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La reacción austriaca. La expulsión de Eduardo Ortega y Gasset. Mac Donald en Washington [Manuscrito]

La reacción austriaca
Las brigadas de la Heinmwehr no han realizado el 29 de setiembre su amenazada marcha a Viena; pero, con la anuencia de los nacionalistas y de los social-cristianos, se ha instalado en la presidencia del consejo Schober, el jefe de las fuerzas de policía. Los reaccionarios se han abstenido de cumplir una operación riesgosa para sus fanfarronas milicias; pero la reacción ha afirmado sus posiciones. La marcha a Viena habría provocado a la lucha al proletariado vienés, alerta y resuelto contra la ofensiva fascista, a despecho de la pasividad de la burocracia social-demócrata. La maniobra que, después de una inocua crisis ministerial, arreglada en familia, ha colocado el gobierno en manos de Schober, consiente a la reacción obtener casi los mismos objetivos, con enorme ahorro de energías y esfuerzos.
Los partidos revolucionarios austriacos no perdonan a Viena su mayoría proletaria y socialista. La agitación fascista en Austria, se ha alimentado, en parte, del resentimiento de la campiña y del burgo conservadores contra la urbe industrial y obrera. Las facciones burguesas se sentían y sabían demasiado débiles en la capital para la victoria contra el proletariado. En plena creciente reaccionaria, los socialistas izaban la bandera de su partido en el palacio municipal de Viena. El fascismo italiano se proclama ruralista y provincial; la declamación contra la urbe es una de sus más caras actitudes retóricas. El fascismo austriaco, desprovisto de toda originalidad, se esmera en el plagio más vulgar de esta fraseología ultramontana. La marcha a Viena, bajo este aspecto, tendría el sentido de una revancha del agro retrógrado contra la urbe inquiera y moderna.
Schober, según el cable, se propone encuadrar dentro de la legalidad el movimiento de la Heimwehr. Va a hacer un gobierno fascista, que no usará el lenguaje estridente ni los modales excesivos y chocantes de los camisas negras, sino, más bien, los métodos policiales de André Tardieu y el prefecto del Sena. Con una u otra etiqueta, régimen reaccionario siempre.
Se sabe ya a donde se dirige la política reaccionaria y burguesa de Austria, pero se sabe menos hasta qué punto llegará el pacifismo del partido socialista, en su trabajo de frenar y anestesiar a las masas proletarias.

La expulsión de Eduardo Ortega y Gasset
El reaccionarismo de Tardieu no se manifiesta únicamente en la extrema movilización de sus políticas y tribunales contra “L’Humanité”, la CGTU y el partido comunista. Tiene otras expresiones secundarias, de más aguda resonancia quizá en el extranjero, por la nacionalidad de las víctimas. A este número pertenece la expulsión de Hendaya del político y escritor liberal Eduardo Ortega y Gasset.
La presencia de Eduardo Ortega y Gasset en Hendaya, como la de Unamuno, resultaba sumamente molesta para la dictadura de Primo de Ribera. Ortega y Gasset publicaba en Hendaya, esto es en la frontera misma, con la colaboración ilustra de Unamuno, una pequeña revista: “Hojas Libres”, que a pesar de una estricta censura, circulaba considerablemente en España. Las más violentas y sensacionales requisitorias de Unamuno contra el régimen de Primo de Rivera se publicaron en “Hojas Libres”.
Muchas veces se había anunciado la inminente expulsión de Eduardo Ortega y Gasset cediendo a instancias del gobierno español al de Francia; pero siempre no había esperado que la mediación de los radicales-socialistas; y en general de las izquierdas burguesas, ahorraría aún por algún tiempo a la tradición liberal y republicana de Francia este golpe. El propio Eduardo Herriot había escrito protestando contra la amenazada expulsión. Pero lo que no se atrevió a hacer un gabinete Poincaré, lo está haciendo desde hace tiempo, con el mayor desenfado, bajo la dirección de André Tardieu, un gabinete Briand. Tardieu que ha implantado el sistema de las prisiones y secuestros preventivos, sin importarle un ardite las quejas de la Liga de los Derechos del Hombre, no puede detenerse ante la expulsión de un político extranjero, aunque se trate de un ex-ministro liberal como Eduardo Ortega y Gasset.
Hendaya es la obsesión de Primo de Rivera y sus gendarmes. Ahí vigila, aguerrido e intransigente, don Miguel de Unamuno. I este solo hombre, por la pasión y donquijotismo con que combate, inquiera a la dictadura jesuítica más que cualquier morosa facción o partido. La experiencia española, como la italiana, importa la liquidación de los viejos partidos. Primo de Rivera sabe que puede temer a un Sánchez Guerra, pero no a los conservadores, que puede temer a Unamuno, pero no a los liberales.

Mac Donald en Washington
La visita de Ramsay Mac Donal al Presidente Hoover consagra la elevación de Washington a la categoría de gran metrópoli internacional. Los grandes negocios mundiales se discutían y resolvían hasta la paz de Versailles en Europa. Con la guerra, los Estados Unidos asumieron en la política mundial un rol que reivindicaba para Washington los mismos derechos de Londres, París, Berlín y Roma. La conferencia del trabajo de 1919, fue el acto de incorporación de Washington en el número de las sedes de los grandes debates internacionales. La siguió la conferencia del Pacífico, destinada a contemplar la cuestión china. Pero en ese congreso se consideraba aún un problema colonial, asiático. Ahora, en el diálogo entre Mac Donal y Hoover se va a tratar una cuestión esencialmente occidental. La concurrencia, el antagonismo entre los dos grandes imperios capitalistas, da su fondo al debate.
La reducción de los armamentos navales de ambas potencias, no tendrá sino el alcance de una tregua formal en la oposición de sus intereses económicos y políticos. Este mismo acuerdo se presenta difícil. Las necesidades del período de estabilización capitalista lo exigen perentoriamente. Para esto, se confía en alcanzarlo finalmente, a pesar de todo. Pero la rivalidad económica de los Estados Unidos y la Gran Bretaña quedará en pie. Los dos imperios seguirán disputándose obstinadamente, sin posibilidad de un acuerdo permanente, los mercados y las fuentes de materias primas.
Este problema central será probablemente evitado por Hoover y Mac Donald en sus coloquios. El juego de la diplomacia tiene esta regla, no hay que permitirse a veces la menor alusión a aquello en que más se piensa. Pero si el estilo de la diplomacia occidental es el mismo de ante guerra, el itinerario, la escena, han variado bastante. Con Wilson, los presidentes de los Estados Unidos de Norte-América conocieron el camino de París y de Roma; con Mac Donald, los primeros ministros de la Gran Bretaña aprenden el viaje a Washington.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La civilización y el caballo

La civilización y el caballo

El indio jinete es uno de los testimonios vivientes en que Luis E. Valcárcel apoya, en su reciente libro “Tempestad en los Andes” (Editorial Minerva, 1927) su evangelio -sí, evangelio: buena nueva- del “nuevo indio”. El indio a caballo constituye, para Valcárcel, un símbolo de carne. “El indio a caballo, escribe Valcárcel- es un nuevo indio, altivo, libre, propietario, orgulloso de su raza, que desdeña al blanco y al mestizo. Ahí donde el indio ha roto la prohibición española de cabalgar, ha roto también las cadenas”. El escritor cuzqueño parte de una valoración exacta del papel del caballo en la Conquista. El caballo, como está bien establecido, concurrió principal y decisivamente a dar al español, a ojos del indio, un poder sobre-natural. Los españoles trajeron, como armas materiales, para someter al aborigen, el hierro, la pólvora y el caballo. Se ha dicho que la debilidad fundamental de la civilización autóctona fue su ignorancia del hierro. Pero, en verdad, no es acertado atribuir a una sola superioridad la victoria de la cultura occidental sobre las culturas indígenas de América. Esta victoria, tiene su explicación integral en un conjunto de superioridades, en el cual, no priman, por cierto, las físicas. Y entre estas, cabe reconocer, la prioridad a las zoológicas. Primero, la criatura; después lo creado, lo artificial. Este aparte de que el domesticamiento del animal, su aplicación a los fines y al trabajo humanos, representa la más antigua de las técnicas.
Más bien que sojuzgadas por el hierro y la pólvora, preferimos imaginar al indio, sojuzgado no precisamente por el caballo, pero sí por el caballero. En el caballero, resucitaba, embellecido, espiritualizado, humanizado, el mito pagano del centauro. El caballero, arquetipo del Medioevo, -que mantiene su señorío espiritual sobre la modernidad, hasta ahora mismo, porque el burgués, no ha sido capaz psicológicamente más que de imitar y suplantar al noble,- es el héroe de la Conquista. Y la conquista de América, la última cruzada, aparece como la más histórica, la más iluminada, la más trascendente proeza de la caballería. Proeza típicamente caballeresca, hasta porque de ella debía morir la caballería, al morir -trágica, cristiana y grandiosamente- el Medioevo.
El coloniaje adivinó y reivindicó a tal punto la parte del caballo en la Conquista que, -por sus ordenanzas que prohíben al indio esta cabalgadura,- el mérito de esa epopeya, parece pertenecer más al caballo que al hombre. El caballo, bajo el español, era tabú para el indio. Lo que podía entenderse como una consecuencia de su condición de siervo si se recuerda que Cervantes, atento al sentido de la caballería, no concibió a Sancho Panza, como a Don Quijote, jinete de un rocín sino de un asno. Pero, visto que en la Conquista se confundieron hidalgos y villanos, hay que suponerle la intención de reservar al español, los instrumentos -vale decir el secreto- de la Conquista. Porque el rigor de este tabú, condujo al español a mostrarse más generoso de su amor que de sus caballos. El indio tuvo al caballero antes que a la cabalgadura.
La más aguda intuición poética de Chocano, aunque como suya, se vista retórica y ampulosamente, es quizá la que creó su elogio de “Los caballos de los conquistadores”. Cantar de este modo la Conquista es sentirla, ante todo, como epopeya del caballo, sin el cual España no habría impuesto su ley al Nuevo Mundo.
La imaginación criolla, conservó después de la Colonia, este sentido medioeval de la cabalgadura. Todas las metáforas de su lenguaje político acusan resabios y prejuicios de jinetes. La expresión característica de lo que ambicionaba el caudillo está en el lugar común de “las riendas del poder”. Y “montar a caballo”, se llamó siempre a la acción de insurgir para empuñarlas. El gobierno que se tambalea, estaba “en mal caballo”.
El indio peatón, y más todavía, la pareja melancólica del indio y la llama, es la alegría de una servidumbre. Valcárcel tiene razón. El “gaucho” debe la mitad de su ser a la pampa y al caballo. Sin el caballo ¡cómo habrían pesado sobre el criollo argentino, el espacio y la distancia! Como pesan hasta ahora, sobre las espaldas del indio chasqui. Gorki nos presenta al mujik, abrumado por la estepa sin límite. El fatalismo, la resignación del mujik, vienen de esta sociedad y esta impotencia ante la naturaleza. El drama del indio no es distinto: drama de servidumbre al hombre y servidumbre a la naturaleza. Para resistirlo mejor, el mujik contaba con su tradición de nomadismo y con los curtidos y rurales caballitos tártaros, que tanto bien parecerse a los de Chumbivilcas.
Pero Valcárcel nos debe otra estampa, otro símbolo: el indio “chauffeur”, como lo vio en Puno, este año, escritas ya las cuartillas de “Tempestad en los Andes”.
La época industrial burguesa de la civilización occidental; permaneció, por muchas razones, ligada al caballo. No solo porque persistió en su espíritu el acatamiento a los módulos y el estilo de la nobleza ecuestre, sino porque el caballo continuó siendo, por mucho tiempo, un auxiliar indispensable del hombre. La máquina desplazó, poco a poco, al caballo de muchos de sus oficios. Pero el hombre agradecido, incorporó para siempre al caballo en la nueva civilización, llamando “caballo de fuerza” a la unidad de potencia motriz.
Inglaterra, que guardó bajo el capitalismo una gran parte de su estilo y su gusto aristocrático, estilizó y quintaesenció al caballo inventando el “pursang” de carrera. Es decir, el caballo emancipado de la tradición servil del animal de tiro y del animal de carga. El caballo puro que, aunque parezca irreverente, representaría teóricamente, en su plano, algo así como, en el suyo, la poesía pura. El caballo fin de sí mismo, sobre el cual desaparece el caballero para ser reemplazado por el jockey. El caballero se queda a pie.
Mas, este parece ser el último homenaje de la civilización occidental a la especie equina. Al desplazarse de Inglaterra a Estados Unidos, el eje del capitalismo, lo ecuestre ha perdido su sentido caballeresco. Norte América prefiere el box a las carreras. Prohibido el juego, la hípica ha quedado reducida a la equitación. La máquina anula cada día más al caballo. Esto, sin duda, ha movido a Keyserlig a suponer que el chauffeur sucede como símbolo al caballero. Pero el tipo, el espécimen hacia el cual nos acercamos, es más bien el del obrero. Ya el intelectual acepta este título que resume y supera a todos. El caballo, por otra parte, como transporte, es demasiado individualista. Y el vapor, el tren, sociales y modernos por excelencia, no lo advierten siquiera como competidor. La última experiencia bélica marca en fin, la decadencia definitiva de la caballería.
Y aquí concluyo. El tema de una decadencia, conviene, más que a mí, a cualquiera de los abundantes discípulos de don José Ortega y Gasset.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Ramiro de Maeztu y la dictadura española

Ramiro de Maeztu y la dictadura española

El presente panorama intelectual de España principia en una agonía, la de Unamuno, y termina en otra agonía, la de Maeztu. La agonía de Unamuno es la agonía del liberalismo absoluto, último y robusto brote del terco individualismo íbero y de la tradición municipal española. La agonía de Maeztu es la agonía del liberalismo pragmatista, conclusión conservadora y declinante del espíritu protestante y de la cultura anglosajona. Mientras a Unamuno su don-quijotismo lo empuja hacia la revolución, a Maeztu su criticismo lo empuja hacia la reacción.
El caso de Maeztu ilustra, elocuentemente, la crisis de la “inteligencia” en la Europa contemporánea. El reaccionario explícito e inequívoco no ha aparecido en Maeztu sino después de tres años de meditación jesuítica y de duda luterana. Para que el pensamiento de un intelectual, formalmente liberal y orgánicamente conservador, haya recorrido el camino que separa a la reforma de la reacción, han sido necesarios tres años de experiencia reaccionaria, planeada y cumplida de modo muy diverso del que habría sido grato a un especulador teórico. El hecho ha precedido a la teoría; la acción, a la idea. Maeztu ha encontrado su camino mucho después que Primo de Rivera.
El ”intelectual” europeo contemporáneo nos revela, a través de este caso, su impotencia ante la historia. La “inteligencia” profesional se muestra incapaz de influir en sus fases y hasta de prever sus hechos. Cualquier general casinero y crapuloso puede realizar en una noche lo que un pensamiento austero y monógamo se verá forzado a aceptar años más tarde, después de dramáticas hesitaciones.
Don Ramiro de Maeztu se había adherido tácitamente a la dictadura de Primo de Rivera desde hace tiempo. Se le tenía como un mentor espiritual de la dictadura desde antes que su firma y su pensamiento se desplazaran del diario de la burguesía liberal al órgano de Primo de Rivera. Pero solo su pase de “El Sol” a “La Nación” ha tenido el valor de una adhesión explícita y categórica al régimen militar. Hace tres años, paseaba su mirada y sus lentes de pastor anglicano por el panorama conflagrado del mundo, para proclamar melancólicamente la quiebra de la política reformista y atribuir esta responsabilidad, no al agotamiento de la función histórica y la capacidad progresista de la burguesía, sino a la ofensiva revolucionaria del proletariado, inexpertamente lanzado el ataque por jefes culpables, entre otras cosas, de no haberse inspirado en el persuasivo dictamen de Maeztu y otros retrasados retores de la democracia burguesa. Mas, entonces Maeztu evitada la apología de las dictaduras reaccionarias, consideradas como la repercusión fatal, pero no plausible, de las dictaduras revolucionaras. El liberalismo sufría una moratoria y esto estaba ciertamente mal; pero esa moratoria tenía por objeto dar jaque mate a la revolución, y esto estaba evidentemente muy bien.
La responsabilidad de Maeztu y de todos los intelectuales que como él se convierten en angustiados apologistas de la ley marcial, aparece atenuada por los hechos que, bajo el vigor de esta, han demostrado la falencia del liberalismo y el reformismo. El espectáculo penoso de las abdicaciones y transacciones de los políticos constitucionales -reducidos al pobre papel de servidores licenciados que aguardan pasivamente del monarca la orden que los restituirá al servicio de la constitución y la monarquía-, no puede naturalmente ser muy alentador para la ya gasta fe de un liberal revisionista y desencantado.
Pero esto no nos dispensa de denunciar la absoluta insolvencia del pensamiento reaccionario que con tanto retardo sigue a la violencia conservadora. Sometiéndose y enfeudándose a la política de Primo de Rivera, Maeztu se comporta con perfecta sinceridad burguesa, pero con rigurosa ineptitud ideológica.
Este escritor documentado e interesante, que durante tanto tiempo se ha alzado a estimable altura sobre el nivel general del periodismo español, ha renegado íntegramente su liberalismo, sin sustituirlo por una doctrina más viva o al menos por una fe más personal. En la política concreta no caben posiciones individuales. Los retores pueden lograr alguna originalidad en el discurso, pero ninguna de la acción.
La única originalidad que les resulta dable, a veces, es la de la contradicción. A Maeztu, por ejemplo, que considera la civilización como un ahorro de sensualidad, coincidiendo en esto con Jorge Sorel -quien escribía que “el mundo no se hará más justo sino en la medida en que se hará más casto”- le toca dar su adhesión a un régimen que exhibe todas las taras del flamenquismo y del donjuanismo españoles y al que preside, como a una juerga, un general de casino, sensual y mujeriego, lo más distante posible del puritanismo y la religiosidad, designados justamente por el mismo escrito enjuiciado como la levadura espiritual de la potencia y la grandeza anglosajona.

José Carlos Mariátegui La Chira

"L'Action Francaise", Charles Maurras, Leon Daudet, etc.

"L'Action Francaise", Charles Maurras, Leon Daudet, etc.

Enfoquemos otro núcleo, otro sector reaccionario: la facción monárquica, nacionalista, guerrera, anti-semita que acaudillan Charles Maurras y León Daudet y que tiene su hogar y su sede en la casa de “L’Actión Francaise”. Las extremas derechas están de moda. Sus capitanes juegan sensacionales roles en la tragedia de Europa.
En tiempos de normal proceso republicano, la extrema derecha francesa vivía destituida de influencia y de autoridad. Era una bizarra secta monárquica que evitaba a la Tercera República el aburrimiento y la monotonía de un ambiente unánime y uniformemente republicano. Pero en estos tiempos, de crisis de la democracia, la extrema derecha adquiere una función. Los elementos agriamente reaccionarios se agrupan bajo sus banderas, refuerzan su contenido social, actualizan su programa político. La crisis europea ha sido para la senil extrema derecha una especie de senil operación de Voronof. Ha actuado sobre ella como una nueva glándula intersticial. La ha reverdecido, la ha entonado, le ha inyectado potencia y vitalidad.
La guerra fue un escenario propicio para la literatura y la acción de Maurras, de Daudet y de sus mesnadas de “camelots du roi”. La guerra creaba una atmósfera marcial, jingoísta, que resucitaba algo del espíritu y la tradición de la Europa pretérita. La “unión sagrada” hacía gravitar a derecha la política de la Tercera República. Los reaccionarios franceses desempeñaron su oficio de agitadores y excitadores bélicos. Y, al mismo tiempo, acecharon la ocasión de torpedear certeramente a los políticos del radicalismo y a los leaders de la izquierda. La ofensiva contra Caillaux, contra Painlevé, tuvo su bullicio y enérgico motor en “L’Actión Francaise”.
Terminada la guerra, desencadenada la ola reaccionaria, la posición de la extrema derecha francesa se ha ensanchado, se ha extendido. La fortuna del fascismo ha estimulado su fe y su arrogancia. Charles Maurras y León Daudet, condottieri de esta extrema derecha, no provienen de la política sino de la literatura. Y sus principales documentos políticos son sus documentos literarios. Sus gustos estéticos igual que sus gustos políticos, están fuertemente impregnados de reaccionarismo y monarquismo. La literatura de Maurras y de Daudet confiesa, más enfática y nítidamente que su política, una fobia disciplinada y sistemática del último siglo, de este siglo burgués, capitalista y demócrata.
Maurras es un enemigo sañudo del romanticismo. El romanticismo no es para Maurras el simple fenómeno literario y artístico. El romanticismo no es únicamente los versos de Musset, la prosa de Jorge Sand y la pintura de Delacroix. El romanticismo es una crisis integral del alma francesa y de sus más genuinas virtudes: la ponderación, la mesura, el equilibrio. América ama a la Francia de la enciclopedia, de la revolución y del romanticismo. Esa Francia jacobina de la Marsellesa y del gorro frigio la indujo a la insurrección y a la independencia. Y bien. Esa Francia no es la verdadera Francia, según Maurras. Es una Francia turbada, sacudida por una turbia ráfaga de pasión y de locura. La verdadera Francia es tradicionalista, católica, monárquica y campesina. El romanticismo ha sido como una enfermedad, como una fiebre, como una tempestad. Toda la obra de Maurras es una requisitoria contra el romanticismo, es una requisitoria contra la Francia republicana, demagógica y tempestuosa, de la Convención y de la Comuna, de Combes y de Caillaux, de Zola y de Barbusse.
Daudet destesta también el último siglo francés. Pero su crítica es de otra jerarquía. Daudet no es un pensador sino un cronista. El arma de Daudet es la anécdota, no es la idea. Su crítica del siglo diecinueve no es, pues, ideológica sino anecdótica. Daudet ha escrito un libro panfletario, “El estúpido siglo diecinueve”, contra las letras y los hombres de esos cien años ilustres. (Este libro estruendoso agitó la París más que la presencia de Einstein en la Sorbona. Un periódico parisién solicitó la opinión de escritores y artistas sobre el siglo vituperado por Daudet. Maurice Barrés, orgánicamente reaccionario también, pero más elástico y flexible, dijo en esa encuesta que el estúpido siglo diecinueve había sido algo adorable.)
El caso de esta extrema derecha resulta así singular e interesante. La decadencia de la sociedad burguesa la ha sorprendido en una actitud de protesta contra el advenimiento de esta sociedad. Se trata de una facción idéntica y simultáneamente hostil al Tercero y Cuarto Estado, al individualismo y al socialismo. Su legitimismo, su tradicionalismo la obliga a resistir no sólo al porvenir sino también al presente. Representa, en suma, una prolongación psicológica de la Edad Media. Una edad no desparece, se hunde en la historia, sin dejar a la edad que le sucede ningún sedimento espiritual. Los sedimentos espirituales de la Edad Media se han alojado en los dos únicos estratos donde podía asilarse, la aristocracia y las letras. El reaccionarismo del aristócrata es natural. El aristócrata personifica la clase despojada de sus privilegios por la revolución burguesa. El reaccionarismo del aristócrata es, además, inicuo, porque el aristócrata consume su vida aislada, ociosa y sensualmente. El reaccionarismo literario, o del artista, es de distinta filiación y de diversa génesis. El literato y el artista, en cuyo espíritu persistía aún el recuerdo caricioso de las cortes medioevales, ha sido frecuentemente reaccionario por repugnancia a la actividad práctica de esta civilización. Durante el siglo pasado, el literato a satirizado y ha motejado agrazmente a la burguesía. La democracia se ha asimilado, poco a poco, a la mayoría de los intelectuales. Su riqueza y su poder le han consentido crearse una clientela de pensadores, de literatos y de artistas cada vez más numerosa. Actualmente, además, una vanguardia brillante marcha a lado de la revolución. Pero existe todavía una numerosa minoría contumazmente obstinada en su hostilidad al presente y al futuro. En esa minoría, rezago mental y psicológico de la Edad Media, Maurras y Daudet tienen un puesto conspicuo.
Pero penetremos más hondamente en la ideología de los monarquistas de “L’Action Francaise”. Los revolucionarios miran en la sociedad burguesa un progreso respecto de la sociedad medioeval Los monarquistas franceses la consideran simplemente un error, una equivocación El pensamiento monarquista es utopista y subjetivo. Reposa en consideraciones éticas y estéticas. Más que a modificar la realidad, parece dirigido a ignorarla, a desconocerla, a negarla. Por eso ha sido hasta ahora alimento exclusivo de un cenáculo intelectual. La muchedumbre no ha escuchado a quienes abstrusa y míticamente le afirman que desde hace siglo y medio la humanidad marcha extraviada. La predicación monárquica de “La Acción Francesa” no ha tenido eco, antes de hoy, sino en una que otra alma bizarra, en una que otra alma solitaria. Su actual brillo, su actual resonancia, es obra de circunstancias externas, es futo del nuevo ambiente histórico. Es un efecto de la gesta de las camisas negras y de los somatenes. Los artífices, los conductores de la contrarrevolución europea no son Maurras ni Daudet, sino Mussolini y Farinacci. No son literatos disgustados, malcontentos y nostálgicos, sino oportunistas capitanes procedentes de la escuela demagógica y tumultuaria. Los hierofantes de “La Acción Francesa” se someten, se adhieren humildemente a la ideología y a la praxis de los caudillos fascistas. Se contentan con tener a su lado un rol de ministros, de tinterillos, de cortesanos Maurras, selecto y aristócrata, aprueba el uso del aceite de castor.
Todo el caudal actual de la extrema derecha viene de la polarización de las fuerzas conservadoras. Amenazadas por el proletariado, la aristocracia y la burguesía se reconcilian La sociedad medioeval y la sociedad capitalista se funden y se identifican. Algunos pensadores, Walter Rathenaur por ejemplo, dicen que dentro de una clase revolucionaria conviven mancomunados y confundidos estratos sociales que más tarde se separarán y se enemistarán. Del mismo modo, dentro de las clases conservadoras, se amalgaman capas sociales antes adversarias. Ayer la burguesía mezclada con el estado llano, con el proletariado, destronaba a la aristocracia. Hoy se junta con ella para resistir el asalto de la revolución proletaria.
Pero la Tercera República no se resuelve todavía a conferir demasiadas autoridades a los fautores del rey. Recientemente dio a Jonnart un asiento en la Academia, ambicionado por Maurras. Entre un personaje burocrático del régimen burgués y el pensador de la corte de Orleans, optó por el primero, sin miedo a los silbidos de los camelots du roi. La Tercera República se conduce prudentemente en las relaciones con la facción monarquista. Sus abogados y sus burócratas, sus Poincaré, sus Millerand, sus Tardieu, etc., flirtean con Maurras y con Daudet, pero se reservan avaramente la exclusiva de los primeros puestos.
¿Organizarán Maurras y Daudet, como organizó Mussolini, un ejército de cien mil camisas negras para conquistar el poder? No es probable ni es posible. Francia es un país de burgueses y campesinos, cautos, económicos y prácticos, poco dispuestos a seguir a los capitanes del rey.
“L’Action Francaise” y sus hombres son un elemento de agitación y de agresión; no son un elemento de gobierno. Son una fuerza destructiva, negativa; no son una fuerza constructiva, positiva. El futuro se construye sobre la base de los materiales ideológicos y físicos del presente. “L’Action Francaise” intenta resucitar el pasado, del cual no restan sino exiguos residuos psicológicos. Quiere que la política francesa de hoy sea la misma de hace quinientos o mil años. Que Alemania sea aniquilada, talada, subyugada.
En siglo y medio de civilización capitalista, el mundo se ha metamorfoseado totalmente. La vida humana se ha internacionalizado. El destino, el progreso, la mentalidad, la costumbre de los pueblos se han tornado misteriosa y complejamente solidarios. La humanidad marcha, consciente o subconscientemente, a una organización internacional. Este rumbo ha generado la ideología revolucionaria de las internacionales obreras y la ideología burguesa de la Sociedad de Naciones. Para los camelots du roi este nuevo panorama humano es nulo, inexistible. La humanidad actual no es la misma de la época merovingia. Y Europa puede aún ser feliz bajo el cetro de un rey borbón y bajo la bendición de un pontífice Borgia.

José Carlos Mariátegui La Chira

El cemento por Fedor Gladkov

El cemento por Fedor Gladkov

“El Cemento” de Fedor Gladkov y “Manhattan Transfer” de John Dos Pasos. Un libro ruso y un libro yanqui. La vida de la URSS frente a la vida de la USA. Los dos super estados de la historia actual se parecen y se oponen hasta en que, como las grandes empresas industriales, -de excesivo contenido para una palabra- usan un nombre abreviado: sus iniciales. (Véase “L’atre Europe” de Luc Durtain) “El Cemento” y “Manhattan Transfer” aparecen fuera del panorama pequeño-burgués de los que en Hispano américa, y recitando cotidianamente un credo de vanguardia, reducen la literatura nueva a un escenario europeo occidental, cuyos confines son los de Cocteau, Morand, Gómez de la Serna, Bontempelli, etc. Esto mismo confirma, contra toda duda, que proceden de los polos del mundo moderno.
España e Hispano-América no obedecen al gusto de sus pequeños burgueses vanguardistas. Entre sus predilecciones instintivas esta la de la nueva literatura rusa. Y, desde ahora, se puede predecir que “El Cemento” alcanzará pronto la misma difusión de Tolstoy, Dovstoyevsky, Gorky.
La novela de Gladkov supera a las que la ha precedido en la traducción, en que nos revela, como ninguna otra, la revolución misma. Algunos novelistas de la revolución se mueven en un mundo externo a ella. Conocen sus reflejos, pero no su conciencia. Pilniak, Zotschenko, un Leonov y Fedin, describen la revolución desde fuera, extraños a su pasión, ajenos a su impulso. Otros como Ivanov y Babel, descubren elementos de la épica revolucionaria, pero sus relatos se contraen al aspecto guerrero, militar, de la Rusia Bolchevique. “La Caballería Roja” y “El Tren Blindado” pertenecen a la crónica de la campaña. Se podía decir que en la mayor parte de estas obras está el drama de los que sufren la revolución, no el de los que la hacen. En “El Cemento” los personajes, el decorado, el sentimiento, son los de la revolución misma, sentida y escrita desde dentro. Hay novelas próximas a esta entre las que ya conozcamos, pero en ninguna se juntan, tan natural y admirablemente concentrados, los elementos primarios del drama individual y la epopeya multitudinaria del bolchevismo.
La biografía de Gladkov, nos ayuda a explicarnos su novela. (Era necesaria una formación intelectual y espiritual como la de este artista, para escribir “El Cemento”). Julio Álvarez del Vayo la cuenta en el prólogo de la versión española en concisos renglones, que, por ser la más ilustrativa presentación de Gladkov, me parece útil copiar.
“Nacido en 1883 de familia pobre, la adolescencia de Gladkov es un documento más para los que quieran orientarse sobre la situación del campo ruso a fines del siglo XIX. Continuo vagar por las regiones del Caspio y del Volga en busca de trabajo. “Salir de un infierno para entrar en otro”. Así hasta los doce años. Como sola nota tierna, el recuerdo de su madre que anda leguas y leguas a su encuentro cuando la marea contraria lo arroja de nuevo al villorio natal. “Es duro comenzar a odiar tan joven, pero también es dura la desilusión del niño al caer en las garras del amo”. Palizas, noches de insomnio, hambre -su primera obra de teatro “Cuadrilla de pescadores” evoca esta época de su vida”. “Mi idea fija era estudiar. Ya a los doce años al lado de mi padre, que en Kurban se acababa de incorporar al movimiento obrero, leía yo ávidamente a Lermontov y Dostoyevsky”. Escribe versos sentimentales, un “diario que movía a compasión” y que registra su mayor desengaño de entonces: en el Instituto le han negado la entrada por pobre. Consigue que le admitan de balde en la escuela municipal. El hogar paterno se resiste de un brazo menos. Con ser bien modesto el presupuesto casero -cinco kopecks de gasto por cabeza- la agravación de la crisis de trabajo pone en peligro la única comida diaria. De ese tiempo son sus mejores descripciones del bajo proletariado. Entre los amigos del padre, dos obreros “semi-intelectuales” le han dejado un recuerdo inolvidable. “Fueron los primeros en quieres escuché palabras cuyo encanto todavía no ha muerto en mi alma. Sabios por naturaleza y corazón. Ellos me acostumbraron a mirar conscientemente el mundo y a tener fe en un día mejor para la humanidad”. Al fin una gran alegría. Gorky, por quien Gladkov siente de joven una admiración sin límites, al acusarle recibo del pequeño cuento enviado, le anima a continuar. Va a Siberia, escribe la vida de los forzados, alcanza rápidamente sólida reputación de cuentista. La revolución de 1906 interrumpe su carrera literaria. Se entrega por entero a la causa. Tres años de destierro en Verjolesk. Período de auto-educación y de aprendizaje. Cumplida la condena se retira a Novorosisk, en la costa del Mar Negro, donde escribe la novela “Los Desterrados”, cuyo manuscrito somete a Korolenko, quien se lo devuelve con frases de elogio para el autor, pero de horror hacia el tema: “Siberia un manicomio suelto”. Hasta el 1917 maestro en la región de Kuban. Toma parte activa en la revolución de octubre, para dedicarse luego otra vez de lleno a la literatura. El Cemento es la obra que le ha dado a conocer en el extranjero”.
Gladkov, pues no ha sido solo un testigo del trabajo revolucionario realizado en Rusia, entre 1905 y 1917. Durante este período, su arte ha madurado en un clima de esfuerzo y esperanza heroico. Luego las jornadas de octubre lo han contado entre sus autores. Y, más tarde, ninguna de las peripecias íntimas del bolchevismo han podido escaparle. Por esto, en Gladkov la épica revolucionaria, más que por las emociones de la lucha armada está representada por los sentimientos de la reconstrucción económica, las vicisitudes y las fatigas de la creación de una nueva vida.
Tchumalov, el protagonista de “El Cemento”, regresa a su pueblo después de combatir tres años en el Ejército Rojo. Y su batalla más difícil, más tremenda es la que le aguarda ahora en su pueblo, donde los años de peligro guerrero han desordenado todas las cosas. Tchumalov encuentra paralizada la gran fábrica de cemento en la que, hasta su ida, -la represión lo había elegido entre sus víctimas- había trabajado como obrero. Las cabras, los cerdos, la maleza, los patios; las máquinas inertes, se anquilosan, los funiculares por los cuales bajaba la piedra de la cantera, yacen inmóviles desde que cesó el movimiento en esta fábrica donde se agitaban antes millares de trabajadores. Solo los Diesel, por el cuidado de un obrero que se ha mantenido en su puesto, reluce, pronto, para reanimar esta mole que se desmorona. Tchumalov no reconoce tampoco su hogar. Dacha, su mujer, estos tres años se ha hecho una militante, la animadora de la Sección Femenina, la trabajadora más infatigable del Soviét local. Tres años de lucha -primero acosada por la represión implacable, después entregada íntegramente a la revolución- ha hecho de Dacha una mujer nueva. Niurka, su hija, no está con ella. Dacha ha tenido que ponerla en la Casa de los Niños, a cuya organización contribuye empeñosamente. El Partido ha ganado una militante dura, enérgica, inteligente; pero Tchumalov ha perdido a su esposa. No hay ya en la vida de Dacha lugar para un pasado conyugal y maternal sacrificado enteramente a la revolución. Dacha tiene una existencia y una personalidad autónoma; no es ya una cosa de propiedad de Tchumalov ni volverá a serlo. En la ausencia de Tchumalov, ha conocido bajo el apremio de un destino inexorable, otros hombres. Se ha conservado íntimamente honrada; pero entre ella y Tchumalov se interpone esa sombra, esta oscura presencia que atormenta al instinto del macho celoso. Tchumalov sufre; pero férreamente cogido, a su vez por la revolución, su drama individual no puede acapararlo, se echa a cuestas el deber de reanimar la fábrica. Para ganar esta batalla tiene que vencer el sabotage de los especialistas, la resistencia de la burocracia, la resaca sorda de la contra-revolución. Hay un instante en que Dacha parece volver a él. Mas es solo un instante en que su destino se junta para separarse de nuevo. Niurka muere. Y se rompe con ella el último lazo sentimental que aún los sujetaba. Después de una lucha en la cual se refleja todo el proceso de reorganización de Rusia, todo el trabajo reconstructivo de la revolución, Tchumalov reanima la fábrica. Es un día de victoria para él y para los obreros; pero es también el día en que siente lejana, extraña, perdida para siempre a Dacha, rabioso y brutales sus celos. -En la novela, el conflicto de estos seres se entrecruza y confunde con el de una multitud de otros seres en terrible tensión, en furiosa agonía. El drama de Tchumalov no es sino un fragmento del drama de Rusia revolucionaria. Todas las pasiones, todos los impulsos, todos los dolores de la revolución están en esta novela. Todos los destinos, los más opuestos, los más íntimos, los más distintos, están justificados. Gladkov logra expresar en páginas de potente y ruda belleza, la fuerza nueva, la energía creadora, la riqueza humana del más grande acontecimiento contemporáneo.

José Carlos Mariátegui La Chira

El alma matinal

El alma matinal

Hace ya tiempo que registré, a fojas 10 de los anales de la época, la decadencia del crepúsculo como motivo, asunto y fondo literarios, Y agregué que el descubrimiento más genial de Ramón Gómez de la Serna era, seguramente, el del alba. Hoy regreso a este tema, después de comprobar que la actual apologética del alba no es exclusivamente literaria.
Todos saben que la Revolución adelantó los relojes de la Rusia sovietista en la estación estival. Europa occidental adoptó también la hora de verano, después de la guerra. Pero lo hizo solo por la economía de alumbrado. Faltaba en esta medida de crisis y carestía, toda convicción matutina. La burguesía grande y media, seguía frecuentando el tabarín. La civilización capitalista encendía todas sus luces de noche, aunque fueses clandestinamente. A este período corresponden la boga del dancing y de Paul Morand.
Pero con Paul Morand había quedado ya licenciado el crepúsculo. Paul Morand representaba la moda de la noche. Sus novelas nos paseaban por un Europa nocturna, alumbrada por una perenne luz artificial. Y el nombre que más legítimamente preside la noche de la decadencia post-bélica no es el de Morand sino el de Proust. Marcel Proust inauguró con su literatura una noche fatigada, elegante, metropolitana, licenciosa, de la que el occidente capitalista no sale todavía. Proust era el trasnochador fino, ambiguo y pulcro que se despide a las dos de la mañana, antes de que las parejas estén borrachas y cometan excesos de mal gusto.
Se retiró de la “soirée” de la decadencia cuando aún no había llegado el charleston, ni Josefina Backer. A Paul Morand, diplomático y demimondain, le tocó solo introducirnos en la noche post-proustiana.
La moda del crepúsculo perteneció a la moda finisecular y decadente de ante-guerra. Sus grandes pontífices fueron Anatole France y Gabriel D’Annunzio.
El viejo Anatole sobresalió en el género de los crepúsculos clásicos y arqueológicos: crepúsculo de Alejandría, de Sinecusa, de Roma, de Florencia, económicamente conocidos en los volúmenes de las bibliotecas oficiales y en viajes de turista moros que no olvida nunca sus maletas en el tren y que tiene previstas todas las estaciones y hoteles de su itinerario. A la hora del tramonto, siempre discreto, sin excesivos arreboles ni escandalosos celajes, era cuando monsieur Bergeret gustaba de aguzar sus ironías. Esas ironías que hace diez años nos encantaban por agudas y sutiles y que hora nos aburren con su monótona incredulidad y con su fastidioso escepticismo.
D’Annunzio era más faustuoso y teatral y también más variado en sus crepúsculos de Venecia vagamente wagnerianos, con la torre de San Jorge el Mayor en un flanco, saboreados en la terraza del Hotel Danieli por amantes inevitablemente célebre, anidados en el mismo cuarto donde cobijaron su famoso amor, bajo antiguos y recamados cobertores, Jorge Sand y Alfredo de Musset; crepúsculos abruzeses deliberadamente rústicos y agrestes, con cabras, pastores, chivos, fogatas, quesos, higos y un incesto de tragedia griega; crepúsculos del Adriático con barcas pescadoras playas lúbricas, cielos patéticos y tufo afrodisíaco; crepúsculos semi-orientales, semi-bizantinos de Ravenna y de Rimini, con vírgenes enamoradas de trenzas inverosímiles y flotantes y un ligero sabor de ostra perlera; crepúsculos romanos, transteverinos, declamatorios, olímpicos, gozados en la colina del Janiculum, refrescados por el agua paola que cae en tazas de mármol antiguo, con reminiscencias del sueño de Escipión y los discursos de Cola di Rienzo; crepúsculos de Quinto al Mare, heroicos, republicanos garibaldinos, retóricos, un poco marineros dignísimos a pesar de la vecindad comprometedora de Portofino Kulm y la perspectiva equívoca de Montecarlo. D’Annunzio agotó en su obra, magníficamente crepuscular, todos los colores, todos los desmayos, todas las ambigüedades del ocaso.
Concluido el período dannunziano y anatoliano -que en España, a no ser por las sonatas del gran Valle Inclán, no dejaría más rastros que los sonetos de Villaespesa, las novelas del Marqués de Hoyos y Vinent y las falsas gemas orientales de Tórtola Valencia- desembarcó en una estación ferroviaria de Madrid, con una sola maleta en la mano, pasajero de tercera clase, Ramón Gómez de la Serna, descubridor del alba.
Su descubrimiento era un poco prematuro. Pero es fuerza que todo descubrimiento verdadero lo sea. Proust con su smoking severo y una perla en la perchera, blando, tácito, pálido, presidía invisible la más larga noche europea, -noche algo boreal por lo prolongada, - de extremos placeres y terribles presagios, arrullada por el fuego de las ametralladoras de Noske en Berlín y de las bombas de mano fascistas en los caminos de la planicie lombarda y romana y de las Montañas Apeninas.
Ahora, aunque quede todavía en ella mucho de la noche de Charlotemburgo y de la noche de Dublín, la Europa que quiere salvarse, la Europa que no quiere morir, aunque sea todavía la Europa burguesa, cansada de sus placeres nocturnos, suspira porque venga pronto el alba. Mussolini, manda a la cama a Italia a las 10 de la noche, cierra cabarets, prohíbe el charleston. Su ideal es una Italia provinciana, madrugadora, campesina, libre de molicie y de artificios urbanos, con muchos rústicos hijos en su ancho regazo. Por su orden, como en los tiempos de Virgilio, los poetas cantan al campo, a la siembra, a la siega. Y la burguesía francesa, la que ama la tradición y el trabajo, burguesía laboriosa, económica, mesurada, continente -no malthusiana-, reclama también en su casa el horario fascista y sueña con un dictador de virtudes romanas y genio napoleónico que cultive durante las vacaciones su trigal y su viña. Oíd como amonesta Lucien Romier a la Francia noctámbula: “Es grave que un pueblo se entregue a los placeres de la noche, no por el mal que encuentran en estos los sermoneadores. Es grave como índice de que tal pueblo pierde sus días. Si tú quieres crecer y prosperar, ¡oh francés! Acuérdate de que la virilidad del hombre se afirma en el triunfo matinal. Es a la hora del alba que viene el invasor, perseguido por el sol levante”.
No es probable que Lucien Romier sepa renunciar a la noche. Pertenece a una burguesía, clarividente en su ruina, que se da cuenta de que el hombre nuevo es el hombre matinal.

José Carlos Mariátegui La Chira

Romain Rolland

Romain Rolland

Al homenaje que, con ocasión de su sexagésimo aniversario, tributan a Romain Rolland, las inteligencias libres de todos los pueblos, da fervorosamente su adhesión la nueva generación iberoamericana. Romain Rolland es no solo uno de nuestros maestros sino también uno de nuestros amigos. Su obra ha sido -es todavía- uno de los más uros estímulos de nuestra inquietud. Y él, que nos ha oído en las voces de Vasconcelos, de la Mistral, de Palacios y de Haya de la Torre, nos ha hablado con amor de la misión de la América Indoibera.
Los hombres jóvenes de Hispano-América tenemos el derecho de sentirnos sus discípulos. Cuando en su país se callaba su nombre, en estas naciones se le pronunciaba con devoción. Y ni las consagraciones, ni las exconfesiones de París han logrado jamás modificar nuestro criterio sobre el valor de la obra de Romain Rolland en la literatura francesa. La crítica de París nos ha propuesto incesantemente otras obras; pero nosotros hemos elegido siempre la de Romain Rolland. La hemos reconocido superior y diversa de las que nos recomendaba una crítica demasiado dominada por la preocupación decadente del estilo y de la forma.
No hemos confundido nunca el arte sano de Romain Rolland, nutrido de eternos ideales, henchido de alta humanidad, rico en valores perennes, con el arte mórbido de los literatos finiseculares en quienes tramonta, fatigada, una época.

II.
La voz de Romain Rolland es la más noble vibración del alma europea en literatura contemporánea. Romain Rolland pertenece a la estirpe de Goethe, el guter Europaer de quien desciende ese patrimonio continental que inspiró y animó su protesta contra la guerra. Su obra traduce emociones universales. Su Jean Cristophe es un mensaje a la civilización. No se dirige a una estirpe ni a un pueblo. Se dirige a todos los hombres.
Pero a la voz de Romain Rolland es, no obstante su universalidad, una voz de Francia. Su pueblo no puede renegarlo. Romain Rolland está dentro de la buena tradición francesa. Quienes en Francia lo detractan o lo detestan le niegan precisamente esta cualidad. Mas sus razones no prueban sino incapacidad espiritual y psicológica de entender a Rolland. Sus admiradores de América sentimos en la obra de Rolland el acento de la verdadera Francia, de la Francia histórica. Y no nos equivocamos. La obra de Rolland no es, sin duda, parisiense, pero sí francesa. Máximo Gorki acierta profundamente cuando refiriéndose a Colas Breugnon, lo llama ese poema en prosa, tan puramente celta. En Colas Breugnon, escuchamos un eco de la sana risa de Rabelais. Y en otros trazos de la obra de Romain Rolland, encontramos también la huella profunda de un abolengo intelectual y espiritual genuinamente francés. El admirable poema de la amistad de Jean Cristophe y Oliver, que llena tantas bellas páginas del Jean Cristophe, ¿no tiene tal ves su origen lejano en el más encumbrado pensamiento francés, en Montaigne? Henri Massis, el polemista reaccionario que durante la guerra acusó a Romain Rolland, a quien llama diletante de la fe, de actuar contra Francia, es seguramente más latino que el autor de Jean Cristophe pero no más francés, más galo. La tradición a la que Massis se muestra fiel es, ante todo, la tradición romana.
Romain Rolland no busca en la feria del boulevard parisiense, el alma de Francia. La busca en el pueblo, en el campo, en el village. Francia tiene sus bases, sus raíces en la aldea. París es la cúspide de una gran pirámide. La ciudad cambia incesantemente de gesto y de pasión; la aldea conserva mejor los ancestrales de la raza: Colás Breugnon, el borgoñón instintivamente volteriano, a quien un cierto escepticismo no impide amar y gustar gayamente la vida, es un personaje representativo de la vieja Francia rural. Y Romain Rolland proviene de esta Francia. En el riente y recio Colán Breugnon evoca a uno de sus antepasados.

III.
Como Vasconcelos, Romain Rolland es un pesimista de la realidad y optimista del ideal. Su Jean Cristophe está escrito con ese escepticismo de las cosas que aparece siempre en el fondo de su pensamiento. Mas está escrito también con una fe acendrada en el espíritu. Jean Cristophe es un himno a la vida. Romain Rolland nos enseña en ese libro como en todos los suyos, a mirar la realidad, tal como es, pero al mismo tiempo nos invita a afrontarla heroicamente.
Gabriela Mistral ha escrito alguna vez que Jean Cristophe es el libro más grande de la época. Yo no sé sino que es el libro que en los últimos años ha llevado más claridad a las almas y amor a los corazones. Traducido a múltiples lenguas, ha viajado por todo el mundo. Parece escrito sobre todo para los jóvenes. Tiene las cualidades de la obra de un artista y de un moralista. Su lectura ejerce una influencia tónica sobre los espíritus. No es una novela ni un poema, o más bien, es, a la vez, un poema y una novela. Es, como dice Romain Rolland, la vida de un hombre. “¿Qué necesidad tenéis de un nombre? -escribe en el prefacio del octavo volumen de la obra- ¿Cuándo veis un hombre le preguntáis si es una novela o un poema? Es un hombre lo que yo he creado. La vida de un hombre no se encierra en el cuadro de una forma literaria. Su ley está en ella; y cada vida tiene su ley. Su régimen es el de una fuerza de la naturaleza.”
Diferente, por su obra y por su vida, de la gran mayoría de los literatos contemporáneos, Romain Rolland nos ha dado en Jean Cristophe una alta lección de idealismo y de humanidad. En una época de libros tóxicos, Jean Cristophe se singulariza como un libro tónico. Representa una protesta, una reacción contra un mundo de alma crepuscular y desencantada. Romain Rolland nos expone así la intención y la génesis de su obra: “Yo estaba aislado. Yo me asfixiaba, como tantos otros en Francia, dentro de un mundo moral enemigo; yo quería respirar, yo quería reaccionar contra una civilización malsana, contra un pensamiento corrompido por una falsa élite; yo quería decir a esta élite: “Tú mientes, tú no representas a Francia. Para esto necesitaba un héroe de ojos y de corazón puros con el alma bastante intacta para tener el derecho de hablar y la voz asaz fuerte para hacerse oír. Yo he construido pacientemente mi héroe. Antes de decidirme a escribir la primera línea de la obra, la he llevado en mi durante años.”
Crear esta obra, crear este héroe, ha sido para Romain Rolland una liberación. Por esto, su eco, es tan hondo en las almas. Jean Cristophe constituye para el que la lee una liberación. El proceso de creación de este libro maravilloso se repite en el lector poseído por el mismo exaltado ideal de belleza y de justicia. He aquí el valor fundamental de Jean Cristophe.

IV.
La completa personalidad de Romain Rolland no se deja aprehender en una sola fórmula, en una definición. Su fe tampoco. El ha escrito: Se me demanda: decid vuestra fe. Escribidla. El pensamiento está en movimiento, deviene, vive. Más aún, no teme contradecirse. Ninguna contradicción puede ser en él una contradicción esencial; todas son formales. Este hombre que busca incansablemente la verdad es siempre el mismo. Dialogan en su espíritu dos principios, uno de negación, otro de afirmación. Los dos se completan; los dos se integran. Romain Rolland es el apasionado, afirmativo, panteísta e impetuoso Cristophe; pero delicado, pesimista y negativo Oliver. “Yo estoy -nos dice- hecho de tres cosas: un espíritu muy firme; un cuerpo muy débil; y un corazón constante entregado a alguna pasión”. Hace falta agregar que esta pasión es siempre alta y noblemente humana.
El espíritu de Romain Rolland es un espíritu fundamentalmente religioso. No está dentro de ninguna confesión, dentro de ningún credo. Su trabajo espiritual es heroico. Romain Rolland crea si fe a cada instante. “Yo no quiero ni puedo -declara- dar un credo metafísico. Yo me engañaría, pero no me imaginaré jamás dentro de las fronteras de una creencia, pues espero evolucionar hasta mi último día. Me reservo una libertad absoluta de renovación intelectual. Tengo muchos dioses en mi pantheon; mi primera idea es la libertad”.
Su fe no reposa en un mito, en una creencia. Pero no por eso es en él menos religiosa ni menos apasionada. El error de Romain Rolland consiste en creer que todos los hombres pueden crearse su fe libremente ellos mismos. Se equivoca a este respecto como se equivoca cuando condena tolstoyanamente la violencia. Pero ya sabemos que Romain Rolland es puramente un artista y un pensador. No es su pensamiento político -que ignora y desdeña la política- o que puede unirnos a él. Es su grande alma. (Romain Rolland es el Mahatma de occidente). Es su fe humana. Es la religiosidad de su acción y de su pensamiento.

José Carlos Mariátegui La Chira

Waldo Frank

Waldo Frank

I
De los tres grandes Frank contemporáneos, Ralph Waldo Frank es el más próximo a la conciencia y a los problemas de la nueva generación hispano-americana. Henri Frank, el autor de “La Dame devant L’Arche”, muerto hace algunos años, a quien todos los hombres de hoy consideramos, sin embargo, tan nuestro y tan actual, pertenece demasiado a Francia. Este escritor, admirable por su espíritu y su sensibilidad, sentía la crisis humana en la crisis francesa. Leonhard Frank, el autor de “Das Menchs un gut”, escribe, en un lenguaje expresionista, para un mundo espiritualmente lejano y distinto. Waldo Frank, en cambio, es un hombre de América.
Solo una élite conocía en (1925) los libros de Waldo Frank. El público hispano-americano no sabía casi nada de su autor. “La Revista de Occidente” había publicado un ensayo de este gran contemporáneo. Un año antes, “Valoraciones”, la excelente revista del grupo “Renovación” de la Plata, y otros órganos del continente había revelado Frank a sus lectores publicando el sencillo y hermoso mensaje a los intelectuales hispano-americanos de que fue portador en 1924 el escritor mexicano Alfonso Reyes. En suma, apenas unos pocos fragmentos y unas cuantas noticias de una obra ya ilustre y copiosa que ha dado a su autor merecido renombre en Europa.
Es cierto que la literatura y el pensamiento de Estados Unidos, en general, no llegan a la América española sino con mucho retardo y a través de pocos especímenes. Ni aún las grandes figuras nos son familiares. Jack London, Theodore Dreiser, Carl Sandburg, vertidos ya a muchos idiomas, aguardan aún su turno en español. Henry Thoreau, el puritano de “Walden”, el amigo de Emerson, permanece ignorado en esta América. Lo mismo hay que decir de Royce, Dresser y de otros filósofos. Hispano-América no los lee. Lee, en cambio, a pasto, al señor Marden, cuyo pragmatismo barato, de fácil y vasto consumo en la clase media constituye uno de los productos más conocidos de la manufactura norte-americana.
Un motivo para esta excepción; Waldo Frank -que en su penetrante ensayo “El Español”, capítulo de su libro “Virgin Spain”, demuestra una aptitud tan genial para penetrar en el alma y la historia de un pueblo y un conocimiento tan hondo de la psicología y la sociología españolas,- es autor de un libro que encierra en sus páginas la más original e inteligente interpretación de los Estados Unidos, “Our America”. Y no me parece posible dudar que la actitud de los pueblos hispano-americanos ante los Estados Unidos debe apoyarse en un estudio y una valoración exactos del fenómeno yanqui.
De otro lado, Waldo Frank es un representante de la inteligencia y el espíritu norte-americanos que habla así a los intelectuales de Hispano América: “Debemos ser amigos. No amigos de la ceremoniosa clase oficial, sino amigos en ideas, amigos en actos, amigos en una inteligencia común y creadora. Estamos comprometidos a llevar a cabo una solemne y magnífica empresa. Tenemos el mismo ideal: justificar América, creando en América una cultura espiritual. Y tenemos el mismo enemigo: el materialismo, el imperialismo, el estéril pragmatismo del mundo moderno. Si las fuerzas de la vida creadora tienen que prevalecer contra ellas, deben también unirse. Este es el cruento problema de nuestros siglos y es un problema tan antiguo como la historia”.
En uno de mis artículos sobre ibero-americanismo, he repudiado ya la concepción simplista de los que en Estados Unidos ven solo una nación manufacturera, materialista y utilitaria. He sostenido la tesis de que el ibero-americanismo no debía desconocer ni subestimar las magníficas fuerzas de idealismo que han operado en la historia yanqui. La levadura de los Estados Unidos han sido sus puritanos, sus judíos, sus místicos. Los emigrados, los exiliados, los perseguidos de Europa. Ese mismo misticismo de la acción que se reconoce en los grandes capitales de la industria norte-americana, ¿no desciende acaso del misticismo ideológico de sus antepasados?
Y bien. Waldo Frank se siente -y es- “portador de la verdadera tradición americana”. No es cierto, que esta tradición esté representada, en nuestro siglo, por Hoover, Morgan y Ford. En las páginas de “Nuestra América”, Waldo Frank nos enseña en donde y en quienes está fuerza espiritual de los Estados Unidos. En su mensaje a la inteligencia ibero-americana reivindica para su generación el honor y la responsabilidad de este patrimonio histórico: “Nosotros, la minoría de los Estados Unidos, que se dedica a la tarea de dotar a nuestro país de un espíritu digno de su magnífico cuerpo, sentimos que somos la verdadera tradición americana. En una generación más sencilla, Withman, Thoreau, Emerson, Lincoln, representaron esa tradición; en un medio más complejo y difícil de manejar, nuestra generación encarna el Verbo. Todavía estamos diseminados en pequeños grupos en mil ciudades, todavía tenemos poca influencia en asuntos políticos y de autoridad; pero estamos creciendo enormemente; estamos apoderándonos de la juventud del país; disponemos del poder de persuasión de la fe religiosa; tenemos la energía del afecto, tenemos la permanencia de la verdad; disponemos, por decirlo así, del futuro”.
“Nuestra América” no es un libro de historia en la acepción común de este vocablo; pero sí lo es en su acepción profunda. No es cónica ni análisis; es teoría y síntesis. En un bosquejo de pocos y sobrios trazos, Waldo Frank nos ofrece una acabada imagen espiritual de los Estados Unidos. Más que explicar, su libro quiere sugerir. Y lo logra admirablemente. “No escribo una historia de las costumbres; menos aún una historia de las letras -dice Frank en su prólogo-. Si me he detenido largamente en ciertos escritores y ciertos artistas, lo he hecho tal como el dramaturgo elige, entre las palabras de sus personajes, las más saltantes y las más significativas para hacer su pieza. He escogido, he omitido, con la mira de sugerir un vasto movimiento por algunas líneas que puedan asir y retener algo de la solidez de la vida”. Waldo Frank no se preocupa sino de las verdades fundamentales. Con ellas compone una interpretación de todo el fenómeno norte-americano.
Este libro tiene, además, el mérito de no ser un producto de laboratorio. Su génesis es sugestiva. Waldo Frank lo dedica en el prólogo a Jacques Copeau y Gastón Gallimard quienes, en una visita a los Estados Unidos, suscitaron en su espíritu el deseo y la necesidad de encontrar una respuesta a las interrogaciones de una curiosa inteligente y acendrada. Copeau y Gallimard plantaron a Waldo Frank con sus preguntas “el problema enorme de llevar la luz hasta las profundidades vitales y escondidas para hacer surgir -en su energía y su verdad- el juego de una vida articulada”. En el curso de sus conversaciones con sus amigos franceses, Waldo Frank vio que “América era un concepto por crear”.
Waldo Frank señala al pioneer, al puritano y al judío, como los elementos primarios de la formación de Norte América. El pioneer, sobre todo, es el que da su tonalidad al pueblo, a la sociedad, a la vida yanquis. El espíritu de Estados Unidos se precisa, a lo largo de su historia, como un espíritu pioneer. El pioneer se asimiló al puritano. “Bajo la presión de las necesidades del pioneer, -escribe Frank- absorbida toda la energía humana por el empirismo, la religión se materializó. Las palabras místicas subsistieron. Pero en el hecho, la cuestión de vivir era el mayor problema. La religión debía ayudar a resolverlo. En este terreno de la acción y de la utilidad, el espíritu puritano y el espíritu judío se combinaron y se entendieron fácilmente. “Waldo Frank sigue la trayectoria de este acuerdo que no es a él al primero a quien se revela. También en Europa se ha advertido la concomitancia de estos dos espíritus en el desarrollo de la civilización occidental. Piensa Frank certeramente que en el fondo de la protesta religiosa del puritano se agitaba su voluntad de potencia. Un escritor italiano israelita define en esta sola frase toda la filosofía del judaísmo: “l’uomo conosce Dio operando”. La cooperación del judío y del puritano en el proceso de creación del capitalismo y del industrialismo se explica así perfecta y claramente. El pragmatismo, el utilitarismo de los gregarios de dos religiones, severamente moralistas, nace de su voluntad de acción y de potencia. El judío y el puritano, por otra parte, son individualistas. Aparecen, en consecuencia, como los naturales artífices de una civilización, cuyo pensamiento político es el liberalismo y cuya praxis económica es la libertad de comercio y de industria.
La tesis de Waldo Frank sobre Estados Unidos nos descubre una de las virtudes, una de las prestancias del nuevo espíritu. Frank, en el método y en el concepto, en la investigación y en el resultado, se muestra a la vez muy idealista y muy realista. El sentido de la realidad no perjudica su lirismo. Este exaltador poder del espíritu sabe afirmar bien los pies en la materia. Su obra prueba concreta y elocuentemente la posibilidad de acordar el materialismo histórico con un idealismo revolucionario. Waldo Frank emplea el método positivista, pero, en sus manos, el método no es sino un instrumento. No os sorprendáis de que en una crítica del idealismo de Bryan razone como un perfecto marxista y de que en la portada de “Our America” ponga estas palabras de Walt Whitman: “La grandeza real y durable de nuestros Estados será Religión. No hay otra grandeza durable ni real. No hay vida ni hay carácter que merezca este nombre, fuera de la Religión”.
En Waldo Frank, como en todo gran intérprete de la historia, la intuición y el método colaboran. Esta asociación produce una aptitud superior para penetrar en la realidad profunda de los hechos. Unamuno modificaría probablemente su juicio sobre el marxismo si estudiase el espíritu -no la letra- marxista en escritos como el autor de “Nuestra América”. Waldo Frank declara en su libro: “Nosotros creemos ser los verdaderos realistas, nosotros que insistimos en que el Ideal es la esencia de toda realidad”. Pero este idealismo no empaña su mirada con ninguna bruma metafísica ni retórica cuando escruta el panorama de la historia de los Estados Unidos. “La historia de la colonización -escribe entonces- es el resultado de los movimientos económicos en las metrópolis. No hay nada, ni aún ese gesto casto, en el puritanismo, que no haya nacido de la inquietud en que la situación agraria e industrial arrojaba a Inglaterra. Si América fue colonizada, es porque Inglaterra era el rival comercial de España, de Holanda y de Francia. Si América fue colonizada es, ante todo, porque el fervor espiritualista de la Edad Media había pasado el tiempo de su florecimiento y por reacción se transformaba en un deseo de grandeza material. El sueño del oro, la pasión de la seda, la necesidad de encontrar una ruta que condujese más pronto a las riquezas de la India, todos los apetitos de las naciones sobre-pobladas derramaron hombres y energías sobre el suelo de América. Las primeras colonias establecidas sobre la costa oriental, tuvieron por ley la adquisición de la riqueza. Su revuelta contra Inglaterra en 1775 iniciaba una de las primeras luchas abiertas entre el capitalismo burgués y la vieja feudalidad. El triunfo de las colonias, de donde nacieron los Estados Unidos, marcó el triunfo del régimen capitalista. Y desde entonces América no ha tenido ni tradición ni medio de expresión que haya estado libre de esta revolución industrial a la cual debe su existencia”.
Estos son algunos escorzos del pensador. La personalidad de Waldo Frank apenas queda esbozada desde un punto de vista. El crítico, el ensayista el historiador -historiador sí, aunque no haya escrito lo que ordinariamente se llama historia- es además novelista. Si novela “Rahab” es una de las más exquisitas novelas que he leído este año. Novela psicológica sin la morosidad morbosa de Proust. Novela apasionantemente e impresionantemente humana y poética. Y muy moderna y muy nueva. El drama de “Nuestra América” está íntegro en su conflicto y en sus protagonistas. La inspiración religiosa, idealista, no varía. Solo la forma de expresión cambia. El pensador logra una obra de arte; el artista logra una obra de pensamiento.

II
Un escritor español puede expresar a España; pero es casi imposible que pueda entenderla e interpretarla. El español, además, expresará una de las voces, uno de los gestos de España; no la suma de sus voces, de sus gestos y de sus colores. Solo Unamuno, entre los españoles contemporáneos, logra esta expresión profunda, esencial, íntima, en la que el genio de España no se repite sino se recrea. Hay que venir de lejos, de un mundo nuevo descubierto por el espíritu aventurero e iluminado de España, de una raza vieja, errante, portadora de un mensaje universal, dueña del don de la profecía, de un pueblo niño, alucinado y gigantesco, deportivo y mecánico, para comprender y descubrir a esta nación en cuyo pasado se mezclan gentes y culturas tan distintas y que, sin embargo, alcanza una unidad acabada y original. Waldo Frank reúne todas estas calidades. Judío de los Estados Unidos, su sensibilidad afinada a una época de cambio y secesión, enlaza y supera la experiencia occidental y la experiencia oriental. Es el hombre que se siente, a la vez, más allá y más acá de la cultura europea y de sus celosas supersticiones sajonas y latinas. Y que, por esto, puede entender a España como una obra concluida, no fracasada ni decadente sino, por el contrario, acabada y completa. Mauricio Barrés nos dio, en las postrimerías de una época, una versión de excelente factura francesa, equilibrada hasta en sus excesos, sabiamente dosificados; versión de burgués provincial aunque refinado, de educación aristocrática, tradicionalista, racionalista, suavemente pascaliana; versión ordenada, ochocentista, que se detenía en la realidad, con un indeciso, elegante e insatisfecho anhelo de desbordarla. Waldo Frank nos da, en tanto, una versión temeraria, aventurera, suprarrealista, que no retrocede ante ninguna hipótesis ni ante ninguna conjetura; versión de un espíritu nómade -, el de Barrés era un espíritu sedentario y campesino- mesiánico y ecuménico, que rebasa a cada instante la realidad para descubrir sus contornos extremos y sus dimensiones inmateriales. El viaje de Waldo Frank empieza por África. Para conquistar España, sigue la ruta del moro, del berebere. Su primera estación es el oasis; su primera pregunta es al Islam. Se equivocará de camino, quien entre a España por Barcelona o San Sebastián. Cataluña es una fisura, una grieta, en el cuerpo de España. Frank percibe, -oyendo los cantos milenarios, cálidos y vehementes como el hálito del desierto- las limitaciones de la religión mahometana. La psicología de las religiones engendradas por el desierto y el éxodo, le es familiar. También él procede de un pueblo cuyo espíritu se formó en la marcha y la esperanza. Los pueblos del desierto viven con el alma y la mirada en el horizonte. De la lejanía de su meta, depende la grandeza de su conquista y la magnitud de su mensaje.
El Islam se detuvo en España. España lo conquistó, al ser conquistada por él. En el clima amoroso de España alojaron los ímpetus guerreros del árabe. Para un pueblo expansivo y caminante, el reposo es la derrota. Detenerse es tocar el propio límite. España se apropió de la energía, de la voluntad del Islam. Esta energía, esta voluntad, se volvieron contra el pueblo de Mahoma. La España católica, la España medioeval, la España de Isabel, de Colón y de los conquistadores, representa la trasfusión de esa energía y de esa voluntad intransigentes y conquistadoras en el cuerpo de la Iglesia romana. Isabel creó, con ellas, la unidad española. Con los abigarrados elementos históricos depositados por los siglos en la península ibérica, Isabel compuso una España de un solo bloque. España expulsó al moro, al judío. Cerró sus puertas a la Reforma. Se mantuvo intransigente, inquisitorial y dogmáticamente católica. Afirmó la contra-reforma con las hogueras de la Inquisición. Absorbió todo lo que era distinto o diverso del alma que le había infundido su reina Isabel la Católica. Es el momento de la suprema exaltación española. “La voluntad de España -escribe Frank- se manifiesta, hace surgir un conjunto brillante de fuerzas individuales tan varias y grandes que la engrandecen. Cortés y Pizarro, anárquicos buscadores de oro, colaboran con Loyola, cazador de almas y con Vitoria, fundador del derecho internacional; juntos colaboran Santa Teresa, San Juan de la Cruz, la Celestina, alcahueta inmortal, el amador don Juan, con Fray Luis de León; Cristóbal Colón con don Quijote; Góngora con Velásquez. Ellos son toda España; los impulsos que simbolizan venían apuntando en la naturaleza propia de España. Pero en ese momento la voluntad de España los condensa y da cuerpo a cada uno. El santo, el pícaro, el descubridor y el poeta aparecen cual estratificaciones del alma de España; y son grandes y engrandecen a España porque cada uno de ellos vive la voluntad entera de España, su plena fuerza vital. Isabel puede descansar”.
Pero alcanzar la propia meta, cumplir el propio destino es concluir. España quiso ser la máxima y última expresión del Medio Evo. Lo consiguió, cuando ya el mundo empezaba a dejar de ser medioeval. El descubrimiento y la conquista de América rompía la unidad fracturaba el espíritu que España quería mantener intactos. La misión de España terminaba. “El español -piensa Frank- eligió una forma de propósitos y una forma de verdad que podía alcanzar; y así que la alcanzó, dejó de moverse. Su verdad vino a ser la Iglesia de Roma. El español obtuvo esa verdad y desechó las demás. Su ideal de unidad fue homogéneo; la simple fusión de cada español del pensamiento y la fe conforme a un ideal concreto. A este fin, el español redujo los elementos de su mundo psíquico, a agudas antítesis que contrapuso entre sí; el resultado fue, realmente, simplicidad y homogeneidad, es decir una neutralización de presiones psíquicas contrarias que sumaron cero”.
El libro de Waldo Frank está preñado de sugestiones. Excitante, incitador, moviliza todas nuestras energías intelectuales hacia la meta de una personal y nueva conquista de España.

José Carlos Mariátegui La Chira

Valores de la cultura italiana moderna. La cultura italiana

Valores de la cultura italiana moderna. La cultura italiana

No me siento totalmente desprovisto de título o, por lo menos, de pretexto para excitar a nuestros estudiosos y estudiantes a dirigir la mirada a la cultura italiana. En el Perú, como en toda la América española, se habla con frecuencia de nuestra latinidad. Ya he dicho, en más de un artículo, lo que pienso de esa latinidad postiza. No es esta una ocasión para insistir sobre el tema. Quiero únicamente remarcar que el latinismo de uso corriente en la retórica criolla no nos ha servido siquiera para reconocer en la cultura italiana una cultura netamente latina y, por lo tanto, una cultura de nuestra supuesta estirpe.
Entre nosotros, el libro italiano ha tenido muy escasa, casi ninguna difusión. Me parece que las excepciones evidentes, a este respecto, son rarísimas. La más notoria y la más importante, en nuestro tiempo, -o mejor dicho en el suyo- es la del Doctor Deustua, quien, como profesor de la Universidad y como Director de la Biblioteca Nacional, se muestra en contacto con el pensamiento italiano.
A D'Annunzio lo hemos conocido y admirado en las mediocres, cuando no pésimas, traducciones españolas. Lo mismo está ocurriendo con Pirandello y Papini. D'Annunzio ha influido en un instante de nuestra literatura. Como alguna vez lo he dicho, considero el período "colónida" como un período de un cierto d'anunzianismo. Pero este d'anunzianismo -espiritual y no formal- no fué aprendido por los literatos "colónidas" en su trato con los libros de D'Annunzio. Los pobres no conocían en la mayoría de los casos sino las versiones baratas de Maucci. El d'anunnzianismo tuvo un vehículo vivo. Lo trajo de Italia en su alma snobista, original y espiritual, Abraham Valdelomar. Valdelomar podía haber sido declarado en su época, por la dirección de salubridad, un "portador de gérmenes". Y D'Anunnzio nos llegó, en Valdelomar, con mucho retardo. Como fenómeno literario, aunque no como fenómeno espiritual, D'Anunnzio estaba en decadencia, desde hacía muchos años, en el mundo intelectual italiano. Era justamente la época en que en la literatura de Italia, se abrían paso los más ardientes anti-d'anunnzianos.
Los literatos, los estudiosos peruanos, cuando han salvado los confines del idioma, han buscado el libro francés y han adoptado, a veces, su espíritu y sus ideas. La metrópoli de la inteligencia hispano-americana, en general, ha sido España o Francia. Y a Francia, sin duda, le debe mucho la literatura del continente. El galicismo nos ha libertado, eficazmente, de algunos defectos y de algunos excesos de la espesa y sonora retórica española. Los escritores ibero-americanos, gracias en parte al galicismo, escriben una prosa menos engolada, más sencilla, que la mayoría de los escritores peninsulares.
Pero el descubrimiento de Francia nos ha hecho olvidar demasiado que existe para nosotros otra cultura próxima y asequible: la cultura italiana. Francia nos ha impuesto sus propias fronteras después de inducirnos a escapar de las pesadas fronteras españolas. Y el yugo francés, desde el punto de vista de los gustos exclusivos a que obligan, resulta peor que el yugo hispano. El pensamiento francés es vanidosamente nacionalista. Y, más que todo, la literatura francesa está organizada de manera de convencer a su público que, si no es la única, es en todo caso la primera.
La vida intelectual italiana -aunque los literatos de Italia sean en su estilo y en su tema menos internacionales, menos cosmopolitas que los literarios de París- se presenta mucho más abierta a las corrientes y a las tendencias europeas, la filosofía alemana, como es notorio, ha encontrado en Italia no sólo traductores y propagadores sino también -v.g. Benedetto Croce- verdaderos e interesantes continuadores. En Italia, se traduce mucho, esmerada y directamente del ruso, del noruego, etc. Las más exóticas y lejanas culturas tienen en Italia estudiosos y traductores. (Me ha sido dado a conocer en Roma a un erudito americanista que sabía quechua: el difunto Conde Perrone di San Martino, autor del libro sobre el Perú, magníficamente editado en italiano por Alfieri Lacroix).
En pro del estudio de las culturas italianas, abogan, además de las razones de orden intelectual, algunas razones de orden práctico. La primera de todas es, naturalmente, la razón de la afinidad de los idiomas español e italiano. El dominio del italiano, si no es tan fácil como lo imaginan superficialmente casi todos, es siempre mucho más fácil que el dominio de cualquier idioma latino. Y leer italiano -por el motivo que señalo en líneas anteriores- consiste al mismo tiempo que penetrar en una cultura original y sustanciosa como la italiana, en acercarse a otras literaturas, más pronta y concienzudamente vertidas al italiano que al español. El estudio del italiano, sobre todo cuando complementa al del francés, constituye por una parte un excelente ejercicio filológico. Otra razón no insignificante, a favor del italiano, me parece la de que el libro italiano es más barato que el libro español y que el mismo libro francés, mientras que el alemán y el inglés alcanzan precios prohibitivos para el lector no favorecido por el recurso del cambio.
Un mayor interesamiento por la cultura italiana no sería de otro lado un gesto exclusivamente nuestro. Las comunicaciones entre la inteligencia hispánica y la inteligencia italiana tienden a aumentar. Unamuno es apreciado en Italia casi tanto como Pirandello en España e Hispano-américa. La inteligencia española desde hace algún tiempo quiere sentirse y mostrarse más europea que antes. El título y el espíritu de la "Revista de Occidente" no son un capricho de Ortega y Gasset: son más bien el síntoma de un estado de los intelectuales de España. En la "Revista de Occidente" han aparecido comentarios inteligentes de Juan Chabás sobre autores y libros italianos. Y en las revistas de Hispano-América no faltan notas análogas. He leído recientemente en una revista, un penetrante estudio de Samuel Ramos sobre Benedetto Croce; y en otra revista, estudios sobre Soficci, sobre Carrá, sobre Pea, etc.
Un libro de Giuseppe Prezzolini, arribado a mi mano con un poco de retardo -desde que dejé Europa mi contacto con las ideas y los libros de Italia se ha debilitado enormemente- representa una amable guía para los estudiosos que se internen por los caminos actuales de la cultura italiana. "La cultura italiana" se titula, precisamente, este libro de Prezzolini. (Edición de "La Voce" de Florencia).
En la intelectualidad italiana tan dividida, tan escindida por la lucha política, Prezzolini es el escritor que con mayor éxito podía intentar una explicación de los diversos movimientos, escuelas y manifestaciones del pensamiento y de la literatura de su patria. Prezzolini procede de un grupo que encarnó y resumió un periodo de pensamiento y esa literatura. Fué el animador máximo de "La Voce", revista florentina que reunió en sus páginas las firmas de los escritores y artistas de diverso temperamento, pero movidos todos por parecido empeño de suscitar un renacimiento artístico y filosófico. En "La Voce" escribieron Croce y Papini, Gentile y Salvemini, Amendola y Murri. Pero como movimiento renovador, el de "La Voce" es un movimiento liquidado hace mucho tiempo. Cada escritor del grupo disperso ha buscado y seguido su propio camino. Papini, después de romper lanzas contra todos los dogmas, se ha convertido al catolicismo. Soffici, ex futurista marca espiritual e intelectualmente un "ritorno all'antico". Croce, ministro de Giolitti en 1921, ha aguardado la hora undécima del liberalismo para inscribirse en el desvaído partido liberal. El propio Prezzolini de ahora está muy distanciado del Prezzolini de "La Voce". El tiempo, la madurez, el desencanto, lo han domesticado. Lo han vuelto relativista, tolerante, ecuánime. Es, justamente, a causa de este cambio, que Prezzolini resulta particularmente apto para revisar y explicar, con cierta objetividad, a sus contemporáneos. En otro tiempo, su actitud habría sido demasiado combativa, demasiado apasionada para consentirle discurrir tan pacífica y ponderadamente por todos los sectores y todos los planos de la inteligencia italiana. Ahora su gesto y su posición son muy distintos. Prezzolini considera las ideas, los hombres y los hechos con un ánimo optimista e indulgente. Se siente en su libro un esfuerzo dulcemente escéptico por suponerse en el mejor de los mundos posibles. A rato saca las uñas con vivacidad; pero en seguida las guarda con una sonrisa fatigada que parece decir: a quoi bon?
Mas de este eclecticismo, un poco irónico, que no degenera en superficialidad, se beneficia que averigüe los senderos de la cultura italiana. Un crítico de parte, le daría del pensamiento de la Italia contemporánea una versión más profunda; pero menos detallada e informativa y, bibliográficamente, menos completa.
Prezzolini no llega a ser el cicerone agnóstico. Sus filias y sus fobias se han temperado, se han atenuado; pero no se han borrado del todo. (Lo que a mí no me parece mal desde el punto de vista de la personalidad del escritor, aunque me parezca inconveniente, en este caso, para el interés egoísta de los lectores a quienes su libros sirva de introducción en la cultura italiana). Algunos juicios denuncian sus viejas antipatías. He aquí uno que, refiriéndose a la nueva mentalidad, niega exageradamente que del positivismo haya sobrevivido algo: "¿Quién recuerda ahora a Lombroso, si no es con una sonrisa? ¿Quién tiene el coraje de leer a Ardigó? ¿Quién cita todavía la autoridad de Spencer? Quien lo hiciese hoy día en Italia parecería un espectro, un lázaro resucitado después de un sueño de muchos años, y todos lo mirarían con maravilla. Todo ese modo de considerar la vida, entre materialista y positivista, que entonces dominaba, (después de 1900), ha desaparecido casi sin rastros y sin resíduos". No es necesario ningún esfuerzo para demostrar que esta afirmación resulta demasiado absoluta e inexacta. Giuseppe Rensi, autor de estudios filosóficos, muy interesantes y valiosos, aunque Prezzolini no los cite, no sólo tiene "el coraje de leer a Ardigó", sino también el de dedicarle un capítulo en uno de sus últimos libros. Y a propósito, ¿por qué Prezzolini, que se detiene en su libro en más de una figura secundaria y terciaria de la intelectualidad italiana, no menciona siquiera al autor de los "Lineamenti di una Filosofía Scettica"? El mismo Prezzolini se ve obligado a rectificar su aserción, páginas más adelante, cuando ocupándose del derecho penal constata la victoria de la escuela positiva. "Hemos asistido -escribe- a la decadencia de esta escuela que sin embargo había vencido a la clásica; los nombres de sus maestros no se encuentran ahora desacreditados; ninguna influencia ejercita sobre el espíritu de su país y no es ya corriente la jerga positivista, puesta por ella en boga. Pero aquí se revela todo el buen sentido italiano: mientras esa escuela teóricamente andaba perdiendo terreno y formaba un artículo de exportación para las repúblicas de Sud-América, a donde frecuentemente van los cantantes cansados y los académicos entontecidos, lo que había sostenido en materia de reformas prácticas, por ser plausible y útil, era aceptado y asimilado aún por sus negadores teóricos como Gentile; y he aquí que la reforma del código penal y la reforma carcelaria son confiadas en 1919 por el Ministro Mortara a una comisión sobre la base de los criterios de la escuela positivista que obtiene así su máximo triunfo. No se puede decir, por ende, que el positivismo haya tramontado sin haber dejado huella. Lo que el positivismo tenía de sólido y durable, ha sobrevivido. Prezzolini sostiene que "la reacción idealista ha destrozado todo, sin encontrar resistencia". Es demasiado evidente que la filosofía de Croce y Gentile ha ganado la batalla. Pero conviene entenderse respecto al idealismo crociano y gentiliano. El pensamiento de Croce y el de Gentile, después de haber hecho juntos una larga jornada, ha empezado a diferenciarse. Su trayectoria desde hace algún tiempo no es la misma. El disenso se ha manifestado en toda su significación en el último diálogo político Croce-Gentile. Gentile se siente y se confiesa fascista; Croce se siente y se confiesa liberal. Y en verdad el pensamiento de Croce ha sido siempre menos independiente de lo que se supone, de la metalidad, "entre positivistas y materialistas" de la Italia de 1900. Puede decirse que ningún pensador italiano ha dependido tanto de su época como Croce y que esta dependencia no ha sido nunca más evidente que cuando Croce ha reaccionado y contrastado sus consecuencias y sus hombres.El idealismo de Croce ha sido en el fondo, solidario con el realismo de Giolitti; aunque en apariencia la teoría del filósofo de Nápoles haya contradicho o se haya opuesto a la praxis del estadista piamontés. Prezzolini es uno de los que se da cuenta del parentesco histórico entre Giolitti y Croce, aunque no lo conciba tan íntimo y tan próximo. "Se ha hecho un paralelo -escribe- entre Croce y D'Annunzio pero creo que más razonable sería hacerlo entre Giolitti, con el cual Croce tiene más de un punto de contacto y con el cual ha trabajado de acuerdo durante un año de ministerio encontrando en él un fuerte apoyo contra la impopularidad de que gozaba en la opinión pública y en la Cámara de Diputados".
Otro juicio deficiente del libro de Prezzolini me parece su juicio sobre Pirandello. Prezzolini confina la figura y la obra de Pirandello dentro del teatro. No las alude siquiera en los otros largos capítulos en que revista los fenómenos y corrientes de la literatura italiana. El simple hecho de haber escrito más novela y cuento que teatro daba derecho, en tanto, a Pirandello, para no ser visto cómo como un comediógrafo. (La edición completa de los cuentos de los cuentos de Pirandello, emprendida por la casa Editorial Bemporad de Florencia, da veinticuatro volúmenes de una serie de Pirandello titula "Novelle per un anno"). No se puede decir por otra parte, que la obra de Pirandello no haya tenido influencia en las letras italianas. Pirandello ha hecho escuela. Esto no era tal vez tan evidente como ahora, cuando Prezzolini escribió su libro; pero de toda suerte, Pirandello tenía ya derecho a un estudio más atento. En la literatura italiana contemporánea, la individualidad más interesante, actualmente, es la del extraordinario escritor siciliano. Prezzolini le antepone, sin duda, Papini. El libro de Prezzolini está lleno de esta predilección: "Papini -afirma- es el verdadero de genio de la literatura italiana con todos sus claroscuros". Sin regatear ni disminuir ninguno de los méritos de Papini, debo declarar mi convicción de que el caso Pirandello representa en este periodo de la literatura italiana algo más que el caso Papini. En Pirandello se condensa un estado de ánimo no sólo italiano sino occidental. Pirandello, mucho más que Papini, marca una tendencia; señala una época. Pirandello, en fin, es un fenómeno de hoy, mientras quizá Papini empieza a ser un fenómeno de ayer.
Pero ni estas ni otras rectificaciones quitan nada al interés del libro de Prezzolini. Más objetivo no podía ser ningún otro escritor de su talento y de su época. Revistando la cultura política, por ejemplo, Prezzolini no olvida ninguno de sus sectores. Su libro enfoca, sucesivamente el socialismo, la democracia, el republicanismo mazziniano, el sindicalismo, el social-catolicismo. Se detiene con atención, en el sector comunista, aunque, de acuerdo con la intención de toda su obra, tratando de descubrir ahí, antes que nada, los ecos del idealismo crociano y gentiliano. "Los comunistas del "Ordine Nuovo" -anota- son asaz inclinados al idealismo, citan en sus escritos a Gentile y a Croce, tratan de dar a los obreros una cultura más escogida, inclusive de arte. Su revista está llena de escritos literarios y revolucionarios, mejores que aquellos que estábamos habituados a hallar en los periódicos y revistas socialistas".
La opinión más aguda del libro me parece ésta: "La literatura italiana no es popular porque no es del pueblo. Es, en el papado, una literatura de clases superiores: de literatos, de nobles, de cortesanos, de curas y de frailes. Hoy es una literatura de burgueses, pero conserva todavía a tendencia antigua". De la tendencia y de la clase no se exceptúa, por supuesto, ni el propio Prezzolini. El inteligente supérstite de "La Voce" lo sabe demasiado bien.

José Carlos Mariátegui La Chira

Sin novedad en el frente, por Erich María Remarque

La novela de guerra es la fruta de estación de la literatura alemana. No es solo el libro de Erich María Remarque, con sus varias centenas de miles de ejemplares, el que ha llevado a la literatura de Alemania el tema del frente; ni es sólo el libro de Ernest Glaesser el que ha enfocado últimamente, en esa literatura, el cuadro del retrofrente, el drama de los que sufrieron la guerra en la ciudad y el campo, lejos de las trincheras. La novela de guerra se presenta en Alemania en completo y variado equipo. A cierta distancia de la obra de Zweig ha aparecido “Sin Novedad en el Frente” de Erich María Remarque, “Los que teníamos Doce Años” (“Jahrgang 1902”) de Ernst Glaesser, “Guerra” de Ludwing Renn y “Ghinster” de autor anónimo. Zweig explicaba en una interview del “berliner Tageblatt”, el retraso con que llegaba su propio libro, con estas palabras: “Los alemanes tienen necesidad de más distancia y objetividad”. Otro autor prefiere reconocer en la actual boga de los libros de guerra en Alemania, una consecuencia de la estabilización capitalista, mientras un tercero la entiende como el anuncio de una nueva marea romántica y revolucionaria. Lo cierto es que ni Zweig ni Remarque han inaugurado en alemán esta literatura. Hace dos años, en 1917, como lo ha recordado Henri Barbusse, se publicaba el hondo relato del austriaco Andreas Latzko “Los hombres en guerra”. Barbusse reivindica justicieramente el valor de este libro, salido a la luz en plena tormenta, cuando la crítica tenía que descartarlo de su comentario. I como novela de la guerra en lo que en algunos países se ha llamado “el frente interno”, a esta reivindicación hay que agregar la de “El hombre es bueno” de Leonhardt Frank, otro austriaco. Pero Latzko y Frank, con sus patéticos y magníficos testimonios, desafiaron demasiado pronto los sentimientos de un público, educado en el respeto de los comunicados del cuartel general. A Alemania vencida le era menos fácil que a Francia victoriosa aceptar una versión verídica de la guerra en las trincheras. Ahora, las cosas han cambiado. Un libro de guerra bajo el signo de Locarno, en tiempos en que es lícito dar rienda suelta al pacifismo literario, siempre que no extrañe una condenación explícita del orden capitalista, se convierte en un buen filón editorial. La protesta de los “cascos de acero” contra una descripción demasiado realista y osada, no puede sino favorecer el tiraje excitando la curiosidad del público, como ha ocurrido en el caso de “Sin novedad en el frente”. Además, en diez o doce años, las imágenes de la guerra se han sedimentado y clasificado en el espíritu de los novelistas alemanes, que se ha impuesto el trabajo de revivir, estilizadas, las escenas del frente. Como los cineastas, estos novelistas están en aptitud de recordar todo lo que, en su acervo de impresiones, en vago o redundante. En esta simplificación cinematográfica de los materiales de su relato reside, quizá, una buena parte del secreto de “Sin novedad en el frente”. Erich María Remarque nos ahorra en su libro las repeticiones. Sus impresiones del frente se encuentran ordenadas, clasificadas, con riguroso sentido de su valor en el relato, -iba a decir en el film,-. Su visión comprende una escena certeramente escogida, de cada aspecto, de cada género de emociones bélicas. A tal punto lo patético y singular de la escena tiene valor en sí mismo, en este libro, que no falta quien desconfío de la unidad y de la individualidad estrictas de la experiencia de que “Sin novedad en el frente” extrae sus elementos. Un combatiente, que está escribiendo también sus memorias del frente, nota en el relato de Remarque algunas incoherencias. Me afirma que un hombre que da algunos pasos convulsos después que le han rebanado la cabeza es una pura fantasía literaria. El hombre a quien se corta la cabeza cae instantáneamente. El golpe violento y rápido, lo derriba.
Pero, aún admitiendo la intervención del artificio literario, no se pasa por las páginas del libro de Remarque, sin el estremecimiento que sentimos solo al tocar un grado conspicuo de verdad y de belleza. La descripción sobria, precisa, directa, de algunas escenas está tan admirablemente lograda, como es dable únicamente a un verdadero artista. La escena del comentario, la de los caballos ametrallados, entre otras, tienen la fuerza de las grandes expresiones trágicas. Remarque ha sido las notas más patéticas de la agonía del combatiente. Desde la existencia reducida a sus más simples términos de animalidad trófica, hasta la nostalgia del campesino a quien la contemplación de unas flores de cerezo incita locamente a la fuga, a la deserción, esto es a la muerte, todo está escrupulosa y potentemente observado en “Sin novedad en el frente”. Y hay en este libro pasajes transidos de piedad, de compasión, que nos comunican con lo más acendrado y humano de la emoción del combatiente. Por ejemplo, el ya citado en que los soldados asisten desesperados al sufrimiento y a la agonía de los caballos, bajo el fuego de las granadas, y en que uno dice: “Es la más horrenda infamia que los animales tengan que venir a la guerra”. Y más adelante, aquel cuadro triste de los prisioneros rusos, grandes y mansos campesinos, miserables, piojosos, famélicos, barbudos, diezmados por el hambre y la enfermedad, “¿Quién no ve ante esos pobres prisioneros, silenciosos, de cara infantil, de barbas apostólicas, que un sub-oficial para un quinto y un profesor para un alumno son peores enemigos que los rusos para nosotros? Y, sin embargo, si de nuevo estuviesen libres, dispararíamos contra ellos y ellos contra nosotros”. Y la escena del remordimiento por la muerte del soldado enemigo a quien por instinto de conservación se ha apuñalado en el fondo de un agujero en el que los dos buscaban refugio. “Ahora comprendo que eres un hombre como yo. Pensé entonces en tus granadas de mano, en tu bayoneta, en tu fusil... Ahora veo a tu mujer, veo tu casa, veo lo que tenemos de común. Perdóname camarada, Siempre vemos esto demasiado tarde. Porque no nos repiten siempre que vosotros seis unos desdichados como nosotros, que vuestras madres viven en la misma angustia que las nuestras; que tenemos el mismo miedo a morir, la misma suerte, el mismo dolor...”.
En la breve presentación de este libro, Erich María Remarque dice que “no pretende ser ni una acusación ni una confesión, solo intenta informar sobre una generación destruida por la guerra, totalmente destruida, aunque se salvase de las granadas”. El espíritu de una generación aniquilada, deshecha, habla por boca de Remarque, quien ya en el frente sentía terminados a los hombres de 18 a 20 años, lanzados con él a las trincheras. “Abandonados como niños, expertos como viejos; brutos, melancólicos, superficiales... Creo que estamos perdidos”. No faltan en el libro frases de acusación, más aún de condenación. He aquí algunas del angustiado monólogo del combatiente en el hospital, donde, como él dice, “Se ve al desnudo la guerra”, más horrible acaso que en el frente: “Tengo veinte años, pero solo conozco de la vida la desesperación, la muerte, el miedo, un enlace de la más estúpida superficialidad con un abismo de dolores. Veo que azuzan pueblos contra pueblos; ve que estos se matan en silencio, ignorantes, neciamente, sumisos, inocentes... veo que las mentes más ilustres del orbe inventan armas y fases para que esto se refine y dure más. Y conmigo ve esto todos los hombres de mi edad, aquí y allá, en todo el mundo; conmigo vive esto mismo toda mi generación”.
Pero estas mismas palabras indican que si Remarque se exime de un juicio sobre la guerra misma, de una condena del orden que la engendra, no es por atenerse a una rigurosa objetividad artística. En más de un momento, al relato se mezclan en este libro la disgresión, el comentario. Remarque apunta: “Los fabricantes de Alemania se han hecho ricos, pero a nosotros nos quebranta los intestinos la disentería”. Mas se detiene aquí. Y por esto, con el pretexto fariseo de un tributo a su objetividad, le sonríe reconocida la misma crítica que en Francia y en todas partes no perdona a Barbusse el llamamiento revolucionario de “El Fuego”.
El testimonio de Erich María Remarque es el de una generación vencida, resignada, indiferente, sin fe, sin esperanza. El de Barbusse, escrito cuando llameaba aún la guerra en las trincheras, cuando la censura y los tribunales militares perseguían toda expresión distinta de los comunicados generales, que inventaron la lacónica mentira de “Sin novedad en el frente” es el testimonio de una generación que se du desesperada experiencia, de su terrible agonía; extrajo su razón y su voluntad de combatir por la construcción de un orden nuevo.

José Carlos Mariátegui La Chira

Carta de Federico de Mendizabal, 1929

Sr. Imprenta y Editorial "Minerva"
Calle Sagástegui 669
Lima

Muy señor mío:

Desearía que en su establecimiento se vendieran mis obras. si no halla inconveniente le agradeceré me diga condiciones y el nº de ejemplares que debo mandarle.

Federico de Mendizábal

HC. Arco II, 2º Jaen

Mendizábal de, Federico

Carta a Romain Rolland, 20/7/1928

Lima, 20 de julio de 1928
Mr. Romain Rolland
Villeneuve.
Très admiré ami et maître:
Nous croyons que Amauta ne vous ai pas inconnue. Nous vous l’avons envoyée depuis sa parution et bien que vous recevez beaucoup de journaux, livres et revues que sans doute vous n’avez pas le temps de fauilleter, peut-être le message de la jeune Amerique Latine n’echappe pas à votre genereuse attention. Nous savons votre grand intérêd humain pour tout ce que appartient a un monde nouveaux.
Dans les pages de Amauta vous trouverez le temoignage de le respect que nous avons a votre pensée et a votre oeuvre. Nous voulons vous remercier specielment votre noble et honnête defense de la revolution russe qui reste por tous les revolutionnaires du monde nouveaux le plus grand experiment contemporaine. Toute notre espoir s’attache a cette revolution.
Si vous voulez adresser votre parole a l’Amerique Latine, nous serons très hereux si vous faite Amauta porteuse de votre message. Notre Amerique vous aime et vous admire beaucoup plus que vous y pensez. Toute une generation a eté eveillé en partie par votre Jean Cristophe et par votre proteste contre la guerre.
Veuillez bien agreer notre salutations et nous compter parmi vos amis les plus devoués.
Le porteur de cette lettre, Mr. Jean Otten, est un jeune etudiant suisse qui a vecu entre nous deux annés et demi. Il a accepté avec entousiasme l’idee de vous visiter a nomme de Amauta.roteste contre la guerre.
Veuillez bien agreer notre salutations et nous compter parmi vos amis les plus devoués.
Le porteur de cette lettre, Mr. Jean Otten, est un jeune etudiant suisse qui a vecu entre nous deux annés et demi. Il a accepté avec entousiasme l’idee de vous visiter a nomme de Amauta.

José Carlos Mariátegui La Chira

Carta a Bertha Molina (Ruth), 6/3/1920

Transcripción completa (se ha respetado la grafía del original):
Roma, 6 de marzo 1920
Tu carta me ha llegado con mucho retardo. Antes de ser depositada en la estafeta ha tenido que sufrir una larga tramitación burocrática. Sólo después de haber recorrido todas las oficinas postales ha arribado a una donde un sello me ha calificado así: “Sconosciuto dal portalettere”.
Yo la esperaba. Sabía que tú me escribirías. Que no podías dejar de escribirme. Y, al recoger mi correspondencia, unas veces del consulado, otras veces del apartado de la legación, otras veces de la estafeta, buscaba siempre tu grato sobre de anónimo femenino. Perdóname el calificativo. Pero desde que recibí tu primera carta, guardo de tus sobres la impresión de unos sobres de anónimo. De anónimo amable y bien hecho; pero anónimo siempre. ¿Me lo perdonas?
Me dices: "Tu letra está cansada. No es la misma de años atrás". Es muy cierto. No solo la letra está cansada en mí. También están cansadas la juventud, el alma, la voz, la sonrisa, la mirada, la frase, todo, todo. La adolescente y lírica fé de mis años pasados, - de cuando yo era Juan Croniqueur, de cuando yo era un “niño talentoso y malcriado" como, más o menos, me dijo una vez Clemente Palma en su “Crónica”—, me ha abandonado.
Tú sabes que no todos han sido conmigo, igual que tú, generosos y comprensivos. Me han agredido tanto que he tenido que vivir siempre en son de combate. Se ha aprovechado los menores pretextos para soliviantar contra mí la ciudad. He salido de una asechanza para caer en otra. Escándalo tras escándalo. Escándalo de Norka Rouskaya, escándalo de los militares, etc., etc. Cierto que yo no he sido prudente jamás. Pero es que no he podido, no puedo, ni podré serlo. Un hombre todo sinceridad no puede ser prudente. No puede ocultar su abominación de la estupidez, ni su pasión por la belleza, la verdad y el talento.
La agresividad que yo he despertado generalmente me envanece a ratos. (Contigo no debo ser falsamente modesto). Ves que si no valiese algo, si fuese un mediocre como los demás, no sería posible que suscitase sórdidas hostilidades. Mas que yo las ha suscitado contemporáneamente Abraham Valdelomar, mi amado amigo, el más brillante talento literario del Perú de hoy y del Perú de ayer. En el Perú es necesario ser absolutamente mediocre para no ser detestado. El talento causa miedo y, por ende, reacción.
Pero no vale la pena hablar de estas cosas cuando se está tan lejos de Lima y, sobre todo, cuando, en los momentos sentimentales, se le extraña amorosamente. Porque mi querida Ruth, yo soy lo bastante romántico, a pesar de mis excepticismos, para extrañar amorosamente mi ciudad. No te miento. En el fondo soy un alma sencilla fiel a sus afectos y menesterosa de ternura.
¿Qué quieres que te cuente de mi vida actual? ¿Que leo y estudio? Esto carece de importancia. ¿Que Roma es hospitalaria y buena conmigo? Esto carece de importancia también.
Hasta ahora mi sensación más plácida es esta: la sensación de la libertad. En New York, en París, en Roma, se siente uno libre, totalmente libre, ilimitadamente libre. No hay quien espíe, no hay quien vigile, no hay quien controle, no hay quien envidie, no hay quien aceche. Y el desconocido es más libre que todos. La ciudad lo acoge sin prevención, sin prejuicio, sin reticencia. ¡Es muy interesante, Ruth, ser un desconocido!
Leo en tu carta: “Ya nada te falta”. Y yo, en el mismo instante, siento que me falta todo. Si Ruth, no me falta nada y me falta todo. He hecho una vida febril, intensa, vertiginosa, he recorrido la escala de todas las emociones, he conocido lo desconocido; y, sin embargo, me falta todo.
Tu lealtad, tu dulzura, tu solicitud conmigo me hacen mucho bien. Te los agradezco con todo el corazón. Nuestra amistad rara, secreta y desinteresada es, como tú dices, una amistad única. Es y será una amistad única en nuestras vidas y en el mundo.
Otra carta mía te llevará algunas impresiones. Te hará conocer también algunos versos míos. A condición de que los conozcas tú sola. Me traicionarías si los hicieras conocer a otras personas. ¿No es verdad?
Ahora debo recibir a mi profesor de italiano. Son las 3 y 25 p.m. Dentro de cinco minutos llegará. Tal vez antes de cinco minutos. Hoy su visita, su lección y su italiano serán inoportunos para mí. Serán detestables, serán fastidiosos, serán mortales. La tarde es de primavera. Mi estancia está llena de sol. Llega hasta ella, no sé de dónde, una música de piano, una música apasionada y sentimental como el alma de este pueblo. Yo quisiera escribirte esta tarde, largamente, interminablemente, como si en este rincón de Roma, tú y yo conversáramos solos y silenciosos. Otra vez será. Pero otra vez no habrá esta tarde de primavera, ni habrá esta sol, ni habrá esta música. ¡Ni habrá la inminencia del profesor de italiano!
Tuyo.
José Carlos
P.D. Mi dirección es: Legación del Perú. La demora de tu carta se debe a su falta de dirección. Para que una “lettera” sea depositada en la estafeta debe estar dirigida así: "Fermo posta", o “Poste restante”. Lo que equivale a nuestro español “Lista de Correos”. Pero el español, la sonora lengua de Cervantes y Gastón Roger, es completamente ignorado en los correos de Italia. Escríbeme bastante. No es una exigencia, es un ruego. Cuéntame algo interesante de la vida limeña. ¿Debo dirigirme siempre a Ruth? ¿0 debo dirigirme a Bertha? ¡Oh! He aquí al profesor. Lo precede el “cameriere” con su ritual anuncio en francés: “Monsieur, le professeur est ici”. El “camariere” no me cree capaz de entenderle dos palabras en italiano.
Adiós.
José Carlos

José Carlos Mariátegui La Chira

Carta de Armando Bazán, 12/12/1929

París, 12 de diciembre de 1929
Muy querido José Carlos:
La carta que recibe Vallejo me da el convencimiento que Ud. no ha recibido ninguna de mis cartas. Le he escrito por intermedio de J.M. y de J.C. en más de seis ocasiones. Le he preguntado repetidas veces por el No. del cheque que hicieron a la N.R.F. Esos señores me ofrecieron hacer el envío tan luego me presenté a ellos con los papeles. Fue después, cuando un día fui de nuevo por casualidad, que me informaron que el envío no había sido hecho porque no tenían el comprobante del cheque. Inmediatamente le escribí, le volví a escribir; le encargué a K... y nada. Como nuestro amigo es de lo más olvidadizo, estoy seguro que ni siquiera le habló de ello una sola palabra. Si esta carta tiene pues la suerte de llegar a su poder deme Ud. este dato a la brevedad posible.— Le decía también en mis anteriores que El Mundo no me había escrito y ahora le digo de nuevo que no me ha escrito una sola palabra, ni siquiera dándome las gracias por la colaboración ya Ud. comprenderá que menos pueden hacerlo haciéndome el envío de remuneración. He hecho todo lo humanamente posible por sostenerme aquí en París escribiendo crónicas para periódicos de la América del Sur y en todas partes no he obtenido sino el resultado del Mundo. Vallejo obtuvo la promesa de que me pagarían en Mundial— El mismo resultado: han publicado varios artículos y cuando la persona encargada se presentó a cobrar no le quisieron ni oír. Aquí en París he trabajado en todo lo que puede trabajar un hombre y es así como hasta hoy he vivido. Pero como las cosas se van poniendo difíciles creo que no me queda otro remedio que salir de Francia, no importa a dónde ni cómo.— Si Ricardo o algunos de nuestros amigos puede, encárguele Ud. de reclamar 4 ó 5 artículos míos que Mundial no debe haber publicado. Algunos de ellos pueden serle interesantes.
La situación de casi todos nuestros amigos es ahora indecisa en París. E.... debe embarcarse próximamente. Vallejo también tiene el proyecto de ir al Perú. Yo voy a ensayar un viaje a España mientras me sea posible seguir a nuestros compañeros si así se juzgara necesario.
Este viaje en todo caso lo haré dentro de dos o tres meses; de tal manera que espero aquí su contestación.
No hemos visto sino el N° 25 de Amauta.— Le envié junto con varios poemas y crónicas de libros, míos, un artículo de Marta Vergara, escrito exclusivamente para nuestra revista. No sé tampoco nada de ello. Esta dificultad de comunicarnos es el más grande daño que nos pueden hacer a todos.
Bustamante, que se encuentra de paro aquí en París, no ha cambiado ni una línea en su manera de ser. Siempre anda como la lagartija metiéndose por agujeros invisibles con tal de escaparse de nuestras manos. Así es en todas partes.
La Librería Cuesta recibe y ha recibido siempre puntualmente la revista. Hace también todo lo posible por propagarla. Es entre todas las revistas que recibe, de América y de España, la más buscada.
No sé nada de su casa. Julia no ha contestado ninguna de mis cartas. No sé si ella también está comprendida en la censura— ¿Y los chiquillos? y Anita?
Le envío adjunta una carta para el Director de El Mundo. Haga Ud. de ella el uso que crea conveniente. Si le llegaran hacer algún pago y si la suma tuviera alguna importancia hágame Ud. un giro por cable. En ese caso con toda certeza me iré a España, siempre como le digo anteriormente, dentro de dos o tres meses.
He trabajado intensamente. Trato y he tratado de hacer siempre por poner luz en esa ignorancia compacta con la que se viene de América y a la que Ud. mi querido J. C. comenzó a dar los primeros golpes maestros. Tengo un libro de cuentos, que aunque no los juzgo de fibra noblemente revolucionaria tienen el valor de haberme servido de gimnasia. Si Vallejo va a Lima le encargaré muchísimas cosas para Ud. Él le será de un alivio enorme. Él es de los más fuertes y de los más nobles; de los que con mayor amor se han inclinado y reconocido el valor de la nueva obra en América.
Escríbase Ud. siempre con mi dirección a 11 Av. de L’Opera —Grds. Journaux— —Yo recibo regularmente mi correspondencia— Le encargo mis más cariñosos recuerdos para Anita y los niños. Reciba el abrazo fraterno de
Armando

Bazán, Armando

Carta de Augustin Habaru, 16/11/1929

Paris, 16 de noviembre de 1929
Señor José Carlos Mariátegui
Lima (Pérou)
Mon Cher Camarade,
Je communique votre lettre du 10 Octobre à notre administration. Je vous remercie pour votre article sur Le Ciment que nous publierons prochainement.
Si vous en avez la possibilité, je serais heureux de votre participation à notre débat contradictoire sur La Crise du Socialisme, dont vous trouverez sous ce pli le premier article de De Man, Vandervelde, Karl Renner, Henriette Roland-Holst, des communistes, des socialistes nous ont envoyé des études importantes et ej serais heureux si votre article nous parvenait en temps utile. Pour le cas où ce ne serait pas possible, je ferais traduire un chapitre de votre Défense du Marxisme paru dans Amauta.
Saludations bien fraternelles
A. Habaru

Habaru, Augustin

Carta de Tristán Rémy, 11/10/1929

Paris, 11 de octubre de 1929
Mr. José Carlos Mariátegui
Sociedad Editora Amauta
Casilla de Correo 2107
Lima
Mon cher Camarade,
Nous préparons une anthologie mondiale des poètes révolutionnaires. Nous tenons à ce que les poètes révolutionnaires du Pérou, comme ceux de l’Amérique latine y soient répresentés. Voudriezvous, en conséquence, nous mettre en relation aves les poètes révolutionnaires que vous connaissez? Si nous pouvions réunir dans un temps assez court le matériel nécessaire à cette partie de notre publication, nous pourrions envisager de faire connaître ces poètes dans une anthologie destinée spécialement à la littérature révolutionnaire péruvienne, dans notre collection les 12.
Espérant que nous pouvons compter sur vous d’une façon certaine, recevez, mon cher camarade, mes salutations bien fraternelles.
Tristan Rémy

Rémy, Tristán

Carta de César Miró, 27/9/1929

París, 27 de setiembre de 1929
Querido José Carlos:
He esperado desde hace tiempo noticias suyas y no sé a qué atribuir este largo olvido en que me tienen todos en Lima. No recibo desde hace largos meses ni una sola carta que me diga algo de Ud., de Amauta, de nuestra Amauta. No sé tampoco si llegaría en su poder mi libro, que le envié tan luego pude disponer de un ejemplar. En carne propia he sentido por primera vez esa cruel tiranía de los editores.
El Inca, ofreciéndome las condiciones más ventajosas, sólo me ha dado derecho al 10% de la edición.
Supongo que habrá tenido Ud. noticia del raid Montevideo-México realizado por Blanca Luz, así como de nuestra separación que, aunque data de una fecha menos lejana, no habíamos querido anunciar a nadie aún. Hace en estos días precisamente un año que resolvimos, con toda la serenidad que el caso requería, orientar nuestras vidas en diferentes direcciones, ya que no nuestras ideas.
Hoy, en París, creo que ha sido una verdadera y acertadísima solución en favor de nuestra inquieta bohemia de 20 años. Así hemos de vivir con más hondura, tal vez.
He visto a Bazán y a Heysen. Ravines no está en París y Jorge Seoane volverá de Avignon en estos días. He llegado solo y se me ha recibido con soledad. Bazán vive en Chaville, a dos horas de París, y por esta causa no es fácil verlo con frecuencia.
Consuelo Lemetayer y Laura Rodig me encargan un saludo muy cariñoso para U. Le adjunto un artículo sobre esta última y algunas reproducciones de sus obras. Me pide Consuelo que le diga que ha recibido su carta, así como la que va dirigida a Ravines. Le contestará en estos días. Me dice también que ha conseguido algunas suscripciones para Chile que le enviará. A propósito, si Ud. me autoriza, puedo gestionarle yo también la difusión de Amauta entre el elemento latino-americano. Me encantaría poder ayudarlo y contribuir, aunque sólo sea en una forma pequeña, en la labor de colocar Amauta en el lugar que le corresponde.
Entrevisté a Barbusse hace algunos días en la redacción de Monde. Me habló entusiásticamente de Ud. y de Amauta. La próxima semana partirá nuevamente hacia Moscú. No le envío el artículo porque se publicará en El Comercio (tal vez), aunque me temo que esta gente me corte las alas uno de estos días.—Escríbame al Consulado. No me olvide. Me produciría un dolor enorme pensar que su relación conmigo no sea sino un reflejo del afecto que tiene por Blanca Luz. Tenga fe en mí que ya estoy hecho. Ahora tengo un poco más de 20 años y un mucho más de vida. Y créame, sinceramente, que he pensado más de una vez en volver a Lima para trabajar al lado de Ud. Dé mis recuerdos a Anita. Bese a sus chicos.
Lo abraza su compañero
César Alfredo

Miró, César (César Alfredo Miró Quesada)

Carta de Julio C. Guerrero, 8/7/1929

Berlín, 8 de julio de 1929
Señor
D. José Carlos Mariátegui
Lima.
Mi muy distinguido amigo:
Muchas gracias por su libro. Y enhorabuena además. Sus siete ensayos de interpretación de nuestra realidad son el primer intento de sistematización que, a mi ver, se ha hecho para estudiar nuestro gran problema, el problema del indio. Quizá haya algunos puntos de su ideología que yo no puedo suscribir aun reconociendo su fuerza dialéctica.
Leyendo su libro me parece hojear las páginas de un ideario nacional entusiastamente sentido, profundamente meditado y admirablemente expuesto.
Los lectores asiduos de Amauta, esa gran revista que está abriendo en nuestro país surcos inéditos, necesitábamos este libro, como síntesis de lo disperso en sus páginas, como exponente y como iluminación.
Otra vez mi agradecimiento y mi enhora buena.
Su amigo afmo.
J. C. Guerrero

Guerrero, Julio

Carta de César Falcón, 27/4/1929

Madrid, 27 de abril de 1929
Mi querido amigo:
Adjunto tengo el gusto de enviarle el folleto expositivo de la Sociedad Anónima Historia Nueva, en la cual hemos convertido nuestra primitiva empresa. No necesito explicarle a Ud. los detalles de la organización y sus finalidades, porque todos ellos están puntualmente explicados y definidos en el folleto. Sólo le ruego prestarle un poco de atención e interesarse en el propósito.
Nosotros queremos repartir equitativamente la suscripción de acciones entre nuestros amigos de todos los países hispanoamericanos para hacer de este modo una empresa esencialmente hispánica, no sólo en sus tendencias ideológicas y en su labor literaria, sino también en su constitución económica. Con esta misma tendencia hemos solicitado el concurso para formar el Consejo Administrativo, junto a personalidades españolas tan eminentes y tan vinculadas a nosotros espiritualmente como Gregorio Marañón y Luis Jiménez de Asúa, a figuras hispanoamericanas tan sobresalientes y representativas como Manuel Ugarte y Enrique González Martínez, ministro de Méjico en España.
Con este fin, me permito invitarle a Ud. a suscribir acciones y colaborar así con nosotros en nuestro empeño. Le ruego contestarme cuanto antes, pues la suscripción está ya muy avanzada y sólo tenemos disponibles las acciones que hemos reservado para el Perú.
César Falcón

Falcón, César

Tarjeta Postal de Armando Bazán,8/9/1928

París, 8 de setiembre de 1928
Señor
J. Carlos Mariátegui
Lima-
Pérou
Ap. 2107
Querido José Carlos:
Estoy de nuevo en París después de haber pasado algunos días en compañía de Vallejo. Del sitio donde estuve le escribí una carta y creo que él hizo lo mismo.
Acabo de ver Amauta. En ella viene todo el Perú que amamos tanto. Entonces uno piensa en lo que la palabra ‘patria’ quiere decir. Recibo su espíritu, mi más grande y caro amigo. Me conforta, me alienta, y quiero vencer a todo costo. Gracias hermano irremplazable.
Recuerdos para todos. Sandrito y su hermano son unos ingratos. Les escribí muchas postales. No me las contestaron.
Carmen Saco está aún en París —Como siempre encantada de las avenidas---

Bazán, Armando

Tarjeta Postal de José Vasconcelos, 3/2/1927

París, 3 de febrero de 1927
Mr. José Carlos Mariátegui
"Revista -- Amauta"
Lima Perú
Amérique du Sud

Mi querido y admirado Mariátegui:
Muy bien por Amauta.-- Magnífico y muy gracioso "El Juicio Sumario".
Pronto le mando mi libro: Indología -- le mandaré también de cuando encuando algún artículo que pueda ser digno de Ud. Con un abrazo quedo su afmo.
J. Vasconcelos

Vasconcelos, José

Carta de Felix del Valle, 30/1/1927

Madrid, 30 de enero de 1927
Querido Mariátegui:
Jamás me he encontrado en una situación de miseria como la que estoy pasando. Rada y Gamio me ha suprimido la asignación, súbitamente, en pleno invierno europeo, haciéndome pasar los días con hambre y con frío. Este mes de Enero, el más terrible de Madrid, no lo olvidaré nunca. Vivo peor que el más abandonado de los hombres. En un cuarto en que no me es posible siquiera escribir porque las manos se me entumecen de frío; almorzando, cuando puedo, un solo plato. No tengo a quien pedirle nada; además, en Europa, Ud. lo sabe, no hay quien dé nada. La lucha por la vida es cada vez más horrible y está cada vez más cruelmente planteada.
El año anterior fui a París: Una enfermedad al estómago que, para colmo de mis infortunios, ha reaparecido ahora, debido a las malas y deficientes alimentaciones, exigió tal viaje. Los médicos de Madrid consideraban indispensable una operación; los amigos me aconsejaban que fuera a París, donde un especialista famoso. Y fui. Éste me curó, apurando, además, que era innecesaria la operación y que para evitarla definitivamente, precisaba que me sometiera, durante mucho tiempo, a un régimen estricto. Suponga Ud. lo que ha significado económicamente ese viaje. A Belmonte, que es aquí, mejor que un hermano para mí, le debo tal vez mi salvación. Ya no le puedo pedir más. Por otra parte siempre está viajando y es difícil verlo. Antes como tenía teléfono la casa en que yo vivía me llamaba a menudo, ahora no le he dado siquiera la dirección de mi cuarto porque me parecería demasiado deberle más de lo que le debo.
Con El Sol estoy mal, aunque es posible que en estos días transija y Ortega me arregíe uno o dos artículos al mes. Esto no resuelve nada tampoco. Pagan una miseria. En Prensa Gráfica tendré que colaborar, a pesar de que ello es mal visto. Pagan tres duros por artículo, cuando pagan, y tienen todas las plazas ocupadas. Gratis es fácil colaborar en todos los periódicos. Pero ello, como Ud. comprende, no es aliciente para mí que no pretendo regresar ‘triunfante’ a ninguna parte. Quiero únicamente vivir de mi trabajo.
La actitud de Alfredo Piedra me desconcierta. Eduardo Leguía, el ministro del Perú aquí, le ha hecho un cable. Yo, otro. A mi familia le ha dicho que no puede hacer nada por mí. No le creo. Si está mal con Rada está bien con el Presidente y la pensión que a mí me enviaban no grava un presupuesto. Sobre todo cuando aquí mismo hay dos propagandistas que no conocen a nadie ni saben nada percibiendo ochenta libras uno y cuarenta y cinco, otro.
Alfredo no ha contestado a ninguno de esos cables. A mí no me extraña ya nada, querido Mariátegui. Lo siento más que por mí, aunque no esté en edad de soportar miserias, por mis pobres hermanas huérfanas. Piedra al salir de El Comercio me dijo que se hacía responsable de mi porvenir. Bastante me ha servido, pero no lo suficiente, para dejarme en un estado de perfección. En el momento en que más lo necesito, cuando sano ya, libre de la tara que en mí dejó el vicio, cuando es el momento de estudiar y de aprovechar siquiera dos años más de Europa, me abandona. Véalo Ud., si puede, y expóngale mi situación. Ud. sabía hablarle; yo, ahora, no sé ni cómo le escribo.
Dígale que no me haga pasar por la humillación de pedirle algo a El Comercio. Si ve Ud. que nada se puede conseguir de él, le ruego, querido Mariátegui, que busque a Óscar Miró Quesada y le pida a mi nombre seis u ocho libras mensuales, seguras, firmes, por dos o tres artículos al mes para El Comercio. Creo que Óscar y don Aurelio me quieren. De aquél tengo recibidas numerosas pruebas de afecto y del hijo de don Aurelio, a quien tuve el gusto de pasear en Madrid, también.
A este recurso sólo acudirá Ud. en último extremo, cuando se cerciore de que Alfredo no quiere hacer nada por mí.
Mientras tanto le envío 6 crónicas escritas todas en un mismo día, aquí y allá, donde me lo ha permitido el frío y el hambre. Véndalas Ud. lo mejor que pueda. A Vegas dígale que le pague bien y que me insinúe qué es lo que quiere que le envíe, siempre por intermedio de Ud. Desde ahora, querido Mariátegui, le encargo a Ud. que me coloque mis crónicas. Hay mucha informalidad en Lima. El pobre Vallejo pasa en París miserias sin cuento y si no fuera por una beca que tiene aquí, en la Facultad de Jurisprudencia, y que le da 300 o 400 pesetas mensuales, se moriría de hambre: estaría como yo.
Por eso le ruego otra vez que venda enseguida las crónicas que le mando. Si saca Ud. por ellas más de diez libras avíseme por cable la remisión del dinero en esta forma: Valle Lipria, Madrid. Recoja.
No necesita Ud. firmar. Ya sabría de lo que se trataba. Elija Ud. el Banco Alemán siempre. 200 o 300 pesetas remitidas inmediatamente, a los dos o tres días de que estas crónicas estén en su poder, equivale a que no me echen del cuarto en que vivo y a que coma unos cuantos días. Entonces podré escribir, sobre todo para Amauta, que es una revista formidable. Aquí le consideran mucho. Guillermo de Torre me ha pedido su libro, La Escena Contemporánea, para escribir sobre él. Yo no le conozco personalmente, pero se lo he enviado con un amigo de ambos. La Libertad se ha ocupado de Amauta y, en general, tiene ambiente, en este pequeñísimo ambiente intelectual de Madrid, donde Sassone ‘triunfa’...!
Con Falcón nos escribimos a menudo. Sé que estuvo últimamente en París y Vallejo, en su último viaje, me dijo que iba a sacar allí una revista. Falcón trabaja mucho y se ha hecho. Es hoy un estupendo periodista. Me ha invitado a pasar un mes en su casa, en Londres... ¡Qué ironía!...
Al Perú no pienso regresar por ahora, aunque tampoco me quedaría otro invierno aquí. No tengo fuerzas físicas para ello. Me convendría estudiar, vivir alejado de lo que en Lima tanto daño me hizo, dos o tres años más. Que lo consiga depende del interés que Ud. se tome por mí. Si Ud. me asegura, a cambio de artículos, diez o quince libras mensuales permanacería aquí un par de años, escribiendo para ésa cuanto fuera necesario. Hágalo Ud., Mariátegui, hablando con quienes Ud. crea que son nuestros amigos en los periódicos o fuera de ellos.
A mis hermanas no podré ya darles nada. Les escribo diciéndoles que vayan a vivir con el hermano Amado, que también vive en la miseria. Qué caos, querido Mariátegui.
En fin, no quiero cansarle más. Sé que a Ud., tan ocupado, le impongo una tarea que le robará tiempo. Ya veré la forma de pagarle. Ud. siempre me ha sabido perdonar y yo siempre le he sabido querer.
Perdóneme Ud., una vez más, y reciba un fuerte abrazo de su amigo y compañero que tanto le extraña.
Félix del Valle
P.D. No creo que ninguno de estos artículos sirvan para Amauta. Le enviaré más adelante un artículo mensual para su gran revista.
Ahora venda Ud. los 6. Colóquelos y por cable gíremelos. Espero tener lo que sea a fines de Febrero. Es lo único con que cuento. Después me escribirá sobre lo que debo hacer para sumar, fijamente, las diez o quince libras mensuales que pretendo. Si puede Ud. conseguir algún adelanto sobre futuras crónicas englóbelo al giro.—V.
Habría querido dialogar con Ud., pero estoy sólo para monólogos vulgares. Una crónica puede Ud. venderla a Varela, la mona Clovis, para la Universidad.

Valle, Félix del

Carta de César Falcón, 10/12/1926

26, Bellevue Road,
West Ealing,
London, W.13.
10 de diciembre de 1926
Querido José Carlos:
Al fin he rescatado los originales de la novela y te los mando hoy mismo. Como verás, se trata de una cosa un poco antigua, aunque, en cierto modo, un poco nueva también. Quería hacerle un prólogo polémico. Pero me ha cogido en un momento en el cual estoy verdaderamente abrumado y me veo obligado por fuerza a dejarla sin él. Publícala como está. Hazme el favor de corregir atentamente las pruebas, porque seguramente las cuartillas están llenas de errores y faltas.
Dime cuántos ejemplares puedes mandar para la venta en España. Dímelo enseguida para, si tú no tienes agente, gestionar yo la agencia de alguien. y no me lo digas sólo por este libro, sino por todos los de tu editorial. Yo puedo ponerte en contacto con un amigo mío para el caso.
Sigo sin recibir carta tuya y, naturalmente, la reclamo.
Continúan los preparativos de Historia Nueva, no tan rápidamente como quisiera porque me lo impide la lentitud hispanoamericana.
Pronto te escribiré con más extensión.
¿Cuándo, más o menos, estará impresa la novela?
Recuerdos cariñosos de mi mujer y para la tuya y tus niños.
Te abraza fraternalmente
César

Falcón, César

Carta de Félix del Valle, 6/12/1926

Madrid, 6 de diciembre de 1926
Querido Mariátegui:
Antes que estas líneas, que llevan mi afecto, supongo en su poder un artículo. Lo envié a mis hermanas porque supongo más seguridad en la dirección. Es un artículo vago, yo no puedo concretar, pero lleno de insinuaciones que subrayaré después. La nota exaltando un gesto de Leguía, además de ser justa, es, sobre todo, conveniente para mí. Urge que yo permanezca en Europa siquiera un par de años más. Y Ud. sabe que sin la asistencia del gobierno es imposible.
Le felicito por Amauta. Está muy bien, aunque, en su parte literaria, recargada de esa novedad sudamericana que, para ser buena, tiene que ser consciente, forzuda, y no tomada o pegada. Hay que precisar más y ‘literatizar’ menos. Ah, ¡si todos fueran como Ud. y Falcón! Adoro la novedad, siempre que quien la traiga no la ostente a la manera de un nuevo rico, que, en el fondo, es lo que está pasando entre nuestros jóvenes escritores. He visto varios ‘casos’ muy de cerca, aquí, en España. No me es posible conseguirle firmas para su revista. Yo no estoy vinculado a muchos escritores. Apenas si soy amigo de unos pocos. Además, España es campo muerto, es un museo, aunque le digan a Ud. lo contrario. Es el defecto que noto en Falcón, exceso de españolismo. Supongo que será por agradecimiento. Es una valla ésta, de tal fuerza, que no se puede traspasar sin exponerse a quedar al intemperie. Los pobres, los que vivimos de nuestro trabajo, aunque se tengan los grandes méritos de Falcón, no podemos nunca ser totalmente libres. Yo, por ejemplo, quisiera escribir para Amauta cosas que no puedo decir sin peligro de que el garbanzo se aleje de mi estómago, órgano grosero y dictador de nuestro ser. Con todo, le envío a Ud. en el próximo correo otro artículo para su periódico. Verá Ud. que yo ––para mis ‘intereses’ lo mejor sería permanecer en silencio–– me siento enlazado a Ud. por una solidaridad espiritual que no concluirá sino con nuestras vidas. Con Falcón —nos escribimos constantemente— dialogábamos por carta sobre esta solidaridad entre Ud., él y yo. Somos los tres económicamente más pobres de nuestra generación y, sobre cualquier divergencia episódica, hay algo entre nosotros que ahora se cristaliza. Hemos sufrido más que gozado. El yunque ha sido el mismo para los tres. Impidamos que sea igual para los pobres que vienen detrás con los mismos humanos anhelos de bien de que nosotros estamos poseídos.
El año próximo, que deseo mucho mejor para Ud. y su familia que los anteriores, comenzaré alguna labor en España. Ud. sabe que estaba desentrenado. Notará la diferencia entre los primeros artículos y los que vayan después. Pero sólo haré un par de novelitas cortas y unos cuantos artículos. Labor de captación de público, sobre todo. La obra que quiero la haré después a base de estudios, serios y profundos. Le tendré al corriente de todo. Algunos intelectuales españoles me han pedido su libro y va de mano en mano el único ejemplar que tengo. No quiero abrumarle con la cantidad de elogios que verbalmente me han hecho de su libro. Me han agradado y satisfecho más que si fueran dirigidos a mí. En el Perú, por mucho que lo estimen, no saben todavía bien lo que Ud. significa. Son, los nuestros, medios gaseosos y sólo se mantienen a sus anchas los que no tienen una sola idea de nada.
Mándeme Ud. cuanto crea que pueda interesarme. Poca literatura. Voy perdiendo la afición a ella y, como no se sea un gran literato, creo que mejor es alistarse en filas más provechosas para la guerra social que hay que acometer resueltamente.
Si Ud. ve a Alfredo Piedra ––¿está en buenas relaciones con él?–– dígale que precisa que me sostenga dos años más en Europa. Estoy en el momento de aprovecharlos, recuperada mi salud. No le hable de ideas, sí de sentimientos ya que, en verdad, yo estoy muy reconocido a él. Ud. no sabe lo generoso que ha sido conmigo. Con discreción háblele de mí y de que, el mejor beneficio que puede hacerme, es el de asegurarme un par de años en Europa. José Carlos, esto, la seguridad, es muy serio. Ud. ya sabe a cuánto se expone uno sin ella.
Mi familia me escribe, elogiando su conducta, con motivo de la muerte de mi pobre vieja. Es Ud. el único amigo mío que se ha acordado que tenía familia. Yo les he contestado que no hay que extrañarse de ello, ya que Ud. es el único amigo ––dándole toda su fuerza al vocablo–– que yo tengo allí. Los demás son amigos del ‘suelto’ de periódico. ¡Pobrecitos! Mis hermanas no pueden comprender esto.
En fin, querido Mariátegui, con deseos de que su salud mejore, de que Ud. viva cada vez mejor, se despide, por hoy, quien tanto le quiere y extraña.
Félix del Valle
P. D. El segundo número de Amauta no lo he recibido. Fui a París a hacerme ver del estómago. Espero regresar pronto y allí sí puedo conseguirle firmas ilustres. Mientras no le avise mi nueva dirección envíeme todo a Madrid.

Valle, Félix del

Carta de César Falcón, 5/11/1926

26, Bellevue Road,
West Ealing,
London, W.13.
5 de noviembre de 1926
Querido José Carlos:
Acabo de recibir tu carta del diez de octubre y, como ves, la contesto enseguida. No tenía la menor noticia de tu enfermedad. Yo te creía completamente libre de las contrariedades de la cirugía y no puedes imaginarte con cuanto dolor y con cuánta desesperación me he enterado de tus padecimientos. Aunque sean insignificantes, comparados con el percance anterior, a mí me afligen mucho, y más todavía, porque no estoy junto a ti.
Pero ya tengo formado un propósito indeclinable. Voy a poner en pie Historia Nueva e inmediatamente, el año próximo, iré al Perú. No sé si es defecto de crítica o mi propia desesperación, pero todas nuestras cosas - tu salud, nuestras ideas, el plan para realizarlas- me parecen muy mal organizadas ahí. Quiero ir para contribuir a ponerlas un poco [en] orden. Sobre todo. para poner un poco en orden tu salud. Yo también creo en la inconveniencia del clima de Lima. Desde aquí, sin embargo, no puedo hacer nada. Si mis esfuerzos logran una mediana eficacia, el próximo agosto estaré contigo.
La organización de Historia Nueva me exige un trabajo desaforado y desesperante. Mi empeño de construir un grupo de redactores y colaboradores -en realidad, un grupo político- en cada país va realizándose, mas con la lentitud inevitable por la distancia. Ahora estoy esperando las respuestas de las personas a quienes hemos nombrado redactores. Ya le he escrito, por indicación de Gustavo Navarro, un boliviano disfrazado con el extravagante nombre de Tristán Maroff- a Gustavo Otero y en el Ecuador al doctor Jaramillo. Entretanto, estamos enviando circulares de propaganda a los diarios. Esto es muy lento, porque se trata de abastecer a cerca de dos mil periódicos.
Espero terminar la organización en estos dos últimos meses del año y poner manos al periódico en los primeros del próximo. Una vez hecho el periódico, dos meses me bastarán para establecer una rutina transitoria y marchar al Perú.
Te mandaré, como te lo he dicho ya, constantes artículos para Amauta. El desarrollo de Amauta me interesa mucho, porque, aparte su utilidad en el Perú, él e Historia Nueva pueden ser la base de un proyecto de Federación de nuestros periódicos cuyo desarrollo verás en el plan general de H.N.
Dentro de unos días te enviaré el ensayo sobre el indigenismo. Lo estoy escribiendo sin preocuparme de su extensión, pero tú puedes publicarlo en uno o más números, como te parezca.
Otra de mis desesperaciones es la informalidad de ese maldito Caro-Raggio de Madrid. Todavía no he logrado arrancarle los origina­les de mi novela. Escribo cartas y cartas y no logro nada. Pero si dentro pocos días no me los devuelve, le encargaré la gestión a un amigo abogado.
Mis trabajos ahora son verdaderamente abrumadores, no tanto por cuanto hago, sino por cuanto no puedo hacer. Debo escribir una enormidad de artículos al mes y esto me quita tiempo y humor para otras cosas. Mi mujer también trabaja sin descanso y me ayuda mucho. El único ser holgazán, despreocupado y feliz es mi hijo.
Mis mejores recuerdos para Anita y tus hijos. lo mismo de mi mujer y el ciudadano Mayo.
Te abraza fraternalmente
César
Mi mujer me encarga ofrecerte en su nombre un cuadro suyo para tu despacho. Tan pronto termine te lo enviaremos.

Falcón, César

Carta de Francisco García Calderón, 10/7/1926

París, 10 de julio de 1926
Francisco García Calderón agradece a U. el atento envío de su libro La Escena Contemporánea. Aprecia mucho la firmeza de su talento, su erudición y la elegancia de exposición.

García Calderón, Francisco

Carta de Felix del Valle, 22/6/1926

El documento se encuentra incompleto por lo tanto solo puede resumir lo siguiente:
Manifiesta su desacuerdo con la premiación hacia una persona que no se puede definir quién es.

Valle, Félix del

Carta de Luis Jiménez de Asúa, 12/6/1926

Madrid, 12 de junio de 1926
Señor Dr. José Carlos Mariátegui
Mi muy querido amigo:
He recibido y le leído con el mayor interés su libro La Escena Contemporánea en el que recopila U. artículos del más vivo interés.
Gracias mil por el generoso envío de su gran amigo.
Luis Jiménez de Asúa

Jiménez de Asúa, Luis

Carta del Touring Club Italiano, 3/5/1924

Milano, 3 de mayo de 1924
Il.mo Señor José Carlos Mariátegui
Casilla 2107
Lima (Perú)
Ilustre Señor,
El cav. Palmiro Macchiavello Gonzales, Cónsul General del Perú en Génova, nos ha dado su nombre como el de una persona particularmente apta por sus dotes de ingenio y de cultura, para asumir un cargo que interesa vivamente a esta Presidencia y que tiene gran importancia para el fin de acercamiento espiritual de Italia, con las gallardas repúblicas sud-americanas.
He aquí, brevemente, qué es lo que deseamos de Ud:
Desde Enero de 1924 el Touring Club Italiano, la mayor asociación nacional que cuenta con más de 270.000 socios, ha iniciado la publicación de una edición para la América Latina de su propia revista mensual Le Vie d’Italia. Esta última es la mayor publicación periódica italiana, que tiene una vastísima difusión y lejos de toda preocupación política o religiosa se ha propuesto el fin de hacer conocer Italia (en su pasado, presente y porvenir) a los italianos. Desarrollan análoga acción Le Vie d’ Italia e dell’America Latina, con un programa de ilustraciones, cuyas direcciones se resumen en el Memorial, del que le enviamos algunos ejemplares.
Hasta hoy nuestra labor para coleccionar artículos y material ilustrativo a publicarse en la Revista ha consistido principalmente en enviar cartas a un gran número de escritores latino-americanos o italianos, en las que pedíamos colaboración, señalando algunos argumentos que mayormente nos interesaban y que al mismo tiempo entraban en el campo de los que generalmente tratan los escritores a quien nos dirigíamos; a cada carta adjuntábamos un memorial en italiano, español o portugués en el que se indicaban las direcciones a las que debían atenerse los escritores para que la Revista resultara lo más armónica posible y tendiera toda ella al fin concebido por nosotros de valorización de los dos países.
Como bien puede Ud imaginarse, de las muchísimas personas invitadas (más de 400) muchas no han contestado, algunas contestaron evasivamente, otras prometieron artículos para un futuro más o menos próximo y una parte de estos escritores envió artículos en condiciones tales de no poder ser publicados (por no adaptarse al género de la revista, o faltos de material ilustrativo o por otras razones), otros en cambio eran interesantes y apropiados y son los artículos que hemos publicado o estamos por publicar.
Con todo, nos ha parecido que no sería posible dar a la Revista el deseado impulso y hacerla surgir en breve como órgano eficaz de valorización de los países de Sud-América, si no se hubiera encontrado al menos en los mayores centros de italianidad de esos mismos países (Lima, Buenos Aires, S. Paulo, etc.)una persona que se encargara de lo siguiente:
1°- Pedir la colaboración de las personas interpeladas ya por nosotros.
2°- Conseguir nuevos colaboradores y colaboraciones
3°- Elegir el material enviado por estos colaboradores a fin de evitar la publicación de artículos no adeptos ni dignos de ser publicados en Le Vie d’Italia e dell’America Latina.
4°- Recoger material (datos, documentos, ilustraciones), de los colaboradores que no estén en grado o no disponen de tiempo para extender artículos, o enviarlos a la redacción del periódico.
5°- Enviar propios artículos sobre argumentos de particular conocimiento y competencia. Se trataría, en resumen de confiar a Ud. en Lima una especie de tutela de nuestros intereses por lo que se relacione a los artículos a publicarse en la Revista que se refieren al Perú.
Bien entendido que nosotros continuaremos invitando a la colaboración a todas las personas que nos vengan señaladas como particularmente competentes en los síngulos ramos de lo escible, informando a Ud. de las invitaciones hechas por nosotros directamente, para que eventualmente pueda Ud. cumplir su obra, ayudándonos en nuestros pedidos. Por otra parte, Ud. podrá directamente invitar a colaborar en la Revista a personas de su conocimiento, asegurándole que los artículos serán publicados siempre que respondan al espíritu y dirección de la Revista que están claramente expuestos en el citado Memorial.
Lo que nos parece mayormente difícil es ésto: obtener escritos que no tengan carácter general y no pretendan resolver en 4 ó 5 páginas problemas para cuya solución o ilustración se requieren volúmenes, sino que sean breves pero substanciales y traten argumentos muy particularizados que deban ser profundizados de modo que puedan contener noticias interesantes, nuevas y curiosas.
No pedimos que sea impecable el estilo de los artículos, ni tampoco que la forma sea periodísticamente apropiada para la publicación; nosotros podemos ocuparnos de retocarlos de manera que puedan asumir uno y otro. Lo que es indispensable en cambio, es que las noticias dadas sean numerosas, exactas, curiosas e interesantes y las fotografías bellas y abundantes. Como Ud. bien comprende es fácil volver interesante lo que es árido, pero ciertamente no es posible hacer lo mismo con artículos de interés puramente literario, retóricos, genéricos, etc.
Nosotros sabemos, nos permita decirlo, que Ud. vive de su trabajo de periodista y de escritor, y comprendemos muy bien que cuanto le pedimos requiere una prestación suya que supere los límites aunque vastos de su reconocida generosidad. De manera que nos complaceremos en reconocer la fatiga que Ud. querrá cumplir para nosotros y nos parece que al respecto no nos será difícil entendernos para un compenso al acto de envío de cada artículo o para una retribución fija por su trabajo. Ciertamente no podremos hacer mucho, dada la condición del cambio, pero no podemos permitir que estén a cargo suyo los gastos que se ocasionen. Ud. deberá por lo tanto, tener la amabilidad de hacernos saber si le es posible concedernos su propia obra en los términos indicados, y si su contestación fuera favorable, le rogamos quiera ponerse a la obra ya sea para apresurar a los retardatarios y durmientes o para recoger nuevo material.
Como documentación a la presente, le enviamos por separado y recomendado:
1°- Elenco de las colaboraciones pedidas en el Perú hasta hoy.
2°- 25 copias en italiano y 25 en español del Memorial.
3°- 5 ejemplares de las cinco entregas publicadas, para que le sea posible iniciar una obra provechosa de colección de artículos. Es en efecto indispensable para obtener colaboraciones apropiadas que los autores conozcan nuestra Revista, que si en Italia es un producto singular suponemos que en América lo será más, porque creemos no haya ahí revistas de nuestro género (En Francia, en cambio, son muy comunes, como por ejemplo La Science et la Vie, La Nature).
En cuanto a lo que se refiere a condiciones con los colaboradores, Ud. tenga presente que además de reembolsar los gastos que se originen (fotografías, copias dactilográficas, gastos de correo, etc.) estamos dispuestos también a recompensar sus fatigas. Infelizmente esta recompensa no podrá ser muy elevada, dadas, repetimos, las condiciones del cambio, de cualquier forma podemos enviar extractos de los artículos publicados y a los colaboradores se les ofrece un artístico diploma de benemerencia que creemos le será grato.
Desde ya le agradecemos por cuanto Ud. querrá hacer a favor de una iniciativa cuya utilidad y superior interés han sido bien comprendidos en el nuevo y viejo mundo.
Con firme y viva esperanza que Ud. quiera aceptar nuestra propuesta, le rogamos aceptar la expresión de nuestra más distinguida consideración.
[firma ilegible]

Touring Club Italiano

E. D. Morel - Pedro S. Zulen

E. D. Morel - Pedro S. Zulen

I.
¿Quién, entre nosotros, debería haber escrito el elogio del gran profesor de idealismo E. D. Morel? Todos los que conozcan los rasgos esenciales del espíritu de E. D. Morel responderán, sin duda, que Pedro S. Zulen. Cuando, hace algunos días, encontré en la prensa europea la noticia de la muerte de Morel, pensé que esta “figura de la vida mundial” pertenecía, sobre todo, a Zulen. Y encargué a Jorge Basadre de comunicar a Zulen que E. D. Morel había muerto. Zulen estaba mucho más cerca de Morel que yo. Nadie podía escribir sobre Morel con más adhesión a su personalidad ni con más emoción de su obra.

Hoy esta asociación de Morel a Zulen se acentúa y se precisa en mi consciencia. Pienso que se trata de dos vidas paralelas. No de dos parejas sino, únicamente, de dos vidas paralelas, dentro del sentido que el concepto de vidas paralelas tiene en Plutarco. Bajo los matices externos de ambas vidas, tan lejanas en el espacio, se descubre la trama de una afinidad espiritual y de un parentesco ideológico que las aproxima en el tiempo y en la historia. Ambas vidas tienen de común, en primer lugar, su profundo idealismo. Las mueve una fe obstinada en la fuerza creadora del ideal y del espíritu. Las posee el sentimiento de su predestinación para un apostolado humanitario y altruista. Aproxima e identifica, además, a Zulen y Morel una honrada y proba filiación democrática. El pensamiento de Morel y de Zulen aparece análogamente nutrido de la ideología de la democracia pura.

Enfoquemos los episodios esenciales de la biografía de Morel. Antes de la guerra mundial, Morel ocupa ya un puesto entre los hombres de vanguardia de la Gran Bretaña. Denuncia implacablemente los métodos brutales del capitalismo en África y Asia. Insurge en defensa de los pueblos coloniales. Se convierte en el asertor más vehemente de los derechos de los hombres de color. Una civilización que asesina y extorsiona a los indígenas de Asia y África es para Morel una civilización criminal. Y la voz del gran europeo no clama en el desierto. Morel logra movilizar contra el imperialismo despótico y marcial de Occidente a muchos espíritus libres, a muchas conciencias independientes. El imperialismo británico encuentra uno de sus más implacables jueces en este austero fautor de la democracia. Más tarde, cuando la fiebre bélica, que la guerra difunde en Europa, trastorna e intoxica la inteligencia occidental, Morel es uno de los intelectuales que se mantienen fieles a la causa de la civilización. Milita activa y heroicamente en ese histórico grupo de consciencious objectors que, en plena guerra, afirma valientemente su pacifismo. Con los más puros y altos intelectuales de la Gran Bretaña -Bernard Shaw, Bertrand Russell, Norman Angell, Israel Zangwill- Morel defiende los fueros de la civilización y de la inteligencia frente a la guerra y la barbarie. Su propaganda pacifista, como secretario de la Unión of Democratic Control, le atrae un proceso. Sus jueces lo condenan a seis meses de prisión en agosto de 1917. Esta condena tiene, no obstante el silencio de la prensa, movilizada militarmente, una extensa repercusión europea. Romain Rolland escribe en Suiza una vibrante defensa de Morel. “Por todo lo que sé de él, -dice- por su actividad anterior a la guerra, por su apostolado contra los crímenes de la civilización en África, por sus artículos de guerra, muy raramente reproducidos en las revistas suizas y francesas, yo lo miro como un hombre de gran coraje y de fuerte fe. Siempre osó servir la verdad, servirla únicamente, sin cuidado de los peligros ni de los odios acumulados contra su persona y, lo que es mucho más raro y más difícil, sin cuidado de sus propias simpatías, de sus amistades, de su patria misma, cuando la verdad se encontraba en desacuerdo con su patria. Desde este punto de vista, él es de la estirpe de todos los grandes creyentes: cristianos de los primeros tiempos, reformadores del siglo de los combates, librepensadores de las épocas heroicas, todos aquellos que han puesto por encima de todo su fe en la verdad, bajo cualquier forma que esta se les presente, o divina, o laica, sagrada siempre”. Liberado, Morel reanuda su campaña. Mejores tiempos llegan para la Unión of Democratic Control. En las elecciones de 1921 el Independent Labour Party opone su candidatura a la de Winston Churchill, el más agresivo capataz del antisocialismo británico, en el distrito electoral de Dundee. Y, aunque todo diferencia a Morel del tipo de político o de agitador profesional, su victoria es completa. Esta victoria se repite en las elecciones de 1923 y en las elecciones de 1924. Morel se destaca entre las más conspicuas figuras intelectuales y morales del Labour Party. Aparece, en todo el vasto escenario mundial, como uno de los asertores más ilustres de la Paz y de la Democracia. Voces de Europa, de América y del Asia reclaman para Morel el premio Nobel de la paz. En este instante, lo abate la muerte.

La muerte de E. D. Morel -escribe Paul Colin en “Europe”- es un capítulo de nuestra vida que se acaba -y uno de aquellos en los cuales pensaremos más tarde con ferviente emoción. Pues él era, con Romain Rolland, el símbolo mismo de la Independencia del Espíritu. Su invencible optimismo, su honradez indomable, su modestia calvinista, su bella intransigencia, todo concurría a hacer de este hombre un guía, un consejero, un jefe espiritual”.
Como dice Colin, todo un capítulo de la historia del pacifismo termina con E. D. Morel. Ha sido Morel uno de los últimos grandes idealistas de la Democracia. Pertenece a la categoría de los hombres que, heroicamente, han hecho el proceso del capitalismo europeo y de sus crímenes; pero que no han podido ni han sabido ejecutar su condena.

II
Reivindiquemos para Pedro S. Zulen, ante todo, el honor y el mérito de haber salvado su pensamiento y su vida de la influencia de la generación con la cual le tocó convivir en su juventud. El pasadismo de una generación conservadora y hasta tradicionalista que, por uno de esos caprichos del paradojal léxico criollo, es apodada hasta ahora generación “futurista”, no logró depositar su polilla en la mentalidad de este hombre bueno e inquieto. Tampoco lograron seducirla el decadentismo y el estetismo de la generación “colónida”. Zulen se mantuvo al margen de ambas generaciones. Con los “colónidas” coincidía en la admiración al Poeta Eguren; pero del “colonidismo” lo separaba absolutamente su humor austero y ascético.

La juventud de Zulen nos ofrece su primera analogía concreta con E. D. Morel. Zulen dirige la mirada al drama de la raza peruana. Y, con una abnegación nobilísima, se consagra a la defensa del indígena. La Secretaría de la Asociación Pro-Indígena absorbe, consume sus energías. La reivindicación del indio es su ideal. A las redacciones de los diarios llegan todos los días las denuncias de la Asociación. Pero, menos afortunado que Morel en la Gran Bretaña, Zulen no consigue la adhesión de muchos espíritus libres a su obra. Casi solo la continua, sin embargo, con el mismo fervor, en medio de la indiferencia de un ambiente gélido. La Asociación Pro-Indígena no sirve para constatar la imposibilidad de resolver el problema del indio mediante patronato o ligas filantrópicas. Y para medir el grado de insensibilidad moral de la consciencia criolla.

Perece la Asociación Pro-Indígena; pero la causa del indio tiene siempre en Zulen su principal propugnador. En Jauja, a donde lo lleva su enfermedad, Zulen estudia al indio y aprende su lengua. Madura en Zulen, lentamente, la fe en el socialismo. Y se dirige una vez a los indios en términos que alarman y molestan la cuadrada estupidez de los caciques y funcionarios provincianos. Zulen es arrestado. Su posición frente al problema indígena se precisa y se define más cada día. Ni la filosofía ni la Universidad lo desvían, más tarde, de la más fuerte pasión de su alma.

Recuerdo nuestro encuentro en el Tercer Congreso Indígena, hace un año. El estrado y las primeras bancas de la sala de la Federación de Estudiantes estaban ocupadas por una polícroma multitud indígena. En las bancas de atrás, nos sentábamos los dos únicos espectadores de la Asamblea. Estos dos únicos espectadores éramos Zulen y yo. A nadie más había atraído este debate. Nuestro diálogo de esa noche aproximó definitivamente nuestros espíritus.
Y recuerdo otro encuentro más emocionado todavía: el encuentro de Pedro S. Zulen y de Ezequiel Urviola, organizador y delegado de las federaciones indígenas del Cuzco, en mi casa, hace tres meses. Zulen y Urviola se complacieron recíprocamente de conocerse. “El problema indígena—dijo Zulen—es el único problema del Perú”.

Zulen y Urviola no volvieron a verse. Ambos han muerto en el mismo día. Ambos, el intelectual erudito y universitario y el agitador oscuro, parecen haber tenido una misma muerte y un mismo sino.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Stefan Zweig, apologista e interprete de Tolstoy y Dostoyevski

Stefan Zweig, gran escritor contemporáneo, nos explica a Tolstoy y a Dostoyevsky, en dos admirables volúmenes, que no están por cierto dentro de la moda de la biografía novelada y anecdótica. Zweig enjuicia en Tolstoy lo mismo que en Dostoyevski, el artista, el hombre, la vida y la obra. Su interpretación integral, unitaria, no puede prescindir de ninguno de los elementos o expresiones sustantivas de la personalidad, ni del grado en que se interinfluencian, contraponen y unimisman. Está lo más lejos posible del ensayo crítico, puramente literario; pero, como nos presenta al artista viviente, cambiante, en la complejidad móvil de sus pasiones y de sus contrastes, su crítica toca las raíces mismas del fenómeno artístico, del caso literario, sorprendido en una elaboración íntima.
La biografía en boga reduce al héroe, escamotea al artista o al pensador. Destruye, además, la perspectiva sin la cual es imposible sentir su magnitud. Leyendo a “Shelley” de Andre Maurois, mi impresión inmediata dominante fue esta: el biógrafo no logra identificarse con el personaje; lo seguía con una mirada irónica; no abandonaba ante sus aventuras una sonrisa escéptica, un poco burlona; entre uno y otro se interponía la distancia que separa a un romántico de los días de la revolución liberal de un moderno pequeño-burgués y clasicista. Consigné esta impresión en mi comentario anterior. Y hoy encuentra en mí intensa resonancia la reacción de Emmanuel Berl (“Europe”, Enero de 1919, “Premier Panflet”), cuando en su requisitoria contra el burguesismo de la literatura francesa escribe lo siguiente: “Para que la desconfianza hacia el hombre sea completa, es menester denigrar al héroe. Este es el objeto verdadero y, sin duda alguna, el resultado de la biografía novelada que medra abundante desde el Shelley de M. André Maurois. M. Maurois tiene en este hecho una bien pesada responsabilidad. No ignoro que su carácter profundo corresponde mas sin duda a esta parte de su obra cuyo éxito quizá lo ha sorprendido a él mismo. Entreveo en M. Maurois un discípulo bastante sincero de Chartier. Hay en él, igualmente, un hombre triste de aspecto provincial, que el aspecto de Climats, descubre bastante, una oveja negra que rumia con melancolía una hierba sin duda amarga que no conocemos. La vida de Shelley no es menos, en cierta medida, un delito y un desastre espiritual. El éxito de la biografía novelada, género extrañamente falso, no se comprendería si muy malos instintos no hallaran en ellos su alimento. Gusto de la información fácil e inexacta, reducción de la historia a la anécdota (Inocuidad garantizada S.G.D.G.). Pero, sobre todo, la revancha de la burguesía contra el heroísmo. Gracias a M. Maurois se puede olvidar que Shelley fue poeta. Se le ve como un joven aristócrata que rompe el cascarón demasiado ruidosamente y quien M. Maurois nos permite seguir con una mirada irónica en su marcha titubeante, cuando es precisamente la del genio entre la Revolución y el amor. La condenación de la biografía novelada en sí misma como género, tiene mucho de excesiva y extrema; pero la apreciación de las tendencias a que obedece no es arbitraria.
Zweig evita siempre el riesgo de idealización charlatana y ditirámbica. Su exégesis tiene en debida consideración todos los factores físicos y ambientales que condicionan la obra artística. Recurre a la vida del artista para explicarnos su obra; y, por la mancomunidad de ambos procesos, le es imposible atenerse en su crítica el dato meramente literario. Así, no le asusta asociar la epilepsia de Dostoyevski al ritmo de su creación. Pero este concepto no tiene en Zweig ninguna afinidad con el simplismo positivista de los críticos que pretendían definir el genio y sus creaciones con mediocres fórmulas científicas.
Tolstoy y Dostoyevski son, para Zweig como para otros críticos, los polos del espíritu ruso. Pero Zweig aporta al entendimiento de uno y otro una original versión de su antítesis. Su percepción certera, precisa, le ahorra el menor equívoco respecto al verdadero carácter del arte tolstoyano. Zweig establece, con sólido y agudo alegato, el materialismo de Tolstoy. El apóstol de Yasnaia Poliana, a quien todos o casi todos estiman por idealista, era ante todo un hombre de robusta raigambre realista, de fuerte estructura vital. Esta puede ser una de las razones de su glorificación por la Rusia marxista. El realismo de la Rusia actual reconoce más su origen en el método de Tolstoy, atento al testimonio de sus sentidos, reacio al éxtasis y a la alucinación, que en Dostoyevski, pronto a todos los raptos de la fantasía. Tolstoy representa, a los ojos de las presentes generaciones rusas, a la Rusia campesina. Lo sienten aldeano, mujic, no menos que aristócrata. Zweig no se queda a mitad de camino en la afirmación de la primacía de los corporal sobre lo espiritual en la literatura de Tolstoy. “Siempre en Tolstoy -dice- el alma, la psiquis, -la mariposa divina cogida en la red de mil mallas, de obsesiones extremamente precisas- está prisionera en el tejido de a piel, de los músculos y de los nervios. Por el contrario, en Dostoyevski, el vidente, que es la genial contra-parte de Tolstoy, la individualización comienza por el alma; en él el alma es el elemento primario; ella forja su destino por su propia potencia y el cuerpo no es sino una suerte de vestido larvario, flojo y ligero, en torno de su centro inflamado y brillante. En las horas de espiritualización extrema, ella puede abrazarlo y elevarlo en los aires, hacerle tomar su impulso hacia las tierras del sentimiento, hacia el puro éxtasis. En Tolstoy, opuestamente, observador lúcido y artista exacto, el alma no puede volar jamás, no puede siquiera respirar libremente”. De esto depende, a juicio de Zweig, la limitación del arte de Tolstoy, el que habría deseado, como Turgueniev, “más libertad de espíritu”. Pero, sin esta limitación, que con el mismo derecho debe ser juzgada como su originalidad y, su grandeza, Tolstoy y su obra carecían de la solidez y unidad monolíticas que la individualizan. Perderían esa contextura de un solo bloque que tanta admiración no impone.
La interpretación de Zweig pisa, sin duda, un terreno más firme, cuando en la impotencia de Tolstoy para alcanzar su ideal de santidad y de purificación, en su tentativa constante y fallida por vivir conforme a sus principios, reconoce la faz más intensamente dramática y fecunda de su destino. “Nuestro concepto de santificación de la existencia por un ardor espiritual no tiene ya nada que ver con las figuras xilográficas de la Leyenda Dorada ni con la rigidez de estilista de los Padres del desierto, pues desde hace largo tiempo hemos separado la figura del santo de todas sus relaciones con las definiciones de los concilios de teólogos y de los cónclaves del papado: ser santo significa para nosotros, únicamente, ser heroicos, en el sentido del abandono absoluto de su existencia a una idea vivida religiosamente”. “Pues nuestra generación no puede venerar ya a sus santos como enviados de Dios, venidos del más allá terrestre, sino precisamente como los más terrestres de los humanos.”
El estudio de Stefan Zweig sobre Dostoyevski, menos personal, aunque no menos logrado ni menos admirable, y que se ciñe en varios puntos a la discutida exégesis de Mjereskovsky, me sugiere algunas observaciones sobre el sentido social del contraste entre los dos grandes escritores rusos.

José Carlos Mariátegui La Chira

"El juego del amor y de la muerte" de Romain Rolland

La última obra de Romain Rolland es una obra de teatro. El autor de las “Tragedias de la fe” figura habitualmente en el elenco de autores del teatro francés. Pocos, sin embargo, han realizado un esfuerzo tan elevado por renovar y animar este teatro. Pocos contribuyeron tan noblemente a realzar, fuera de Francia, su -asaz- gastado prestigio. No son por cierto los nombres de Bataille, Capus, Bernstein, etc. los que en nuestro tiempo pueden representar el arte dramático de Francia. Son en todo caso los nombres de Rolland, Claudel y Crommelynk.
Romain Rolland participó hace más de veinticuatro años en un hermoso experimento de creación del “teatro del pueblo”, realizado bajo los auspicios de “La Reveu d’Art dramatique” por un grupo de escritores jóvenes. Este grupo dirigió un llamamiento “a todos aquellos que se hacen del arte un ideal humano y de la vida un ideal fraternal, a todos aquellos que no quieren separar el sueño de la acción, lo verdadero de lo bello, el pueblo de la élite”. “No se trata -continuaba el manifiesto- de una tentativa literaria. Es una cuestión de vida o muerte para el arte y para el pueblo. Pues si el arte no se abre al pueblo está condenado a desaparecer; y si el pueblo no encuentra el camino del arte, la humanidad abdica sus destinos”.
Este experimento de renovación del teatro, que se alimentaba del mismo idealismo social del cual brotaron las universidades populares, no encontró en París un clima propicio para su desarrollo. No pudo, pues, prosperar. Pero de él quedó una obra: la de Romain Rolland.
En la formación de un teatro nuevo Romain Rolland había visto ideal digno de su esfuerzo artístico. Acaso desde que, intacto todavía su candor de estudiante de provincia, sufrió su primer contacto con el teatro parisién, empezó a incubarse en su espíritu este propósito. La impresión de este contacto no pudo ser más ingrata. “Recuerdo -escribe Romain Rolland con su cristalina sinceridad- la indignación y el desprecio que sentí cuando, al venir a París por primera vez, descubrí el arte de los boulevards parisienses. Me ha pasado la indignación, pero el desprecio me ha quedado.”
Mas esta repulsa en Romain Rolland tenía que ser fecunda. Sus pasiones, sus impulsos se resuelven siempre en amor, en creación. Tal vez porque el teatro fue lo primero que repudió de París, fue también lo primero que ganó sus potencias de artista. Puede decirse que Romain Rolland debutó en la literatura como dramaturgo. “Saint Louis”, drama “de la exaltación religiosa” (1897) y “Aert”, drama “de la exaltación nacional” (1898), esto es sus dos primeras tragedias de la fe, lo revelaron a un público que, en su mayoría, no era aún capaz de desertar de las salas de la comedia burguesa. Vinieron, después, “Les Loups” que, olvidado quizá en París, yo he visto representar en Berlín hace tres años y “Le Triomphe de la Raison” que completa el tríptico de las tragedias de la fe.
En un volumen, “El teatro de la Revolución”, ha reunido Romain Rolland tres dramas de la epopeya revolucionaria del pueblo francés. (“Le 14 Juillet”, “Danton” y “Les Loups”) Estos dramas, concebidos como piezas de un políptico de la revolución francesa, tienen ahora su continuación en “Le Jeu de l’Amour et de la Mort”. Otros trabajos han solicitado en el tiempo transcurrido desde el experimento del teatro del pueblo la energía y el esfuerzo de Romain Rolland. Sus obras de este tiempo, “Juan Cristobal”, “Colas Breugnon” “El Alma Encantada”, le han conquistado la gloria literaria que cien pueblos han consagrado plebiscitariamente. Pero no lo han distraído de la vieja y cara idea del políptico dramático. Su espíritu ha trabajado silenciosamente en esta concepción.
“El juego del Amor y de la Muerte” es un capítulo del teatro de la revolución. El espíritu es el mismo, mas el acento ha cambiado. El artista, el pensador en los veinticinco años que nos separan aproximadamente de los primeros dramas, toda su plenitud. Nos sentimos en una nueva estación, en una nueva jornada del viaje de Romain Rolland. La tormenta de la juventud se ha calmado. Los ojos del artista aprehenden serena y lúcidamente los contornos de la realidad. Esta integralidad se propone purificar y acrisolar la fe. Pero es quizá superior a la resistencia de los espíritus propensos a la duda. Romain Rolland nos da en este drama su más intensa lección de estoicismo.
El protagonista del drama, Jerome de Courvoisier, como nos advierte Rolland, “evoca por su nombre y por su carácter el martirio del último de los enciclopedistas y del genial Lavoisier. Pero la imagen dominante es aquí la del hombre de frente de vencedor y boca de vencido, Cordorcet, el volcán bajo la nieve como decía de él D’Alembert”. Fugitivo, acosado se asila en la casa de Courvoisier, Vallée, el girondino cuya cabeza ha puesto precio la convención. Vallée ama a la mujer de Courvoisier y es amado por ella. No busca un asilo en su casa, viene a confesar su amor. Es el proscrito perseguido, rechazado por todos sus amigos que, sabiendose perdido, regresa de la Gironda a París, portando a través de toda la Francia su cabeza puesta a precio para que antes de caer besase la boca de la amada”. Courvoisier, que se ha tornado sospechoso a la convención, vuelve de la sesión que ha votado la muerte de Danton. En su casa encuentra a Vallée denunciado ya al comité de salud pública. Y, descubierto el amor del proscrito y de su mujer, resuelve sin vacilar su sacrificio. Un esbirro del comité de salud pública halla en su escritorio un manuscrito que lo compromete irremesiblemente. Carnot, su amigo, acude a salvarlo. Le reclama el sacrificio de sus ideas a la revolución. Pero el filósofo rehusa: ha decidido el sacrificio de su vida, no el de sus ideas. Carnot le entrega entonces dos pasaportes para que antes de que la policía venga a aprehenderlo salga de París. Courvoisier da los pasaportes a Vallée y a su mujer. Pero Sofía de Courvoisier es también un alma heroica. Obliga a Vallée a la fuga. Y destruye su pasaporte para seguir la suerte de su marido. Courvoisier ha renunciado por ella a su vida. Ella renuncia por él a su amor. “¿Para qué nos ha sido dada la vida? -exclama Sofía cuando los pasos de los soldados suenan ya en la antesala. “Para vencerla” -respone Courvoisier”.
En esta respuesta, que habíamos encontrado ya en “L’Ame Enchantée”, en esta estoica respuesta a la eterna interrogación, está toda la filosofía de la obra. Pero no toda la filosofía de Romain Rolland. Todo Romain Rolland no se entrega nunca en un libro, en una actitud, en una creación. En este hombre se realiza la Unidad. Es todos los principios de la vida. Es, como dice Waldo Frank, “un hombre integral en una época de caos”.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El gabinete Briand [Incompleto]

(...) do a negar sus votos en el parlamento a algunos actos del gabinete.
Con Briand en la presidencia del consejo esta crisis tiene que entrar en una fase aguda. El partido socialista francés no conserva muchos escrúpulos clasistas. Pero, al menos en sus masas, subsiste todavía la tendencia a tratar y a mirar a Briand como un renegado. Briand en la presidencia del consejo indica además un desplazamiento del eje del poder. Por muy grande que sea su destreza parlamentaria, Briand no conseguirá que su política resulte aceptable para el socialismo.
El actual gabinete tiene así toda la traza de una solución provisoria. El pacto de Locarno ha ayudado a Briand a subir a la presidencia del consejo. Pero, firmado el pacto, el gobierno francés se encontrará de nuevo frente a su tremendo problema financiero. Y es justamente este problema el que domina la situación política de Francia. Es este problema el que determina la posición de cada partido. Si los radicales-socialistas abandonan su programa, perderán irremediablemente a la mayor parte de su electorado pequeño burgués. Las derechas y el centro pretenden que el peso de las deudas de Francia no caiga sobre las clases ricas. Las clases pobres exigen a sus partidos, por su parte, una defensa eficaz y enérgica. El socialismo propugna la fórmula del impuesto al capital. Los radicales-socialistas se han visto obligados a admitirla y sancionarla también en su último congreso. Mas no va a ser ciertamente un ministerio con Briand en la presidencia y Loucheur en la cartera de finanzas el que la aplique.
A los socialistas les habría gustado un ministerio presidido por Herriot. El líder radical-socialista goza de la confianza de los parlamentarios de la S. F. I. O. Pero, precisamente, por culpa de los socialistas no ha vuelto Herriot al poder. Herriot no se contentaba con el apoyo parlamentario de los socialistas. Quería su cooperación dentro del ministerio. Y, a pesar de la risa de algunos parlamentarios socialistas como Vincent Auriol o Paul Boncour por ocupar un sillón ministerial, el partido socialista no ha considerado aún posible su participación directa en el gobierno. Están todavía muy próximos los votos de castidad del último congreso de la S. F. I. O. Hace solo cuatro meses León Blum se ratificó en ese congreso en su posición categóricamente adversa a una colaboración de tal género. La fracción colaboracionista se presentó en el congreso engrosada por el voluminoso Renaudel y sus secuaces. Pero, diplomática y sagazmente, Blum salió una vez más victorioso. Supo aplacar, al mismo tiempo, a la derecha y a la izquierda de su partido. A la derecha con la promesa de que, absteniéndose de una participación prematura, el socialismo acaparará finalmente todo el poder. A la izquierda, con la garantía de que el socialismo no comprometerá su tradición ni su programa en una cooperación demasiado ostensible con plutócratas como Loucheur y políticos como Briand.
La crisis, pues, subsiste. No es una crisis de gobierno. Es una crisis de régimen. No cabe la esperanza de una solución electoral. Las crisis de régimen no se resuelven jamás electoralmente. Las elecciones no darían ni a las derechas ni a las izquierdas una mayoría todopoderosa. Una mayoría, cualquiera que sea, no puede ser, de otro lado, ganada por un partido sino por una coalición. El partido socialista, completamente incorporado en la democracia, volvería en las elecciones a constituir el núcleo de una coalición de izquierdas. Y esta coalición dispondría siempre de fuerzas suficientes, sino para asumir el gobierno, al menos para impedir que gobierne, verdadera y plenamente, una coalición adversaria. En suma, los términos del problema se invertirían acaso. Pero el problema en si mismo no se modificaría absolutamente.

Un libro de José Carlos Mariátegui.
En mis manos el libro de José Carlos Mariátegui, “Escena Contemporánea”. Este libro indispensable de este hombre claro, inteligente, varonil y puro. Sobre todo puro. Con esa pureza simple, no ostentada, no declamada a los cuatro vientos como bandera o como affiche. José Carlos es un espíritu de cristal. Sí, pero cristal de roca. Facetado, limpio, noble, devuelve la imagen ambiente sin fijarse nunca en la boca abierta de la charca. José Carlos ignora que la charca existe. Y hace bien en ignorarla. Y esta es la tortura de la charca. No existir. Por eso grita, por eso se exaspera y cría batracios. Para afirmar su existencia. Pero...
Asombra el don de equilibrio, de sobriedad, de mesura en este hombre joven que no tuvo nunca postura doctoral. Y este don de equilibrio se traduce en la palabra justa. Ni consideraciones de amistad, ni simpatías o antipatías de credo, o diferencias de actitud le hacen proferir la palabra descomedida o indignada o torcer su criterio. No es un espectador indiferente, pero es un juez leal. Tiene la pasión que vivifica, pero tiene el don de mesura y de comprensión que equilibra y persuade.
Espíritu nuevo, su sensibilidad recoge el latido ambiente con una precisión, con una justeza, con una cordialidad que delatan artista y al hombre nuevo.
Por eso Mariátegui es un guía y un conductor.
Por eso, por su imparcialidad, por su don de comprensión y de mesura, por la pureza vertical de su espíritu por su criterio abierto a todos los vientos y a todos los ismos.
Y es que Mariátegui no es solo una cultura sino una mentalidad. Vibra con la emoción de su tiempo y el problema social le merece sus mejores afanes. Es el intelecto típico de nuestra hora. Está vinculado a su época por todos los poros abiertos de su espíritu dúctil y cordial. Es nuestro intelectual moderno, nuestro más puro sembrador de idea.
Su estilo es preciso, ágil, nervioso y de cristalina concisión. Jamás aparece en él el orador ni el declamador. Es rotundo como la idea, preciso como el cristal.
Mal hace, pues, José Carlos en decir que su vida es “una nerviosa serie de inquietos preparativos”. Su obra atalayante es nuestra antena sobre el mundo. Y su vida clara, fértil, abnegada es un ejemplo, una lección y un camino.
Alberto Guillén.

José Carlos Mariátegui La Chira

La escena húngara

La escena húngara

Hungría ocupa un puesto muy modesto y muy eventual en las planas del servicio cablegráfico de la prensa americana. Sobre Hungría se escribe y se sabe, en general, muy poco. En la propia Europa, la nación magiar resulta un tanto olvidada. Nitti es uno de los pocos estadistas europeos que la recuerda, y la defiende en sus libros y en sus artículos. Para los demás leaders de la política occidental no existe, con la misma intensidad que para Nitti, un problema húngaro. Parece que, al separarse de Austria, Hungría se ha separado también algo de Occidente.

Sin embargo, Hungría ha sido el escenario de uno de los episodios más dramáticos de la crisis post-bélica. Y el tratado de Trianón aparece desde hace tiempo como uno de los tratados de paz que alimentan en la Europa Central una sorda acumulación de rencores nacionalistas y de pasiones guerreras. Ese tratado mutila el territorio húngaro a favor de Rumania, de Checo-Eslavia y de Yugo-Eslavia. Según las cifras de un libro de Nitti, “La Decadencia de Europa”, basadas en un prolijo estudio de este tema, Hungría, ha perdido el 63 por ciento de su antigua población. Han sido anexados a Rumania, a Checo-Eslavia y a Yugo-Eslavia, respectivamente, cinco, tres y uno y medio millones de hombres que antes convivían dentro de los confines húngaros. Dentro de la Hungría pre-bélica había minorías no húngaras; pero las amputaciones del territorio húngaro decididas con este pretexto por el tratado de Trianón han sido excesivas. Han resuelto aparentemente la cuestión de las minorías alógenas de Hungría; mas han creado la cuestión de las minorías húngaras de Checo-Eslavia, Yugo-Eslavia y Rumania. Estas tres naciones, naturalmente, no quieren que se hable siquiera de una revisión del tratado que las beneficia. La posibilidad de que Hungría reivindique algún día sus tierras y sus hombres las mantiene en constante alarma. Y Hungría, a su vez, aguarda la hora de que se le haga justicia. Nitti escribe a este respecto: Hungría es, entre los países vencidos, aquel que tiene el más profundo espíritu nacional: nadie cree que el pueblo húngaro, orgulloso y persistente, no se levante de nuevo; nadie admite que Hungría pueda vivir largamente bajo las duras condiciones del tratado de Trianón. Y, desde el cardenal arzobispo de Budapest hasta el último campesino, nadie se ha resignado al destino actual. El problema húngaro, en suma, se presenta como uno de los que más sensiblemente amenazan la paz de Europa. El tratado de Trianón no interesa directamente solo a Hungría y la Pequeña Entente. Interesa, igualmente, a Italia que tiende a una cooperación con Hungría; pero que es contraria a una eventual restauración de la unión austro-húngara. La historia de la gran guerra enseña, además, que cualquiera de los intrincadísimos conflictos de esta zona de Europa puede ser la chispa de una conflagración europea.

Europa siguió muy atentamente la política húngara durante el experimento comunista de Bela Kun. Hungría era entonces un foco de bolchevismo en el vértice de la Europa central y oriental. El problema húngaro se ofrecía grávido de peligros para el orden de Occidente. Ahogada la revolución comunista, languideció el interés europeo por las cosas húngaras. Los ecos del “terror blanco” lo reanimaron todavía por un período más o menos largo. Pero, durante este tiempo, la atención fue menos unánime. A las clases conservadoras de Europa no les preocupaba absolutamente la truculencia de la reacción húngara. El método marcial del almirante Nicolás Horthy contaba de antemano con su aprobación.
El almirante Horthy ejerce el gobierno de Hungría desde esa época. Su gobierno parece tener en un puño al pueblo magiar. ¿Qué otra cosa puede importar, seriamente, a la clase conservadora de Europa? Existe, es cierto, en Hungría, una crisis financiera que compromete muchos intereses de la finanza internacional. Hungría molesta un poco con el espectáculo de su bancarrota y de su pobreza. Pero para estas cuestiones menores tienen las potencias vencedoras a la Sociedad de las Naciones.
Horthy gobierna Hungría con el título de Regente. Hungría es, teóricamente, una monarquía. El almirante Horthy guarda su puesto al rey. Pero también esto es un poco teórico. Cuando en marzo de 1921 el rey Carlos, coludido con los hombres que gobernaban entonces en Francia, se presentó en Budapest a reclamar el poder, Horthy rehusó entregárselo. Su resistencia dio tiempo para que las protestas de la Pequeña Entente, de Italia y de Inglaterra -que, de otro modo, se habrían encontrado ante un hecho consumado- actuasen eficazmente contra esta tentativa de restauración. La Regencia de Horthy, por consiguiente, es una regencia bastante relativa.

¿A qué categoría, a qué tipo de gobernantes de la Europa contemporánea pertenece este almirante? Su clasificación no resulta fácil. Horthy no tiene similitud con los otros hombres de gobierno surgidos de la crisis post-bélica. No es un condottiero dramático de la reacción como Benito Mussolini. No es un estadista nato como Sebastián Benes. Es un marino y un funcionario del antiguo régimen austro-húngaro a quien la disolución del imperio de los Apsburgo y la caída de la república de Bela Kun, han colocado a la cabeza de un gobierno. El azar de una marea histórica lo ha puesto donde está. Todo su mérito -mérito de viejo marino- consiste en haberse sabido conservar a flote después del temporal. Por algunos rasgos de su personalidad, se emparenta extrañamente a la estirpe de los caudillos hispano-americanos. Por otros rasgos, se aproxima a la especie de los déspotas asiáticos. En todo caso, es un gobernante balkánico más bien que un gobernante occidental.

Un documento instructivo acerca de su psicología es la crónica de la aventura de marzo de 1921 escrita por Carlos de Apsburgo. Esta crónica, -dictada por Carlos a su secretario Karl Werkmann y publicada recientemente en un volumen de notas o memorias del difunto ex-emperador- proyecta una luz muy viva sobre la figura de Horthy y las causas del fracaso de la tentativa de restauración. Carlos cuenta cómo, después de haber atravesado en automóvil la frontera, munido de un pasaporte español, arribó a Steinamanger al palacio del arzobispo, a donde acudieron a rodearlo solícitos el coronel Lehar y otros personajes legitimistas. Confiado en la autoridad y la divinidad de su linaje, el heredero de los Apsburgo, sentía ganada la partida. No podía suponer a su vasallo Horthy capaz de negarse a devolverle el poder. De Steinamanger prosiguió viaje a Budapest en automóvil. Y, de improviso y de incógnito, traspuso el umbral del palacio regio. Una gran decepción lo aguardaba. En los semblantes de los pocos presentes notó hostilidad. Horthy lo recibió consternado. La entrevista duró dos horas. Fue una lucha por el poder -escribe Carlos- en la cual él, “desarmado frente a Horthy, tuvo que sucumbir, malgrado sus desesperados esfuerzos, a la infidelísima, traidora, y baja avidez del regente”.

Horthy comenzó por preguntar a su soberano qué cosa le ofrecía si le dejaba el gobierno. El heredero de la corona apenas podía creer lo que oía. Fingió haber comprendido mal. El Regente precisó categóricamente su pregunta: “-¿Qué me da S. M. en cambio? Este vulgar mercado nauseó al ex-emperador. Le dejó sin embargo ánimo para decir a Horthy que sería “su brazo derecho”. Mas el regente no era hombre de contentarse con una metáfora. Exigió una promesa más concreta. Carlos le prometió, sucesiva y acumulativamente, la confirmación del título de Duque que él mismo se había otorgado, el comando supremo del ejército y de la flota y el toisón de oro. Pero todo esto no fue suficiente para inducir a Horthy a retirarse. Se lo vedaba -decía- su juramento a la asamblea nacional. Combatiendo sus aprensiones, Carlos le aseguró que su reposición en el trono no traería ninguna grave molestia internacional. Le reveló que contaba con la palabra de un autorizadísimo personaje francés. El regente quiso conocer el nombre de este personaje. Declaró que este nombre, si realmente era autorizado, podía inducirlo a ceder. A instancias del rey, se comprometió a guardar el secreto y a rendirse ante la decisiva revelación. El monarca pronunció el misterioso nombre. Más nuevamente Horthy encontró una evasiva. No estaba aún madura la situación -decía- para la vuelta de Carlos a su trono. De incógnito, como había entrado, Carlos salió del palacio y de Budapest. En Steirnamanger, lo esperaba ya la noticia de que el gobierno había dado órdenes para obligarlo a abandonar Hungría.

¿Cómo escaló Horthy el poder? La historia es bastante conocida. La victoria aliada no solo produjo en Austria-Hungría, como en Alemania, el derrumbamiento del régimen. Produjo, además la disgregación del imperio, compuesto de pueblos heterogéneos a los que una prolongada convivencia, bajo el señorío de los Apsburgo, no había logrado fusionar nacionalmente. Hungría se independizó. El conde Miguel Karolyi asumió el poder con el título de presidente de la república. Su gobierno se apoyaba en los elementos demócratas y socialistas. Karolyi, que procedía de la aristocracia magiar, tenía una interesante historia de revolucionario y de patriota. Pero la política de las potencias vencedoras no le consintió durar en el poder. La revolución húngara se hallaba frente a difíciles problemas. El más grave de todos era el de las nuevas fronteras nacionales. El patriotismo de los húngaros se revelaba contra las mutilaciones que la Entente había decidido imponerle. En la imposibilidad de suscribir el tratado de paz que sancionaba estas mutilaciones, Karolyi resignó el poder en manos del partido social-democrático. Los leaders de este partido pensaron que, atacados de un lado por los reaccionarios y de otro por los comunistas, no tenían ninguna chance de mantenerse en el poder. Resolvieron, por tanto, entenderse con los comunistas. El partido comunista húngaro, dirigido por Bela Kun, era muy joven. Era un partido emergido de la revolución. Pero había conquistado un gran ascendiente sobre las masas y había atraído a su flanco a la izquierda de la social-democracia. Los social-democráticos, aconsejados por estas circunstancias, aceptaron el programa de los comunistas y les entregaron la dirección del experimento gubernamental. Nació, de este modo, la república sovietista húngara. Bela Kun y sus colaboradores trabajaron empeñosamente, durante los cuatro meses que duró el ensayo, por actuar su programa y construir, sobre los escombros del viejo régimen, el nuevo Estado socialista. La gran propiedad industrial fue nacionalizada. La gran propiedad agraria fue entregada a los campesinos organizados en cooperativas. Mas todo este trabajo estaba condenado al fracaso. El partido comunista, demasiado incipiente, carecía de preparación y de homogeneidad. Al partido social-democrático, que compartía con él las funciones del gobierno, le faltaban espíritu y educación revolucionarias. La burocracia sindical seguía, desganada y amedrentada, a Bela Kun. Y, sobre todo, la Entente acechaba la hora de estrangular a la revolución. Checo-Eslavia y Rumania fueron movilizadas contra Hungría. La república húngara se defendió denodadamente; pero al fin resultó vencida. Derrotado por sus enemigos de fuera, el comunismo no pudo continuar resistiendo a sus enemigos de dentro. Los social-democráticos pactaron con los agentes de la Entente. A cambio de la paz, la Entente exigía la sustitución del régimen comunista por un régimen democrático-parlamentario. Sus condiciones fueron aceptadas. Bela Kun dejó el poder a los leaders social-democráticos. No pudieron estos, empero, conservarlo. La ola reaccionaria barrió en cuatro días el endeble y pávido gobierno de la social-democracia. Y colocó en su lugar al gobierno de Horthy. La reacción, monarquista y tradicionalista, necesitaba un regente. Necesitaba también un dictador militar. Ambos oficios podía llenarlos un almirante de la armada de los Apsburgos. Su gobierno duraría el tiempo necesario para liquidar, con las potencias de la Entente, las responsabilidades y las consecuencias de la guerra y para preparar el camino a la restauración monárquica.

Horthy inauguró un período de “terror blanco”. Todos los actores, todos los fautores de la revolución, sufrieron una persecución sañuda, implacable, rabiosa. Una comisión de diputados británicos, encabezada por el coronel Wedgwood, que visitó Hungría en esa época, realizó una sensacional encuesta. El número de detenidos políticos era de doce mil. La delegación constató una serie de asesinatos, de fusilamientos y de masacres. Sus denuncias, rigurosamente documentadas, provocaron en Europa un vasto movimiento de protestas. Este movimiento consiguió evitar la ejecución de cinco miembros del gobierno de Bela Kun condenados a muerte.

El gobierno de Horthy inspira su política en los intereses de la propiedad agraria. Sus actos acusan una tendencia inconsciente a reconstruir en Hungría una economía medioeval. Bajo la regencia de Horthy, el campo domina a la ciudad. La industria, la urbe, languidecen. Hace tres años aproximadamente visité Budapest. Hallé ahí una miseria comparable solo a la de Viena. El proletariado industrial ganaba una ración de hambre. La pequeña burguesía urbana, pauperizada, se proletarizaba rápidamente. César Falcón y yo, discurriendo por los suburbios de Budapest, descubrimos a un intelectual -autor de dos libros de estética musical- reducido a la condición de portero de una “casa de vecindad”. Un periodista nos dijo que había personas que no podían hacer sino tres o cuatro comidas a la semana. Meses después la falencia de Hungría arribó a un grado extremo. El gobierno de Horthy reclamó la asistencia de los aliados. Desde entonces, Hungría, como Austria, se halla bajo la tutela financiera de la Sociedad de las Naciones. Y bajo la autoridad de los altos comisarios de la banca inter-aliada.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Don Miguel de Unamuno y el Directorio

Varios actos brutales del Directorio español -la aprehensión de don Miguel de Unamuno, la clausura del Ateneo de Madrid, el procesamiento del catedrático Jiménez de Asúa -tienen intensamente agitado y conmovido al público latino-americano. En varias capitales, las universidades, los ateneos y otras tribunas de la inteligencia, han emitido declaraciones de fervorosa solidaridad con el gran maestro y pensador de Salamanca y de acérrima censura a la dictadura marcial del general Primo de Rivera. Aquí mismo, en este rincón sudamericano tan sordo y gélido ha habido núcleos sensibles a esa vasta emoción internacional. Un numeroso grupo de escritores y artistas ha suscrito una protesta. La Federación de Estudiantes, la Universidad Popular y los Sindicatos Obreros han insurgido en defensa de la libertad y las prerrogativas del pensamiento.

Pero no debemos agotarnos y extenuarnos en un clamoreo de reivindicación y de protesta. Debemos, también investigar las causas y el proceso del hecho que nos solivianta y nos escandaliza. Desentrañar y definir su sentido histórico. Buscar el por qué de tanta violencia marcial del Directorio contra los mejores intelectuales de España.

Los intelectuales españoles han contribuido activamente al socavamiento del viejo régimen, a la descalificación de sus métodos y al descrédito de sus políticos. Se les atribuye, por eso, una participación sustantiva en la génesis de la actual dictadura. Y se juzga el advenimiento del Directorio como un suceso incubado al calor de sus conceptos.

¿Cómo es posible, entonces, que el Directorio libre contra esos intelectuales su más encarnizada batalla? La explicación es clara. Entre estos intelectuales y los generales del Directorio no existe ningún parentesco espiritual, ninguna consanguineidad histórica. Los intelectuales españoles denunciaron la incapacidad del régimen viejo y la corrupción de los partidos turnantes. Y propugnaron un régimen nuevo. Su actividad, voluntariamente o no, fue una actividad revolucionaria. El Directorio, en tanto, es un fenómeno inconfundible e inequívocamente reaccionario. Su objeto preciso es impedir que la revolución se actúe: su función es sustituir en la defensa del viejo orden social la complicada y desgastada autoridad del gobierno representativo y democrático con la autoridad tundente del gobierno absoluto y autocrático.

Los intelectuales y los militares españoles no han coincidido, en suma, sino en la constatación de la ineptitud del antiguo sistema. El móvil de esa constatación ha sido diverso. Los intelectuales han juzgado a la antigua clase gobernante inepta para adaptarse a la nueva realidad histórica: los militares la han juzgado inepta para defenderse de ella. El malestar de España era diagnosticado por unos y por otros desde puntos de vista inconciliables y enemigos. Los intelectuales condenaban a las averiadas facciones liberales: pero no propugnaban la exhumación de las facciones absolutistas, tradicionalistas. Se declaraban descontentos y quejosos del presente; pero no sentían ninguna nostalgia del pasado.

La propaganda y la crítica de los intelectuales ha aportado, a los más, un elemento negativo, pasivo, a la formación del movimiento de setiembre. Y, luego, los intelectuales no han saludado a los generales del Directorio como a los representantes de una clase política vital sino como a los sepultadores de una clase política decrépita.

El conflicto entre los intelectuales y el Directorio no ha tardado, por todo esto, en manifestarse. Además, el programa, la actitud y la fisionomía del nuevo gobierno han disgustado particularmente a los intelectuales desde que se han empezado a bosquejar. La composición de la clientela del Directorio ha desvanecido rápidamente en los menos perspicaces toda ilusión sobre el verdadero carácter de esta dictadura de generales. Exhumando a los más rancios y manidos personajes tradicionalistas, recurriendo a su asistencia y consejo, complaciéndose de su adhesión y de su amistad, el Directorio ha descubierto a todo España su estructura y su misión reaccionarias. Se ha inhabilitado para merecer o recibir la adhesión de la gente sin filiación y propensa a enamorarse de la primera novedad estruendosa y afortunada.

Los intelectuales se han visto empujados a un disgusto creciente. El Directorio se ha defendido a su crítica sometiendo a la prensa a una censura estricta. Pero la prensa no es la única ni la más pura tribuna del pensamiento. Desterrada de los periódicos y las revistas, la crítica de los intelectuales se ha refugiado en la universidad y en el ateneo. Y, no obstante la limitación de estos escenarios, su resonancia ha sido tan extensa, ha encontrado, un ambiente tan favorable a su propagación que el Directorio ha sentido la necesidad de perseguirla y reprimirla extremamente. Así han desembocado el Directorio y sus opositores en el conflicto contemporáneo.
Los actuales ataques del Directorio a la libertad de pensamiento, de prensa, de cátedra, etc., aparecen como una consecuencia de su política y de su función reaccionarias. No son medios ni resortes extraños a su praxis y a su ideario; sino congruentes y propios de este y de aquella. La reacción no ha usado en otros países coacciones y persecuciones tan violentas contra la libre actividad de la inteligencia porque no ha chocado con tanta resistencia de esta. Más aún, en otros países la reacción ha sabido crear estados de ánimo populares, ha sabido representar una pasión multitudinaria. En Italia, por ejemplo, el fascismo ha sido un movimiento de muchedumbres intoxicadas de sentimientos chauvinistas e imperialistas y sagazmente excitadas contra el socialismo y el proletariado. Timoneado por expertos demagogos y diestros agitadores, el fascismo ha movilizado contra la revolución a la clase media, cuyas pasiones y sentimiento ha explotado redomadamente.

Ahí, por tanto, la reacción ha dispuesto de los recursos morales precisos para contar con una numerosa clientela intelectual. En Francia ha acontecido otro tanto. La victoria ha generado una atmósfera favorable al desarrollo de un ánimo y una consciencia reaccionaria. Consiguientemente, una numerosa categoría intelectual ha tomado abiertamente partido contra la revolución. La reacción en estos y otros países ha conseguido captarse la adhesión o la neutralidad de una extensa zona intelectual. No se ha visto, por tanto, urgida a atacar los fueros de la inteligencia. En España, en cambio, el gobierno reaccionario no ha brotado de una corriente organizada de opinión ciudadana. Ha sido obra exclusiva de las juntas militares, progresivamente rebeladas contra el poder civil. Los somatenes no han tenido como los “fasci” la virtud de atraerse masas fanáticas y delirantes de voluntarios. La reacción española, en suma, ha carecido de los elementos psicológicos y políticos necesarios para formarse un séquito intelectual importante.

Pero estas consideraciones sobre la posición del pensamiento español ante el Directorio no definen, no contienen totalmente el caso de Unamuno. Unamuno no cabe dentro de un juicio global, panorámico, sobre la generación española a que pertenece. Una de las características de su inteligencia es la de tener un perfil muy personal, muy propio. A Unamuno no se le puede catalogar, fácilmente como un escritor de tal género y de tal familia. El pensamiento de Unamuno no solo tiene mucho de individualista sino, sobre todo, de individual. Unamuno, de otro lado, no es una de las grandes inteligencias de España sino de Europa, de Occidente. Su obra no es nacional sino europea, mundial. A ningún escritor español contemporáneo se conoce y se aprecia tanto en Europa como a Unamuno. Y este hecho no carece de significación. Indica, antes bien, que la obra de Unamuno refleja inquietudes, preocupaciones y actitudes actuales del pensamiento mundial. La literatura de otros escritores españoles -de Azorín verbigracia- que encuentra en Sud-América un ambiente tan favorable, no logra interesar seriamente a la crítica y a la investigación europeas. Apenas si la conoce y la explora uno que otro erudito. Aparece construida con elementos demasiado locales. Es, fuera de España, una literatura inactual y secundaria. Sus filtraciones europeas no han sido, pues, abundantes. Recuerdo la opinión de un crítico francés que ve en la obra de Azorín y de otro nada más que una prolongación y un apéndice de la obra de Larra. Larra, Azorín, etc., traducen un España malhumorada, malcontenta, melancólica, aislada de las corrientes espirituales del resto de Europa. Unamuno, en tanto, asume ante la vida una actitud original y nueva. Sus puntos de vista tienen una señalada afinidad espiritual con los puntos de vista de otros actualísimos escritores europeos. Su filosofía paradójica y subjetiva es una filosofía esencialmente relativista. Su arte tiende a la creación libre de la ficción; no se dirige a la traducción objetiva y patética de la realidad, como quería el decaído y superado gusto realista y naturalista. Unamuno, afirmando su orientación subjetivista ha dicho alguna vez que Balzac no pasaba su tiempo anotando lo que veía o escuchaba de los otros, sino que llevaba el mundo dentro de si. Y bien. Esta manera de pensar y de sentir es muy siglo veinte y es “muy moderna, audaz, cosmopolita”.

Unamuno no es ortodoxamente revolucionario, entre otras cosas porque no es ortodoxamente nada. No se compadece con su agreste individualismo el ideario más o menos rígido de un partido ni de una agrupación. Hace poco, respondiendo a una carta de Rivas Cherif que lo invitaba precisamente a presidir la acción de la intelectualidad joven, Unamuno escribía, entre otros conceptos, que “recababa la absoluta independencia de sus actos”. Estas razones psicológicas han alejado a Unamuno de las muchedumbres y de sus reivindicaciones. Pero el pensamiento de Unamuno ha tenido siempre un sentido revolucionario. Su [influencia, sobre todo, ha sido hondamente revolucionaria. Últimamente, la política del Directorio] había empujado a Unamuno más marcadamente aún hacia la Revolución. Su repugnancia intelectual y espiritual a la Reacción, y a su despotismo opresor de la Inteligencia, no había aproximado al proletariado y al socialismo. Una de sus más recientes actitudes ha sido socialista o, al menos, filosocialista. En este punto de su trayectoria lo han detenido el ultraje y la agresión brutales del Directorio.

José Ortega y Gasset, a propósito de la muerte de Mauricio Barrés, dice que la entrada de un literato en la política acusa escrúpulos de consciencia estéticos. “El argumento está muy seductoramente sostenido -como está siempre los argumentos de Ortega y Gasset- en un artículo ágil y elegante. Pero no es verdadero ni aún respecto de los literatos y artistas específicos. En los periódicos tempestuosos de la historia, ningún espíritu sensible a la vida puede colocarse al margen de la política. La política en esos períodos no es una menuda actividad burocrática, sino la gestación y el parto de un nuevo orden social. Así como nadie puede ser indiferente al espectáculo de una tempestad, nadie tampoco puede ser indiferente al espectáculo de una Revolución. La infidelidad al arte no es en estos casos [una cuestión de flaqueza estética sino una cuestión de sensibilidad histórica. Dante intervino ardorosamente en la política y esa] intervención no disminuyó, por cierto, el caudal ni la prestancia de su poesía. A los casos en que Ortega y Gasset apoya capciosamente su tesis se podría oponer innumerables casos que válidamente la aniquilan. ¿El contenido de la obra de Wagner no es, acaso, eminentemente político? ¿Y el pintor Courbet comprometió acaso, con su participación en la Comuna de su París, algo de su calidad estética? Actualmente, la trama del teatro de Bernard Shaw es, una trama política. Bernard Shaw, antiguo fabiano, marcha hoy hacia el comunismo. La Inteligencia y el Sentimiento no pueden ser apolíticos. No pueden serlo sobre todo en una época principalmente política. La gran emoción contemporánea es la emoción revolucionaria. ¿Cómo puede entonces, un artista, un pensador, ser insensible a ella? ¡Pobres almas ramplonas, impotentes, femeninas, aquellas que se duelen de que don Miguel de Unamuno haya abandonado la solemne austeridad de su cátedra de Salamanca para intervenir, batalladora y gallardamente, en la política de su pueblo! Nunca la personalidad de Unamuno ha sido tan admirable, tan mundial, tan contemporánea y tan fecunda.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Carta de César Moro, 7/1928

Respuesta dirigida al Gerente de la revista Amauta por la publicación de sus poemas:
París, julio de 1928
Gerente:
Has publicado mis poemas de una manera infame. Llenos de errores, sin los espacios marcados y suprimiendo líneas enteras. Pero a quién reclamar en Amauta? Merecías... pero es que mereces algo? Sigue publicando Peralta, Varallanos o Avellanos, de los Prados, mesas, catres, y roperos. Amauta es una revista histórica. El mejor jabón: Reuter! Específico sin rival para el pelo. Viva el tricófero de Barry! Abajo las pastillas rosadas del Sr. Richards! "Después de la función sírvase ud. pasar al Palais Concert".
Bueno, basta de chunga, Amauta es una revista con probabilidades.
Viva la Giunguina Laroche!!!

Moro, César

Últimas aventuras de la vida de don Ramón del Valle Inclán

Cierta vez bosquejé a algunos amigos en una plática íntima la “teoría de la barba biológica”. Mis proposiciones, aproximadamente, se resumían así: la barba decae, porque desaparecen sus razones biológicas, históricas. La barba tramonta porque es extraña a una civilización maquinista, industrial, urbana, cubista. La figura del hombre moderno no necesita esta decoración medioeval, inadecuada a sus gustos deportivos, a su movimiento, a su mecánica. La estética del hombre está, en el fondo, regida por las mismas leyes de la estética de los edificios. La necesidad, la utilidad, justifican y determinan sus elementos. La barba, en un hombre, debe ser como la columna, como la cariátide, en un palacio o un templo: debe ser necesaria. Está demás cuando no lo es. Hay personas que se dejan la barba porque creen que les sienta bien; otras, porque creen parecerse a sus antepasados. Estas barbas de carácter puramente hereditario o de origen exclusivamente estético, no son biológicas, no son arquitectónicas. Carecen de función vital. Es como si fueran postizas. Pero todas las reglas de nuestra edad, tienen excepciones. Un estado de pura civilización, no es posible sin muchas excepciones, vale decir sin variedad, sin diversidad. También en nuestra época nacen y crecen barbas biológicas.
La barba de don Ramón del Valle Inclán, aunque haya tenido un proceso mucho más ordenado, es de la misma estirpe. Tiene todos los atributos del buen espécimen de barba biológica. La barba de Valle Inclán es como su manquera. ¿Cómo habría podido Valle Inclán ser Valle Inclán sin su barba? (Entre los mitos de la Biblia el de la cabellera de Sansón me parece más eficaz que un tratado de biología). No es por acaso que el soneto de Rubén Darío comienza con el célebre verso: “Este gran don Ramón de las barbas de chivo”. El genio poético de Rubén Darío tenía que asir la personalidad de Valle Inclán por la barba, esto es por lo más vital de su figura.
Esta barba, que es uno de los más nobles ornamentos de España, uno de los más ultramodernos retintos y señeros atributos de su individualidad, ha comparecido hace poco ante un juez. Porque, muy donquijotesco, muy caballero, muy español como es, Valle Inclán está siempre dispuesto a romper una lanza por la justicia, contra los jueces y alguaciles. El haber gritado en un teatro contra una pieza mala, le ha validado un proceso. Un proceso que no ha sido sino un interrogatorio, en el cual Valle Inclán rehusó declarar su nombre, profesión y domicilio como cualquier anónimo. Era el juez el que debía decirle su nombre, porque mientras en la sala de la audiencia nadie ignoraba el de Valle Inclán, muy poco sabía sin duda el del magistrado que lo interrogaba. Valle Inclán declaró en su diálogo ser coronel-general de los ejércitos de España y se afirmó antidinástico.
Valle Inclán es tradicionalista, ultramoderno, por oposición a la España jesuíticamente constitucional, burocráticamente dinástica, falsamente liberal de don Alfonso XIII. Es o ha sido carlista; pero no a la manera de don Carlos ni de su líder Vásquez de la Mella. Ha sido carlista, por sentir el carlismo algo así como una reivindicación de caballero andante. En 1920, estaba hasta la médula con la Revolución Rusa, con Lenin, con Trotzky, con todos los grandes don quijotes de la época. De partir en guerra, lo habría hecho por los soviets, no por don Jaime. Y hoy mismo, interrogado sobre el porvenir del liberalismo por un diario español, ha respondido que un liberalismo iluminado debe hacerse socialista. El porvenir no será liberal sino socialista. Don Ramón no lo piensa como político sino como intelectual; lo siente como artista, lo intuye como hombre de genio. Este hombre de la España negra es el que más cerca está de una España nueva.
Los amigos y paisanos de Blasco Ibáñez andas quejosos de la manera desdeñosa y agresiva como Valle Inclán ha tratado la memoria de “Sangre y Arena”. Esta ha sido otra de las últimas aventuras de Valle Inclán. También, aunque no lo parezca, aventura, de viejo hidalgo, porque es muy de viejo hidalgo es guardar sus ojerizas y sus aversiones más allá de la muerte. La aversión de Valle Inclán a Blasco Ibáñez refleja un contraste profundo entre la España del ochocientos y la España inmortal y eterna. ¿Qué podía amar Valle Inclán en un Mediterráneo optimista, republicano, democrático, de gusto mesocrático y de ideales estandarizados, y sobre todo tan exentos de pasión y tan incapaz de tragedia?
La crítica nueva hará justicia a este gran don Ramón, pendenciero, arbitrario y quijotesco. Waldo Frank, en su magnífico libro “España Virgen”, -que tan justicieramente [pasa] por alto otro valores adjetivos, otros signos secundarios de la literatura española- destacan el carácter singularmente representativo, profundamente español, de Valle Inclán.

José Carlos Mariátegui La Chira

Nacionalismo y vanguardismo en la literatura y en el arte

I.
En el terreno de la literatura y del arte, quienes no gusten de aventurarse en otros campos percibirán fácilmente el sentido y el valor nacionales de todo positivo y auténtico vanguardismo. Lo más nacional de una literatura en siempre lo más hondamente revolucionario. I esto resulta muy lógico y muy claro.
Una nueva escuela, una nueva tendencia literaria o artística sus puntos de apoyo en el presente. Si no los encuentra perece fatalmente. En cambio las viejas escuelas, las viejas tendencias se contentan de representar los residuos espirituales y formales del pasado.
Por ende, solo concibiendo a la nación como una realidad estática se puede suponer un espíritu y una inspiración más nacionalista en los repetidores y rapsodas de un arte viejo que en los creadores o inventores de un arte nuevo. La nación vive en los precursores de su provenir mucho más que en los supérstites de su pasado.
Demostremos y expliquemos esta tesis con algunos hechos concretos. Las aserciones demasiado generales o demasiado abstractas tienen el peligro de parecer sofisticadas o, por lo menos, insuficientes.
II.
He tenido ya ocasión de sostener que en el movimiento futurista italiano no es posible no reconocer un gesto espontáneo del genio de Italia y que los iconoclastas que se proponían limpiar Italia de sus museos, de sus ruinas, de sus reliquias, de todas sus cosas venerables estaban movidos en el fondo por un profundo amor a Italia.
El estudio de la biología del futurismo italiano conduce irremediablemente a esta constatación. El futurismo ha representado, no como modalidad literaria y artística, sino como actitud espiritual, un instante de la conciencia italiana. Los artistas y escritores futuristas, insurgieron estrepitosa y destempladamente contra los vestigios del pasado, afirmaban el derecho y la aptitud de Italia para renovarse y superarse en la literatura y en el arte.
Cumplida esta misión, el futurismo cesó de ser, como en sus primeros tiempos, un movimiento sostenido por los más puros y altos valores artísticos de Italia. Pero subsistió es estado de ánimo que había suscitado. Y en este estado de ánimo se preparó, en parte, el fenómeno fascista, tan acendradamente nacional en sus raíces según sus apologistas. El futurismo se hizo fascista porque el arte no domina a la política. Y sobre todo porque fueron los fascistas quienes conquistaron Roma. Mas, con idéntica facilidad, se habría hecho socialista, si se hubiese realizado, victoriosamente, la revolución proletaria. Y en este caso, su suerte habría sido diferente. En vez de desaparecer definitivamente, como movimiento o escuela artística, (esta ha sido la suerte que le ha tocado bajo el fascismo) el futurismo habría logrado entonces un renacimiento vigoroso. El fascismo, después de haber explotado su impulso y su espíritu, ha obligado al futurismo a aceptar sus principios reaccionarios, esto es a renegarse a sí mismo teórica y prácticamente. La revolución, en tanto, habría estimulado y acrecentado su voluntad de crear un arte nuevo en una sociedad nueva.
Esta ha sido, por ejemplo, la suerte del futurismo en Rusia. El futurismo ruso constituía un movimiento más o menos gemelo del futurismo italiano. Entre ambos futurismos existieron constantes y estrechas relaciones. Y así como el futurismo italiano siguió al fascismo, el futurismo ruso se adhirió a la revolución proletaria. Rusia es el único país de Europa donde, como lo constata con satisfacción Guillermo de Torre, el arte futurista ha sido elevado a la categoría de arte oficial.
En Rusia esta victoria no ha sido obtenida a costa de una abdicación. El futurismo en Rusia ha continuado siendo futurismo. No se ha dejado domesticar como en Italia. Ha seguido sintiéndose factor del porvenir. Mientras en Italia el futurismo no tiene ya un solo gran poeta en plena beligerancia iconoclasta y futurista, en Rusia Mayakowski, cantor de la revolución, ha alcanzado en este oficio sus más perdurables triunfos.
III.
Pero para establecer más exacta y precisamente el carácter emocional de todo vanguardismo, tornemos a nuestra América. Los poetas nuevos de la Argentina constituyen un interesante ejemplo. Todos ellos están nutridos de estética europea. Todos o casi todos han viajado en uno de esos vagones de la Compagnie des Grands Expres Europeens que para Blaise Cendrars, Valery, Larbaur y Paul Morand son sin duda los vehículos de la unidad europea además de los elementos indispensables de una nueva sensibilidad literaria.
Y bien. No obstante esta impregnación de cosmopolitismo, no obstante su concepción ecuménica del arte, los mejores de estos poetas vanguardistas siguen siendo los más argentinos. La argentinidad de Girondo, Guiraldes, Borges, etc. no es menos evidente que su cosmopolitismo. El vanguardismo literario argentino se denomina “martinfierrismo” quien alguna vez haya leído el periódico de ese núcleo de artistas, Martín Fierro, habrá encontrado en él al mismo tiempo que los más recientes ecos del arte ultramoderno de Europa, los más auténticos acentos gauchos.
¿Cuál es el secreto de esta capacidad de sentir las cosas del mundo y del terruño? La respuesta es fácil. La personalidad del artista, la personalidad del hombre, no se realiza plenamente sino cuando sabe ser superior a toda limitación.
IV.
En la literatura peruana, aunque con menos intensidad, advertimos el mismo fenómeno. En tanto que la literatura peruana conservó un carácter conservador y académico, no supo ser real y profundamente peruana. Hasta hace muy pocos años, nuestra literatura no ha sido sino una modesta colonia de la literatura española. Su transformación, a este respecto como a otros, empieza con el movimiento “Colónida”. En Valdelomar se dio el caso de literato en quien se juntan y combinan el sentimiento cosmopolita y el sentimiento nacional. El amor snobista a las cosas y a las modas europeas no sofocó ni atenuó en Valdelomar el amor a las rústicas y humildes cosas de su tierra y de su aldea. Por el contrario, contribuyó tal vez a suscitarlo y exaltarlo.
Y ahora el fenómeno se acentúa. Lo que más nos atrae, lo que más nos emociona tal vez en el poeta César Vallejo es la trama indígena, el fondo autóctono de su arte. Vallejo es muy nuestro, es muy indio. El hecho de que lo estimemos y lo comprendamos no es un producto del azar. No es tampoco una consecuencia exclusiva de su genio. Es más bien una prueba de que, por estos caminos cosmopolitas y ecuménicos, que tanto se nos reprochan, nos vamos acercando cada vez más a nosotros mismos.

José Carlos Mariátegui La Chira

La lucha final

Magdeleine Marx, una de las mujeres de letras más inquietas y más modernas de la Francia contemporánea, ha reunido sus impresiones de Rusia en un libro que lleva este título: “C’est la lutte finale...” La Frase del canto de Eugenio Pottier adquiere un relieve histórico. “¡Es la lucha final!”
El proletariado ruso saluda la revolución con este grito que es el grito ecuménico del proletariado mundial. Grito multitudinario de combate y de esperanza que Magdeleine Marx ha oído en las calles en las calles de Moscú y que yo he oído en las calles de Roma, de Milán, de Berlín, de París, de Viena y de Lima. Toda la emoción de una época está en él. Las muchedumbres revolucionarias creen librar la lucha final.
¿La libran verdaderamente? Para las escépticas criaturas del orden viejo esta lucha final es sólo una ilusión. Para los fervorosos combatientes del orden nuevo es una realidad. Au dessus de la melée, una nueva y sagaz filosofía de la historia nos propone otro concepto: ilusión y realidad. La lucha final de la estrofa de Eugenio Pottier es, al mismo tiempo, una realidad y una ilusión.
Se trata, efectivamente, de la lucha final de una época y de una clase. El progreso -o el proceso humano- se cumple por etapas. Por consiguiente, la humanidad tiene perennemente la necesidad de sentirse próxima a una meta. La meta de hoy no será seguramente la meta de mañana; pero, para la teoría humana en marcha, es la meta final. El mesiánico milenio no vendrá nunca. El hombre llega para partir de nuevo. No puede, sin embargo, prescindir de que la nueva jornada es la jornada definitiva. Ninguna revolución prevé la revolución que vendrá después, aunque en la entraña porta su germen. Para el hombre, como sujeto de la historia, no existe sino su propia y personal realidad. No le interesa la lucha abstractamente sino su lucha concretamente. El proletariado revolucionario, por ende, vive la realidad de una lucha final. La humanidad, en tanto, desde un punto de vista abstracto, vive la ilusión de una lucha final.
II.
La revolución francesa tuvo la misma idea de su magnitud. Sus hombres creyeron también inaugurar una era nueva. La Convención quiso gravar para siempre en el tiempo, el comienzo del milenio republicano. Pensó que la era cristiana y el calendario gregoriano no podían contener a la República. El himno de la revolución saludó el alba de un nuevo día: “le jour de gloire est arrivé”. La república individualista y jacobina aparecía como el supremo desiderátum de la humanidad. La revolución se sentía definitiva e insuperable. Era la lucha final. La lucha final por la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad.
Menos de un siglo y medio ha bastado para que este mito envejezca. La Marsellesa ha dejado de ser un canto revolucionario. El “día de la gloria” ha perdido su prestigio sobrenatural. Los propios factores de la democracia se muestran desencantados de la prestancia del parlamento y del sufragio universal. Fermenta en el mundo otra revolución. Un régimen colectivista pugna por reemplazar el régimen individualista. Los revolucionarios del siglo veinte se aprestan a juzgar sumariamente la obra de los revolucionarios del siglo dieciocho.
La revolución proletaria es, sin embargo, una consecuencia de la revolución burguesa. La burguesía ha creado, en más de una centuria de vertiginosa acumulación capitalista, las condiciones espirituales y materiales de un orden nuevo. Dentro de la revolución francesa se anidaron las primeras ideas socialistas. Luego, el industrialismo organizó gradualmente en sus usinas los ejércitos de la revolución. El proletariado, confundido antes con la burguesía en el estado llano, formuló entonces sus reivindicaciones de clase. El seno pingüe del bienestar capitalista alimentó el socialismo. El destino de la burguesía quiso que ésta abasteciese de ideas y de hombres a la revolución dirigida contra su poder.
III.
La ilusión de la lucha final resulta, pues, una ilusión muy antigua y muy moderna. Cada dos, tres o más siglos, esta ilusión reaparece con distinto nombre. Y, como ahora, es siempre la realidad de una innumerable falange humana. Posee a los hombres para renovarlos. Es el motor de todos los progresos. Es la estrella de todos los renacimientos. Cuando la gran ilusión tramonta es porque se ha creado ya una nueva realidad humana. Los hombres reposan entonces de su eterna inquietud. Se cierra un ciclo romántico y se abre el ciclo clásico. En el ciclo clásico se desarrolla, estiliza y degenera una forma que, realizada plenamente, no podrá contener en sí las nuevas formas de la vida. Sólo en los casos en que su potencia creadora se enerva, la vida dormita, estancada, dentro de una forma rígida, decrépita, caduca. Pero estos éxtasis de los pueblos o de las sociedades no son ilimitados. La somnolienta laguna, la quieta palude, acaba por agitarse y desbordarse. La vida recupera entonces su energía y su impulso. La India, la China, la Turquía contemporáneas son un ejemplo vivo y actual de estos renacimientos. El mito revolucionario ha sacudido y ha reanimado, potentemente, a esos pueblos en colapso.
El Oriente se despierta para la acción. La ilusión ha renacido en su alma milenaria.
IV.
El escepticismo se contentaba con contrastar la irrealidad de las grandes ilusiones humanas. El relativismo no se conforma con el mismo negativo e infecundo resultado. Empieza por enseñar que la realidad es una ilusión; pero concluye por reconocer que la ilusión es, a su vez, una realidad. Niega que existan verdades absolutas: pero se da cuenta de que los hombres tienen que creer en sus verdades relativas como si fueran absolutas. Los hombres han menester de certidumbre. ¿Qué importa que la certidumbre de los hombres de hoy no sea la certidumbre de los hombres de mañana? Sin un mito los hombres no pueden vivir fecundamente. La filosofía relativista nos propone, por consiguiente, obedecer a la ley del mito.
Pirandello, relativista, ofrece el ejemplo adhiriéndose al fascismo. El fascismo seduce a Pirandello porque mientras la democracia se ha vuelto escéptica y nihilista, el fascismo representa una fe religiosa, fanática, en la Jerarquía y la Nación. (Pirandello que es un pequeño-burgués siciliano, carece de aptitud psicológica para comprender y seguir el mito revolucionario). El literato de exasperado escepticismo no ama en la política la duda. Prefiere la afirmación violenta, categórica, apasionada, brutal. La muchedumbre, más aún que el filósofo escéptico, más aún que el filósofo relativista, no puede prescindir de un mito, no puede prescindir de una fe. No le es posible distinguir sutilmente su verdad de la verdad pretérita o futura. Para ella no existe sino la verdad. Verdad absoluta, única, eterna. Y, conforme a esta verdad, su lucha es, realmente, una lucha final.
El impulso vital del hombre responde a todas las interrogaciones de la vida antes que la investigación filosófica. El hombre iletrado no se preocupa de la relatividad de su mito. No le sería dable siquiera comprenderla. Pero generalmente encuentra, mejor que el literato y que el filósofo, su propio camino. Puesto que debe actuar, actúa. Puesto que debe creer, cree. Puesto que debe combatir, combate. Nada sabe de la relativa insignificancia de su esfuerzo en el tiempo y en el espacio. Su instinto lo desvía de la duda estéril. No ambiciona más que lo que puede y debe ambicionar todo hombre: cumplir bien su jornada.

José Carlos Mariátegui La Chira

George Brandes

Casi simultáneamente nos llegan los ecos de dos funerales europeos: el de George Brandes el de Rainer María Rilke. Los dos, el crítico danés y el poeta alemán, pertenecían a la estirpe, cara a Goethe y a Nietzche, de los buenos europeos. George Brandes, sobre todo, puso su mayor empeño en adquirir y merecer este título. El estudio de la obra de Ibsen, que fue uno de los primeros en explicar a Europa, le reveló lo difícil que es para un escritor superar las barreras de su idioma, cuando este no es un idioma muy difundido. Brandes resolvió escapar a esas barreras, escribiendo en alemán. Dominaba el alemán, el francés y el inglés como su lengua propia. Del francés decía que sería siempre para él la lengua de los artistas y de los hombres libres. Protestó siempre contra las limitaciones de todo nacionalismo.
No se le define, sin embargo, cuando se le llama internacionalista. Más que internacionalista era antes un europeista. El internacionalismo del siglo diecinueve -, y Brandes se sintió siempre un hijo de su siglo- tuvo sus fronteras, que si no fueron, precisamente, las de un continente, fueron las de una raza: la raza blanca. Lo que descubrió este siglo no fue la solidaridad de todos los pueblos, sino la solidaridad de los pueblos blancos. El sello occidental o blanco del internacionalismo de esos tiempos está impreso hasta en la práctica de las internacionales obreras.
Judío, Brandes procedía de una raza que parece predestinada para empresas universales y ecuménicas y a la que los nacionalismos europeos miran con encono por esta aptitud o destino. Pero Brandes se mantuvo a cierta distancia del mesianismo mundiales. Estaba demasiado enamorado de Occidente y, más que de Occidente, de Europa, para que lo atrajeran dormidas culturas y aletargadas razas.
Los rasgos esenciales de George Brandes son su individualismo y su racionalismo. Bajo este aspecto, fue también un hijo de su siglo. No entendió nunca el demos, ni amó jamás la masa. El culto de los héroes ocupó perenne y ardientemente su espíritu. Le tocó, sin embargo, pensar y obrar como un representante de un siglo de democracia burguesa y liberal. Pero no aceptó el título de demócrata, sin vacilaciones y sin escrúpulos, provenientes de su convicción de que ninguna gran idea, ninguna gran iniciativa habían emanado nunca de las masas. “El gran hombre -afirmaba- no es el resumen de la civilización ya existente, es la fuente y el origen de un estado nuevo de civilización”. Por eso prefería titularse radical. Su famoso estudio sobre Nietzche, de quien fue grande y devoto amigo, se subtitulaba “Ensayo sobre el aristocratismo radical”.
Por su individualismo y por su racionalismo, George Brandes no podía amar este siglo, contra el cual empezó a malhumorarse de la propagación desde la filosofía bergsoniana. En una entrevista con Federico Lefevre, de hace dos años, recordaba el mismo una frase suya, pronunciada dos años atrás en su conferencia en Londres: “La intuición, he aquí una cualidad que hay que dejar a los admiradores de MR. Bergson”. Su racionalismo ochocentista, reaccionaba agriamente contra toda tentativa de disminuir el imperio de la razón. El freudismo era una de las corrientes de este siglo que más le disgustaba. No obstante el vínculo racial del judaísmo, -que juntó sus hombres en el comité de dirección de “La Revue Juive”- Brandes trataba con pocas consideraciones a Freud, cuyas teorías calificó una vez de “fantasías obscenas e inhumanas”. Así como la intuición debía ser dejada a los admiradores de Bergson, el psico-análisis debía abandonarse a sus cultivadores de América. Para Brandes, el hombre de pensamiento más grande de hoy era, sin disputa, Einstein. ¿Por qué? No es difícil adivinarlo. Porque en Einstein reconocía, ante todo, un representante del racionalismo. Todas sus conclusiones -decía- son verificables.
George Brandes no podía, absolutamente, comprender esta época, que repudiaba en bloque. Su criticismo ochocentista, descendiente en parte del de Renán, -sobre escribió fervorosas e inteligentes páginas, en sus buenos tiempos,- se había tornado un pesimismo negativo, no menos radical que su antiguo aristocratismo. El bolchevismo y el fascismo eran para Brandes fenómenos totalmente ininteligibles. El naufragio de sus viejos y caros ideales lo hacía pensar que no quedaban más ideales en el mundo ni en Europa. Al periodista norteamericano Clair Price, que lo entrevistó poco antes de su muerte, le confesó todo su desencanto, más que crepuscular, apocalíptico. “¡Europa! ¿Existe aún la idea de Europa?” Brandes no hablaba como si con él se acabara una época, sino como si con [él] se acabara Europa.
No hay que sorprenderse, pues, de que los intelectuales de hoy lo mirasen con un sobreviviente del siglo XX. Extremando este juicio, o asimilando al del propio Brandes, Clair Price lo llamaba “un europeo que ha sobrevido a Europa”. Otros escritores contemporáneos, más distantes de su espíritu y de su mentalidad, -porque repudian por herético cuando no por estúpido el siglo diecinueve. Pareció a los hiperbóreos la síntesis terinitaria de Voltaire-Taine-Heine. Hizo carrera como revelador y apóstol de Ibsen, Nietzche, Strindberg, etc., pero no consiguió jamás descubrirse a sí mismo y los últimos apóstoles de su gloria danesa reblandecer solo”.
Papini cometía la más grande injusticia, en este juicio sumario al confinar la figura y la obra de Brandes dentro de los confines de Dinamarca. Desterrado en su juventud de su país, donde su radicalismo chocaba con los residuos del fariseismo conservador, en su vejez le faltado también a la gloria de Brandes la ratificación de la mayoría de los suyos. Nacionalistas y revolucionarios lo declaran distante y extraño a ellos.
Pero el nombre de Brandes queda, de toda suerte, escrito honrosamente en el escalofón intelectual del siglo diecinueve. Su obra capital, seis volúmenes sobre las grandes corrientes de este siglo, -aunque no abarcan, propiamente, sino su primera mitad- le asegura un puesto de honor en su tiempo. Y tiene, además, Brandes un mérito que nadie puede contestarle: su intransigente y apasionada fidelidad a sus ideales. En esta época en que ante la novedad reaccionaria, abdican tantos viejos representantes del pensamiento demo-burgués, ese mérito hace particularmente respetable la figura de Brandes, el “buen europeo” que no quiso jamás renegar este título.

José Carlos Mariátegui La Chira

Panait Istrati

Durante la temporada de invierno de 1923-24, en la Costa Azul, Panait Istrati ejercía en Niza el oficio de fotógrafo ambulante. Los pingües burgueses y las adobadas “poules” que le miraron entonces, desde el mórbido interior de sus limousines, en la promenade des Anglais, no sospechaban que en este rumano vagabundo y anónimo madurara a la sazón de un escritor famoso. No les hagamos ningún reproche por esto. Es difícil, sobretodo para un burgués o para una “poule” de Niza, presentir en un fotógrafo de un paseo público a un hombre en trance de seducir y poseer a la fama.
Meses después aparecía en la colección de “prosadores contemporáneos” -de F. Rieder y Cia. Editores-, el primer libro de Panait Istrati: “Kyra Kyralina”. Y este primer volumen de “Les recits d’Adrien Zograffi”, bastaba un poco de tiempo para revelar, a París primero, a Europa después, un gran artista. Y no se trataba esta vez de un arte venéreo, para estar más a la moda, homosexual. No se trataba esta vez incubado en el mundo penumbroso y ambiguo de Proust. Se trataba de un arte fuerte, nutrido de pasión, henchido de infinito, venido de oriente, que hundía sus recias y ávidas raíces en otros estratos humanos. La figura del autor tenía, además, para unos, un gran interés humanos, para otros sólo un gran interés novelesco. Panait Istrati había estado a punto de morir sin publicar jamás una línea. Su vida, su destino, no le habían dado nunca tiempo de averiguar si en él se agitaba inexpresado, latente, un literato. Panait Istrati se había contentado siempre con saber y sentir que en él se agitaba, ansioso de liberación, sediento de verdad, un hombre. Un día, hundido por la miseria, atormentado por su inquietud, había intentado degollarse. Con el cuerpo del suicida agonizante la policía encontró una carta a Romain Rolland. Esta carta estaba destinada a descubrir y a salvar, en el vagabundo rumano, un artista altísimo. Desesperado esfuerzo del deseo y del afán de creación que latía en el fondo del alma tormentosa del suicida, una vez cumplido no podía perderse. Tenía que hacer surgir en este hombre una nueva y vehemente voluntad de vivir. Panait Istrati quiso suicidarse. Pero el suicidio despertó en él fuerzas hasta entonces sofocadas. El suicidio fue su renacimiento. “Yo he sido pescado con caña en el océano social por el pescador de Villenueve”, escribe Panait Istrati, con un poco de humarismo trágico en el prefacio de “Kyra Kyralina”.
Romain Rolland nos cuenta así la novela de Istrati:
“En los primeros días de enero de 1921 me fue transmitida una carta del Hospital de Niza. Había sido encontrada sobre el cuerpo de un desesperado que acababa de cortarse la garganta. Se tenía poca esperanza de que sobreviviese a su herida. Yo leí, y fui impresionado por el tumulto del genio. Un viento ardiente sobre la llanura. Era la confesión de un nuevo Gorki de los países Balkánicos. Se acertó a salvarlo. Yo quise conocerlo. Una correspondencia se anudó. Nos hicimos amigos”.
“Se llama Istrati. Nació en Braila, en 1884, de un contrabandista griego a quien no conoció nunca, y de una campesina rumana, una admirable mujer, que le consagró su vida. Malgrado su afecto por ella, la dejó a los doce años, empujado por un demonio de vagabundaje o más bien por la necesidad devorante de conocer y de amar. Veinte años de vida errante, de extraordinarias aventuras, de trabajos extenuantes, de andanzas y de penas, quemados por el sol, calado por la lluvia, sin albergue, acosado por las guardias de la noche, hambriento, enfermo, poseído por pasiones, presa de la miseria. Hace todos los oficios: Mozo de bar, pastelero, cerrajero, mecánico, jornalero, descargador, pintor de carteles, periodista, fotógrafo. Se mezcla durante un tiempo a los movimientos revolucionarios. Recorre Egipto, Siria, Jaffa, Beyrouth, Damasco y el Líbano, el Oriente, Grecia, Italia, frecuentemente sin un centavo, escondiéndose una vez en un barco, donde se le descubre en el camino y de donde se le arroja a la costa en la primera escala. Vive despojado de todo, pero almacena un mundo de recuerdos y engaña muchas veces su alma leyendo vorazmente, sobre todo a los maestros rusos y a los escritores del Occidente”......
En esta vida de aventuras y de dolor, Panait Istrati ha acumulado los materiales de su literatura. Su literatura que no tiene la fatiga ni la laxitud ni la elegancia de la literatura de moda. Si literatura contrasta con la estilizada y exquisita neurastenia de la literatura de las urbes de Occidente. Su arte es verdaderamente supra-realista. Pero su supra-realismo es de una calidad y de un espíritu diferente de los de la escuela que acapara en nuestra época la representación de esta tendencia. El supra-realismo de Istrati, como el del Grosz, está impreso en la caridad humana.
Romain Rolland dice que Istrati es un cuentista de Oriente, un cuentista nato. Esta observación define penetrantemente uno de los lados del arte de Istrati. Los dos libros que Istrati ha publicado hasta ahora: “Kyra Kyralina” y “Oncle Anghel” -pertenecen a una serie “Les recits d’Adrien Zograffi”. Lo mismo que el tercero –“Les Haidoues”- que la revista “Europe”, de París, nos ha hecho pregustar en un magnífico fragmento. En estos libros se eslabonan, maravillosamente, orientalmente, las narraciones. El autor narra. El personaje narra. Una narración contiene y engendra otra. A los personajes de Istrati no se les ve vivir su vida; se les oye contarla. Y así están más presentes. Así son más vivientes. Pero esto no es sino el procedimiento. La obra de Istrati tiene méritos más esenciales y sustantivos. Los tres cuentos de “Kyra Kyralina”componen una admirable, una vigorosa, una potente novela. Yo no conozco en la literatura novísima una obra tan noble, tan humana, tan fuerte como la de Istrati. Este hombre nos acerca a veces al misterio. Pero es entonces cuando nos acerca también más a la realidad. No hay sombras, no hay fantasmas, no hay duendes, no hay silencios ni mutis teatrales en sus novelas. Hay un soplo de fatalidad y de tragedia que nace en la vida misma. El hombre, en estas novelas, cumple su destino. Pero su destino no tiene una trayectoria inexorable ordenada por los dioses. El hombre es responsable, en parte, de su vida. El tío Anghel sabe que expía su pecado. Sin embargo, es más culpable, más poderosa es, siempre, la injusticia humana. Stavro, otro agonista del mundo de Istrati, luchó por salvarse. No encontró quién lo ayudara. Todos los hombres, todas las costumbres, todas las leyes, parecían complotar sorda é impecablemente para perderlo Istrati se rebela contra la justicia de los hombres. Y se revela también contra la justicia de Dios. Su prosa tiene a veces acentos bíblicos. Uno de sus críticos ha dicho que Istrati ha escrito de nuevo el libro de Job. El tío Anghel, en verdad, sufre estoicamente como el santo varón de la Biblia. Pero al contrario de Job, el tío Anghel es un rebelde. Y se pudre y se muere estoicamente, sin que Dios le devuelva, en la tierra, ni su ventura, ni su mujer, ni sus hijos, ni su hacienda.

José Carlos Mariátegui La Chira

Tres libros de Panait Istrati sobre la U.R.S.S.

Es notoria mi admiración por el autor de “Kyra Kyralina” y “Oncle Anghel”. Hace cinco años, meses después de la publicación en francés de estos dos libros, saludé jubilosamente la aparición de Panait Istrati, como la de un novelista extra-ordinario. Me interesaba en Panait Istrati, tanto como el artista, el hombre, aunque era la sugestión del artista, -la potencia genial de algunas páginas de “Oncle Angel” sobre todo- la que me revelaba, mejor que ninguna anécdota, el alma apasionada y profunda del hombre. Este artículo tuvo cierta fortuna. Panait Istrati, súbitamente descubierto por Romain Rolland y “Europe”, no era aún conocido en Hispano América. Reproducida mi crónica en varios periódicos hispano-americanos, supe que era la primera que se escribía en estos países sobre Panait Istrati, a quien no he cesado después de testimoniar una simpatía y una atención que, sin duda, no han pasado inadvertidos a mis lectores. Los volúmenes de la serie de relatos de Adrián Zograffi que siguieron a Kyra Kyralina y Tio Angel, confirman plenamente las dotes de narrador, de cuentista oriental, -de Panait Istrati.
Recuerdo este antecedente como garantía de la rigurosa equidad de mi juicio sobre los tres volúmenes que Panait Istrati acaba de publicar en París sobre la Rusia de los Soviets (Vers l’Autre Flamme: “Soviets 1929”, Apres seize mois dans la URSS y “La Rusie Nue”: Editions Rieder, 1929). La “Nouvelle Revue Francaise” adelantó a sus lectores, en su número de octubre, un capítulo del segundo de estos volúmenes, el que mejor define el espíritu de inesperada requisitoria de Panait Istrati contra el régimen soviético. En este capítulo, Istrati expone el caso del obrero Rousakov a quien el conflicto con los vecinos malquerientes ha costado la expulsión del Sindicato, la pérdida de su trabajo, un proceso fastinatorio y una condena injusta, cuya revocación no han obtenido los esfuerzos de Panait Istrati. Rousakov, adverso a la actual política soviética, es suegro de un miembro activo y visible de la oposición trotzkysta, el escrito Víctor Serge, bien conocido en Francia por su obra de divulgación y crítica de la nueva literatura rusa en las páginas de “Clarté” y otras revistas. La hostilidad de sus vecinos se ha aprovechado de esta circunstancia para prevenir contra él a todos los organismos llamados a juzgar su caso. Una resolución del Comité del edificio contra el padre político de Víctor Serge, acusado de haber agredido con su familia a una antigua militante y funcionaria del Partido, en ocasión de una visita al departamento de los Rousakov, ha sido la base de todo un proceso judicial y político. La relativa holgura del albergue de los Rousakov que disponían de un departamento de varias piezas en esta época de crisis de alojamientos, hacía que se les mirase con envidia por un vecindario que no les perdonaba, además su oposición al régimen y que, en todo caso, contaban con explotarla ante la burocracia soviética para arrebatarles las habitaciones codiciadas. Panait Istrati, amigo fraternal de Víctor Serge, ha sentido en su propia carne la persecución desencadenada contra Rousakov por la declaración hostil de sus convecinos. La burocracia en la URSS, como en todo el mundo, no se distingue por su sensibilidad ni por su vigilancia. Una de las campañas del partido Comunista, léase del Estado Soviético, es como el propio Panait Istrati lo anota, la lucha contra la burocracia. Y el caso de Rousakov, como Panait Istrati lo expone, es un caso de automatismo burocrático. Rousakov ha sido víctima de una injusticia. Panait Istrati, que entiende y practica la amistad con el ardor que sus novelas traducen, fracasado en el intento de que se reparase ampliamente esta injusticia, rehabilitando de modo completo a Rousakov, ha experimentado la más violenta decepción respecto al orden soviético. Y, por este caso, enjuicia todo el sistema comunista.
Su reacción no es incomprensible para quien pondere sagazmente los datos de su temperamento y de su formación intelectual y sentimental. Panait Istrati tiene una mentalidad y una psicología de “revolte”, de rebelde, no de revolucionario, en un sentido ideológico y político del término. Su existencia ha sido la de un vagabundo, la de un bohemio, y esto ha dejado huellas inevitables en su espíritu. Su simpatía por el “naiduc” se nutre de sus sentimientos de “hors la loi”. Estos sentimientos, que pueden producir una obra artística, son esencialmente negativos cuando se trata de pasar a una obra política. El verdadero revolucionario es, aunque a algunos les parezca paradójico, un hombre de orden. Lenin lo era en grado eminente. No despreciaba nada tanto como el sentimentalismo humanitario y subversivo. Panait Istrati podría haber amado durante el orden soviético, pero fuera de él, bajo la posesión incesante del orden capitalista, contra el que ha sido y sigue siendo insurgente. Lo demuestra claramente el segundo volumen de “Vers L’Autre Flamme”.
Istrati confiesa en él que su entusiasmo por la obra soviética se mantuvo intacto hasta algún tiempo después de su regreso a Rusia, a continuación de una accidentada visita a Grecia, de donde salió expulsado como agitador. Toda su reacción antisoviética corresponde a los últimos meses de su segunda estada en la URSS. Si Panait Istrati hubiese escrito sus impresiones sobre Rusia sin más documentación y experiencia que las de su primera estada, su libro hubiera sido una fervorosa defensa a la obra de los Soviets. Él mismo habría sido el carácter de su obra, si su segunda estada no la hubiese prolongado hasta hacer inevitable el choque de su temperamento impaciente y apasionado de “revolté” con los lados más prosaicos e inferiores de la edificación del socialismo.
Panait Istrati ha escrito estos libros en unión de un colaborador anónimo, cuyo nombre no revela por ahora a causa de que carece de la autoridad del de Istrati para obtener la atención del público. No es posible decidir hasta qué punto esta colaboración, que tal vez Istrati superestima por sentimiento de amistad, afecta la unidad, la organicidad de esta requisitoria. Lo evidente es que el reportaje contenido en estos tres volúmenes está aún formalmente, muy por debajo de la obra de novelista del autor de los tres relatos de Adrián Zograffi. Todo el material que acumulan Istrati y su colaborador incógnito contra el régimen soviético, es un material anecdótico. No faltan, en estos volúmenes, -mejor en los dos primeros- algunas explicaciones de las declaraciones a favor de la obra soviética; pero el conjunto, dominado por la rabia de su decepción sentimental, se identifica absolutamente con la tendencia pueril a juzgar un régimen político, un sistema ideológico, por un lío de casas de vecindad.

José Carlos Mariátegui La Chira

La realidad y la ficción

La fantasía recupera sus fueros y sus posiciones en la literatura occidental. Oscar Wilde resulta un maestro de la estética contemporánea. Su actual magisterio no depende de su obra ni de su vida sino de su concepción de las cosas y del arte. Vivimos en una época propicia a sus paradojas. Wilde afirmaba que la bruma de Londres había sido inventada por la pintura. No es cierto, decía, que el arte copie a la Naturaleza. Es la Naturaleza que copia al arte. Massimo Bontempelli, en nuestros días, extrema esta tesis. Según una bizarra teoría Bontempelliana, sacada de una meditación de verano en una aldea de montaña, la tierra en su primera edad era casi exclusivamente mineral. No existían sino el hombre y la piedra. El hombre se alimentaba de sustancias minerales. Pero su imaginación descubrió los otros dos reinos de la naturaleza. Los árboles, los animales fueron imaginados por los artistas. Seres y plantas, después de haber existido idealmente en el arte, empezaron a existir realmente en la naturaleza. Amueblado así el planeta, la imaginación del hombre creó nuevas cosas. Aparecieron las máquinas. Nació la civilización mecánica. La tierra fue electrificada y mecanizada. Mas, después de que el maquinismo hubo alcanzado su plenitud, el proceso se repitió a la inversa. Minerales, vegetales, máquinas, etc. fueron reabsorbidos por la naturaleza. La tierra se petrificó, se mineralizó gradualmente, hasta volver a su primitivo estado. Esta evolución se ha cumplido muchas veces. Hoy en el mundo está una vez más en su periodo de mecánica y maquinismo.
Bontempelli es uno de los literatos más en boga de la Italia contemporánea. Hace algunos años, cuando en la literatura dominaba el verismo, su libro habría tenido una suerte distinta. Bontempelli, que en sus comienzos fue más o menos clasicista, no los habría escrito. Hoy es un pirandelliano; ayer habría sido un d’annunziano.
¿Un d’annunziano? ¿Pero en D’Annunzio no encontramos también más ficción que realismo? La fantasía de D’Annunzio está más en lo externo que en lo interno de sus obras. D’Annunzio vestía fantástica, bizantinamente sus novelas; pero el esqueleto de estas no se diferenciaba mucho de las novelas naturalistas. D’Annunzio trataba de ser aristocrático; pero no se atrevía a ser inverosímil. Pirandello en cambio, en una novela desnuda de decorado, sencilla de forma, como “El difunto Matías”, presentó en caso que la crítica tachó en seguida de extraordinario e inverosímil, pero que, años después, la vida reprodujo fielmente.
El realismo nos alejaba en la literatura de la realidad. La experiencia realista no nos ha servido sino para demostrarnos que sólo podemos encontrar la realidad por los caminos de la fantasía. Y esto ha producido el suprarrealismo que no es sólo una escuela o un movimiento de la literatura francesa sino una tendencia, una vía de la literatura mundial. Suprarrealista es el italiano Pirandello. Suprarrealista es el norte-americano Waldo Frank. Suprarrealista es el rumano Panait Istrati. Suprarrealista es el ruso Boris Pilniak. Nada importa que trabajen fuera y lejos del manípulo suprarrealista que acaudillan en París Aragón, Bretón, Elouard y Soupault.
Pero la ficción no es libre. Más que a descubrirnos lo maravilloso parece destinada a revelarnos lo real. La fantasía, cuando no nos acerca a la realidad, nos sirve bien poco. Los filósofos se valen de conceptos falsos para arribar a la verdad. Los literatos usan la ficción con el mismo objeto. La fantasía no tiene valor sino cuando crea algo real. Esta es su limitación. Este es su drama.
La muerte del viejo realismo no ha perjudicado absolutamente el conocimiento de la realidad. Por el contrario, lo ha facilitado. Nos ha liberado de dogmas y de prejuicios que lo estrechaban. En lo inverosímil hay a veces más verdad, más humanidad que en lo verosímil. En el abismo del alma humana cala más hondo una farsa inverosímil de Pirandello que una comedia verosímil del señor Capus. Y “El estupendo cornudo” del genial Fernando Crommelynk vale, ciertamente, más que todo el mediocre teatro francés de adulterios y divorcios a que pertenecen “El adversario” y “Ña Falena”.
El prejuicio de lo verosímil aparece hoy como uno de los que más ha estorbado al arte. Los artistas de espíritu más moderno se revelan violentamente contra él. “La vida -escribe Pirandello- para todas las descaradas absurdidades, pequeñas y grandes, de que está beatamente llena, tiene el inestimable privilegio de poder prescindir de aquella verosimilitud a la cual el arte se ve obligado a obedecer. Las absurdidades de la vida tienen necesidad de parecer verosímiles porque son verdaderas. Al contrario de las del arte que para parecer verdaderas tienen necesidad de ser verosímiles”.
Liberados de esta traba, los artistas pueden lanzarse a la conquista de nuevos horizontes. Se escribe, en nuestros días, obras que, sin esta libertad, no serían posibles. La “Jeanne d’Arc” de Joseph Delteil, por ejemplo. En esta novela, Delteil nos presenta a la doncella de Domremy dialogando, ingenua y naturalmente, como con dos muchachas de la campiña, con Santa Catalina y Santa Margarita. El milagro es narrado con la misma sencillez, con el mismo candor que en la fábula de los niños. Lo inverosímil de esta novela, no pretende ser verosímil Y es, así, admitiendo el milagro, esto es lo maravilloso, como nos aproximamos más a la verdad sobre la Doncella. El libro de Joseph nos ofrece una imagen más verídica y viviente de Juana de Arco que el libro de Anatole France.
De este nuevo concepto de lo real extrae la literatura moderna una de sus mejores energías. Lo que la anarquiza no es la fantasía en si misma. Es esa exasperación del individuo y del subjetivismo que constituye uno de los síntomas de la crisis de la civilización occidental. La raíz de su mal no hay que buscarlo en su exceso de ficciones sino en la falta de una gran ficción que pueda ser su mito y su estrella.

José Carlos Mariátegui La Chira

Teatro, cine y literatura rusa

(...)te realista revolucionario ha adquirido excesiva supremacía en el repertorio de nuestra escena. Y es evidente que dichas producciones no deben formar sino una parte del repertorio general. Querer construir exclusivamente el teatro sobre ese género implica un burdo error. Hay que rebasar el simplismo con que suele juzgarse a los autores dramáticos: ¿qué es lo que nos traes?, ¿un drama revolucionario? Ya sabíamos que tú eras un buen ciudadano. Y al que no lo haga así convertirle en blanco de acusaciones e insidias. Hay que acabar con semejante estrechez dogmática, que siempre consideramos inadmisible en cuestiones de arte. Está muy bien que el gallo se expansione al clarear el alba y salude la salida del sol. Pero no se va pedir al ruiseñor que ajuste sus cánticos a los del gallo, por mucho que nos reconforte la briosa y enérgica manera de ser del anunciador del nuevo día”. El teatro y el cine prosperan magníficamente en la nueva Rusia. Miseinstein y Pudovkis se clasifican, por sus obras, entre los primeros regisseurs del mundo. En la Europa occidental, tan orgullosa y convicta de su superioridad, se dedica a la cinematografía rusa libros como el de León Moussinae. I aún a nuestra ciudad, como ayer Duvan Torzoff, llega con “Ivan el Terrible” una muestra, de segundo orden, del arte ruso. I, si esta muestra reúne tan cualidades tan asombrosas de belleza, no es difícil imaginar cuál será el valor de las creaciones de otra jerarquía. Entre “Ivan el Terrible”, a pesar de ser una película de estupenda riqueza plástica y de brillante realización cinematográfica, y “El acorazado Potemkin”, “Octubre” o “La línea general”, tiene que medial al menos la misma distancia que entre, comprobé hace seis años, el espectáculo de Duvan Torzoff y el de “Der Blaue Vogel” de Berlín.

José Carlos Mariátegui La Chira

Waldo Frank en Lima

Contra mi hábito, quiero comenzar este artículo con una nota de intención autobiográfica. Hace más de cuatro años que escribí mi primera presurosa impresión sobre Waldo Frank. No había leído hasta entonces sino dos de sus libros, “Nuestra América” y “Rahab” y algunos artículos. Este eco sudamericano de su obra, no habría sido advertido por Frank sin la mediación acuciosa de un escritor desaparecido: Adalberto Varallanos. Frank recibió en New York con unas líneas de Varallanos el número del “Boletín Bibliográfico de la Universidad” en que se publicó mi artículo y me dirigió cordiales palabras de reconocimiento. Empezó así nuestra relación. De entonces a hoy, los títulos de Frank a mi admiración se han agrandado. He leído con interés excepcional cuanto de él ha llegado a mis manos. Pero lo que más ha aproximado a él es cierta semejanza de trayectoria y de experiencia. La razón íntima, personal, de mi simpatía por Waldo Frank reside en que, en parte, hemos hechos el mismo camino. En este artículo que es, en parte, mi bienvenida, no hablaré de nuestras discrepancias. Su tema más espontáneo y sincero es esta afinidad. Diré de qué modo Waldo Frank es para mí un hermano mayor.
Como él, yo no me sentí americano sino en Europa. Por los caminos de Europa, encontré el país de América que yo había dejado y en el que había vivido casi extraño y ausente. Europa me reveló hasta qué punto pertenecía yo a un mundo primitivo y caótico; y al mismo tiempo me impuso, me esclareció el deber de una tarea americana. Pero de esto, algún tiempo después de mi regreso yo tenía una consciencia clara, una noción nítida. Sabía que Europa me había restituido, cuando parecía haberme conquistado enteramente, al Perú y América; mas no me había detenido a analizar el proceso de esta reintegración. Fue al leer en agosto de 1926 en “Europe” las bellas páginas en que Waldo Frank explicaba la función de su experiencia europea en su descubrimiento del Nuevo Mundo que medité en mi propio caso.
La adolescencia de Waldo Frank transcurrió en New York en una encantada nostalgia de Europa. La madre del futuro escritor amaba la música. Beethoven, Wagner, Schubert, Wolf, etc eran los genios familiares de sus veladas. De esta versión musical del mundo que presentía y amaba, nace tal vez en Frank el gusto de concebir y sentir su obra como una sinfonía. La biblioteca paterna era otra escala de esta evasión. Frank adolescente interrogaba a los filósofos de Alemania y Atenas con más curiosidad que a los poetas de Inglaterra. Cuando, muy joven aún, niño todavía, visitó Europa, todos sus paisajes le eran familiares. La oposición de un hermano mayor frustró su esperanza de estudiar en Heidelberg y lo condenó a los cursos y al clima de Yale. Más tarde, emancipado por el periodismo, Frank encontró, finalmente, en París todo lo que Europa podía ofrecerle. No solo se sintió satisfecho sino colmado. París, “ciudad enorme, llena de gentes dichosas, de árboles y de jardines; ciudad indulgente a todos los humores, a todas las libertades”. Para el periodista norte-americano que cambiaba sus dólares en francos, la vida en París era plácida y confortable. Para el joven artista de cultura cosmopolita, París era la metrópolis refinada donde hallaban satisfacción todas sus aficiones artísticas.
Pero la savia de América estaba intacta en Waldo Frank. A su fuerza creadora, a su equilibrio sentimental, no bastaba el goce fácil de Europa. “Yo era feliz-escribía Frank en esa confesión, en la que estaban ya los motivos de su primera conferencia de Lima-, no era necesario. Me nutría de lo que otros, en el curso de los siglos, habían creado. Vivía en parásito; este es al menos el efecto que yo me hacía”. En esta frase profunda, exacta, terriblemente cierta: “yo no era necesario”, Frank expresa el sentimiento íntimo del emigrado al que Europa no puede retener. El hombre ha menester, para el empleo gozoso de su energía, para alcanzar su plenitud, de sentirse necesario. El americano al que no sean suficientes espiritualmente el refinamiento y la cultura de Europa, se reconocerá, en París, Berlín, Roma, extraño, diverso, inacabado. Cuanto más intensamente posea a Europa, cuanto más sutilmente la asimile, más imperiosamente sentirá su deber, su destino, su vocación de cumplir en el caos, en la germinación del Nuevo Mundo, la faena que los europeos de la Antigüedad, del Medioevo, del Renacimiento, de la Modernidad nos invitan y nos enseñan a realizar. Europa misma rechaza al creador extranjero al disciplinarlo y aleccionarlo para su trabajo. Hoy, decadente y fatigada, es todavía asaz rigurosa para exigir de cada extraño su propia tarea. La hastían las rapsodias de su pensamiento y de su arte. Quiere de nosotros, ante todo, la expresión de nosotros mismos.
De regreso a los veintitres años a New York, Waldo Frank inició, bajo el influjo fecundo de estas experiencias, su verdadera obra. “De todo corazón -dice. Me entregué a la tarea de hacerme un sitio en un mundo que parecía marchar muy bien sin mi”. Cuando, años después, tornó a Europa, ya América había nacido en él. Era ya bastante fuerte para las audaces jornadas de su viaje de España. Europa saludaba en él al autor de “Nuestra América”, al poeta de “Salvos”, al novelista de “Rahab”, “City Block”, etc. Estaba enamorado de una empresa difícil, pensando en la cual exclamaba con magnífico entusiasmo: “¡Podemos fracasar, pero tal vez acertaremos!”. Al embarcarse para New York, Europa quedaba esta vez detrás de él”.
No es posible entender todo el valor de esta experiencia, sino al que, parcial o totalmente, la ha hecho. Europa para el americano, -como para el asiático- no es solo un peligro de desnacionalización y de desarraigamiento; es también la mejor posibilidad de recuperación y descubrimiento del propio mundo y del propio destino. El emigrado no es siempre un posible “deraciné”. Por mucho tiempo, el descubrimiento del Nuevo Mundo es un viaje para el cual habrá que partir de un puerto del Viejo continente. Waldo Frank tiene el impulso, la vitalidad del norte-americano; pero en Europa ha hecho, como lo digo de mi mismo en el prefacio de mi libro sobre el Perú, su mejor aprendizaje. Su sensibilidad, su cultura, no serían tan refinadamente modernas si no fuesen europeas. ¿Acaso Walt Withman y Edgard Poe no era más comprendidos en París que en New York, cuando Frank se preguntaba, en su juventud, quienes eran los “representative men” de Estados Unidos? El unanimismo francés frecuentaba amorosamente la escuela de Walt Withman, en una época en que Norte-América tenía aún que ganar, que conquistar a su gran poeta.
En la formación de Frank, mi experiencia me ayuda a apreciar un elemento: su estación de periodista. El periodismo puede ser un saludable entrenamiento para el pensador y el artista. Ya ha dicho alguien que más de uno de esos novelistas o poetas, que miran al escritor de periódicos con la misma fatuidad con que el teatro miraba antes al cine, negándole calidad artística, fracasarían lamentablemente en un reportaje. Para un artista que sepa emanciparse de él a tiempo, el periodismo es un estadio y un laboratorio, en el que desarrollará facultades críticas que, de otra suerte, permanecerían tal vez embotadas. El periodismo es una prueba de velocidad. Terminaré esta impresión desordenada y subjetiva, con una interrogación de periodista: ¿Del mismo modo que solo un judío, Disraelí llegó a sentir en toda su magnificencia, con lujo y fantasía de oriental, el rol imperial de Inglaterra, en la época victoriana, no estará reservada a un judío, antes que a un puritano, la ambiciosa empresa de formular la esperanza y el ideal de América, en esta edad cosmopolita?
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Waldo Frank y España

Un escritor español puede expresar a España, pero es casi imposible que pueda entenderla e interpretarla. El español, además, expresará una de las voces, uno de los gestos de España; no la suma de las voces, de sus gestos y de sus colores. Solo Unamuno, entre los españoles contemporáneos, logra esta expresión profunda, esencial, íntima, en la que el genio de España no se repite sino se recrea. Hay que venir de lejos, de un mundo nuevo descubierto por el espíritu aventurero e iluminado de España, de una raza vieja, errante, portadora de un mensaje universal, dueña del don de la profecía, de un pueblo niño, alucinado y gigantesco, deportivo y mecánico, para comprender y descubrir a esta nación, en cuyo pasado se mezclan gentes y culturas tan distintas y que, sin embargo, alcanza una unidad tan acabada y original. Waldo Frank reúne todas estas calidades. Judío de los Estados Unidos, su sensibilidad, afinada en una época de cambio y de secesión, enlaza y supera la experiencia occidental y la experiencia oriental. Es el hombre que se siente, a la vez, más allá y más acá de la cultura europea y de sus celosas supersticiones sajonas y latinas. Y que, por esto, puede entender a España como una obra concluida, no fracasada ni decadente sino, por el contrario, acabada y completa. Mauricio Barres nos dio, en las postrimerías de una época, una versión de excelente factura francesa, equilibrada hasta en sus excesos, sabiamente dosificados; versión de burgués provincial y aunque refinado y de educación aristocrática, tradicionalista, racionalista, pascaliana; versión ordenada, ochocentista, que se detenía en la realidad, con un indeciso e insatisfecho anhelo de desbordarla. Waldo Frank nos da, en tanto, una versión temeraria, aventurera, superrealista, que no retrocede ante ninguna hipótesis y ante ninguna conjetura; versión de un espíritu nómade -el de Barres era un espíritu sedentario y campesino -mesiánico y ecuménico, que rebasa a cada instante la realidad para descubrir sus contornos extremos y sus dimensiones inmateriales.
El viaje de Waldo Frank empieza por África. Para conquistar España, sigue la ruta del moro, del berebere. Su primera estación es el oasis; su primera pregunta es al Islam. Se equivocará de camino, quien entre a España por Barcelona o San Sebastián. Cataluña es una fisura, una grieta en el cuerpo de España. Frank percibe, oyendo sus cantos milenarios, cálidos y vehementes como el hálito del desierto, las limitaciones de la religión mahometana. La psicología de las religiones engendradas por el desierto y el éxodo, le es familiar. También él procede de un pueblo cuyo espíritu se formó en la marcha y la esperanza. Los pueblos del desierto viven con el alma y en la mirada en el horizonte. De la lejanía de su meta, depende la grandeza de su conquista y la magnitud de su mensaje.
El Islam se detuvo en España. España lo conquistó, al ser conquistada por él. En el clima amoroso de España se aflojaron los ímpetus guerreros del árabe. Para un pueblo expansivo y caminante, el reposo es la derrota. Detenerse es tocar el límite. España se apropió de la energía, de a voluntad del Islam. Esta energía, esta voluntad, se volvieron contra el pueblo de Mahoma. La España católica, la España medioeval, la España de Isabel, de Colón y de los conquistadores, representa la trasfusión de esa energía y esa voluntad intransigentes y conquistadoras en el cuerpo de la Iglesia romana. Isabel creó, con ellas, la unidad española. Con los abigarrados elementos históricos depositados por los siglos en la península ibérica, Isabel compuso una España de un solo bloque. España expulsó al moro, al judío. Cerró sus puertas a la Reforma. Se mantuvo intransigente, inquisitorial y dogmáticamente católica. Afirmó la contra-reforma con las hogueras de la Inquisición. Absorbió todo lo que era distinto o diverso del alma que le había infundido su reina Isabel La Católica. Es el momento de la suprema exaltación española.
“La voluntad de España -escribe Frank- se manifiesta, hace surgir un conjunto brillante de fuerzas individuales tan varias y grandes que la engrandecen. Cortés y Pizarro, anárquicos buscadores de oro, colaboran con Loyola, cazador de almas y con Victoria, fundador del derecho internacional; juntos colaboran Santa Teresa, San Juan de la Cruz, La Celestina, alcahueta inmortal, el amador don Juan, con Fray Luis de León; Cristóbal Colón con Don Quijote; Góngora con Velásquez. Ellos son toda España; los impulsos que simbolizan venían apuntando en la naturaleza propia de España. Pero en ese momento la voluntad de España los condensa y da cuerpo a cada uno. El santo, el pícaro, el descubridor y el poeta aparecen cual estratificaciones del alma de España; y son grandes y engrandeces España porque en cada uno de ellos vive la voluntad entera de España, su plena fuerza vital. Isabel puede descansar”.
Pero alcanzar la propia meta, cumplir con el propio destino, es concluir. España quiso ser la máxima y última expresión del Medioevo. Lo consiguió, cuando ya el mundo empezaba a dejar de ser medioeval. El descubrimiento y la conquista de América rompía la unidad, fracturaba el espíritu que España quería mantener intactos. La misión de España terminaba. “El español -piensa Frank- eligió una forma de propósitos y una forma de verdad que podía alcanzar; y así que la alcanzó, dejó de moverse. Su verdad vino a ser la Iglesia de Roma. El español obtuvo esa verdad y desechó las demás. Su ideal de unidad fue homogéneo; la simple fusión en cada español del pensamiento y (...) conforme a un ideal concreto. A este fin, el español redujo los elementos de su mundo psíquico, a agudas antítesis que contrapuso entre sí; el resultado fue, realmente, simplicidad y homogeneidad, es decir una neutralización de presiones psíquicas contrarias que sumaron cero”.
El libro de Waldo Frank está preñado de sugestiones. Excitante, incitador, moviliza todas nuestras energías intelectuales hacia la meta de una personal y nueva conquista de España.

José Carlos Mariátegui La Chira

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