunido las impresiones de su visita de hace dos años a la república de los soviets. Este libro -que es uno de los testimonios burgueses de la solidez y la probidad del régimen bolchevique y de su obra- se preocupa de demostrar la necesidad económica francesa de comerciar con Rusia. Contiene también algunas opiniones sobre el comunismo, al cual se opone Herriot no desde puntos de vista técnicos como Caillaux, sino, más bien, desde puntos de vista filosóficos. Su condición de buen francés, ortodoxamente patriota, lo induce a preferir Jaurés a Marx. Y su condición de hombre de letras, nutrido de clasicismo, lo lleva a preferir el comunismo de Platón al comunismo marxista.

La política democrática, la política de la reforma y del compromiso, está así puesta a prueba en Francia y en otros países de Europa. Cuenta con la adhesión de un extenso y activo sector social. Su porvenir, sin embargo, aparece muy incierto y oscuro. Este método de gobierno vive de transacciones y compromisos con dos bandos inconciliables. Sufre los asaltos y las presiones de los reaccionarios y de los revolucionarios. Los ministerios de Herriot, de Mac Donald y de Marx deben guardar un difícil y angustioso equilibrio parlamentario. En cualquier instante, un paso atrevido, una actitud aventurada, pueden causar su caída. Esta situación constriñe a los leaders democráticos a abstenerse de una política verdaderamente propia. Les toca, en realidad, actuar la política que les consienten los altos intereses financieros e industriales. Los resultados de la conferencia de Londres no son debidos estrictamente al pacifismo de Mac Donald y Herriot. Han sido posibles por su concomitancia con urgentes necesidades y propósitos de la finanza y la industria. El pacifismo y la democracia prosperan actualmente porque el capitalismo ha menester de la cooperación internacional. La teoría y la práctica nacionalistas aíslan medioevalmente a los pueblos, contrariamente a lo que conviene a la expansión y a la circulación del capital.

Cuando Herriot supone actuar su propia política, realiza, en verdad, la del capital financiero anglo-franco-americano. El plan Dawes, por ejemplo, no es formalmente siquiera una concepción de políticos. Lo han elaborado directamente banqueros y negociantes. A los políticos no les ha sido acordada sino la función de adoptar sus conclusiones. La democracia, sin el estruendo ni la brutalidad de la reacción, continúa haciendo, en suma, la política de la clase capitalista. No es exagerada, por consiguiente, la previsión de que acabará por desacreditarse totalmente a los ojos de la clase proletaria. A la pacificación social no podría llegarse, democráticamente, sino a través de una colaboración verdadera. Y, como dice Mussolini, que ama las frases lapallissianas, “per la colaborazione bisogna essere in due”.

Herriot, naturalmente, trata de servir sus propios fines democráticos mediante estos compromisos y transacciones. Sus palabras son, generalmente, las de un político de criterio y método realistas. A Normann Angell le ha dicho entre otras cosas: “Un pacifismo simplemente abstracto no basta”. Los argumentos que ha usado en su campaña eleccionaria han sido idénticamente los de un hombre práctico y, por tanto, los más apropiados para ganarse el favor de los electores prudentes y utilitarios. Hombre del pueblo, hay que creerle provisto del tradicional buen sentido popular. Sus ideales mismos no lo embarazan nunca demasiado. Son los ideales cautos y modestos de un pequeño-burgués. Herriot quiere sentirse a igual distancia de la reacción y de la revolución. Es, a la manera pre-bélica, un enamorado y un fautor sincero del progreso, de la democracia, de la civilización y de los “inmortales principios” de la Revolución francesa. Teme los saltos violentos y las transiciones rápidas y no tiene el gusto de la aventura ni del peligro.
Todo en Herriot rebosa “bon sens”. Mas es el caso que el buen sentido no basta en estos tiempos. Se trata, según todos los síntomas, de tiempos de excepción que reclaman hombres de excepción. Herriot es tu hombre de talento, pero de un talento un poco provinciano y pasado de moda. Spengler diría tal vez de Herriot que no es hombre de la Urbe sino el hombre de la Ciudad. En efecto, Herriot no tiene el temperamento complejo de la Urbe. Su cara gorda, redonda y risueña es más la del Alcalde de Lyon que la de un primer ministro de la Francia contemporánea. Es la cara de un ciudadano liberal, pacifista, obeso y republicano. ¿Estas simples, honestas y simpáticas condiciones, serán suficientes para reorganizar una nación y un continente cuyo destino ha arrancado a Caillaux una interrogación tan angustiada y dramática?

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Las elecciones italianas y la decadencia del liberalismo

La hora es de fiesta para los fautores y admiradores de Mussolini y las “camisas negras”. Los filofascistas de todos los climas y todas las latitudes recogen, exultantes, los ecos fragmentarios de las elecciones italianas que, exultante también, les trae el cable. Aclaman estruendosa y delirantemente la victoria del fascismo. El júbilo de los reaccionarios es natural y es lícito. No hay interés en contrastarlo. No hay interés en remarcarlo siquiera. Pero ocurre que en este coro filofascista se mezclan y confunden con los secuaces de la reacción muchos adherentes de la democracia. Una buena parte del centro se asocia al regocijo de la derecha. Y esta actitud sí es acreedora de atención y estudio. Sus raíces y sus orígenes son muy interesantes.

El liberalismo y la democracia han renegado, ante el fascismo, su teoría y su praxis. Su capitulación ha sido plena. Su apostasía ha sido total. El liberalismo y la democracia se han dejado desalojar, dominar y absorber por el fascismo. El fascismo, en sus métodos, en su programa y en su función, es esencialmente anti-democrático. Los extremistas del fascismo propugnan abiertamente el absolutismo y la dictadura. Mussolini se ha apoderado del poder mediante la violencia y ha anunciado su intención de conservarlo sin cuidarse de la voluntad del parlamento ni del sufragio. Y los partidos de la democracia, sin embargo, no le han negado ni le han regateado casi su adhesión. Se han entregado incondicional y rendidamente al dictador. La mayoría de la cámara extinta era liberal-democrática. Mussolini la tuvo, no obstante esto, a sus órdenes. Consiguió de ella los poderes extraordinarios que necesitaba para gobernar dictatorialmente, la sanción de los desmanes y desbordes de su política represora y reaccionaria y una ley electoral adecuada a la formación de un parlamento fascista. Y obtuvo del liberalismo y de la democracia la misma obediencia en todas partes. La prensa liberal, seducida o asustada por los fascistas, cayó, poco a poco, en la más categórica retractación de su ideario. Apenas si el “Corriere della Sera” de Milán, el “Mondo” de Roma y algún otro órgano del liberalismo opusieron alguna resistencia al régimen fascista.
La actitud de los liberales y demócratas de fuera de Italia coincide, pues, con la de los liberales y demócratas de dentro. El liberalismo y la democracia tienen el mismo gesto ante la fuerza y el bastón fascistas, tanto si sufren como si no sufren la coacción de sus amenazas y de sus golpes.

Las elecciones italianas, en verdad, significan, más que una derrota de la revolución, una derrota del liberalismo y la democracia. Constituyen una fecha de su decadencia, un instante de su tramonto. Marcan una rendición explícita de los liberales italianos al fascismo. Los partidos liberal-democráticos han concurrido a estas elecciones uncidos mansa y resignadamente al carro de la dictadura fascista. Orlando, después de algunas coqueterías y reservas, ha figurado en la lista de candidatos ministeriales. Una parte de los demócratas cristianos ha desertado de las filas de don Sturzo para enrolarse en las de Mussolini. Giolitti, con su solícita astucia, ha querido diferenciar su candidatura de las del fascismo, presentándose con sus amigos piamonteses en una lista independiente; pero ha hecho previas protestas de su confianza en el régimen fascista. La oposición liberal ha estado representada únicamente por Bonomi, leader de un pequeño grupo reformista y Amendola, uno de los tenientes de Nitti. Nitti se ha abstenido de intervenir en las elecciones.

La victoria fascista, aparece, pues, en primer lugar, como una consecuencia de la descomposición y la abdicación del liberalismo. Los liberales italianos no solo no han sabido ni han querido distinguirse en las elecciones de los fascistas sino que, como estos, se han uniformado de “camisa negra”. Su proselitismo, por consiguiente, se ha desbandado o se ha confundido con el del régimen fascista. La mayoría de aquellos electores antiguos y habituales clientes de la democracia se ha sentido inclinada a dar su voto al fascismo. El liberalismo se ha presentado esta vez a sus ojos como una doctrina exangüe, superada, vacilante.
Pero este no ha sido sino uno de los elementos de la victoria fascista. Otro elemento principal ha sido la nueva ley de elecciones. Las elecciones de 1919 y 1921 se efectuaron en Italia conforme al régimen proporcional. Este régimen asegura a cada partido en el parlamento una posición que refleja matemáticamente su posición en la masa electora. El fascismo lo consideró contrario a sus intereses. Y, en la nueva ley electoral, tornó Italia al antiguo sistema, que garantiza a la mayoría un predominio aplastante en el parlamento.

Las elecciones, además, se han realizado dentro de un ambiente preparado por varios años de coacción y de violencia. Antes de la “marcha a Roma” los fascistas destruyeron una gran parte de las cooperativas, periódicos, sindicatos y demás instrumentos de propaganda socialista. Inaugurada su dictadura, usaron y abusaron de todos los resortes del poder para sofocar esa propaganda. El fascismo, por ejemplo, ha puesto la libertad de la prensa en manos de sus prefectos. La libertad de opinión en general ha tenido los límites que le han fijado el bastón y el aceite de ricino abundantemente empleados por los fascistas contra sus adversarios. Mientras el fascismo ha movilizado para estas elecciones todas sus fuerzas legales y extra-legales, la oposición casi no ha dispuesto de medios de organización ni de propaganda.

Por consiguiente, tiene mucho valor el hecho de que, en este período de retirada y retroceso revolucionarios, los socialistas hayan conquistado sesentaicinco asientos en la cámara. (Veintiseis asientos han sido ganados por los socialistas unitarios, veintidós por los socialistas maximalistas y dieciseite por los comunistas.) Los tres partidos socialistas han alcanzado, en total, un millón cien mil votos. Trescientos mil de estos votos pertenecen a los comunistas que en la nueva cámara tienen uno o dos puestos más que en la vieja. Más disminuida que la representación socialista ha salido la representación católica. Los socialistas, en conjunto, eran 136 en la cámara vieja; son 65 en la cámara nueva. Los católicos eran 109 en la cámara vieja; en la cámara nueva no son sino 39. Y los grupos liberales-democráticos no incorporados en el bloque ministerial han conquistado una representación menor todavía. Además, tanto estos grupos como la democracia cristiana de don Sturzo, no son verdaderos partidos de oposición. En la democracia cristiana, solo la fracción de izquierda Mauri-Miglioli tiene un tinte acentuadamente anti-fascista.

Las fuerzas de la democracia y del liberalismo italianos resultan, así, plegadas y rendidas al fascismo. Pero el fascismo se encuentra sometido al trabajo de digerirlas y asimilarlas. Y la absorción de los liberales y demócratas no es para los fascistas una función fácil ni inocua. Los fascistas, que en sus días de ardimiento demagógico, proclamaban su propósito de desalojar radicalmente del gobierno a los políticos del antiguo régimen, no se atreven ahora a prescindir de su colaboración. Acontece, a este respecto, en Italia, algo de lo que acontece en España. La dictadura ha anunciado estruendosamente, en un principio, el ostracismo, la segregación definitiva de los viejos políticos; pero ha concluido, después, por recurrir a los más fosilizados y arcaicos de ellos. Los fascistas, en las elecciones recientes, no han querido ni han podido formular una lista de candidatos neta y exclusivamente fascista. Han tenido que incluir entre sus candidatos a muchos liberales, demócratas y católicos. La lista vencedora es una lista ministerial; pero no es íntegramente una lista fascista. Ciento veinte de los cuatrocientos diputados de la mayoría fascista no están afiliados al fascismo. A todos estos diputados el fascismo les ha impuesto sus tesis reaccionarias; pero no puede incorporarlos en su cortejo sin adquirir y sin contagiarse de algunos de sus hábitos mentales. La asimilación de la burocracia liberal y democrática modificará la estructura y la actitud del fascismo. Se advierte, desde hace algún tiempo, en el fascismo, la existencia de una tendencia acentuadamente revisionista. Esta tendencia ha sido, en los primeros momentos, excomulgada por el estado mayor fascista. Pero ha aparecido tácitamente amparada por el propio Mussolini. El caso de Massimo Rocca es el incidente más notorio de este proceso revisionista, Massimo Rocca, ex-anarquista, conspicuo teniente de Mussolini, publicó algunos artículos que preconizaban la vuelta a la legalidad y condenaban la persistencia en el fascismo de un humor beligerante y demagógico. El directorio fascista censuró y expulsó del fascismo a Massimo Rocca; pero bajo la presión de Mussolini tuvo que reconsiderar su acuerdo. La tendencia revisionista, posteriormente, se ha acentuado. El fascismo tiende cada día más a adaptarse a las formas que antes quiso romper. Y si hoy exulta es, en parte, porque siente que estas elecciones legalizan, regularizan su ascensión al poder. Se habla, actualmente, de que el fascismo va cediendo el puesto al mussolinismo. Y de que el actual gobierno de Italia es más mussolinista que fascista.

Este rumbo de la política fascista era fatal. El fascismo no es una doctrina; es un movimiento. Por más esfuerzos que ha hecho, no ha conseguido trazarse un programa ni una vía netamente fascistas. No hay ni puede haber un ideario fascista. Los fascistas, naturalmente, creen que el fascismo contiene no solo una nueva concepción política sino hasta una nueva concepción filosófica. (La marcha a Roma tiene para ellos una importancia cósmica.) Mas una opinión tan autorizada para el fascismo, como la de Benedetto Croce, se ha burlado exquisitamente de esa pretensión. Interrogado por un órgano fascista “Il Corriere Italiano”, Benedetto Croce ha declarado: “En verdad, no me parece que se haya presentado hasta aquí otra cosa que algunas vagas indicaciones de designios políticos y de constituciones nuevas. Lo que existe es más bien la fórmula genérica del Estado fascista y el deseo de llenarla con un contenido adecuado. Yo he oído hablar del pensamiento nuevo, de la nueva filosofía que estaría implícitamente contenida en el fascismo, Y bien, yo he tratado, por simple curiosidad intelectual, de deducir de los actos del fascismo la filosofía o la tendencia filosófica que, según se dice, deberían encerrar; y aunque yo tengo algún hábito y alguna habilidad en estos análisis y estas síntesis lógicas, en este arte de encontrar y formular principios, confieso que no he logrado mi objeto. Temó que esa filosofía no exista y que no exista porque no puede existir”.

La dictadura fascista, por ende, tendrá una fisonomía menos característicamente fascista cada día. Sostenida por la sólida mayoría parlamentaria que ha ganado en las elecciones últimas, adquirirá un perfil análogo al de otras dictaduras de esta Italia de la Unidad y de la dinastía de Saboya. Crispí, Pelloux, el propio Giolitti gobernaron Italia dictatorialmente. Sus dictaduras estuvieron desprovistas de todo gesto demagógico y se conformaron con un rol y un carácter burocráticos. Y bien, la dictadura de Mussolini, estruendosa, retórica, olímpica y d’annunziana en sus orígenes, como conviene en esta época tempestuosa, acabará por contentarse con las modestas proporciones de una dictadura burocrática. Perderá poco a poco su énfasis heroico y su acento épico. Empleará para conservar el poder los recursos y expedientes oportunistas de la vieja democracia. (Ya Mussolini ha invitado a colaborar en su gobierno a la Confederación General del Trabajo y a los leaders reformistas).

A las “camisas negras” les aguarda, en suma, la misma suerte que a las “camisas rojas” de Garibaldi. Dejarán de ser una prenda de moda aún entré los fascistas. Y su ocaso será, en verdad, el ocaso del fascismo. Porque este estrepitoso estremecimiento político no significa, realmente, para la “terza Italia” 'un cambio de doctrina sino apenas un cambio de camisa.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Don Miguel de Unamuno y el Directorio

Varios actos brutales del Directorio español -la aprehensión de don Miguel de Unamuno, la clausura del Ateneo de Madrid, el procesamiento del catedrático Jiménez de Asúa -tienen intensamente agitado y conmovido al público latino-americano. En varias capitales, las universidades, los ateneos y otras tribunas de la inteligencia, han emitido declaraciones de fervorosa solidaridad con el gran maestro y pensador de Salamanca y de acérrima censura a la dictadura marcial del general Primo de Rivera. Aquí mismo, en este rincón sudamericano tan sordo y gélido ha habido núcleos sensibles a esa vasta emoción internacional. Un numeroso grupo de escritores y artistas ha suscrito una protesta. La Federación de Estudiantes, la Universidad Popular y los Sindicatos Obreros han insurgido en defensa de la libertad y las prerrogativas del pensamiento.

Pero no debemos agotarnos y extenuarnos en un clamoreo de reivindicación y de protesta. Debemos, también investigar las causas y el proceso del hecho que nos solivianta y nos escandaliza. Desentrañar y definir su sentido histórico. Buscar el por qué de tanta violencia marcial del Directorio contra los mejores intelectuales de España.

Los intelectuales españoles han contribuido activamente al socavamiento del viejo régimen, a la descalificación de sus métodos y al descrédito de sus políticos. Se les atribuye, por eso, una participación sustantiva en la génesis de la actual dictadura. Y se juzga el advenimiento del Directorio como un suceso incubado al calor de sus conceptos.

¿Cómo es posible, entonces, que el Directorio libre contra esos intelectuales su más encarnizada batalla? La explicación es clara. Entre estos intelectuales y los generales del Directorio no existe ningún parentesco espiritual, ninguna consanguineidad histórica. Los intelectuales españoles denunciaron la incapacidad del régimen viejo y la corrupción de los partidos turnantes. Y propugnaron un régimen nuevo. Su actividad, voluntariamente o no, fue una actividad revolucionaria. El Directorio, en tanto, es un fenómeno inconfundible e inequívocamente reaccionario. Su objeto preciso es impedir que la revolución se actúe: su función es sustituir en la defensa del viejo orden social la complicada y desgastada autoridad del gobierno representativo y democrático con la autoridad tundente del gobierno absoluto y autocrático.

Los intelectuales y los militares españoles no han coincidido, en suma, sino en la constatación de la ineptitud del antiguo sistema. El móvil de esa constatación ha sido diverso. Los intelectuales han juzgado a la antigua clase gobernante inepta para adaptarse a la nueva realidad histórica: los militares la han juzgado inepta para defenderse de ella. El malestar de España era diagnosticado por unos y por otros desde puntos de vista inconciliables y enemigos. Los intelectuales condenaban a las averiadas facciones liberales: pero no propugnaban la exhumación de las facciones absolutistas, tradicionalistas. Se declaraban descontentos y quejosos del presente; pero no sentían ninguna nostalgia del pasado.

La propaganda y la crítica de los intelectuales ha aportado, a los más, un elemento negativo, pasivo, a la formación del movimiento de setiembre. Y, luego, los intelectuales no han saludado a los generales del Directorio como a los representantes de una clase política vital sino como a los sepultadores de una clase política decrépita.

El conflicto entre los intelectuales y el Directorio no ha tardado, por todo esto, en manifestarse. Además, el programa, la actitud y la fisionomía del nuevo gobierno han disgustado particularmente a los intelectuales desde que se han empezado a bosquejar. La composición de la clientela del Directorio ha desvanecido rápidamente en los menos perspicaces toda ilusión sobre el verdadero carácter de esta dictadura de generales. Exhumando a los más rancios y manidos personajes tradicionalistas, recurriendo a su asistencia y consejo, complaciéndose de su adhesión y de su amistad, el Directorio ha descubierto a todo España su estructura y su misión reaccionarias. Se ha inhabilitado para merecer o recibir la adhesión de la gente sin filiación y propensa a enamorarse de la primera novedad estruendosa y afortunada.

Los intelectuales se han visto empujados a un disgusto creciente. El Directorio se ha defendido a su crítica sometiendo a la prensa a una censura estricta. Pero la prensa no es la única ni la más pura tribuna del pensamiento. Desterrada de los periódicos y las revistas, la crítica de los intelectuales se ha refugiado en la universidad y en el ateneo. Y, no obstante la limitación de estos escenarios, su resonancia ha sido tan extensa, ha encontrado, un ambiente tan favorable a su propagación que el Directorio ha sentido la necesidad de perseguirla y reprimirla extremamente. Así han desembocado el Directorio y sus opositores en el conflicto contemporáneo.
Los actuales ataques del Directorio a la libertad de pensamiento, de prensa, de cátedra, etc., aparecen como una consecuencia de su política y de su función reaccionarias. No son medios ni resortes extraños a su praxis y a su ideario; sino congruentes y propios de este y de aquella. La reacción no ha usado en otros países coacciones y persecuciones tan violentas contra la libre actividad de la inteligencia porque no ha chocado con tanta resistencia de esta. Más aún, en otros países la reacción ha sabido crear estados de ánimo populares, ha sabido representar una pasión multitudinaria. En Italia, por ejemplo, el fascismo ha sido un movimiento de muchedumbres intoxicadas de sentimientos chauvinistas e imperialistas y sagazmente excitadas contra el socialismo y el proletariado. Timoneado por expertos demagogos y diestros agitadores, el fascismo ha movilizado contra la revolución a la clase media, cuyas pasiones y sentimiento ha explotado redomadamente.

Ahí, por tanto, la reacción ha dispuesto de los recursos morales precisos para contar con una numerosa clientela intelectual. En Francia ha acontecido otro tanto. La victoria ha generado una atmósfera favorable al desarrollo de un ánimo y una consciencia reaccionaria. Consiguientemente, una numerosa categoría intelectual ha tomado abiertamente partido contra la revolución. La reacción en estos y otros países ha conseguido captarse la adhesión o la neutralidad de una extensa zona intelectual. No se ha visto, por tanto, urgida a atacar los fueros de la inteligencia. En España, en cambio, el gobierno reaccionario no ha brotado de una corriente organizada de opinión ciudadana. Ha sido obra exclusiva de las juntas militares, progresivamente rebeladas contra el poder civil. Los somatenes no han tenido como los “fasci” la virtud de atraerse masas fanáticas y delirantes de voluntarios. La reacción española, en suma, ha carecido de los elementos psicológicos y políticos necesarios para formarse un séquito intelectual importante.

Pero estas consideraciones sobre la posición del pensamiento español ante el Directorio no definen, no contienen totalmente el caso de Unamuno. Unamuno no cabe dentro de un juicio global, panorámico, sobre la generación española a que pertenece. Una de las características de su inteligencia es la de tener un perfil muy personal, muy propio. A Unamuno no se le puede catalogar, fácilmente como un escritor de tal género y de tal familia. El pensamiento de Unamuno no solo tiene mucho de individualista sino, sobre todo, de individual. Unamuno, de otro lado, no es una de las grandes inteligencias de España sino de Europa, de Occidente. Su obra no es nacional sino europea, mundial. A ningún escritor español contemporáneo se conoce y se aprecia tanto en Europa como a Unamuno. Y este hecho no carece de significación. Indica, antes bien, que la obra de Unamuno refleja inquietudes, preocupaciones y actitudes actuales del pensamiento mundial. La literatura de otros escritores españoles -de Azorín verbigracia- que encuentra en Sud-América un ambiente tan favorable, no logra interesar seriamente a la crítica y a la investigación europeas. Apenas si la conoce y la explora uno que otro erudito. Aparece construida con elementos demasiado locales. Es, fuera de España, una literatura inactual y secundaria. Sus filtraciones europeas no han sido, pues, abundantes. Recuerdo la opinión de un crítico francés que ve en la obra de Azorín y de otro nada más que una prolongación y un apéndice de la obra de Larra. Larra, Azorín, etc., traducen un España malhumorada, malcontenta, melancólica, aislada de las corrientes espirituales del resto de Europa. Unamuno, en tanto, asume ante la vida una actitud original y nueva. Sus puntos de vista tienen una señalada afinidad espiritual con los puntos de vista de otros actualísimos escritores europeos. Su filosofía paradójica y subjetiva es una filosofía esencialmente relativista. Su arte tiende a la creación libre de la ficción; no se dirige a la traducción objetiva y patética de la realidad, como quería el decaído y superado gusto realista y naturalista. Unamuno, afirmando su orientación subjetivista ha dicho alguna vez que Balzac no pasaba su tiempo anotando lo que veía o escuchaba de los otros, sino que llevaba el mundo dentro de si. Y bien. Esta manera de pensar y de sentir es muy siglo veinte y es “muy moderna, audaz, cosmopolita”.

Unamuno no es ortodoxamente revolucionario, entre otras cosas porque no es ortodoxamente nada. No se compadece con su agreste individualismo el ideario más o menos rígido de un partido ni de una agrupación. Hace poco, respondiendo a una carta de Rivas Cherif que lo invitaba precisamente a presidir la acción de la intelectualidad joven, Unamuno escribía, entre otros conceptos, que “recababa la absoluta independencia de sus actos”. Estas razones psicológicas han alejado a Unamuno de las muchedumbres y de sus reivindicaciones. Pero el pensamiento de Unamuno ha tenido siempre un sentido revolucionario. Su [influencia, sobre todo, ha sido hondamente revolucionaria. Últimamente, la política del Directorio] había empujado a Unamuno más marcadamente aún hacia la Revolución. Su repugnancia intelectual y espiritual a la Reacción, y a su despotismo opresor de la Inteligencia, no había aproximado al proletariado y al socialismo. Una de sus más recientes actitudes ha sido socialista o, al menos, filosocialista. En este punto de su trayectoria lo han detenido el ultraje y la agresión brutales del Directorio.

José Ortega y Gasset, a propósito de la muerte de Mauricio Barrés, dice que la entrada de un literato en la política acusa escrúpulos de consciencia estéticos. “El argumento está muy seductoramente sostenido -como está siempre los argumentos de Ortega y Gasset- en un artículo ágil y elegante. Pero no es verdadero ni aún respecto de los literatos y artistas específicos. En los periódicos tempestuosos de la historia, ningún espíritu sensible a la vida puede colocarse al margen de la política. La política en esos períodos no es una menuda actividad burocrática, sino la gestación y el parto de un nuevo orden social. Así como nadie puede ser indiferente al espectáculo de una tempestad, nadie tampoco puede ser indiferente al espectáculo de una Revolución. La infidelidad al arte no es en estos casos [una cuestión de flaqueza estética sino una cuestión de sensibilidad histórica. Dante intervino ardorosamente en la política y esa] intervención no disminuyó, por cierto, el caudal ni la prestancia de su poesía. A los casos en que Ortega y Gasset apoya capciosamente su tesis se podría oponer innumerables casos que válidamente la aniquilan. ¿El contenido de la obra de Wagner no es, acaso, eminentemente político? ¿Y el pintor Courbet comprometió acaso, con su participación en la Comuna de su París, algo de su calidad estética? Actualmente, la trama del teatro de Bernard Shaw es, una trama política. Bernard Shaw, antiguo fabiano, marcha hoy hacia el comunismo. La Inteligencia y el Sentimiento no pueden ser apolíticos. No pueden serlo sobre todo en una época principalmente política. La gran emoción contemporánea es la emoción revolucionaria. ¿Cómo puede entonces, un artista, un pensador, ser insensible a ella? ¡Pobres almas ramplonas, impotentes, femeninas, aquellas que se duelen de que don Miguel de Unamuno haya abandonado la solemne austeridad de su cátedra de Salamanca para intervenir, batalladora y gallardamente, en la política de su pueblo! Nunca la personalidad de Unamuno ha sido tan admirable, tan mundial, tan contemporánea y tan fecunda.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

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