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Giovanni Papini

Giovanni Papini

Italia ha sido en los últimos lustros un país lleno de inquietud intelectual. Varias ráfagas de renovación han soplado sobre sus ciudades, su gloria, su arqueología, su clasicismo y su retórica. En la Europa del siglo veinte, Italia ha sido una zona de activa fermentación revolucionaria.
Un día el modernismo, vaciado en moldes más audaces y menos políticos que la democracia cristiana de don Sturzo, intentó remozar y refrescar el catolicismo y la Iglesia Romana. Otro día el futurismo, incubado en un nido literario, quiso invadir bulliciosamente todos los planos de la vida italiana. Otro día, el pragmatismo importado de Norte América, inyectó en la mentalidad italiana un poco de novedosas ideas ultramarinas.
El nombre y al historia de Giovanni Papini están vinculados a dos de estos movimientos ideológicos. Papini ha sido futurista y ha sido pragmatista. Con el pragmatismo ha arremetido contra la filosofía del siglo diecinueve, sus hierofantes y sus doctores. Y con el futurismo ha cargado contra la literatura y el arte anquilosados y hieráticos de las academias. Pero Papini, como escritor, no procede del haz futurista. Dio su adhesión al futurismo cuando era ya un escritor cuajados. Tenía escritos "El Crepúsculo de los Filósofos", "Lo Trágico Cotidiano" y otro libros ilustres. Al futurismo lo llevaron el fuego, la exuberancia, la vitalidad y la juventud de sus edad bizarra y revolucionaria. Al futurismo se sintió atraído por la beligerancia altanera e iconoclasta de Marinetti y sus secuaces. Militaban entonces en el futurismo varios artistas unánimemente consagrados más tarde: Palazzeschi, Govoni, Folgore, Boccioni.
En su libri "Experiencia Futurista" (Valecchi Editore, Firenze, 1919) ha reunido Papini algunos recuerdos, algunos ecos y algunos trofeos de su época de futurista. Allí están sus apóstrofes contra Florencia, calificada de ciudad de chamarileros y de mercaderes del pasado y de la tradición, "donde se llama crítico a Ugo Oietti y orador a Isidoro del Lungo".
Allí están sus contumelias contra la roma de la Terza ITalia y la filosofía idealista y hegeliana de Benedetto Croce. Allí están finalmente las razones de su disidencia y de su apartamiento del futurismo. Papini había buscado en el futurismo una posición de combate contra todas las escuelas y todas las capillas literarias y artísticas. Pero el futurismo, que había había agredido las viejas formas había intentado, sincrónicamente, reemplazarlas con otras formas rígidas y sectarias. Los futuristas habían derribado un ícono para sustituirlo con otro. Por esto la adhesión de Papini al futurismo se enfrió y consumió, poco a poco. Papinia había ingresado al futurismo en busca de aire libre. Y se había encontrado dentro de una nueva academia con su preceptiva, su liturgia y su burocracia. Una academia, estruendose, combativa, traviesa. Pero siempre una academia.
El peso de Papini por el futurismo coincidió con el período más brillante y sazonado de su literatura, Papini desconcertaba a las gentes de entonces. Su figura agresiva y pintoresca, plena de originalidad y de ímpetu, era una figura excepcional en aquellos beatos días de quietud burguesa. Sus libros seducían a los públicos de Europa como una tapiz persa, como una melodía moscovita.
Papini escribía páginas al mismo tiempo epatantes y profundas, atrabiliarias y sustanciosas. En el prólogo se su "Crepúsculo de los Filósofos" declaraba "Este no es un libro de buena fe. Es un libro de pasión y, por tanto, de injusticia. Un libro desigual, parcial, sin escrúpulos, violentos, contradictorio, insolente, como todos los libros de aquellos que aman y odian y no se avergüenzan de sus amores ni de sus odios". Y luego llamaba a Kant "un burgués honesto y ordenado". De Hegel, "El hombre de la antítesis, de la contradicción, el homo duplex" decía que "como los gatos veía mejor en las tinieblas". Definía a Schopenhauer como "un gentil hombre anglófilo, un poco ancien regime con un aire de médico materialista, maligno y libertino, desilusionado y misántropo"; y su filosofìa, como "la filosofía de la vejez desconfiada, perezosa y regañona, la obra maestra del senilismo". Clasificaba a Augusto Comte,
sentimental, autoritario, pontificial y profético", como "el Santo Tomás y el San Ignacio de Loyola del nuevo catolicismo científico" y se burlaba ácidamente de sus gestos sacerdotales. Presentaba la filosofía spenceriana como "la obra paciente y minuciosa de un mecánico desocupado". Y declaraba a Nietzche "un encantador cuentista de mitos, un alegre trovador de canciones de baile, un delicioso causseur de malignidades anticiéntificas y anticristianas". Con estas bizarras frases se mezclaban agudos y jugosos conceptos críticos sobre estos filósofos y su filosofía, estudiada por Papini en sus lenguas originales.
Papini posee una personalidad rica en matices propios y en contornos singulares. Ha escrito ensayos, novelas, versos. Ha hecho poesía, filosofía, polémica. Es un escritor poliédrico. Un escritor dotado de agilidad, de hondura, de donaire. Es un pensador y es un artista. Pero prevalece en su obra el artista sobre el pensador. Su pensamiento es invariablemente elegante. Todo un Papini es muy personal y muy arbitrario. De la filosofía de Papini dicen los filósofos que no es verdadera filosofía. Y de los, cuentos y novelas de Papini pueden decir los críticos que tampoco son verdaderos cuentos o novelas. Papini cultiva un género literario que el denomina "ficción". Ficción es un uomo finito y ficción son las Memorie di Nessuno. La novela, como género literario ha sido acaparada por el naturalismo y el realismo. Los artistas de los nuevos tiempos se sienten, por eso, más atraídos por la ficción que por la novela.
Un poco tardía e incompleta es la traducción al español de la abundante, heteróclita y gallarda obra de Papini. Filtrada por los traductores, la obra de Papini pierde, además, un poco de su prestancia y de su estilo. Su estética se oscurece y se empaña. Pero, de toda suerte, de la traducción emerge una personalidad exorbitante, rutilante, tornasolada. Una de las más fuertes personalidades de esta jugosa Italia de Pirandello, de Tilgher y de Panzini.
Mas Papini llega a Sud América con un poco de retardo. Y, por eso, al mismo tiempo que el Papini de las "Memorias de Dios" nos llega al Papini de la Historias de Cristo. Estas generaciones hispano-americanas leen simultáneamente al Papini blasfemo y al Papini religioso. Conocen al Papini irreverente, al Papini herético cuando ese Papini no existe ya. Actualmente se reconcilian con Papini el Vaticano, las Academias y el Ministerio de Instrucción Pública. La "Historia de Cristo" es recomendada oficialmente en las escuelas del Estado por Mussolini y el fascismo. Acontece, entre otras cosas, que Papini y el fascismo se han convertido simultáneamente. El fascismo, heredero de muchos elementos del futurismo, era originariamente anticlerical, irreligioso e iconoclasta. Y ahora se torna creyente y cristiano. Devuelve la escuela a la Iglesia. Persigue la literatura voluptuosa, mórbida y estupefaciente.
Florece una nueva y paradoja estirpe católica, que ha reclutado sus prosélitos en los rangos de ateísmo, de l paganismo y del naturalismo modernos. El catolicismo de Charles Maurras, por ejemplo, es el catolicismo de un ateo. Yo conocí en Roma a un poeta francés de la filiación y de la escuela de Maurras. Era un poeta materialista, helenista y sensual, que maceraba su temperamento pagano en la Ciudad Eterna, pero que se repetía cotidianamente la frase de Pascal: Prenez de l'eau benite".
Papini, que en su juventud y en su plenitud ha sido incandescente y atrabiliario, se torna pascual, cristiano y místico. Y es que Papini, en el fondo, es un pequeño-burgués provinciano, menesteroso de paz, de orden y de sosiego. Papini ama la provincia, ama la aldea, ama el remanso. Durante el mal tiempo, está muy a gusto en Florencia, en su departamento de la Vía Colletta, con su mujer, "brava masaia", con sus libros y sus ideas. Y durante el buen tiempo está muy a gusto en su casita rústica de una aldea montañesa y toscana.
No estaría, en cambio, a gusto en Milán, la ciudad de la gran industria literaria, como me decía una tarde en Florencia. New York y sus rascacielos lo horrorizarían. Su psicología es la psicología ponderada y quieta del toscano.
Y la historia de su época conflagrada, atrevida y beligerante es probablemente la misma de otros intelectuales. En épocas normales, en épocas quietas, los intelectuales, reaccionando contra el mundo exterior, gustan de adquirir una postura atrabiliaria y demoledora. En épocas tempestuosas y revolucionarias los intelectuales, reaccionando también contra el mundo exterior, buscan una posición conservadora. Dentro de un ambiente apacible y muelle, el intelectual no tiene inconveniente en ser iconoclasta y agresivo. Dentro de un ambiente convulsionado y apocalíptico, el intelectual tiende a tornarse amoroso y manso.
El intelectual, el artista, están siempre en conflicto con la vida, con la historia. Son orgánicamente descontentos y regañones. Además, malgrado sus habituales burlas y contumelias contra la civilización, la aman con escondida e involuntaria ternura. Y, por eso, frente a las sacudidas y tempestades que amenazan esta civilización, su gracia, su potencia y su confort, en los labios del intelectual y del artista, antes escéptico, ululante y maligno, se extingue de improviso la blasfemia y se enciende nostálgica la plegaria.

II
En el Dizionario dell'omo salvatico, libro polémico agreviso, [cuyo primer volumen acaba de ser traducido al español] Giovanni Papini continua su batalla católica. Colabora con Papini en este trabajo, un escritor toscano, Doménico Giuliotti, que en su libro lleno de pasión y ardimiento, "La Hora de Barrabás", asumió en [hace tres años] en 1923 la mística actitud de cruzado tomada por el autor de la Historia de Cristo.
El Diccionario del Hombre Selvático no es un libro de apologética. Es, mas bien, un libro de ataque. Según las palabras del prefacio, mueve a los autores "la esperanza de hacer reflexionar a aquellas almas desviadas pero no perdidas, ofuscadas pero cegadas, lejanas pero no podridas, sobre las cuales pesan los fuligonosos vapores de cinclo siglos de pestilencias espirituales. Este "diccionario" es absolutamente un documento de la época. No tiene ninguna afinidad de espíritu ni de género con los "diccionarios" de Bayle, de Voltaire ni de Flaubert. La única obra con la cual su parentesco espiritual resulta evidente, es la "Exagese des Lieux Comuns" de León Bloy. El bizarro, brillante y violento León Bloy revive en Papini y Giuliotti. Como el de León Bloy, el catolicismo de Papini y de Giuliotti es un catolicismo beligerante, combatiente y colérico.
Papini Giuliotti repudian y condenan en bloque la modernidad. El espíritu moderno, cuyos primeros elementos aparecen con el Renacimiento, se presenta hoy como causa y efecto a la vez de esta civilización industrialista y materialista. Se llama humanismo, protestantismo, liberalismo, ateísmo, socialismo, etc. Papini y Giuliotti nos predican, como otros espiritualistas reaccionarios, el retorno al Medio Evo.
Su rencor contra la modernidad se traduce, por ejemplo, en una acérrima diatriba contra América. "La América -dice el Diccionario- es la tierra de los tíos millonarios, la patria de los truts, de los rascacielos, del tranvía eléctrico, de la Ley de Lynch, del insoportable Washington, del aburrido Emerson, del pederasta Walt Whitman, del vomitivo Longfellow, del angélico Wilson, del filántropo Morgan, del indeseable Edison y de otros grandes hombres de la misma pasta. En compensación nos ha venido de América el tabaco que envenena, la sífilis que pudre, el chocolate que harta, la patata pesada para el estómago y la declaración de la Independencia que engendró, algunos años después, la Declaración de los Derechos del Hombre. De los que se deduce que el descubrimiento de América -aunque realizado por un hombre que tuvo lados de santidad -fue querido por Dios en 1492 como un punición represiva y preventiva de todos los otros grandes descubrimientos del Renacimiento: esto es la pólvora de cañón, el humanismo y el protestantismo.
La frenética requisitoria contra América define la posición anti-histórica de Papini y Giuliotti. Claro que no todas su razones deben ser tomadas al pie de la letra. Encolerizarse contra América por haber dado al mundo la patata, tiene que parecerle a todos un mero exceso de exaltación verbal. La patata está justificada y defendida por el plebiscito de toda Europa. Un escritor francés un tanto próximo a Papini en el espíritu –Joseph Delteil– ha hecho en su Juana de Arco –libro que tal vez sea adoptado por la nueva apologética que el Diccionrio propugna y augura– el elogio de la patata. Delteil la declara alimento intelectual por excelencia. Entre otras virtudes, le atribuye la de mantener la agilidad del espíritu y conferir el gusto del diálogo.
Pero dejemos a América y la patata y, volviendo a las sugestiones esenciales del Diccionario, constatemos que el caso de Papini convertido al catolicismo, no es un caso solitario y único en la inteligencia contemporánea. El caos contemporáneo angustia y aterra a los intelectuales. Todos sienten la necesidad de un orden, de una fe. Los que no son capaces de adherir a un orden nuevo buscan con frecuencia su refugio en Roma. La Iglesia Católica les ofrece asilo contra la duda. Estas adhesiones de intelectuales desencantados no robustecen históricamente al catolicismo; pero restauran los gastados prestigios de su literatura.
Tenemos el campo filosófico una escuela neo-tomista. La escolástica es desempolvada por escritores y artistas que hasta ayer representaron un nihilismo, un escepticismo, a veces blasfemos.
Papini, extremista orgánico, tenías que reaccionar contra el caos moderno adhiriendo a la revolución o la tradición. Su psicología y su mentalidad de toscano no eran propensas al misticismo oriental del bolchevismo. Nada hay de rato ni de ilógico en que lo haya conducido a la tradición romana, al orden latino. Pero, ¿será esta la última estación de su viaje? Giuseppe Prezzolini que lo conoce y admira como nadie, se lo pregunta con incertidumbre: "¿Permanecerá católico? ¿Tendrá tiempo aún de ensangrentar sus pies por ásperos caminos, los veremos todavía correr tras de una nueva quimera, o quedará encerrado en la cristalización de la fórmula religiosa y del éxito material?" Aunque tratándose de Papini es arriesgado hacer predicciones, lo último me parece lo más probable.
Ya he dicho por qué.

José Carlos Mariátegui La Chira

"L'Action Francaise", Charles Maurras, Leon Daudet, etc.

"L'Action Francaise", Charles Maurras, Leon Daudet, etc.

Enfoquemos otro núcleo, otro sector reaccionario: la facción monárquica, nacionalista, guerrera, anti-semita que acaudillan Charles Maurras y León Daudet y que tiene su hogar y su sede en la casa de “L’Actión Francaise”. Las extremas derechas están de moda. Sus capitanes juegan sensacionales roles en la tragedia de Europa.
En tiempos de normal proceso republicano, la extrema derecha francesa vivía destituida de influencia y de autoridad. Era una bizarra secta monárquica que evitaba a la Tercera República el aburrimiento y la monotonía de un ambiente unánime y uniformemente republicano. Pero en estos tiempos, de crisis de la democracia, la extrema derecha adquiere una función. Los elementos agriamente reaccionarios se agrupan bajo sus banderas, refuerzan su contenido social, actualizan su programa político. La crisis europea ha sido para la senil extrema derecha una especie de senil operación de Voronof. Ha actuado sobre ella como una nueva glándula intersticial. La ha reverdecido, la ha entonado, le ha inyectado potencia y vitalidad.
La guerra fue un escenario propicio para la literatura y la acción de Maurras, de Daudet y de sus mesnadas de “camelots du roi”. La guerra creaba una atmósfera marcial, jingoísta, que resucitaba algo del espíritu y la tradición de la Europa pretérita. La “unión sagrada” hacía gravitar a derecha la política de la Tercera República. Los reaccionarios franceses desempeñaron su oficio de agitadores y excitadores bélicos. Y, al mismo tiempo, acecharon la ocasión de torpedear certeramente a los políticos del radicalismo y a los leaders de la izquierda. La ofensiva contra Caillaux, contra Painlevé, tuvo su bullicio y enérgico motor en “L’Actión Francaise”.
Terminada la guerra, desencadenada la ola reaccionaria, la posición de la extrema derecha francesa se ha ensanchado, se ha extendido. La fortuna del fascismo ha estimulado su fe y su arrogancia. Charles Maurras y León Daudet, condottieri de esta extrema derecha, no provienen de la política sino de la literatura. Y sus principales documentos políticos son sus documentos literarios. Sus gustos estéticos igual que sus gustos políticos, están fuertemente impregnados de reaccionarismo y monarquismo. La literatura de Maurras y de Daudet confiesa, más enfática y nítidamente que su política, una fobia disciplinada y sistemática del último siglo, de este siglo burgués, capitalista y demócrata.
Maurras es un enemigo sañudo del romanticismo. El romanticismo no es para Maurras el simple fenómeno literario y artístico. El romanticismo no es únicamente los versos de Musset, la prosa de Jorge Sand y la pintura de Delacroix. El romanticismo es una crisis integral del alma francesa y de sus más genuinas virtudes: la ponderación, la mesura, el equilibrio. América ama a la Francia de la enciclopedia, de la revolución y del romanticismo. Esa Francia jacobina de la Marsellesa y del gorro frigio la indujo a la insurrección y a la independencia. Y bien. Esa Francia no es la verdadera Francia, según Maurras. Es una Francia turbada, sacudida por una turbia ráfaga de pasión y de locura. La verdadera Francia es tradicionalista, católica, monárquica y campesina. El romanticismo ha sido como una enfermedad, como una fiebre, como una tempestad. Toda la obra de Maurras es una requisitoria contra el romanticismo, es una requisitoria contra la Francia republicana, demagógica y tempestuosa, de la Convención y de la Comuna, de Combes y de Caillaux, de Zola y de Barbusse.
Daudet destesta también el último siglo francés. Pero su crítica es de otra jerarquía. Daudet no es un pensador sino un cronista. El arma de Daudet es la anécdota, no es la idea. Su crítica del siglo diecinueve no es, pues, ideológica sino anecdótica. Daudet ha escrito un libro panfletario, “El estúpido siglo diecinueve”, contra las letras y los hombres de esos cien años ilustres. (Este libro estruendoso agitó la París más que la presencia de Einstein en la Sorbona. Un periódico parisién solicitó la opinión de escritores y artistas sobre el siglo vituperado por Daudet. Maurice Barrés, orgánicamente reaccionario también, pero más elástico y flexible, dijo en esa encuesta que el estúpido siglo diecinueve había sido algo adorable.)
El caso de esta extrema derecha resulta así singular e interesante. La decadencia de la sociedad burguesa la ha sorprendido en una actitud de protesta contra el advenimiento de esta sociedad. Se trata de una facción idéntica y simultáneamente hostil al Tercero y Cuarto Estado, al individualismo y al socialismo. Su legitimismo, su tradicionalismo la obliga a resistir no sólo al porvenir sino también al presente. Representa, en suma, una prolongación psicológica de la Edad Media. Una edad no desparece, se hunde en la historia, sin dejar a la edad que le sucede ningún sedimento espiritual. Los sedimentos espirituales de la Edad Media se han alojado en los dos únicos estratos donde podía asilarse, la aristocracia y las letras. El reaccionarismo del aristócrata es natural. El aristócrata personifica la clase despojada de sus privilegios por la revolución burguesa. El reaccionarismo del aristócrata es, además, inicuo, porque el aristócrata consume su vida aislada, ociosa y sensualmente. El reaccionarismo literario, o del artista, es de distinta filiación y de diversa génesis. El literato y el artista, en cuyo espíritu persistía aún el recuerdo caricioso de las cortes medioevales, ha sido frecuentemente reaccionario por repugnancia a la actividad práctica de esta civilización. Durante el siglo pasado, el literato a satirizado y ha motejado agrazmente a la burguesía. La democracia se ha asimilado, poco a poco, a la mayoría de los intelectuales. Su riqueza y su poder le han consentido crearse una clientela de pensadores, de literatos y de artistas cada vez más numerosa. Actualmente, además, una vanguardia brillante marcha a lado de la revolución. Pero existe todavía una numerosa minoría contumazmente obstinada en su hostilidad al presente y al futuro. En esa minoría, rezago mental y psicológico de la Edad Media, Maurras y Daudet tienen un puesto conspicuo.
Pero penetremos más hondamente en la ideología de los monarquistas de “L’Action Francaise”. Los revolucionarios miran en la sociedad burguesa un progreso respecto de la sociedad medioeval Los monarquistas franceses la consideran simplemente un error, una equivocación El pensamiento monarquista es utopista y subjetivo. Reposa en consideraciones éticas y estéticas. Más que a modificar la realidad, parece dirigido a ignorarla, a desconocerla, a negarla. Por eso ha sido hasta ahora alimento exclusivo de un cenáculo intelectual. La muchedumbre no ha escuchado a quienes abstrusa y míticamente le afirman que desde hace siglo y medio la humanidad marcha extraviada. La predicación monárquica de “La Acción Francesa” no ha tenido eco, antes de hoy, sino en una que otra alma bizarra, en una que otra alma solitaria. Su actual brillo, su actual resonancia, es obra de circunstancias externas, es futo del nuevo ambiente histórico. Es un efecto de la gesta de las camisas negras y de los somatenes. Los artífices, los conductores de la contrarrevolución europea no son Maurras ni Daudet, sino Mussolini y Farinacci. No son literatos disgustados, malcontentos y nostálgicos, sino oportunistas capitanes procedentes de la escuela demagógica y tumultuaria. Los hierofantes de “La Acción Francesa” se someten, se adhieren humildemente a la ideología y a la praxis de los caudillos fascistas. Se contentan con tener a su lado un rol de ministros, de tinterillos, de cortesanos Maurras, selecto y aristócrata, aprueba el uso del aceite de castor.
Todo el caudal actual de la extrema derecha viene de la polarización de las fuerzas conservadoras. Amenazadas por el proletariado, la aristocracia y la burguesía se reconcilian La sociedad medioeval y la sociedad capitalista se funden y se identifican. Algunos pensadores, Walter Rathenaur por ejemplo, dicen que dentro de una clase revolucionaria conviven mancomunados y confundidos estratos sociales que más tarde se separarán y se enemistarán. Del mismo modo, dentro de las clases conservadoras, se amalgaman capas sociales antes adversarias. Ayer la burguesía mezclada con el estado llano, con el proletariado, destronaba a la aristocracia. Hoy se junta con ella para resistir el asalto de la revolución proletaria.
Pero la Tercera República no se resuelve todavía a conferir demasiadas autoridades a los fautores del rey. Recientemente dio a Jonnart un asiento en la Academia, ambicionado por Maurras. Entre un personaje burocrático del régimen burgués y el pensador de la corte de Orleans, optó por el primero, sin miedo a los silbidos de los camelots du roi. La Tercera República se conduce prudentemente en las relaciones con la facción monarquista. Sus abogados y sus burócratas, sus Poincaré, sus Millerand, sus Tardieu, etc., flirtean con Maurras y con Daudet, pero se reservan avaramente la exclusiva de los primeros puestos.
¿Organizarán Maurras y Daudet, como organizó Mussolini, un ejército de cien mil camisas negras para conquistar el poder? No es probable ni es posible. Francia es un país de burgueses y campesinos, cautos, económicos y prácticos, poco dispuestos a seguir a los capitanes del rey.
“L’Action Francaise” y sus hombres son un elemento de agitación y de agresión; no son un elemento de gobierno. Son una fuerza destructiva, negativa; no son una fuerza constructiva, positiva. El futuro se construye sobre la base de los materiales ideológicos y físicos del presente. “L’Action Francaise” intenta resucitar el pasado, del cual no restan sino exiguos residuos psicológicos. Quiere que la política francesa de hoy sea la misma de hace quinientos o mil años. Que Alemania sea aniquilada, talada, subyugada.
En siglo y medio de civilización capitalista, el mundo se ha metamorfoseado totalmente. La vida humana se ha internacionalizado. El destino, el progreso, la mentalidad, la costumbre de los pueblos se han tornado misteriosa y complejamente solidarios. La humanidad marcha, consciente o subconscientemente, a una organización internacional. Este rumbo ha generado la ideología revolucionaria de las internacionales obreras y la ideología burguesa de la Sociedad de Naciones. Para los camelots du roi este nuevo panorama humano es nulo, inexistible. La humanidad actual no es la misma de la época merovingia. Y Europa puede aún ser feliz bajo el cetro de un rey borbón y bajo la bendición de un pontífice Borgia.

José Carlos Mariátegui La Chira

Don Miguel de Unamuno y el Directorio

Varios actos brutales del Directorio español -la aprehensión de don Miguel de Unamuno, la clausura del Ateneo de Madrid, el procesamiento del catedrático Jiménez de Asúa -tienen intensamente agitado y conmovido al público latino-americano. En varias capitales, las universidades, los ateneos y otras tribunas de la inteligencia, han emitido declaraciones de fervorosa solidaridad con el gran maestro y pensador de Salamanca y de acérrima censura a la dictadura marcial del general Primo de Rivera. Aquí mismo, en este rincón sudamericano tan sordo y gélido ha habido núcleos sensibles a esa vasta emoción internacional. Un numeroso grupo de escritores y artistas ha suscrito una protesta. La Federación de Estudiantes, la Universidad Popular y los Sindicatos Obreros han insurgido en defensa de la libertad y las prerrogativas del pensamiento.

Pero no debemos agotarnos y extenuarnos en un clamoreo de reivindicación y de protesta. Debemos, también investigar las causas y el proceso del hecho que nos solivianta y nos escandaliza. Desentrañar y definir su sentido histórico. Buscar el por qué de tanta violencia marcial del Directorio contra los mejores intelectuales de España.

Los intelectuales españoles han contribuido activamente al socavamiento del viejo régimen, a la descalificación de sus métodos y al descrédito de sus políticos. Se les atribuye, por eso, una participación sustantiva en la génesis de la actual dictadura. Y se juzga el advenimiento del Directorio como un suceso incubado al calor de sus conceptos.

¿Cómo es posible, entonces, que el Directorio libre contra esos intelectuales su más encarnizada batalla? La explicación es clara. Entre estos intelectuales y los generales del Directorio no existe ningún parentesco espiritual, ninguna consanguineidad histórica. Los intelectuales españoles denunciaron la incapacidad del régimen viejo y la corrupción de los partidos turnantes. Y propugnaron un régimen nuevo. Su actividad, voluntariamente o no, fue una actividad revolucionaria. El Directorio, en tanto, es un fenómeno inconfundible e inequívocamente reaccionario. Su objeto preciso es impedir que la revolución se actúe: su función es sustituir en la defensa del viejo orden social la complicada y desgastada autoridad del gobierno representativo y democrático con la autoridad tundente del gobierno absoluto y autocrático.

Los intelectuales y los militares españoles no han coincidido, en suma, sino en la constatación de la ineptitud del antiguo sistema. El móvil de esa constatación ha sido diverso. Los intelectuales han juzgado a la antigua clase gobernante inepta para adaptarse a la nueva realidad histórica: los militares la han juzgado inepta para defenderse de ella. El malestar de España era diagnosticado por unos y por otros desde puntos de vista inconciliables y enemigos. Los intelectuales condenaban a las averiadas facciones liberales: pero no propugnaban la exhumación de las facciones absolutistas, tradicionalistas. Se declaraban descontentos y quejosos del presente; pero no sentían ninguna nostalgia del pasado.

La propaganda y la crítica de los intelectuales ha aportado, a los más, un elemento negativo, pasivo, a la formación del movimiento de setiembre. Y, luego, los intelectuales no han saludado a los generales del Directorio como a los representantes de una clase política vital sino como a los sepultadores de una clase política decrépita.

El conflicto entre los intelectuales y el Directorio no ha tardado, por todo esto, en manifestarse. Además, el programa, la actitud y la fisionomía del nuevo gobierno han disgustado particularmente a los intelectuales desde que se han empezado a bosquejar. La composición de la clientela del Directorio ha desvanecido rápidamente en los menos perspicaces toda ilusión sobre el verdadero carácter de esta dictadura de generales. Exhumando a los más rancios y manidos personajes tradicionalistas, recurriendo a su asistencia y consejo, complaciéndose de su adhesión y de su amistad, el Directorio ha descubierto a todo España su estructura y su misión reaccionarias. Se ha inhabilitado para merecer o recibir la adhesión de la gente sin filiación y propensa a enamorarse de la primera novedad estruendosa y afortunada.

Los intelectuales se han visto empujados a un disgusto creciente. El Directorio se ha defendido a su crítica sometiendo a la prensa a una censura estricta. Pero la prensa no es la única ni la más pura tribuna del pensamiento. Desterrada de los periódicos y las revistas, la crítica de los intelectuales se ha refugiado en la universidad y en el ateneo. Y, no obstante la limitación de estos escenarios, su resonancia ha sido tan extensa, ha encontrado, un ambiente tan favorable a su propagación que el Directorio ha sentido la necesidad de perseguirla y reprimirla extremamente. Así han desembocado el Directorio y sus opositores en el conflicto contemporáneo.
Los actuales ataques del Directorio a la libertad de pensamiento, de prensa, de cátedra, etc., aparecen como una consecuencia de su política y de su función reaccionarias. No son medios ni resortes extraños a su praxis y a su ideario; sino congruentes y propios de este y de aquella. La reacción no ha usado en otros países coacciones y persecuciones tan violentas contra la libre actividad de la inteligencia porque no ha chocado con tanta resistencia de esta. Más aún, en otros países la reacción ha sabido crear estados de ánimo populares, ha sabido representar una pasión multitudinaria. En Italia, por ejemplo, el fascismo ha sido un movimiento de muchedumbres intoxicadas de sentimientos chauvinistas e imperialistas y sagazmente excitadas contra el socialismo y el proletariado. Timoneado por expertos demagogos y diestros agitadores, el fascismo ha movilizado contra la revolución a la clase media, cuyas pasiones y sentimiento ha explotado redomadamente.

Ahí, por tanto, la reacción ha dispuesto de los recursos morales precisos para contar con una numerosa clientela intelectual. En Francia ha acontecido otro tanto. La victoria ha generado una atmósfera favorable al desarrollo de un ánimo y una consciencia reaccionaria. Consiguientemente, una numerosa categoría intelectual ha tomado abiertamente partido contra la revolución. La reacción en estos y otros países ha conseguido captarse la adhesión o la neutralidad de una extensa zona intelectual. No se ha visto, por tanto, urgida a atacar los fueros de la inteligencia. En España, en cambio, el gobierno reaccionario no ha brotado de una corriente organizada de opinión ciudadana. Ha sido obra exclusiva de las juntas militares, progresivamente rebeladas contra el poder civil. Los somatenes no han tenido como los “fasci” la virtud de atraerse masas fanáticas y delirantes de voluntarios. La reacción española, en suma, ha carecido de los elementos psicológicos y políticos necesarios para formarse un séquito intelectual importante.

Pero estas consideraciones sobre la posición del pensamiento español ante el Directorio no definen, no contienen totalmente el caso de Unamuno. Unamuno no cabe dentro de un juicio global, panorámico, sobre la generación española a que pertenece. Una de las características de su inteligencia es la de tener un perfil muy personal, muy propio. A Unamuno no se le puede catalogar, fácilmente como un escritor de tal género y de tal familia. El pensamiento de Unamuno no solo tiene mucho de individualista sino, sobre todo, de individual. Unamuno, de otro lado, no es una de las grandes inteligencias de España sino de Europa, de Occidente. Su obra no es nacional sino europea, mundial. A ningún escritor español contemporáneo se conoce y se aprecia tanto en Europa como a Unamuno. Y este hecho no carece de significación. Indica, antes bien, que la obra de Unamuno refleja inquietudes, preocupaciones y actitudes actuales del pensamiento mundial. La literatura de otros escritores españoles -de Azorín verbigracia- que encuentra en Sud-América un ambiente tan favorable, no logra interesar seriamente a la crítica y a la investigación europeas. Apenas si la conoce y la explora uno que otro erudito. Aparece construida con elementos demasiado locales. Es, fuera de España, una literatura inactual y secundaria. Sus filtraciones europeas no han sido, pues, abundantes. Recuerdo la opinión de un crítico francés que ve en la obra de Azorín y de otro nada más que una prolongación y un apéndice de la obra de Larra. Larra, Azorín, etc., traducen un España malhumorada, malcontenta, melancólica, aislada de las corrientes espirituales del resto de Europa. Unamuno, en tanto, asume ante la vida una actitud original y nueva. Sus puntos de vista tienen una señalada afinidad espiritual con los puntos de vista de otros actualísimos escritores europeos. Su filosofía paradójica y subjetiva es una filosofía esencialmente relativista. Su arte tiende a la creación libre de la ficción; no se dirige a la traducción objetiva y patética de la realidad, como quería el decaído y superado gusto realista y naturalista. Unamuno, afirmando su orientación subjetivista ha dicho alguna vez que Balzac no pasaba su tiempo anotando lo que veía o escuchaba de los otros, sino que llevaba el mundo dentro de si. Y bien. Esta manera de pensar y de sentir es muy siglo veinte y es “muy moderna, audaz, cosmopolita”.

Unamuno no es ortodoxamente revolucionario, entre otras cosas porque no es ortodoxamente nada. No se compadece con su agreste individualismo el ideario más o menos rígido de un partido ni de una agrupación. Hace poco, respondiendo a una carta de Rivas Cherif que lo invitaba precisamente a presidir la acción de la intelectualidad joven, Unamuno escribía, entre otros conceptos, que “recababa la absoluta independencia de sus actos”. Estas razones psicológicas han alejado a Unamuno de las muchedumbres y de sus reivindicaciones. Pero el pensamiento de Unamuno ha tenido siempre un sentido revolucionario. Su [influencia, sobre todo, ha sido hondamente revolucionaria. Últimamente, la política del Directorio] había empujado a Unamuno más marcadamente aún hacia la Revolución. Su repugnancia intelectual y espiritual a la Reacción, y a su despotismo opresor de la Inteligencia, no había aproximado al proletariado y al socialismo. Una de sus más recientes actitudes ha sido socialista o, al menos, filosocialista. En este punto de su trayectoria lo han detenido el ultraje y la agresión brutales del Directorio.

José Ortega y Gasset, a propósito de la muerte de Mauricio Barrés, dice que la entrada de un literato en la política acusa escrúpulos de consciencia estéticos. “El argumento está muy seductoramente sostenido -como está siempre los argumentos de Ortega y Gasset- en un artículo ágil y elegante. Pero no es verdadero ni aún respecto de los literatos y artistas específicos. En los periódicos tempestuosos de la historia, ningún espíritu sensible a la vida puede colocarse al margen de la política. La política en esos períodos no es una menuda actividad burocrática, sino la gestación y el parto de un nuevo orden social. Así como nadie puede ser indiferente al espectáculo de una tempestad, nadie tampoco puede ser indiferente al espectáculo de una Revolución. La infidelidad al arte no es en estos casos [una cuestión de flaqueza estética sino una cuestión de sensibilidad histórica. Dante intervino ardorosamente en la política y esa] intervención no disminuyó, por cierto, el caudal ni la prestancia de su poesía. A los casos en que Ortega y Gasset apoya capciosamente su tesis se podría oponer innumerables casos que válidamente la aniquilan. ¿El contenido de la obra de Wagner no es, acaso, eminentemente político? ¿Y el pintor Courbet comprometió acaso, con su participación en la Comuna de su París, algo de su calidad estética? Actualmente, la trama del teatro de Bernard Shaw es, una trama política. Bernard Shaw, antiguo fabiano, marcha hoy hacia el comunismo. La Inteligencia y el Sentimiento no pueden ser apolíticos. No pueden serlo sobre todo en una época principalmente política. La gran emoción contemporánea es la emoción revolucionaria. ¿Cómo puede entonces, un artista, un pensador, ser insensible a ella? ¡Pobres almas ramplonas, impotentes, femeninas, aquellas que se duelen de que don Miguel de Unamuno haya abandonado la solemne austeridad de su cátedra de Salamanca para intervenir, batalladora y gallardamente, en la política de su pueblo! Nunca la personalidad de Unamuno ha sido tan admirable, tan mundial, tan contemporánea y tan fecunda.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Pasadismo y Futurismo

Pasadismo y Futurismo

Luis Alberto Sánchez y yo hemos constatado recientemente que uno de los ingredientes, tanto espirituales como formales, de nuestra literatura y nuestra vida es la melancolía. Bien. Pero otro, menos negligible tal vez, es el pasadismo. Estos elementos no coinciden arbitraria o casualmente. Coinciden porque son solidarios, porque son consustanciales, porque son consanguíneos. Son dos aspectos congruentes de un solo fenómeno, dos expresiones mancomunadas de un mismo estado de ánimo. Un hombre aburrido, hipocondriaco, gris, tiende no solo a renegar el presente y a desesperar del porvenir sino también a volverse hacia el pasado. Ninguna ánima, ni aún la más nihilista, se contenta ni se nutre únicamente de negaciones. La nostalgia del pasado es la afirmación de los que repudian el presente. Ser retrospectivos es una de las consecuencias naturales de ser negativos. Podría decirse, pues, que la gente peruana es melancólica porque es pasadista y es pasadista porque es melancólica.

Las preocupaciones de otros pueblos son más o menos futuristas. Las del nuestro, resultan casi siempre tácita o explícitamente pasadistas. El futuro ha tenido en esta tierra muy mala suerte y ha recibido muy injusto trato. Un partido de carne, mentalidad y traje conservadores fue apodado partido futurista. El diablo se llevó en hora buena a esa facción estéril, gazmoña, impotente. Mas la palabra “futurista'” quedó desde entonces irremediablemente desacreditada. Por eso, no hablamos ya de futurismo sino, aunque suene menos bien, de porvenirismo. Al futuro lo hemos difamado temerariamente atribuyéndole relaciones y concomitancias con la actitud política de la más pasadista de nuestras generaciones.

El pasadismo que tanto ha oprimido y deprimido el corazón de los peruanos es, por otra parte, un pasadismo de mala ley. El período de nuestra historia que más nos ha atraído no ha sido nunca el período incaico. Esa edad es demasiado autóctona, demasiado nacional, demasiado indígena para emocionar a los lánguidos criollos de la República. Estos criollos no se sienten, no se han podido sentir, herederos y descendientes de lo incásico. El respeto a lo incásico no es aquí espontáneo sino en algunos artistas y arqueólogos. En los demás es, más bien, un reflejo del interés y de la curiosidad que lo incásico despierta en la cultura europea. El virreinato, en cambio, está más próximo a nosotros. El amor al virreinato le parece a nuestra gente un sentimiento distinguido, aristocrático, elegante. Los balcones moriscos, las escalas de seda, las “tapadas”, y otras tonterías, adquieren ante sus ojos un encanto, un prestigio, una seducción exquisitas. Una literatura decadente, artificiosa, se ha complacido de añorar, con inefable y huachafa ternura, ese pasado postizo y mediocre. Al gracejo, a la coquetería de algunos episodios y algunos personajes de la colonia, que no deberían ser sino un amable motivo de murmuración, les ha sido conferidos por esa literatura, un valor estético, una jerarquía espiritual, exorbitantes, artificiales, caprichosos. Los temas y los “dramatis personae” del virreinato no han sido abandonados a los humoristas a quienes pertenecían, por antonomasia, sus motivos cómicos y sus motivos galantes y casanovescos. Don Ricardo Palma hizo de ellos un uso adecuado e inteligente, contándonos con su malicia y su donaire limeños, las travesuras de los virreyes y de su clientela. “La Calesa de la Perricholi”, que Antonio Garland ha traducido con fino esmero y gusto gentil es otra pieza que se mantiene dentro de los mismos límites discretos. Toda esa literatura estaba y está muy bien. La que está mal es esa otra literatura nostálgica que evoca con unción y gravedad las aventuras y los chismes de una época sin grandeza. El fausto, la pompa colonial son una mentira. Una época fastuosa, magnífica, no se improvisa, no nace del azar. Menos aún desaparece sin dejar huellas. Creemos en la elegancia de la época “rococó” porque tenemos de ella, en los cuadros de Watteau y Fragonnard, y en otras cosas más plásticas y tangibles preciosos testimonios físicos de su existencia. Pero la colonia no nos ha legado sino una calesa, un caserón, unas cuantas celosías y varias supersticiones. Sus vestigios son insignificantes. Y no se diga que la historia del virreinato fue demasiado fugaz ni Lima demasiado chica. Pequeñas ciudades italianas guardan, como vestigio de trescientos o doscientos años de historia medioeval un conjunto maravilloso de monumentos y de recuerdos. Y es natural. Cada una de esas ciudades era un gran foco de arte y de cultura.

Adorar, divinizar, cantar el virreinato es, pues, una actitud de mal gusto. Los literatos e intelectuales que, movidos por un aristocratismo y un estetismo ramplones, han ido a abastecerse de materiales y de musas en los caserones y guardarropías de la colonia, han cometido una cursilería lamentable. La época “rococó” fue de una aristocracia auténtica. Francia, sin embargo, no siente ninguna necesidad espiritual de restaurarla. Y las escenas de la revolución jacobina, la música demagógica de la marsellesa, pesan mucho más en la vida de Francia que los melindres y los pecados de Madame Pompadour. Aquí, debemos convencernos sensatamente de que cualquiera de los modernos y prosaicos “buildings” de la ciudad, vale, estética y prácticamente, más que todos los solares y todas las celosías coloniales. La “Lima que se va” no tiene ningún valor serio, ningún perfume poético, aunque Gálvez se esfuerce por demostrarnos, elocuentemente, lo contrario. Lo lamentable no es que esa Lima se vaya, sino que no se haya ido más de prisa.

El doctor Mackay, en una conferencia, se refirió discretamente al pasadismo dominante en nuestra intelectualidad. Pero empleó, tal vez por cortesía, un término inexacto. No habló de “pasadismo” sino de “historicismo”. El historicismo es otra cosa. Se llama historicismo una notoria corriente de filosofía de la historia. Y si por historicismo se entiende la aptitud para el estudio histórico, aquí no hay ni ha habido historicismo. La capacidad de comprender el pasado es solidaria de la capacidad de sentir el presente y de inquietarse por el porvenir. El hombre moderno no es sólo el que más ha avanzado en la reconstrucción de lo que fue sino también el que más ha avanzado en la previsión de lo que será.
El espíritu de nuestra gente es, pues, pasadista; pero no es histórico. Tenemos algunos trabajos parciales de exploración histórica, mas no tenemos todavía ningún gran trabajo de síntesis. Nuestros estudios históricos son, casi en su totalidad, inertes o falsos, fríos o retóricos.

El culto romántico del pasado es una morbosidad de la cual necesitamos curarnos. Oscar Wilde, con esa modernidad admirable que late en su pensamiento y en sus libros, decía: “El pasado es lo que los hombres no habrían debido ser; el presente es lo que no deberían ser”. Un pueblo fuerte, una gran generación robusta no son nunca plañideramente nostálgicos, no son nunca retrospectivos. Sienten, plenamente, fecundamente, las emociones de su época. “Quien se entretenga en idealismos provincianos -escribe Oswald Spengler, el hombre de mayor perspectiva histórica de nuestro tiempo- y busque para la vida estilos de tiempos pretéritos, que renuncie a comprender la historia, a vivir la historia, a crear la historia”.
Una de las actitudes de la juventud, de la poesía, del arte y del pensamiento peruanos que conviene alentar es la actitud un poco iconoclasta que, gradualmente, van adquiriendo. No se puede afirmar hechos e ideas nuevas si no se rompe definitivamente con los hechos e ideas viejas. Mientras algún cordón umbilical nos una a las generaciones que nos han precedido, nuestra generación seguirá alimentándose de prejuicios y de supersticiones. Lo que este país tiene de vital son sus hombres jóvenes; no sus mestizas antiguallas. El pasado y sus pobres residuos son, en nuestro caso, un patrimonio demasiado exiguo. El pasado, sobre todo, dispersa, aísla, separa, diferencia demasiado los elementos de la nacionalidad, tan mal combinados, tan mal concertados todavía. El pasado nos enemista. Al porvenir le toca darnos unidad.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Un congreso de escritores hispano-americanos

Un congreso de escritores hispano-americanos

Edwin Elmore, escritor de inquieta inteli­gencia y de espíritu fervoroso, propugna la reunión de un congreso libre de intelectuales hispano-americanos. El anhelo de Elmore no se detiene, naturalmente, en la mera aspiración de un congreso. Elmore formula la idea de una organización del pensamiento hispano-americano. El congreso no sería sino un instrumento de esta idea. La iniciativa de Elmore merece ser seriamente examinada y discutida en la prensa. Luis Araquistain ha abierto este debate, en "El Sol" de Madrid, con un artículo en el cual declara su adhesión a la iniciativa. Los comentarios de Araquistain tienden, además, a precisarla y esclarecerla. Elmore habla de un congreso de intelectuales. Araquistain restringe "este equívoco y a veces presuntuoso vocablo a su acepción corriente de hombres de letras"- La adhesión de Araquistain es entusiasta y franca. "El solo encuentro —escribe Araquistain— de un grupo de hombres procedentes de una veintena de naciones, dedicados por profesión a algunas de las formas más delicadas de una cultura a la creación artística o al pensamiento original, y ligados, sobre todo personalismo, por un sentimiento de homogeneidad espiritual, multiforme en sus variedades nacionales e individuales, sería ya un espléndido principio de organización. No hay inteligencia mutua ni obra común si los hombres no se conocen antes como hombres".

En el Perú, la proposición de Elmore, difundida desde hace algunos meses entre los hombres de letras de varios países hispano-americanos, no ha sido todavía debidamente divulgada y estudiada. No he leído, a este respecto, sino unas notas de Antonio G. Garland; —intelectual rehacio por temperamento y por educación a toda criolla "conjuración del silencio",— aplaudiendo y exaltando el congreso propuesto.

Me parece oportuno y conveniente participar en este debate hispano-americano, aunque no sea sino para que la contribución peruana a su éxito, por la pereza o el desdén con que nuestros intelectuales se comportan generalmente ante estos temas, no resulte demasiado exigua. La cuestión fundamental del debate —la organización del pensamiento hispano-americano— reclama atención y estudio, lo mismo que la cuestión accesoria —la reunión de un congreso dirigido a este fin.— A su examen deben concurrir todos los que puedan hacer alguna reflexión útil. No se trata, evidentemente, de un vulgar caso de compilación o de cosecha de adhesiones. Una recolección de pareceres más o menos unánimes y uniformes sería, sin duda, una cosa muy pobre y muy monótona. sería, sobre todo, un resultado demasiado incompleto para la noble fatiga de Edwin Elmore. Que opinen todos los escritores, los que comparten y los que no compartan las esperanzas de Elmore y de los fautores de su iniciativa. Yo, por ejemplo, soy de los que no las comparten. No creo, por ahora, en la fecundidad de un congresos de hombre de letras hispano-americanos. Pero simpatizo con la discusión de este proyecto. Juzgo, por otra parte, que polemizar con una tesis es, tal vez, la mejor manera de estimularla y hasta de servirla. Lo peor que le podría acontecer a la de Elmore sería que todo el mundo la aceptase y la suscribiese sin ninguna discrepancia. La unanimidad es siempre infecunda.

Me declaro escéptico respecto a los probables resultados del Congreso en proyecto. Mi escepticismo no tiene, por supuesto, las mismas razones que el del poeta Leopoldo Lugones (Ha dicho Elmore, quien ha interrogado a muchos intelectuales hispano-americanos, que Lugones se ha mostrado "si no por completo, casi del todo escéptico en cuanto a la idea". Mas tarde, Lugones, en una fiesta literaria del centenario de Ayacucho, nos ha definido explícita y claramente su actitud espiritual —actitud inequívocamente nacionalista, reaccionaria, filofascista— sobre la cual podía habernos antes inducido en error la colaboración del poeta argentino en la Sociedad de las Naciones)

Pienso, en primer lugar, que el sino de estos congresos es el de concluir desnaturalizados y desvirtuados por las especulaciones del ibero-americanismo profesional. Casi inevitablemente, estos congresos degeneran en vacuas academias, esterilizadas por el ibero-americanismo formal y retórico de gente figurativa e historiesca. Cierto que Elmore propone un "congreso libre" y que Araquistain agrega, precisando más el término "libre, es decir, fuera de todo patrocinio oficial". Pero el propio Araquistain sostiene, enseguida que "no estaría de más invitar a las organizaciones de hombres de letras ya existentes: Sociedades de Autores dramáticos, Asociaciones de Escritores, P.E.N, Clubs de lengua castellana y portuguesa, Asociaciones de la Prensa, etc.". La heterogeneidad de la composición del congreso aparece, pues, prevista y admitida desde ahora por los mismo escritores de homogeneidad espiritual". Los cortesanos intelectuales del poder y del dinero invadirían la asamblea adulterándola y mistificándola. Porque ¿cómo calificar, cómo filtrar a los escritores? ¿Cómo decidir sobre su capacidad y título para participar en el Congreso?

Estas no son simples objeciones de procedimientos o de forma. Enfocan la cuestión misma de la posibilidad de actuar, práctica y eficazmente, la iniciativa de Edwin Elmore. Yo creo que esta es la primera cuestión que hay que plantearse. Que conviene averiguar, previamente, antes de avanzar en la discusión de la idea, si existe o no la posibilidad de realizarla. No digo de realizarla en toda su pureza y en toda su integridad, pero sí, al menos, en sus rasgos esenciales. La deformación práctica de la idea del congreso de escritores hispano-americanos traería aparejada ineluctablemente la de sus fines y la de su función. De una asamblea intelectual, donde prevaleciese numérica y espiritualmente la copiosa fauna de grafómanos y retores tropicales y megalómanos, que tan propicio clima encuentra en nuestra América, podría salir todo, menos un esbozo vital de organización del pensamiento hispano-americano. Medítelo Edwin Elmore, a quien estoy seguro que el fin preocupe mucho más que el instrumento.

Viene luego, otra cuestión: la de la oportunidad. Vivimos en un periodo de beligerancia ideológica. Los hombres que representan una fuerza renovación no pueden concertarse ni confundirse, y aún eventual o fortuitamente, con los que representan una fuerza de conservación o de regresión. Los separa un abismo histórico. Hablan un lenguaje diverso y tienen una intuición común de la historia. El vínculo intelectual es demasiado frágil y hasta un abstracto. El vínculo espiritual es, en todo caso, mucho más potente y válido.

¿Quiere decir esto que yo no crea en la urgencia de trabajar por la unidad de Hispano-América? Todo lo contrario. En un artículo reciente, me he declarado propugnador de esa unidad. Nuestro tiempo —he escrito— ha creado en la América Española una comunicación viva y extensa: la que ha establecido entre las juventudes la emoción revolucionaria. Mas bien espiritual que intelectual esta comunicación recuerda la que concerto a la generación de la independencia.

Pienso que hay que juntar a los afines, no a los dispares. Que hay que aproximar a los que la historia quiere que estén próximos. Que hay que solidarizar a los que la historia quiere que sean solidarios. Esta me parece la única coordinación posible. La sola inteligencia con un preciso y efectivo sentido histórico.

Hablar vaga y genéricamente de la organización del pensamiento hispano-americano es, hasta cierto punto, fomentar un equívoco. Un equívoco análogo al de ese ibero-americanismo de uso externo que todos sabemos tan artificial y tan ficticio; pero que muy pocos nos negamos explícitamente a sostener con nuestro consenso. Creando ficciones y mitos, que no tienen siquiera el mérito de ser una grande, apasionada y sincera utopía, no se consigue, absolutamente, unir a estos pueblos. Más probable es que se consiga separarlos, puesto que se nubla con confusas ilusiones sus verdadera perspectiva histórica.

Conviene considerar estos temas con un criterio más objetivo, más realista. Por haber sido tratados casi siempre superficial o románticamente, apenas están desflorados. Dejo para otra día, la cuestión de la posibilidad y de la necesidad de organizar el pensamiento hispano-americano. Creo indispensable, ante todo, formular una interrogación elemental. ¿Existe ya un pensamiento característicamente hispano-americano? He aquí un punto que debe esclarecer este debate.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

El caso Raymond Radiguet

Es posible ignorar a Raymond Radiguet. Pero no es lícito ignorar el mayor suceso editorial de este tiempo: "Le Diable au Corps" y "Le Bal du Comte d'Orgel", novelas de Raymond Radiguet. Me ha tocado leer estas novelas en su 112a. edición. Las librerías de París han vendido, en quince días, cincuenta mil ejemplares de "Le Bal du Comte d'Orgel". Ningún otro libro contemporáneo ha tenido igual suerte.
Radiguet no ha conocido su éxito. Murió antes de llegar a los veintiun años. Su triunfo, su fama, son en gran parte una consecuencia de su muerte. Si Radiguet viviese todavía, sus novelas no habrían arribado a las 112a. edición. El público no sentiría ninguna impaciencia por leerlas ni la crítica por comentarlas. "Le Bal du Comte d'Orgel" no sería un libro afamado. Radiguet viviría un poco desconocido. Es, sin duda, por convenir a su gloria y a su editor que Radiguet a muerto.
Puede hasta formularse dos hipótesis sobre su muerte: Primera. Que Radiguet, consciente de haber escrito su obra maestra y deseoso de valorizarla, haya muerto voluntariamente. (De la vanidad de los literatos hay que esperarlo todo.) Segunda. Que Radiguet haya sido sigilosamente asesinado por su librero. (De la "réclame" moderna hay que temerlo también todo.) Pero más fundado y razonable es creer absurda ambas hipótesis, contrarias a la buena reputación de Radiguet o de su librero. Seguramente Radiguet ha muerto del modo más natural. Era un hombre nacido para producir una novela con fisonomía de "chef d'oeuvre". Escrito el "chef d'oeuvre", Radiguet tenía que morirse. No le quedaba nada que hacer en el mundo. El objetivo de su vida estaba cumplido. Jean Cocteau acepta implícitamente esta opinión en el prefacio de "Le Bal du Comte d'Orgel". "No acuseis al destino-- dice Cocteau--. No habléis de injusticia. Radiguet era de la raza grave en la cual la edad se desenvuelve demasiado rápida hasta el fin". La vida de Radiguet, en suma, no ha sido una vida frustrada. Ha sido simplemente una vida breve. ¿Por qué todas las vidas deben durar, regularmente, sesenta o setenta años? ¿Por qué todos los hombres deben morir arterioesclerosos? Esto, además de ser muy monótono, tendría muchos inconvenientes. La medicina, por ejemplo, carecería de pretexto para progresar.
Es probable, sin embargo, que Radiguet hubiese podido vivir un poco más. Le habría bastado con aplazar su obra maestra. Antes de producirla, Radiguet no podía morirse. Pero el parto fatal tenía indefectiblemente que hacer saltar en pedazos el resorte de la vida. ¿Por qué se apresuró Radiguet a hacer su "chef d'oeuvre"? La impaciencia, la prisa, la curiosidad, lo han matado. ¡Pobre garzón imprudente, víctima de la nerviosidad de su tiempo! Su historia es, --más acelerada y menos sentimental,--la melancólica historia del hombre del cerebro de oro de Alfonso Daudet.
Mas Radiguet ha sido un hombre de cerebro de oro del siglo veinte. Radiguet ha muerto precozmente; pero ha ganado la celebridad precozmente también. La fama es esquiva a los jóvenes. En este siglo, la fama camina más velozmente. La civilización la ha electrificado. Le ha quitado su cansada cuadriga y le ha puesto un motor de 1000 H.P. Pero, a pesar de esto, la fama llega siempre en otoño. La primavera no es la estación de la fama. Pocos hombres asisten al espectáculo de su propia gloria.
No clasifiquemos, simplistamente, a Radiguet como un niño prodigio. Radiguet no tenía simpatía por este término. Poco antes de su muerte escribía lo que sigue: "¿Qué familia no posee su niño prodigio? Ellas han inventado la palabra. Existen niños prodigios como hombres prodigios. Rara vez son los mismos. La edad no es nada. Es la obra de Rimbaud y no la edad a la cual Rimbaud la escribió lo que me asombra. Todos los grandes poetas han escrito a los diecisiete años. Los más grandes son aquellos que logran hacerlo olvidar".
A los dieciocho años Radiguet concluía "Le Diable au Corps" y colaborada con dos artistas como Jean Cocteau y Erik Satie en una ópera cómica. A los veinte años terminaba "Le Bal du Comte d'Orgel". No lo llamemos, sin embargo, niño prodigio. Respetemos su desdén por esta calificación.
Las novelas de Radiguet reflejan el humor escéptico y humorista de la literatura de la decadencia burguesa. En la escena de esta literatura se mueve, pulcra y amaneradamente, las pequeñas almas de la poesía de Paul Geraldy. El ideal de estas pequeñas almas es, como dice un crítico de Geraldy, "vivre avec douceur". Los griegos gustaban de vivir serenamente, los hiperestésicos burgueses occidentales de la Urbe quieren vivir dulcemente. La serenidad es demasiado grave y fuerte para estas pequeñas almas ávidas y golozas de dulzura. De la vida de las petites ames está excluido todo lo heróico, todo lo épico, todo lo clamoroso. "Le Diable au Corps" es una novela del tiempo bélico. Pero la emoción de la guerra no aparece nunca, en ninguna de las escenas, en ninguna de sus páginas. Es sin embargo, la novela de un adulterio que se incuba en la atmósfera de la guerra. Una joven recién casada se entrega a un adolescente tímido. El marido cuya vida permanece extraña al argumento y al ambiente de la novela, se bate en el frente. La luna de miel de los esposos ha sido exigua y torpe. En cambio, la luna de miel de los adúlteros, es larga y exquisita. Raymond Radiguet nos hace gustar a pequeños sorbos la historia de este pecado más bien inocente que perverso. La protagonista es una Madame Bovary menos provinciana, menos jugosa que la de Flaubert. El armisticio destruye la felicidad de la pareja adúltera. En esta novela, la guerra es el bienestar, la paz es el drama. Mas el drama mismo transcurre suavemente sin estertor, sin violencia.
"Le Bal du Comte d'Orgel"pertenece a la post-guerra. Pero el hálito acre de la crisis post-bélica tampoco sacude las almas ni las cosas. Se trata de una casta comedia de amor jugada en un escenario sensual, frívolo y elegante. Estamos de nuevo en el mundo de las "pequeñas almas". Piccolo mondo moderno. Irrumpe derrepente en la tertulia del Conde d'Orgel un emigrado ruso. Pero con este gentil-hombre no llega ninguna pasión, ningún grito, ningún eco del drama de Rusia. El huesped del Conde d'Orgel es demasiado correcto para desgarrar la plácida frivolidad de la tertulia con una acérrima diatriba anti-bolchevique. El emigrado se comporta discreta y gentilmente. No habla con odio, no habla con resentimiento siquiera de los bolcheviques. Casi los excusa, casi los comprende. Es un hombre que sabe que ninguna ruda pasión humana debe penetrar en un salón de buen tono. Es un hombre relativista y escéptico. La revolución lo ha empobrecido, lo ha arruinado; pero no le ha hecho perder el además aristocrático.
Tales son las "dramatis personae" de las novelas de Raymond Radiguet. Personajes, cosas, gustos y emociones de una época de decadencia. Ambiente y mundo de Proust, menos mórbidos, más sanos; pero con la misma tibia temperatura lánguida. Radiguet ha hecho a su modo novela psicológica. Novela de matices sutiles que analiza minuciosa y finamente el proceso de un sentimiento, la trayectoria de una pasión generalmente moderada y contenida. Novela de no enfoca sino un episodio, en vez de enfocar, como el folletín, toda una vida que se enlaza a cien vidas diferentes y confusas. Novela en la cual cada hombres es el protagonista de su propio drama y es el eje de su propio mundo. El literato de este estilo no intenta jamás aprehender un vasto paisaje humano. Su arte es como el de esos pintores modernos que, con un gusto un poco ascético, repiten innumerables cuadros la misma naturaleza muerta.

José Carlos Mariátegui La Chira

E. D. Morel - Pedro S. Zulen

E. D. Morel - Pedro S. Zulen

I.
¿Quién, entre nosotros, debería haber escrito el elogio del gran profesor de idealismo E. D. Morel? Todos los que conozcan los rasgos esenciales del espíritu de E. D. Morel responderán, sin duda, que Pedro S. Zulen. Cuando, hace algunos días, encontré en la prensa europea la noticia de la muerte de Morel, pensé que esta “figura de la vida mundial” pertenecía, sobre todo, a Zulen. Y encargué a Jorge Basadre de comunicar a Zulen que E. D. Morel había muerto. Zulen estaba mucho más cerca de Morel que yo. Nadie podía escribir sobre Morel con más adhesión a su personalidad ni con más emoción de su obra.

Hoy esta asociación de Morel a Zulen se acentúa y se precisa en mi consciencia. Pienso que se trata de dos vidas paralelas. No de dos parejas sino, únicamente, de dos vidas paralelas, dentro del sentido que el concepto de vidas paralelas tiene en Plutarco. Bajo los matices externos de ambas vidas, tan lejanas en el espacio, se descubre la trama de una afinidad espiritual y de un parentesco ideológico que las aproxima en el tiempo y en la historia. Ambas vidas tienen de común, en primer lugar, su profundo idealismo. Las mueve una fe obstinada en la fuerza creadora del ideal y del espíritu. Las posee el sentimiento de su predestinación para un apostolado humanitario y altruista. Aproxima e identifica, además, a Zulen y Morel una honrada y proba filiación democrática. El pensamiento de Morel y de Zulen aparece análogamente nutrido de la ideología de la democracia pura.

Enfoquemos los episodios esenciales de la biografía de Morel. Antes de la guerra mundial, Morel ocupa ya un puesto entre los hombres de vanguardia de la Gran Bretaña. Denuncia implacablemente los métodos brutales del capitalismo en África y Asia. Insurge en defensa de los pueblos coloniales. Se convierte en el asertor más vehemente de los derechos de los hombres de color. Una civilización que asesina y extorsiona a los indígenas de Asia y África es para Morel una civilización criminal. Y la voz del gran europeo no clama en el desierto. Morel logra movilizar contra el imperialismo despótico y marcial de Occidente a muchos espíritus libres, a muchas conciencias independientes. El imperialismo británico encuentra uno de sus más implacables jueces en este austero fautor de la democracia. Más tarde, cuando la fiebre bélica, que la guerra difunde en Europa, trastorna e intoxica la inteligencia occidental, Morel es uno de los intelectuales que se mantienen fieles a la causa de la civilización. Milita activa y heroicamente en ese histórico grupo de consciencious objectors que, en plena guerra, afirma valientemente su pacifismo. Con los más puros y altos intelectuales de la Gran Bretaña -Bernard Shaw, Bertrand Russell, Norman Angell, Israel Zangwill- Morel defiende los fueros de la civilización y de la inteligencia frente a la guerra y la barbarie. Su propaganda pacifista, como secretario de la Unión of Democratic Control, le atrae un proceso. Sus jueces lo condenan a seis meses de prisión en agosto de 1917. Esta condena tiene, no obstante el silencio de la prensa, movilizada militarmente, una extensa repercusión europea. Romain Rolland escribe en Suiza una vibrante defensa de Morel. “Por todo lo que sé de él, -dice- por su actividad anterior a la guerra, por su apostolado contra los crímenes de la civilización en África, por sus artículos de guerra, muy raramente reproducidos en las revistas suizas y francesas, yo lo miro como un hombre de gran coraje y de fuerte fe. Siempre osó servir la verdad, servirla únicamente, sin cuidado de los peligros ni de los odios acumulados contra su persona y, lo que es mucho más raro y más difícil, sin cuidado de sus propias simpatías, de sus amistades, de su patria misma, cuando la verdad se encontraba en desacuerdo con su patria. Desde este punto de vista, él es de la estirpe de todos los grandes creyentes: cristianos de los primeros tiempos, reformadores del siglo de los combates, librepensadores de las épocas heroicas, todos aquellos que han puesto por encima de todo su fe en la verdad, bajo cualquier forma que esta se les presente, o divina, o laica, sagrada siempre”. Liberado, Morel reanuda su campaña. Mejores tiempos llegan para la Unión of Democratic Control. En las elecciones de 1921 el Independent Labour Party opone su candidatura a la de Winston Churchill, el más agresivo capataz del antisocialismo británico, en el distrito electoral de Dundee. Y, aunque todo diferencia a Morel del tipo de político o de agitador profesional, su victoria es completa. Esta victoria se repite en las elecciones de 1923 y en las elecciones de 1924. Morel se destaca entre las más conspicuas figuras intelectuales y morales del Labour Party. Aparece, en todo el vasto escenario mundial, como uno de los asertores más ilustres de la Paz y de la Democracia. Voces de Europa, de América y del Asia reclaman para Morel el premio Nobel de la paz. En este instante, lo abate la muerte.

La muerte de E. D. Morel -escribe Paul Colin en “Europe”- es un capítulo de nuestra vida que se acaba -y uno de aquellos en los cuales pensaremos más tarde con ferviente emoción. Pues él era, con Romain Rolland, el símbolo mismo de la Independencia del Espíritu. Su invencible optimismo, su honradez indomable, su modestia calvinista, su bella intransigencia, todo concurría a hacer de este hombre un guía, un consejero, un jefe espiritual”.
Como dice Colin, todo un capítulo de la historia del pacifismo termina con E. D. Morel. Ha sido Morel uno de los últimos grandes idealistas de la Democracia. Pertenece a la categoría de los hombres que, heroicamente, han hecho el proceso del capitalismo europeo y de sus crímenes; pero que no han podido ni han sabido ejecutar su condena.

II
Reivindiquemos para Pedro S. Zulen, ante todo, el honor y el mérito de haber salvado su pensamiento y su vida de la influencia de la generación con la cual le tocó convivir en su juventud. El pasadismo de una generación conservadora y hasta tradicionalista que, por uno de esos caprichos del paradojal léxico criollo, es apodada hasta ahora generación “futurista”, no logró depositar su polilla en la mentalidad de este hombre bueno e inquieto. Tampoco lograron seducirla el decadentismo y el estetismo de la generación “colónida”. Zulen se mantuvo al margen de ambas generaciones. Con los “colónidas” coincidía en la admiración al Poeta Eguren; pero del “colonidismo” lo separaba absolutamente su humor austero y ascético.

La juventud de Zulen nos ofrece su primera analogía concreta con E. D. Morel. Zulen dirige la mirada al drama de la raza peruana. Y, con una abnegación nobilísima, se consagra a la defensa del indígena. La Secretaría de la Asociación Pro-Indígena absorbe, consume sus energías. La reivindicación del indio es su ideal. A las redacciones de los diarios llegan todos los días las denuncias de la Asociación. Pero, menos afortunado que Morel en la Gran Bretaña, Zulen no consigue la adhesión de muchos espíritus libres a su obra. Casi solo la continua, sin embargo, con el mismo fervor, en medio de la indiferencia de un ambiente gélido. La Asociación Pro-Indígena no sirve para constatar la imposibilidad de resolver el problema del indio mediante patronato o ligas filantrópicas. Y para medir el grado de insensibilidad moral de la consciencia criolla.

Perece la Asociación Pro-Indígena; pero la causa del indio tiene siempre en Zulen su principal propugnador. En Jauja, a donde lo lleva su enfermedad, Zulen estudia al indio y aprende su lengua. Madura en Zulen, lentamente, la fe en el socialismo. Y se dirige una vez a los indios en términos que alarman y molestan la cuadrada estupidez de los caciques y funcionarios provincianos. Zulen es arrestado. Su posición frente al problema indígena se precisa y se define más cada día. Ni la filosofía ni la Universidad lo desvían, más tarde, de la más fuerte pasión de su alma.

Recuerdo nuestro encuentro en el Tercer Congreso Indígena, hace un año. El estrado y las primeras bancas de la sala de la Federación de Estudiantes estaban ocupadas por una polícroma multitud indígena. En las bancas de atrás, nos sentábamos los dos únicos espectadores de la Asamblea. Estos dos únicos espectadores éramos Zulen y yo. A nadie más había atraído este debate. Nuestro diálogo de esa noche aproximó definitivamente nuestros espíritus.
Y recuerdo otro encuentro más emocionado todavía: el encuentro de Pedro S. Zulen y de Ezequiel Urviola, organizador y delegado de las federaciones indígenas del Cuzco, en mi casa, hace tres meses. Zulen y Urviola se complacieron recíprocamente de conocerse. “El problema indígena—dijo Zulen—es el único problema del Perú”.

Zulen y Urviola no volvieron a verse. Ambos han muerto en el mismo día. Ambos, el intelectual erudito y universitario y el agitador oscuro, parecen haber tenido una misma muerte y un mismo sino.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Valores de la cultura italiana moderna. La cultura italiana

Valores de la cultura italiana moderna. La cultura italiana

No me siento totalmente desprovisto de título o, por lo menos, de pretexto para excitar a nuestros estudiosos y estudiantes a dirigir la mirada a la cultura italiana. En el Perú, como en toda la América española, se habla con frecuencia de nuestra latinidad. Ya he dicho, en más de un artículo, lo que pienso de esa latinidad postiza. No es esta una ocasión para insistir sobre el tema. Quiero únicamente remarcar que el latinismo de uso corriente en la retórica criolla no nos ha servido siquiera para reconocer en la cultura italiana una cultura netamente latina y, por lo tanto, una cultura de nuestra supuesta estirpe.
Entre nosotros, el libro italiano ha tenido muy escasa, casi ninguna difusión. Me parece que las excepciones evidentes, a este respecto, son rarísimas. La más notoria y la más importante, en nuestro tiempo, -o mejor dicho en el suyo- es la del Doctor Deustua, quien, como profesor de la Universidad y como Director de la Biblioteca Nacional, se muestra en contacto con el pensamiento italiano.
A D'Annunzio lo hemos conocido y admirado en las mediocres, cuando no pésimas, traducciones españolas. Lo mismo está ocurriendo con Pirandello y Papini. D'Annunzio ha influido en un instante de nuestra literatura. Como alguna vez lo he dicho, considero el período "colónida" como un período de un cierto d'anunzianismo. Pero este d'anunzianismo -espiritual y no formal- no fué aprendido por los literatos "colónidas" en su trato con los libros de D'Annunzio. Los pobres no conocían en la mayoría de los casos sino las versiones baratas de Maucci. El d'anunnzianismo tuvo un vehículo vivo. Lo trajo de Italia en su alma snobista, original y espiritual, Abraham Valdelomar. Valdelomar podía haber sido declarado en su época, por la dirección de salubridad, un "portador de gérmenes". Y D'Anunnzio nos llegó, en Valdelomar, con mucho retardo. Como fenómeno literario, aunque no como fenómeno espiritual, D'Anunnzio estaba en decadencia, desde hacía muchos años, en el mundo intelectual italiano. Era justamente la época en que en la literatura de Italia, se abrían paso los más ardientes anti-d'anunnzianos.
Los literatos, los estudiosos peruanos, cuando han salvado los confines del idioma, han buscado el libro francés y han adoptado, a veces, su espíritu y sus ideas. La metrópoli de la inteligencia hispano-americana, en general, ha sido España o Francia. Y a Francia, sin duda, le debe mucho la literatura del continente. El galicismo nos ha libertado, eficazmente, de algunos defectos y de algunos excesos de la espesa y sonora retórica española. Los escritores ibero-americanos, gracias en parte al galicismo, escriben una prosa menos engolada, más sencilla, que la mayoría de los escritores peninsulares.
Pero el descubrimiento de Francia nos ha hecho olvidar demasiado que existe para nosotros otra cultura próxima y asequible: la cultura italiana. Francia nos ha impuesto sus propias fronteras después de inducirnos a escapar de las pesadas fronteras españolas. Y el yugo francés, desde el punto de vista de los gustos exclusivos a que obligan, resulta peor que el yugo hispano. El pensamiento francés es vanidosamente nacionalista. Y, más que todo, la literatura francesa está organizada de manera de convencer a su público que, si no es la única, es en todo caso la primera.
La vida intelectual italiana -aunque los literatos de Italia sean en su estilo y en su tema menos internacionales, menos cosmopolitas que los literarios de París- se presenta mucho más abierta a las corrientes y a las tendencias europeas, la filosofía alemana, como es notorio, ha encontrado en Italia no sólo traductores y propagadores sino también -v.g. Benedetto Croce- verdaderos e interesantes continuadores. En Italia, se traduce mucho, esmerada y directamente del ruso, del noruego, etc. Las más exóticas y lejanas culturas tienen en Italia estudiosos y traductores. (Me ha sido dado a conocer en Roma a un erudito americanista que sabía quechua: el difunto Conde Perrone di San Martino, autor del libro sobre el Perú, magníficamente editado en italiano por Alfieri Lacroix).
En pro del estudio de las culturas italianas, abogan, además de las razones de orden intelectual, algunas razones de orden práctico. La primera de todas es, naturalmente, la razón de la afinidad de los idiomas español e italiano. El dominio del italiano, si no es tan fácil como lo imaginan superficialmente casi todos, es siempre mucho más fácil que el dominio de cualquier idioma latino. Y leer italiano -por el motivo que señalo en líneas anteriores- consiste al mismo tiempo que penetrar en una cultura original y sustanciosa como la italiana, en acercarse a otras literaturas, más pronta y concienzudamente vertidas al italiano que al español. El estudio del italiano, sobre todo cuando complementa al del francés, constituye por una parte un excelente ejercicio filológico. Otra razón no insignificante, a favor del italiano, me parece la de que el libro italiano es más barato que el libro español y que el mismo libro francés, mientras que el alemán y el inglés alcanzan precios prohibitivos para el lector no favorecido por el recurso del cambio.
Un mayor interesamiento por la cultura italiana no sería de otro lado un gesto exclusivamente nuestro. Las comunicaciones entre la inteligencia hispánica y la inteligencia italiana tienden a aumentar. Unamuno es apreciado en Italia casi tanto como Pirandello en España e Hispano-américa. La inteligencia española desde hace algún tiempo quiere sentirse y mostrarse más europea que antes. El título y el espíritu de la "Revista de Occidente" no son un capricho de Ortega y Gasset: son más bien el síntoma de un estado de los intelectuales de España. En la "Revista de Occidente" han aparecido comentarios inteligentes de Juan Chabás sobre autores y libros italianos. Y en las revistas de Hispano-América no faltan notas análogas. He leído recientemente en una revista, un penetrante estudio de Samuel Ramos sobre Benedetto Croce; y en otra revista, estudios sobre Soficci, sobre Carrá, sobre Pea, etc.
Un libro de Giuseppe Prezzolini, arribado a mi mano con un poco de retardo -desde que dejé Europa mi contacto con las ideas y los libros de Italia se ha debilitado enormemente- representa una amable guía para los estudiosos que se internen por los caminos actuales de la cultura italiana. "La cultura italiana" se titula, precisamente, este libro de Prezzolini. (Edición de "La Voce" de Florencia).
En la intelectualidad italiana tan dividida, tan escindida por la lucha política, Prezzolini es el escritor que con mayor éxito podía intentar una explicación de los diversos movimientos, escuelas y manifestaciones del pensamiento y de la literatura de su patria. Prezzolini procede de un grupo que encarnó y resumió un periodo de pensamiento y esa literatura. Fué el animador máximo de "La Voce", revista florentina que reunió en sus páginas las firmas de los escritores y artistas de diverso temperamento, pero movidos todos por parecido empeño de suscitar un renacimiento artístico y filosófico. En "La Voce" escribieron Croce y Papini, Gentile y Salvemini, Amendola y Murri. Pero como movimiento renovador, el de "La Voce" es un movimiento liquidado hace mucho tiempo. Cada escritor del grupo disperso ha buscado y seguido su propio camino. Papini, después de romper lanzas contra todos los dogmas, se ha convertido al catolicismo. Soffici, ex futurista marca espiritual e intelectualmente un "ritorno all'antico". Croce, ministro de Giolitti en 1921, ha aguardado la hora undécima del liberalismo para inscribirse en el desvaído partido liberal. El propio Prezzolini de ahora está muy distanciado del Prezzolini de "La Voce". El tiempo, la madurez, el desencanto, lo han domesticado. Lo han vuelto relativista, tolerante, ecuánime. Es, justamente, a causa de este cambio, que Prezzolini resulta particularmente apto para revisar y explicar, con cierta objetividad, a sus contemporáneos. En otro tiempo, su actitud habría sido demasiado combativa, demasiado apasionada para consentirle discurrir tan pacífica y ponderadamente por todos los sectores y todos los planos de la inteligencia italiana. Ahora su gesto y su posición son muy distintos. Prezzolini considera las ideas, los hombres y los hechos con un ánimo optimista e indulgente. Se siente en su libro un esfuerzo dulcemente escéptico por suponerse en el mejor de los mundos posibles. A rato saca las uñas con vivacidad; pero en seguida las guarda con una sonrisa fatigada que parece decir: a quoi bon?
Mas de este eclecticismo, un poco irónico, que no degenera en superficialidad, se beneficia que averigüe los senderos de la cultura italiana. Un crítico de parte, le daría del pensamiento de la Italia contemporánea una versión más profunda; pero menos detallada e informativa y, bibliográficamente, menos completa.
Prezzolini no llega a ser el cicerone agnóstico. Sus filias y sus fobias se han temperado, se han atenuado; pero no se han borrado del todo. (Lo que a mí no me parece mal desde el punto de vista de la personalidad del escritor, aunque me parezca inconveniente, en este caso, para el interés egoísta de los lectores a quienes su libros sirva de introducción en la cultura italiana). Algunos juicios denuncian sus viejas antipatías. He aquí uno que, refiriéndose a la nueva mentalidad, niega exageradamente que del positivismo haya sobrevivido algo: "¿Quién recuerda ahora a Lombroso, si no es con una sonrisa? ¿Quién tiene el coraje de leer a Ardigó? ¿Quién cita todavía la autoridad de Spencer? Quien lo hiciese hoy día en Italia parecería un espectro, un lázaro resucitado después de un sueño de muchos años, y todos lo mirarían con maravilla. Todo ese modo de considerar la vida, entre materialista y positivista, que entonces dominaba, (después de 1900), ha desaparecido casi sin rastros y sin resíduos". No es necesario ningún esfuerzo para demostrar que esta afirmación resulta demasiado absoluta e inexacta. Giuseppe Rensi, autor de estudios filosóficos, muy interesantes y valiosos, aunque Prezzolini no los cite, no sólo tiene "el coraje de leer a Ardigó", sino también el de dedicarle un capítulo en uno de sus últimos libros. Y a propósito, ¿por qué Prezzolini, que se detiene en su libro en más de una figura secundaria y terciaria de la intelectualidad italiana, no menciona siquiera al autor de los "Lineamenti di una Filosofía Scettica"? El mismo Prezzolini se ve obligado a rectificar su aserción, páginas más adelante, cuando ocupándose del derecho penal constata la victoria de la escuela positiva. "Hemos asistido -escribe- a la decadencia de esta escuela que sin embargo había vencido a la clásica; los nombres de sus maestros no se encuentran ahora desacreditados; ninguna influencia ejercita sobre el espíritu de su país y no es ya corriente la jerga positivista, puesta por ella en boga. Pero aquí se revela todo el buen sentido italiano: mientras esa escuela teóricamente andaba perdiendo terreno y formaba un artículo de exportación para las repúblicas de Sud-América, a donde frecuentemente van los cantantes cansados y los académicos entontecidos, lo que había sostenido en materia de reformas prácticas, por ser plausible y útil, era aceptado y asimilado aún por sus negadores teóricos como Gentile; y he aquí que la reforma del código penal y la reforma carcelaria son confiadas en 1919 por el Ministro Mortara a una comisión sobre la base de los criterios de la escuela positivista que obtiene así su máximo triunfo. No se puede decir, por ende, que el positivismo haya tramontado sin haber dejado huella. Lo que el positivismo tenía de sólido y durable, ha sobrevivido. Prezzolini sostiene que "la reacción idealista ha destrozado todo, sin encontrar resistencia". Es demasiado evidente que la filosofía de Croce y Gentile ha ganado la batalla. Pero conviene entenderse respecto al idealismo crociano y gentiliano. El pensamiento de Croce y el de Gentile, después de haber hecho juntos una larga jornada, ha empezado a diferenciarse. Su trayectoria desde hace algún tiempo no es la misma. El disenso se ha manifestado en toda su significación en el último diálogo político Croce-Gentile. Gentile se siente y se confiesa fascista; Croce se siente y se confiesa liberal. Y en verdad el pensamiento de Croce ha sido siempre menos independiente de lo que se supone, de la metalidad, "entre positivistas y materialistas" de la Italia de 1900. Puede decirse que ningún pensador italiano ha dependido tanto de su época como Croce y que esta dependencia no ha sido nunca más evidente que cuando Croce ha reaccionado y contrastado sus consecuencias y sus hombres.El idealismo de Croce ha sido en el fondo, solidario con el realismo de Giolitti; aunque en apariencia la teoría del filósofo de Nápoles haya contradicho o se haya opuesto a la praxis del estadista piamontés. Prezzolini es uno de los que se da cuenta del parentesco histórico entre Giolitti y Croce, aunque no lo conciba tan íntimo y tan próximo. "Se ha hecho un paralelo -escribe- entre Croce y D'Annunzio pero creo que más razonable sería hacerlo entre Giolitti, con el cual Croce tiene más de un punto de contacto y con el cual ha trabajado de acuerdo durante un año de ministerio encontrando en él un fuerte apoyo contra la impopularidad de que gozaba en la opinión pública y en la Cámara de Diputados".
Otro juicio deficiente del libro de Prezzolini me parece su juicio sobre Pirandello. Prezzolini confina la figura y la obra de Pirandello dentro del teatro. No las alude siquiera en los otros largos capítulos en que revista los fenómenos y corrientes de la literatura italiana. El simple hecho de haber escrito más novela y cuento que teatro daba derecho, en tanto, a Pirandello, para no ser visto cómo como un comediógrafo. (La edición completa de los cuentos de los cuentos de Pirandello, emprendida por la casa Editorial Bemporad de Florencia, da veinticuatro volúmenes de una serie de Pirandello titula "Novelle per un anno"). No se puede decir por otra parte, que la obra de Pirandello no haya tenido influencia en las letras italianas. Pirandello ha hecho escuela. Esto no era tal vez tan evidente como ahora, cuando Prezzolini escribió su libro; pero de toda suerte, Pirandello tenía ya derecho a un estudio más atento. En la literatura italiana contemporánea, la individualidad más interesante, actualmente, es la del extraordinario escritor siciliano. Prezzolini le antepone, sin duda, Papini. El libro de Prezzolini está lleno de esta predilección: "Papini -afirma- es el verdadero de genio de la literatura italiana con todos sus claroscuros". Sin regatear ni disminuir ninguno de los méritos de Papini, debo declarar mi convicción de que el caso Pirandello representa en este periodo de la literatura italiana algo más que el caso Papini. En Pirandello se condensa un estado de ánimo no sólo italiano sino occidental. Pirandello, mucho más que Papini, marca una tendencia; señala una época. Pirandello, en fin, es un fenómeno de hoy, mientras quizá Papini empieza a ser un fenómeno de ayer.
Pero ni estas ni otras rectificaciones quitan nada al interés del libro de Prezzolini. Más objetivo no podía ser ningún otro escritor de su talento y de su época. Revistando la cultura política, por ejemplo, Prezzolini no olvida ninguno de sus sectores. Su libro enfoca, sucesivamente el socialismo, la democracia, el republicanismo mazziniano, el sindicalismo, el social-catolicismo. Se detiene con atención, en el sector comunista, aunque, de acuerdo con la intención de toda su obra, tratando de descubrir ahí, antes que nada, los ecos del idealismo crociano y gentiliano. "Los comunistas del "Ordine Nuovo" -anota- son asaz inclinados al idealismo, citan en sus escritos a Gentile y a Croce, tratan de dar a los obreros una cultura más escogida, inclusive de arte. Su revista está llena de escritos literarios y revolucionarios, mejores que aquellos que estábamos habituados a hallar en los periódicos y revistas socialistas".
La opinión más aguda del libro me parece ésta: "La literatura italiana no es popular porque no es del pueblo. Es, en el papado, una literatura de clases superiores: de literatos, de nobles, de cortesanos, de curas y de frailes. Hoy es una literatura de burgueses, pero conserva todavía a tendencia antigua". De la tendencia y de la clase no se exceptúa, por supuesto, ni el propio Prezzolini. El inteligente supérstite de "La Voce" lo sabe demasiado bien.

José Carlos Mariátegui La Chira

La lucha final

Magdeleine Marx, una de las mujeres de letras más inquietas y más modernas de la Francia contemporánea, ha reunido sus impresiones de Rusia en un libro que lleva este título: “C’est la lutte finale...” La Frase del canto de Eugenio Pottier adquiere un relieve histórico. “¡Es la lucha final!”
El proletariado ruso saluda la revolución con este grito que es el grito ecuménico del proletariado mundial. Grito multitudinario de combate y de esperanza que Magdeleine Marx ha oído en las calles en las calles de Moscú y que yo he oído en las calles de Roma, de Milán, de Berlín, de París, de Viena y de Lima. Toda la emoción de una época está en él. Las muchedumbres revolucionarias creen librar la lucha final.
¿La libran verdaderamente? Para las escépticas criaturas del orden viejo esta lucha final es sólo una ilusión. Para los fervorosos combatientes del orden nuevo es una realidad. Au dessus de la melée, una nueva y sagaz filosofía de la historia nos propone otro concepto: ilusión y realidad. La lucha final de la estrofa de Eugenio Pottier es, al mismo tiempo, una realidad y una ilusión.
Se trata, efectivamente, de la lucha final de una época y de una clase. El progreso -o el proceso humano- se cumple por etapas. Por consiguiente, la humanidad tiene perennemente la necesidad de sentirse próxima a una meta. La meta de hoy no será seguramente la meta de mañana; pero, para la teoría humana en marcha, es la meta final. El mesiánico milenio no vendrá nunca. El hombre llega para partir de nuevo. No puede, sin embargo, prescindir de que la nueva jornada es la jornada definitiva. Ninguna revolución prevé la revolución que vendrá después, aunque en la entraña porta su germen. Para el hombre, como sujeto de la historia, no existe sino su propia y personal realidad. No le interesa la lucha abstractamente sino su lucha concretamente. El proletariado revolucionario, por ende, vive la realidad de una lucha final. La humanidad, en tanto, desde un punto de vista abstracto, vive la ilusión de una lucha final.
II.
La revolución francesa tuvo la misma idea de su magnitud. Sus hombres creyeron también inaugurar una era nueva. La Convención quiso gravar para siempre en el tiempo, el comienzo del milenio republicano. Pensó que la era cristiana y el calendario gregoriano no podían contener a la República. El himno de la revolución saludó el alba de un nuevo día: “le jour de gloire est arrivé”. La república individualista y jacobina aparecía como el supremo desiderátum de la humanidad. La revolución se sentía definitiva e insuperable. Era la lucha final. La lucha final por la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad.
Menos de un siglo y medio ha bastado para que este mito envejezca. La Marsellesa ha dejado de ser un canto revolucionario. El “día de la gloria” ha perdido su prestigio sobrenatural. Los propios factores de la democracia se muestran desencantados de la prestancia del parlamento y del sufragio universal. Fermenta en el mundo otra revolución. Un régimen colectivista pugna por reemplazar el régimen individualista. Los revolucionarios del siglo veinte se aprestan a juzgar sumariamente la obra de los revolucionarios del siglo dieciocho.
La revolución proletaria es, sin embargo, una consecuencia de la revolución burguesa. La burguesía ha creado, en más de una centuria de vertiginosa acumulación capitalista, las condiciones espirituales y materiales de un orden nuevo. Dentro de la revolución francesa se anidaron las primeras ideas socialistas. Luego, el industrialismo organizó gradualmente en sus usinas los ejércitos de la revolución. El proletariado, confundido antes con la burguesía en el estado llano, formuló entonces sus reivindicaciones de clase. El seno pingüe del bienestar capitalista alimentó el socialismo. El destino de la burguesía quiso que ésta abasteciese de ideas y de hombres a la revolución dirigida contra su poder.
III.
La ilusión de la lucha final resulta, pues, una ilusión muy antigua y muy moderna. Cada dos, tres o más siglos, esta ilusión reaparece con distinto nombre. Y, como ahora, es siempre la realidad de una innumerable falange humana. Posee a los hombres para renovarlos. Es el motor de todos los progresos. Es la estrella de todos los renacimientos. Cuando la gran ilusión tramonta es porque se ha creado ya una nueva realidad humana. Los hombres reposan entonces de su eterna inquietud. Se cierra un ciclo romántico y se abre el ciclo clásico. En el ciclo clásico se desarrolla, estiliza y degenera una forma que, realizada plenamente, no podrá contener en sí las nuevas formas de la vida. Sólo en los casos en que su potencia creadora se enerva, la vida dormita, estancada, dentro de una forma rígida, decrépita, caduca. Pero estos éxtasis de los pueblos o de las sociedades no son ilimitados. La somnolienta laguna, la quieta palude, acaba por agitarse y desbordarse. La vida recupera entonces su energía y su impulso. La India, la China, la Turquía contemporáneas son un ejemplo vivo y actual de estos renacimientos. El mito revolucionario ha sacudido y ha reanimado, potentemente, a esos pueblos en colapso.
El Oriente se despierta para la acción. La ilusión ha renacido en su alma milenaria.
IV.
El escepticismo se contentaba con contrastar la irrealidad de las grandes ilusiones humanas. El relativismo no se conforma con el mismo negativo e infecundo resultado. Empieza por enseñar que la realidad es una ilusión; pero concluye por reconocer que la ilusión es, a su vez, una realidad. Niega que existan verdades absolutas: pero se da cuenta de que los hombres tienen que creer en sus verdades relativas como si fueran absolutas. Los hombres han menester de certidumbre. ¿Qué importa que la certidumbre de los hombres de hoy no sea la certidumbre de los hombres de mañana? Sin un mito los hombres no pueden vivir fecundamente. La filosofía relativista nos propone, por consiguiente, obedecer a la ley del mito.
Pirandello, relativista, ofrece el ejemplo adhiriéndose al fascismo. El fascismo seduce a Pirandello porque mientras la democracia se ha vuelto escéptica y nihilista, el fascismo representa una fe religiosa, fanática, en la Jerarquía y la Nación. (Pirandello que es un pequeño-burgués siciliano, carece de aptitud psicológica para comprender y seguir el mito revolucionario). El literato de exasperado escepticismo no ama en la política la duda. Prefiere la afirmación violenta, categórica, apasionada, brutal. La muchedumbre, más aún que el filósofo escéptico, más aún que el filósofo relativista, no puede prescindir de un mito, no puede prescindir de una fe. No le es posible distinguir sutilmente su verdad de la verdad pretérita o futura. Para ella no existe sino la verdad. Verdad absoluta, única, eterna. Y, conforme a esta verdad, su lucha es, realmente, una lucha final.
El impulso vital del hombre responde a todas las interrogaciones de la vida antes que la investigación filosófica. El hombre iletrado no se preocupa de la relatividad de su mito. No le sería dable siquiera comprenderla. Pero generalmente encuentra, mejor que el literato y que el filósofo, su propio camino. Puesto que debe actuar, actúa. Puesto que debe creer, cree. Puesto que debe combatir, combate. Nada sabe de la relativa insignificancia de su esfuerzo en el tiempo y en el espacio. Su instinto lo desvía de la duda estéril. No ambiciona más que lo que puede y debe ambicionar todo hombre: cumplir bien su jornada.

José Carlos Mariátegui La Chira

La escena húngara

La escena húngara

Hungría ocupa un puesto muy modesto y muy eventual en las planas del servicio cablegráfico de la prensa americana. Sobre Hungría se escribe y se sabe, en general, muy poco. En la propia Europa, la nación magiar resulta un tanto olvidada. Nitti es uno de los pocos estadistas europeos que la recuerda, y la defiende en sus libros y en sus artículos. Para los demás leaders de la política occidental no existe, con la misma intensidad que para Nitti, un problema húngaro. Parece que, al separarse de Austria, Hungría se ha separado también algo de Occidente.

Sin embargo, Hungría ha sido el escenario de uno de los episodios más dramáticos de la crisis post-bélica. Y el tratado de Trianón aparece desde hace tiempo como uno de los tratados de paz que alimentan en la Europa Central una sorda acumulación de rencores nacionalistas y de pasiones guerreras. Ese tratado mutila el territorio húngaro a favor de Rumania, de Checo-Eslavia y de Yugo-Eslavia. Según las cifras de un libro de Nitti, “La Decadencia de Europa”, basadas en un prolijo estudio de este tema, Hungría, ha perdido el 63 por ciento de su antigua población. Han sido anexados a Rumania, a Checo-Eslavia y a Yugo-Eslavia, respectivamente, cinco, tres y uno y medio millones de hombres que antes convivían dentro de los confines húngaros. Dentro de la Hungría pre-bélica había minorías no húngaras; pero las amputaciones del territorio húngaro decididas con este pretexto por el tratado de Trianón han sido excesivas. Han resuelto aparentemente la cuestión de las minorías alógenas de Hungría; mas han creado la cuestión de las minorías húngaras de Checo-Eslavia, Yugo-Eslavia y Rumania. Estas tres naciones, naturalmente, no quieren que se hable siquiera de una revisión del tratado que las beneficia. La posibilidad de que Hungría reivindique algún día sus tierras y sus hombres las mantiene en constante alarma. Y Hungría, a su vez, aguarda la hora de que se le haga justicia. Nitti escribe a este respecto: Hungría es, entre los países vencidos, aquel que tiene el más profundo espíritu nacional: nadie cree que el pueblo húngaro, orgulloso y persistente, no se levante de nuevo; nadie admite que Hungría pueda vivir largamente bajo las duras condiciones del tratado de Trianón. Y, desde el cardenal arzobispo de Budapest hasta el último campesino, nadie se ha resignado al destino actual. El problema húngaro, en suma, se presenta como uno de los que más sensiblemente amenazan la paz de Europa. El tratado de Trianón no interesa directamente solo a Hungría y la Pequeña Entente. Interesa, igualmente, a Italia que tiende a una cooperación con Hungría; pero que es contraria a una eventual restauración de la unión austro-húngara. La historia de la gran guerra enseña, además, que cualquiera de los intrincadísimos conflictos de esta zona de Europa puede ser la chispa de una conflagración europea.

Europa siguió muy atentamente la política húngara durante el experimento comunista de Bela Kun. Hungría era entonces un foco de bolchevismo en el vértice de la Europa central y oriental. El problema húngaro se ofrecía grávido de peligros para el orden de Occidente. Ahogada la revolución comunista, languideció el interés europeo por las cosas húngaras. Los ecos del “terror blanco” lo reanimaron todavía por un período más o menos largo. Pero, durante este tiempo, la atención fue menos unánime. A las clases conservadoras de Europa no les preocupaba absolutamente la truculencia de la reacción húngara. El método marcial del almirante Nicolás Horthy contaba de antemano con su aprobación.
El almirante Horthy ejerce el gobierno de Hungría desde esa época. Su gobierno parece tener en un puño al pueblo magiar. ¿Qué otra cosa puede importar, seriamente, a la clase conservadora de Europa? Existe, es cierto, en Hungría, una crisis financiera que compromete muchos intereses de la finanza internacional. Hungría molesta un poco con el espectáculo de su bancarrota y de su pobreza. Pero para estas cuestiones menores tienen las potencias vencedoras a la Sociedad de las Naciones.
Horthy gobierna Hungría con el título de Regente. Hungría es, teóricamente, una monarquía. El almirante Horthy guarda su puesto al rey. Pero también esto es un poco teórico. Cuando en marzo de 1921 el rey Carlos, coludido con los hombres que gobernaban entonces en Francia, se presentó en Budapest a reclamar el poder, Horthy rehusó entregárselo. Su resistencia dio tiempo para que las protestas de la Pequeña Entente, de Italia y de Inglaterra -que, de otro modo, se habrían encontrado ante un hecho consumado- actuasen eficazmente contra esta tentativa de restauración. La Regencia de Horthy, por consiguiente, es una regencia bastante relativa.

¿A qué categoría, a qué tipo de gobernantes de la Europa contemporánea pertenece este almirante? Su clasificación no resulta fácil. Horthy no tiene similitud con los otros hombres de gobierno surgidos de la crisis post-bélica. No es un condottiero dramático de la reacción como Benito Mussolini. No es un estadista nato como Sebastián Benes. Es un marino y un funcionario del antiguo régimen austro-húngaro a quien la disolución del imperio de los Apsburgo y la caída de la república de Bela Kun, han colocado a la cabeza de un gobierno. El azar de una marea histórica lo ha puesto donde está. Todo su mérito -mérito de viejo marino- consiste en haberse sabido conservar a flote después del temporal. Por algunos rasgos de su personalidad, se emparenta extrañamente a la estirpe de los caudillos hispano-americanos. Por otros rasgos, se aproxima a la especie de los déspotas asiáticos. En todo caso, es un gobernante balkánico más bien que un gobernante occidental.

Un documento instructivo acerca de su psicología es la crónica de la aventura de marzo de 1921 escrita por Carlos de Apsburgo. Esta crónica, -dictada por Carlos a su secretario Karl Werkmann y publicada recientemente en un volumen de notas o memorias del difunto ex-emperador- proyecta una luz muy viva sobre la figura de Horthy y las causas del fracaso de la tentativa de restauración. Carlos cuenta cómo, después de haber atravesado en automóvil la frontera, munido de un pasaporte español, arribó a Steinamanger al palacio del arzobispo, a donde acudieron a rodearlo solícitos el coronel Lehar y otros personajes legitimistas. Confiado en la autoridad y la divinidad de su linaje, el heredero de los Apsburgo, sentía ganada la partida. No podía suponer a su vasallo Horthy capaz de negarse a devolverle el poder. De Steinamanger prosiguió viaje a Budapest en automóvil. Y, de improviso y de incógnito, traspuso el umbral del palacio regio. Una gran decepción lo aguardaba. En los semblantes de los pocos presentes notó hostilidad. Horthy lo recibió consternado. La entrevista duró dos horas. Fue una lucha por el poder -escribe Carlos- en la cual él, “desarmado frente a Horthy, tuvo que sucumbir, malgrado sus desesperados esfuerzos, a la infidelísima, traidora, y baja avidez del regente”.

Horthy comenzó por preguntar a su soberano qué cosa le ofrecía si le dejaba el gobierno. El heredero de la corona apenas podía creer lo que oía. Fingió haber comprendido mal. El Regente precisó categóricamente su pregunta: “-¿Qué me da S. M. en cambio? Este vulgar mercado nauseó al ex-emperador. Le dejó sin embargo ánimo para decir a Horthy que sería “su brazo derecho”. Mas el regente no era hombre de contentarse con una metáfora. Exigió una promesa más concreta. Carlos le prometió, sucesiva y acumulativamente, la confirmación del título de Duque que él mismo se había otorgado, el comando supremo del ejército y de la flota y el toisón de oro. Pero todo esto no fue suficiente para inducir a Horthy a retirarse. Se lo vedaba -decía- su juramento a la asamblea nacional. Combatiendo sus aprensiones, Carlos le aseguró que su reposición en el trono no traería ninguna grave molestia internacional. Le reveló que contaba con la palabra de un autorizadísimo personaje francés. El regente quiso conocer el nombre de este personaje. Declaró que este nombre, si realmente era autorizado, podía inducirlo a ceder. A instancias del rey, se comprometió a guardar el secreto y a rendirse ante la decisiva revelación. El monarca pronunció el misterioso nombre. Más nuevamente Horthy encontró una evasiva. No estaba aún madura la situación -decía- para la vuelta de Carlos a su trono. De incógnito, como había entrado, Carlos salió del palacio y de Budapest. En Steirnamanger, lo esperaba ya la noticia de que el gobierno había dado órdenes para obligarlo a abandonar Hungría.

¿Cómo escaló Horthy el poder? La historia es bastante conocida. La victoria aliada no solo produjo en Austria-Hungría, como en Alemania, el derrumbamiento del régimen. Produjo, además la disgregación del imperio, compuesto de pueblos heterogéneos a los que una prolongada convivencia, bajo el señorío de los Apsburgo, no había logrado fusionar nacionalmente. Hungría se independizó. El conde Miguel Karolyi asumió el poder con el título de presidente de la república. Su gobierno se apoyaba en los elementos demócratas y socialistas. Karolyi, que procedía de la aristocracia magiar, tenía una interesante historia de revolucionario y de patriota. Pero la política de las potencias vencedoras no le consintió durar en el poder. La revolución húngara se hallaba frente a difíciles problemas. El más grave de todos era el de las nuevas fronteras nacionales. El patriotismo de los húngaros se revelaba contra las mutilaciones que la Entente había decidido imponerle. En la imposibilidad de suscribir el tratado de paz que sancionaba estas mutilaciones, Karolyi resignó el poder en manos del partido social-democrático. Los leaders de este partido pensaron que, atacados de un lado por los reaccionarios y de otro por los comunistas, no tenían ninguna chance de mantenerse en el poder. Resolvieron, por tanto, entenderse con los comunistas. El partido comunista húngaro, dirigido por Bela Kun, era muy joven. Era un partido emergido de la revolución. Pero había conquistado un gran ascendiente sobre las masas y había atraído a su flanco a la izquierda de la social-democracia. Los social-democráticos, aconsejados por estas circunstancias, aceptaron el programa de los comunistas y les entregaron la dirección del experimento gubernamental. Nació, de este modo, la república sovietista húngara. Bela Kun y sus colaboradores trabajaron empeñosamente, durante los cuatro meses que duró el ensayo, por actuar su programa y construir, sobre los escombros del viejo régimen, el nuevo Estado socialista. La gran propiedad industrial fue nacionalizada. La gran propiedad agraria fue entregada a los campesinos organizados en cooperativas. Mas todo este trabajo estaba condenado al fracaso. El partido comunista, demasiado incipiente, carecía de preparación y de homogeneidad. Al partido social-democrático, que compartía con él las funciones del gobierno, le faltaban espíritu y educación revolucionarias. La burocracia sindical seguía, desganada y amedrentada, a Bela Kun. Y, sobre todo, la Entente acechaba la hora de estrangular a la revolución. Checo-Eslavia y Rumania fueron movilizadas contra Hungría. La república húngara se defendió denodadamente; pero al fin resultó vencida. Derrotado por sus enemigos de fuera, el comunismo no pudo continuar resistiendo a sus enemigos de dentro. Los social-democráticos pactaron con los agentes de la Entente. A cambio de la paz, la Entente exigía la sustitución del régimen comunista por un régimen democrático-parlamentario. Sus condiciones fueron aceptadas. Bela Kun dejó el poder a los leaders social-democráticos. No pudieron estos, empero, conservarlo. La ola reaccionaria barrió en cuatro días el endeble y pávido gobierno de la social-democracia. Y colocó en su lugar al gobierno de Horthy. La reacción, monarquista y tradicionalista, necesitaba un regente. Necesitaba también un dictador militar. Ambos oficios podía llenarlos un almirante de la armada de los Apsburgos. Su gobierno duraría el tiempo necesario para liquidar, con las potencias de la Entente, las responsabilidades y las consecuencias de la guerra y para preparar el camino a la restauración monárquica.

Horthy inauguró un período de “terror blanco”. Todos los actores, todos los fautores de la revolución, sufrieron una persecución sañuda, implacable, rabiosa. Una comisión de diputados británicos, encabezada por el coronel Wedgwood, que visitó Hungría en esa época, realizó una sensacional encuesta. El número de detenidos políticos era de doce mil. La delegación constató una serie de asesinatos, de fusilamientos y de masacres. Sus denuncias, rigurosamente documentadas, provocaron en Europa un vasto movimiento de protestas. Este movimiento consiguió evitar la ejecución de cinco miembros del gobierno de Bela Kun condenados a muerte.

El gobierno de Horthy inspira su política en los intereses de la propiedad agraria. Sus actos acusan una tendencia inconsciente a reconstruir en Hungría una economía medioeval. Bajo la regencia de Horthy, el campo domina a la ciudad. La industria, la urbe, languidecen. Hace tres años aproximadamente visité Budapest. Hallé ahí una miseria comparable solo a la de Viena. El proletariado industrial ganaba una ración de hambre. La pequeña burguesía urbana, pauperizada, se proletarizaba rápidamente. César Falcón y yo, discurriendo por los suburbios de Budapest, descubrimos a un intelectual -autor de dos libros de estética musical- reducido a la condición de portero de una “casa de vecindad”. Un periodista nos dijo que había personas que no podían hacer sino tres o cuatro comidas a la semana. Meses después la falencia de Hungría arribó a un grado extremo. El gobierno de Horthy reclamó la asistencia de los aliados. Desde entonces, Hungría, como Austria, se halla bajo la tutela financiera de la Sociedad de las Naciones. Y bajo la autoridad de los altos comisarios de la banca inter-aliada.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Panait Istrati

Durante la temporada de invierno de 1923-24, en la Costa Azul, Panait Istrati ejercía en Niza el oficio de fotógrafo ambulante. Los pingües burgueses y las adobadas “poules” que le miraron entonces, desde el mórbido interior de sus limousines, en la promenade des Anglais, no sospechaban que en este rumano vagabundo y anónimo madurara a la sazón de un escritor famoso. No les hagamos ningún reproche por esto. Es difícil, sobretodo para un burgués o para una “poule” de Niza, presentir en un fotógrafo de un paseo público a un hombre en trance de seducir y poseer a la fama.
Meses después aparecía en la colección de “prosadores contemporáneos” -de F. Rieder y Cia. Editores-, el primer libro de Panait Istrati: “Kyra Kyralina”. Y este primer volumen de “Les recits d’Adrien Zograffi”, bastaba un poco de tiempo para revelar, a París primero, a Europa después, un gran artista. Y no se trataba esta vez de un arte venéreo, para estar más a la moda, homosexual. No se trataba esta vez incubado en el mundo penumbroso y ambiguo de Proust. Se trataba de un arte fuerte, nutrido de pasión, henchido de infinito, venido de oriente, que hundía sus recias y ávidas raíces en otros estratos humanos. La figura del autor tenía, además, para unos, un gran interés humanos, para otros sólo un gran interés novelesco. Panait Istrati había estado a punto de morir sin publicar jamás una línea. Su vida, su destino, no le habían dado nunca tiempo de averiguar si en él se agitaba inexpresado, latente, un literato. Panait Istrati se había contentado siempre con saber y sentir que en él se agitaba, ansioso de liberación, sediento de verdad, un hombre. Un día, hundido por la miseria, atormentado por su inquietud, había intentado degollarse. Con el cuerpo del suicida agonizante la policía encontró una carta a Romain Rolland. Esta carta estaba destinada a descubrir y a salvar, en el vagabundo rumano, un artista altísimo. Desesperado esfuerzo del deseo y del afán de creación que latía en el fondo del alma tormentosa del suicida, una vez cumplido no podía perderse. Tenía que hacer surgir en este hombre una nueva y vehemente voluntad de vivir. Panait Istrati quiso suicidarse. Pero el suicidio despertó en él fuerzas hasta entonces sofocadas. El suicidio fue su renacimiento. “Yo he sido pescado con caña en el océano social por el pescador de Villenueve”, escribe Panait Istrati, con un poco de humarismo trágico en el prefacio de “Kyra Kyralina”.
Romain Rolland nos cuenta así la novela de Istrati:
“En los primeros días de enero de 1921 me fue transmitida una carta del Hospital de Niza. Había sido encontrada sobre el cuerpo de un desesperado que acababa de cortarse la garganta. Se tenía poca esperanza de que sobreviviese a su herida. Yo leí, y fui impresionado por el tumulto del genio. Un viento ardiente sobre la llanura. Era la confesión de un nuevo Gorki de los países Balkánicos. Se acertó a salvarlo. Yo quise conocerlo. Una correspondencia se anudó. Nos hicimos amigos”.
“Se llama Istrati. Nació en Braila, en 1884, de un contrabandista griego a quien no conoció nunca, y de una campesina rumana, una admirable mujer, que le consagró su vida. Malgrado su afecto por ella, la dejó a los doce años, empujado por un demonio de vagabundaje o más bien por la necesidad devorante de conocer y de amar. Veinte años de vida errante, de extraordinarias aventuras, de trabajos extenuantes, de andanzas y de penas, quemados por el sol, calado por la lluvia, sin albergue, acosado por las guardias de la noche, hambriento, enfermo, poseído por pasiones, presa de la miseria. Hace todos los oficios: Mozo de bar, pastelero, cerrajero, mecánico, jornalero, descargador, pintor de carteles, periodista, fotógrafo. Se mezcla durante un tiempo a los movimientos revolucionarios. Recorre Egipto, Siria, Jaffa, Beyrouth, Damasco y el Líbano, el Oriente, Grecia, Italia, frecuentemente sin un centavo, escondiéndose una vez en un barco, donde se le descubre en el camino y de donde se le arroja a la costa en la primera escala. Vive despojado de todo, pero almacena un mundo de recuerdos y engaña muchas veces su alma leyendo vorazmente, sobre todo a los maestros rusos y a los escritores del Occidente”......
En esta vida de aventuras y de dolor, Panait Istrati ha acumulado los materiales de su literatura. Su literatura que no tiene la fatiga ni la laxitud ni la elegancia de la literatura de moda. Si literatura contrasta con la estilizada y exquisita neurastenia de la literatura de las urbes de Occidente. Su arte es verdaderamente supra-realista. Pero su supra-realismo es de una calidad y de un espíritu diferente de los de la escuela que acapara en nuestra época la representación de esta tendencia. El supra-realismo de Istrati, como el del Grosz, está impreso en la caridad humana.
Romain Rolland dice que Istrati es un cuentista de Oriente, un cuentista nato. Esta observación define penetrantemente uno de los lados del arte de Istrati. Los dos libros que Istrati ha publicado hasta ahora: “Kyra Kyralina” y “Oncle Anghel” -pertenecen a una serie “Les recits d’Adrien Zograffi”. Lo mismo que el tercero –“Les Haidoues”- que la revista “Europe”, de París, nos ha hecho pregustar en un magnífico fragmento. En estos libros se eslabonan, maravillosamente, orientalmente, las narraciones. El autor narra. El personaje narra. Una narración contiene y engendra otra. A los personajes de Istrati no se les ve vivir su vida; se les oye contarla. Y así están más presentes. Así son más vivientes. Pero esto no es sino el procedimiento. La obra de Istrati tiene méritos más esenciales y sustantivos. Los tres cuentos de “Kyra Kyralina”componen una admirable, una vigorosa, una potente novela. Yo no conozco en la literatura novísima una obra tan noble, tan humana, tan fuerte como la de Istrati. Este hombre nos acerca a veces al misterio. Pero es entonces cuando nos acerca también más a la realidad. No hay sombras, no hay fantasmas, no hay duendes, no hay silencios ni mutis teatrales en sus novelas. Hay un soplo de fatalidad y de tragedia que nace en la vida misma. El hombre, en estas novelas, cumple su destino. Pero su destino no tiene una trayectoria inexorable ordenada por los dioses. El hombre es responsable, en parte, de su vida. El tío Anghel sabe que expía su pecado. Sin embargo, es más culpable, más poderosa es, siempre, la injusticia humana. Stavro, otro agonista del mundo de Istrati, luchó por salvarse. No encontró quién lo ayudara. Todos los hombres, todas las costumbres, todas las leyes, parecían complotar sorda é impecablemente para perderlo Istrati se rebela contra la justicia de los hombres. Y se revela también contra la justicia de Dios. Su prosa tiene a veces acentos bíblicos. Uno de sus críticos ha dicho que Istrati ha escrito de nuevo el libro de Job. El tío Anghel, en verdad, sufre estoicamente como el santo varón de la Biblia. Pero al contrario de Job, el tío Anghel es un rebelde. Y se pudre y se muere estoicamente, sin que Dios le devuelva, en la tierra, ni su ventura, ni su mujer, ni sus hijos, ni su hacienda.

José Carlos Mariátegui La Chira

Pesimismo de la realidad y optimismo del ideal

I.
Me parece que José de Vasconcelos ha encontrado una fórmula sobre el pesimismo y optimismo que no solamente define el sentimiento de la nueva generación íbero-americana frente a la crisis contemporánea sino que también corresponde absolutamente a la mentalidad y a la sensibilidad de una época en la cual, malgrado la tesis de don José Ortega y Gasset sobre el “alma desencantada” y “el ocaso de la revolución”, millones de hombres trabajan con un ardimiento místico y una pasión religiosa, por crear un mundo nuevo. “Pesimismo de la realidad, optimismo del ideal”, ésta es la fórmula de Vasconcelos.
“No conformarnos nunca, pero estar siempre más allá y superiores al instante -escribe Vasconcelos-. Repudio de la realidad y lucha para destruirla, pero no por ausencia de fe sino por sobra de fe en las capacidades humanas y por convicción firme de que nunca es permanente ni justificable el mal y de que siempre es posible y factible redimir, purificar, mejorar, el estado colectivo y la conciencia privada”.
La actitud del hombre que se propone corregir la realidad es, ciertamente, más optimista que pesimista. Es pesimista en su protesta y en su condena del presente; pero es optimista en cuanto a su esperanza en el futuro. Todos los grandes ideales humanos han partido de una negación; pero todos han sido también una afirmación. Las religiones han representado perennemente en la historia ese pesimismo de la realidad y ese optimismo del ideal que en este tiempo nos predica el escritor mexicano.
Los que no nos contentamos con la mediocridad, los que menos aún nos conformamos con la injusticia, somos frecuentemente designados como pesimistas. Pero, en verdad, el pesimismo domina mucho menos nuestro espíritu que el optimismo. No creemos que el mundo deba ser fatal y eternamente como es. Creemos que puede y debe ser mejor. El optimismo que rechazamos es el fácil y perezoso optimismo panglosiano de los que piensan que vivimos en el mejor de los mundos posibles.
II.
Existen dos clases de pesimistas como existen dos clases de optimistas. El pesimista exclusivamente negativo se limita a constatar con un gesto de impotencia y de desesperanza, la miseria de las cosas y la vanidad de los esfuerzos. Es un nihilista que espera, melancólicamente, su última desilusión. El extremo límite, como decía Arzibachev. Pero este tipo de hombre afortunadamente no es común. Pertenece a una rara jerarquía de intelectuales desencantados. Constituye, además, un producto de una época de decadencia o de un pueblo en colapso.
Entre los intelectuales, no es raro un nihilismo simulado que le sirve de pretexto filosófico para rehuir su cooperación a todo gran esfuerzo renovador o para explicar su desdén por toda obra multitudinaria. Pero el nihilismo ficticio de esta categoría de intelectuales no es siquiera una actitud filosófica. Se reduce a un escondido y artificial desdén por los grandes mitos humanos. Es un nihilismo inconfeso que no se atreve a asomar a la superficie de la obra o de la vida del intelectual negativo que se entrega a este ejercicio teorético como a un vicio solitario. El intelectual, nihilista es privado, suele ser en público miembro de una liga anti-alcohólica o de una sociedad protectora de los animales. Su nihilismo no tiene por objeto defenderlo y precaverlo sino de las grandes pasiones. Ante los pequeños ideales el falso nihilista se comporta con el más vulgar idealismo.
III.
Es con los espíritus pesimistas y negativos de esta estirpe con los que nuestro optimismo del ideal no nos consiente tolerar que se nos confunda. Las actitudes absolutamente negativas son estériles. La acción está hecha de negaciones y de afirmaciones. La nueva generación en nuestra América como en todo el mundo es, ante todo, una generación que grita su fe, que canta esperanza.
IV.
En la filosofía occidental contemporánea prevalece un humor escéptico. Esta actitud filosófica, como sus penetrantes críticos lo remarcan, es un gesto peculiar de una civilización en decadencia. Sólo en un mundo decadente aflora un sentimiento desencantado de la vida. Pero ni aún este escepticismo o este relativismo contemporáneos tienen ningún parentesco, ninguna afinidad, con el nihilismo barato y ficticio de los impotentes ni con el nihilismo absoluto y mórbido de los suicidas y de los locos de Adreiev y Arzibachev. El pragmatismo, que tan eficazmente mueve al hombre a la acción, es en el fondo una escuela relativista y escéptica. Hans Vainhingher, el autor de la “Philosophie der Als Ob” ha sido clasificado justamente como un pragmatista. Para este filósofo tudesco no existen verdades absolutas; pero existen verdades relativas que gobiernan la vida del hombre como si fueran absolutas. “Los principios morales al par de los estéticos, los criterios del derecho al par de lo conceptos sobre los cuales labora la ciencia, los mismos fundamentos de la lógica, no poseen ninguna existencia objetiva; con construcciones ficticias nuestras, que sirven únicamente de cánones reguladores de nuestra acción, la cual se dirige como si ellos fuesen verdaderos”. Define así la filosofía de Vainhingher, en sus “Lineamientos de Filosofía escéptica”, el filósofo italiano Giuseppe Rensi que, según veo en una reciente nota bibliográfica de la revista de Ortega y Gasset, empieza a interesarse en España y por ende en la América española.
Esta filosofía, pues, no invita a renunciar a la acción. Pretende únicamente negar lo Absoluto. Pero reconoce, en la historia humana, a la verdad relativa, al mito temporal de cada época, el mismo valor y la misma eficacia que a una verdad absoluta y eterna. Esta filosofía proclama y confirma la necesidad del mito y la utilidad de la fe. Aunque luego se entretenga en pensar que todas las verdades y todas las ficciones, en último análisis, son equivalentes. Einstein, relativista, se comporta en la vida como un optimista del ideal.
V.
En la nueva generación, arde el deseo de superar la filosofía escéptica. Se elabora en el caos contemporáneo los materiales de una nueva mística. El mundo en gestación no pondrá su esperanza donde la pusieron las religiones tramontadas. “Los fuertes se empeñan y luchan, -dice Vasconcelos- con el fin de anticipar un tanto la obra del cielo”. La nueva generación quiere ser fuerte.

José Carlos Mariátegui La Chira

Waldo Frank

Waldo Frank

I
De los tres grandes Frank contemporáneos, Ralph Waldo Frank es el más próximo a la conciencia y a los problemas de la nueva generación hispano-americana. Henri Frank, el autor de “La Dame devant L’Arche”, muerto hace algunos años, a quien todos los hombres de hoy consideramos, sin embargo, tan nuestro y tan actual, pertenece demasiado a Francia. Este escritor, admirable por su espíritu y su sensibilidad, sentía la crisis humana en la crisis francesa. Leonhard Frank, el autor de “Das Menchs un gut”, escribe, en un lenguaje expresionista, para un mundo espiritualmente lejano y distinto. Waldo Frank, en cambio, es un hombre de América.
Solo una élite conocía en (1925) los libros de Waldo Frank. El público hispano-americano no sabía casi nada de su autor. “La Revista de Occidente” había publicado un ensayo de este gran contemporáneo. Un año antes, “Valoraciones”, la excelente revista del grupo “Renovación” de la Plata, y otros órganos del continente había revelado Frank a sus lectores publicando el sencillo y hermoso mensaje a los intelectuales hispano-americanos de que fue portador en 1924 el escritor mexicano Alfonso Reyes. En suma, apenas unos pocos fragmentos y unas cuantas noticias de una obra ya ilustre y copiosa que ha dado a su autor merecido renombre en Europa.
Es cierto que la literatura y el pensamiento de Estados Unidos, en general, no llegan a la América española sino con mucho retardo y a través de pocos especímenes. Ni aún las grandes figuras nos son familiares. Jack London, Theodore Dreiser, Carl Sandburg, vertidos ya a muchos idiomas, aguardan aún su turno en español. Henry Thoreau, el puritano de “Walden”, el amigo de Emerson, permanece ignorado en esta América. Lo mismo hay que decir de Royce, Dresser y de otros filósofos. Hispano-América no los lee. Lee, en cambio, a pasto, al señor Marden, cuyo pragmatismo barato, de fácil y vasto consumo en la clase media constituye uno de los productos más conocidos de la manufactura norte-americana.
Un motivo para esta excepción; Waldo Frank -que en su penetrante ensayo “El Español”, capítulo de su libro “Virgin Spain”, demuestra una aptitud tan genial para penetrar en el alma y la historia de un pueblo y un conocimiento tan hondo de la psicología y la sociología españolas,- es autor de un libro que encierra en sus páginas la más original e inteligente interpretación de los Estados Unidos, “Our America”. Y no me parece posible dudar que la actitud de los pueblos hispano-americanos ante los Estados Unidos debe apoyarse en un estudio y una valoración exactos del fenómeno yanqui.
De otro lado, Waldo Frank es un representante de la inteligencia y el espíritu norte-americanos que habla así a los intelectuales de Hispano América: “Debemos ser amigos. No amigos de la ceremoniosa clase oficial, sino amigos en ideas, amigos en actos, amigos en una inteligencia común y creadora. Estamos comprometidos a llevar a cabo una solemne y magnífica empresa. Tenemos el mismo ideal: justificar América, creando en América una cultura espiritual. Y tenemos el mismo enemigo: el materialismo, el imperialismo, el estéril pragmatismo del mundo moderno. Si las fuerzas de la vida creadora tienen que prevalecer contra ellas, deben también unirse. Este es el cruento problema de nuestros siglos y es un problema tan antiguo como la historia”.
En uno de mis artículos sobre ibero-americanismo, he repudiado ya la concepción simplista de los que en Estados Unidos ven solo una nación manufacturera, materialista y utilitaria. He sostenido la tesis de que el ibero-americanismo no debía desconocer ni subestimar las magníficas fuerzas de idealismo que han operado en la historia yanqui. La levadura de los Estados Unidos han sido sus puritanos, sus judíos, sus místicos. Los emigrados, los exiliados, los perseguidos de Europa. Ese mismo misticismo de la acción que se reconoce en los grandes capitales de la industria norte-americana, ¿no desciende acaso del misticismo ideológico de sus antepasados?
Y bien. Waldo Frank se siente -y es- “portador de la verdadera tradición americana”. No es cierto, que esta tradición esté representada, en nuestro siglo, por Hoover, Morgan y Ford. En las páginas de “Nuestra América”, Waldo Frank nos enseña en donde y en quienes está fuerza espiritual de los Estados Unidos. En su mensaje a la inteligencia ibero-americana reivindica para su generación el honor y la responsabilidad de este patrimonio histórico: “Nosotros, la minoría de los Estados Unidos, que se dedica a la tarea de dotar a nuestro país de un espíritu digno de su magnífico cuerpo, sentimos que somos la verdadera tradición americana. En una generación más sencilla, Withman, Thoreau, Emerson, Lincoln, representaron esa tradición; en un medio más complejo y difícil de manejar, nuestra generación encarna el Verbo. Todavía estamos diseminados en pequeños grupos en mil ciudades, todavía tenemos poca influencia en asuntos políticos y de autoridad; pero estamos creciendo enormemente; estamos apoderándonos de la juventud del país; disponemos del poder de persuasión de la fe religiosa; tenemos la energía del afecto, tenemos la permanencia de la verdad; disponemos, por decirlo así, del futuro”.
“Nuestra América” no es un libro de historia en la acepción común de este vocablo; pero sí lo es en su acepción profunda. No es cónica ni análisis; es teoría y síntesis. En un bosquejo de pocos y sobrios trazos, Waldo Frank nos ofrece una acabada imagen espiritual de los Estados Unidos. Más que explicar, su libro quiere sugerir. Y lo logra admirablemente. “No escribo una historia de las costumbres; menos aún una historia de las letras -dice Frank en su prólogo-. Si me he detenido largamente en ciertos escritores y ciertos artistas, lo he hecho tal como el dramaturgo elige, entre las palabras de sus personajes, las más saltantes y las más significativas para hacer su pieza. He escogido, he omitido, con la mira de sugerir un vasto movimiento por algunas líneas que puedan asir y retener algo de la solidez de la vida”. Waldo Frank no se preocupa sino de las verdades fundamentales. Con ellas compone una interpretación de todo el fenómeno norte-americano.
Este libro tiene, además, el mérito de no ser un producto de laboratorio. Su génesis es sugestiva. Waldo Frank lo dedica en el prólogo a Jacques Copeau y Gastón Gallimard quienes, en una visita a los Estados Unidos, suscitaron en su espíritu el deseo y la necesidad de encontrar una respuesta a las interrogaciones de una curiosa inteligente y acendrada. Copeau y Gallimard plantaron a Waldo Frank con sus preguntas “el problema enorme de llevar la luz hasta las profundidades vitales y escondidas para hacer surgir -en su energía y su verdad- el juego de una vida articulada”. En el curso de sus conversaciones con sus amigos franceses, Waldo Frank vio que “América era un concepto por crear”.
Waldo Frank señala al pioneer, al puritano y al judío, como los elementos primarios de la formación de Norte América. El pioneer, sobre todo, es el que da su tonalidad al pueblo, a la sociedad, a la vida yanquis. El espíritu de Estados Unidos se precisa, a lo largo de su historia, como un espíritu pioneer. El pioneer se asimiló al puritano. “Bajo la presión de las necesidades del pioneer, -escribe Frank- absorbida toda la energía humana por el empirismo, la religión se materializó. Las palabras místicas subsistieron. Pero en el hecho, la cuestión de vivir era el mayor problema. La religión debía ayudar a resolverlo. En este terreno de la acción y de la utilidad, el espíritu puritano y el espíritu judío se combinaron y se entendieron fácilmente. “Waldo Frank sigue la trayectoria de este acuerdo que no es a él al primero a quien se revela. También en Europa se ha advertido la concomitancia de estos dos espíritus en el desarrollo de la civilización occidental. Piensa Frank certeramente que en el fondo de la protesta religiosa del puritano se agitaba su voluntad de potencia. Un escritor italiano israelita define en esta sola frase toda la filosofía del judaísmo: “l’uomo conosce Dio operando”. La cooperación del judío y del puritano en el proceso de creación del capitalismo y del industrialismo se explica así perfecta y claramente. El pragmatismo, el utilitarismo de los gregarios de dos religiones, severamente moralistas, nace de su voluntad de acción y de potencia. El judío y el puritano, por otra parte, son individualistas. Aparecen, en consecuencia, como los naturales artífices de una civilización, cuyo pensamiento político es el liberalismo y cuya praxis económica es la libertad de comercio y de industria.
La tesis de Waldo Frank sobre Estados Unidos nos descubre una de las virtudes, una de las prestancias del nuevo espíritu. Frank, en el método y en el concepto, en la investigación y en el resultado, se muestra a la vez muy idealista y muy realista. El sentido de la realidad no perjudica su lirismo. Este exaltador poder del espíritu sabe afirmar bien los pies en la materia. Su obra prueba concreta y elocuentemente la posibilidad de acordar el materialismo histórico con un idealismo revolucionario. Waldo Frank emplea el método positivista, pero, en sus manos, el método no es sino un instrumento. No os sorprendáis de que en una crítica del idealismo de Bryan razone como un perfecto marxista y de que en la portada de “Our America” ponga estas palabras de Walt Whitman: “La grandeza real y durable de nuestros Estados será Religión. No hay otra grandeza durable ni real. No hay vida ni hay carácter que merezca este nombre, fuera de la Religión”.
En Waldo Frank, como en todo gran intérprete de la historia, la intuición y el método colaboran. Esta asociación produce una aptitud superior para penetrar en la realidad profunda de los hechos. Unamuno modificaría probablemente su juicio sobre el marxismo si estudiase el espíritu -no la letra- marxista en escritos como el autor de “Nuestra América”. Waldo Frank declara en su libro: “Nosotros creemos ser los verdaderos realistas, nosotros que insistimos en que el Ideal es la esencia de toda realidad”. Pero este idealismo no empaña su mirada con ninguna bruma metafísica ni retórica cuando escruta el panorama de la historia de los Estados Unidos. “La historia de la colonización -escribe entonces- es el resultado de los movimientos económicos en las metrópolis. No hay nada, ni aún ese gesto casto, en el puritanismo, que no haya nacido de la inquietud en que la situación agraria e industrial arrojaba a Inglaterra. Si América fue colonizada, es porque Inglaterra era el rival comercial de España, de Holanda y de Francia. Si América fue colonizada es, ante todo, porque el fervor espiritualista de la Edad Media había pasado el tiempo de su florecimiento y por reacción se transformaba en un deseo de grandeza material. El sueño del oro, la pasión de la seda, la necesidad de encontrar una ruta que condujese más pronto a las riquezas de la India, todos los apetitos de las naciones sobre-pobladas derramaron hombres y energías sobre el suelo de América. Las primeras colonias establecidas sobre la costa oriental, tuvieron por ley la adquisición de la riqueza. Su revuelta contra Inglaterra en 1775 iniciaba una de las primeras luchas abiertas entre el capitalismo burgués y la vieja feudalidad. El triunfo de las colonias, de donde nacieron los Estados Unidos, marcó el triunfo del régimen capitalista. Y desde entonces América no ha tenido ni tradición ni medio de expresión que haya estado libre de esta revolución industrial a la cual debe su existencia”.
Estos son algunos escorzos del pensador. La personalidad de Waldo Frank apenas queda esbozada desde un punto de vista. El crítico, el ensayista el historiador -historiador sí, aunque no haya escrito lo que ordinariamente se llama historia- es además novelista. Si novela “Rahab” es una de las más exquisitas novelas que he leído este año. Novela psicológica sin la morosidad morbosa de Proust. Novela apasionantemente e impresionantemente humana y poética. Y muy moderna y muy nueva. El drama de “Nuestra América” está íntegro en su conflicto y en sus protagonistas. La inspiración religiosa, idealista, no varía. Solo la forma de expresión cambia. El pensador logra una obra de arte; el artista logra una obra de pensamiento.

II
Un escritor español puede expresar a España; pero es casi imposible que pueda entenderla e interpretarla. El español, además, expresará una de las voces, uno de los gestos de España; no la suma de sus voces, de sus gestos y de sus colores. Solo Unamuno, entre los españoles contemporáneos, logra esta expresión profunda, esencial, íntima, en la que el genio de España no se repite sino se recrea. Hay que venir de lejos, de un mundo nuevo descubierto por el espíritu aventurero e iluminado de España, de una raza vieja, errante, portadora de un mensaje universal, dueña del don de la profecía, de un pueblo niño, alucinado y gigantesco, deportivo y mecánico, para comprender y descubrir a esta nación en cuyo pasado se mezclan gentes y culturas tan distintas y que, sin embargo, alcanza una unidad acabada y original. Waldo Frank reúne todas estas calidades. Judío de los Estados Unidos, su sensibilidad afinada a una época de cambio y secesión, enlaza y supera la experiencia occidental y la experiencia oriental. Es el hombre que se siente, a la vez, más allá y más acá de la cultura europea y de sus celosas supersticiones sajonas y latinas. Y que, por esto, puede entender a España como una obra concluida, no fracasada ni decadente sino, por el contrario, acabada y completa. Mauricio Barrés nos dio, en las postrimerías de una época, una versión de excelente factura francesa, equilibrada hasta en sus excesos, sabiamente dosificados; versión de burgués provincial aunque refinado, de educación aristocrática, tradicionalista, racionalista, suavemente pascaliana; versión ordenada, ochocentista, que se detenía en la realidad, con un indeciso, elegante e insatisfecho anhelo de desbordarla. Waldo Frank nos da, en tanto, una versión temeraria, aventurera, suprarrealista, que no retrocede ante ninguna hipótesis ni ante ninguna conjetura; versión de un espíritu nómade -, el de Barrés era un espíritu sedentario y campesino- mesiánico y ecuménico, que rebasa a cada instante la realidad para descubrir sus contornos extremos y sus dimensiones inmateriales. El viaje de Waldo Frank empieza por África. Para conquistar España, sigue la ruta del moro, del berebere. Su primera estación es el oasis; su primera pregunta es al Islam. Se equivocará de camino, quien entre a España por Barcelona o San Sebastián. Cataluña es una fisura, una grieta, en el cuerpo de España. Frank percibe, -oyendo los cantos milenarios, cálidos y vehementes como el hálito del desierto- las limitaciones de la religión mahometana. La psicología de las religiones engendradas por el desierto y el éxodo, le es familiar. También él procede de un pueblo cuyo espíritu se formó en la marcha y la esperanza. Los pueblos del desierto viven con el alma y la mirada en el horizonte. De la lejanía de su meta, depende la grandeza de su conquista y la magnitud de su mensaje.
El Islam se detuvo en España. España lo conquistó, al ser conquistada por él. En el clima amoroso de España alojaron los ímpetus guerreros del árabe. Para un pueblo expansivo y caminante, el reposo es la derrota. Detenerse es tocar el propio límite. España se apropió de la energía, de la voluntad del Islam. Esta energía, esta voluntad, se volvieron contra el pueblo de Mahoma. La España católica, la España medioeval, la España de Isabel, de Colón y de los conquistadores, representa la trasfusión de esa energía y de esa voluntad intransigentes y conquistadoras en el cuerpo de la Iglesia romana. Isabel creó, con ellas, la unidad española. Con los abigarrados elementos históricos depositados por los siglos en la península ibérica, Isabel compuso una España de un solo bloque. España expulsó al moro, al judío. Cerró sus puertas a la Reforma. Se mantuvo intransigente, inquisitorial y dogmáticamente católica. Afirmó la contra-reforma con las hogueras de la Inquisición. Absorbió todo lo que era distinto o diverso del alma que le había infundido su reina Isabel la Católica. Es el momento de la suprema exaltación española. “La voluntad de España -escribe Frank- se manifiesta, hace surgir un conjunto brillante de fuerzas individuales tan varias y grandes que la engrandecen. Cortés y Pizarro, anárquicos buscadores de oro, colaboran con Loyola, cazador de almas y con Vitoria, fundador del derecho internacional; juntos colaboran Santa Teresa, San Juan de la Cruz, la Celestina, alcahueta inmortal, el amador don Juan, con Fray Luis de León; Cristóbal Colón con don Quijote; Góngora con Velásquez. Ellos son toda España; los impulsos que simbolizan venían apuntando en la naturaleza propia de España. Pero en ese momento la voluntad de España los condensa y da cuerpo a cada uno. El santo, el pícaro, el descubridor y el poeta aparecen cual estratificaciones del alma de España; y son grandes y engrandecen a España porque cada uno de ellos vive la voluntad entera de España, su plena fuerza vital. Isabel puede descansar”.
Pero alcanzar la propia meta, cumplir el propio destino es concluir. España quiso ser la máxima y última expresión del Medio Evo. Lo consiguió, cuando ya el mundo empezaba a dejar de ser medioeval. El descubrimiento y la conquista de América rompía la unidad fracturaba el espíritu que España quería mantener intactos. La misión de España terminaba. “El español -piensa Frank- eligió una forma de propósitos y una forma de verdad que podía alcanzar; y así que la alcanzó, dejó de moverse. Su verdad vino a ser la Iglesia de Roma. El español obtuvo esa verdad y desechó las demás. Su ideal de unidad fue homogéneo; la simple fusión de cada español del pensamiento y la fe conforme a un ideal concreto. A este fin, el español redujo los elementos de su mundo psíquico, a agudas antítesis que contrapuso entre sí; el resultado fue, realmente, simplicidad y homogeneidad, es decir una neutralización de presiones psíquicas contrarias que sumaron cero”.
El libro de Waldo Frank está preñado de sugestiones. Excitante, incitador, moviliza todas nuestras energías intelectuales hacia la meta de una personal y nueva conquista de España.

José Carlos Mariátegui La Chira

Waldo Frank y España

Un escritor español puede expresar a España, pero es casi imposible que pueda entenderla e interpretarla. El español, además, expresará una de las voces, uno de los gestos de España; no la suma de las voces, de sus gestos y de sus colores. Solo Unamuno, entre los españoles contemporáneos, logra esta expresión profunda, esencial, íntima, en la que el genio de España no se repite sino se recrea. Hay que venir de lejos, de un mundo nuevo descubierto por el espíritu aventurero e iluminado de España, de una raza vieja, errante, portadora de un mensaje universal, dueña del don de la profecía, de un pueblo niño, alucinado y gigantesco, deportivo y mecánico, para comprender y descubrir a esta nación, en cuyo pasado se mezclan gentes y culturas tan distintas y que, sin embargo, alcanza una unidad tan acabada y original. Waldo Frank reúne todas estas calidades. Judío de los Estados Unidos, su sensibilidad, afinada en una época de cambio y de secesión, enlaza y supera la experiencia occidental y la experiencia oriental. Es el hombre que se siente, a la vez, más allá y más acá de la cultura europea y de sus celosas supersticiones sajonas y latinas. Y que, por esto, puede entender a España como una obra concluida, no fracasada ni decadente sino, por el contrario, acabada y completa. Mauricio Barres nos dio, en las postrimerías de una época, una versión de excelente factura francesa, equilibrada hasta en sus excesos, sabiamente dosificados; versión de burgués provincial y aunque refinado y de educación aristocrática, tradicionalista, racionalista, pascaliana; versión ordenada, ochocentista, que se detenía en la realidad, con un indeciso e insatisfecho anhelo de desbordarla. Waldo Frank nos da, en tanto, una versión temeraria, aventurera, superrealista, que no retrocede ante ninguna hipótesis y ante ninguna conjetura; versión de un espíritu nómade -el de Barres era un espíritu sedentario y campesino -mesiánico y ecuménico, que rebasa a cada instante la realidad para descubrir sus contornos extremos y sus dimensiones inmateriales.
El viaje de Waldo Frank empieza por África. Para conquistar España, sigue la ruta del moro, del berebere. Su primera estación es el oasis; su primera pregunta es al Islam. Se equivocará de camino, quien entre a España por Barcelona o San Sebastián. Cataluña es una fisura, una grieta en el cuerpo de España. Frank percibe, oyendo sus cantos milenarios, cálidos y vehementes como el hálito del desierto, las limitaciones de la religión mahometana. La psicología de las religiones engendradas por el desierto y el éxodo, le es familiar. También él procede de un pueblo cuyo espíritu se formó en la marcha y la esperanza. Los pueblos del desierto viven con el alma y en la mirada en el horizonte. De la lejanía de su meta, depende la grandeza de su conquista y la magnitud de su mensaje.
El Islam se detuvo en España. España lo conquistó, al ser conquistada por él. En el clima amoroso de España se aflojaron los ímpetus guerreros del árabe. Para un pueblo expansivo y caminante, el reposo es la derrota. Detenerse es tocar el límite. España se apropió de la energía, de a voluntad del Islam. Esta energía, esta voluntad, se volvieron contra el pueblo de Mahoma. La España católica, la España medioeval, la España de Isabel, de Colón y de los conquistadores, representa la trasfusión de esa energía y esa voluntad intransigentes y conquistadoras en el cuerpo de la Iglesia romana. Isabel creó, con ellas, la unidad española. Con los abigarrados elementos históricos depositados por los siglos en la península ibérica, Isabel compuso una España de un solo bloque. España expulsó al moro, al judío. Cerró sus puertas a la Reforma. Se mantuvo intransigente, inquisitorial y dogmáticamente católica. Afirmó la contra-reforma con las hogueras de la Inquisición. Absorbió todo lo que era distinto o diverso del alma que le había infundido su reina Isabel La Católica. Es el momento de la suprema exaltación española.
“La voluntad de España -escribe Frank- se manifiesta, hace surgir un conjunto brillante de fuerzas individuales tan varias y grandes que la engrandecen. Cortés y Pizarro, anárquicos buscadores de oro, colaboran con Loyola, cazador de almas y con Victoria, fundador del derecho internacional; juntos colaboran Santa Teresa, San Juan de la Cruz, La Celestina, alcahueta inmortal, el amador don Juan, con Fray Luis de León; Cristóbal Colón con Don Quijote; Góngora con Velásquez. Ellos son toda España; los impulsos que simbolizan venían apuntando en la naturaleza propia de España. Pero en ese momento la voluntad de España los condensa y da cuerpo a cada uno. El santo, el pícaro, el descubridor y el poeta aparecen cual estratificaciones del alma de España; y son grandes y engrandeces España porque en cada uno de ellos vive la voluntad entera de España, su plena fuerza vital. Isabel puede descansar”.
Pero alcanzar la propia meta, cumplir con el propio destino, es concluir. España quiso ser la máxima y última expresión del Medioevo. Lo consiguió, cuando ya el mundo empezaba a dejar de ser medioeval. El descubrimiento y la conquista de América rompía la unidad, fracturaba el espíritu que España quería mantener intactos. La misión de España terminaba. “El español -piensa Frank- eligió una forma de propósitos y una forma de verdad que podía alcanzar; y así que la alcanzó, dejó de moverse. Su verdad vino a ser la Iglesia de Roma. El español obtuvo esa verdad y desechó las demás. Su ideal de unidad fue homogéneo; la simple fusión en cada español del pensamiento y (...) conforme a un ideal concreto. A este fin, el español redujo los elementos de su mundo psíquico, a agudas antítesis que contrapuso entre sí; el resultado fue, realmente, simplicidad y homogeneidad, es decir una neutralización de presiones psíquicas contrarias que sumaron cero”.
El libro de Waldo Frank está preñado de sugestiones. Excitante, incitador, moviliza todas nuestras energías intelectuales hacia la meta de una personal y nueva conquista de España.

José Carlos Mariátegui La Chira

Blaise Cendrars

En 1824, Johan Auguste Suter, suizo alemán, hijo de un fabricante de papel de Basilea, deja su patria, mujer y sus hijos arruinado y deshonrado por una quiebra. A pie cruza la frontera y llega a París. En el camino, desbalija a dos compañeros de viaje; en París estafa con una letra de crédito falsa a un cliente de su padre. Luego, en Havre se embarca para New York.
Cendrars, explicándonos el New York de 1834, nos da en una sola página de prosa rápida, sumaria, precisa, escueta, una íntegra fase de la formación de los Estados Unidos.
“El puerto de New York”
“Es ahí donde desembarcan todos los náufragos del viejo mundo. Los náufragos, los desgraciados, los descontentos, los insumisos. Aquellos que han tenido reveses de fortuna; aquellos que han arriesgado todo sobre una sola carta; aquellos a quienes una pasión romántica ha trastornado. Los primeros socialistas alemanes, los primero místicos rusos. Los ideólogos que las policías de Europa persiguen; los que la reacción arroja. Los pequeños artesanos, primeras víctimas de la gran industria de la formación. Los falansterianos franceses, los carhonarios, los últimos discípulos de Saint Martín, el filósofo desconocido, y de los Escoceses. Espíritus generosos, cabezas cascadas. Bandidos de Calabria, patriotas helenos. Los campesinos de Irlanda y de Escandinavia. Individuos y pueblos, víctimas de las guerras napoleónicas y sacrificados por los Congresos Diplomáticos. Los carlistas, los polacos, los partidarios de Hungría. Los iluminados de todas las revoluciones de 1830 y los últimos liberales que abandonan su patria para unirse a la gran República, obreros, soldados, comerciantes, banqueros de todos los países, hasta sudamericanos, cómplices de Bolivar. Desde la Revolución francesa, desde la declaración de la independencia, en pleno crecimiento, en pleno desarrollo, no ha visto jamás New York sus muelles tan continuamente invadidos. Los inmigrantes desembarcaban día y noche y en cada barco, en cada cargamento humano, hay por lo menos un representante de la fuerte raza de los aventureros”.
Suter pertenece a esta raza. Cendrars nos relata así su entrada en New York. Johan Auguste Suter desembarca el 7 de julio, en martes. Ha hecho un voto. Salta a tierra, atropella a los soldados de la milicia, abraza de una mirada el inmenso horizonte marítimo, descorcha y vacía una botella de vino del Rhin, lanza la botella vacía entre la tripulación negra de un velero. Después, rompe a reír y entra corriendo en la gran ciudad desconocida como alguien que tiene prisa y a quien se espera”.
New York no retiene por mucho tiempo a Suter. Suter se siente atraído por el Oeste. Parte de nuevo hacia lo desconocido. En Honolulu forma la Suter’s Pacific Trade Co. Tiene un plan vasto. Con mano de obra de Canaca explotará las tierras de California. No las conoce aún; pero sabe que va a tomar posesión de ellas. Sus socios de Honolulu lo abastecerán de indígenas de las Islas. El plan se cumple puntual y magníficamente. Suter se instala con sus canacos en California. Funde una descomunal colonia agrícola: la Nueva Helvecia. Sus posesiones, sus riquezas crecen prodigiosamente. El “pionnier” suizo deviene uno de los hombres más ricos de la tierra. Pero una catástrofe sobreviene: el descubrimiento del oro. Un obrero de Suter encuentra en sus dominios las primeras pepitas. La noticia se expande. Empieza el éxodo hacia las minas de oro. Suter ve partir a sus empleados, a sus obreros. La colonia se disgrega. Invaden el país los buscadores de oro. En diez años, San Francisco se convierte en una de las más grandes urbes del mundo. Los inmigrantes se reparten las tierras de Suter. Se instalan en sus posesiones. El gran “pionnier” se cruza de brazos. Podía luchas: pero desdeñosamente prefiere no participar en esta batalla de lavadores de oro y destiladores de alcohol, en el cual se mezclan aventureros y bandidos de las más torpes y sucias especies. El oro lo ha arruinado. Suter se retira decepcionado a uno de sus dominios. Mas la voluntad de trabajo y de potencia renace de pronto en él. Sus viñas, sus huertas, sus establos, sus eras, etc., vuelven a darle una fortuna. San Francisco tiene buen apetito. Y Suter le vende caro los frutos de sus alquerías. Pero no está contento. No olvida el golpe; no perdona el oro. Y el demonio le aconseja la más absurda aventura. Suter presenta a los tribunales una demanda por daños y perjuicios. Reivindica la propiedad del suelo sobre el cual se ha edificado San Francisco, Sacramento, Riovista y otras ciudades, reclamando doscientos millones de dólares de indemnización por el despojo. Enjuicia a 17.221 particulares que se han establecido abusivamente en sus plantaciones. Reclama veinticinco millones de dólares del Estado de California por haberse apropiado de sus rutas, canales, puentes, exclusas y molinos; y cincuenta millones de dólares del gobierno de Washington por no haber sabido mantener el orden en la época del descubrimiento del oro. Y sostiene su derecho a una parte del oro extraído desde el principio de la explotación. El fantástico proceso consume todas las utilidades de Suter. Suter tiene a su servicio un ejército de abogados, de peritos y de escribanos. Los municipios y los particulares enjuiciados tienen a su servicio otro ejército. “Es un nuevo rush, una mina inesperada, y todo el mundo quiere vivir del pleito Suter”. San Francisco odia al “pionnier” testarudo y amenazador. Y, cuando el honesto y puritano juez Thompson falla a favor de Suter, la ciudad se amotina. Las plantaciones, los establos, los molinos, las fábricas de Suter son devastados, arrasados, incendiados. Suter, esta vez, pierde todo. Mas ni aún este golpe lo decide renunciar a su proceso. Lo continúa en Washington. En Washington envejece y enloquece. Y muere en las gradas del Palacio del Congreso aguardando y reclamando, obstinadamente, justicia.
Tal la maravillosa historia de Johan August Suter. Su argumento parece una gran paradoja. Pero, en verdad, Cendrars ha escrito, al mismo tiempo que una novela de aventuras, una sátira sobre el destino maldito del oro. El oro del Rhin y el oro de California se equivalen. Cendrars no lo dice: pero lo dice su novela. Lo dice la maravillosa historia de Johan August Suter, arruinado por el descubrimiento neto de las minas de California.
La técnica de “El oro” es, más bien que la de una novela, la de un film. Cendrars nos ofrece la historia de Suter en setenta y cuatro cuadros cinematográficos. Ningún cuadro sobra. Ningún cuadro aburre. Ningún cuadro es pálido o confuso. El lector se olvida, poco a poco, de que tiene en las manos un libro. En vez de las letras y de las palabras, dispuestas en rangos, empieza a ver las figuras y el paisaje. El paisaje que, en Blaise Cendrars, es sólo un decorado esquemático.

José Carlos Mariátegui La Chira

El progreso nacional y el capital humano

I
Los que, arbitraria y simplisticamente, reducen el progreso peruano a un problema de capital áureo, razonan y discurren como si no existiese, con derecho a prioridad en el debate, un problema de capital humano. Ignoran u olvidan que, en la historia, el hombre es anterior al dinero. Su concepción pretende ser norteamericana y positivista. Pero, precisamente, de nada acusa una ignorancia más total que del caso yanqui.
El gigantesco desarrollo material de los Estados Unidos, no prueba la potencia del oro sino la potencia del hombre. La riqueza de los Estados Unidos no está en sus bancos ni en sus bolsas; está en su población. La historia nos enseña que las raíces y los impulsos espirituales y físicos del fenómeno norteamericano se encuentran íntegramente en su material biológico. Nos enseña, además, que en este material el número ha sido menos importante que la calidad. La levadura de los Estados Unidos han sido sus puritanos, sus judíos, sus místicos. Los emigrados, los exiliados, los perseguidos de Europa. Del misticismo ideológico de estos hombres desciende el misticismo de la acción que se reconoce en los grandes capitanes de la industria y de la finanza norte-americana. El fenómeno norteamericano aparece, en su origen, no solo cuantitativo sino, también, cualitativo.
Pero este es otro tema. No me interesa, por el momento, para otra cosa que para denunciar el punto de partida falso, irreal, del materialismo, al mismo tiempo grosero y utopista, de quienes parecen imaginarse que el dinero ha inventado a la civilización, incapaces de comprender que es la civilización la que ha inventado al dinero. Y que la crisis y la decadencia contemporáneas empezaron justamente, cuando la civilización comenzó a depender casi absolutamente del dinero y a subordinar al dinero su espíritu y su movimiento.
El error y el pecado de los profetas del progreso peruano y de sus programas han residido siempre en su resistencia o ineptitud para entender la primacía del factor biológico, del factor humano sobre todos los otros factores, si no artificiales, secundarios. Este es, por lo demás, un defecto común a todos los nacionalismos cuando no traducen o representan sino un interés oligárquico y conservador. Estos nacionalismos, de tipo o trama fascista, conciben la Nación como una realidad abstracta que suponen superior y distinta a la realidad concreta y viviente de sus ciudadanos. Y, por consiguiente, están siempre dispuestos a sacrificar al mito del hombre.
En el Perú hemos tenido un nacionalismo mucho menos intelectual, mucho más rudimentario e instintivo que los nacionalismos occidentales que así definen la Nación. Pero su praxis, si no su teoría, ha sido naturalmente la misma. La política peruana -burguesa en la costa, feudal en la Sierra- se ha caracterizado por su desconocimiento de valor del capital humano. Su rectificación, en este plano como en todos los demás, se inicia con la asimilación de una nueva ideología. La nueva generación siente y sabe que el progreso del Perú será ficticio, o por lo menos no será peruano, mientras no constituya la obra y no signifique el bienestar de la masa peruana, que en sus cuatro quintas partes, es indígena y campesina.
II
Uno de los aspectos sustantivos del problema del capital humano es el aspecto médico-social. En el haber de nuestra escasa bibliografía, tenemos que anotar, sobre este tema, un libro interesante. Se titula “Estudios sobre Geografía Médica y Patología del Perú”. Sus autores son dos médicos inteligentes y trabajadores, ambos funcionarios de sanidad, los doctores Sebastián Lorente y Raúl Flores Córdova. Este libro, en más de seiscientas páginas, densas de datos y de cifras, estudia documentadamente la realidad médico-social del Perú.
Los autores se muestran por supuesto, optimistas en su esfuerzo y en su esperanza. Pero el método positivo no consiente, en la investigación, engañosas ilusiones. La verdad de nuestra situación sanitaria emerge del libro precisa y categórica. Los índices de la mortalidad y de la morbilidad son en el Perú excesivos. El capital humano se mantiene casi estacionario. En la costa, el paludismo y la tuberculosis; en la sierra, el tifus y la viruela; en la selva, todos los morbos del trópico y el pantano, minan la población exigua de la república. No se tiene una cifra exacta de la población. Pero la cifra, comúnmente aceptada, de cinco millones, basta para constatar la debilidad y la lentitud de nuestro crecimiento demográfico. La mortalidad infantil es uno de los más terribles y trágicos frenos. En Lima y en el Callao mueren antes de llegar a un año de edad la cuarta parte de los niños. En los pueblecitos rurales de la costa el índice de la mortalidad infantil es mayor aún. Tengo a la vista la estadística demográfica del distrito de Pativilca del primer semestre del año en curso que acusa una mortalidad superior a la natalidad.
En el prefacio de su libro, los doctores Lorente y Flores Córdova escriben que ‘‘el panorama médico-social nos presenta en toda su magnitud y en toda su gravedad nuestro problema sanitario”. Su estudio no exagera, en ningún caso, la realidad; tal vez, en alguno, la atenúa. Lo que ensombrece el espíritu cuando se lee este volumen, -que ojalá arribara a las manos de todos los que tan fácilmente se equivocan respecto a la jerarquía o la gradación de los problemas nacionales- no es el juicio, moderado siempre, de los autores, sino el dato desnudo, la observación objetiva, la constatación anastigmática.
III
No me toca ocuparme del mérito teórico, del valor científico de estos ‘‘Estudios sobre Geografía Médica y Patología del Perú”. Su estimación pertenece, exclusivamente, a los profesionales, a los competentes. Pero, sin invadir campos de crítica ajenos, quiero señalar su utilidad y su importancia como documento actual y autorizado de la “realidad profunda” del Perú. Me parece evidente, por otra parte, que los doctores Lorente y Flores Córdova, han hecho un trabajo de sistemación y de compilación singularmente meritoria en un medio como el nuestro donde los hombres de estudio difícilmente intentan especulaciones de esta magnitud.
El libro de los doctores Lorente y Flores Córdova no está destinado únicamente al ámbito profesional. Interesa a todos los estudios. Su lectura es un viaje por un Perú menos pintoresco, pero más real del que otros libros nos describen o nos disfrazan.
IV
Los doctores Lorente y Flores Córdova no se contentan en su libro con acopiar, confrontar y clasificar datos preciosos. Solicitan, formal y premiosamente, una mayor atención para el tema del capital humano. ‘‘El problema que requiere en el Perú, más urgentemente, una solución orgánica y eficaz -escriben- es el problema sanitario, no solo porque cada día prevalece y se arraiga más en la conciencia de la época el concepto de que la defensa de la salud pública es un deber primordial de todo Estado moderno, sino, sobre todo, porque ningún otro concepto corresponde con mayor exactitud a apremiantes y evidentes exigencias de la realidad peruana”.
Esto es cierto, pero incompleto. El problema sanitario no puede ser considerado aisladamente. Se enlaza y se confunde con otros hondos problemas peruanos del dominio del sociólogo y del político. Los males, los morbos, de la sierra y de la costa, se alimentan principalmente de miseria y de ignorancia. El problema, a poco que se le penetre, se transforma en un problema económico, social y político. Pero a los distinguidos higienistas, autores de la “Geografía Médica del Perú”, no les tocaba este análisis. Su diagnóstico del mal tenía que ser solamente médico.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Bernard Shaw y Juana de Arco

La “Santa Juana” de Bernard Shaw me parece interesante, ante todo, como documento del relativismo contemporáneo. El teatro de Pirandello se clasifica también como teatro relativista. Pero su relativismo es filosófico y psicológico. Es además, un relativismo espontáneo y subconsciente de artista. El dramaturgo inglés, en cambio, lleva al teatro, conscientemente, el relativismo histórico. Pirandello trata, en su teatro y en sus novelas, los problemas de la personalidad humana. Shaw trata, en “Santa Juana”, un problema de la historia universal.
El drama de Bernard Shaw, y, más que el drama, el prólogo que lo precede en el libro, no se propone rehabilitar a Juana de Arco sino, más bien, a sus jueces. Juana de Arco está rehabilitada ya. La Iglesia -en el nombre de cuyo dogma un tribunal eclesiástico la condenó a la hoguera- la ha canonizado solemnemente hace cinco años. La Doncella, declarada hereje y bruja en 1431, es desde 1920 una de las santas del calendario cristiano.
Bernard Shaw reconoce a Juana de Arco como “un genio y una santa”. Está absolutamente persuadido de que representó en su época un ideal superior. Pero no por esto pone en duda la razón de sus jueces y de sus verdugos. Su “Santa Juana” es una defensa del obispo de Beauvais, monseñor de Cauchon, presidente del tribunal que condenó a la Doncella. Shaw se empeña en demostrarnos que monseñor Cauchon luchó con denuedo, dentro de su prudencia, por salvar a Juana de Arco y que no se decidió a mandarla a la hoguera sino cuando la oyó ratificarse, inequívoca y categóricamente, en su herejía.
Y, si justifica la sentencia, no justifica menos a Bernard Shaw la canonización. “No es posible -explica- que una persona sea excomulgada por herética y más tarde canonizada por santa”.
No hay cosa que un relativista no se sienta dispuesto a comprender y tolerar. El relativismo es fundamentalmente un principio o una escuela de tolerancia. Ser relativista significa comprender y tolerar todos los puntos de vista. El riesgo cierto del relativismo está en la posibilidad de adoptar todos los puntos de vista ajenos hasta renunciar al derecho de tener un punto de vista propio. El relativista puro - ¿será abusar de la paradoja hablar de un relativista absoluto? - es ubicuo. Está siempre en todas partes; no está nunca en ninguna. Su posición en el debate histórico es más o menos la misma del liberal puro en el debate político. (El liberalismo absoluto quiere el Estado agnóstico. El Estado neutral ante todos los dogmas y todas las herejías. Poco le importa que la neutralidad frente a las doctrinas más opuestas equivalga a la abdicación de su propia doctrina). Esto nos define la filosofía relativista como una consecuencia extrema y lógica del pensamiento liberal.
La actitud de Bernard Shaw ilustra, precisa y nítidamente, el parentesco del relativismo y el liberalismo. En Bernard Shaw se juntan el protestante, el liberal, el relativista, el evolucionista y el inglés. Cinco calidades en apariencia distintas; pero que en la historia se reducen a una sola calidad verdadera. El mismo Bernard Shaw nos lo enseña en los discursos de sus dramatis personae. Monseñor Cauchon, según su “Santa Juana”, le sostenía a Warwick en 1431 la tesis de que todos los ingleses eran herejes. Y, en seis siglos, los ingleses han cambiado poco. Darwin, en este tiempo, ha descubierto la ley de la evolución que, en último análisis, resulta la ley de la herejía. Los ingleses, por ende, no se llaman ya herejes sino revolucionistas. Su herejía de hace seis siglos -el protestantismo- es ahora un dogma. Pero en Shaw, el hereje está más vivo que en el resto de los ingleses. Shaw, por ejemplo, milita en el socialismo. Mas su socialismo de fabiano -como lo demuestran sus últimas posturas- no lo presenta como un creyente de la revolución sino como un hereje frente al Estado burgués. El célebre dramaturgo sigue siendo, en el fondo, un liberal. Y, además, un protestante.
¿No es, acaso, su “Santa Juana”, entre otras cosas, ¿un esfuerzo por anexar la Doncella a la Reforma? Shaw escribe en el prólogo que Juana de Arco, “aunque fue una católica devotísima y proyectó una cruzada contra los husitas, es, en realidad, uno de los primeros mártires del protestantismo”. Y en el drama aflora, reiteradamente, la misma tesis.
Pero si, como protestante, Bernard Shaw cataloga a Juana de Arco entre los precursores de la Reforma, como relativista reacciona contra la incapacidad de los racionalistas, los protestantes y los anti-clericales para entender y estimar la Edad Media. Shaw considera a la Edad Media “una alta civilización europea basada en la fe católica”. No es posible de otro modo acercarse a la Doncella. Shaw lo sabe y lo siente. Y lo declara, más explícitamente aún, en otra parte del prólogo, cuando revisa los apriorismos que enturbian y deforman la visión de los que pretenden escrutar la figura de Juana de Arco con las gafas astigmáticas de sus supersticiones y del siglo diecinueve: “Si un historiador es anti-feminista y no cree a las mujeres aptas para ser genios en los tradicionales empleos masculinos, no podrá admitir como genio a Juana, que tanto sobresalió en el arte de la guerra y la política. Si es racionalista hasta el punto de negar a los santos y sostener que las ideas nuevas solo pueden nacer por el raciocinio consciente, nuca dará con el verdadero retrato de Juana. El biógrafo ideal de ésta debe estar libre de los prejuicios y las tendencias del siglo diecinueve; debe comprender la Edad Media y la Iglesia Católica Romana, así como el Santo Imperio Romano, mucho más íntimamente de lo que nunca lo hicieron nuestros historiadores nacionalistas y protestantes, y tiene además, que ser capaz de desechar las parcialidades sexuales y sus escuelas fantásticas y de considerar a la mujer como a la hembra de la especie humana y no como a un ser de diferente especie biológica, con encantos específicos e imbecilidades también específicas”.
Esta eficaz y aguda receta no le sirve, sin embargo, a Bernard Shaw para ofrecernos, en su drama, una imagen cabal de Juana de Arco. En su drama, Shaw, mas que de explicarnos a Juana, se preocupa de verdad, de explicarnos su tesis relativista. No asistimos, en “Santa Juana” al drama de la Doncella tan auténtica e intensamente como al drama de Cauchon, su inquisidor. La pieza de Bernard Shaw deja la impresión de que el drama de la Doncella no puede ser escrito por un relativista sino por un creyente. Shaw, a pesar de sus pullas contra el cientificismo y el positivismo del siglo diecinueve, es demasiado racionalista para mirar a Juana con otro lente que el de su raciocino. Su raciocino pretende descubrirnos, en el prólogo, el mecanismo del milagro. Pero, visto por dentro, analítica y fríamente, el milagro cesa de ser un milagro. Mejor dicho, el milagro, como milagro, se queda afuera.
Shaw percibe, con su penetrante en inteligente mirada, los obstáculos que impidieron a Anatole France, anti-clerical y escéptico, aproximarse a Juana de Arco. “En su libro -observa- se notan antipatías. El autor no es enemigo de Juana, pero es anti-clerical, anti-místico y fundamentalmente incapaz de creer que haya podido existir persona alguna como la Juana verdadera”. Pero la Juana verdadera no está tampoco íntegra, completa, en la “crónica dramática” de Shaw. Bernard Shaw, no obstante, su sagacidad crítica, no nos da todo el personaje; y, por tanto, no nos da todo el símbolo.
Define Shaw a Juana de Arco como “uno de los primeros apóstoles del nacionalismo”. Pero se olvida de remarcar, al pie de esta definición, que la idea de la Nación, hace seis siglos, era una idea revolucionaria. Como un escritor internacionalista lo ha proclamado, la idea de la Nación es, en determinadas épocas y circunstancias históricas, la encarnación del espíritu de la libertad. En nuestra época, el nacionalismo, reaccionario en Francia, es revolucionario en Turquía, en la India, en la China, en Marruecos, donde combaten contra el imperialismo y el capitalismo extranjeros. El nacionalismo de Juana de Arco no tiene nada que ver con el nacionalismo orleanista y monárquico de “L’Action Francaise”, que tan enfáticamente se apropia de la gloria y del genio de la Doncella. Charles Maurras, Leon Daudet y sus “camelots du roi”, si hubiesen existido hace seis siglos, habrían estado al lado de los que quemaron a la Santa después de declararla hereje y bruja. Habrían formado parte del séquito del imbécil y desleal Carlos VII o de la comparsería del tribunal de la inquisición. En Ruán, como Bernard Shaw lo siente, se quemó viva a una mujer genial que fue al mismo tiempo, una santa, una hereje y una revolucionaria. En nuestra época la razón de Estado no la habría tratado con más justicia. Y Bernard Shaw, no habría estado tal vez entre los firmantes de su condena; pero probablemente tampoco habría estado entre los prosélitos de su fe y su doctrina.

José Carlos Mariátegui La Chira

El idealismo de Edwin Elmore

I.
El mejor homenaje que podemos rendir a Edwin Elmore quienes lo conocimos y estimamos es, talvez, es de revelarlo. Su firma era familiar para todos los que entre nosotros tienen el que Valery Larbad ruiseñamente llama “ce vice impuni, la lecture”. Pero Elmore pertenecía al número de aquellos escritores de quienes se dice que no han “llegado” al público. El público ignora en estos casos las ideas, las actitudes del escritor; pero ignora un poco al escritor mismo. Edwin Elmore no había buscado ninguno de los tres éxitos que en nuestro medio recomiendan a un intelectual a la atención pública: éxito literario, éxito universitario, éxito periodístico. I en su obra dispersa e inquieta, no está toda su personalidad. Su personalidad no ha sacudido fuertemente al público sino en su muerte.
Digamos sus amigos, sus compañeros, lo que sabemos de ella. Todos nuestros recuerdos, todas nuestras impresiones honran, seguramente, la memoria del hombre y del escritor. Lo presentan como un intelectual que sentía la necesidad de dar a su pensamiento y a su acción una meta generosa y elevada.
Personalidad singular, y un poco extraña, en este pueblo. Se reconocía en Elmore los rasgos espirituales de su estirpe anglo-sajona. Tenía de los anglo-sajones el liberalismo. El espíritu religioso y puritano. El temperamento mas bien ético que estético. La confianza en el poder del espíritu.
II.
Este hombre de raza anglo-sajona quiso ser un vehemente asertor de ibero-americanismo. “El genio ibero, la raza ibera, -decía- renace entre nosotros se renueva entre América”.
Pensaba que la cultura del porvenir debía ser una cultura ibérica. Mas aún. Creía que este renacimiento hispánico estaba ya gestándose.
Yo le demandaba las razones en que se apoyaba su creencia, mejor dicho su predicción. Yo quería hechos evidentes, signos contrastables. Pero la creencia de Elmore no necesitaba de los hechos ni de los signos que yo le pedía. Era una creencia religiosa.
-Usted tiene la fe del carbonero- de dije una vez
Y el me respondió convencido que sí.
Su fe era, en verdad, una fe mística. Pero, precisamente, por esto, era tan fuerte y honda. En sus ojos iluminados leí la esperanza de que la fe obraría el milagro.
III.
Como mílite de esta fe, como cruzado de esta creencia, Edwin Elmore servía la idea de la celebración de un congreso de intelectuales ibero-americanos. No lo movía absolutamente, -como podían suponer los malévolos, los hostiles- ninguna ambición de notoriedad internacional de su nombre. Lo movía más bien, como en todas las empresas de su vida, la necesidad de gastar su energía por una idea noble y alta.
En nuestras conversaciones sobre el tema del congreso comprendí lo acendrado de su liberalismo. Elmore no sabía ser intolerante. Yo le sostenía que el congreso, para ser fecundo, debía ser un congreso de la nueva generación. Un congreso de espíritu y de mentalidad revolucionarias. Por consiguiente, había que excluir de él a todos los intelectuales de pensamiento y ánimos conservadores.
Elmore rechazaba toda idea de exclusión.
-Ingenieros- me decía- piensa como Usted. Quiere un congreso casi sectario. Yo creo que debemos oír a todos los hombres aferrados a la tradición y al pasado. Antes de repudiarlos, antes de condenarlos, debemos escucharlos una última vez.
Había instantes en que admitía la lógica de mi intransigencia. Pero, luego, su liberalismo reaccionaba.
IV.
Edwin Elmore no podía concebir que un individuo, una categoría, un pueblo, viviesen sin ideal. La somnolencia criolla y sensual del ambiente lo desesperaba. “¡No hacemos nada por salir del marasmo!”- exclamaba. I mostraba todos los días, en sus palabras y en sus actos, el afán de “hacer algo”.
La gran jornada del 23 de mayo le descubrió al proletariado. Elmore empezó entonces a comprender a la masa. Empezó entonces a percibir en su oscuro seno la llama de un ideal verdaderamente grande. Sitió que el proletariado, además de ser una fuerza material, es también una fuerza espiritual. En los pobres encontró lo que acaso nunca encontró en los ricos.
V.
Lo preocupaban todos los grandes problemas de la época. Sus estudios, sus inquietudes no son bastante conocidos. Elmore se dirigía muy poco al público. Se dirigía generalmente a los intelectuales. Su pensamiento está más en sus cartas que en sus artículos. Se empeñaba en recordar a los intelectuales los deberes del servicio del Espíritu. Esta era su ilusión. Este era su error. Por culpa de esta ilusión y de este error, la mayor parte de su obra y de su vida queda ignorada. Elmore pretendía ser un agitador de intelectuales. No reparaba en que para agitar a los intelectuales, hay que agitar primero a la muchedumbre.
VI.
Por invitación suya escribí, en cinco artículos, una “introducción al problema de la educación pública”. Elmore trabajaba por conseguir una contribución sustanciosa de los intelectuales peruanos al debate o estudio de los temas de nuestra América planteado por la Unión Latinoamericana de Buenos Aires y por “Repertorio Americano” de Costa Rica. Dichos artículos han merecido el honor de ser reproducidos en diversos órganos de la cultura americana. Quiero, por esto, dejar constancia de su origen. I declarar que los dedico a la memoria de Elmore.
Recuerdo que en una de nuestras conversaciones me dijo:
-He resuelto mi problema personal, el problema de mi felicidad, casándome con la mujer elegida. Ahora me siento frente al problema de mi generación.
Yo traduje así su frase:
-Mi vida ha alcanzado sus fines individuales. Ahora debe servir un fin social.
Estoy pronto.
Estaba, en verdad, pronto para ocupar su puesto de combate. Cuando le ha tocado probarlo, ha dado su vida entera.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Edwin Elmore

I.
Era Edwin Elmore un hombre nuevo y un hombre puro. Esto es lo que no toca decir a los que en la generación apodada “futurista”, vemos una generación de hombres espiritual e intelectualmente viejos y a los que nos negamos a considerar en el escritor solamente la calidad de la obra, separándola o diferenciándola de la calidad del hombre.
Elmore supo conservarse joven y nuevo al lado de sus mayores. Lo distinguían y lo alejaban cada vez de estos su elan y su ser juveniles. El espíritu de Elmore no se conformaba con antiguas y prudentes verdades. Su inteligencia se negaba a petrificarse en los mismos mediocres moldes en que se congelaban las de los pávidos doctores y letrados que estaban a su derecha. Elmore quería encontrar la verdad por su propia cuenta. Toda su vida fue una búsqueda, un peregrinaje. Interrogaba a los libros, interrogaba a la época. Desde muy lejos presintió una verdad nueva. Hacia ella Elmore se puso en marcha a tientas y sin guía. Ninguna buena estrella encaminó sus pasos. Sin embargo, extraviándose unas veces, equivocándose otras, Elmore avanzó intrépido.
Llegó así Elmore a ser un hombre y un escritor descontento de su clase y de su ambiente. El caso no es raro. En las burguesías de todas las latitudes hay siempre almas que se rebelan y mentes que protestan.
II.
Se explica perfectamente, el que Elmore no alcanzase como escritor el mismo éxito, la misma notoriedad, que otros escritores de su tiempo. Para el gusto y el interés de las gentes inclinadas a admirar únicamente una retórica engolada y cadenciosa, una erudición solemne y arcaica o un sentimentalismo frívolo y musical, los temas y las preocupaciones de Elmore carecían en lo absoluto de valor y de precio. Elmore, como escritor, resultaba desplazado y extraño. Las saetas del superficial humorismo de un público empeñado en ser ante todo elegante y escéptico, tenía un blanco en el idealismo de este universitario que predicaba el evangelio de don Quijote a un auditorio de burocráticos Pachecos y académicos Sanenos.
El conservantismo de los viejos -viejos a pesar, muchas veces, de sus mejillas rosadas y tersas- miraba con recelo y con ironía el afán de Elmore de encontrar una ruta nueva. La inquietud de Elmore le parecía a toda esta gente una inquietud curiosamente absurda. El optimismo panglossiano y adiposo de los que perennemente se sentían en el mejor de los mundos posibles no podía comprender el vago pero categórico deseo de renovación que movía a Elmore. ¿Para qué inquietarse, -se preguntaba- por qué agitarse tan bizarramente?.
Procedente de una escuela conservadora y pasadista, Elmore tenía la audacia de examinar con simpatía nuevas ideas. No propugnaba abiertamente el socialismo: pero lo señalaba y estudiaba ya como el ideal y la meta de nuestro tiempo. Elmore se colocaba por si mismo fuera de la ortodoxia y del dogma de la plutocracia.
III.
El conflicto de la vida de Edwin Elmore era este. Elmore -como otros intelectuales- se obstinan en la ilusión y en la esperanza de hallar colaboradores para una renovación en una generación y una clase natural e íntimamente hostiles a su idealismo. Se daba cuenta de su egoísmo y de la superficialidad de sus mayores; pero no se decidía a condenarlos. Pensaba que “la ley del cambio es la ley de Dios”; pero pretendía comunicar su convicción a los herederos del pasado, a los centinelas de la tradición. Le faltaba idealismo.
En el fondo, su mentalidad era típicamente liberal. Una burguesía inteligente y progresista habría sabido conservarlo en su seno. Elmore temía demasiado al sectarismo. Era un liberal sincero, un liberal amplio, un liberal probo. Y, por consiguiente, comprendía el socialismo; pero no su disciplina ni su intransigencia. En este punto la ideología revolucionaria se mantuvo inasequible e ininteligible a Elmore. Y en este punto, por ende, se situó casi siempre el tema de mis conversaciones con él. Yo me esforzaba que el idealismo social para ser práctico, para no agotarse en un esfuerzo romántico y anti-histórico, necesita apoyarse concretamente en una clase y en sus reivindicaciones. Y yo sentí que su espíritu, prisionero aún de un idealismo un poco abstracto, pugnaba por aceptar plenamente la verdad de su tiempo. Su último trabajo “El nuevo Ayacucho”, publicado en el número de “Mundial” del centenario, es un acto de fe en su generación.
IV.
En los libros de Unamuno aprendió quijotismo. Elmore era uno de los muchos discípulos de Unamuno, como profesor de quijotismo, tiene en nuestra América. Sus predilecciones en el pensamiento hispánico -Unamuno, Alomar, Vasconcelos- reflejan y definen su temperamento. Elmore trabajaba noblemente por un nuevo ibero-americanismo. Concibió la idea de un congreso libre de intelectuales ibero-americanos. Y, como era propio de su carácter, puso toda su actividad al servicio de esta idea. Tenía una fe exaltada en los destinos del mundo y de la cultura hispánicas. Había adoptado el lema: “Por mi raza hablará el espíritu”. Repudiaba todas las formas y todos los disfraces del ibero-americanismo oficial.
Su ibero-americanismo se alimentaba de algunas ilusiones intelectuales, como tuve ocasión de remarcarlo en mis comentarios sobre la idea del congreso de escritores del idioma; pero, gradualmente, se precisaba cada día más como un sentimiento de juventud y vanguardia.
Ante su cadáver, hablemos y pensemos con alteza y dignidad. Puesto que Elmore fue un enamorado del sueño de Bolivar, digamos la frase bolivariana. “Se ha derramado la sangre del justo”. Callemos lo demás.
Su muerte decide su puesto en la historia y la lucha de las generaciones. Edwin Elmore, asertor de la fe de la juventud, pertenece al Perú nuevo. Solidario con Elmore en esa fe, yo saludo con respeto y con devoción su memoria. Sé que todos los hombres de mi generación y de mi ideología se descubren, con la misma emoción, ante la tumba de este hombre nuevo y puro.

José Carlos Mariátegui La Chira

"Europe"

Entre las revistas francesas de mayor autoridad y de mayor prestigio se encuentra, desde hace algún tiempo, la revista “Europe”. El rápido éxito de Europe se explica perfectamente. Fundada por tres escritores de la calidad de Albert Cremieux, Paul Colín y René Arcos, “Europe” es un órgano de la inteligencia europea. Detrás de esta revista está una gran casa de ediciones: F. Rieder et Cie. Y, sobre todo, en la plana mayor de colaboradores de “Europe” figuran varios grandes europeos: Unamuno, Sternheim, Gorki, Boris Pilniak, Sigfred Unset, Kasimir Edschmidt, Pirandello, Thilgher, etc. “Europe” se presenta como una “revista francesa de cultura internacional”.
Se reconoce claramente en su programa la misma aspiración de Romain Rolland preocupado en toda su obra por el servicio de la unidad moral de la civilización “Europe”, como Romain Rolland, se coloca “au dessus de la melée”.
Y así como se defiende de todo nacionalismo, “Europe” se defiende también de toda escuela y hasta de toda doctrina. En su elenco se juntan lo nombres de Henri Barbusse y de Henri de Motherland. Tiene, sin embargo, una personalidad. La personalidad que le imprime el rollandismo. Romain Rolland y sus amigos, Georges Duhamel, René Arcos, Paul Colín, Charles Vildrac, Pierre Hamp, etc., dan el tono a la revista.
Uno de los sucesos más resonantes de la vida de “Europe” fue la sensacional publicación de un extracto del diario del fallecido diplomático Georges Louis. Las notas de Georges Louis -director de negocios políticos del Ministerio del Exterior, embajador de Francia en Saint Petersburgo hasta la ascensión de Poincaré a la Presidencia de la República- constituye una gravísima revelación respecto a las responsabilidades de la guerra. Georges Louis, diplomático de fina inteligencia y de espíritu pacifista, había anotado en su carnet, día a día, sus conversaciones con estadistas y diplomáticos de Francia, Inglaterra, Rusia, Italia, etc. Estas conversaciones, anteriores casi todas a la guerra, desnudaban de toda hipocresía la política pre-bélica de Poincaré. Proyectaban, sobre todo, una luz muy viva en la sombría interioridad de la política intrigante de la Rusia de los zares, descubriendo las maquinaciones y los maquiavelismos de sus dos más conspicuos agentes, Sazonof e Isvolsky. Poincaré, defendiéndose de los cargos categóricos de Georges Louis pretendió insinuar que sus carnets, antes de ser publicados en Francia, habrían sufrido una especial manipulación en Alemania. Pero la viuda de Georges Louis desmintió netamente esta especia, declarando que los papeles del ex-embajador no había salido jamás de Francia ni habían estado en otro poder que en el suyo. “Europe” publicó, de otro lado, una fotografía de la página del carnet y demostró que este estaba escrito de puño y letra de Georges Louis. El estruendo de la revelación, que siguió al documentado y vigoroso libro de Alfred Fabre Luce, “La Victoire” -atrajo sobre “Europe”la atención mundial.
Las ediciones de F. Rieder et Cie. coinciden con el programa y el espíritu de “Europe”. En su valiosa colección “Cristianismo”, la Casa Rieder ha publicado en francés el último libro de don Miguel de Unamuno “La Agonía del Cristianismo”. En su colección de “prosadores extranjeros modernos” ha editado obras de los norte-americanos Henri Thoreau, Waldo Frank, Theodore Dreiser, de los alemanes Gottfried Keller y René Schikelé, etc. Rieder y “Europe” han revelado a Francia al desconcertante artista rumano Panait Istrati. Los tres libros de Istrati han aparecido en una selectísima biblioteca de Rieder, dirigida por uno de los más puros y altos representantes de la literatura francesa: Jean Richard Bloch.

José Carlos Mariátegui La Chira

Nacionalismo y vanguardismo en la literatura y en el arte

I.
En el terreno de la literatura y del arte, quienes no gusten de aventurarse en otros campos percibirán fácilmente el sentido y el valor nacionales de todo positivo y auténtico vanguardismo. Lo más nacional de una literatura en siempre lo más hondamente revolucionario. I esto resulta muy lógico y muy claro.
Una nueva escuela, una nueva tendencia literaria o artística sus puntos de apoyo en el presente. Si no los encuentra perece fatalmente. En cambio las viejas escuelas, las viejas tendencias se contentan de representar los residuos espirituales y formales del pasado.
Por ende, solo concibiendo a la nación como una realidad estática se puede suponer un espíritu y una inspiración más nacionalista en los repetidores y rapsodas de un arte viejo que en los creadores o inventores de un arte nuevo. La nación vive en los precursores de su provenir mucho más que en los supérstites de su pasado.
Demostremos y expliquemos esta tesis con algunos hechos concretos. Las aserciones demasiado generales o demasiado abstractas tienen el peligro de parecer sofisticadas o, por lo menos, insuficientes.
II.
He tenido ya ocasión de sostener que en el movimiento futurista italiano no es posible no reconocer un gesto espontáneo del genio de Italia y que los iconoclastas que se proponían limpiar Italia de sus museos, de sus ruinas, de sus reliquias, de todas sus cosas venerables estaban movidos en el fondo por un profundo amor a Italia.
El estudio de la biología del futurismo italiano conduce irremediablemente a esta constatación. El futurismo ha representado, no como modalidad literaria y artística, sino como actitud espiritual, un instante de la conciencia italiana. Los artistas y escritores futuristas, insurgieron estrepitosa y destempladamente contra los vestigios del pasado, afirmaban el derecho y la aptitud de Italia para renovarse y superarse en la literatura y en el arte.
Cumplida esta misión, el futurismo cesó de ser, como en sus primeros tiempos, un movimiento sostenido por los más puros y altos valores artísticos de Italia. Pero subsistió es estado de ánimo que había suscitado. Y en este estado de ánimo se preparó, en parte, el fenómeno fascista, tan acendradamente nacional en sus raíces según sus apologistas. El futurismo se hizo fascista porque el arte no domina a la política. Y sobre todo porque fueron los fascistas quienes conquistaron Roma. Mas, con idéntica facilidad, se habría hecho socialista, si se hubiese realizado, victoriosamente, la revolución proletaria. Y en este caso, su suerte habría sido diferente. En vez de desaparecer definitivamente, como movimiento o escuela artística, (esta ha sido la suerte que le ha tocado bajo el fascismo) el futurismo habría logrado entonces un renacimiento vigoroso. El fascismo, después de haber explotado su impulso y su espíritu, ha obligado al futurismo a aceptar sus principios reaccionarios, esto es a renegarse a sí mismo teórica y prácticamente. La revolución, en tanto, habría estimulado y acrecentado su voluntad de crear un arte nuevo en una sociedad nueva.
Esta ha sido, por ejemplo, la suerte del futurismo en Rusia. El futurismo ruso constituía un movimiento más o menos gemelo del futurismo italiano. Entre ambos futurismos existieron constantes y estrechas relaciones. Y así como el futurismo italiano siguió al fascismo, el futurismo ruso se adhirió a la revolución proletaria. Rusia es el único país de Europa donde, como lo constata con satisfacción Guillermo de Torre, el arte futurista ha sido elevado a la categoría de arte oficial.
En Rusia esta victoria no ha sido obtenida a costa de una abdicación. El futurismo en Rusia ha continuado siendo futurismo. No se ha dejado domesticar como en Italia. Ha seguido sintiéndose factor del porvenir. Mientras en Italia el futurismo no tiene ya un solo gran poeta en plena beligerancia iconoclasta y futurista, en Rusia Mayakowski, cantor de la revolución, ha alcanzado en este oficio sus más perdurables triunfos.
III.
Pero para establecer más exacta y precisamente el carácter emocional de todo vanguardismo, tornemos a nuestra América. Los poetas nuevos de la Argentina constituyen un interesante ejemplo. Todos ellos están nutridos de estética europea. Todos o casi todos han viajado en uno de esos vagones de la Compagnie des Grands Expres Europeens que para Blaise Cendrars, Valery, Larbaur y Paul Morand son sin duda los vehículos de la unidad europea además de los elementos indispensables de una nueva sensibilidad literaria.
Y bien. No obstante esta impregnación de cosmopolitismo, no obstante su concepción ecuménica del arte, los mejores de estos poetas vanguardistas siguen siendo los más argentinos. La argentinidad de Girondo, Guiraldes, Borges, etc. no es menos evidente que su cosmopolitismo. El vanguardismo literario argentino se denomina “martinfierrismo” quien alguna vez haya leído el periódico de ese núcleo de artistas, Martín Fierro, habrá encontrado en él al mismo tiempo que los más recientes ecos del arte ultramoderno de Europa, los más auténticos acentos gauchos.
¿Cuál es el secreto de esta capacidad de sentir las cosas del mundo y del terruño? La respuesta es fácil. La personalidad del artista, la personalidad del hombre, no se realiza plenamente sino cuando sabe ser superior a toda limitación.
IV.
En la literatura peruana, aunque con menos intensidad, advertimos el mismo fenómeno. En tanto que la literatura peruana conservó un carácter conservador y académico, no supo ser real y profundamente peruana. Hasta hace muy pocos años, nuestra literatura no ha sido sino una modesta colonia de la literatura española. Su transformación, a este respecto como a otros, empieza con el movimiento “Colónida”. En Valdelomar se dio el caso de literato en quien se juntan y combinan el sentimiento cosmopolita y el sentimiento nacional. El amor snobista a las cosas y a las modas europeas no sofocó ni atenuó en Valdelomar el amor a las rústicas y humildes cosas de su tierra y de su aldea. Por el contrario, contribuyó tal vez a suscitarlo y exaltarlo.
Y ahora el fenómeno se acentúa. Lo que más nos atrae, lo que más nos emociona tal vez en el poeta César Vallejo es la trama indígena, el fondo autóctono de su arte. Vallejo es muy nuestro, es muy indio. El hecho de que lo estimemos y lo comprendamos no es un producto del azar. No es tampoco una consecuencia exclusiva de su genio. Es más bien una prueba de que, por estos caminos cosmopolitas y ecuménicos, que tanto se nos reprochan, nos vamos acercando cada vez más a nosotros mismos.

José Carlos Mariátegui La Chira

El gabinete Briand [Incompleto]

(...) do a negar sus votos en el parlamento a algunos actos del gabinete.
Con Briand en la presidencia del consejo esta crisis tiene que entrar en una fase aguda. El partido socialista francés no conserva muchos escrúpulos clasistas. Pero, al menos en sus masas, subsiste todavía la tendencia a tratar y a mirar a Briand como un renegado. Briand en la presidencia del consejo indica además un desplazamiento del eje del poder. Por muy grande que sea su destreza parlamentaria, Briand no conseguirá que su política resulte aceptable para el socialismo.
El actual gabinete tiene así toda la traza de una solución provisoria. El pacto de Locarno ha ayudado a Briand a subir a la presidencia del consejo. Pero, firmado el pacto, el gobierno francés se encontrará de nuevo frente a su tremendo problema financiero. Y es justamente este problema el que domina la situación política de Francia. Es este problema el que determina la posición de cada partido. Si los radicales-socialistas abandonan su programa, perderán irremediablemente a la mayor parte de su electorado pequeño burgués. Las derechas y el centro pretenden que el peso de las deudas de Francia no caiga sobre las clases ricas. Las clases pobres exigen a sus partidos, por su parte, una defensa eficaz y enérgica. El socialismo propugna la fórmula del impuesto al capital. Los radicales-socialistas se han visto obligados a admitirla y sancionarla también en su último congreso. Mas no va a ser ciertamente un ministerio con Briand en la presidencia y Loucheur en la cartera de finanzas el que la aplique.
A los socialistas les habría gustado un ministerio presidido por Herriot. El líder radical-socialista goza de la confianza de los parlamentarios de la S. F. I. O. Pero, precisamente, por culpa de los socialistas no ha vuelto Herriot al poder. Herriot no se contentaba con el apoyo parlamentario de los socialistas. Quería su cooperación dentro del ministerio. Y, a pesar de la risa de algunos parlamentarios socialistas como Vincent Auriol o Paul Boncour por ocupar un sillón ministerial, el partido socialista no ha considerado aún posible su participación directa en el gobierno. Están todavía muy próximos los votos de castidad del último congreso de la S. F. I. O. Hace solo cuatro meses León Blum se ratificó en ese congreso en su posición categóricamente adversa a una colaboración de tal género. La fracción colaboracionista se presentó en el congreso engrosada por el voluminoso Renaudel y sus secuaces. Pero, diplomática y sagazmente, Blum salió una vez más victorioso. Supo aplacar, al mismo tiempo, a la derecha y a la izquierda de su partido. A la derecha con la promesa de que, absteniéndose de una participación prematura, el socialismo acaparará finalmente todo el poder. A la izquierda, con la garantía de que el socialismo no comprometerá su tradición ni su programa en una cooperación demasiado ostensible con plutócratas como Loucheur y políticos como Briand.
La crisis, pues, subsiste. No es una crisis de gobierno. Es una crisis de régimen. No cabe la esperanza de una solución electoral. Las crisis de régimen no se resuelven jamás electoralmente. Las elecciones no darían ni a las derechas ni a las izquierdas una mayoría todopoderosa. Una mayoría, cualquiera que sea, no puede ser, de otro lado, ganada por un partido sino por una coalición. El partido socialista, completamente incorporado en la democracia, volvería en las elecciones a constituir el núcleo de una coalición de izquierdas. Y esta coalición dispondría siempre de fuerzas suficientes, sino para asumir el gobierno, al menos para impedir que gobierne, verdadera y plenamente, una coalición adversaria. En suma, los términos del problema se invertirían acaso. Pero el problema en si mismo no se modificaría absolutamente.

Un libro de José Carlos Mariátegui.
En mis manos el libro de José Carlos Mariátegui, “Escena Contemporánea”. Este libro indispensable de este hombre claro, inteligente, varonil y puro. Sobre todo puro. Con esa pureza simple, no ostentada, no declamada a los cuatro vientos como bandera o como affiche. José Carlos es un espíritu de cristal. Sí, pero cristal de roca. Facetado, limpio, noble, devuelve la imagen ambiente sin fijarse nunca en la boca abierta de la charca. José Carlos ignora que la charca existe. Y hace bien en ignorarla. Y esta es la tortura de la charca. No existir. Por eso grita, por eso se exaspera y cría batracios. Para afirmar su existencia. Pero...
Asombra el don de equilibrio, de sobriedad, de mesura en este hombre joven que no tuvo nunca postura doctoral. Y este don de equilibrio se traduce en la palabra justa. Ni consideraciones de amistad, ni simpatías o antipatías de credo, o diferencias de actitud le hacen proferir la palabra descomedida o indignada o torcer su criterio. No es un espectador indiferente, pero es un juez leal. Tiene la pasión que vivifica, pero tiene el don de mesura y de comprensión que equilibra y persuade.
Espíritu nuevo, su sensibilidad recoge el latido ambiente con una precisión, con una justeza, con una cordialidad que delatan artista y al hombre nuevo.
Por eso Mariátegui es un guía y un conductor.
Por eso, por su imparcialidad, por su don de comprensión y de mesura, por la pureza vertical de su espíritu por su criterio abierto a todos los vientos y a todos los ismos.
Y es que Mariátegui no es solo una cultura sino una mentalidad. Vibra con la emoción de su tiempo y el problema social le merece sus mejores afanes. Es el intelecto típico de nuestra hora. Está vinculado a su época por todos los poros abiertos de su espíritu dúctil y cordial. Es nuestro intelectual moderno, nuestro más puro sembrador de idea.
Su estilo es preciso, ágil, nervioso y de cristalina concisión. Jamás aparece en él el orador ni el declamador. Es rotundo como la idea, preciso como el cristal.
Mal hace, pues, José Carlos en decir que su vida es “una nerviosa serie de inquietos preparativos”. Su obra atalayante es nuestra antena sobre el mundo. Y su vida clara, fértil, abnegada es un ejemplo, una lección y un camino.
Alberto Guillén.

José Carlos Mariátegui La Chira

Revista Oral [Recorte de prensa]

Recorte de periódico sobre un evento realizado en la Taberna de la Casa del Arte por la publicación del nro. 6 de revista Oral, la cual tuvo como tema principal un homenaje al libro Cuentos simples de Arturo Silverio Silva.

Autor Desconocido

Paul Morand

El rasgo más notorio de la literatura de Paul Morand es su cosmopolitismo. Hija del siglo de la geografía y de la “compañía de los grandes expresos europeos”, esta literatura tiene la composición pluricolor y un poco licenciosa de un helado napolitano. Paul Morand no es internacionalista, pero sí internacional. Es un producto de diversos climas, diversas latitudes, diversas lenguas. El proceso de su cosmopolitismo empieza en sus antepasados. Morand procede de una familia de franceses en Rusia. En un reportaje de Federico Lefevre, hablándonos de su estirpe y de su formación, Morand nos dice que la familia de su padre era una familia de franceses de Rusia desde 1846. Su abuelo dirigió la Fundición Imperial de Petrogrado. En esta ciudad nació su padre. En París, la infancia de Paul Morand se desenvolvió en un “entourage” de ingleses y un ambiente de anglofilia. Por consejo de Lord Alfred Douglas, Morand fue enviado a estudiar a Oxford. Más tarde, la carrera diplomática confirmó su sino.
Pero este cosmopolitismo no borra en Paul Morand al francés. El acento de su libro es un acento inconfundible parisién. Morand piensa que la vida en el extranjero pone al hombre en un plano superior que lo revela más completamente a sí mismo. “Todos los que han marcado una época -observa refiriéndose a las letras francesas- son nobles desertores: Chateaubriand para el principio el siglo diecinueve; Stendhal para 1880; Claudel para 1900; en nuestros días, Gobineau, Lautreamont, Rimbaud”.
El cosmopolitismo de su literatura nace del internacionalismo de su vida. Paul Morand es una “rana viajera” del género de Julio Camba. De la rana, tiene el espíritu noctivago y lunar. Pero, para ser una rana perfecta, le sobra dandismo. Morand es demasiado elegante y diplomático. En su literatura se descubre siempre, más o menos disimulado, al adjunto de la embajada. Tampoco se le puede llamar vagabundo. El vagabundo viaja al azar y con fatiga. Su vida es una sucesión de partidas y de andanzas. El hombre cosmopolita como Paul Morand, en cambio, no da casi ninguna impresión de movimiento. Se desplaza con tanta velocidad que no parece que se moviera de su sitio. (La obra de Paul Morand, entre otras cosas, es algo así como una prueba de la relatividad del espacio). Además, el hombre cosmopolita no es en ninguna parte un extranjero. Tiene todas las nacionalidades.
Los primeros poemas de Paul Morand descubrieron a un poeta de espíritu y técnica ultra-modernos. En la poesía de “Lampes a arc” estaban ya esbozados el dandismo y el cosmopolitismo que debían construir después los elementos fundamentales de la literatura Morand. Pero en esa poesía había al mismo tiempo un exquisito imaginismo, un lirismo muy puro. No solo valían los versos por esas metáforas visuales y esas imágenes fotogénicas de que tan buen gustador es Guillermo de Torre.
En uno de los poemas de “Lamper a arc”, después de ofrecernos un cuadro cabal y vivo del hotel de lujo, a la ora del “diner”, Paul Morand tiene esta honda nota lírica:
“Mais voici qu’ inmobiles aux fenetres maintenant obscures
laissant choir leur fatigue et leur dégout
permi le linge fripé et les ecrins vides,
les Domestiques
comme un betail noir
viennent poser leur joues
contre l’acier de la nuit”.
Pero la poesía pura no bastaba en este coleccionista de noches, de paisajes y de ciudades. Paul Morand no se conformaba con dar su miel a unos pocos elegidos. Quería ofrecerse al público, no en una preciosa edición de “Au Sans Pareil” sino en centenares de ediciones de la “Nouvelle Revue Francaise” de Bernard Grasset. El diablo lo ayudó en esta empresa. En las novelas de “Ouvert la Nuit”, Paul Morand descubrió el secreto de aderezar con sus imágenes un manjar del gusto del público. “Ouvert la Nuit” colocó a Paul Morand entre los primeros escritores de su generación. (Es incontestable que Paul Morand reúne para ocupar un puesto entre los mejores grandes dotes de estilo, de imaginación, de sensibilidad, etc.) La primera serie de “noches” pasó en poco tiempo de la edición centésima. Y la segunda serie –“Fermé la Nuit”- no se hizo esperar mucho tiempo ni alcanzó menos fortuna.
Vino después de estos libros de cuentos de cuentos, una novela: “Lewis et Irene”. Esta vez, Paul Morand no dio en el blanco. El público encontró el plato un poco insípido. La historia del matrimonio de Lewis e Irene, diluida en varios episodios cinematográficos, del mismo corte de las “noches”, carecían de tensión. El estilo y la técnica Morand se prestan más a la novela corta.
Y, talvez, por eso, en su último libro, “L’Europe galante”, Paul Morand vuelve al cuento. En “L’Europe galante”, nos pasea como en su noche, por un mundo fatigado, hiperestético, mórbido. Pero los aciertos de la psicología y de estilo han disminuido los defectos de “Ouvert la Nuit” y de “Fermé la Nuit”, en cambio, se han acentuado. Morand sufre de embriaguez del éxito editorial. El primer cuento del volumen, “La glace a trois faces”, es un cuento de tema pirandelliano. Tres mujeres amantes de un mismo hombre, nos dan tres versiones absolutamente diversas de él. El personaje es uno solo; el espejo de las tres lunas refleja tres personalidades distintas. Como en Pirandello: negación del carácter, negación de la personalidad. Pero mientras Pirandello es todo fuerza. Morand es todo languidez. En “Les Plaisiris Rhenans”, Morand nos sirve algunos finos atisbos de psicología femenina. Los tres personajes de la aventura están muy bien diseñados. Mas no es esto todo lo que se quiere y se exige de un literato famoso.
Esta literatura es, inequívocamente, una literatura de decadencia. Paul Morand se complace en presentarnos, unos tras otros, sus casos de neurosis. La fauna de sus novelas es una fauna elegante y mundanamente teratológica. Como los artistas del circo, los personajes de Morand han menester de la luz de las lámparas de arco. Su escenario es la noche. Paul Morand los hace vivir en la temperatura tibia de sus noches, como se hace vivir a cultivos de gérmenes en las estufas de los laboratorios.
El propio Paul Morand siente que su obra, su arte y su alma corresponden a una decadencia, a un crepúsculo. En uno de los cuentos de “L’Europe galante” nos habla de “la familia capitalista, a la cual no se es ya orgulloso pero, a pesar de todo, bastante feliz de pertenecer”.

José Carlos Mariátegui La Chira

Tarjeta de Eduardo Barrios, 17/1/1926

San José de Maipo, 17 de enero de 1926
Mil gracias, Mariátegui, por su bello libro. Lo voy leyendo, con calma. Estoy en la Cordillera, con prohibición de escribir y aun de leer; pero... vuelan sus páginas, bien pensadas, bien escritas. Ya le escribiré, más adelante, a Ud. y a Guillén. Pasé mi infancia en Lima, fui mataperro con Uds., y envejezco... Empieza, pues, a revivir mi infancia con amor tiránico. Deseo mucho, mucho, entablar relaciones estrechas con los peruanos. Hasta pronto y un gran abrazo.

Barrios, Eduardo

La "Juana de Arco" de Joseph Delteil

“Jeanne d’Arc” de Joseph Delteil ha ganado el premio Fémina. Pero me complazco en declarar que no es por esto que lo pongo aquí. Una consagración académica no me parece un motivo para leer un libro. Me parece más bien un motivo para no leerlo. El premio Fémina no quita ni agrega nada al mérito del romance de Joseph Delteil.
El interés de este libro está sobre todo en el interés actual del tema. Juana de Arco es un tema de la época. En la obra de Joseph Delteil, en la obra de Bernard Shaw, no se puede ver fundamentalmente una criatura de la fantasía y de la voluntad: han aprehendido una emoción del espíritu contemporáneo.
Cualquier tiempo puede producir una vida de Juana de Arco más o menos profana. Pero no una interpretación viva, ni una imagen nueva de la Doncella y de su mundo. Y el deseo de lograr esta interpretación, esta imagen, es, precisamente, el sentimiento que inspira así el libro de Delteil como el de Shaw.
Los personajes de la historia o de la fantasía humana como los estilos y las escuelas artísticas o literarias, no tienen la misma suerte ni el mismo valor en todas las épocas. Cada época los entienden y los conocen desde su peculiar punto de vista, según su propio estado de ánimo. El pasado muere y renace en cada generación. Los valores de la historia, como los del comercio, tienen altas y bajas. Una época racionalista y positivista no podía amar a la Doncella. Su concepción de Juana de Arco era la destilada, laboriosa y lentamente por el maligno alambique de Anatole France. Pero, en esta época sacudida por la fuerte corriente de lo irracional y lo subconsciente, es lógico que el espíritu humano se sienta más cerca de Juana de Arco y más apto para comprenderla y estimarla. Juana de Arco ha venido a nosotros en una ola de nuestra propia tormenta.
Joseph Delteil, con su bizarra vehemencia, cree ser hoy el solo hombre capaz de comprender a esta criatura. “Elle m’est aussi aussi naturelle qu’une soeur”, escribe Delteil en el prefacio de su libro. Pero no le hagamos caso. De la misma manera pretende acaparar a Juana de Arco todos los que la declaran suya. Y, en particular, aquellos a quienes el espíritu de la doncella -espíritu esencialmente revolucionario, - está más distante. Los monarquistas de “L’Action Francaise”, verbigratia.
Mas se debe reconocer a Delteil el mérito literario de ofrecernos la más fresca y viva imagen moderna de la Doncella. Su Juana de Arco brota de la tierra. Delteil no intenta explicar lo inexplicable. En su romance, la Doncella dialoga con Santa Catalina y Santa Margarita, como dos muchachas de la campiña. No hay pathos, no hay éxtasis. Lo maravilloso es presentado con toda ingenuidad y con toda sencillez como en las fábulas de los niños. Pero no reside en esta combinación de lo maravilloso y lo natural el acierto del novelista. Reside, más bien, en el simple y fuerte realismo de la imagen. La “Joanne d’Arc” de Delteil es, ante todo, humana, muy humana. Es una sencilla y robusta criatura, sana de cuerpo y alma, sin complejidades y sin sombras. Es una lozana hija del pueblo nacida para la vida, el amor y la creación.
En un capítulo de su romance, Delteil traza un “pequeño retrato a gruesas líneas” de su agonista.
Empieza por fijar su propia posición filosófica: “Toda acción verdaderamente grande comporta una parte de desconocido, de divino. El fenómeno no admite explicación humana. Lo maravilloso rompe la razón. La actitud racionalista es, absolutamente, mezquina ante una Juana de Arco. Las fuerzas de la naturaleza, el genio, la felicidad, el arte, escapan al razonamiento.”
Delteil sitúa a la doncella en un plano divino. “No hay asimilación posible entre Juana de Arco y Napoleón. La una es del dominio de Dios, el otro es del dominio del genio. (Y cuando yo digo Dios, ruego a los no creyentes reemplazar a su guisa esta palabra por otra: Pan, Ser Supremo, Gran Todo, etc.)”
Pero, en seguida, Delteil desciende de la abstracción. “Y sin embargo -escribe- Juana de Arco no es un puro milagro. Esta flor tiene raíces. Las apariencias razonables, racionales, (digo apariencias) están hasta cierto punto salvaguardadas. En Juana los planos divinos y humanos coinciden. Juana poseía todas las cualidades humanas capaces de hacer una Juana de Arco”. La criatura que Delteil nos muestra es una perfecta y viviente criatura de carne y hueso. “Juana es toda salud. ¡Qué tontería hablar de histeria! Es una bella campesina de Francia, nutrida de alimentos simples, carnes indígenas, legumbres frescas, bien plantada sobre sus fuertes músculos, los sólidos pies sobre la tierra. El sistema repiratoril y circulatorio intactos. Un poco sanguínea tal vez, con sangre espesa en sus grandes venas, una carne tranquila de franco animal, la piel elástica y profunda. Su cuerpo es un templo antiguo sin florituras pero construido sobre bases terrenas. Todo en ella es síntesis, densidad, proporción.”
Este es el barro. Esto es lo físico, lo material. ¿Cómo es lo espiritual, lo psíquico? Delteil encuentra para su definición fórmulas breves y justas. “Al servicio de este amplio cuerpo, un temperamento de fuego. La salud física es un elemento estático. El temperamento es el principio dinámico. La salud tiene un sentido quieto. El temperamento tiene un todo revolucionario. En Juana las dos potencias se alían y se compenetran. Es impulsiva, impetuosa. Si su carne es toda salud, su alma es toda pasión Respira, como, quiere, ama, odia, con vehemencia.”
He aquí la mujer. La heroína, la santa, no se dejan captar tan esquemáticamente. Delteil nos invita a admirar, ante todo, su magnífica audacia, hija de su juventud. “Sólo la juventud -escribe Delteil- puede salvar al mundo. La experiencia y la vejez son los más temibles microbios del hombre”. Luego sostiene que la suprema virtud de Juana es su ignorancia. Juana desconoce la duda, desconoce la teoría. “Infalible como una paloma mensajera, Juana de Arco es la glorificación del Instinto”. Joseph Delteil se complace en constatar que “todas sus victorias son irregulares” y que “a una bella derrota conforme con las reglas prefiere una victoria defectuosa”. Pero esta ignorancia y esta ingenuidad son del genio. En el fondo de tanto transparente candor rutila la malicia de la campesina. La Doncella de Domremy es aguda, alegre, lista. “Como todos los seres fundamentalmente buenos, tenía en el alma un ápice de burla.” Todas sus decisiones están llenas de buen sentido.
Bernard Shaw ha escrito una obra relativista. Joseph Delteil, una obra apologética. El dramaturgo británico se pone en el punto de vista de Juana y sus jueces. El novelista francés no conoce ni admite otro punto de vista que el de Juana de Arco. La Pucelle combate el Mal, el Error, el Pecado. La obra de Shaw, más que una defensa de Juana, es una defensa del obispo Cauchon. Delteil no se ocupa de Cauchon sino para maldecirlo y vituperearlo. Lo llama “el obispo del alma de asno, el bastado de Judas, el cerdo de la historia”.
El romance de Delteil es una apología fervorosa de la Santa. Delteil ha escrito su romance con amor, con pasión. La prensa ortodoza, sin embargo, lo ha condenado. ¿Por qué? El naturalismo de ciertas páginas le parece sacrílego. La Iglesia no puede admitir que se hable de una santa como de una mujer.
Los nacionalistas de “L’Action Francaise” se han mostrado, en cambio, inclinados a adoptar esta “Jeanne d’Arc”, si Delteil consiente en la supresión de algunas frases irreverentes. Y tenemos así en Delteil en flirt con la extrema derecha orleanista, en el mismo momento en que el grupo suprarrealista, siguiendo la trayectoria lógica de su pensamiento y aceptando las últimas consecuencias de su protesta, se fusiona con el grupo clartista, bajo la bandera de la revolución.
Joseph Delteil se declara “casi” católico. Hasta hace poco teníamos derecho para considerarlo, además, casi suprarrealista. O sea casi revolucionario. Y aquí está el lado flaco de su personalidad y de su obra. Esta palabra que el mismo ha buscado para calificarse, sin comprometerse demasiado, explica y define todo Delteil. Presque casi. Su “Jeanne d’Arc”, que encierra tantas bellezas y define tantos aciertos, podría, tal vez, haber sido una obra maestra. Pero después de leerla, se siente que algo ha faltado en ella. También en su libro, Joseph Delteil se ha detenido en el casi.

José Carlos Mariátegui La Chira

El caso Pirandello

Lo que más me persuade del genio de Pirandello es la coincidencia del espíritu y de las proposiciones de su arte con la actitud intelectual y sentimental del mundo contemporáneo. Pirandello es un comprimido del mundo que saluda y admira en él a su primer dramaturgo. En la obra de Pirandello están todas las instituciones, todas las angustias, todas las sombras, todos los resplandores del “alma desencantada” de la civilización occidental. Y esto basta como prueba de su genialidad. El gran artista se caracteriza siempre por su aptitud espontánea para reflejar un estado de ánimo y de consciencia de la humanidad.
Pirandello pertenece a un mundo que, -como se ha dicho a propósito de la actual literatura francesa- anda “en busca de su yo perdido”. El escepticismo, el relativismo, el subjetivismo filosóficos de este mundo tiene, tal vez, en el arte de Pirandello su nota más exasperada y más patética. Y en Pirandello se encuentra los elementos esenciales de la filosofía y el arte de hoy. A tal punto que, incontestablemente, este escritor sexagenario y siciliano resulta, en verdad, mucho más moderno que el explosivo y futurista Marinetti y toda su escuela. Mientras el modernismo de Marinetti se contenta casi con descubrir, como motivos éticos, el automóvil, en transatlántico y el aeroplano, el modernismo de Pirandello consiste en su facultad de registrar las más íntimas corrientes y a las más profundas vibraciones de su época.
[Su relativismo] emparenta al arte de Pirandello con la filosofía de Vaihingher y la física de [Einstein. Su suprarrealismo -que en sus] obras no es una teoría ni una tendencia sino una inconsciente y magnífica realización- lo coloca [en el sector más nuevo de la literatura]. Y así, bajo otros diversos puntos de vista, su arte aparece naturalmente conectado con las más sustantivas expresiones del espíritu occidental contemporáneo.
Uno de los aspectos de Pirandello -que, sin duda, merece la atención de los estudios de psicología es, por ejemplo, el fondo freudista de su arte. En cuentos escritos con anterioridad a la lectura de Freud, el genial autor de “Ciascuno a suo modo” se complacía en extraer del oscuro juego de reacciones de la subconciencia los móviles y los impulsos de sus personajes. Las últimas obras de Pirandello –“Ciascuno a suo modo” verbi gratia- denuncian una influencia directa de Freud. Pero un freudismo intuitivo aparece en Pirandello en los cuentos que escribió mucho antes de devenir in literato célebre.
Y ya me refiero a sus cuentos quiero subrayas sus méritos de cuentista. Pirandello lo ha revelado al mundo su teatro. Pero, según el juicio de muchos autorizados críticos, es en sus cuentos donde Pirandello ha logrado sus más altas creaciones artísticas. “Más allá de las fronteras italianas -escribre Marziano Bernardi- el interés cada vez más vivo que suscita la obra de Pirandello, se dirige casi exclusivamente a su teatro. Yo desearía conocer el número de los que, entre los que en New York aplaudieron frenéticamente este año “Enrique IV” y “Seis personajes en busca de su autor” sabían que nuestro dramaturgo tiene en su activo, además de seis novelas y un volumen de crítica sobre el humorismo, alrededor de cuatrocientos cuentos escritos, y en parte publicados, desde 1890. Y es tal vez entre estos cuentos que conviene buscarlo que hay de mejor en el arte de Pirandello”.
No es de la misma opinión Adriano Tilgher, eminente crítico italiano que, como el mismo Bernardi lo remarca, “considera el paso de Pirandello del cuento y de la novela a la obra teatral como un progreso, por el hecho de que el autor ha conseguido asir en sus relaciones dramáticas motivos que, antes, yacían inertes en el conjunto de su obra artística”. Mas, de toda suerte, lo evidente es que en las novelas y cuentos de Pirandello no solo se halla, íntegramente, los más preciosos materiales de su teatro sino que se identifica, admirablemente realizadas, las ideas ejes de sus comedias. Se podría decir que Pirandello ha realizado muchas veces en el cuento lo que, más tarde, solo ha intentado en el teatro.
La edición completa de los cuentos de Pirandello ha sido emprendida hace más o menos tres años por la casa editorial R. Bemporad de Florencia. La serie dará veinticuatro tomos. (Pirandello la titula “Novelle per un anno”). He leído los cinco primeros. Y he sentido en ellos el mismo potente soplo, la misma onda inspiración que en “Vestire gil ignudi” o “Come prima, meglio de prima”, dos de las máximas obras teatrales de Pirandello. Como escribe en el estudio que ya he mencionado Marziano Bernardi, “nadie sabe como Pirandello, con tan magnífica limpidez, en diez líneas hace vivir a un hombre, en una página hacernos vivir una vida, en un solo cuento grabarnos en el espíritu su personalidad de artista imposible de confundir con ninguna otra”.
Ningún crítico habría acertado, sin embargo, hace diez años, a predecir [el] porvenir de éxito y de gloria que, a tan breve plazo, estaba reservado [al] novelista de “El difunto Matías Pascal”. En su hora, esta novela no pareció absolutamente destinada a preludiar la carrera de un literato genial. Eran aún los tiempos de la hegemonía del más chato naturalismo en la literatura europea y, por ende, también en la italiana. El argumento de la novela pirandelliana fue tachado de inverosímil. Tacha que, justamente, ha dado a Pirandello, después de largos años, la más gozosa de sus revanchas, la de publicar como apéndice [en] la última edición de su novela una “advertencia sobre los escrúpulos de la fantasía” al pie del cual copia un suelto de crónica del “Corriere della Sera” que da cuenta de un hecho absolutamente idéntico al que el gusto del público, extragado por los majares naturalistas, encontró inverosímil en “El difunto Matías Pascal”.
Pirandello, en este apéndice, se burla agudamente de los críticos literarios que “juzgando una novela, un cuento o una comedia condenan este o aquel personaje, esta o aquella presentación de hechos o de sentimientos, no en nombre del arte como sería justo, sino en nombre de un humanidad que parece que ellos conozcan a la perfección, como si realmente en abstracto existiese, fuera de la infinita variedad de hombres capaces de cometer todas las absurdidades que no tienen necesidad de parecer verosímiles porque son verdaderas”. Para ensañarse contra una crítica y un público indigestados de literatura pseudo-realista le sobra razón a este artista. El prejuicio de lo verosímil ha sido, por mucho tiempo, lo que más lo ha dañado en sus relaciones con el público.
Hoy es ya otra cosa. El público europeo ha perdido, poco a poco, el gusto del viejo naturalismo. Son todavía muchos los que reaccionan contra el arte de Pirandello. Pero no ya por lo inverosímil sino por lo inhumano o cerebral de sus personajes. Pirandello, como muy certeramente lo observa Homero M. Guglielmini- en el sustancioso ensayo “El teatro del disconformismo” publicado en la revista “Valoraciones de La Plata”- contraría, además, uno de los más arraigados hábitos del público: el de asistir en el teatro a un conflicto de caracteres y de tipos. “El arte del retrato, de la biografía, del tipo -escribe Guglielmini- ha sido sustituido ahora por un arte precisamente contrario promovido por el advenimiento de un sentido de la vida hasta hoy inédito. El lado variable e irreversible de las cosas, el aspecto fluyente de la vida -lo transitorio y concreto- cobran un relieve singular, bajo el cual queda inmersa aquella permanencia y perennidad gratas al pensar platónico”. El teatro de Pirandello niega el carácter. Niega su continuidad. Niega su coherencia. Pirandello, al revés de los dramaturgos pasados, nos presenta en sus piezas el no-carácter.
Ya no se dice que sus personajes son inverosímiles; pero sí que son personajes de excepción, sin humanidad. ¿De excepción? Bueno. Pero sin humanidad, no. En todo caso, explicando este aspecto de Pirandello con una paradoja, se podría decir que sus personajes son de una humanidad muy humana. Lo que sacude demasiado los nervios del expectador o del lector es lo exasperado, lo exacerbado de todas las cosas en Pirandello. Tampoco se acomoda la mentalidad del lector o del expectador al juego de Pirandello de oponer a la ficción de la realidad la realidad de la ficción.
Arte de una decadencia, arte de una disolución; pero arte vigoroso y original, el de Pirandello es, en el cuadro de la literatura contemporánea, el que más debate merece. Es la traducción artística más fiel y más potente del drama del “alma desencantada”.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La realidad y la ficción

La fantasía recupera sus fueros y sus posiciones en la literatura occidental. Oscar Wilde resulta un maestro de la estética contemporánea. Su actual magisterio no depende de su obra ni de su vida sino de su concepción de las cosas y del arte. Vivimos en una época propicia a sus paradojas. Wilde afirmaba que la bruma de Londres había sido inventada por la pintura. No es cierto, decía, que el arte copie a la Naturaleza. Es la Naturaleza que copia al arte. Massimo Bontempelli, en nuestros días, extrema esta tesis. Según una bizarra teoría Bontempelliana, sacada de una meditación de verano en una aldea de montaña, la tierra en su primera edad era casi exclusivamente mineral. No existían sino el hombre y la piedra. El hombre se alimentaba de sustancias minerales. Pero su imaginación descubrió los otros dos reinos de la naturaleza. Los árboles, los animales fueron imaginados por los artistas. Seres y plantas, después de haber existido idealmente en el arte, empezaron a existir realmente en la naturaleza. Amueblado así el planeta, la imaginación del hombre creó nuevas cosas. Aparecieron las máquinas. Nació la civilización mecánica. La tierra fue electrificada y mecanizada. Mas, después de que el maquinismo hubo alcanzado su plenitud, el proceso se repitió a la inversa. Minerales, vegetales, máquinas, etc. fueron reabsorbidos por la naturaleza. La tierra se petrificó, se mineralizó gradualmente, hasta volver a su primitivo estado. Esta evolución se ha cumplido muchas veces. Hoy en el mundo está una vez más en su periodo de mecánica y maquinismo.
Bontempelli es uno de los literatos más en boga de la Italia contemporánea. Hace algunos años, cuando en la literatura dominaba el verismo, su libro habría tenido una suerte distinta. Bontempelli, que en sus comienzos fue más o menos clasicista, no los habría escrito. Hoy es un pirandelliano; ayer habría sido un d’annunziano.
¿Un d’annunziano? ¿Pero en D’Annunzio no encontramos también más ficción que realismo? La fantasía de D’Annunzio está más en lo externo que en lo interno de sus obras. D’Annunzio vestía fantástica, bizantinamente sus novelas; pero el esqueleto de estas no se diferenciaba mucho de las novelas naturalistas. D’Annunzio trataba de ser aristocrático; pero no se atrevía a ser inverosímil. Pirandello en cambio, en una novela desnuda de decorado, sencilla de forma, como “El difunto Matías”, presentó en caso que la crítica tachó en seguida de extraordinario e inverosímil, pero que, años después, la vida reprodujo fielmente.
El realismo nos alejaba en la literatura de la realidad. La experiencia realista no nos ha servido sino para demostrarnos que sólo podemos encontrar la realidad por los caminos de la fantasía. Y esto ha producido el suprarrealismo que no es sólo una escuela o un movimiento de la literatura francesa sino una tendencia, una vía de la literatura mundial. Suprarrealista es el italiano Pirandello. Suprarrealista es el norte-americano Waldo Frank. Suprarrealista es el rumano Panait Istrati. Suprarrealista es el ruso Boris Pilniak. Nada importa que trabajen fuera y lejos del manípulo suprarrealista que acaudillan en París Aragón, Bretón, Elouard y Soupault.
Pero la ficción no es libre. Más que a descubrirnos lo maravilloso parece destinada a revelarnos lo real. La fantasía, cuando no nos acerca a la realidad, nos sirve bien poco. Los filósofos se valen de conceptos falsos para arribar a la verdad. Los literatos usan la ficción con el mismo objeto. La fantasía no tiene valor sino cuando crea algo real. Esta es su limitación. Este es su drama.
La muerte del viejo realismo no ha perjudicado absolutamente el conocimiento de la realidad. Por el contrario, lo ha facilitado. Nos ha liberado de dogmas y de prejuicios que lo estrechaban. En lo inverosímil hay a veces más verdad, más humanidad que en lo verosímil. En el abismo del alma humana cala más hondo una farsa inverosímil de Pirandello que una comedia verosímil del señor Capus. Y “El estupendo cornudo” del genial Fernando Crommelynk vale, ciertamente, más que todo el mediocre teatro francés de adulterios y divorcios a que pertenecen “El adversario” y “Ña Falena”.
El prejuicio de lo verosímil aparece hoy como uno de los que más ha estorbado al arte. Los artistas de espíritu más moderno se revelan violentamente contra él. “La vida -escribe Pirandello- para todas las descaradas absurdidades, pequeñas y grandes, de que está beatamente llena, tiene el inestimable privilegio de poder prescindir de aquella verosimilitud a la cual el arte se ve obligado a obedecer. Las absurdidades de la vida tienen necesidad de parecer verosímiles porque son verdaderas. Al contrario de las del arte que para parecer verdaderas tienen necesidad de ser verosímiles”.
Liberados de esta traba, los artistas pueden lanzarse a la conquista de nuevos horizontes. Se escribe, en nuestros días, obras que, sin esta libertad, no serían posibles. La “Jeanne d’Arc” de Joseph Delteil, por ejemplo. En esta novela, Delteil nos presenta a la doncella de Domremy dialogando, ingenua y naturalmente, como con dos muchachas de la campiña, con Santa Catalina y Santa Margarita. El milagro es narrado con la misma sencillez, con el mismo candor que en la fábula de los niños. Lo inverosímil de esta novela, no pretende ser verosímil Y es, así, admitiendo el milagro, esto es lo maravilloso, como nos aproximamos más a la verdad sobre la Doncella. El libro de Joseph nos ofrece una imagen más verídica y viviente de Juana de Arco que el libro de Anatole France.
De este nuevo concepto de lo real extrae la literatura moderna una de sus mejores energías. Lo que la anarquiza no es la fantasía en si misma. Es esa exasperación del individuo y del subjetivismo que constituye uno de los síntomas de la crisis de la civilización occidental. La raíz de su mal no hay que buscarlo en su exceso de ficciones sino en la falta de una gran ficción que pueda ser su mito y su estrella.

José Carlos Mariátegui La Chira

Carta de Waldo Frank, 5/1926

Mayo de 1926
Sr. Don José Carlos Mariátegui
Lima, Perú.
My friend:
Señor Llanos has sent me the review containing your splendid and generous article on —I will not say my work— but on my intentions, at least. I do not know how to thank you for this tribute. I have already read work of yours in various periodicals; and my respect for you makes me the more humble before this gracious salute from South America. I cannot feel, that I have altogether failed, when this kind of thing is given me. Life here in “Yanquilandia” is very very hard for the artist, for the man who deliberately sets himself against the most stupendously successful materialistic movement in all history. But life is not hopeless. Such words as yours are the Manna which enable me to survive in what I often, when I am weary and disheartened, feel to be the Desert of our age. Thank... Deeply, deeply, my thanks...
yours
Waldo Frank
PS Would it be possible for me to have two more copies of this article?

Frank, Waldo

Volviendo a Matusalen de Bernard Shaw.

Esta obra de Bernard Shaw traduce el alma fáustica de la civilización occidental. Es una obra que sabiamente filtra emociones y pensamientos peculiares de nuestro tiempo. “Volviendo a Matusalen” tiene un íntimo parentesco con la experiencia de Voronof. Sólo que entre la idea de “Volviendo a Matusalen” y el injerto de la glándula de mono existe, naturalmente, la distancia que separa a una concepción metafísica de una receta médica. Bernard Shaw nos propone la inmortalización; Voronof se conforma con la longevidad. Bernard Shaw cree que la prolongación de la vida se puede arribar mediante el trabajo de la voluntad y el pensamiento; Voronof nos dice que basta un artificio quirúrgico. Entre el pensamiento del dramaturgo y el procedimiento del cirujano hay una diferencia de categoría. Pero uno y otro expresan el mismo estado de alma.
Nunca la humanidad se mostró tan desesperadamente aferrada a la vida. El poema de Goethe simboliza todo el drama de a civilización occidental. El hombre moderno sufre un desesperado afán de conocer el pasado de prever el porvenir. La lúcida definición de este aspecto de la época constituye acaso el acierto esencial del libro de Spengler.
El problema de la vida domina la especulación filosófica y artística de la época. El relativismo contemporáneo parece destinado a revelarnos, entre otras relatividades, la relatividad de la muerte. El propio escepticismo, para ser absoluto, empieza a adoptar ante la ilusión de la muerte la misma actitud que ante las ilusiones de la vida. Pirandello, que no reconoce más realidad que la del espíritu, de la imaginación, no cree que los muertos estén efectivamente muertos. Para él no son sino simples desilusionados. Los que mueren, según el extraordinario dramaturgo de “Ciascuno a suo modo”, no son aquellos que dejamos, bajo tierra en el cementerio; somos, más bien, nosotros. Porque mientras ellos no mueren en nosotros, -que guardamos, en nuestra imagen del difunto amado u odiado, una parte de su realidad- nosotros morimos en ellos. I por consiguiente es el caso de preguntarse: ¿quiénes mueren?
Esto les parecerá a muchos puro humorismo metafórico. Pero sólo podemos negarnos a tomar en serio esta tesis de Pirandello por humorista; no por metafísica. Lo metafísico ha recuperado su antiguo rol en el mundo después del fracaso de la experiencia positivista. Todos sabemos que el propio positivismo cuando ahondó su especulación se tornó metafísico.
Tenemos hoy como consecuencia de esta reacción, una metapsíquica. Pero Bernard Shaw piensa que más falta nos hace una metabiología. “Volviendo a Matusalen” es una alegoría “metabiológica”. La biología es la ciencia que más apasiona hoy a los artistas y a los filósofos. I Bernard Shaw, que querría ser el iconógrafo de la religión de su tiempo, piensa que “toda religión debe ser primero y fundamentalmente una ciencia de metabiología”. Esto le parece indiscutible pues “ha visto el fetichismo de la Biblia, después de mantenerse en pie bajo las baterías nacionalistas de Hume, Voltaire, etc., derrumbarse ante la embestida de evolucionistas de mucho menos fuste, solamente porque la desacreditaron como documento biológico; así, que desde ese momento perdió todo su prestigio y la cristiandad literaria quedó sin fe”.
En la primera jornada o el primer episodio de su drama, Bernard Shaw nos ofrece una nueva interpretación de la leyenda del Edén. Adán y Eva sacrifican la inmortalidad por la creación. Su inmortalidad se sentía, además de estéril, incierta. La voluntad de crear los conduce al pecado. El pecado a la muerte. Pero a este precio adquieren el poder de crear. El poder de renovarse perennemente en muchos Adanes y muchas Evas. “Adán y Eva, -explica Franklin Barnabás en la segunda jornada del drama- se hallaron colocados entre dos terribles posibilidades. La una era la extinción del género humano por su muerte accidental. La otra era la posibilidad de vivir siempre. No pudieron aguantar ni una ni otra. Entonces decidieron que viviría una corta tanda de mil años, y durante ese tiempo dirigirían sus esfuerzos hacia la creación de una nueva pareja. Por consiguiente tuvieron que inventar el nacimiento natural y la muerte natural, que no son, después de todo, sino modos de perpetuar la vida sin imponer a ninguna criatura la terrible carga de la inmortalidad”.
¿Por qué parte Bernard Shaw del Génesis? “Volviendo a Matusalen” pretende ser el comienzo de una nueva Biblia. En el prólogo -que como ocurre en “Santa Juana” es más brillante que el drama- Bernard Shaw hace justicia sumaria del darwinismo. No condena a Darwin mismo sino a los darwinistas. El darwinismo -y de esto Darwin no es responsable- engendró un oportunismo, un materialismo que rebajó inverosímilmente los sueños y los ideales humanos. Shaw dennuncia con ironía colérica las consecuencias de la voluntaria abdicación del hombre de su esencia divina. La leyenda del Edén es para él un documento científico mucho más respetable que el “Origen de las Especies”. “El libro del Génesis -afirma Franklin Barnabas- es una parte de la Naturaleza como cualquier otra parte de la Naturaleza. El hecho de que el cuento del jardín del Edén ha pervivido y mantenido tensa la imaginación de los hombres durante siglos, mientras que centenares de historias mucho más inverosímiles y divertidas han pasado de moda y desaparecieron como las coplas populares del año pasado, es un hecho científico, y la Ciencia está obligada a explicarlo me dice Ud. que la ciencia no sabe nada de él. Entonces la ciencia es más ignorante que los niños de cualquier escuela de aldea”.
El segundo episodio pasa en nuestros días. Es en cierta forma el episodio de la post-guerra. Los hermanos Conrado y Franklin Barnabás exponen a dos políticos británicos, que el lector identifica inmediatamente, su teoría de que es necesario prolongar la vida humana hasta trescientos años. “No existe ya -dice Conrado- la más mínima duda de que lo problemas políticos y sociales originados por nuestra civilización, no pueden ser resueltos por seres efímeros que decaen y mueren en el preciso momento que empiezan a vislumbrar algunos destellos de la sabiduría y el conocimiento necesario para su propio gobierno”. Para que el milagro se opere no es preciso sino que es espíritu humano lo conciba primero y lo quiera después.
Los tres actos siguientes de “Volviendo a Matusalen” son una bizarra fantasía futurista. Nos transportan al mundo de las utopías de Wells. En el primero, “la cosa sucede”, Bernard Shaw nos presenta los dos especímenes inaugurales de longevidad tricentenaria. La utopía no ha tardado mucho en realizarse; se ha cumplido en dos conocidos nuestros, la camarera de Conrado y el novio de la hija de Franklin.
En el siguiente, el experimento alcanza todo su desarrollo. Hacia el año 3000 de nuestra era, Irlanda está habitada por una raza de hombres que viven trescientos años. La humanidad ha adquirido, en estos hombres, una sabiduría y una potencia superiores. Pero en el resto del planeta subsisten todavía hombres de vida corta. El contraste entre una y otra parte del género humanos brinda una gorda ocasión al humor de Shaw. Mas Shaw no la aprovecha sino medianamente.
En el último acto la obra culmina. Las nacionalidades han terminado. No hay sino una raza humana. El hombre ha vuelto a Matusalen. Pero, intelectual y espiritualmente, nada recuerda en él al hombre bíblico. Hasta fisiológicamente no es ya el mismo. La fatiga, el dolor, han sido vencidos. La humanidad es ovípara. La serpiente en la escena final, dice: “Estoy justificada. Pero yo escogí la sapiencia y el conocimiento del bien y el mal y ahora ya no hay mal y la sapiencia y el bien son una sola cosa”. Mas la evolución humana no ha acabado. Lilith, de quien nacieron Adán y Eva, lo constata en estas palabras: “Después de haber alcanzado millones de metas, están afanándose por llegar a la meta de la redención de la carne; al vórtice liberado de la materia al torbellino dentro de la pura fuerza. I, a pesar de que todo lo que han hecho no parece sino la primera hora de la obra infinita de la Creación, no quiero suprimirlos hasta que hayan pasado el último vado ese último río que corre entre la carne y el espíritu y liberado de su vida de la materia que siempre la ha burlado”.
Bernard Shaw adopta hasta cierto punto el concepto apengleriano de la historia. El progreso humano, en su utopía, no sigue una línea única y constante. Las culturas se suceden; las hegemonías se reemplazan. En el año 3000 la capital del Imperio Británico es Bagdad. De Londres no quedan ni si quiera ruinas. Pero, al margen o por encima de este accidentado proceso, la formación de un nuevo tipo humano ha seguido su curso.
I Shaw enmienda y completa, con una rectificación profunda, el esquema en que Spengler pretende encerrar la trayectoria de las culturas. El socialismo aparece siempre en la decadencia, en el Untergang. Pero no es un síntoma de la decadencia misma; es la última y única esperanza de salvación. Una cultura cuando naufraga, ha arribado a un punto en que el socialismo compendia todos sus recursos vitales. No le ha quedado sino aceptar el socialismo o aceptar la quiebra. El socialismo no es responsable que los hombres no sean entonces capaces de entender este dilema.
José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

James Joyce

El caso Joyce se presenta con la misma repentina y urgente resonancia del caso Proust o del caso Pirandello. James Joyce nació hace cuarenticuatro años. Pero hasta hace pocos años su existencia no había logrado aún revelarse a Europa. Su descomunal novela “Ulysses”, perseguida en Inglaterra por un puritanismo inquisitorial, apareció en París en 1922. El manuscrito de “Dedalus” está fechado en Trieste en 1914. Joyce vivía en ese tiempo en Trieste como profesor de lenguas extranjeras. De Trieste escribía al escritor italiano Carlos Linati sobre su “Ulysses” antes de conseguir verlo impreso: “Es la epopeya de dos razas (Israel-Irlanda) y, al mismo tiempo, el ciclo del cuerpo humano, y también la pequeña historia de una jornada... Hace siete años que trabajo en este libro! Es igualmente una obra de enciclopedia. Mi intención es interpretar el mito sub especie temporis nostri permitiendo que cada aventura (esto es cada hora, cada órgano, cada arte conexa y consustanciada con el esquema del todo) cree su propia técnica. Ningún impreso inglés ha querido imprimir una palabra de esta obra. En Norte América, la revista que la ha publicado ha sido suprimida cuatro veces. Ahora se prepara un gran movimiento contra su publicación por parte de puritanos, imperialistas e ingleses, republicanos, irlandeses y católicos. ¡Qué alianza!”
La divulgación de Joyce en el mundo latino empezó hace dos años en la traducción francesa de “Dedalus” (Editions de la Sirene. París) y la traducción italiana de “Exiles” (Ed. Convengo. Milán). Pero la notoriedad de su nombre era ya extensa. Esta notoriedad se alimentaba, ante todo, del escándalo suscitado por “Ulysses”. Y, en segundo lugar, del estrépito con que descubrían a Joyce algunos críticos cosmopolitas, pescadores afortunados de novedades extranjeras. Valery Larbaud, uno de estos críticos, decía: “Mi admiración por Joyce es tal que yo no temo afirmar que si de todos los contemporáneos uno solo debe pasar a la posteridad, será Joyce”.
He aquí que hoy llega Joyce al español con menos retardo de que España nos tiene habituados a sufrir en la traducción de los libros contemporáneos. Y está bien entrar en James Joyce por el laberinto de “Dedalus”. “Dedalus” es la mejor introducción posible en “Ulysses”. Ahí está ya, sin dunda, -aunque larvada todavía,- la técnica del artista. No aparece aún el “monólogo interior”, con su complicado caos de imágenes, palabras, símbolos, sin puntos ni pausas. Pero en “Dedalus” el, artista, en el fondo, monologa únicamente. No se comenta; se retrata. La sola imagen que encontramos en la novela es, verdaderamente, la suya. Las demás imágenes no hacen sino reflejarse en ella como para contrastar su existencia y, sobre todo, su desplazamiento. Valery Larbaud escribe, apologéticamente, que “Dedalus” es un gran libro y Joyce “toda la literatura inglesa en este momento”. Y, con entusiasmo exaltado, agrega: “En verdad, Yeats no será considerado mañana sino como la más grande figura del Renacimiento irlandés antes de Joyce. “Dedalus” es de la estirpe de “L’Educatión sentimentale” y de la trilogía de Valles. Es la historia del esfuerzo del espíritu por superarse, por superar su medio social, su educación y aún su nacionalidad. Y es por esto que, siendo profundamente irlandés, Joyce es también un gran europeo Él es comparable a los santos intelectuales de la antigua Irlanda que ha jugado un rol tan grande en la cristiandad.”
Joyce, en esta novela, nos conduce por los intrincados caminos de su adolescencia. Uno de los más logrados intentos del libro me parece el de enseñarnos las estaciones y las jornadas de esta dolescencia reviviéndolas, con su música íntima, con su armonía subjetiva, en toda su virginidad, sin que se sienta el viaje. El artista nos descubre su pasado como nos descubriría su presente. No se mezcla a los acontecimientos ningún elemento que delate que lo actual en el relato ha dejado de ser actual en la vida. Ningún elemento de crítica o de opinión con sabor retrospectivo. Las impresiones de la adolescencia de Stephen Dedalus conservan intacta su inocencia.
Stephen Dedalus estudia en un colegio de Jesuitas. Y la novela no deforma ni al estudiante ni al colegio ni a los jesuitas. Todas las cosas, todos los tipos nos son presentados con candor. El artista no los juzga. Stephen Dedalus, buscándose a sí mismo, conoce el pecado y el arrepentimiento, conoce la fe y la duda. Pero, finalmente, las supera. En su peregrinación descubre el arte. El arte no es aún una meta, sino sólo una evasión.
Joyce nos da una versión, única acaso en la literatura, de la crisis de conciencia de un adolescente, con su espíritu religioso y sensibilidad acendrada en un colegio católico. El capítulo en que su adolescencia, con el sabor del pecado carnal en los labios íntimos, pasa por la prueba de unos “ejercicios espirituales”, es un capítulo maravilloso. Joyce da la impresión de conducirnos con lentitud por este atormentado y proceloso episodio. Los hechos transcurren con una morosidad deliberada. Las pláticas del “retiro” están puntualmente y minuciosamente repetidas. Y sin que falte ni una palabra, ni un gesto del predicador. Y, sin embargo, no hay nada demás en el relato. Como lo observa el distinguido crítico español Antonio de Maricharlar, este episodio que fluye en el mismo tiempo que ocuparía en la realidad, “conserva su misma naturaleza”.
Y no todo es lentitud y minucia en “Dedalus”. Las últimas jornadas del viaje están servidas en comprimidos. Las cosas pasan a prisa. Joyce reproduce las notas de un diario que no aprehende sino su esencia. He aquí una muestra de su procedimiento: “22 de marzo. En compañía de Lynch, seguido de una enfermera voluminosa. Iniciativa de Lynch. Abomino esto. Dos flacos lebreles famélicos detrás de una ternera”.
Y dejamos así a Joyce en la estación en que, evadiéndose de su adolescencia, como de un laberinto, se embarca en el tren de las aventuras. Es un viaje sin itinerario, lo aguardaba en Trieste, antesala de su celebridad, un oscuro pupitre de profesor de idiomas extranjeros.

José Carlos Mariátegui La Chira

"Dedalus" o la adolescencia de James Joyce

"Dedalus" o la adolescencia de James Joyce

Ya tenemos en español una parte de James Joyce. No solo una parte de su obra, que no es muy voluminosa, sino una parte de su vida. Una parte del propio James Joyce. Porque “Dedalus”, esta novela que acaba de traducir al español la Biblioteca Nueva, es un “retrato del artista de joven”. “A Portrait of the Artist a Young Man”.

El caso Joyce se presenta con la misma repentina y urgente resonancia del caso Proust o del caso Pirandello. James Joyce nació hace cuarenticuatro años. Pero hasta hace pocos años su existencia no había logrado aún revelarse a Europa. Su descomunal novela “Ulysses”, perseguida en Inglaterra por un puritanismo inquisitorial, apareció en París en 1922. El manuscrito de “Dedalus” está fechado en Trieste en 1914. Joyce vivía en ese tiempo en Trieste como profesor de lenguas extranjeras. De Trieste escribía al escritor italiano Carlos Linati sobre su “Ulysses”, antes de conseguir verlo impreso: “Es la epopeya de dos razas (Israel-Irlanda) y, al mismo tiempo, el ciclo del cuerpo humano, y también la pequeña historia de una jornada... . Hace siete años que trabajo en este libro! Es igualmente una obra de enciclopedia. Mi intención es interpretar el mito sub specie temporis nostri permitiendo que cada aventura (esto es cada hora, cada órgano, cada arte conexa y consustanciada con el esquema del todo) cree su propia técnica. Ningún impresor inglés ha querido imprimir una palabra de esta obra. En Norteamérica, la revista que la ha publicado ha sido suprimida cuatro veces. Ahora se prepara un gran movimiento contra su publicación de parte de puritanos, imperialistas ingleses, republicanos, irlandeses y católicos. ¡Qué alianza!”

La divulgación de Joyce en el mundo latino empezó hace dos años con la traducción francesa de “Dedalus” (Editions de la Sirene. París) y la traducción italiana de “Exiles” (Ed. Convegno. Milán). Pero la notoriedad de su nombre era ya extensa. Esta notoriedad se alimentaba, ante todo, del escándalo suscitado por “Ulysses”. Y, en segundo lugar, del estrépito con que descubrían a Joyce algunos críticos cosmopolitas, pescadores afortunados de novedades extranjeras. Valery Larbaud, uno de estos críticos, decía: “Mi admiración por Joyce es tal que yo no temo afirmar que si de todos los contemporáneos uno solo debe pasar a la posteridad, será Joyce”.

He aquí que hoy llega Joyce al español con menos retardo del que España nos tiene habituados a sufrir en la traducción de los libros contemporáneos. Y está bien entrar en James Joyce por el laberinto de “Dedalus”. “Dedalus” es la mejor introducción posible en “Ulysses”. Ahí está ya, sin duda, —aunque larvada todavía,— la técnica del artista. No aparece aún el “monólogo interior”, con su complicado caos de imágenes, palabras, símbolos, sin puntos ni pausas. Pero en “Dedalus” el artista, en el fondo, monologa únicamente. No se comenta; se retrata. La sola imagen que encontramos en la novela es, verdaderamente, la suya. Las demás imágenes no hacen sino reflejarse en ella como para contrastar su existencia y, sobre todo, su desplazamiento. Valery Larbaud escribe, apologéticamente, que “Dedalus” es un gran libro y Joyce “toda la literatura inglesa en este momento”. Y, con entusiasmo exaltado, agrega: “En verdad, Yeats no será considerado mañana sino como la más grande figura del Renacimiento Irlandés antes de Joyce. “Dedalus” es de la estirpe de “L, Education sentimentale” y de la trilogía de Vallés. Es la historia del esfuerzo del espíritu por superarse, por superar su medio social, su educación y aún su nacionalidad. Y es por esto que, siendo profundamente irlandés, Joyce es también un gran europeo. El es comparable a los santos intelectuales de la antigua Irlanda que han jugado un rol tan grande en la cristiandad”.

Joyce, en esta novela, nos conduce por los intrincados caminos de su adolescencia. Uno de los más logrados intentos del libro me parece el de enseñarnos las estaciones y las jornadas de esta adolescencia reviviéndolas, con su música íntima, con su armonía subjetiva, en toda su virginidad, sin que se sienta el viaje. El artista nos descubre su pasado como nos descubriría su presente. No se mezcla a los acontecimientos ningún elemento que delate que lo actual en el relato ha dejado de ser actual en la vida. Ningún elemento de crítica o de opinión con sabor retrospectivo. Las impresiones de la adolescencia de Stephen Dedali conservan intacta su inocencia.

Stephen Dedalus estudia en un colegio de Jesuitas. Y la novela no deforma ni al estudiante ni al colegio ni a los jesuitas. Todas las cosas, todos los tipos nos son presentados con candor. El artista no los juzga. Stephen Dedalus, buscándose a sí mismo, conoce el pecado y el arrepentimiento, conoce la fe y la duda. Pero, finalmente, las supera. En su peregrinación descubre el arte. El arte, que no es aún una meta, sino sólo una evasión.

Joyce nos da una versión, única acaso en la literatura, de las crisis de conciencia de un adolescente, con espíritu religioso y sensibilidad acendrada en un colegio católico. El capítulo en que su adolescencia, con el sabor del pecado carnal en los labios tímidos, pasa por la prueba de unos “ejercicios espirituales”, es un capítulo maravilloso. Joyce da la impresión de conducirnos con lentitud por este atormentado y proceloso episodio. Los hechos transcurren con una morosidad deliberada. Las pláticas del “retiro” están puntualmente y minuciosamente repetidas. Y sin que falte ni una palabra, ni un gesto del predicador. Y, sin embargo, no hay nada demás en el relato. Como lo observa el distinguido crítico español Antonio de Marichalar este episodio, que fluye en el mismo tiempo que ocuparía en la realidad, "conserva su misma naturaleza".

Y no todo es lentitud ni minucia en “Dedalus”. Las últimas jornadas del viaje están servidas en comprimidos. Las cosas pasan a prisa. Joyce reproduce las notas de un diario que no aprehende sino su esencia. He aquí una muestra de su procedimiento: “22 de marzo. En compañía de Lynch, seguido una enfermera voluminosa. Iniciativa de Lynch. Abomino esto. Dos flacos lebreles famélicos detrás de una ternera".

Y dejamos así a Joyce en la estación en que, evadiéndose de su adolescencia, como de un laberinto, se embarca en el tren de la aventura. En su viaje sin itinerario, lo aguardaba en Trieste, antesala de su celebridad, un oscuro pupitre de profesor de idiomas extranjeros.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Carta de Luis Jiménez de Asúa, 12/6/1926

Madrid, 12 de junio de 1926
Señor Dr. José Carlos Mariátegui
Mi muy querido amigo:
He recibido y le leído con el mayor interés su libro La Escena Contemporánea en el que recopila U. artículos del más vivo interés.
Gracias mil por el generoso envío de su gran amigo.
Luis Jiménez de Asúa

Jiménez de Asúa, Luis

"El juego del amor y de la muerte" de Romain Rolland

La última obra de Romain Rolland es una obra de teatro. El autor de las “Tragedias de la fe” figura habitualmente en el elenco de autores del teatro francés. Pocos, sin embargo, han realizado un esfuerzo tan elevado por renovar y animar este teatro. Pocos contribuyeron tan noblemente a realzar, fuera de Francia, su -asaz- gastado prestigio. No son por cierto los nombres de Bataille, Capus, Bernstein, etc. los que en nuestro tiempo pueden representar el arte dramático de Francia. Son en todo caso los nombres de Rolland, Claudel y Crommelynk.
Romain Rolland participó hace más de veinticuatro años en un hermoso experimento de creación del “teatro del pueblo”, realizado bajo los auspicios de “La Reveu d’Art dramatique” por un grupo de escritores jóvenes. Este grupo dirigió un llamamiento “a todos aquellos que se hacen del arte un ideal humano y de la vida un ideal fraternal, a todos aquellos que no quieren separar el sueño de la acción, lo verdadero de lo bello, el pueblo de la élite”. “No se trata -continuaba el manifiesto- de una tentativa literaria. Es una cuestión de vida o muerte para el arte y para el pueblo. Pues si el arte no se abre al pueblo está condenado a desaparecer; y si el pueblo no encuentra el camino del arte, la humanidad abdica sus destinos”.
Este experimento de renovación del teatro, que se alimentaba del mismo idealismo social del cual brotaron las universidades populares, no encontró en París un clima propicio para su desarrollo. No pudo, pues, prosperar. Pero de él quedó una obra: la de Romain Rolland.
En la formación de un teatro nuevo Romain Rolland había visto ideal digno de su esfuerzo artístico. Acaso desde que, intacto todavía su candor de estudiante de provincia, sufrió su primer contacto con el teatro parisién, empezó a incubarse en su espíritu este propósito. La impresión de este contacto no pudo ser más ingrata. “Recuerdo -escribe Romain Rolland con su cristalina sinceridad- la indignación y el desprecio que sentí cuando, al venir a París por primera vez, descubrí el arte de los boulevards parisienses. Me ha pasado la indignación, pero el desprecio me ha quedado.”
Mas esta repulsa en Romain Rolland tenía que ser fecunda. Sus pasiones, sus impulsos se resuelven siempre en amor, en creación. Tal vez porque el teatro fue lo primero que repudió de París, fue también lo primero que ganó sus potencias de artista. Puede decirse que Romain Rolland debutó en la literatura como dramaturgo. “Saint Louis”, drama “de la exaltación religiosa” (1897) y “Aert”, drama “de la exaltación nacional” (1898), esto es sus dos primeras tragedias de la fe, lo revelaron a un público que, en su mayoría, no era aún capaz de desertar de las salas de la comedia burguesa. Vinieron, después, “Les Loups” que, olvidado quizá en París, yo he visto representar en Berlín hace tres años y “Le Triomphe de la Raison” que completa el tríptico de las tragedias de la fe.
En un volumen, “El teatro de la Revolución”, ha reunido Romain Rolland tres dramas de la epopeya revolucionaria del pueblo francés. (“Le 14 Juillet”, “Danton” y “Les Loups”) Estos dramas, concebidos como piezas de un políptico de la revolución francesa, tienen ahora su continuación en “Le Jeu de l’Amour et de la Mort”. Otros trabajos han solicitado en el tiempo transcurrido desde el experimento del teatro del pueblo la energía y el esfuerzo de Romain Rolland. Sus obras de este tiempo, “Juan Cristobal”, “Colas Breugnon” “El Alma Encantada”, le han conquistado la gloria literaria que cien pueblos han consagrado plebiscitariamente. Pero no lo han distraído de la vieja y cara idea del políptico dramático. Su espíritu ha trabajado silenciosamente en esta concepción.
“El juego del Amor y de la Muerte” es un capítulo del teatro de la revolución. El espíritu es el mismo, mas el acento ha cambiado. El artista, el pensador en los veinticinco años que nos separan aproximadamente de los primeros dramas, toda su plenitud. Nos sentimos en una nueva estación, en una nueva jornada del viaje de Romain Rolland. La tormenta de la juventud se ha calmado. Los ojos del artista aprehenden serena y lúcidamente los contornos de la realidad. Esta integralidad se propone purificar y acrisolar la fe. Pero es quizá superior a la resistencia de los espíritus propensos a la duda. Romain Rolland nos da en este drama su más intensa lección de estoicismo.
El protagonista del drama, Jerome de Courvoisier, como nos advierte Rolland, “evoca por su nombre y por su carácter el martirio del último de los enciclopedistas y del genial Lavoisier. Pero la imagen dominante es aquí la del hombre de frente de vencedor y boca de vencido, Cordorcet, el volcán bajo la nieve como decía de él D’Alembert”. Fugitivo, acosado se asila en la casa de Courvoisier, Vallée, el girondino cuya cabeza ha puesto precio la convención. Vallée ama a la mujer de Courvoisier y es amado por ella. No busca un asilo en su casa, viene a confesar su amor. Es el proscrito perseguido, rechazado por todos sus amigos que, sabiendose perdido, regresa de la Gironda a París, portando a través de toda la Francia su cabeza puesta a precio para que antes de caer besase la boca de la amada”. Courvoisier, que se ha tornado sospechoso a la convención, vuelve de la sesión que ha votado la muerte de Danton. En su casa encuentra a Vallée denunciado ya al comité de salud pública. Y, descubierto el amor del proscrito y de su mujer, resuelve sin vacilar su sacrificio. Un esbirro del comité de salud pública halla en su escritorio un manuscrito que lo compromete irremesiblemente. Carnot, su amigo, acude a salvarlo. Le reclama el sacrificio de sus ideas a la revolución. Pero el filósofo rehusa: ha decidido el sacrificio de su vida, no el de sus ideas. Carnot le entrega entonces dos pasaportes para que antes de que la policía venga a aprehenderlo salga de París. Courvoisier da los pasaportes a Vallée y a su mujer. Pero Sofía de Courvoisier es también un alma heroica. Obliga a Vallée a la fuga. Y destruye su pasaporte para seguir la suerte de su marido. Courvoisier ha renunciado por ella a su vida. Ella renuncia por él a su amor. “¿Para qué nos ha sido dada la vida? -exclama Sofía cuando los pasos de los soldados suenan ya en la antesala. “Para vencerla” -respone Courvoisier”.
En esta respuesta, que habíamos encontrado ya en “L’Ame Enchantée”, en esta estoica respuesta a la eterna interrogación, está toda la filosofía de la obra. Pero no toda la filosofía de Romain Rolland. Todo Romain Rolland no se entrega nunca en un libro, en una actitud, en una creación. En este hombre se realiza la Unidad. Es todos los principios de la vida. Es, como dice Waldo Frank, “un hombre integral en una época de caos”.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

El "Dizionario dell'omo salvatico" de Papini y Giulotti

El "Dizionario dell'omo salvatico" de Papini y Giulotti

En este libro polémico, agresivo -cuyo primer volumen acaba de ser traducido al español-Giovanni Papini continúa su batalla católica. Colabora con Papini en este trabajo, un escritor toscano, Domenico Giulotti, que, en un libro lleno de pasión y ardimiento, “La Hora de Barrabás”, asumió hace tres años la mística actitud de cruzado tomada por el autor de “La Historia de Cristo”.
El “Diccionario del Hombre Selvático” no es un libro de apologética. Es, más bien, un libro de ataque. Según las palabras del prefacio, mueve a los autores “la esperanza de hacer reflexionar a aquellas almas desviadas pero no perdidas, ofuscadas pero no cegadas, lejanas pero no podridas, sobre las cuales pesan los fuliginosos vapores de cinco siglos de pestilencias espirituales”. Este “diccionario” es absolutamente un documento de la época. No tiene ninguna afinidad de espíritu ni de género con los “diccionarios” de Bayle, de Voltaire ni de Flaubert. La única obra con la cual su parentesco espiritual resulta evidente, es la “Exegese des Lieux Comuns” de León Bloy. El bizarro, brillante y violento León Bloy revive en Papini y Giulotti. Como el de León Bloy, el catolicismo de Papini y Giulotti es un catolicismo beligerante, combatiente, colérico.

Papini y Giulotti repudian y condenan en bloque la modernidad. El espíritu moderno cuyos primeros elementos aparecen con el Renacimiento, se presenta hoy como causa y efecto a la vez de esta civilización industrialista y materialista. Se llama humanismo, protestantismo, liberalismo, ateísmo, socialismo, etc. Papini y Giulotti nos predican, como otros espiritualistas reaccionarios, el retorno al Medio Evo.

Su rencor contra la modernidad se traduce por ejemplo en una acérrima diatriba contra América. “La América -dice el Diccionario- es la tierra de los tíos millonarios, la patria de los trusts, de los rascacielos, del tranvía eléctrico, de la ley de Lynch, del insoportable Washington, del aburrido Emerson, del pederasta Walt Whitman, del vomitivo Longfellow, del angélico Wilson, del filántropo Morgan, del indeseable Edison y de otros grandes hombres de la misma pasta. En compensación nos ha venido de América el tabaco que envenena, la sífilis que pudre, el chocolate que harta, las patatas pesadas para el estómago y la Declaración de la Independencia que engendró, algunos años después, la Declaración de los Derechos del Hombre. De lo que se deduce que el descubrimiento de América -aunque realizado por un hombre que tuvo lados de santidad- fue querido por Dios en 1492 como una punición represiva y preventiva de todos los otros grandes descubrimientos del Renacimiento: esto es la pólvora de cañón, el humanismo y el protestantismo”.

La frenética requisitoria contra América define la posición anti-histórica de Papini y Giulotti. Claro que no todas sus razones deben ser tomadas al pie de la letra. Encolerizarse contra América por haber dado al mundo la patata, tiene que parecerle a todos un mero exceso de exaltación verbal. La patata está justificada y defendida por el plebiscito de toda Europa. Un escritor francés un tanto próximo a Papini en el espíritu -Joseph Delteil- ha hecho en su “Juana de Arco” -libro que tal vez sea adoptado por la nueva apologética que el Diccionario propugna y augura- el elogio de la patata. Delteil la declara alimento intelectual por excelencia. Entre otras virtudes le atribuye la de mantener la agilidad de espíritu y conferir el gusto del diálogo.

Pero dejemos a América y la patata y, volviendo a las sugestiones esenciales del Diccionario, constatamos que el caso de Papini, convertido al catolicismo, no es un caso solitario y único en la inteligencia contemporánea. El caos moderno angustia y aterra a los intelectuales. Todos sienten la necesidad de un orden, de una fe. Los que no son capaces de adherir a un orden nuevo, buscan con frecuencia su refugio en Roma. La Iglesia Católica les ofrece un asilo contra la duda. Estas adhesiones de intelectuales desencantados no robustecen históricamente al catolicismo; pero restauran los gastados prestigios de su literatura. Tenemos en el campo filosófico una escuela neo-tomista. La escolástica es desempolvada por escritores y artistas que hasta ayer representaron un nihilismo, un escepticismo, a veces blasfemos.

Papini, extremista orgánico, tenía que reaccionar contra el caos moderno adhiriendo a la revolución o a la tradición. Su psicología y su mentalidad de toscano no eran propensas al misticismo oriental del bolchevismo. Nada hay de raro ni de ilógico en que lo hayan conducido a la tradición romana, al orden latino. Pero, ¿será esta la última estación de su viaje? Giuseppe Prezzolini que lo conoce y admira como nadie, se lo pregunta con incertidumbre. “¿Permanecerá católico? ¿Tendrá tiempo de ensangrentar aún sus pies por ásperos caminos, lo veremos todavía correr tras de una nueva quimera, o quedará encerrado en la cristalización de las fórmulas religiosas y del éxito material?” Aunque tratándose de Papini es arriesgado hacer predicciones, lo último me parece lo más probable. Ya he dicho por qué.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Carta de Luis E. Valcárcel, 7/7/1926

Cuzco, 7 de julio de 1926
Sr. D. José C. Mariátegui
Lima
Querido compañero:
Por el correo de hoy, en paquete certificado, le envío los originales de Tempestad en los Andes. El libro estaba listo desde hace quince días, pero aguardé, en vano, el viaje de algún amigo a ésa que prestase mayores seguridades que el servicio postal. No he querido postergar más el cumplimiento del compromiso; ojalá que el correo no me juegue alguna mala pasada.
Entrego la obra completamente a su habilidad exegética. Usted, mi buen camarada, se encargará de explicar en el prólogo la tesis (o trastienda) de esta película serrana que ofrezco en cuadros conexos.
Bien comprende usted que mi objetivo no es otro que exhibir lo que ocurre “detrás de las montañas”, relatándolo en forma episódica. ¿Qué es lo que se ve? Se comienza a ver a los Nuevos Indios. Hay un hervor revolucionario, un fermento de luchas futuras. Apenas si se percibe la ebullición disimulada por la frialdad de los peñascales andinos.
Desfilan por el libro las vivencias del Perú aborigen.
En el primer capítulo se preludia el avatar. Adivínase que ya algo se mueve en las tinieblas...
En el segundo, se percibe el panorama de las serranías con sus aldehuelas de labriegos y sus poblazos mestizos: el contraste, la nota pintoresca y humana.
En el tercero, siéntese que Némesis india proyecta su sombra de sangre.
En el cuarto, acentúase la génesis de la Nueva Indianidad: reacción ‘humana’ de los mismos esclavos e intervención de un factor nuevo, el adventista.
En el quinto, informaciones y comentarios sobre éste.
En el sexto, una suma de opiniones sobre el problema indio que ponen de relieve lo que el libro demuestra: el indio se yergue.
Ideario contiene cosas ya anteriormente publicadas. Le ruego complete ¡Arriba los indios! con trozos de José Vasconcelos, cuya Raza cósmica no pude conseguir oportunamente, y con glosas de usted que ha escrito con tan clara visión sobre estos temas.
Puede usted anunciar en el prólogo que la parte doctrinaria acerca del Nuevo Ciclo Andino va a ser tratada por mí, con alguna extensión, en un libro que tengo en germen, del que ya hablé a usted: Filosofía de la Cultura Andina.
No sé cómo ha salido esta obra, creo que con muchas imperfecciones, pero todo puede serme perdonado en gracia a la emoción que pongo en ella. En contacto con la raza, intuyo lo que en su alma crepuscular va emergiendo. Percibí también, desde cerca, cuanto le ocurre. Su Vida y Pasión está por escribirse. Estos fragmentos pueden ser precursores.
Querido amigo: usted apadrina el libro, y tengo esperanza en que saldrá con felicidad.
Le abraza su cordial amigo
Luis E. Valcárcel

Valcárcel, Luis E.

Carta de Francisco García Calderón, 10/7/1926

París, 10 de julio de 1926
Francisco García Calderón agradece a U. el atento envío de su libro La Escena Contemporánea. Aprecia mucho la firmeza de su talento, su erudición y la elegancia de exposición.

García Calderón, Francisco

Carta de Waldo Frank, 25/7/1926

Bailey Island. Me., 25 de julio de 1926
Dear Friend,
I have nor written you, since I received your book and since you sent your so penetrating and so generous discussion of Rahab. I was happy to read your Escena Contemporanea and to learn from it how close and parallel our awareness of life and our approach to our epoch’s problems are. I feel, that I have won, in distant Peru, a true deep friend and I am grateful.
Tell me, do you read English? If so, I should like to send you books of mine which have not as yet appeared in translation. I feel that I have the right to call on you to read me fully. On the other hand if you are not familiar with English, please tell me, in order that I may henceforth to write you in French (I read Spanish, but I fear I am not at home enough in that language to write a letter in it, without horrible mistakes).
I have read with greatest interest the two issues of El Sembrador sent me by Ramirez i Castillo. How refreshing it is, to learn that there are bodies in South America with such clear, strong purposes. How I wish I could more actually join you! That is the misery of our time: it is so incredibly hard to turn vision and our right impulse into Act. A Union of Latin America— that would be the best thing not alone for all of you, but for us too. If we in the U.S. could realise the existence, south of us, of a mature, integrated world, it would help to sober us from the insane and unchallenged madness of our material success.
You must realise ––all of yo–– that I am with you in spirit. The America I am concerned with is one that can only consider your own America in the light of an equal. And as to you, personally, dear Mariategui, I am happy that you have been moved by my work to write as you have written: I am happy that you are there, at work like myself in the great adventure of making of America a new world indeed. I hope that our realisations will grow closer. I salute you, with deep gratitude and thanksgiving and joyousness.
yours
Waldo Frank
Address:
c/O Boni & Liveright
61 West 48 Street
New York

Frank, Waldo

Carta de Alejandro Peralta, 7/8/1926

Puno, 7 de agosto de 1926
Señor don José Carlos Mariátegui.
Lima
Compañero: Mucho placer me ha dado el saber que llegó a sus manos mi libro "Ande", i también la recepción del suyo: "Escena Contemporánea". Jugoso i moderno libro, que he saboreado con la delectación que todo lo que Ud. escribe.
Confío en que querrá Ud. darme a conocer su opinión sobre mi obra. Su voz es la única autoridad crítica en Perú. La espero con ansia.
Con un saludos
Alejandro Peralta

Peralta, Alejandro

Romain Rolland

Romain Rolland

Al homenaje que, con ocasión de su sexagésimo aniversario, tributan a Romain Rolland, las inteligencias libres de todos los pueblos, da fervorosamente su adhesión la nueva generación iberoamericana. Romain Rolland es no solo uno de nuestros maestros sino también uno de nuestros amigos. Su obra ha sido -es todavía- uno de los más uros estímulos de nuestra inquietud. Y él, que nos ha oído en las voces de Vasconcelos, de la Mistral, de Palacios y de Haya de la Torre, nos ha hablado con amor de la misión de la América Indoibera.
Los hombres jóvenes de Hispano-América tenemos el derecho de sentirnos sus discípulos. Cuando en su país se callaba su nombre, en estas naciones se le pronunciaba con devoción. Y ni las consagraciones, ni las exconfesiones de París han logrado jamás modificar nuestro criterio sobre el valor de la obra de Romain Rolland en la literatura francesa. La crítica de París nos ha propuesto incesantemente otras obras; pero nosotros hemos elegido siempre la de Romain Rolland. La hemos reconocido superior y diversa de las que nos recomendaba una crítica demasiado dominada por la preocupación decadente del estilo y de la forma.
No hemos confundido nunca el arte sano de Romain Rolland, nutrido de eternos ideales, henchido de alta humanidad, rico en valores perennes, con el arte mórbido de los literatos finiseculares en quienes tramonta, fatigada, una época.

II.
La voz de Romain Rolland es la más noble vibración del alma europea en literatura contemporánea. Romain Rolland pertenece a la estirpe de Goethe, el guter Europaer de quien desciende ese patrimonio continental que inspiró y animó su protesta contra la guerra. Su obra traduce emociones universales. Su Jean Cristophe es un mensaje a la civilización. No se dirige a una estirpe ni a un pueblo. Se dirige a todos los hombres.
Pero a la voz de Romain Rolland es, no obstante su universalidad, una voz de Francia. Su pueblo no puede renegarlo. Romain Rolland está dentro de la buena tradición francesa. Quienes en Francia lo detractan o lo detestan le niegan precisamente esta cualidad. Mas sus razones no prueban sino incapacidad espiritual y psicológica de entender a Rolland. Sus admiradores de América sentimos en la obra de Rolland el acento de la verdadera Francia, de la Francia histórica. Y no nos equivocamos. La obra de Rolland no es, sin duda, parisiense, pero sí francesa. Máximo Gorki acierta profundamente cuando refiriéndose a Colas Breugnon, lo llama ese poema en prosa, tan puramente celta. En Colas Breugnon, escuchamos un eco de la sana risa de Rabelais. Y en otros trazos de la obra de Romain Rolland, encontramos también la huella profunda de un abolengo intelectual y espiritual genuinamente francés. El admirable poema de la amistad de Jean Cristophe y Oliver, que llena tantas bellas páginas del Jean Cristophe, ¿no tiene tal ves su origen lejano en el más encumbrado pensamiento francés, en Montaigne? Henri Massis, el polemista reaccionario que durante la guerra acusó a Romain Rolland, a quien llama diletante de la fe, de actuar contra Francia, es seguramente más latino que el autor de Jean Cristophe pero no más francés, más galo. La tradición a la que Massis se muestra fiel es, ante todo, la tradición romana.
Romain Rolland no busca en la feria del boulevard parisiense, el alma de Francia. La busca en el pueblo, en el campo, en el village. Francia tiene sus bases, sus raíces en la aldea. París es la cúspide de una gran pirámide. La ciudad cambia incesantemente de gesto y de pasión; la aldea conserva mejor los ancestrales de la raza: Colás Breugnon, el borgoñón instintivamente volteriano, a quien un cierto escepticismo no impide amar y gustar gayamente la vida, es un personaje representativo de la vieja Francia rural. Y Romain Rolland proviene de esta Francia. En el riente y recio Colán Breugnon evoca a uno de sus antepasados.

III.
Como Vasconcelos, Romain Rolland es un pesimista de la realidad y optimista del ideal. Su Jean Cristophe está escrito con ese escepticismo de las cosas que aparece siempre en el fondo de su pensamiento. Mas está escrito también con una fe acendrada en el espíritu. Jean Cristophe es un himno a la vida. Romain Rolland nos enseña en ese libro como en todos los suyos, a mirar la realidad, tal como es, pero al mismo tiempo nos invita a afrontarla heroicamente.
Gabriela Mistral ha escrito alguna vez que Jean Cristophe es el libro más grande de la época. Yo no sé sino que es el libro que en los últimos años ha llevado más claridad a las almas y amor a los corazones. Traducido a múltiples lenguas, ha viajado por todo el mundo. Parece escrito sobre todo para los jóvenes. Tiene las cualidades de la obra de un artista y de un moralista. Su lectura ejerce una influencia tónica sobre los espíritus. No es una novela ni un poema, o más bien, es, a la vez, un poema y una novela. Es, como dice Romain Rolland, la vida de un hombre. “¿Qué necesidad tenéis de un nombre? -escribe en el prefacio del octavo volumen de la obra- ¿Cuándo veis un hombre le preguntáis si es una novela o un poema? Es un hombre lo que yo he creado. La vida de un hombre no se encierra en el cuadro de una forma literaria. Su ley está en ella; y cada vida tiene su ley. Su régimen es el de una fuerza de la naturaleza.”
Diferente, por su obra y por su vida, de la gran mayoría de los literatos contemporáneos, Romain Rolland nos ha dado en Jean Cristophe una alta lección de idealismo y de humanidad. En una época de libros tóxicos, Jean Cristophe se singulariza como un libro tónico. Representa una protesta, una reacción contra un mundo de alma crepuscular y desencantada. Romain Rolland nos expone así la intención y la génesis de su obra: “Yo estaba aislado. Yo me asfixiaba, como tantos otros en Francia, dentro de un mundo moral enemigo; yo quería respirar, yo quería reaccionar contra una civilización malsana, contra un pensamiento corrompido por una falsa élite; yo quería decir a esta élite: “Tú mientes, tú no representas a Francia. Para esto necesitaba un héroe de ojos y de corazón puros con el alma bastante intacta para tener el derecho de hablar y la voz asaz fuerte para hacerse oír. Yo he construido pacientemente mi héroe. Antes de decidirme a escribir la primera línea de la obra, la he llevado en mi durante años.”
Crear esta obra, crear este héroe, ha sido para Romain Rolland una liberación. Por esto, su eco, es tan hondo en las almas. Jean Cristophe constituye para el que la lee una liberación. El proceso de creación de este libro maravilloso se repite en el lector poseído por el mismo exaltado ideal de belleza y de justicia. He aquí el valor fundamental de Jean Cristophe.

IV.
La completa personalidad de Romain Rolland no se deja aprehender en una sola fórmula, en una definición. Su fe tampoco. El ha escrito: Se me demanda: decid vuestra fe. Escribidla. El pensamiento está en movimiento, deviene, vive. Más aún, no teme contradecirse. Ninguna contradicción puede ser en él una contradicción esencial; todas son formales. Este hombre que busca incansablemente la verdad es siempre el mismo. Dialogan en su espíritu dos principios, uno de negación, otro de afirmación. Los dos se completan; los dos se integran. Romain Rolland es el apasionado, afirmativo, panteísta e impetuoso Cristophe; pero delicado, pesimista y negativo Oliver. “Yo estoy -nos dice- hecho de tres cosas: un espíritu muy firme; un cuerpo muy débil; y un corazón constante entregado a alguna pasión”. Hace falta agregar que esta pasión es siempre alta y noblemente humana.
El espíritu de Romain Rolland es un espíritu fundamentalmente religioso. No está dentro de ninguna confesión, dentro de ningún credo. Su trabajo espiritual es heroico. Romain Rolland crea si fe a cada instante. “Yo no quiero ni puedo -declara- dar un credo metafísico. Yo me engañaría, pero no me imaginaré jamás dentro de las fronteras de una creencia, pues espero evolucionar hasta mi último día. Me reservo una libertad absoluta de renovación intelectual. Tengo muchos dioses en mi pantheon; mi primera idea es la libertad”.
Su fe no reposa en un mito, en una creencia. Pero no por eso es en él menos religiosa ni menos apasionada. El error de Romain Rolland consiste en creer que todos los hombres pueden crearse su fe libremente ellos mismos. Se equivoca a este respecto como se equivoca cuando condena tolstoyanamente la violencia. Pero ya sabemos que Romain Rolland es puramente un artista y un pensador. No es su pensamiento político -que ignora y desdeña la política- o que puede unirnos a él. Es su grande alma. (Romain Rolland es el Mahatma de occidente). Es su fe humana. Es la religiosidad de su acción y de su pensamiento.

José Carlos Mariátegui La Chira

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