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La revolución alemana [Manuscrito]

[Transcripción completa]
La revolución alemana

El tema de la conferencia de esta noche es la Revolución Alemana.
En las conferencias precedentes, he expuesto los aspectos principales del proceso de generación, de incubación de la Revolución Alemana.
He dicho ya que la guerra no fue popular en Alemania, que el gobierno alemán condujo la guerra con el viejo criterio de guerra relativa, de guerra militar, de guerra no total; que el gobierno alemán no supo crear ningún mito popular capaz de asegurarle la adhesión sólida de las clases populares; y que la guerra fue presentada al pueblo alemán exclusivamente como guerra de defensa nacional. Mientras el gobierno alemán mantuvo viva la esperanza de la victoria, mientras ningún fracaso militar desacreditó su aventura; mientras pudo evitar al pueblo el hambre y las privaciones, consiguió que la opinión pública sufriese, sin rebelión, la guerra. Pero no consiguió apasionar a las masas por sus ideales imperialistas. La guerra no era popular en el proletariado. Los intelectuales, la inteligencia alemana, se pusieron, en su mayoría, al servicio de la guerra, al servicio de la agresión, y crearon una cínica, una delirante literatura de guerra.
Los poetas alemanes cantaron la guerra y denigraron la paz. Tomás Mann escribió: “El hombre se malogra en la paz. El reposo perezoso es la tumba del corazón. La ley es la amiga del débil; ella quiere aplanarlo todo; si ella pudiera, achataría al mundo; pero la guerra hace surgir la fuerza”.
Heinrich Vierordt escribió su Deutschland, hasse (Alemania, odia). El profesor Ostwald escribió: “Alemania quiere organizar Europa, pues Europa hasta ahora no ha estado organizada”.
Finalmente, los famosos 93 intelectuales alemanes suscribieron aquel célebre manifiesto auspiciando y defendiendo, servilmente, la guerra alemana. Pero, no obstante toda esta literatura bélica, únicamente la burguesía y la pequeña burguesía deliraron de nacionalismo. El proletariado declaró apoyar la guerra no por convicción, sino por deber. El proletariado no suscribió nunca los cínicos conceptos de los intelectuales burgueses y pequeño burgueses.
Además, casi desde el primer momento, apenas pasado el período de intoxicación y de confusión de la declaratoria, se alzaron en Alemania algunas honradas y valientes voces de protesta.
Cuatro sabios alemanes tomaron posición contra los noventitrés intelectuales del manifiesto y publicaron un contra-manifiesto. Ya os he hablado de estos cuatro sabios que fueron el físico Einstein, el fisiólogo Nicolai, el filósofo Buek y el astrónomo Foerster. El poeta Hermann Hesse, asilado como Romain Rolland en Suiza, escribió un canto a la paz y un llamado a los pensadores de Europa, invitándolos a salvar lo poco de paz que podía todavía ser salvado y a no saquear, ellos también, con su pluma el porvenir europeo. La revista Die Weissen Blaetter fue un hogar de los intelectuales alemanes fieles a la causa de la unidad moral de Europa y de la civilización occidental. Y varios líderes del proletariado, Karl Liebknecht, Rosa Luxemburgo, Kurt Eisner, Franz Mehring, León Joguiches y otros más, reaccionaron contra la guerra y denunciaron su meta imperialista y contra-revolucionaria. Carlos Liebknecht, fue uno de los catorce diputados contrarios a los créditos de guerra el 4 de agosto; pero estos catorce diputados no votaron contra los créditos en el Parlamento sino en el seno del grupo socialista parlamentario.
La gran mayoría del grupo acordó votar los créditos. Y los catorce diputados de la minoría, Carlos Liebknecht entre ellos, resolvieron someterse a la decisión de la mayoría . Pero Carlos Liebknecht sintió muy pronto la necesidad de salvar su propia y personal responsabilidad de líder y de intelectual socialista. Y en diciembre de 1914 votó contra los nuevos créditos de la guerra, sin hacer caso de la voluntad del grupo socialista parlamentario.
Por supuesto, dentro y fuera del Reichstag, del parlamento alemán una tempestad se desencadenó contra Carlos Liebknecht. Y en enero de 1915 Carlos Liebknecht fue movilizado en el ejército. Se le envió a Kustrin. Liebknecht se negó a aceptar el fusil. Se le trasladó entonces a una compañía de obreros, de sospechosos, a Lorena. Luego se le mandó al frente de Rusia. Y, desde el frente, Carlos Liebknecht escribió a sus hijos el 21 de diciembre: “Yo no dispararé”. Asistió aún, a otras sesiones del Reichstag, donde nuevamente insurgió repetidas veces contra el gobierno alemán y contra la guerra. Los clamores de la Cámara cubrieron, ahogaron, acallaron invariablemente su voz solitaria y heroica. Pero Carlos Liebknecht no renunció a su propaganda; unido a Rosa Luxemburgo, a Franz Mehring, a Clara Zetkin, escribió aquellas célebres cartas, suscritas con el seudónimo de Spartacus, que más tarde fue el nombre del Partido Comunista Alemán.
El 1º de mayo de 1918 se realizó en Berlín la primera demostración pública contra la guerra. Carlos Liebknecht, disfrazado de civil, asistió a ella. Fue arrestado y procesado por traición a la patria. El tribunal militar lo condenó entonces a cuatro años de trabajos forzados. Un año más tarde, la revolución le abrió las puertas de la cárcel. La figura de Liebknecht, como vemos, no era la única en las filas dirigentes del proletariado alemán que luchaba contra la guerra.
Al lado de Liebknecht se agrupan varias figuras gloriosas.
He mencionado ya a Rosa Luxemburgo, a Clara Zetkin, a Eugenio Levinés. Todos estos líderes reconocieron que su deber era combatir a la guerra, como reconocieron, más tarde, que su deber era llevar a su meta final la revolución.Todos ellos militaron, con Carlos Liebknecht, en el grupo Spartacus, célula inicial del Partido Comunista Alemán. Pero de su conducta durante la revolución misma me ocuparé oportunamente. Ahora no está en examen sino su conducta durante la pre-revolución, porque, basándome en ella, estoy sosteniendo que existía en el movimiento proletario alemán un ambiente distinto acerca de la guerra que en el movimiento proletario en las naciones aliadas. Un numeroso núcleo de opinión proletaria, reprimido, es verdad, marcialmente por la acción del gobierno, luchaba por rebelar contra la guerra al proletariado alemán. Y los cien diputados del socialismo alemán, la mayoría de los líderes de la social-democracia, no podían dar a la guerra una adhesión ardorosa, un apoyo incondicional. La burguesía y la clase media alemanas peleaban por los ideales del militarismo prusiano, por el dominio del mundo, por el Deutschland Uber Alles, por el ubervolk, por el sometimiento de Europa a la organización alemana; pero el proletariado alemán, conforme a las palabras de orden de sus líderes mayoritarios, no peleaba sino por un interés de defensa nacional. El proletariado alemán no sentía la necesidad absoluta de la guerra jusqu’au bout , de la guerra hasta el fin, de la guerra absoluta y, sobre todo, hasta el anonadamiento total del enemigo.
Wilson y su propaganda democrática, Wilson y sus Catorce Puntos, Wilson y sus ilusiones de un nuevo código de justicia internacional, encontraron, por consiguiente, en el frente alemán, un frente permeable, un frente vulnerable, un frente franqueable. Ya he dicho la resonancia revolucionaria que tuvo en el pueblo el programa wilsoniano. Desde que al pueblo austríaco le fue dicho que los aliados no combatían contra ellos sino contra sus gobiernos, desde que les fue asegurado que no se les impondría una paz de anexiones, ni de indemnizaciones, el pueblo alemán y el pueblo austríaco empezaron a sentir cada vez menos la necesidad de la guerra. Además, como ya he dicho también, la propaganda wilsoniana estimuló y despertó en las nacionalidades encerradas en el Imperio Austro-Húngaro viejos y arraigados ideales de independencia nacional.
Y, de otra parte, la Revolución Rusa repercutió también revolucionariamente en el proletariado austríaco y en el proletariado alemán. Dos propagandas se juntaron para minar y franquear el frente austro-alemán: la propaganda democrática de Wilson y la propaganda maximalista de los bolcheviques.
Los efectos de estas propagandas tuvieron que manifestarse a continuación del primer quebranto militar austro-alemán. La ofensiva italiana en el Piave encontró al ejército austríaco mal dispuesto al sacrificio.
Las tropas checoeslovacas capitularon casi en masa. Y en el frente alemán, la noticia de este desastre y la ofensiva francesa, desencadenaron la explosión de los gérmenes revolucionarios durante tanto tiempo acumulados.
El pueblo alemán y el ejército alemán manifestaron su voluntad de paz y de capitulación. E insurgieron contra el Káiser y la monarquía, contra el régimen responsable de la guerra, culpable de la derrota. Deslindaron la responsabilidad del gobierno y del pueblo alemán, Y barrieron a la monarquía y a todas sus instituciones.
El 9 de noviembre de 1918, a poco más de un año de distancia de la Revolución Rusa, se produjo la Revolución Alemana. La historia de los acontecimientos de esos días es conocida. Estalló una guerra revolucionaria en Kiel y Hamburgo. Se insurreccionaron los marineros, quienes en automóviles marcharon sobre Berlín. La huelga general fue proclamada. Las tropas se negaron a reprimir al proletariado insurgente. El Káiser abdicó y abandonó Berlín. Y los revolucionarios proclamaron la República en Alemania. La revolución tuvo en ese instante un carácter netamente proletario.
Se constituyeron en Alemania los consejos de obreros y soldados, los soviets en suma. Y se formó un ministerio de socialistas mayoritarios. Pero este ministerio no comprendió al ala izquierda del socialismo, al grupo de Karl Liebknecht, Rosa Luxemburgo, Franz Mehring, Clara Zetkin, etc., contrario a un compromiso con los socialistas mayoritarios que habían amparado la guerra. Más aún, entre el grupo de Carlos Liebknecht y Rosa Luxemburgo y los socialistas gobernantes se abrieron rápidamente las hostilidades. Carlos Liebknecht fundó la Unión Spartacus, el Partido Comunista Alemán y el órgano periodístico de los espartaquistas Die Rote Fahne (La Bandera Roja).
Los espartaquistas propugnaron la realización del socialismo a través de la dictadura del proletariado, del gobierno de los soviets. Reclamaron la confiscación de todas las propiedades de la Corona en beneficio de la colectividad; la anulación de las deudas del Estado y los empréstitos de guerra; la expropiación de la propiedad agrícola grande y media y la constitución de cooperativas agrícolas encargadas de administrarlas, mientras las pequeñas propiedades permanecían en manos de sus pequeños poseedores hasta que quisieran voluntariamente unirse a las cooperativas; la nacionalización de todos los bancos, minas, fábricas y grandes establecimientos industriales y comerciales. En suma, los espartaquistas propusieron la actuación en Alemania del programa actuado en Rusia por los maximalistas. Los socialistas mayoritarios, Ebert, Scheidemann, etc., eran adversos a este programa. Y las masas que los seguían no estaban espiritualmente preparadas para una transformación tan radical del régimen de Alemania. Los socialistas independientes, Kautsky, Hasse, Hilferding, etc., se mostraron vacilantes. No se inclinaban por el limitado y opacado reformismo de los socialistas mayoritarios ni por el revolucionarismo de los espartaquistas. Los espartaquistas iniciaron, a la manera bolchevique, una campaña de agitación progresiva. Las figuras que acaudillaban la Unión Spartacus eran, ciertamente, figuras de primer rango en el movimiento proletario alemán. Carlos Liebknecht, era hijo de Guillermo Liebknecht, uno de los patriarcas del socialismo alemán. Era, pues, heredero de un nombre glorioso en la historia del socialismo alemán, además dueño de una figuración brillante, intensa, continua en la vanguardia del proletariado. Su pura intranquilidad e intransigencia durante la guerra daba a su nombre una aureola llena de sugestión. Rosa Luxemburgo, figura internacional y figura intelectual y dinámica, tenía también una posición eminente en el socialismo alemán. Se veía, y se respetaba en ella, su doble capacidad para la acción y para el pensamiento, para la realización y para la teoría. Al mismo tiempo era Rosa Luxemburgo un cerebro y un brazo del proletariado alemán. Franz Mehring era uno de los teóricos más profundos, más luminosos y más eruditos del marxismo, autor de una serie de obras profundas y admirables, había escrito, precisamente, un libro fundamental sobre Marx y sobre el marxismo. Era viejo, tenía 72 años, pero conservaba el temple y el fervor de la juventud. Eugenio Levinés, polaco ruso, que participó en Rusia en la revolución de 1905 y que entonces sufrió la prisión en Siberia, era otra noble y bizarra figura revolucionaria, provenía de una familia rica y poseía una vasta cultura literaria y científica. Había renunciado, sin embargo, a sus prerrogativas de intelectual y se había hecho obrero.
León Jogisches, periodista polaco, también era un notable tipo de agitador, de propagandista y de revolucionario, era el colaborador, el confidente, el amigo de Rosa Luxemburgo. En el partido socialista polaco había tenido una actuación sobresaliente, en la Unión Spartacus era el organizador enérgico e incansable de la acción y de la propaganda.
Clara Zetkin, en fin, la única figura que sobrevive de este grupo de líderes, de conductores y de apóstoles, era de la misma estatura moral e intelectual.
Este fuerte, homogéneo e inteligente estado mayor del espartaquismo, consiguió agitar, sacudir potentemente al proletariado alemán. Las masas obreras alemanas carecían de preparación espiritual y revolucionaria, y de esto os hablaré dentro de un instante al hacer la crítica de la revolución. Sin embargo, los jefes espartaquistas consiguieron organizar una nueva vanguardia proletaria. Esta vanguardia proletaria era una vanguardia de acción; pero los jefes espartaquistas no pretendían lanzarla prematuramente a la conquista del poder. Se proponían usarla para despertar la conciencia del proletariado, capacitarla cada día más para la acción, robustecerla numéricamente, prepararla para el asalto decisivo en la hora oportuna.
La táctica de los socialistas mayoritarios, del gobierno de Ebert y de Scheidemann, consistió por esto en precipitar la acción revolucionaria de los espartaquistas, en traer a los espartaquistas al combate antes de tiempo, en obligarlos a empeñar la batalla inmaduramente. Los socialistas mayoritarios necesitaban de la violencia de los espartaquistas a fin de reprimir su violencia con una violencia mayor y eliminar de esta suerte a un enemigo crecientemente peligroso. Las masas espartaquistas, imprudentemente, no midieron sus pasos. El gobernador de Berlín, Eichorn, era socialista de izquierda, un revolucionario, extensamente popular en la capital alemana. Era un elemento indócil a la reacción y leal a la revolución y al proletariado. El gobierno socialista mayoritario resolvió exigirle su renuncia. Era ésta una provocación al proletariado revolucionario de Berlín.
El domingo 5 de enero de 1919 hubo grandes demostraciones revolucionarias en Berlín. Al día siguiente se declaró la huelga. Las masas, indignadas contra el órgano oficial del Partido Socialista, el Vorwaerts, del cual se habían adueñado algunos socialistas mayoritarios, resolvieron ocupar por la fuerza éste y algunos otros diarios. Construyeron barricadas, pero se esforzaron por evitar efusiones de sangre, invitando a las tropas por medio de grandes carteles, a no disparar contra sus hermanos proletarios. Los choques comenzaron, sin embargo, muy en breve. Algunos agentes provocadores, según parece, fueron utilizados para encender la lucha. El caso es que entre las tropas y las masas espartaquistas se empeño el combate. Noske, un socialista mayoritario, se encargó del Ministerio de Guerra y con el concurso entusiasta de los oficiales del antiguo régimen organizaron la represión de los insurrectos. Hubo en Berlín varios días de sangrientas batallas.
El domingo 12 los espartaquistas que ocupaban el Vorwaerts enviaron seis parlamentarios desarmados a negociar la paz con los sitiadores de la imprenta ocupada. Los seis parlamentarios fueron fusilados. Los combates prosiguieron. Los jefes espartaquistas no habían querido nunca conducir a las masas a la lucha, pero una vez emprendida ésta, una vez iniciada la batalla, sintieron que su deber era ocupar su puesto al lado de las masas.
Las autoridades les atribuyeron la responsabilidad íntegra de la insurrección de las masas espartaquistas y se echaron en su persecución. En la tarde del 15 de enero, Carlos Liebknecht y Rosa Luxemburgo, que se habían refugiado en una casa amiga, en un barrio del oeste de Berlín, en Wilmersdof, fueron arrestados por la tropa. Horas más tarde fueron asesinados.
La versión oficial de su muerte dice que, tanto el uno como el otro, intentaron escapar de manos de sus custodios, y que éstos, para evitar la fuga, se vieron obligados entonces a disparar y matarles. Pero la verdad fue otra.
Liebknecht y Rosa Luxemburgo cayeron en manos de oficiales del antiguo régimen, enemigos fanáticos de la revolución, reaccionarios delirantes, que odiaban a todos los autores de la caída del Káiser por conceptuarlos responsables de la capitulación de Alemania. Y esta gente no quiso que los dos grandes revolucionarios ingresasen vivos en una prisión.
Pero con este sangriento episodio de la muerte de Carlos Liebknecht y Rosa Luxemburgo no se extinguió la ola revolucionaria. La vanguardia del proletariado alemán seguía reclamando del gobierno una política socialista. Los socialistas mayoritarios que, con el concurso y el beneplácito de la burguesía, habían reprimido truculentamente la insurrección espartaquista, resultaban cada día más embarazados para desenvolver en el gobierno un programa de socialización.
En febrero y marzo el proletariado vuelve, gradualmente, a asumir una posición de combate. Se suceden de nuevo las huelgas que, de la región del Rhin y de Westfalia, se extienden a la Alemania central, a Baden, a Baviera, a Wurtenberg. En estas huelgas los trabajadores pasan de las reclamaciones de aumento de salarios a la demanda de la socialización y de la instauración de un gobierno sovietista. El gobierno mayoritario aplaca estos movimientos con una serie de vagas y pomposas promesas. Y con estas promesas consigue aquietar a las masas. Pero una parte de ellas manifiestó una decidida voluntad revolucionaria. Y se produjeron en Berlín nuevas jornadas sangrientas. Las víctimas de la represión se contaron una vez más por millares. Y el espartaquismo perdió a otro de sus mejores jefes. León Jogisches, capturado poco después de las jornadas de marzo, tuvo una suerte análoga a Carlos Liebknecht y Rosa Luxemburgo. No fue asesinado en el camino de la prisión, sino en la prisión misma. Se dijo que había intentado fugar (la eterna historia de la fuga), y que por esto había sido preciso disparar contra él.
Pero con estas batallas de la vanguardia proletaria de Berlín no cesó aquel período de actividad revolucionaria en Alemania. También el proletariado de Munich libró valientes batallas. Y la represión en Munich fue más sangrienta, más dura, más costosa todavía para el proletariado que la represión en Berlín.
En Munich, en Baviera, se llegó a instaurar el régimen de los soviets. La república sovietista de Munich, fue de un sovietismo artificial, de un comunismo de fachada, y esto era natural. Predominaban en este gobierno elementos reformistas, elementos semi-burgueses que no daban a la República Bávara una orientación realmente revolucionaria. La vida de esta república sovietista no podía, pues, ser larga. De una parte, porque este gobierno sovietista en la forma, reformista en el contenido, no era capaz de desarmar a la burguesía, de abolir sus privilegios ni de desalojarla de sus posiciones. De otra parte, porque la Baviera era la región de Alemania menos adecuada a la instauración del socialismo.
La Baviera es la región agrícola de Alemania. La Baviera es un país de haciendas y de latifundios: no es un país de fábricas.
El proletariado industrial, eje de la revolución proletaria, se encuentra, pues, en minoría. El proletariado agrícola, la clase media agrícola, predomina absolutamente. Y, como es sabido, el proletariado agrícola no tiene la suficiente saturación socialista, la suficiente educación clasista para servir de base al régimen socialista.
El instrumento de la revolución socialista será siempre el proletariado industrial, el proletariado de las ciudades. Además, no era posible la realización del socialismo en Baviera, subsistiendo en el resto de Alemania el régimen capitalista. No era concebible siquiera una Baviera socialista, una Baviera comunista dentro de una Alemania burguesa.
Vencida la revolución comunista en Berlín, estaba vencida también en Munich. Los comunistas bávaros no renunciaron, sin embargo, a la lucha, y combatieron sin tregua por transformar la república sovietista de Munich en una verdadera república comunista. Poco a poco esta transformación empezó a operarse. La conciencia del proletariado bávaro se desarrolló más día a día. A los puestos directivos fueron llevados obreros efectivamente revolucionarios. Ese fue, simultáneamente, el instante de la contraofensiva burguesa. Vencedora del proletariado en Berlín, la burguesía alemana inició el ataque contra el proletariado en Munich. Las masas comunistas de Munich no tuvieron mejor fortuna que las de Berlín.
Y otro de los líderes del espartaquismo, Eugenio Levinés, aquel intelectual polaco-ruso de que os he hablado hace pocos momentos, fue el mártir de esta jornada revolucionaria. Eugenio Levinés no fue asesinado como Carlos Liebknecht, como Rosa Luxemburgo, etc., sino fusilado en una prisión de Munich. Se le siguió un proceso relámpago y se le condenó a muerte. Frente al pelotón de ejecución, Eugenio Levinés se portó valientemente. Y murió con el grito de “¡Viva la Revolución Universal!”, en los labios.
Estos son, ligeramente narrados, los principales episodios espartaquistas de la Revolución Alemana. Este fue el instante más agudo y culminante de la revolución. El pueblo alemán, pasado este período de agitación que los líderes del espartaquismo crearon con su acción incansable, mostró una capacidad revolucionaria, una voluntad revolucionaria cada día menor.
El poder estuvo, primeramente, en manos de los socialistas mayoritarios, apoyados por los socialistas independientes o sea los socialistas centristas. Estuvo, después, en manos de los socialistas mayoritarios únicamente. Luego, los socialistas mayoritarios, educados en la escuela democrática, necesitaron la colaboración de dos partidos burgueses: el Centro Católico, el Partido de Erzberger, y el Partido Demócrata, el partido de Walther Rathenau y del Berliner Tageblatt.
Como los socialistas mayoritarios, contrarios a la tesis de la dictadura del proletariado, habían convocado a elecciones parlamentarias, quedaron a merced de las combinaciones del equilibrio parlamentario. Faltándoles la colaboración de una parte de los votos socialistas, tenían que buscar la cooperación de igual o mayor número de votos burgueses. La asamblea nacional sancionó en Weimar una constitución democrática; pero no una constitución socialista. Los socialistas mayoritarios, dentro del régimen parlamentarista, no podían conservar íntegramente el poder; pero eran indispensables para la constitución de una mayoría. Por eso, los hemos visto entrar en todos los gabinetes de coalición que se han sucedido. Pero en el gabinete actual, en el gabinete de Cuno, no figuran ya los socialistas mayoritarios.
Su neutralidad benévola en el parlamento sigue siendo necesaria para la vida del ministerio. Pero el ministerio no es ya un ministerio con participación de los socialistas mayoritarios, sino un ministerio de coalición de los partidos burgueses alemanes, coalición en la cual no falta sino la extrema derecha burguesa, el partido pan-germanista, o sea el partido de la monarquía.
La Revolución Alemana, después de la insurrección espartaquista, no ha hecho sino virar a la derecha, siempre a la derecha. Primero, el poder fue ejercido por los socialistas de la derecha y del centro, unidos; después por los socialistas de la derecha solamente. Más tarde, por los socialistas de la derecha, en colaboración con los partidos burgueses más liberales.
Actualmente, por estos partidos burgueses, amparados en la neutralidad benévola de los socialistas de derecha, la Revolución Alemana ha ido perdiendo cada vez más todo carácter socialista, y afirmándose cada vez más en su carácter democrático, en su carácter burgués. Por eso, ahora, se dice que la Revolución Alemana no se ha consumado aún. Que la Revolución Alemana se ha iniciado no más.
Rodolfo Hilferding, antiguo líder de los socialistas independientes, dijo en el Congreso de Halle en 1920: “Nosotros hemos dicho siempre que el 9 de diciembre no fue en un cierto sentido una verdadera revolución. Nosotros hicimos todo lo posible, primero durante la guerra y después al comienzo de la revolución, por dar a ésta el aspecto más decisivo”. Y Walther Rathenau, líder demócrata, pensador notable de la burguesía alemana, que, como recordaréis, fue asesinado hace un año por un nacionalista alemán, en su notable libro La Triple Revolución, emite opiniones muy interesantes sobre la fisonomía y el alcance de la Revolución Alemana. Walther Rathenau dice: “Nosotros llamamos Revolución Alemana, a algo que fue la huelga general de un ejército vencido”.
A continuación Walter Rathenau señala que, mientras en Rusia existía una antigua preparación revolucionaria, en Alemania no había preparación revolucionaria ninguna. El proletariado alemán carecía de estímulos revolucionarios. Gozaba de un tenor de vida discretamente cómodo. Le era permitido vivir con higiene, con desahogo, con limpieza. Y hasta le era permitido ahorrar modestamente. El Estado ayudaba a las familias numerosas. En el orden económico, el proletariado alemán había hecho mayores conquistas que proletariado alguno. Y por esto mismo se había desinteresado de las conquistas en el orden político.
El Káiser, la monarquía, se reservaban el manejo, la dirección de la política exterior e interior del Estado. Al proletariado esto no le preocupaba casi porque no rozaba ningún interés inmediato suyo. En el proletariado alemán no había, por consiguiente, un real estado de conciencia revolucionaria. Mejor dicho, este estado de conciencia era demasiado embrionario, demasiado naciente, demasiado incipiente. La revolución sorprendió, pues, impreparado al proletariado alemán. Naturalmente, de entonces acá la preparación revolucionaria del proletariado alemán ha hecho camino. Hoy esa preparación es mucho mayor que en 1918.
El Estado burgués vira cada día más a la derecha; pero las masas populares viran cada día más a la izquierda. Cada día manifiestan mayor saturación, mayor conciencia, mayor preparación revolucionarias. Precisamente, este apartamiento de los socialistas mayoritarios del gobierno, se ha operado bajo la presión de las masas.
Por todas esas razones, los actuales acontecimientos alemanes no son sino episodios de la Revolución Alemana, el actual gobierno burgués de Alemania no es sino un período, un capítulo de la Revolución Alemana. La Revolución Alemana no se ha consumado, porque una revolución no se consuma ni en meses ni en años; pero tampoco ha abortado, tampoco ha fracasado. La Revolución Alemana se ha iniciado únicamente. Nosotros estamos presenciando su desarrollo.
Un período de reacción burguesa es un período de contraofensiva burguesa, pero no de derrota definitiva proletaria. Y, desde este punto de vista, que es lógico, que es justo, que es exacto, que es histórico, el gobierno fascista, la reacción fascista en Italia, es un episodio, un capítulo, un período de la Revolución Italiana, de la guerra civil italiana. El fascismo está en el gobierno; pero el proletariado italiano no ha capitulado, no se ha desarmado, no se ha rendido. Se prepara para la revancha.
Mientras tanto, el fascismo para llegar al gobierno ha necesitado pisotear los principios de la democracia, del parlamentarismo, socavar las bases institucionales del viejo orden de cosas, enseñar al pueblo que el poder se conquista a través de la violencia, demostrarle prácticamente que se conserva el poder sólo a través de la dictadura. Y todo esto es eminentemente revolucionario, profundamente revolucionario. Todo esto es un servicio a la causa de la revolución.
En la próxima conferencia me ocuparé de la disolución del Imperio Austro-Húngaro y de la Revolución Húngara. Y entraré luego en el examen de la Paz de Versalles, de aquella paz que ha sido el fracaso de las ilusiones democráticas de Wilson, y que ha dejado a Europa la herencia de esta situación.
Pero esto no podrá ser el próximo viernes porque el próximo viernes será el 27 de julio, día de fuegos artificiales y de nochebuena, sino el viernes 4 de agosto.

José Carlos Mariátegui La Chira

La revolución rusa [Manuscrito]

[Transcripción Completa]

Conforme al programa de este curso de historia de la crisis mundial, el tema de la conferencia de esta noche es la revolución rusa. El programa del curso señala a la conferencia de esta noche el siguiente sumario: La Revolución Rusa.-Kerensky.-Lenin. La Paz de Brest Litovsk.- Rusia y la Entente después de la Revolución. Proceso inicial de creación y consolidación de las instituciones rusas.

Antes de disertar sobre estos tópicos, considero oportuna una advertencia. Las cosas que yo voy a decir sobre la revolución rusa son cosas elementales. Mejor dicho, son cosas que a otros públicos les parecerían demasiado elementales, demasiado vulgarizadas, demasiado repetidas. Porque esos públicos han sido abundantemente informados sobre la revolución rusa, sus hombres, sus episodios. La Revolución Rusa ha interesado y continúa interesando, en Europa, a la curiosidad unánime de las gentes. La Revolución Rusa ha sido, y continúa siendo, en Europa, un tema de estudio general. Sobre la Revolución Rusa se han publicado innumerables libros. La Revolución Rusa ha ocupado puesto de primer rango en todos los diarios y en todas las revistas europeas. El estudio de este acontecimiento no ha estado sectariamente reservado a sus partidarios, a sus propagandistas: ha sido abordado por todos los hombres investigadores, por todos los hombres de alguna curiosidad intelectual. Los principales órganos de la burguesía europea, los más grandes rotativos del capitalismo europeo, han enviado corresponsales a Rusia, a fin de informar a su público sobre las instituciones rusas y sobre las figuras de la Revolución. Naturalmente esos grandes diarios han atacado invariablemente a la Revolución Rusa, han hecho uso contra ella de múltiples armas polémicas. Pero sus corresponsales —no todos naturalmente— pero sí muchos de ellos, han hablado con alguna objetividad acerca de los acontecimientos rusos. Se han comportado como simples cronistas de la situación de Rusia. Y esto ha sido, evidentemente, no por razones de benevolencia con la revolución rusa, sino porque esos grandes diarios informativos, en su concurrencia, en su competencia por disputarse a los lectores, por disputarse la clientela, se han visto obligados a satisfacer la curiosidad del público con alguna seriedad y con alguna circunspección. El público les reclamaba informaciones más o menos serias y más o menos circunspectas sobre Rusia, y ellos, sin disminuir su aversión a la Revolución Rusa, tenían que darle al público esas informaciones más o menos serias y más o menos circunspectas. A Rusia han ido corresponsales de la Prensa Asociada de Nueva York, corresponsales del Corriere della Sera, del Messaggero y otros grandes rotativos burgueses de Italia, corresponsales del Berliner Tageblatt, el gran diario demócrata de Teodoro Wolf, corresponsales de la prensa londinense. Han ido además, muchos grandes escritores contemporáneos. Uno de ellos ha sido Wells. Lo cito al azar, lo cito porque la resonancia de la visita de Wells a Rusia y del libro que escribió Wells, de vuelta a Inglaterra, ha sido universal, ha sido extensísima, y porque Wells no es, ni aun entre nosotros, sospechoso de bolcheviquismo.

Urgidas por la demanda del público estudioso, las grandes casas editoriales de París, de Londres, de Roma, de Berlín, han editado recopilaciones de las leyes rusas, ensayos sobre tal o cual aspecto de la Revolución Rusa. Estos libros y estos opúsculos, no eran obra de la propaganda bolchevique, eran únicamente un negocio editorial. Los grandes editores, los grandes libreros ganaban muy buenas sumas con esos libros y esos opúsculos. Y por eso los editaban y difundían. Se puede decir que la Revolución Rusa estaba de moda. Así como es de buen tono hablar del relativismo y de la teoría de Einstein, era de buen tono hablar de la revolución rusa y de sus jefes.
Esto en lo que toca al público burgués, al público amorfo. En lo que toca al proletariado, la curiosidad acerca de la revolución rusa ha sido naturalmente, mucho mayor. En todas las tribunas, en todos los periódicos, en todos los libros del proletariado se ha comentado, se ha estudiado y se ha discutido la Revolución Rusa. Así en el sector reformista y social-democrático como en el sector anarquista, en la derecha, como en la izquierda y en el centro de las organizaciones proletarias, la Revolución Rusa ha sido incesantemente examinada y observada.
Por estas razones, otros públicos tienen un conocimiento muy vasto de la Revolución Bolchevique, de las instituciones sovietísticas, de la Paz de Brest Litovsk, de todas las cosas de que yo voy a ocuparme esta noche, y para esos públicos mi conferencia sería demasiado elemental, demasiado rudimentaria. Pero yo debo tener en consideración la posición de nuestro público, mal informado acerca de éste y otros grandes acontecimientos europeos. Responsabilidad que no es suya sino de nuestros intelectuales y de nuestros hombres de estudio que, realmente, no son tales intelectuales ni tales hombres de estudio sino caricaturas de hombres de estudio, caricaturas de intelectuales. Hablaré, pues, esta noche, en periodista. Narraré, relataré, contaré, escuetamente, elementalmente, sin erudición y sin literatura.


En la conferencia pasada, después de haber examinado rápidamente la intervención de Italia y la intervención de Estados Unidos en la Gran Guerra, llegamos a la caída del zarismo, a los preliminares de la revolución rusa. Examinemos ahora los meses del gobierno de Kerensky. Kerensky, miembro conspicuo del Partido Socialista-Revolucionario, a quien ya os he presentado tal vez poco amablemente, fue el jefe del gobierno ruso durante los meses que precedieron a la revolución de octubre, esto es a la Revolución Bolchevique. Kerensky presidía un gobierno de coalición de los socialistas revolucionarios y los mencheviques con los cadetes y los liberales. Este gobierno de coalición representaba a los grupos medios de la opinión rusa. Faltaban en esta coalición de un lado los monarquistas, los reaccionarios, la extrema derecha y, de otro lado, los bolcheviques, los revolucionarios maximalistas, la extrema izquierda. La ausencia de la extrema derecha era una cosa lógica, una cosa natural. La extrema derecha era el partido derrocado. Era el partido de la familia real. En cambio, la presencia en la coalición, y, por lo tanto, en el ministerio presidido por Kerensky, de elementos burgueses, de elementos capitalistas, como los liberales y los cadetes, convertía la coalición y convertía el gobierno en una aleación, en una amalgama, en un conglomerado heterogéneo, anodino, incoloro.
Se concibe un gobierno de conciliación, un gobierno de coalición, dentro de una situación de otro orden. Pero no se concibe un gobierno de conciliación dentro de una situación revolucionaria. Un gobierno revolucionario tiene que ser, por fuerza, un gobierno de facción, un gobierno de partido, debe representar únicamente a los núcleos revolucionarios de la opinión pública; no debe comprender a los grupos intermediarios, no debe comprender a los núcleos virtualmente, tácitamente conservadores. El gobierno de Kerensky adolecía, pues, de un grave defecto orgánico, de un grave vicio esencial. No encarnaba los ideales del proletariado ni los ideales de la burguesía. Vivía de concesiones, de compromisos, con uno y otro bando. Un día cedía a la derecha; otro día cedía a la izquierda. Todo esto cabe, repito, dentro de una situación evolucionista. Pero no cabe dentro de una situación de guerra civil, de luchar armada, de revolución violenta. Los bolcheviques atacaron, desde un principio, al gobierno de coalición, y reclamaron la constitución de un gobierno proletario, de un gobierno obrero, de un gobierno revolucionario en suma. Ahora bien, las agrupaciones proletarias, eran en Rusia cuatro. Cuatro eran los núcleos de opinión revolucionaria.
Los Mencheviques, o sea los minimalistas, encabezados por Martov y Chernov, gente de alguna tradición y colaboracionista. Los socialistas-revolucionarios, a cuyas filas pertenecen Kerensky, Zaretelli y otros, que se hallaban divididos en dos grupos, uno de derecha, favorable a la coalición con la burguesía, y el de la izquierda, inclinado a los bolcheviques. Los bolcheviques o los maximalistas, el partido de Lenin, de Zinoviev y de Trotsky. Y los anarquistas que, en la tierra de Kropoktin y de Bakunin, eran naturalmente numerosos. En las tres primera agrupaciones, mencheviques, social-revolucionarios y bolcheviques, se fraccionaban los socialistas. Porque, como es natural, en la época de la lucha contra el zarismo todas estas fuerzas proletarias habían combatido juntas. Había habido discrepancias de programa; pero comunidad de fuerzas y sobre todo de esfuerzo contra la autocracia absoluta de los zares.
¿Cuál era la posición, cuál era la fisonomía, cuál era la fuerza de cada una de estas agrupaciones proletarias? Los mencheviques y los socialistas revolucionarios dominaban en el campo, entre los trabajadores de la tierra. Sus núcleos centrales estaban hechos, más que a base de obreros manuales, a base de elementos de la clase media, de hombres de profesiones liberales, abogados, médicos, ingenieros, etc. El ala izquierda de los socialistas revolucionarios reunía, en verdad, a muchos elementos netamente proletarios y netamente clasistas, que, por esto mismo, se sentían atraídos por la táctica y la tendencia bolcheviques, pero no se decidían a romper con el ala derecha de la agrupación.
Los hombres de la derecha y del centro, como Kerensky, eran los que representaban a los socialistas revolucionarios. Ambos partidos, mencheviques y socialistas revolucionarios, no eran, pues, verdaderos partidos revolucionarios. No representaban el sector más dinámico, más clasista, más homogéneo del socialismo. El proletariado industrial, el proletariado de la ciudad. Los maximalistas eran débiles en el campo; pero eran fuertes en la ciudad.
Sus filas estaban constituidas a base de elementos netamente proletarios. En el estado mayor maximalista prevalecía el elemento intelectual; pero la masa de los afiliados era obrera.
Los maximalistas actuaban en contacto vivo, intenso, constante, con los trabajadores de las fábricas y de las usinas. Eran del partido del proletariado industrial de Petrogrado y Moscú. Los anarquistas eran también influyentes en el proletariado industrial; pero sus focos centrales eran focos intelectuales. Rusia era, tradicionalmente, el país de la intelectualidad anarquista, nihilista.
En los núcleos anarquistas predominaban intelectuales, estudiantes. Por supuesto, los anarquistas combatían tanto como los bolcheviques, y en algunos casos de acuerdo con éstos, a los mencheviques y a los socialistas revolucionarios de Kerensky.
Este era el panorama político del proletariado ruso bajo el gobierno de Kerensky. Conforme a esta síntesis de la situación, la mayoría era de los socialistas revolucionarios y de los mencheviques coaligados.
Las masas campesinas y la clase media estaban al lado de ellos. Y las masas campesinas significaban la mayoría en la nación agrícola, en una nación poco industrializada como Rusia. Pero en cambio, los bolcheviques contaban con los elementos más combativos, más organizados, más eficaces, con el proletariado industrial, con los obreros de la ciudad.
Por otra parte, los mencheviques y los socialistas revolucionarios no podían conservar su fuerza, su predominio en las masas campesinas si no satisfacían dos arraigados ideales, dos urgentes exigencias de esas masas: la paz inmediata y el reparto de tierras.
El gobierno de Kerensky carecía de libertad para una y otra cosa. Carecía de libertad para la paz inmediata porque las potencias aliadas, de las cuales era ahijado y protegido, no le consentían entenderse separadamente con Alemania. Y carecía de libertad para el reparto de las tierras a los campesinos porque su alianza con los kadetes y los liberales, sus compromisos con la burguesía, sus miramientos con los propietarios de las tierras lo cohibían, lo coactaban para esta audaz reforma revolucionaria.
Kerensky no hacía, pues, en el gobierno la política de las masas socialistas que representaba; hacía la política de la burguesía rusa y de las potencias aliadas. Esta política impacientaba a las masas. Las masas querían la paz. Y la paz no venía. Las masas querían el reparto de las tierras. Y el reparto de las tierras tampoco venía.
Pero esta impaciencia de las masas campesinas no habría bastado para traer abajo a Kerensky si hubiera sido, efectivamente, sólo impaciencia de las masas campesinas, en vez de ser, también, impaciencia del ejército. La guerra era impopular en Rusia. He explicado ya cómo el gobierno zarista condujo la guerra con mentalidad de guerra relativa, esto es con mentalidad de guerra de ejércitos y no de guerra de naciones; y como, por consiguiente, el gobierno zarista no había sabido captarse la adhesión del pueblo a su empresa militar.
El pueblo y el ejército esperaban que de la revolución saliese la paz. La incapacidad de Kerensky para llegar a la paz, soliviantaba, pues, en contra de su gobierno al ejército, que no sentía, como los otros ejércitos aliados, el mito de la guerra de la Democracia contra la Autocracia, porque la guerra rusa había sido dirigida por la autocracia zarista. El ejército estaba cansado de la guerra, y reclamaba sordamente la paz.
Los bolcheviques orientaron su propaganda en un sentido sagazmente popular. Demandaron la paz inmediata y demandaron el reparto de las tierras. Y le dijeron al proletariado: “Ni una ni otra cosa podrá ser hecha por un gobierno de coalición con la burguesía. Hay que reemplazar este gobierno con un gobierno proletario, con un gobierno obrero, con un gobierno de los partidos de la clase trabajadora. Este gobierno debe ser el gobierno de los Soviets”. Y el grito de combate de los bolcheviques fue: '¡Todo el poder político a los Soviets!'
Los Soviets existieron desde la caída del zarismo. La palabra soviet quiere decir, en ruso, consejo. Victoriosa la Revolución, derrocado el zarismo, el proletariado ruso procedió a la organización de consejos de obreros, campesinos y soldados. Los soviets, los consejos de trabajadores de la tierra y de las fábricas, se agruparon en Soviets locales. Y los Soviets locales crearon un organismo nacional: el Congreso Pan-Ruso de los soviets. Los soviets representaban, pues, íntegramente al proletariado. En los soviets había mencheviques, socialistas revolucionarios, bolcheviques, anarquistas y obreros sin partido.
Kerensky y los socialistas revolucionarios y mencheviques no habían querido que los soviets ejercitaran directa y exclusivamente el poder. Educados en la escuela de la democracia, respetuosos del parlamentarismo, habían querido que ejercitara el poder un ministerio de coalición con los partidos burgueses, con partidos sin base en los soviets. Los órganos del proletariado no eran los órganos de gobierno. Había en Rusia una situación dual. El grito de los bolcheviques: ‘¡Todo el poder político a los Soviets!’, no quería, por tanto, decir: ‘¡Todo el poder político al Partido Maximalista!’.
Quería decir simplemente: ‘¡Todo el poder político al proletariado organizado!’ Los bolcheviques estaban en minoría en los soviets, en los cuales prevalecían los socialistas revolucionarios. Pero su actividad, su dinamismo y su programa les fueron captando cada día mayores afiliados en los soviets de obreros y de soldados. Y pronto los bolcheviques llegaron a ser mayoría en los soviets de la capital y de otros centros industriales.
Kerensky, por consiguiente, no era contrario al advenimiento exclusivo de los bolcheviques al gobierno. Era contrario a que el gobierno pasase a manos del proletariado, dentro de cuyos organismos contaba aún con la mayoría.
Kerensky y sus hombres procedían así porque tenían miedo de la revolución, porque los aterrorizaba la idea de que la revolución fuese llevada a sus extremas consecuencias, a su meta final, y porque comprendían que los bolcheviques, en parte por su valimiento personal, y en parte por su programa que era el programa de las masas, acabarían por conquistar la mayoría en el seno de los soviets.
Bajo la presión de los acontecimientos políticos y las sugestiones de las potencias aliadas, el gobierno de Kerensky cometió una aventura fatal: la ofensiva del 18 de junio contra los austro-alemanes. La ofensiva militar era para Kerensky una carta arriesgada y peligrosa. Pero era, al menos, un diversivo transitorio de la opinión pública.
El gobierno de Kerensky quiso distraer hacia el frente la atención popular. Los bolcheviques impugnaron vigorosamente la ofensiva. Los bolcheviques, como ya he dicho, interpretaban los anhelos de paz de la opinión pública. Además, pensaban que la ofensiva militar entrañaba dos graves peligros para la revolución: si la ofensiva triunfaba, cosa improbable dadas las condiciones del ejército, uniría a la burguesía y a la pequeña burguesía, las fortalecería políticamente, y aislaría al proletariado revolucionario; si la ofensiva fracasaba, cosa casi segura, la ofensiva originaría una completa disolución del ejército, una retirada ruinosa, la pérdida de nuevos territorios y la desilusión del proletariado.
León Trotsky define así en su libro: De la Revolución de Octubre a la Paz de Brest Litovsk, la posición de los bolcheviques ante la ofensiva.
La ofensiva, como se había previsto, tuvo lamentables consecuencias. El ejército ruso sufrió un rudo golpe. El descontento de las masas contra Kerensky, el anhelo de la paz inmediata, se acentuaron y se extendieron. Los bolcheviques iniciaron una violenta campaña de agitación del proletariado.
El gobierno de Kerensky reprimió, sin miramientos, esta campaña de agitación. Muchos bolcheviques fueron arrestados, otros tuvieron que huir y esconderse. Y dentro de esta situación, sobrevino la tentativa reaccionaria del general Kornilov. Empujado por la burguesía que complotaba intensamente contra la Revolución, se rebeló contra Kerensky. Pero su intentona reaccionaria no tuvo eco en los soldados del frente, que deseaban la paz y miraban con hostilidad a los elementos reaccionarios, conocedores de su mentalidad chauvinista y nacionalista.
Y los obreros de Petrogrado insurgieron vigorosamente en defensa de la Revolución. La insurrección de Kornilov abortó completamente, pero sirvió para aumentar la vigilancia revolucionaria de las masas y para robustecer, consecuentemente, a los bolcheviques. Los bolcheviques redoblaron el grito: ‘¡Todo el poder gubernativo a los soviets!’.
Los socialistas revolucionarios y los mencheviques recurrieron entonces, para calmar, para adormecer a las masas, a una maniobra artificiosa: reunieron una conferencia democrática, asamblea mixta de los soviets y de otros organismos autónomos, cuya composición aseguraba la mayoría a Kerensky. De la conferencia democrática salió un soviet democrático. Y este soviet democrático, completado con los representantes de los partidos burgueses aliados de Kerensky, se transformó en Parlamento preliminar. Este Parlamento preliminar debía preceder a la Asamblea Constituyente. A los bolcheviques les tocaron, en el Parlamento preliminar, cincuenta puestos, pero los bolcheviques abandonaron el Parlamento preliminar. Invitaron a los socialistas-revolucionarios de izquierda, a aquellos que condividían las opiniones de Kerensky, a abandonarlo también. Pero los socialistas revolucionarios de izquierda no se decidieron a romper con Kerensky y a unirse a los bolcheviques. La situación se hizo cada vez más agitada. La atmósfera cada vez más inflamable. Veamos cómo se encendió la chispa final.
El soviet de Petrogrado, en defensa de la Revolución, había constituido un Comité Militar Revolucionario, destinado a preservar al ejército de tentativas reaccionarias como las de Kornilov. Este Comité Militar Revolucionario, organismo fundamentalmente revolucionario y proletario, vivía en pugna con el Estado Mayor de Kerensky. Kerensky conspiraba contra su existencia basándose en que no era posible que funcionasen en Petrogrado dos estados mayores.
El gobierno veía en el Comité Revolucionario el futuro foco de la revolución bolchevique. Resolvió entonces tomar una serie de medidas militares que le asegurasen el control militar de Petrogrado. Ordenó el alejamiento de Petrogrado de las tropas adictas al soviet y obedientes al Comité Militar Revolucionario, y la llamada del frente de tropas nuevas. Estas disposiciones desencadenaron la revolución bolchevique.
El 22 de octubre, el Estado Mayor de Kerensky convidó a los cuerpos de la guarnición a enviar, cada uno, dos delegados para acordar el alejamiento de las tropas revoltosas. Los cuerpos de la guarnición respondieron que no obedecerían sino una resolución del Soviet de Petrogrado. Era la declaración explícita de la rebelión.
Algunas tropas, sin embargo, se mostraban aún vacilantes. Los bolcheviques realizaron con eficaz actividad, una rápida propaganda para captarlas a su causa. El gobierno de Kerensky llamó a tropas del frente, estas tropas se pusieron en comunicación con los bolcheviques quienes les ordenaron detener su avance. Y llegó la jornada final.
El 25 de octubre las tropas de Petrogrado rodearon el Palacio de Invierno, refugio del gobierno de Kerensky, y León Trotsky, a nombre del Comité Militar Revolucionario, anunció al Soviet de Petrogrado que el gobierno de Kerensky cesaba de existir y que los poderes políticos pasaban desde ese momento a manos del Comité Revolucionario Militar, en espera de la decisión del Congreso Pan-Ruso de los Soviets.
El 26 de octubre se reunió el Congreso de los Soviets. Lenin y Zinoviev, perseguidos bajo el gobierno de Kerensky, reaparecieron, acogidos por grandes aplausos. Lenin presentó dos proposiciones: la paz y el reparto de las tierras a los campesinos. Las dos fueron instantáneamente aprobadas.
Los bolcheviques invitaron a los socialistas revolucionarios de izquierda a colaborar con ellos en la constitución del nuevo gobierno, pero los socialistas revolucionarios, vacilantes e irresolutos siempre, se excusaron de aceptar. Entonces el Partido Bolchevique asumió íntegramente la responsabilidad del gobierno. El Congreso de los Soviets encargó el poder a un Soviet de Comisarios del Pueblo.
La revolución bolchevique tuvo días de viva inquietud y constante amenaza. Los empleados y funcionarios públicos la sabotearon. Los alumnos de la Escuela Militar se insurreccionaron. Las tropas bolcheviques reprimieron esta insurrección. Kerensky, que había logrado fugar del palacio de gobierno, al frente de los cosacos del General Crasnoff amenazó a Petrogrado, pero los bolcheviques lo derrocaron en Zarskoyeselo. Y Kerensky fugó por segunda vez. Los bolcheviques enviaron mensajeros a todas las provincias comunicando la constitución del nuevo gobierno y la dación de los decretos de paz y de reparto de las tierras.
El telégrafo y los servicios de transporte boicoteaban e incomunicaban. Las tropas del frente permanecieron fieles a ellos porque eran el partido de la paz.
Vino un período de negociaciones entre los Soviets y la Entente. Los Soviets propusieron a la Entente la negociación conjunta de la paz. Estas proposiciones no fueron tomadas en cuenta. Los bolcheviques se vieron obligados a dirigirse separadamente a los alemanes. Se iniciaron las negociaciones de Brest Litovsk. Antes y después de ellas hubo conversaciones entre los representantes diplomáticos de las potencias aliadas y Rusia. Pero fue imposible un acuerdo. Los aliados creían que los bolcheviques no durarían casi en el gobierno. La paz de Brest Litovsk fue inevitable.


Esta es, rápidamente sintetizada, la historia de la Revolución Rusa. Haré al final de este curso de conferencias, la historia de la República de los Soviets, la explicación de la legislación rusa, el estudio de las instituciones rusas, el análisis de la política sovietista. Conforme al programa del curso, que como ya he dicho agrupa los acontecimientos con cierta arbitrariedad, pero permite su mejor comprensión global, en la próxima conferencia hablaré de la Revolución Alemana. Y llegaremos así a otro episodio sustancial, a otro capítulo primario, de la historia de la crisis mundial que es la historia de la descomposición, y de la decadencia o del ocaso de la orgullosa civilización capitalista.

José Carlos Mariátegui La Chira

La lucha eleccionaria en México

La designación de candidatos a la presidencia por las convenciones nacionales no ha sido hecha todavía. Pero ya empiezan las convenciones regionales o de partido a preparar esa designación, proclamando sus respectivos candidatos. La eliminación final, en la medida en que sea posible, las harán las convenciones nacionales. Pero, mientras esta vez es posible que las anti-reelecciones se agrupen en torno de un candidato único, que tal vez sea Vasconcelos, la división del bloque obregonista de 1923 se muestra ya irremediable. La Crom irá probablemente sola a la lucha, con Morones a la cabeza. El partido constituido por los obregonistas, y en general por los elementos contrarios a los laboristas, y que se declaran legítimos continuadores y representantes de la revolución, arrojando sobre La Crom la tacha de reaccionaria, presentará un candidato propio, acaso comprometido personalmente por esta polémica.
Entre los candidatos de esta tendencia, con mayor proselitismo, uno de los más indicados hasta ahora es el general Aaron Saenz, gobernador del Estado de Nueva León. Aaron Saenz comenzó su carrera política en 1913, enrolado en el ejército revolucionario en armas contra Victoriano Huerta. Desde entonces actuó siempre al lado de Obregón, cuya campaña eleccionaria dirigió en 1928. Ministro de Calles, dejó su puesto en el gobierno federal para presidir la administración de un Estado, cargo que conserva hasta hoy. Su confesión protestante, puede ser considerada por muchos como un factor útil a las relaciones de México con Estados. Porque en los últimos tiempos, la política mexicana antes los Estados Unidos ha acusado un retroceso que parece destinado a acentuarse, si la presión de los intereses capitalistas desarrollados dentro del régimen de Obregón y Calles, en la que hay que buscar el secreto de la actual escisión, continúa imponiendo la línea de conducta más concorde con sus necesidades.
Vasconcelos se ha declarado pronto para ir a la lucha como candidato. Aunque auspiciado por el partido anti-reeleccionista, y probablemente apoyado por elementos conservadores que ven en su candidatura la promesa de un régimen de tolerancia religiosa, puede ganarse una buena parte de los elementos disidentes o descontentos que la ruptura del frente Obregonista de 1926 deja fuera de los dos bandos rivales. Por el hecho de depender de la concentración de fuerzas heterogéneas, que en la anterior campaña eleccionaria, se manifestarán refractarias a la unidad, su candidatura, en caso de ser confirmada, no podrá representar un programa concreto, definido. Sus votantes tendrían en cuenta solo las cualidades intelectuales y morales de Vasconcelos y se conformarían con la posibilidad de que en el poder puedan ser aprovechadas con buen éxito. Vasconcelos pone su esperanza en la juventud. Piensa que, mientras esta juventud adquiere madurez y capacidad para gobernar México, el gobierno debe ser confiado a un hombre de la vieja guardia a quien el poder no haya corrompido y se preste garantías de proseguir la línea de Madero. Sus fórmulas políticas, como se ve, no son muy explícitas. Vasconcelos, en ellas, sigue siendo más metafísico que político y que revolucionario.
La prosecución de una política revolucionaria, que ya venía debilitándose por efecto de las contradicciones internas del bloque gobernante, aparece seriamente amenazada. La fuerza de la revolución residió siempre en la alianza de agrarias y laboristas, esto es de las masas obreras y campesinas. Las tendencias conservadoras, las fuerzas burguesas han ganado una victoria al insidiar su solidaridad y fomentar su choque. Por esto las organizaciones revolucionarias de izquierda trabajan ahora por una Asamblea nacional obrera y campesina, encaminada a crear un frente único proletario. Pero estos aspectos de la situación mexicana, serán materia de otro artículo. Por el momento no me he propuesto sino señalar las condiciones generales en que se inicia [la lucha eleccionaria].

José Carlos Mariátegui La Chira

Carta de R. J. Patiño O., 3/6/1927

Lima, 3 de junio de 1927
Señor
Director de la Revista Amauta.
Ciudad.
S. D.
Por acuerdo de la entidad indígena de mi presidencia, tengo el agrado de dirigirme a Ud. a fin de someter a su ilustrada consideración el Manifiesto adjunto, si puede insertarse en la Revista de su digna dirección.
Dada a la finalidad que persigue esta institución, cual es la reivindicación de la raza autóctona, de la que es su Apóstol Amauta, estoy seguro de que tendrá generosa acogida el manifiesto indicado.
Es ocasión para ofrecer a Ud. en nombre del Comité Central P.D.I.T., las seguridades de mi distinguida consideración.
Dios gue. a Ud.
R.J. Patiño O.

Patiño O., R. J.