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Carta de M. T. Mejía Xesspe, 20/11/1926

Lima, 20 de noviembre de 1926
Sr. Dn. José Carlos Mariátegui
Director de la Revista Amauta
Lima
Muy señor mío:
Con el placer infinito que seres vindictos pueden sentir, tengo el agrado de dirigirme a Ud. con el objeto de manifestarle, no sólo a nombre mío, sino a nombre de todos los peruanos, especialmente por aquellos aborígenes que esperan ansiosos la voz salvadora, redentora y vivificadora de algún humanitario, a manifestarle que su gran acierto para fundar la publicidad de una revista de índole netamente nacionalista, tal como creo y debe ser así para todos nuestros compatriotas, la revista "Amauta". es meritorio y plausible.
A través de tantos años de lucha por la libertad humana y espiritual, en nuestro país, no hemos podido aún establecer las definiciones concretas de esa lucha, ni hemos alcanzado el fin de ella.
Nuestra libertad, como usted bien sabe, no está perfecta y nuestra libertad espiritual mucho menos. Pero, como la vida de un individuo, hasta la tumb, comprensión absoluta de sus acciones, así como orientaciones amplias para realizar su ideal: asimismo, un pueblo necesita comprensión y orientación sistemáticas para el desarrollo de su engrandecimiento. De allí, que nuestras leyes, a pesar de ser muy aceptables, no encuentran aun ser interpretadas para su cumplimiento. Me refiero, tratándose de este asunto, a las leyes dictadas en pró de los indios del Perú. Estos, sin más conocimiento que la razón natural agreste, no puede comprender la finalidad de las leyes que se decretan en su favor, de ahí, que tampoco pueden pedir su cumplimiento. En tanto que los llamados a hacerlas cumplir, sin más conocimiento que el beneficio directo o indirecto les aporta, no se hayan capaces de quebrantar "sus costumbres", haciéndose, por ende, ignorantes e incapaces de hacer cumplir las leyes.
Es, por eso, que en mi poco conocimiento, siempre he pensado que todas las cosas no se pueden llevar a cabo, inmediatamente después de pensamiento, por cuanto que necesita conocerse el tiempo, el lugar y la oportunidad. El Perú, país moderno en su estructura republicana, pero remoto en su origen, origen, desgraciadamente, misterioso, pletórico en su elemento étnico, el cual permanece inerte como una materia prima, necesita revolucionar material y moralmente para poder alcanzar un desenvolvimiento perfecto. Pero esta revolución no puede realizarse en un tiempo relativamente corto, sino después de muchos ensayos, después de haberse identificado, sistemática y progresivamente, el valor y resultado de su causa.
En el país hemos tenido hombres de ideas semejantes a la de Ud. Sr. Mariátegui, pero, fatalmente fueron muy prematura, por lo que no alcanzaron el fin perseguido; más hoy usted es más favorecido y me parece que ya es llegado el tiempo para emprender una lucha por nuestra nacionalización absoluta. Siempre lo he distinguido a Ud. por su espíritu y verbo nacionalista, aunque no tengo el honor de conocerlo personalmente.
Hace apenas algún tiempo que me encuentro nuevamente en esta capital, durante el cual he tenido la oportunidad de saborear ávidamente el contenido de la revista "Amauta" que dignamente dirige Ud., contenido que corresponde realmente al hombre sugestivo que lo guía. "Amauta" como su nombre indica: ama, no prohibitivo y uta, expresión que delata ignorancia, idiotez; debe ser siempre el reverso de la última expresión, es decir, el sabio. "Amauta" debe ser la luz brillante cuya llama sea capaz de encender el fuego sagrado no sólo del hogar de un "blanco", sino también de la choza de un "indio"; debe ser el verdugo y el juez, para castigar debidamente al culpable y dar sentencia en justicia; debe ser la fuente cristalina, donde pueda contemplarse y apagar la sed; debe ser ser un cartel público donde pueda exhibirse el mérito de uno, como el baldón de otro; y,por último, debe ser un verdadero sabio-maestro que enseñe y divulgue todo el conocimiento útil, tanto del pasado como del presente.
Me congratulo sobremanera al dirigirme a Ud. y ofrezco mi colaboración literaria para las páginas de "Amauta", colaboración que podría ser solamente de naturaleza indígena (folklore, leyendas, cuentos, costumbres, etc.) Para que tenga Ud. alguna idea de mi persona, le envío un ensayo de "Algunas costumbres y creencias de los Indígenas". Como verá Ud. soy del grupo de aquella raza muda e infeliz, que hasta ahora no articula todavía ninguna palabra - tal como lo dice el Sr. Orrego- ni siente aún la felicidad; pero yo procuraré hacer lo posible colaborando a su lado.
Sin más, me sucribo de Ud. atto, S.S
M. T. Mejía-Xesspe.

Mejía Xesspe, M. T.

Carta de Jorge E. Nuñez Valdivia, 28/11/1926

Arequipa, noviembre 28 de 1926
Señor don
José Carlos Mariátegui.
Lima,
Querido amigo y compañero:
Acabo de recibir su comunicación de 20 de los corrientes. Usted no puede comprender el entusiasmo de los muchachos de Studium, al leer su reveladora carta.
No me equivoqué , amigo Mariátegui, al escribir en mi artículo de "Pacha", que era Ud. uno de nuestros críticos. He admirado siempre su profundo espíritu. Goza Ud. de la preciosa facultad de penetrar en el quid de los problemas y de las corrientes.
Respecto a la tendencia nacionalista, no creo que no esté acorde con los ideales de la época. Deseo, anhelo, fervientemente, que la nueva juventud examine de cerca el nacionalismo. En verdad que no se trata de un nacionalismo imperialista. No, en ningún caso, no. el nacionalismo que proclamo no es esa índole. Al afecto, redacté hace algún tiempo, una especie de mensaje, para varios amigos del Perú y de fuera, a quienes interesaba los problemas sociológicos. Yo, como aprecio su personalidad, le remití una copia. Temeroso de que se haya extraviado, le adjunto una nueva copia. Le ruego darme su opinión. Considero, como usted lo indicó en sus artículos de "Mundial", que el problema capital de la nueva peruanidad es el problema indígena. También le adjunto una copia de un trabajito que estoy preparando. Le envío sólo un bosquejo inicial. Pienso integrarla con el estudio de las opiniones de Ud., de Valcárcel, De Albújar, Orrego, etc, etc, Por eso, le agradeceré enviarme sus puntos de vista, a fin de consignarlos en el referido trabajo.
Esta es la tendencia nacionalista que pretendo reforzar. Es imperialista?. No me parece. Mi nacionalismo no odia a ningún pueblo, ni a ningún hombre, porque, - como lo decía en un artículo, cada cual tiene su virtualidad, que puede cambiarse, si no está conforme con el ideal social, o debe ampararse, cuando está de acuerdo con el nuevo espíritu de la época. Me he preocupado siempre de los movimientos sociales. Es verdad que el espíritu de occidente está en decadencia. Ese espíritu debe ser arrojado de América. La técnica a que se refiere Ud. puede servir a América. Yo me refiero solo al espíritu. El Perú debe reformar su espíritu. Solo pueden intentarlo los honrados, los sinceros. Gusto de los nuevos problemas. Admiro las nuevas orientaciones; pero no estoy con el método proclamado por algunos exagerados. Lucha de clases?. Habrá sinceridad?. Me pregunto esto por la experiencia que se adquiere en algunas regiones del espíritu. Mientras no reformemos nuestro estúpido espíritu, mientras no esclarezcamos nuestro yo interno, toda revolución será ineficiente. Deseo que la juventud sea religiosa. Que tenga creencias. Que no pierda la fe. Cuando uno aniquila sus esperanzas y se encuentra solo en el tiempo, inicia su decadencia. Pero para esto pido, siempre lo he pedido, mucha sinceridad. Por eso lo aprecio y por eso lo admiro. No soy partidario de las guerras violentas y las luchas de clases. Porque tengo fe en la nueva juventud, en sus maestros y sus directores, es que deseo que no les guíe métodos de fuerza. Predicamos amor, solicitamos bondad. Bueno, muy bueno. Pero debemos practicar esos ritos y esas idealidades. Creemos, amigo Mariátegui, la escuela de la perfección interior. Salvará el materialismo decadentista. Hacer de cada hombre, un cristiano: sana labor de los jóvenes directores de masas juveniles y obreras. No perdamos nuestra esperanza. A menos a los hombres; la máxima labor del hombre es esparcir la bondad, predicar la unión de los hombres. Pero he apreciado el panorama peruano: su aspecto político, su problema económico, indígena, etc, me han convencido de realizar esa labor en nuestro medio. La historia peruana es un retazo de la historia mundial. No puede escindírsela. A eso va mi nacionalismo: resolver mi problema indígena; laborar por la independencia de la economía peruana. Es imperialista?. No lo sé. Es anti-humanista. No puedo apreciarlo. Solo sé que contribuiré al progreso de la nueva humanidad. Será algo. Pero algo, al fin. Quiere acompañarme en esa labor. En posteriores comunicaciones, concretaremos nuestro plan de acción. Formularemos acciones. Auspiciaremos idealidades. Observaremos nuestra realidad nacional y seremos verdaderos nacionalista.
No se olvide de su amigo.
Hasta pronto y en espera de sus noticias y producciones, con fuerte apretón de manos, se despide su cordial amigo
[Firma de Jorge E. Núñez Valdivia]
P.D. Me permito rogarle, me indique cual es el estado cultural actual del Centro "Ariel"; así como si tiene usted datos sobre la sinceridad de Augusto Villa de la Tapia y Sebastián Vega, Secretario y Presidente respectivamente, del Centro Ariel, fundado hace poco en Arequipa. Deseo conocer su posición intelectual a fin de auspiciar labor de "Ariel". Corren voces entre los amigos de Arequipa de su campaña política. Ud. conocerá su cariz intelectual. Gracias.
[Núñez]

Nuñez Valdivia, Jorge E.

Nacionalismo y Vanguardismo en la ideología política

Es posible que a algunos recalcitrantes conservadores de incontestable buena fe los haga sonreír la aserción de que lo más peruano, lo más nacional del Perú contemporáneo es el sentimiento de la nueva generación. Esta es, sin embargo, una de las verdades más fáciles de demostrar. Que el conservantismo no pueda ni sepa entenderla es una cosa que se explica perfectamente. Pero no disminuye ni oscurece su evidencia.
Para conocer cómo siente y cómo piensa la nueva generación, una crítica leal y seria empezará sin duda por averiguar cuáles son sus reivindicaciones. Le tocará constatar, por consiguiente, que la reivindicación capital de nuestro vanguardismo es la reivindicación del indio. Este hecho no tolera mistificaciones no consiente equívocos.
Traducido a un lenguaje inteligible para todos, inclusive, para los conservadores, el problema indígena se presenta como el problema de cuatro millones de peruanos. Expuesto en términos nacionalistas, -insospechables y ortodoxos- se presenta como el problema de la asimilación a la nacionalidad peruana de las cuatro quintas partes de la población del Perú.
¿Cómo negar la peruanidad de un ideario y de un programa que proclama con tan vehemente ardimiento, su anhelo y su voluntad de resolver este problema?
II.
Los discípulos del nacionalismo monarquista de “L’Action Francaise” adoptan, probablemente la fórmula de Maurras: “Todo lo nacional es nuestro”. Pero su conservantismo se guarda mucho de definir lo nacional, lo peruano. Teórica y prácticamente el conservador criollo se comporta como un heredero de la colonia y como un descendiente de la conquista. Lo nacional, para todos nuestros pasadistas, comienza en lo colonial. Lo indígena es en su sentimiento, aunque no lo sea en su tesis, lo pre-nacional. El conservantismo no puede concebir ni admitir sino una peruanidad: la formada en los moldes de España y Roma. Este sentimiento de la peruanidad tiene graves consecuencias para la teoría y la práctica del propio nacionalismo que inspira y engendra. La primera consiste en que la limita a cuatro siglos la historia de la patria peruana. I cuatro siglos de tradición tienen que parecerle muy poca cosa a cualquier nacionalismo, aún al más modesto e iluso. Ningún nacionalismo sólido aparece en nuestro tiempo como una elaboración de solo cuatro siglos de historia.
Para sentir a sus espaldas una antigüedad más respetable e ilustre, el nacionalismo reaccionario recurre invariablemente al artificio de anexarse no solo todo el pasado y toda la gloria de España sino también todo el pasado y la gloria de la latinidad. Las raíces de la nacionalidad resultan ser hispanas y latinas. El Perú, como se lo representa esta gente, no desciende del Inkario autóctono; desciende del imperio extranjero que le impuso hace cuatro siglos su ley, su confesión y su idioma.
Maurice Barrés en una frase que vale sin duda como artículo de fe para nuestros reaccionarios, decía que la patria son la tierra y los muertos. Ningún nacionalismo puede prescindir de la tierra. Este es el drama del que en el Perú, además de acogerse a una ideología importada, representa el espíritu y los intereses de la conquista y la colonia.
III.
En oposición a este espíritu, la vanguardia propugna la reconstrucción peruana sobre la base del indio. La nueva generación reivindica nuestro verdadero pasado, nuestra verdadera historia. El pasadismo se contenta, entre nosotros, con los frágiles recuerdos galantes del virreinato. El vanguardismo, en tanto, busca para su obra materiales más genuinamente peruanos, más remotamente antiguos.
I su indigenismo no es una especulación literaria ni un pasatiempo romántico. No es un indigenismo que, como muchos otros, se resuelve y agota en una inocua apología del Imperio de los Incas y de sus faustes. Los indigenistas revolucionarios, en lugar de un platónico amor al pasado incaico, manifiestan una activa y concreta solidaridad con el indio de hoy.
Este indigenismo no sueña con utópicas restauraciones. Siente el pasado como una raíz, pero no como un programa. Su concepción de la historia y de sus fenómenos es realista y moderna. No ignora ni olvida ninguno de los hechos históricos que, en estos cuatro siglos, han modificado, con la realidad del Perú, la realidad del mundo.
IV.
Cuando se supone a la juventud seducida por mirajes extranjeros y por doctrinas exóticas, se parte, seguramente, de una interpretación superficial de las relaciones entre nacionalismo y socialismo. El socialismo no es, en ningún país del mundo, un movimiento anti-nacional. Puede parecerlo, talvez, en los imperios. En Inglaterra, en Francia, en Estados Unidos, etc, los revolucionarios denuncian y combaten el imperialismo de sus propios gobiernos. Pero la función de la idea socialista cambia en los pueblos política o económicamente coloniales. En esos pueblos, el socialismo adquiere por la fuerza de las circunstancias, sin renegar absolutamente ninguno de sus principios, una actitud nacionalista. Quienes sigan el proceso de las agitaciones nacionalista riffeña, ejipcia, china, hindú, etc, se explicarán sin dificultad este aspecto, totalmente lógico, de la praxis revolucionaria. Observarán, desde el primer momento, el carácter esencialmente popular de tales agitaciones. El imperialismo y el capitalismo de Occidente encuentran siempre una resistencia mínima, si no una sumisión completa, en las clases conservadoras, en las clases dominantes de los pueblos coloniales. Las reivindicaciones de independencia nacional reciben su impulso y su energía de la masa popular. En Turquía, donde se ha operado en los últimos años el más vigoroso y afortunado movimiento nacionalista, se ha podido estudiar exacta y cabalmente este fenómeno. Turquía ha renacido como nación por mérito y obra de su gente revolucionaria, no de su gente conservadora. El mismo impulso histórico que arrojó del Asia Menor a los griegos, inflingiendo una derrota al imperialismo británico echó de Constantinopla al Kalifa y a su corte.
Uno de los fenómenos más interesantes, uno de los movimientos más extensos de esta época es, precisamente, este nacionalismo revolucionario, este patriotismo revolucionario. La idea de la nación -lo ha dicho un internacionalista- es en ciertos periodos históricos la encarnación del espíritu de libertad. En el Occidente europeo, donde la vemos más envejecida, ha sido, en su origen y en su desarrollo, una idea revolucionaria. Ahora tiene este valor en todos los pueblos que, explotados por algún imperialismo extranjero, luchan por su libertad nacional.
En el Perú los que representan e interpretan la peruanidad son quienes, concibiéndola como una afirmación y no como una negación, trabajan por dar de nuevo una patria a los que, conquistados y sometidos por los españoles, la perdieron hace cuatro siglos y no la han recuperado todavía.

José Carlos Mariátegui La Chira

La Unidad de la América Indo-Española

La Unidad de la América Indo-Española

Los pueblos de la América española se mueven, en una misma dirección. La solidaridad de sus destinos históricos no es una ilusión de la literatura americanista. Estos pueblos, realmente, no son hermanos sólo en la retórica sino también en la historia. Proceden de una matriz única. La conquista española, destruyendo las culturas y las agrupaciones autóctonas, uniformó la fisonomía étnica, política y moral de la América hispana. Los métodos de colonización de los españoles solidarizaron la suerte de sus colonias. Los conquistadores impusieron a las poblaciones indígenas su religión y su feudalidad. La sangre española se mezcló con la sangre india. Se crearon así núcleos de población criolla, gérmenes de futuras nacionalidades. Luego, idénticas ideas y emociones agitaron a las colonias contra España. El proceso de formación de los pueblos indo-españoles tuvo, en suma, una trayectoria uniforme.

La generación libertadora sintió intensamente la unidad sud-americana. Opuso a España un frente único continental. Sus caudillos obedecieron no un ideal nacionalista, sino un ideal americanista. Esta actitud correspondía a una necesidad histórica. Además, no podía haber nacionalismos donde no había aún nacionalidades. La revolución no era un movimiento de las poblaciones indígenas. Era un movimiento de las poblaciones criollas, en las cuales los reflejos de la revolución francesa habían generado un humor revolucionario.

Más las generaciones siguientes no continuaron por la misma vía. Emancipadas de España, las antiguas colonias quedaron bajo la presión de las necesidades de un trabajo de formación nacional. El ideal americanista, superior a la realidad contingente, fue abandonado. La revolución de la independencia había sido un gran acto romántico; sus conductores y animadores, hombres de excepción. El idealismo de esa gesta y de esos hombres había podido elevarse a una altura inasequible a gestas y hombres menos románticos. Pleitos absurdos y guerras criminales desgarraron la unidad de la América indo-española. Acontecía, al mismo tiempo, que unos pueblos se desarrollaban con más seguridad y velocidad que, otros. Los más próximos a Europa fueron fecundados por sus inmigraciones. Se beneficiaron de un mayor contacto con la civilización occidental. Los países hispano-americanos empezaron así a diferenciarse.

Presentemente mientras unas naciones han liquidado sus problemas elementales, otras no han progresado mucho en su solución. Mientras unas naciones han llegado a una regular organización democrática, en otras subsisten hasta ahora densos residuos de feudalidad. El proceso del desarrollo de todas estas naciones sigue la misma dirección; pero en unas se cumple más rápidamente que en otras.

Pero lo que separa y aísla a los países hispano-americanos no es esta diversidad de horario político. Es la imposibilidad de que entre naciones incompletamente formadas, entre naciones apenas bosquejadas en su mayoría, se concerté y se articule un sistema o un conglomerado internacional. En la historia, la comuna precede a la nación. La nación precede a toda sociedad de naciones.

Aparece como una causa específica de dispersión la insignificancia de vínculos económicos hispano-americanos. Entre estos países no existe casi comercio, no existe casi intercambio. Todos ellos son, más o menos, productores de materias primas y de géneros alimenticios, que envían a Europa y Estados Unidos, de donde reciben, en cambio, máquinas, manufacturas, etc. Todos tienen una economía parecida, un tráfico análogo. Son países agrícolas. Comercian, por tanto, con países industriales. Entre los pueblos hispano-americanos no hay cooperación; algunas veces, por el contrario, hay concurrencia. No se necesitan, no se complementan, no se buscan unos a otros. Funcionan económicamente como colonias de la industria y la finanza europea y norteamericana.

Por muy escaso crédito que se conceda a la concepción materialista de la historia, no se puede desconocer que las relaciones económicas son el principal agente de la comunicación y la articulación de los pueblos. Puede ser que el hecho económico no sea anterior ni superior al hecho político. Pero, al menos, ambos son consustanciales y solidarios. La historia moderna lo enseña a cada paso. (A la unidad germana se llegó a través del “zollverein”. El sistema aduanero, que canceló los confines económicos entre los Estados Alemanes, fue el motor de esa unidad que la derrota, el post-guerra y las maniobras del poincarismo no han conseguido fracturar. Austria-Hungría, no obstante la heterogeneidad de su contenido étnico, constituía también, en sus últimos años, un organismo económico. Las naciones en que el tratado de paz ha dividido Austria-Hungría resultan un poco artificiales, malgrado la evidente autonomía de sus raíces étnicas e históricas. Dentro del imperio austro-húngaro la convivencia había concluido por soldarlas económicamente. El tratado de paz les ha dado autonomía, pero no ha podido darles autonomía económica. Esas naciones han tenido que buscar, mediante pactos aduaneros, una restauración parcial de su funcionamiento unitario. Finalmente, la política de cooperación y asistencia internacionales, que se intenta actuar en Europa, nace de la constatación de la interdependencia económica de las naciones europeas. No propulsa esa política un abstracto ideal pacifista sino un concreto interés económico. Los problemas de la paz han demostrado la unidad económica de Europa. La unidad moral, la unidad cultural de Europa no son menos evidentes; pero sí menos válidas para inducir a Europa a pacificarse.)

Es cierto que estas jóvenes formaciones nacionales se encuentran desparramadas en un continente inmenso. Pero la economía es, en nuestro tiempo, más poderosa que el espacio. Sus hilos, sus nervios suprimen o anulan las distancias. La exigüidad de las comunicaciones y los transportes es, en la América indo-española, una consecuencia de la exigüidad de las relaciones económicas. No se tiende un ferrocarril para satisfacer una necesidad del espíritu y de la cultura.

La América española se presenta prácticamente fraccionada, escindida, balcanizada. Sin embargo, su unidad no es una utopía, no es una abstracción. Los hombres que hacen la historia hispano-americana no son diversos. Entre el criollo del Perú y el criollo argentino no existe diferencia sensible. El argentino es más optimista, más afirmativo que el peruano; pero uno y otro son irreligiosos y sensuales. Hay, entre uno y otro, diferencias de matiz más que de color.

De una comarca de la América española a otra comarca varían las cosas, varía el paisaje; pero casi no varía el hombre. Y el sujeto de la historia es, ante todo, el hombre. La economía, la política, la religión son formas de la realidad humana. Su historia es, en su esencia, la historia del hombre.

La identidad del hombre hispano-americano encuentra una expresión en la vida intelectual. Las mismas ideas, los mismos sentimientos circulan por toda la América indo-española. Toda fuerte personalidad intelectual influye en la cultura continental. Sarmiento, Martí, Montalvo no pertenecen exclusivamente a sus respectivas patrias; pertenecen a Hispano América. Lo mismo que de estos pensadores se puede decir de Darío, Lugones, Silva, Nervo, Chocano y otros poetas. Rubén Darío está presente en toda la literatura hispano-americana. Actualmente, el pensamiento de Vasconcelos y de Ingenieros tiene una repercusión continental. Vasconcelos e Ingenieros son los maestros de una entera generación de nuestra América. Son dos directores de su mentalidad.

Es absurdo y presuntuoso hablar de una cultura propia y genuinamente americana en germinación, en elaboración. Lo único evidente es que una literatura vigorosa refleja ya la mentalidad y el humor hispanoamericanos. Esta literatura—poesía, novela, crítica, sociología, historia, filosofía— no vincula todavía a los pueblos; pero vincula, aunque no sea sino parcial y débilmente, a las categorías intelectuales.

Nuestro tiempo, finalmente, ha creado una comunicación más viva y más extensa: la que ha establecido entre las juventudes hispano-americanas la emoción revolucionaria. Más bien espiritual que intelectual, esta comunicación recuerda la que concertó a la generación de la independencia. Ahora como entonces, la emoción revolucionaria da unidad a la América indo-española. Los intereses burgueses son concurrentes o rivales; los intereses de las masas no. Con la revolución mexicana, con su suerte, con su ideario, con sus hombres se sienten solidarios todos los hombres nuevos de América. Los brindis pacatos de la diplomacia no unirán a estos pueblos. Los unirán, en el porvenir, los votos históricos de las muchedumbres.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Poetas nuevos y poesía nueva

Los juegos florales me han comunicado con la nueva generación de poetas peruanos. Mis andanzas y mis estudios cosmopolitas me tenían desconectado de las cosas y de las emociones que aquí se riman. Hoy no me creo todavía muy enterado de la calidad ni del número de poetas jóvenes; pero sí de la temperatura y del humor de su poesía. Naturalmente los juegos florales no han atraído a todos los poetas nuevos. Los más íntimos, los más recatados, los más originales, les han rehusado hurañamente su contribución.
Parcialmente comprendo y comparto el sentimiento que los ha alejado de la fiesta. Los juegos florales son una ceremonia provinciana, cursi, medioeval. Aquí resultan, además, una costumbre extranjera y postiza. Me explico que su coreografía anacrónica no seduzca a todos los poetas. El fallo del jurado último no debe ser tomado, por consiguiente, como un juicio sumario sobre la poesía de la última generación.
Fuera de los juegos florales, he conocido varios poetas que merecen ser tratados de otra suerte. Sobre ninguno de ellos se puede decir aún una palabra definitiva. Sus personalidades están en formación. Pero nos han dado ya algunas anticipaciones muy nobles de su porvenir. Luis Berninzone posee una fantasía poderosa que no necesita sino encontrar una forma menos retórica y un gusto menos ornamental. Arnaldo Bazán, que apenas si ha tenido algún furtivo contacto con el público, es ya un intérprete hondo del sentimiento trágico de la vida. Juan María Merino Vigil acusa en sus versos y en su prosa un temperamento lírico y panteísta de insólitos matices. Juan Luis Velásquez, niño-poeta o poeta-niño, tiene la divina incoherencia de los inspirados. Hay en su pequeño libro algunos bellos disparates y dos o tres notas admirables. Jacobo Hurwitz no debe ser juzgado por su incipiente libro, que contiene, sin embargo, algunas emociones originales y sutiles. Magda Portal es algo muy raro y muy precioso en nuestra literatura: una poetisa. Mario Chávez gusta del funambulismo agresivo y pintoresco de los futuristas. Su poesía, es un cohete de luces polícromo y estridente. En torno mío se habla mucho y muy bien de Juan José Lora, inédito hasta ahora. Y, probablemente, el número de los poetas de esta generación es mayor aún. Yo no intento enumerarlos ni calificarlos a todos en mi elenco.
No nos faltan poetas nuevos. Lo que nos falta, más bien, es nueva poesía. (Los juegos florales reunieron, sobre la mesa del jurado, un muestrario exiguo de baratijas sentimentales, de ripios vulgares y de trucos desacreditados. La monotonía de este paisaje poético movió, sin duda, a Luis Alberto Sánchez a negar en su vigoroso discurso que la tristeza sea el elemento esencial de nuestra poesía. Esta poesía, dice Sánchez no es triste sino melancólica. Triste es Vallejo; pero no Ureta. Yo agrego que, más que melancólico, el tono de nuestra poesía es hipocondriaco. Pero no acepto la tesis de que estos versos sean extraños al ambiente. No es cierto que nuestra gente sea alegre. Aquí no hay ni ha habido alegría. Nuestra gente tiene casi siempre un humor aburrido, asténico y gris. Es jaranera, pero no jocunda. La jarana es una de las formas de su astenia. Nos falta la euforia, nos falta la juventud de los occidentales. Somos más asiáticos que europeos. ¡Qué vieja, qué cansada, parece esta joven tierra sud-americana al lado de la anciana Europa! No es posible saberlo, no es posible sentirlo, sino cuando, en un ambiente occidental, confrontamos nuestra psicología con la de la psicología europea. El europeo tiene una espontánea aptitud orgánica para creer que la vida es bella; nosotros para suponerla triste, aburrida, pesada. “La vita e bella e degna di essere magnificamente vissuta” dice D’Annunzio y su frase refleja el optimismo de su pueblo apasionado voluptuoso y panteísta. El criollo es insensible a la ingenuidad de los ‘‘lieder” alemanes y escandinavos. No entiende la efusión, la plenitud con que el europeo se entrega íntegro, sin reserva a la alegría y al placer de una fiesta. Tampoco sabe que el europeo con la misma efusión y la misma plenitud se da entero a la vida. Aquí la embriaguez es melancólica o pendenciera y los borrachos, sin saber por qué lloran o riñen. Aunque una convención literaria y ridícula nos anexe a la raza latina -¡latinos, nosotros!- nuestra alma amarilla o cetrina no fraternizará jamás con el alma blonda de los occidentales. Nunca comprenderemos el valor eufórico del cielo azul ni de los verdes racimos del Latino. Hasta la voluptuosidad, hasta el placer son aquí un poco malhumorados y descontentos. Eros es regañón y agridulce. Nuestra gente, parece, casi siempre fastidiada, desalentada, nostálgica. Flotan los chistes sobre una laguna enferma, sobre una palude de tedio.
La tristeza, como todas las cosas, tiene sus calidades y sus jerarquías. Nuestra gente padece de una tristeza superficial e insípida. Por eso, Luis Alberto, la llamamos melancolía. Por la literatura y la vida europeas ha pasado una gélida ráfaga de pesimismo y de desesperanzas. Andrehiew, Gorky, Block, Barbusse, son tristes. El mismo Pirandello, en su actitud escéptica y relativista, también lo es. El humorismo y el escepticismo contemporáneos son amargos. Aparecen como la sonrisa de un alma desencantada. Pero los criollos no son tristes así. No son tampoco desesperada, trágica, wertherianamente tristes. Nuestra poesía no ha destilado, por eso el acre zumo, las “gotas amargas” de la poesía de José Asunción Silva, las raíces de la melancolía criolla, sobre todo de la melancolía limeña, no son muy profundas ni muy excelsas. Sus gérmenes son la pobreza, la anemia, la limitación, el provincianismo del ambiente. La gente tiene aquí muy modestos horizontes espirituales y materiales. Y es, en parte, por esta causa trivial, que se aburre y bosteza. Está además demasiado nutrida de malas lecturas españolas. Abundan en nuestra poesía mediocres rapsodias de motivos musicales flamencos o castellanos. El clima y la meteorología deben influir también en esta crónica depresión de las almas. La melancolía peruana es la neblina persistente e invencible de un trópico sin gran sol y sin grandes tempestades. El Perú no es solo Lima; en el Perú hay como en otros países, ortos y tramontos suntuosos, cielos azules, nieves cándidas, etc. Pero Lima da el ejemplo e impone las modas. Su irradiación sobre la vida espiritual de las provincias es intensa y constante. Solo los temperamentos fuertes -César Vallejos, César Rodríguez, etc.- saben resistir a su influencia mórbida. Finalmente, ¿no será acaso esta melancolía un simple producto biliar? “En el amor y en otras cosas de menor cuantía todo depende de la digestión” dice Luis C. López. Lo evidente es que vivimos dentro de un círculo vicioso. La poesía melancólica aburre a la gente y el aburrimiento de la gente segrega poesía melancólica. A algunos de nuestros poetas les convendría confesarse con un médico y, como en los versos de Silva, decirle: “Doctor, un desencanto de la vida, etc.” El médico les daría, también como en los versos de Silva, varios consejos higiénicos y un diagnóstico doloroso.
Es cierto que el mundo moderno anda neurasténico y un poco cansado, pero la neurastenia de las grandes urbes es de otro género y es además muy compleja, muy honda y muy pintoresca. La neurastenia de nuestra gente es artificial y monótona. Su cansancio es el cansancio de los que no han hecho nada.
Y no es el caso de hablar de modernismo. El modernismo no es solo una cuestión de forma, sino, sobre todo, de esencia. No es modernista el que se contenta de una audacia o una arbitrariedad externas de sintaxis o de metro. Bajo el traje huachafamente nuevo, se siente intacta la vieja sustancia. ¿Para qué trasgredir la gramática si los ingredientes espirituales de la poesía son los mismos de hace veinte o cincuenta años? “Il faut etre absolument moderne”, como decía Rimbaud; pero hay que ser moderno espiritualmente. Aquí se respira, generalmente, en los dominios del arte y la inteligencia, un pasadismo incurable y enfermizo. Nuestros poetas se refugian, voluptuosamente, en la evocación y en la nostalgia más pueriles, como si su contorno actual careciese de emoción y de interés. No osan domar la Belleza sino cuando la suponen suficientemente doméstico. El futurismo, el dadaísmo, el cubismo, son en las grandes urbes un fenómeno espontáneo, un producto genuino de la vida. El estilo nuevo de la poesía es cosmopolita y urbano. Es la espuma de una civilización ultrasensible y quintaesenciada. No es asequible por ende a un ambiente provinciano. Es una moda que no encuentra aquí los elementos necesarios para aclimatarse. Es el perfume, es el efluvio lírico del espíritu humorista, escéptico, relativista de la decadencia burguesa. Esta poesía, sin solemnidad y sin dramaticidad, que aspira a ser un juego, un deporte, una pirueta, no florecerá entre nosotros.
No es tampoco el caso de hablar de decadencia de la poesía peruana. No decae sino lo que alguna vez ha sido grande. Y una rápida investigación nos persuadirá de que la poesía de ayer no era mejor que la poesía de hoy. Los poetas de hoy no usan como los de ayer, unas melenas muy largas y unas camisas muy sucias. Su higiene y su estética han ganado mucho. Las brisas y los barcos del Occidente traen un polen nuevo. Algunos artistas de la nueva generación comprenden ya que la torre de marfil era la triste celda de un alma exangüe y anémica. Abandonan el ritornello gris de la melancolía, y se aproximan al dolor social que les descubrirá un mundo menos finito. De estos artistas podemos esperar una poesía más humana, más fecunda, más espontánea, más biológica.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

La civilización y el caballo

La civilización y el caballo

El indio jinete es uno de los testimonios vivientes en que Luis E. Valcárcel apoya en su reciente libro "Tempestad en los Andes" (Editorial Minerva, 1927) su evangelio —sí, evangelio: buena nueva- del “nuevo indio”. El indio a caballo constituye, para Valcárcel, un símbolo de carne. “El indio a caballo, escribe Valcárcel— es un nuevo indio, altivo, libre, propietario, orgulloso de su raza, que desdeña al blanco y al mestizo. Ahí donde el indio ha roto la prohibición española de cabalgar, ha roto también las cadenas”. El escritor cuzqueño parte de una valoración exacta del papel del caballo en la Conquista. El caballo, como está bien establecido concurrió principal y decisivamente a dar al español, a ojos del indio un poder sobre-natural. Los españoles trajeron como armas materiales, para someter al aborigen, el hierro, la pólvora y el caballo. Se ha dicho que la debilidad fundamental de la civilización autóctona fue su ignorancia del hierro. Pero en verdad, no es acertado atribuir a una sola superioridad la victoria de la cultura occidental sobre las culturas indígenas de América. Esta victoria, tiene su explicación integral en un conjunto de superioridades, en el cual, no priman por cierto, las físicas. Y entre estas, cabe reconocer, la prioridad a las zoológicas. Primero, la criatura, después lo creado, lo artificial. Esto a parte de que en el domesticamiento del animal, su aplicación a los fines y al trabajo humanos, representa la más antigua de los técnicas.

Más bien que sojuzgadas por el hierro y la pólvora, preferimos imaginar al indio, sojuzgado no precisamente por el caballo, pero sí por el caballero. En el caballero, resucitaba, embellecido, espiritualizado, humanizado, el mito pagano del centauro. El caballero, arquetipo del Medioevo, —que mantiene su señorío espiritual sobre la modernidad, hasta ahora mismo, porque el burgués, no ha sido capaz psicológicamente más que de imitar y suplantar al noble,— es el héroe de la Conquista. Y la conquista de América, la última cruzada, aparece como la más histórica, la más iluminada, la más trascendente proeza de la caballería. Proeza típicamente caballarezca, hasta porque de ella debía morir la caballería, al morir, trágica, cristiana y grandiosamente el Medioevo.

El coloniaje, adivinó y reivindicó a tal punto la parte del caballo en la conquista que, —el mérito de esa epopeya, parece pertenecer más al caballo que al hombre. El caballo, bajo el español, era tabú para el indio. Lo que podía entenderse como una consecuencia de su condición de siervo, si se recuerda que Cervantes, atento al sentido de la Caballaería, no concibió a Sancho Panza, como a Don Quijote jinete de un rocín sino de un asno. Pero visto que en la conquista se confundieron hidalgos y villanos, hay que suponerle la intención de reservar al español, los instrumentos —vale decir el secreto— de la Conquista. Porque el rigor de este tabú, condujo al español a mostrarse más generoso de su sangre que de sus caballos. El indio tuvo al caballero antes que a la cabalgadura.

La más agua intención poética de Chocano, aunque como suya, se vista retórica y ampulosamente es la que creó su elogio de "Los caballos de los conquistadores". Cantar de este modo la conquista es sentirla, ante todo, como epopeya del caballo, sin el cual España no habría impuesto su ley al Nuevo Mundo.

La imaginación criolla, conservó después de la Colonia, este sentido medioeval de la cabalgadura. Todas las metáforas de su lenguaje político acusan resabios y prejuicios de jinetes. La expresión característica de lo que ambicionaba el caudillo está en el lugar común de “las riendas del poder”. Y “montar a caballo”, se llamó siempre a la acción de insurgir para empuñarlas. El gobierno que se tambalea, estaba “en mal caballo”.

El indio peatón, y más todavía, la pareja melancólica del indio y la llama, es la alegoría de una servidumbre. Valcárcel tiene razón. El "gaucho" debe la mitad de sus ser a la pampa y al caballo. Sin el caballo como habrían pesado sobre el criollo argentino, el espacio y la distancia, como pesan hasta ahora, sobre las espaldas del indio chasqui. Gorki nos presenta al mujik, abrumado por la estepa sin límite. El fatalismo, la resignación del mujik, vienen de esta sociedad y esta impotencia ante la naturaleza. El drama del indio no es distinto: drama de servidumbre al hombre y servidumbre a la naturaleza. Para resistirlo mejor, el mujik contaba con su tradición de nomadismo y con los curtidos y rurales caballitos tártaros, que tanto bien parecerse a los de Chumbivilcas.

Pero Valcárcel nos debe otra estampa, otro símbolo: el indio “chauffeur”, como lo vio en Puno, este año, escritas ya las cuartillas de “Tempestad en los Andes”.

La época industrial burguesa de la civilización occidental permaneció, por muchas razones, ligada al caballo. No solo porque persitió en su espíritu el acatamiento a los módulos y el estilo de la nobleza ecuestre, sino porque el caballo continuó por mucho tiempo un auxiliar indispensable del hombre. La máquina desplazó, poco a poco al caballo de muchos de sus oficios. Pero el hombre agradecido, incorporó para siempre al caballo en la nueva civilización, llamando caballo de fuerza a la unidad de potencia motriz.

Inglaterra, que guardó en el capitalismo una gran parte de su estilo y su gusto aristocráticos estilizó y quintaesenció al caballo inventando el “pursang” de carrera. Es decir, el caballo emancipado de la tradición servil del animal de tiro y del animal de carga. El caballo puro que, aunque parezca irreverente, representaría teóricamente, en su plano, algo así como, en el suyo, la poesía pura. El caballo fin de sí mismo, sobre el cual desaparece el caballero para ser reemplazado por el jockey. El caballero se queda a pie.

Mas, este prece ser el último homenaje de la civilización occidental a la especia equina. Al desplazarse de Inglaterra a Estados Unidos, el eje del capitalismo, lo ecuestre ha perdido sus sentido caballeresco. Norte América, prefiere el box a las carreras. Prohibido el juego; la hípica ha quedado reducida a la equitación. La máquina anula cada día más al caballo. Este ha movido a Keyserlig a suponer que el chauffeur sucede como símbolo al caballero. Pero el tipo, el espécimen hacia el cual nos acercamos, es más bien el del obrero. Ya el intelectual acepta este título que resume y supera a todos. El caballo, por otra parte, como transporte, es demasiado individualista. Y el vapor, el tren, sociales y modernos por excelencia, no lo advierten siquiera como competidor. La última experiencia bélica marca en fin, la decadencia definitiva de la caballería.

Y aquí concluyo. El tema de una decadencia, conviene, más que a mí, a cualquiera de los abundantes discípulos de don José Ortega y Gasset.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Motivos de carnaval

Motivos de Carnaval

1

No desdeñemos, gravemente, los pretextos frívolos. Ningún pretexto es bastante frívolo para no poder servir a una reflexión seria. El carnaval, por ejemplo, es una de las mejores ocasiones de asomarse a la psicología y a la sociología limeñas. El 28 de julio es la fecha cívica en que Lima asume con la mayor dignidad posible, su función de capital de la república. Pero por esto mismo, por su énfasis de fecha nacional, no consigue ser entrañablemente limeña. Tiene, con todo, a pesar de las ediciones extraordinarias de los diarios, un tono municipal, una reminiscencia de cabildo. La Navidad, malograda por la importación, carece de sus sentido cristiano y europeo: efusión doméstica, decorado familia, lumbre hogareña. Es una navidad estival, cálida con traje de Palm Beach, en la que las barbas invernales de Noel y los pinos nórdicos hacen el efecto de los animales exóticos en un jardín de aclimatación. La nochebuena, la misa de gallo, los nacimientos, nos han legado una navidad volcada en las plazuelas, sin más color tradicional que el del aguinaldo infantil. La procesión de los Milagros es, acaso, la fiesta más castiza y significativamente limeña del año. Es uno de los aportes de la fantasía creadora del negro a la historia limeña, sino a la historia nacional. No tiene ese paganismo dramático que debe haber en las procesiones sevillanas. Expresa el catolicismo colonial de una ciudad donde el negro se asimiló al blanco, el esclavo al señor, engriéndolo y acunándolo. Tradicional, plebeya, tiene bien asentadas sus raíces. El carnaval limeño era también plebeyo, mulata, jaranero; pero no podía subsistir en una época de desarrollo urbano e industrial. En esta época tenía que imponerse el gusto europeizante y modernista de los nuevos ricos, de la clase media, de categorías sociales, en suma, que no podían dejar de avergonzarse de los gustos populares. La ciudad aristocrática podía tolerar, señorialmente, durante el carnaval, la ley del suburbio; la ciudad burguesa, aunque parezca pedagógico, debía forzosamente atacar, en pleno proceso de democratización, este privilegio de la plebe. Porque el demos, ni en un sentido griego ni en su occidental, es la plebe. La fiesta se aburguesó a costa de su carácter. Lo que es popular no tiene estilo. La burguesía carece de imaginación creadora; la clase media, —que no es propiamente una clase sino una de transición— mucho más. Entre nosotros, sin cuidarse de la estación ni la latitud, reemplazaron el carnaval criollo, —un poco brutal y grosero, pero espontáneo, instintivo, veraniego— por un carnaval extranjero, invernal, para gente acatarrada. El cambio ha sesinado la antigua alegría de la fiesta; la alegría nueva, pálida, exigua, no logra aclimatarse. Se le mantiene viva a fuerza de calor artificial. Apenas le falte este calor, perecerá desgarbadamente. Las fiestas populares tienen sus propias leyes biológicas. Estas leyes exigen que las fiestas se nutran de la alegría, la pasión, el instinto del pueblo.

2

En los desfiles del carnaval, las ciudad enseña su alma melancólica, desganada, apática. La gente circula por las calles con un poco de automatismo. Su alegría es una alegría sin convicción, tímida, floja, mediad que se enciende a ratos para apagarse enseguida como avergonzada de su propia ímpetu. El carnaval adquiere cierta solemnidad municipal, cierto gesto cívico que cohibe en las calles el instinto jaranero de la masa. Quienes hayan viajado por Europa, sienten en esta fiesta la tristeza sin drama del criollo. Por sus arterias de sentimentaloide displicente no circula sangre dionisiaca, sangre romántica.

3

La fiesta se desenvuelve sin sorpresa, sin espontaneidad, sin improvisación. Todos los números están previstos. Y esto es, precisamente, lo más contrario a su carácter. En otras ciudad, el regocijo de la fiesta depende de sus inagotables posibilidades de invención y de sorpresa. El carnaval limeño nos presenta como un pueblo de poca imaginación. Es, finalmente, un testimonio en contra de los que aun esperan que prospere entre nosotros el liberalismo. No tenemos aptitud individualista. La fórmula manchesterriana pierde todo su sentido en este país, donde el paradójico individualismo español degeneró en fatalismo criollo.

4

El carnaval es, probablemente, una fiesta en decadencia, Representa una supervivencia pagana que conservaba intactos sus estímulos en el Medioevo cristiano. Era entonces un instante de retorno a la alegría pagana. Desde que esta alegría regresó a la costumbres. los días de carnaval perdieron su intensidad. No había ya impulsos reprimidos que explosionaran delirantemente. La bacanal está reincorporada en los usos de la civilización. La civilización la ha refinado. Con la música negra ha llegado al paroxismo. El carnaval, sobra. El hombre moderno empieza a encontrarle una faz descompuesta de cadáver. Máximo Botempelli, que tan sensibilidad suele registrar estas emociones, no cree que los hombres hayan amado nunca el carnaval. "La atracción del carnaval —escribe— está hecha del miedo de la muerte y del asco de la materia. La invención del carnaval es una brujería en que se mezclan la sensualidad obscena y lo macabro. Tiene sus razón de ser el uso de la máscara, cuyo origen metafísico es sin duda alguna fálico: la desfiguración de la cara tiende a mostrar las muchedumbres humanas como aglomeraciones de cabezas pesadas y avinadas de Priapos. Los movimientos de estas muchedumbres están animados por ese sentido de agitación estúpida que es propio de los amontonamientos de gusanos en las cavidades viscerales de los cadáveres".
En Europa, el carnaval declina. El clásico carnaval romano no sobrevive sino en los vegliani. Y el de Niza no es sino un número del programa de diversiones de los extranjeros de la Costa Azul. Bontempelli traduce, con imágenes plásticas, esta decadencia.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

¿Existe un pensamiento hispano-americano?

¿Existe un pensamiento hispano-americano?

Hace cuatro meses, en un artículo sobre la idea de un congreso de intelectuales ibero-americanos, formulé esta interrogación. La idea del congreso, ha hecho, en cuatro meses, mucho camino. Aparece ahora como una idea que, vaga pero simultáneamente, latía en varios núcleos intelectuales de la América indo-ibera. Como una idea que germinaba al mismo tiempo en diversos centros nerviosos del continente. Esquemática y embrionaria todavía, empieza hoy a adquirir desarrollo y corporeidad.
En la Argentina, un grupo enérgico y volitivo se propone asumir la función de animarla y realizarla. La labor de este grupo tiende a eslabonarse con la de los demás grupos ibero-americanos afines. Circulan entre estos grupos algunos cuestionarios que plantean o insinúan los temas que debe discutir el congreso. El grupo argentino ha bosquejado el programa de una “Unión Latino-Americana”. Existen, en suma, los elementos preparatorios de un debate, en el discurso del cual se elaborarán y se precisarán los fines y las bases de este movimiento, de coordinación o de organización del pensamiento hispanoamericano como, un poco abstractamente aún, suelen definirlo sus iniciadores.
II
Me parece, por ende, que es tiempo de considerar y esclarecer la cuestión planteada en mi mencionado artículo. ¿Existe ya un pensamiento característicamente hispano-americano? Creo que, a este respecto, las afirmaciones de los fautores de su organización van demasiado lejos. Ciertos conceptos de un mensaje de Alfredo Palacios a la juventud universitaria de Ibero-América han inducido a algunos temperamentos excesivos y tropicales a una estimación exorbitante del valor y de la potencia del pensamiento hispano-americano. El mensaje de Palacios, entusiasta y optimista en sus aserciones y en sus frases, como convenía a su carácter de arenga o de proclama, ha engendrado una serie de exageraciones. Es indispensable, por ende, una rectificación de esos conceptos demasiado categóricos.
“Nuestra América -escribe Palacios- hasta hoy ha vivido de Europa teniéndola por guía. Su cultura la ha nutrido y orientado. Pero la última guerra ha hecho evidente lo que ya se adivinaba: que en el corazón de esa cultura iban los gérmenes de su propia disolución”. No es posible sorprenderse de que estas frases hayan estimulado una interpretación equivocada de la tesis de la decadencia de Occidente. Palacios parece anunciar una radical independización de nuestra América de la cultura europea. El tiempo de verbo se presta al equívoco. El juicio del lector simplista deduce de la frase de Palacios que “hasta hoy la cultura europea ha nutrido y orientado” a América; pero que desde hoy no la nutre ni orienta más. Resuelve, al menos, que desde hoy Europa ha perdido el derecho y la capacidad de influir espiritual e intelectualmente en nuestra joven América. Y este juicio se acentúa y se exacerba, inevitablemente, cuando, algunas líneas después, Palacios agrega que “no nos sirven los caminos de Europa ni las viejas culturas” y quiere que nos emancipemos del pasado y del ejemplo europeos.
Nuestra América, según Palacios, se siente en la inminencia de dar a luz una cultura nueva. Extremando esta opinión o este augurio, la revista “Valoraciones” habla de que “liquidemos cuentas con los tópicos al uso, expresiones agónicas del alma decrépita de Europa”.
¿Debemos ver en este optimismo un signo y un dato del espíritu afirmativo y de la voluntad creadora de la nueva generación hispano-americana? Yo creo reconocer, ante todo, un rasgo de la vieja e incurable exaltación verbal de nuestra América. La fe de América en su porvenir no necesita alimentarse de una artificiosa y retórica exageración de su presente. Está bien que América se crea predestinada a ser el hogar de la futura civilización. Está bien que diga: “por mi raza hablará el espíritu”. Está bien que se considere elegida para enseñar al mundo una verdad nueva. Pero no que se suponga en vísperas de reemplazar a Europa ni que declare ya fenecida y tramontada la hegemonía intelectual de la gente europea.
La civilización occidental se encuentra en crisis; pero ningún indicio existe aún de que resulte próxima a caer en definitivo colapso. Europa no está, como absurdamente se dice, agotada y paralítica. Malgrado la guerra y la post-guerra, conserva su poder de creación. Nuestra América continúa importando de Europa ideas, libros, máquinas, modas. Lo que acaba, lo que declina, es el ciclo de la civilización capitalista. La nueva forma social, el nuevo orden político, se están plasmando en el seno de Europa. La teoría de la decadencia de Occidente, producto del laboratorio occidental, no prevé la muerte de Europa sino de la cultura que ahí tiene su sede. Esta cultura europea, que Spengler juzga en decadencia, sin pronosticarle por esto un deceso inmediato, sucedió a la cultura greco-romana, europea también. Nadie descarta, nadie excluye la posibilidad de que Europa se renueve y se transforme una vez más. En el panorama histórico que nuestra mirada domina, Europa se presenta como el continente de las máximas palingenesias. Los mayores artistas, los mayores pensadores contemporáneos, ¿no son todavía europeos? Europa se nutre de la savia universal. El pensamiento europeo se sumerge en los más lejanos misterios, en las más viejas civilizaciones. Pero esto mismo demuestra su posibilidad de convalecer y renacer.
III
Tornemos a nuestra cuestión. ¿Existe un pensamiento característicamente hispano-americano? Me parece evidente la existencia de un pensamiento francés, de un pensamiento alemán, etc., en la cultura de Occidente. No me parece igualmente evidente, en el mismo sentido, la existencia de un pensamiento hispano-americano. Todos los pensadores de Nuestra América se han educado en una escuela europea. No se siente en su obra el espíritu de la raza. La producción intelectual del continente carece de rasgos propios. No tiene contornos originales. El pensamiento hispano-americano no es generalmente sino una rapsodia compuesta con motivos y elementos del pensamiento europeo. Para comprobarlo basta revistar la obra de los más altos representantes de la inteligencia indo-ibera.
El espíritu hispano-americano está en elaboración. El continente, la raza, están en formación también. Los aluviones occidentales en los cuales se desarrollan los embriones de la cultura hispano o latino-americana -en la Argentina, en el Uruguay, se puede hablar de latinidad- no han conseguido consustanciarse ni solidarizarse con el suelo sobre el cual la colonización de América los ha depositado.
En gran parte de Nuestra América constituyen un extracto superficial e independiente al cual no aflora el alma indígena, deprimida y huraña, a causa de la brutalidad de una conquista que en algunos pueblos hispano-americanos no ha cambiado hasta ahora de métodos. Palacios dice: “Somos pueblos nacientes, libres de ligaduras y atavismos, con inmensas posibilidades y vastos horizontes ante nosotros. El cruzamiento de razas nos ha dado un alma nueva. Dentro de nuestras fronteras acampa la humanidad. Nosotros y nuestros hijos somos síntesis de razas”. En la Argentina es posible pensar así; en el Perú y otros pueblos de Hispano-América, no. Aquí la síntesis no existe todavía. Los elementos de la nacionalidad en elaboración no han podido aún fundirse o soldarse. La densa capa indígena se mantiene casi totalmente extraña al proceso de formación de esa peruanidad que suelen exaltar e inflar nuestros sedicentes nacionalistas, predicadores de un nacionalismo sin raíces en el suelo peruano, aprendido en los evangelios imperialistas de Europa, y que, como ya he tenido oportunidad de remarcar, es el sentimiento más extranjero y postizo que en el Perú existe.
IV
El debate que comienza debe, precisamente, esclarecer todas estas cuestiones. No debe preferir la cómoda ficción de declararlas resueltas. La idea de un congreso de intelectuales iberoamericanos será válida y eficaz, ante todo, en la medida en que logre plantearlas. El valor de la idea está casi íntegramente en el debate que suscita.
El programa de la sección argentina de la bosquejada Unión Latino-Americana, el cuestionario de la revista “Repertorio Americano” de Costa Rica y el cuestionario del grupo que aquí trabaja por el congreso, invitan a los intelectuales de Nuestra América a meditar y opinar sobre muchos problemas fundamentales de este continente en formación. El programa de la sección argentina tiene el tono de una declaración de principios. Y una declaración de principios resulta prematura indudablemente. Por el momento, no se trata sino de trazar un plan de trabajo, un plan de discusión. Pero en los trabajos de la sección argentina alienta un espíritu moderno y una voluntad renovadora. Este espíritu, esta voluntad, le confieren el derecho de dirigir el movimiento. Porque el congreso, si no representa y organiza la nueva generación hispano-americana, no representará ni organizará absolutamente nada.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Introducción a un estudio sobre el problema de la educación pública

Introducción a un estudio sobre el problema de la educación pública

El debate sobre el proyectado Congreso Ibero-Americano de Intelectuales plantea, entre otros problemas, el de la educación pública en Hispano-América. Un cuestionario de la revista “Repertorio Americano” contiene estas dos preguntas: “¿Cree usted que la enseñanza debe unificarse, con determinados propósitos raciales, en los países latinos de nuestra América? ¿Estima usted prudente que nuestra América Latina tome una actitud determinada en su enseñanza ante el caso de los Estados Unidos del Norte?». El grupo argentino que propugna la organización de una Unión Latino-Americana declara su adhesión al siguiente principio: “Extensión de la educación gratuita, laica y obligatoria y reforma universitaria integral”. Invitado a opinar acerca de la fórmula argentina, quiero concretar, en dos o tres artículos, algunos puntos de vista esenciales respecto de todo el problema que esa fórmula se propone resolver.

II
La fórmula, en sí misma, dice y vale poco. La “educación gratuita, laica y obligatoria” es una usada receta del viejo ideario demo-liberal-burgués. Todos los radicaloides, todos los liberaloides de Hispano-América, la han inscrito en sus programas. Intrínsecamente, este anciano principio no tiene, pues, ningún sentido renovador, ninguna potencia revolucionaria. Su fuerza, su vitalidad, residen íntegramente en el espíritu nuevo de los núcleos intelectuales de La Plata, Buenos Aires, etc., que esta vez lo sostienen.
Estos núcleos hablan de “extensión de la enseñanza laica”. Es decir, suponen a la enseñanza laica una reforma adquirida ya por nuestra América. No la agitan como una reforma nueva, como una reforma virginal. La entienden como un sistema que, establecido incompletamente, necesita adquirir todo su desarrollo.
Pero, entonces, conviene considerar que la cuestión de la enseñanza laica no se plantea en los mismos términos en todos los pueblos hispano-americanos. En varios, este método o este principio, como prefiera calificársele, no ha sido ensayado todavía y la religión del Estado conserva intactos sus fueros en la enseñanza. Y, por consiguiente, ahí no se trata de extender la enseñanza laica sino de adoptarla. O sea de empeñar una batalla que puede conducir a la vanguardia a concentrar sus energías y sus elementos en un frente que ha perdido su valor estratégico e histórico.

III
De toda suerte, en materia de enseñanza laica, es preciso examinar la experiencia europea. Entre otras razones, porque la fórmula “educación gratuita, laica y obligatoria” pertenece literalmente no solo a esa cultura occidental que Alfredo Palacios declara en descomposición sino, sobre todo, a su ciclo capitalista en evidente bancarrota. En la escuela demo-liberal-burguesa, (cuya crisis genera el humor relativista y escéptico de la filosofía occidental contemporánea que nos abastece de las únicas pruebas de que disponemos de la decadencia de la civilización de Occidente) han aprendido esta fórmula las democracias ibero-americanas.
La escuela laica aparece en la historia como un producto natural del liberalismo y del capitalismo. En los países donde la Reforma concurrió a crear un clima histórico favorable al fenómeno capitalista, la iglesia protestante, impregnada de liberalismo no ofreció resistencia al dominio espiritual de la burguesía. Movimientos históricos consustanciales no podían entrabarse ni contrariarse. Tendían, antes bien, a coordinar espontáneamente su dirección. En cambio, en los países donde mantuvo más o menos intactas sus posiciones el catolicismo y, por ende, las condiciones históricas del orden capitalista tardaron en madurar, la iglesia romana, solidaria con la economía medioeval y los privilegios aristocráticos, ejercitaba una influencia hostil a los intereses de la burguesía. La iglesia romana, -coherente y lógica- amparaba las ideas de Autoridad y Jerarquía en que se apoyaba el poder de la aristocracia. Contra estas ideas, la burguesía, que pugnaba por sustituir a la aristocracia en el rol de clase dominante, había inventado la idea de la Libertad. Sintiéndola contrastada por el catolicismo, tenía que reaccionar agriamente contra la iglesia en los varios campos de su ascendiente espiritual y, en particular, en el de la educación pública. El pensamiento burgués, en estas naciones donde no prendió la Reforma, no pudo detenerse en el libre examen y llegó, por tanto, fácilmente al ateísmo y a la irreligiosidad. El liberalismo, el jacobinismo del mundo latino adquirió, a causa de este conflicto entre la burguesía y la iglesia, un espíritu acremente anti-religioso. Se explica así la violencia de la lucha por la escuela laica en Francia y en Italia. Y en la misma España, donde la languidez y la flojedad del liberalismo, -que coincidieron con un incipiente desarrollo capitalista- no impidieron a los hombres de Estado liberales realizar, a pesar de la influencia de una dinastía católica, una política laicista. Se explica así, también, el debilitamiento del laicismo, que en Francia como en Italia, ha seguido a la decadencia del liberalismo y de su beligerancia y, en especial, a los sucesivos compromisos de la iglesia romana con la democracia y sus instituciones y a la progresiva saturación democrática de la grey católica. Se explica así, finalmente, la tendencia de la política reaccionaria a restablecer en la escuela la enseñanza religiosa y el clasicismo. Tendencia que precisamente en Italia y en Francia, ha actuado sus propósitos en la reforma Gentile y la reforma Berard. Decaídas las raíces históricas de su enemistad y de su oposición, el Estado laico y la iglesia romana se reconcilian en la cuestión que antes los separaba más.
El término “escuela laica” designa, en consecuencia, una criatura del Estado demo-liberal-burgués que los hombres nuevos de nuestra América no se proponen, sin duda, ambicionar como máximo ideal para estos pueblos. La idea liberal, como las juventudes ibero-americanas lo proclaman frecuentemente, ha perdido su virtud original. Ha cumplido su función histórica. No se percibe en la crisis contemporánea ninguna señal de un posible renacimiento del liberalismo. El episodio radical-socialista de Francia es, a este respecto, particularmente instructivo. Herriot ha sido batido, en parte, a causa de su esfuerzo por permanecer fiel a la tradición laicista del radicalismo. Y no obstante que ese esfuerzo fue asaz mesurado y elástico en sus fines y en sus medios.

IV
El balance de la “escuela laica” no justifica, de otro lado, un entusiasmo excesivo por esta vieja pieza del repertorio burgués. Jorge Sorel, varios años antes de la guerra, había denunciado ya su mediocridad. La moral laica -como Sorel con profundo espíritu filosófico observaba,- carece de los elementos espirituales, indispensables para crear caracteres heroicos y superiores. Es impotente, es inválida para producir valores eternos, valores sublimes. No satisface la necesidad de “absoluto” que existe en el fondo de toda inquietud humana. No da una respuesta a ninguna de las grandes interrogaciones del espíritu. Tiene por objeto la formación de una humanidad laboriosa, mediocre, ovejuna. La educa en el culto de mitos endebles que naufragan en la gran marea contemporánea: la Democracia, el Progreso, la Evolución, etc. Adriano Tilgher, agudo crítico italiano, nutrido en este tema de filosofía soreliana, hace en uno de sus más sustanciosos ensayos una penetrante revisión de las responsabilidades de la escuela burguesa. “Ahora que la crisis formidable, desencadenada por el conflicto mundial, va poco a poco revolucionando desde sus fundamentos el Estado moderno, ha llegado para la escuela del Estado el instante de producir ante la opinión pública los títulos que legitimen su derecho a la existencia. Y se debe reconocer que si ha sido posible el espectáculo de una guerra, en la cual han estado empeñados todos los más grandes pueblos del mundo y que, sin embargo, no ha revelado ninguna de aquellas individualidades heroicas, maestras de energía, que las guerras del pasado, insignificantes en parangón, revelaron en número grandísimo, esto se debe casi exclusivamente a la escuela de Estado y a su espíritu de cuartel, gris, nivelador, asfixiante”. Y, examinando la esencia misma de la escuela burguesa, agrega: “La escuela del Estado es una de las tres instituciones, destruidas las cuales el Estado moderno, caracterizado por el monopolio económico, el centralismo administrativo y el absolutismo burocrático, queda subvertido desde sus cimientos. El cuartel y la burocracia son las otras dos. Gracias a ellas, el Estado ha conseguido anular en el individuo la libertad del querer, la espontaneidad de la iniciativa, la originalidad del movimiento y a reducir la humanidad a una docilísima grey que no sabe pensar ni actuar sino conforme al signo y según voluntad de sus pastores. Es, sobre todo, en la escuela donde el Estado moderno posee el más fuerte e irresistible rodillo comprensor, con el cual aplana y nivela toda individualidad que se sienta autónoma e independiente”.
Si se tiene en cuenta que, en materia de relaciones entre el Estado y la Iglesia, los pueblos ibero-americanos, que heredan de España la confesión católica, heredaron también los gérmenes de los problemas de los Estados latinos de Europa, se comprende perfectamente cómo y por qué la “educación laica” ha sido, como recuerdo al principio de este artículo, una de las reformas vehementes propugnadas por todos los radicaloides y liberaloides de nuestra América. En los países donde ha llegado a funcionar una democracia de tipo occidental, la reforma ha sido forzosamente actuada. En los países donde ha subsistido un régimen de caudillaje apoyado en intereses feudales, no ha habido la misma necesidad de adoptarla. Este régimen ha preferido entenderse con la iglesia, buena maestra del principio de autoridad, cuya influencia conservadora ha sido diestramente usada contra la influencia subversiva del liberalismo. Los embrionarios Estados liberales nacidos de la revolución de la independencia, tardíos en consolidarse y desarrollarse, débiles para imponer a las masas sus propios mitos, han tenido que combinarlos y aliados con un rito religioso.
El tema de la “educación laica” debe ser discutido en Nuestra América a la luz de todos estos antecedentes. La nueva generación ibero-americana no puede contentarse con una chata y gastada fórmula del ideario liberal. La “escuela laica” -escuela burguesa- no es el ideal de la juventud poseída de un potente afán de renovación. El laicismo, como fin, es una pobre cosa. En Rusia, en México, en los pueblos que se transforman material y espiritualmente, la virtud renovadora y creadora de la escuela no reside en su carácter laico sino en su espíritu revolucionario. La revolución da ahí a la escuela su mito, su emoción, su misticismo, su religiosidad.

José Carlos Mariátegui

José Carlos Mariátegui La Chira

Lo nacional y lo exótico

Lo nacional y lo exótico

Frecuentemente se oyen voces de alerta contra la asimilación de ideas extranjeras. Estas voces denuncian el peligro de que se difunda en el país una ideología inadecuada a la realidad nacional. Y no son una protesta de las supersticiones y de los prejuicios del difamado vulgo. En muchos casos, estas voces parten del estrato intelectual.

Podrían acusar una mera tendencia proteccionista dirigida a defender los productos de la inteligencia nacional de la concurrencia extranjera. Pero los adversarios de la ideología exótica solo rechazan las importaciones contrarias al interés conservador. Las importaciones útiles a ese interés no les parecen nunca malas, cualquiera que sea su procedencia. Se trata, pues, de una simple actitud reaccionaria, disfrazada de nacionalismo.

La tesis en cuestión se apoya en algunos frágiles lugares comunes. Más que una tesis es un dogma. Sus sostenedores demuestran, en verdad, muy poca imaginación. Demuestran, además, muy exiguo conocimiento de la realidad nacional. Quieren que se legisle para el Perú, que se piense y se escriba, para los peruanos y que se resuelva nacionalmente los problemas de la peruanidad anhelos que suponen amenazados por las filtraciones del pensamiento europeo. Pero todas estas afirmaciones son demasiado vagas y genéricas. No demarcan el límite de lo nacional y lo exótico. Invocan abstractamente una peruanidad que no intenta, antes, definir.

Esa peruanidad, confusamente insinuada, es un mito, es una ficción. La realidad nacional está menos desconectada, es menos independiente de Europa de lo que suponen nuestros nacionalistas. El Perú contemporáneo se mueve dentro de la órbita de la civilización occidental. La mistificada realidad nacional no es sino un segmento, una parcela de la vasta realidad mundial. Todo lo que el Perú contemporáneo estima lo ha recibido de esa civilización que no sé si los nacionalistas a ultranza calificarán también de exótica. ¿Existe hoy una ciencia, una filosofía, una democracia, un arte, existen máquinas, instituciones, leyes, genuina y característicamente peruanos? ¿El idioma que hablamos y que escribimos, el idioma siquiera, es acaso un reducto de la gente peruana?
El Perú es todavía una nacionalidad en formación. Lo están construyendo sobre los inertes estratos indígenas, los aluviones de la civilización occidental. La conquista española aniquiló la cultura incaica. Destruyó el Perú. Frustró la única peruanidad que ha existido.

Los españoles extirparon del suelo y de la raza todos los elementos vivos de la cultura indígena. Reemplazaron la religión incásica con la religión católica romana. De la cultura incásica no dejaron sino vestigios muertos. Los descendientes de los conquistadores y los colonizadores constituyeron el cimiento del Perú actual. La independencia fue realizada por esta población criolla. La idea de la libertad no brotó espontáneamente de nuestro suelo; su germen nos vino de fuera. Un acontecimiento europeo, la revolución francesa, engendró la independencia americana. Las raíces de la gesta libertadora se alimentaron de la ideología de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Un artificio histórico clasifica a Tupac Amaru como un precursor de la independencia peruana. La revolución de Tupac-Amaru la hicieron los indígenas; la revolución de la independencia la hicieron los criollos. Entre ambos acontecimientos no hubo consanguineidad espiritual ni ideológica. A Europa, de otro lado, no le debimos solo la doctrina de nuestra revolución, sino también la posibilidad de actuarla. Conflagrada y sacudida, España no pudo, primero, oponerse válidamente a la libertad de sus colonias. No pudo, más tarde, intentar su reconquista. Los Estados Unidos declararon su solidaridad con la libertad de la América española. Acontecimientos extranjeros en suma, siguieron influyendo en los destinos hispano-americanos. Antes y después de la revolución emancipadora, no faltó gente que creía que el Perú no estaba preparado para la independencia. Sin duda, encontraban exóticas la libertad y la democracia. Pero la historia no le da razón a esa gente negativa y escéptica, sino a la gente afirmativa, romántica, heroica, que pensó que son aptos para la libertad todos los pueblos que saben adquirirla.

La independencia aceleró la asimilación de la cultura europea. El desarrollo del país ha dependido directamente de este proceso de asimilación. El industrialismo, el maquinismo, todos los resortes materiales del progreso nos han llegado de fuera. Hemos tomado de Europa y Estados Unidos todo lo que hemos podido. Cuando se ha debilitado nuestro contacto con el extranjero, la vida nacional se ha deprimido. El Perú ha quedado así insertado dentro del organismo de la civilización occidental.
Una rápida excursión por la historia peruana nos entera de todos los elementos extranjeros que se mezclan y combinan en nuestra formación nacional. Contrastándolos, identificándolos, no es posible insistir en aserciones arbitrarias sobre la peruanidad. No es dable hablar de ideas políticas nacionales.

Tenemos el deber de no ignorar la realidad nacional; pero tenemos también el deber de no ignorar la realidad mundial. El Perú es un fragmento de un mundo que sigue una trayectoria solidaria. Los pueblos con más aptitud para el progreso son siempre aquellos con más aptitud para aceptar las consecuencias de su civilización y de su época. ¿Qué se pensaría de un hombre que rechazase, en el nombre de la peruanidad el aeroplano, el radium, el linotipo, considerándolos exóticos? Lo mismo se debe pensar del hombre que asume esa actitud ante las nuevas ideas y los nuevos hechos humanos.

Los viejos pueblos orientales a pesar de las raíces milenarias de sus instituciones, no se clausuran, no se aíslan. No se sienten independientes de la historia europea. Turquía, por ejemplo, no ha buscado su renovación en sus tradiciones islámicas, sino en las corrientes de la ideología occidental. Mustafá Kemal ha agredido las tradiciones. Ha despedido de Turquía al kalifa y a sus mujeres. Ha creado una república de tipo europeo. Este orientamiento revolucionario e iconoclasta no marca, naturalmente, un período de decadencia sino un período de renacimiento nacional. La nueva Turquía, la herética Turquía de Kemal ha sabido imponerse, con las armas y el espíritu, al respeto de Europa. La ortodoxa Turquía, la tradicionalista Turquía de los sultanes sufría, en cambio, casi sin protesta, todos los vejámenes y todas las expoliaciones de los occidentales. Presentemente Turquía no repudia la teoría ni la técnica de Europa; pero repele los ataques de los europeos a su libertad. Su tendencia a occidentalizarse no es una capitulación de su nacionalismo.

Así se comportan antiguas naciones poseedoras de formas políticas, sociales y religiosas propias y fisonómicas. ¿Cómo podrá, por consiguiente el Perú, que no ha cumplido aún su proceso de formación nacional, aislarse de las ideas y las emociones europeas? Un pueblo con voluntad de renovación y de crecimiento no puede clausurarse. Las relaciones internacionales de la Inteligencia tienen que ser, por fuerza, libre-cambistas. Ninguna idea que fructifica, ninguna idea que se aclimata, es una idea exótica. La propagación de una idea no es culpa ni es mérito de sus asertores; es culpa o es mérito de la historia. No es romántico pretender adaptar el Perú a una realidad nueva. Más romántico es querer negar esa realidad acusándola de concomitancias con la realidad extranjera. Un sociólogo ilustre dijo una vez que en estos pueblos sud-americanos falta “atmósfera de ideas”. Sería insensato enrarecer más esa atmósfera con la persecución de las ideas que, actualmente, están fecundando la historia humana. Y si místicamente, gandhianamente, deseamos separarnos y desvincularnos de la “satánica civilización europea”, como Gandhi la llama, debemos clausurar nuestros confines no solo a sus teorías sino también a sus máquinas para volver a las costumbres y a los ritos incásicos. Ningún nacionalista criollo aceptaría, seguramente esta extrema consecuencia de su jingoismo. Porque aquí el nacionalismo no brota de la tierra, no brota de la raza. El nacionalismo a ultranza es la única idea efectivamente exótica y forastera que aquí se propugna. Y que, por forastera y exótica, tiene muy poca chance de difundirse en el conglomerado nacional.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Las reivindicaciones feministas

Las reivindicaciones feministas

Laten en el Perú las primeras inquietudes feministas. Existen algunas células, algunos núcleos de feminismo. Los propugnadores del nacionalismo a ultranza pensarán probablemente: -He ahí otra idea exótica, otra idea forastera que se injerta en la mentalidad peruana.

Tranquilicemos un poco a esta gente aprensiva. No hay que ver en el feminismo una idea exótica, una idea extranjera. Hay que ver, simplemente, una idea humana. Una idea característica de una civilización, peculiar a una época. Y, por ende, una idea con derecho de ciudadanía, en el Perú, como en cualquier otro segmento del mundo civilizado.

El feminismo no ha aparecido en el Perú artificial ni arbitrariamente. Ha aparecido como una consecuencia de las nuevas formas del trabajo intelectual y manual de la mujer. Las mujeres de real filiación feminista son las mujeres que trabajan, las mujeres que estudian. La idea feminista prospera entre las mujeres de oficio intelectual o de oficio manual: profesoras universitarias, obreras. Encuentra un ambiente propicio a su desarrollo en las aulas universitarias, que atraen cada vez más a las mujeres peruanas, y en los sindicatos obreros, en los cuales las mujeres de las fábricas se enrolan y organizan con los mismos derechos y los mismos deberes que los hombres. Aparte de este feminismo espontáneo y orgánico, que recluta sus adherentes entre las diversas categorías del trabajo femenino, existe aquí, como en otras partes, un feminismo de diletantes un poco pedante y otro poco, mundano. Las feministas de este rango convierten el feminismo en un simple ejercicio literario, en un mero deporte de moda.

Nadie debe sorprenderse de que todas las mujeres no se reúnan en un movimiento feminista único. El feminismo, tiene, necesariamente, varios colores, diversas tendencias. Se puede distinguir en el feminismo tres tendencias fundamentales, tres colores sustantivos: feminismo burgués, feminismo pequeño-burgués y feminismo proletario. Cada uno de estos feminismos formula sus reivindicaciones de una manera distinta. La mujer burguesa solidariza en feminismo con el interés de la clase conservadora. La mujer proletaria consustancia su feminismo con la fe de las multitudes revolucionarias en la sociedad futura. La lucha de clases -hecho histórico y no aserción teórica- se refleja en el plano feminista. Las mujeres, como los hombres, son reaccionarias, centristas o revolucionarias. No pueden, por consiguiente, combatir juntas la misma batalla. En el actual panorama humano, la clase diferencia a los individuos más que el sexo.

Pero esta pluralidad del feminismo no depende de la teoría en sí misma. Depende, más bien, de sus deformaciones prácticas. El feminismo, como idea pura, es esencialmente revolucionario. El pensamiento y la actitud de las mujeres que se sienten al mismo tiempo feministas y conservadoras carecen, por tanto de íntima coherencia. El conservantismo trabaja por mantener la organización tradicional de la sociedad. Esa organización niega a la mujer los derechos que la mujer quiere adquirir. Las feministas de la burguesía aceptan todas las consecuencias del orden vigente, menos las que se oponen a las reivindicaciones de la mujer. Sostienen tácitamente la tesis absurda de que la sola reforma que la sociedad necesita es la reforma feminista. La protesta de estas feministas contra el orden viejo es demasiado exclusiva para ser válida.

Cierto que las raíces históricas del feminismo están en el espíritu liberal. La revolución francesa contuvo, los primeros gérmenes del movimiento feminista. Por primera vez se planteó entonces, en términos precisos, la cuestión de la emancipación de la mujer. Babeuf, el leader de la conjuración de los iguales, fue un asertor de las reivindicaciones feministas. Babeuf arengaba así a sus amigos: “No impongáis silencio a este sexo que no merece que se le desdeñe. Realzad más bien la más bella porción de vosotros mismos. Si no contáis para nada la las mujeres en vuestra república, haréis de ellas pequeñas amantes de la monarquía. Su influencia será tal que ellas la restaurarán. Si, por el contrario, las contáis para algo, haréis de ellas Cornelias y Lucrecias. Ellas os darán Brutos, Gracos y Scevolas”. Polemizando con los anti-feministas, Babeuf hablaba de “este sexo que la tiranía de los hombres ha querido siempre anonadar, de este sexo que no ha sido inútil jamás en las revoluciones”. Mas la revolución francesa no quiso acordar a las mujeres la igualdad y la libertad propugnadas por estas voces jacobinas o igualitarias. Los Derechos del Hombre, como una vez he escrito, podían haberse llamado, más bien Derechos del Varón. La democracia burguesa ha sido una democracia exclusivamente masculina.

Nacido de la matriz liberal, el feminismo no ha podido ser actuado durante el proceso capitalista. Es ahora, cuando la trayectoria histórica de la democracia llega a su fin, que la mujer adquiere los derechos políticos y jurídicos del varón. Y es la revolución rusa la que ha concedido explícita y categóricamente a la mujer la igualdad y la libertad que hace más de un siglo reclamaban en vano de la revolución francesa Babeuf y los igualitarios.

Mas si la democracia burguesa no ha realizado el feminismo, ha creado, involuntariamente las condiciones y las premisas morales y materiales de su realización. La ha valorizado como elemento productor, como factor económico, al hacer de su trabajo un uso cada día más extenso y más intenso. El trabajo muda radicalmente la mentalidad y el espíritu femeninos. La mujer adquiere, en virtud del trabajo, una nueva noción de sí misma. Antiguamente, la sociedad destinaba a la mujer al matrimonio o a la barraganía. Presentemente, la destina, ante todo, al trabajo. Este hecho ha cambiado y ha elevado la posición de la mujer en la vida. Los que impugnan el feminismo y sus progresos con argumentos sentimentales o tradicionalistas pretenden que la mujer debe ser educada solo para el hogar. Pero, prácticamente, esto quiere decir que la mujer debe ser educada solo para funciones de hembra y de madre. La defensa de la poesía del hogar es, en realidad, una defensa de la servidumbre de la mujer. En vez de ennoblecer y dignificar el rol de la mujer, lo disminuye y lo rebaja. La mujer es algo más que una madre y que una hembra, así como el hombre es algo más que un macho.

El tipo de mujer que produzca una civilización nueva tiene que ser sustancialmente distinto del que ha formado la civilización que actualmente declina. En un artículo sobre la mujer y la política, he examinado así algunos aspectos de este tema: “A los trovadores y a los enamorados de la frivolidad femenina no les falta razón para inquietarse. El tipo de mujer creado por un siglo de refinamiento capitalista está condenado a la decadencia y al tramonto. Un literato italiano, Pitigrilli, clasifica a este tipo de mujer contemporánea como, un tipo de mamífero de lujo.

Y bien, este mamífero de lujo se irá agotando poco a poco. A medida que el sistema colectivista reemplace al sistema individualista, decaerán el lujo y la elegancia feministas. La humanidad perderá algunos mamíferos de lujo; pero ganará muchas mujeres. Los trajes de la mujer del futuro serán menos caros y suntuosos; pero la condición de esa mujer será más digno. Y el eje de la vida femenina se desplazará de lo individual a lo social. La moda no consistirá ya en la imitación de una moderna Mme. Pompadour ataviada por Paquin. Consistirá, acaso, en la imitación de una Mme. Kollontay. Una mujer, en suma, costará menos, pero valdrá más”.

El tema es muy vasto. Este breve artículo intenta únicamente constatar el carácter de las primeras manifestaciones del feminismo en el Perú y ensayar una interpretación muy sumaria y rápida de la fisonomía y del espíritu del movimiento feminista mundial. A este movimiento no deben ni pueden sentirse extraños ni indiferentes los hombres sensibles a las grandes emociones de la época. La cuestión femenina es una parte de la cuestión humana. El feminismo me parece, además, un tema más interesante e histórico que la peluca. Mientras el feminismo es la categoría, la peluca es la anécdota.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Motivos de carnaval

Motivos de carnaval

1
No desdeñemos, gravemente, los pretextos frívolos. Ningún pretexto es bastante frívolo para no poder servir a una reflexión seria. El carnaval, por ejemplo, es una de las mejores ocasiones de asomarse a la psicología y a la sociología limeñas.
El 28 de Julio es la fecha cívica en que Lima asume, con la mayor dignidad posible, su función de capital de la república. Pero, por esto mismo, por su énfasis de fecha nacional, no consigue ser característicamente limeña. (Tiene, con todo, a pesar de las ediciones extraordinarias de los diarios, un tono municipal, una reminiscencia de cabildo). La Navidad, malograda por la importación, carece de su sentido cristiano y europeo: efusión doméstica, decorado familiar, lumbre hogareña. Es una navidad estival, cálida, con traje de palm beach, en la que las barbas invernales de Noel y los pinos nórdicos hacen el efecto de los animales exóticos en un jardín de aclimatación. Navidad callejera, con cornetas de heladero, sin frío, sin nieve, sin intimidad y sin albura. La nochebuena, la misa de gallo, los nacimientos, nos han legado una navidad volcada en las calles y las plazuelas, sin más color tradicional que el del aguinaldo infantil. La procesión de los Milagros es, acaso, la fiesta más castiza y significativamente limeña del año. Es uno de los aportes de la fantasía creadora del negro a la historia limeña, si no a la historia nacional. No tiene ese paganismo dramático que debe haber en las procesiones sevillanas. Expresa el catolicismo colonial de una ciudad donde el negro se asimiló al blanco, el esclavo al señor, engriéndolo y cunándolo. Tradicional, plebeya, tiene bien asentadas sus raíces.
El carnaval limeño era también plebeyo, mulato, jaranero; pero no podía subsistir en una época de desarrollo urbano e industrial. En esta época tenía que imponerse el gusto europeizante y modernista de los nuevos ricos, de la clase media, de categorías sociales, en suma, que no podían dejar de avergonzarse de los gustos populares. La ciudad aristocrática podía tolerar, señorialmente, durante el carnaval, la ley del suburbio; la ciudad burguesa, aunque parezca paradójico, debía forzosamente atacar, en pleno proceso de democratización, este privilegio de la plebe. Porque el demos, ni en su sentido clásico ni en su sentido occidental, es la plebe.
La fiesta se aburguesó a costa de su carácter. Lo que no es popular no tiene estilo. La burguesía carece de imaginación creadora; la clase media, -que no es propiamente una clase sino una zona de transición,- mucho más. Entre nosotros, sin cuidarse de la estación ni la latitud, reemplazaron el carnaval criollo -un poco brutal y grosero, pero espontáneo, instintivo, veraniego- por un carnaval extranjero, invernal, para gente acatarrada. El cambio ha asesinado la antigua alegría de la fiesta; la alegría nueva, pálida, exigua, no logra aclimatarse. Se le mantiene viva a fuerza de calor artificial. Apenas le falte este calor, perecerá desgarbadamente. Las fiestas populares tienen sus propias leyes biológicas. Estas leyes exigen que las fiestas se nutran de la alegría, la pasión, el instinto del pueblo.
2
En los desfiles del carnaval, Lima enseña su alma melancólica, desganada, apática. La gente circula por las calles con un poco de automatismo. Su alegría es una alegría sin convicción, tímida, floja, medida, que se enciende a ratos para apagarse enseguida como avergonzada de su propio ímpetu. El carnaval adquiere cierta solemnidad municipal, cierto gesto cívico, que cohíbe en las calles el instinto jaranero de la masa. Quienes hayan viajado por Europa, sienten en esta fiesta la tristeza sin drama del criollo. Por sus arterias de sentimentaloide displicente no circula sangre dionysiaca, sangre romántica.
3
La fiesta se desenvuelve sin sorpresa, sin espontaneidad, sin improvisación. Todos los números están previstos. Y esto es, precisamente lo más contrario a su carácter. En otras ciudades, el regocijo de la fiesta depende de sus inagotables posibilidades de invención y de sorpresa. El carnaval limeño nos presenta como un pueblo de poca imaginación. Es, finalmente, un testimonio en contra de los que aún esperan que prospere entre nosotros el liberalismo. No tenemos aptitud individualista. La fórmula manchesterriana pierde todo su sentido en este país, donde el paradójico individualismo español degeneró en fatalismo criollo.
4
El carnaval es, probablemente, una fiesta en decadencia. Representa una supervivencia pagana que conserva intactos sus estímulos en el Medioevo cristiano. Era entonces un instante de retorno a la alegría pagana. Desde que esta alegría regresó a las costumbres, los días de carnaval perdieron su intensidad. No había ya impulsos reprimidos que explosionaran delirantemente. La bacanal estaba reincorporada en los usos de la civilización. La civilización la ha refinado. Con la música negra ha llegado al paroxismo. El carnaval, sobra. El hombre moderno empieza a encontrarle una faz descompuesta de cadáver. Máximo Botempelli, que con tanta sensibilidad suele registrar estas emociones, no cree que los hombres hayan amado nunca el carnaval. “La atracción del carnaval -escribe- está hecha del miedo de la muerte y del asco de la materia. La invención del carnal es una brujería en que se mezclan la sensualidad obscena y lo macabro. Tiene su razón de ser en el uso de la máscara, cuyo origen metafísico es, sin duda alguna, fálico: la desfiguración de la cara tiene a mostrar a las muchedumbres humanas como aglomeraciones de cabezas pesadas y avinadas de Priapos. Los movimientos de estas muchedumbres están animados por ese sentido de agitación estúpida que es propio de los amontonamientos de gusanos en las cavidades viscerales de los cadáveres”.
En Europa, el carnaval declina. El clásico carnaval romano no sobrevive sino en los veglioni. Y el de Niza no es sino un número del programa de diversiones de los extranjeros de la Costa Azul. La sumaria requisitoria de Bontempelli traduce, con imágenes plásticas, esta decadencia.
José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Pasadismo y Futurismo

Pasadismo y Futurismo

Luis Alberto Sánchez y yo hemos constatado recientemente que uno de los ingredientes, tanto espirituales como formales, de nuestra literatura y nuestra vida es la melancolía. Bien. Pero otro, menos negligible tal vez, es el pasadismo. Estos elementos no coinciden arbitraria o casualmente. Coinciden porque son solidarios, porque son consustanciales, porque son consanguíneos. Son dos aspectos congruentes de un solo fenómeno, dos expresiones mancomunadas de un mismo estado de ánimo. Un hombre aburrido, hipocondriaco, gris, tiende no solo a renegar el presente y a desesperar del porvenir sino también a volverse hacia el pasado. Ninguna ánima, ni aún la más nihilista, se contenta ni se nutre únicamente de negaciones. La nostalgia del pasado es la afirmación de los que repudian el presente. Ser retrospectivos es una de las consecuencias naturales de ser negativos. Podría decirse, pues, que la gente peruana es melancólica porque es pasadista y es pasadista porque es melancólica.

Las preocupaciones de otros pueblos son más o menos futuristas. Las del nuestro, resultan casi siempre tácita o explícitamente pasadistas. El futuro ha tenido en esta tierra muy mala suerte y ha recibido muy injusto trato. Un partido de carne, mentalidad y traje conservadores fue apodado partido futurista. El diablo se llevó en hora buena a esa facción estéril, gazmoña, impotente. Mas la palabra “futurista'” quedó desde entonces irremediablemente desacreditada. Por eso, no hablamos ya de futurismo sino, aunque suene menos bien, de porvenirismo. Al futuro lo hemos difamado temerariamente atribuyéndole relaciones y concomitancias con la actitud política de la más pasadista de nuestras generaciones.

El pasadismo que tanto ha oprimido y deprimido el corazón de los peruanos es, por otra parte, un pasadismo de mala ley. El período de nuestra historia que más nos ha atraído no ha sido nunca el período incaico. Esa edad es demasiado autóctona, demasiado nacional, demasiado indígena para emocionar a los lánguidos criollos de la República. Estos criollos no se sienten, no se han podido sentir, herederos y descendientes de lo incásico. El respeto a lo incásico no es aquí espontáneo sino en algunos artistas y arqueólogos. En los demás es, más bien, un reflejo del interés y de la curiosidad que lo incásico despierta en la cultura europea. El virreinato, en cambio, está más próximo a nosotros. El amor al virreinato le parece a nuestra gente un sentimiento distinguido, aristocrático, elegante. Los balcones moriscos, las escalas de seda, las “tapadas”, y otras tonterías, adquieren ante sus ojos un encanto, un prestigio, una seducción exquisitas. Una literatura decadente, artificiosa, se ha complacido de añorar, con inefable y huachafa ternura, ese pasado postizo y mediocre. Al gracejo, a la coquetería de algunos episodios y algunos personajes de la colonia, que no deberían ser sino un amable motivo de murmuración, les ha sido conferidos por esa literatura, un valor estético, una jerarquía espiritual, exorbitantes, artificiales, caprichosos. Los temas y los “dramatis personae” del virreinato no han sido abandonados a los humoristas a quienes pertenecían, por antonomasia, sus motivos cómicos y sus motivos galantes y casanovescos. Don Ricardo Palma hizo de ellos un uso adecuado e inteligente, contándonos con su malicia y su donaire limeños, las travesuras de los virreyes y de su clientela. “La Calesa de la Perricholi”, que Antonio Garland ha traducido con fino esmero y gusto gentil es otra pieza que se mantiene dentro de los mismos límites discretos. Toda esa literatura estaba y está muy bien. La que está mal es esa otra literatura nostálgica que evoca con unción y gravedad las aventuras y los chismes de una época sin grandeza. El fausto, la pompa colonial son una mentira. Una época fastuosa, magnífica, no se improvisa, no nace del azar. Menos aún desaparece sin dejar huellas. Creemos en la elegancia de la época “rococó” porque tenemos de ella, en los cuadros de Watteau y Fragonnard, y en otras cosas más plásticas y tangibles preciosos testimonios físicos de su existencia. Pero la colonia no nos ha legado sino una calesa, un caserón, unas cuantas celosías y varias supersticiones. Sus vestigios son insignificantes. Y no se diga que la historia del virreinato fue demasiado fugaz ni Lima demasiado chica. Pequeñas ciudades italianas guardan, como vestigio de trescientos o doscientos años de historia medioeval un conjunto maravilloso de monumentos y de recuerdos. Y es natural. Cada una de esas ciudades era un gran foco de arte y de cultura.

Adorar, divinizar, cantar el virreinato es, pues, una actitud de mal gusto. Los literatos e intelectuales que, movidos por un aristocratismo y un estetismo ramplones, han ido a abastecerse de materiales y de musas en los caserones y guardarropías de la colonia, han cometido una cursilería lamentable. La época “rococó” fue de una aristocracia auténtica. Francia, sin embargo, no siente ninguna necesidad espiritual de restaurarla. Y las escenas de la revolución jacobina, la música demagógica de la marsellesa, pesan mucho más en la vida de Francia que los melindres y los pecados de Madame Pompadour. Aquí, debemos convencernos sensatamente de que cualquiera de los modernos y prosaicos “buildings” de la ciudad, vale, estética y prácticamente, más que todos los solares y todas las celosías coloniales. La “Lima que se va” no tiene ningún valor serio, ningún perfume poético, aunque Gálvez se esfuerce por demostrarnos, elocuentemente, lo contrario. Lo lamentable no es que esa Lima se vaya, sino que no se haya ido más de prisa.

El doctor Mackay, en una conferencia, se refirió discretamente al pasadismo dominante en nuestra intelectualidad. Pero empleó, tal vez por cortesía, un término inexacto. No habló de “pasadismo” sino de “historicismo”. El historicismo es otra cosa. Se llama historicismo una notoria corriente de filosofía de la historia. Y si por historicismo se entiende la aptitud para el estudio histórico, aquí no hay ni ha habido historicismo. La capacidad de comprender el pasado es solidaria de la capacidad de sentir el presente y de inquietarse por el porvenir. El hombre moderno no es sólo el que más ha avanzado en la reconstrucción de lo que fue sino también el que más ha avanzado en la previsión de lo que será.
El espíritu de nuestra gente es, pues, pasadista; pero no es histórico. Tenemos algunos trabajos parciales de exploración histórica, mas no tenemos todavía ningún gran trabajo de síntesis. Nuestros estudios históricos son, casi en su totalidad, inertes o falsos, fríos o retóricos.

El culto romántico del pasado es una morbosidad de la cual necesitamos curarnos. Oscar Wilde, con esa modernidad admirable que late en su pensamiento y en sus libros, decía: “El pasado es lo que los hombres no habrían debido ser; el presente es lo que no deberían ser”. Un pueblo fuerte, una gran generación robusta no son nunca plañideramente nostálgicos, no son nunca retrospectivos. Sienten, plenamente, fecundamente, las emociones de su época. “Quien se entretenga en idealismos provincianos -escribe Oswald Spengler, el hombre de mayor perspectiva histórica de nuestro tiempo- y busque para la vida estilos de tiempos pretéritos, que renuncie a comprender la historia, a vivir la historia, a crear la historia”.
Una de las actitudes de la juventud, de la poesía, del arte y del pensamiento peruanos que conviene alentar es la actitud un poco iconoclasta que, gradualmente, van adquiriendo. No se puede afirmar hechos e ideas nuevas si no se rompe definitivamente con los hechos e ideas viejas. Mientras algún cordón umbilical nos una a las generaciones que nos han precedido, nuestra generación seguirá alimentándose de prejuicios y de supersticiones. Lo que este país tiene de vital son sus hombres jóvenes; no sus mestizas antiguallas. El pasado y sus pobres residuos son, en nuestro caso, un patrimonio demasiado exiguo. El pasado, sobre todo, dispersa, aísla, separa, diferencia demasiado los elementos de la nacionalidad, tan mal combinados, tan mal concertados todavía. El pasado nos enemista. Al porvenir le toca darnos unidad.

José Carlos Mariátegui.

José Carlos Mariátegui La Chira

Waldo Frank

Waldo Frank

I
De los tres grandes Frank contemporáneos, Ralph Waldo Frank es el más próximo a la conciencia y a los problemas de la nueva generación hispano-americana. Henri Frank, el autor de “La Dame devant L’Arche”, muerto hace algunos años, a quien todos los hombres de hoy consideramos, sin embargo, tan nuestro y tan actual, pertenece demasiado a Francia. Este escritor, admirable por su espíritu y su sensibilidad, sentía la crisis humana en la crisis francesa. Leonhard Frank, el autor de “Das Menchs un gut”, escribe, en un lenguaje expresionista, para un mundo espiritualmente lejano y distinto. Waldo Frank, en cambio, es un hombre de América.
Solo una élite conocía en (1925) los libros de Waldo Frank. El público hispano-americano no sabía casi nada de su autor. “La Revista de Occidente” había publicado un ensayo de este gran contemporáneo. Un año antes, “Valoraciones”, la excelente revista del grupo “Renovación” de la Plata, y otros órganos del continente había revelado Frank a sus lectores publicando el sencillo y hermoso mensaje a los intelectuales hispano-americanos de que fue portador en 1924 el escritor mexicano Alfonso Reyes. En suma, apenas unos pocos fragmentos y unas cuantas noticias de una obra ya ilustre y copiosa que ha dado a su autor merecido renombre en Europa.
Es cierto que la literatura y el pensamiento de Estados Unidos, en general, no llegan a la América española sino con mucho retardo y a través de pocos especímenes. Ni aún las grandes figuras nos son familiares. Jack London, Theodore Dreiser, Carl Sandburg, vertidos ya a muchos idiomas, aguardan aún su turno en español. Henry Thoreau, el puritano de “Walden”, el amigo de Emerson, permanece ignorado en esta América. Lo mismo hay que decir de Royce, Dresser y de otros filósofos. Hispano-América no los lee. Lee, en cambio, a pasto, al señor Marden, cuyo pragmatismo barato, de fácil y vasto consumo en la clase media constituye uno de los productos más conocidos de la manufactura norte-americana.
Un motivo para esta excepción; Waldo Frank -que en su penetrante ensayo “El Español”, capítulo de su libro “Virgin Spain”, demuestra una aptitud tan genial para penetrar en el alma y la historia de un pueblo y un conocimiento tan hondo de la psicología y la sociología españolas,- es autor de un libro que encierra en sus páginas la más original e inteligente interpretación de los Estados Unidos, “Our America”. Y no me parece posible dudar que la actitud de los pueblos hispano-americanos ante los Estados Unidos debe apoyarse en un estudio y una valoración exactos del fenómeno yanqui.
De otro lado, Waldo Frank es un representante de la inteligencia y el espíritu norte-americanos que habla así a los intelectuales de Hispano América: “Debemos ser amigos. No amigos de la ceremoniosa clase oficial, sino amigos en ideas, amigos en actos, amigos en una inteligencia común y creadora. Estamos comprometidos a llevar a cabo una solemne y magnífica empresa. Tenemos el mismo ideal: justificar América, creando en América una cultura espiritual. Y tenemos el mismo enemigo: el materialismo, el imperialismo, el estéril pragmatismo del mundo moderno. Si las fuerzas de la vida creadora tienen que prevalecer contra ellas, deben también unirse. Este es el cruento problema de nuestros siglos y es un problema tan antiguo como la historia”.
En uno de mis artículos sobre ibero-americanismo, he repudiado ya la concepción simplista de los que en Estados Unidos ven solo una nación manufacturera, materialista y utilitaria. He sostenido la tesis de que el ibero-americanismo no debía desconocer ni subestimar las magníficas fuerzas de idealismo que han operado en la historia yanqui. La levadura de los Estados Unidos han sido sus puritanos, sus judíos, sus místicos. Los emigrados, los exiliados, los perseguidos de Europa. Ese mismo misticismo de la acción que se reconoce en los grandes capitales de la industria norte-americana, ¿no desciende acaso del misticismo ideológico de sus antepasados?
Y bien. Waldo Frank se siente -y es- “portador de la verdadera tradición americana”. No es cierto, que esta tradición esté representada, en nuestro siglo, por Hoover, Morgan y Ford. En las páginas de “Nuestra América”, Waldo Frank nos enseña en donde y en quienes está fuerza espiritual de los Estados Unidos. En su mensaje a la inteligencia ibero-americana reivindica para su generación el honor y la responsabilidad de este patrimonio histórico: “Nosotros, la minoría de los Estados Unidos, que se dedica a la tarea de dotar a nuestro país de un espíritu digno de su magnífico cuerpo, sentimos que somos la verdadera tradición americana. En una generación más sencilla, Withman, Thoreau, Emerson, Lincoln, representaron esa tradición; en un medio más complejo y difícil de manejar, nuestra generación encarna el Verbo. Todavía estamos diseminados en pequeños grupos en mil ciudades, todavía tenemos poca influencia en asuntos políticos y de autoridad; pero estamos creciendo enormemente; estamos apoderándonos de la juventud del país; disponemos del poder de persuasión de la fe religiosa; tenemos la energía del afecto, tenemos la permanencia de la verdad; disponemos, por decirlo así, del futuro”.
“Nuestra América” no es un libro de historia en la acepción común de este vocablo; pero sí lo es en su acepción profunda. No es cónica ni análisis; es teoría y síntesis. En un bosquejo de pocos y sobrios trazos, Waldo Frank nos ofrece una acabada imagen espiritual de los Estados Unidos. Más que explicar, su libro quiere sugerir. Y lo logra admirablemente. “No escribo una historia de las costumbres; menos aún una historia de las letras -dice Frank en su prólogo-. Si me he detenido largamente en ciertos escritores y ciertos artistas, lo he hecho tal como el dramaturgo elige, entre las palabras de sus personajes, las más saltantes y las más significativas para hacer su pieza. He escogido, he omitido, con la mira de sugerir un vasto movimiento por algunas líneas que puedan asir y retener algo de la solidez de la vida”. Waldo Frank no se preocupa sino de las verdades fundamentales. Con ellas compone una interpretación de todo el fenómeno norte-americano.
Este libro tiene, además, el mérito de no ser un producto de laboratorio. Su génesis es sugestiva. Waldo Frank lo dedica en el prólogo a Jacques Copeau y Gastón Gallimard quienes, en una visita a los Estados Unidos, suscitaron en su espíritu el deseo y la necesidad de encontrar una respuesta a las interrogaciones de una curiosa inteligente y acendrada. Copeau y Gallimard plantaron a Waldo Frank con sus preguntas “el problema enorme de llevar la luz hasta las profundidades vitales y escondidas para hacer surgir -en su energía y su verdad- el juego de una vida articulada”. En el curso de sus conversaciones con sus amigos franceses, Waldo Frank vio que “América era un concepto por crear”.
Waldo Frank señala al pioneer, al puritano y al judío, como los elementos primarios de la formación de Norte América. El pioneer, sobre todo, es el que da su tonalidad al pueblo, a la sociedad, a la vida yanquis. El espíritu de Estados Unidos se precisa, a lo largo de su historia, como un espíritu pioneer. El pioneer se asimiló al puritano. “Bajo la presión de las necesidades del pioneer, -escribe Frank- absorbida toda la energía humana por el empirismo, la religión se materializó. Las palabras místicas subsistieron. Pero en el hecho, la cuestión de vivir era el mayor problema. La religión debía ayudar a resolverlo. En este terreno de la acción y de la utilidad, el espíritu puritano y el espíritu judío se combinaron y se entendieron fácilmente. “Waldo Frank sigue la trayectoria de este acuerdo que no es a él al primero a quien se revela. También en Europa se ha advertido la concomitancia de estos dos espíritus en el desarrollo de la civilización occidental. Piensa Frank certeramente que en el fondo de la protesta religiosa del puritano se agitaba su voluntad de potencia. Un escritor italiano israelita define en esta sola frase toda la filosofía del judaísmo: “l’uomo conosce Dio operando”. La cooperación del judío y del puritano en el proceso de creación del capitalismo y del industrialismo se explica así perfecta y claramente. El pragmatismo, el utilitarismo de los gregarios de dos religiones, severamente moralistas, nace de su voluntad de acción y de potencia. El judío y el puritano, por otra parte, son individualistas. Aparecen, en consecuencia, como los naturales artífices de una civilización, cuyo pensamiento político es el liberalismo y cuya praxis económica es la libertad de comercio y de industria.
La tesis de Waldo Frank sobre Estados Unidos nos descubre una de las virtudes, una de las prestancias del nuevo espíritu. Frank, en el método y en el concepto, en la investigación y en el resultado, se muestra a la vez muy idealista y muy realista. El sentido de la realidad no perjudica su lirismo. Este exaltador poder del espíritu sabe afirmar bien los pies en la materia. Su obra prueba concreta y elocuentemente la posibilidad de acordar el materialismo histórico con un idealismo revolucionario. Waldo Frank emplea el método positivista, pero, en sus manos, el método no es sino un instrumento. No os sorprendáis de que en una crítica del idealismo de Bryan razone como un perfecto marxista y de que en la portada de “Our America” ponga estas palabras de Walt Whitman: “La grandeza real y durable de nuestros Estados será Religión. No hay otra grandeza durable ni real. No hay vida ni hay carácter que merezca este nombre, fuera de la Religión”.
En Waldo Frank, como en todo gran intérprete de la historia, la intuición y el método colaboran. Esta asociación produce una aptitud superior para penetrar en la realidad profunda de los hechos. Unamuno modificaría probablemente su juicio sobre el marxismo si estudiase el espíritu -no la letra- marxista en escritos como el autor de “Nuestra América”. Waldo Frank declara en su libro: “Nosotros creemos ser los verdaderos realistas, nosotros que insistimos en que el Ideal es la esencia de toda realidad”. Pero este idealismo no empaña su mirada con ninguna bruma metafísica ni retórica cuando escruta el panorama de la historia de los Estados Unidos. “La historia de la colonización -escribe entonces- es el resultado de los movimientos económicos en las metrópolis. No hay nada, ni aún ese gesto casto, en el puritanismo, que no haya nacido de la inquietud en que la situación agraria e industrial arrojaba a Inglaterra. Si América fue colonizada, es porque Inglaterra era el rival comercial de España, de Holanda y de Francia. Si América fue colonizada es, ante todo, porque el fervor espiritualista de la Edad Media había pasado el tiempo de su florecimiento y por reacción se transformaba en un deseo de grandeza material. El sueño del oro, la pasión de la seda, la necesidad de encontrar una ruta que condujese más pronto a las riquezas de la India, todos los apetitos de las naciones sobre-pobladas derramaron hombres y energías sobre el suelo de América. Las primeras colonias establecidas sobre la costa oriental, tuvieron por ley la adquisición de la riqueza. Su revuelta contra Inglaterra en 1775 iniciaba una de las primeras luchas abiertas entre el capitalismo burgués y la vieja feudalidad. El triunfo de las colonias, de donde nacieron los Estados Unidos, marcó el triunfo del régimen capitalista. Y desde entonces América no ha tenido ni tradición ni medio de expresión que haya estado libre de esta revolución industrial a la cual debe su existencia”.
Estos son algunos escorzos del pensador. La personalidad de Waldo Frank apenas queda esbozada desde un punto de vista. El crítico, el ensayista el historiador -historiador sí, aunque no haya escrito lo que ordinariamente se llama historia- es además novelista. Si novela “Rahab” es una de las más exquisitas novelas que he leído este año. Novela psicológica sin la morosidad morbosa de Proust. Novela apasionantemente e impresionantemente humana y poética. Y muy moderna y muy nueva. El drama de “Nuestra América” está íntegro en su conflicto y en sus protagonistas. La inspiración religiosa, idealista, no varía. Solo la forma de expresión cambia. El pensador logra una obra de arte; el artista logra una obra de pensamiento.

II
Un escritor español puede expresar a España; pero es casi imposible que pueda entenderla e interpretarla. El español, además, expresará una de las voces, uno de los gestos de España; no la suma de sus voces, de sus gestos y de sus colores. Solo Unamuno, entre los españoles contemporáneos, logra esta expresión profunda, esencial, íntima, en la que el genio de España no se repite sino se recrea. Hay que venir de lejos, de un mundo nuevo descubierto por el espíritu aventurero e iluminado de España, de una raza vieja, errante, portadora de un mensaje universal, dueña del don de la profecía, de un pueblo niño, alucinado y gigantesco, deportivo y mecánico, para comprender y descubrir a esta nación en cuyo pasado se mezclan gentes y culturas tan distintas y que, sin embargo, alcanza una unidad acabada y original. Waldo Frank reúne todas estas calidades. Judío de los Estados Unidos, su sensibilidad afinada a una época de cambio y secesión, enlaza y supera la experiencia occidental y la experiencia oriental. Es el hombre que se siente, a la vez, más allá y más acá de la cultura europea y de sus celosas supersticiones sajonas y latinas. Y que, por esto, puede entender a España como una obra concluida, no fracasada ni decadente sino, por el contrario, acabada y completa. Mauricio Barrés nos dio, en las postrimerías de una época, una versión de excelente factura francesa, equilibrada hasta en sus excesos, sabiamente dosificados; versión de burgués provincial aunque refinado, de educación aristocrática, tradicionalista, racionalista, suavemente pascaliana; versión ordenada, ochocentista, que se detenía en la realidad, con un indeciso, elegante e insatisfecho anhelo de desbordarla. Waldo Frank nos da, en tanto, una versión temeraria, aventurera, suprarrealista, que no retrocede ante ninguna hipótesis ni ante ninguna conjetura; versión de un espíritu nómade -, el de Barrés era un espíritu sedentario y campesino- mesiánico y ecuménico, que rebasa a cada instante la realidad para descubrir sus contornos extremos y sus dimensiones inmateriales. El viaje de Waldo Frank empieza por África. Para conquistar España, sigue la ruta del moro, del berebere. Su primera estación es el oasis; su primera pregunta es al Islam. Se equivocará de camino, quien entre a España por Barcelona o San Sebastián. Cataluña es una fisura, una grieta, en el cuerpo de España. Frank percibe, -oyendo los cantos milenarios, cálidos y vehementes como el hálito del desierto- las limitaciones de la religión mahometana. La psicología de las religiones engendradas por el desierto y el éxodo, le es familiar. También él procede de un pueblo cuyo espíritu se formó en la marcha y la esperanza. Los pueblos del desierto viven con el alma y la mirada en el horizonte. De la lejanía de su meta, depende la grandeza de su conquista y la magnitud de su mensaje.
El Islam se detuvo en España. España lo conquistó, al ser conquistada por él. En el clima amoroso de España alojaron los ímpetus guerreros del árabe. Para un pueblo expansivo y caminante, el reposo es la derrota. Detenerse es tocar el propio límite. España se apropió de la energía, de la voluntad del Islam. Esta energía, esta voluntad, se volvieron contra el pueblo de Mahoma. La España católica, la España medioeval, la España de Isabel, de Colón y de los conquistadores, representa la trasfusión de esa energía y de esa voluntad intransigentes y conquistadoras en el cuerpo de la Iglesia romana. Isabel creó, con ellas, la unidad española. Con los abigarrados elementos históricos depositados por los siglos en la península ibérica, Isabel compuso una España de un solo bloque. España expulsó al moro, al judío. Cerró sus puertas a la Reforma. Se mantuvo intransigente, inquisitorial y dogmáticamente católica. Afirmó la contra-reforma con las hogueras de la Inquisición. Absorbió todo lo que era distinto o diverso del alma que le había infundido su reina Isabel la Católica. Es el momento de la suprema exaltación española. “La voluntad de España -escribe Frank- se manifiesta, hace surgir un conjunto brillante de fuerzas individuales tan varias y grandes que la engrandecen. Cortés y Pizarro, anárquicos buscadores de oro, colaboran con Loyola, cazador de almas y con Vitoria, fundador del derecho internacional; juntos colaboran Santa Teresa, San Juan de la Cruz, la Celestina, alcahueta inmortal, el amador don Juan, con Fray Luis de León; Cristóbal Colón con don Quijote; Góngora con Velásquez. Ellos son toda España; los impulsos que simbolizan venían apuntando en la naturaleza propia de España. Pero en ese momento la voluntad de España los condensa y da cuerpo a cada uno. El santo, el pícaro, el descubridor y el poeta aparecen cual estratificaciones del alma de España; y son grandes y engrandecen a España porque cada uno de ellos vive la voluntad entera de España, su plena fuerza vital. Isabel puede descansar”.
Pero alcanzar la propia meta, cumplir el propio destino es concluir. España quiso ser la máxima y última expresión del Medio Evo. Lo consiguió, cuando ya el mundo empezaba a dejar de ser medioeval. El descubrimiento y la conquista de América rompía la unidad fracturaba el espíritu que España quería mantener intactos. La misión de España terminaba. “El español -piensa Frank- eligió una forma de propósitos y una forma de verdad que podía alcanzar; y así que la alcanzó, dejó de moverse. Su verdad vino a ser la Iglesia de Roma. El español obtuvo esa verdad y desechó las demás. Su ideal de unidad fue homogéneo; la simple fusión de cada español del pensamiento y la fe conforme a un ideal concreto. A este fin, el español redujo los elementos de su mundo psíquico, a agudas antítesis que contrapuso entre sí; el resultado fue, realmente, simplicidad y homogeneidad, es decir una neutralización de presiones psíquicas contrarias que sumaron cero”.
El libro de Waldo Frank está preñado de sugestiones. Excitante, incitador, moviliza todas nuestras energías intelectuales hacia la meta de una personal y nueva conquista de España.

José Carlos Mariátegui La Chira