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La agitación revolucionaria y socialista del mundo oriental [Manuscrito]

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La agitación revolucionaria y socialista del mundo oriental

El tema de esta noche es la agitación revolucionaria y nacionalista en Oriente. He explicado ya la conexión que existe entre la crisis europea y la insurrección del Oriente. Algunos estadistas europeos encuentran en una explotación más metódica, más científica y más intensa del mundo oriental, el remedio del malestar económico del Occidente. Tienen el plan audaz de extraer de las naciones coloniales los recursos necesarios para la convalecencia y la restauración de las naciones capitalistas. Que los braceros de la India, del Egipto, del África o de la América Colonial, produzcan el dinero necesario para conceder mejores salarios a los braceros de Inglaterra, de Francia, de Alemania, de Estados Unidos, etc. El capitalismo europeo sueña con asociar a los trabajadores europeos a su empresa de explotación de los pueblos coloniales. Europa intenta reconstruir su riqueza, dilapidada durante la guerra, con los tributos de las colonias. El capitalismo occidental no consigue la resignación del proletariado occidental a un tenor de vida miserable y paupérrimo. Se da cuenta de que el proletariado europeo no quiere que recaigan sobre él las obligaciones económicas de la guerra. Y acomete, por esto, la colonial empresa de reorganizar y ensanchar la explotación de los pueblos orientales. El capitalismo europeo trata de sofocar la revolución social de Europa con la distribución entre los trabajadores europeos de las utilidades obtenidas con la explotación de los trabajadores coloniales. Que los trescientos millones de habitantes de Europa occidental y Estados Unidos esclavicen a los mil quinientos millones de habitantes del resto de la tierra. A esto se reduce el programa del capitalismo europeo y norteamericano. Al esclavizamiento de la mayoría atrasada e inculta en beneficio de la minoría evolucionada y culta del mundo. Pero este plan es demasiado simplista para ser realizable. A su realización se oponen varios factores. Europa ha predicado durante mucho tiempo el derecho de los pueblos a la libertad y la independencia. La última guerra ha sido hecha por Inglaterra, por Francia, por los Estados Unidos y por Italia, en el nombre de la libertad y la democracia, contra el imperialismo y la conquista. Al lado de los soldados europeos, han luchado por estos mitos y por estos principios, muchos soldados africanos y asiáticos. Y estos mitos y estos principios, de los cuales el capitalismo aliado y norteamericano ha hecho tan imprudente y desmedido abuso, han echado raíces en el Oriente. La India, el Egipto, Persia, el África septentrional, reclaman hoy, invocando la doctrina europea, el reconocimiento de su derecho a disponer de sí mismos. El Asia y el África quieren emanciparse de la tutela de Europa, en el nombre de la ideología, en el nombre de la doctrina que Europa les ha enseñado y que Europa les ha predicado. Existe, además, otro motivo psicológico para la insurrección del Oriente. Hasta antes de la guerra, las poblaciones orientales tenían un respeto supersticioso por las sociedades europeas, por la civilización occidental, creadoras de tantas maravillas y depositarias de tanta cultura. La guerra y sus consecuencias han aminorado, han debilitado mucho ese respeto supersticioso. Los pueblos de Oriente han visto a los pueblos de Europa combatirse, desgarrarse y devorarse con tanta crueldad, tanto encarnizamiento y tanta perfidia, que han dejado de creer en su superioridad y su progreso. Europa, más que su autoridad material sobre Asia y África, ha perdido su autoridad moral. Tiene todavía armas suficientes para imponerse; pero sus armas morales son cada día menores.


Además la conciencia moral de los países occidentales ha avanzado también mucho para que una política de conquista y de opresión sea amparada y consentida por las masas populares. Antes, el proletariado, no oponía a la política colonizadora e imperialista de sus gobiernos una resistencia eficaz y convencida. Los trabajadores ingleses, franceses, alemanes, eran más o menos indiferentes a la suerte de los trabajadores asiáticos y africanos. El socialismo era una doctrina internacional; pero su internacionalismo concluía en los confines de Occidente, en los límites de la civilización occidental. Los socialistas, los sindicalistas, hablaban de liberar a la humanidad, pero, prácticamente, no se interesaban sino por la humanidad occidental. Los trabajadores occidentales consideraban tácitamente natural la esclavitud de los trabajadores coloniales. Hombres occidentales, al fin y al
cabo, educados dentro de los prejuicios de la civilización occidental, miraban a los trabajadores de Oriente como hombres bárbaros. Todo esto era natural, era justo. Entonces la civilización occidental vivía demasiado orgullosa de sí misma. Entonces no se hablaba de civilización occidental y civilizaciones orientales, sino se hablaba de civilización a secas. Entonces la cultura imperante no admitió la coexistencia de dos civilizaciones, no admitía la equivalencia de civilizaciones, ninguno de esos conceptos que impone ahora el relativismo histórico. Entonces, en los límites de la civilización occidental, comenzaba la barbarie egipcia, barbarie asiática, barbarie china, barbarie turca. Todo lo que no era occidental, todo lo que no era europeo, era bárbaro. Era natural, era lógico, por consiguiente, que dentro de esta atmósfera de ideas, el socialismo occidental y el proletariado occidental, hubiesen hecho del internacionalismo una doctrina prácticamente europea también. En la Primera Internacional no estuvieron representados sino los trabajadores europeos y los trabajadores norteamericanos. En la Segunda Internacional ingresaron las vanguardias de los trabajadores sudamericanos y de otros trabajadores incorporados en la órbita del mundo europeo, del mundo occidental. Pero la Segunda Internacional continuó siendo una Internacional de los trabajadores de Occidente, un fenómeno de la civilización y de la sociedad europeas.
Todo esto era natural y era justo, además, porque la doctrina socialista, la doctrina proletaria, constituían una creación, un producto de la civilización europea y occidental. Ya he dicho, al disertar rápidamente sobre la crisis de la democracia, que la doctrina socialista y proletaria es hija de la sociedad capitalista y burguesa. En el seno de la sociedad medioeval y aristocrática se generó y maduró la sociedad burguesa. De igual modo, en el seno de la sociedad burguesa se genera y madura, actualmente la sociedad proletaria. La lucha social no tiene, pues, el mismo carácter en los pueblos de Occidente y en los pueblos de Oriente. En los pueblos de Oriente, sobrevive hasta el régimen esclavista. Los problemas de los pueblos de Oriente son diferentes de los pueblos de Occidente. Y la doctrina socialista, la doctrina proletaria, es un fruto de los problemas de los pueblos demOccidente, un método de resolverlos. La solución aparece donde existe el problema. La solución no puede ser planteada donde el problema no existe aún. En los países de Occidente la solución ha sido planteada porque el problema existe. El socialismo, el sindicalismo, las teorías que apasionaban a las muchedumbres europeas, dejaban por esto indiferentes a las muchedumbres asiáticas, a las muchedumbres orientales. No existía por esto en el mundo una solidaridad de muchedumbres explotadas, sino una solidaridad de muchedumbres socialistas. Éste era el sentido, éste era el alcance, ésta era la extensión de las antiguas internacionales, de la Primera Internacional y de la Segunda Internacional. Y de aquí que las masas trabajadoras de Europa no combatiesen enérgicamente la colonización de las masas trabajadoras de Oriente, tan distantes de sus costumbres, de sus sentimientos y de sus direcciones. Ahora, este estado de ánimo se ha modificado. Los socialistas empiezan a comprender que la revolución social no debe ser una revolución europea, sino una revolución mundial. Los líderes de la revolución social perciben y comprenden la maniobra del capitalismo que busca en las colonias los recursos y los medios de evitar o de retardar la revolución en Europa. Y se esfuerzan por combatir al capitalismo, no sólo en Europa, no sólo en el Occidente, sino en las colonias. La Tercera Internacional inspira su táctica en esta nueva orientación. La Tercera Internacional estimula y fomenta la insurrección de los pueblos de Oriente, aunque esta insurrección carezca de un carácter proletario y de clases, y sea, antes bien, una insurrección nacionalista. Muchos socialistas han polemizado, precisamente, por esta cuestión colonial, con la Tercera Internacional. Sin comprender el carácter decisivo que tiene para la revolución social la emancipación de las colonias del dominio capitalista, esos socialistas han objetado a la Tercera Internacional la cooperación que este organismo presta a esa emancipación política de las colonias. Sus razones han sido éstas: el socialismo no debe amparar
sino movimientos socialistas. Y la rebelión de los pueblos orientales es una rebelión nacionalista. No se trata de una insurrección proletaria, sino de una insurrección burguesa. Los turcos, los persas, los egipcios, no luchan por instaurar en sus países el socialismo, sino por independizarse políticamente de Inglaterra y de Europa. Los proletarios combaten y se agitan en esos pueblos, confundidos y mezclados con los burgueses. En el Oriente no hay guerra social, sino guerras políticas, guerras de independencia. El socialismo no tiene nada de común con esas insurrecciones nacionalistas que no tienden a liberar al proletariado del capitalismo, sino a liberar a la burguesía india, o persa, o egipcia, de la burguesía inglesa. Esto dicen, esto sostienen algunos líderes socialistas que no estiman, que no advierten todo el valor histórico, todo el valor social de la insurrección del Oriente. En un congreso memorable, en el Congreso de Halle, Zinovief, a nombre de la Tercera Internacional, defendía la política colonial de ésta de los ataques de Hilferding, líder socialista, actual Ministro de Finanzas. Y en esa oportunidad decía Zinovief: “La Segunda Internacional
estaba limitada a los hombres de color blanco; la Tercera no divide a los hombres según el color. Si vosotros queréis una revolución mundial, si vosotros queréis liberar al proletariado de las cadenas del capitalismo, no debéis pensar solamente en Europa. Debéis dirigir vuestras miradas también al Asia. Hilferding dirá despreciativamente: ¡Estos asiáticos, estos tártaros, estos chinos! Compañeros, yo os digo: una revolución mundial no es posible si no ponemos los pies también en el Asia. Allá habita una cantidad de hombres cuatro veces mayor que en Europa, y estos hombres son oprimidos y ultrajados como nosotros". Y es, por todo esto, que la Tercera Internacional no es ni ha querido ser una Internacional exclusivamente europea. Al congreso de fundación de la Tercera Internacional asistieron delegados del Partido Obrero Chino y de la Unión Obrera Coreana. A los congresos siguientes han asistido delegados persas, turquestanos, armenios y de otros pueblos orientales. Y el 14 de agosto de 1920 se reunió en Bakú ese gran congreso de los pueblos de Oriente, al cual alude Zinovief, al que concurrieron los delegados de 24 pueblos orientales. En
ese congreso quedaron echados los cimientos de una Internacional del Oriente, no de una Internacional socialista, sino revolucionaria e insurreccional únicamente.
Bajo la presión de estos acontecimientos y de estas ideas, los mismos socialistas reformistas, los mismos socialistas democráticos, tan saturados de los antiguos prejuicios occidentales, han concluido por interesarse mucho más que antes de la cuestión colonial. Y han comenzado a reconocer la necesidad de que el proletariado europeo se preocupe seriamente de combatir la opresión del Oriente y a amparar el derechos de estos pueblos a disponer de sí mismo. Está actitud nueva de los partidos socialistas cohibe y coacta a las grandes naciones capitalistas para emplear contra los pueblos de Oriente la fuerza de las expediciones guerreras. Y así vimos el año pasado que Inglaterra, desafiada por Mustafá Kemal en Turquía, no pudo responder a este reto con operaciones de guerra. El partido laboralista inglés inició una violenta agitación contra todo envío de tropas al Oriente. Los dominios ingleses, Australia, el Transvaal, declararon su voluntad de no consentir un ataque a Turquía. El gobierno inglés se vio obligado a transigir con Turquía, a ceder ante Turquía, a la cual, en otros tiempos, habría aplastado sin piedad. Igualmente, hace tres años vimos al proletariado italiano oponerse resueltamente a la ocupación de Albania por Italia. El gobierno italiano fue obligado a retirar sus tropas del suelo albanés. Y a firmar un tratado amistoso con la pequeña Albania. Estos hecho revelan una situación nueva en el mundo.
Esta situación se puede resumir en tres observaciones: 1. Europa carece de autoridad material para sojuzgar a los pueblos coloniales. 2. Europa ha perdido su antigua autoridad moral sobre esos pueblos. 3. La consciencia moral de las naciones europeas no permite en esta época, al régimen capitalista, una política brutalmente opresora y conquistadora contra el Oriente. Existen, en una palabra, las condiciones históricas los elementos políticos necesarios para que el Oriente resurja, para que el Oriente se independice, para que el Oriente se libere. Así como, a principios del siglo pasado, los pueblos de América se independizaron del dominio político de Europa porque la situación del mundo era propicia, era oportuna para su liberación, así ahora los pueblos del Oriente se sacudirán también del dominio político de Europa porque la situación del mundo es propicia, es oportuna su liberación.
Tenemos asó panorámicamente contempladas las relaciones entre la situación europea y la insurrección oriental. Estudiemos ahora la agitación revolucionaria de Orente en sí misma. Recorramos, velozmente, sus principales acontecimientos.
El fenómeno sustantivo de la agitación del Oriente es la resurrección de Turquía.

José Carlos Mariátegui La Chira

La paz en Locarno y la guerra en los Balkanes

Se explica perfectamente el enfado del consejo de la Sociedad de las Naciones contra Grecia y Bulgaria, responsables de haber perturbado la paz europea al día siguiente de la suscrición en Locarno de un pacto internacional destinado a asegurarla al menos provisoriamente. Signado el pacto de Locarno, la Sociedad de las Naciones tenía en verdad derecho a sentirse arrullada durante algunos meses por los brindis y los salmos pacifistas de sus retores y de sus diplomáticos. La historia del protocolo de Ginebra, verbigracia, fue así. El protocolo, anunciado al mundo con entonación no menos exultante y jubilosa que el pacto, inspiró larga y pródigamente la oratoria pacifista. El gobierno conservador de Inglaterra declaró muy pronto su deceso, concediéndole cortés e irónicamente un funeral de primera clase. Pero, de toda suerte, el protocolo de Ginebra pareció inaugurar la era de la paz de un modo mucho más solemne que el pacto de Locarno.
En Locarno las potencias se han propuesto arribar a una meta más modesta. El pacto, según su letra y su espíritu, no establece las condiciones de la paz sino, solamente, las de una tregua. Se limita a prevenir, teóricamente, el peligro de una agresión militar. Pero deja intactas y vivas todas las cuestiones que pueden encender la chispa de la guerra. Como estaba previsto, Alemania se ha negado a ratificar en Locarno todas las estipulaciones de la paz de Versailles. Ha proclamado su necesidad y su obligación de reclamar, en debido tiempo, la corrección de sus absurdas fronteras orientales. Alemania, Checo-Eslovaquia y Polonia han convenido en no agredirse marcialmente por ningún motivo. Han acordado buscar una solución pacífica a los problemas que puedan amenazar sus buenas relaciones. Mas este acuerdo no tiene suficientes fianzas y garantías. Tácita y hasta explícitamente la convivencia internacional reposa desde hace mucho tiempo en el mismo principio, sobre cuyo valor práctico la experiencia de la guerra mundial no consiente ilusionarse demasiado. Lo que importa no es absolutamente el principio que puede seguir triunfando indefinidamente en Locarno, en Ginebra, en La Haya y en todas las aras de la paz. Lo que importa es la posibilidad o la capacidad de Europa para aplicarlo y obedecerlo.
Nadie supone que el pacifismo de las potencias europeas sea una pura y total hipocresía. Europa ha menester de descansar de sus fatigas y de sus dolores bélicos. La civilización capitalista busca un equilibrio. Ni Francia, ni Inglaterra, ni Alemania, piensan en este momento en atacarse. La reorganización de la economía y de la finanza europeas exige un poco de paz y de desarme. El pacifismo de la Sociedad de las Naciones borda sus frases sobre una gruesa malla de intereses. No se trata para los gobiernos europeos de abstractos y lejanos ideales si no de concretas y perentorias necesidades. En la misma dirección se mueven los Estados Unidos, cuyos banqueros pugnan por imponer a toda Europa un plan Dawes. Y, finalmente, con los pacifistas circunstanciales de la banca y de los gobiernos, colaboran entusiastas los pacifistas sinceros de la social-democracia, de quienes se ha apoderado la ilusión de que el camino de Locarno y de Ginebra puede ser, realmente, el camino de la paz. Estos últimos son los que abastecen de sus máximos tribunos y de sus supremos hierofantes -Paul Boncour, Albert Thomas, León Jouhaux, etc.- a las asambleas y a las oficinas de la Sociedad de las Naciones.
Pero no basta que los gobiernos europeos quieran la paz. Es necesario ante todo, averiguar cómo la quieren. Cuál es el precio a que, cada uno, está dispuesto a pagarla. Cuánto tiempo coincidirá su pacifismo con su interés. Planteada así la cuestión, se advierte toda su complejidad. Se comprende que existen muchas razones para creer que el Occidente europeo desea la paz; pero que existen muy pocas razones para creer que pueda realizarla.
Los gobiernos que han suscrito el documento de Locarno no saben todavía si este documento va a ser ratificado por todos los países contratantes. Apenas concluida la conferencia de Locarno, se ha producido una crisis de gobierno en Francia y en Alemania. En Alemania esta crisis es una consecuencia directa del pacto. En Francia, no. Pero en Francia, como en Alemania, se habla de una probable disolución del parlamento. Las mayorías parlamentarias alemana y francesa no son bastante compactas y sólidas. La defección o el disenso de un grupo puede desquiciarlas. Y, por consiguiente, no es imposible la constitución de un gobierno que considere el problema de la paz con un criterio diferente del de Locarno. En las elecciones inglesas del año último naufragó el protocolo de Ginebra. Su suerte estaba demasiado vinculada a la del Labour Party. En otras elecciones, ya no inglesas, pero sí alemanas por ejemplo, el pacto de Locarno corre el riesgo de encallar semejantemente.
Mas, admitiendo que el pacto de seguridad sea unánimemente ratificado, su relatividad como garantía efectiva de la paz no resulta por esto menos evidente. Para que la guerra se encienda de nuevo en Europa no es indispensable que Alemania ataque a Francia ni que Francia ataque a Alemania. La historia de la guerra de 1914-1918 aparece a este respecto asaz instructiva. La conflagración empezó en un conflicto entre Austria y Serbia que, hasta última hora, se confió en mantener localizado. La seguridad de las fronteras de Francia no es sino una parte del problema de la paz. Cada uno de los estados favorecidos en Versailles aspira a la misma seguridad. Y cada uno de los estados mutilados en 1919 tiene por su parte alguna tierra irredenta que reivindicar. En la Europa Oriental, sobre todo, fermentan enconadamente varios irredentismos. Hay pocas naciones contentas de sus actuales confines. Poco importa, por consiguiente, que se elimine, de Europa Occidental el peligro de una guerra. El peligro subsiste en la Europa Oriental. Los pleitos balkánicos son un excedente cultivo de toda clase de morbos bélicos.
El conflicto greco-búlgaro ha venido a recordárselos un poco brusca y descomedidamente a los actores de la conferencia de Locarno. El sometimiento de los dos beligerantes a la voluntad del consejo de la Sociedad de las Naciones no anula la notificación que entraña lo ya acontecido. Inglaterra puede ponerse todo lo adusta que quiera contra los dos pueblos que han perturbado la paz. De los dos, Grecia en particular sabe muy bien a qué atenerse acerca del pacifismo británico. Después de “la última de las guerras”, Inglaterra lanzó y armó a Grecia contra Turquía. La empresa le salió mal a Inglaterra y a Grecia. Pero Grecia sigue siendo en el tablero de la política internacional, el peón que Inglaterra puede tener necesidad de mover en cualquier momento contra Turquía.
Entre Bulgaria y Turquía existe un agrio motivo de enemistad: la cuestión de Macedonia. El gobierno de Kankof, que se defiende de sus enemigos mediante el terrorismo más sanguinario que es posible concebir, necesita explotar el sentimiento nacionalista para buscar un diversivo a la opinión pública búlgara. El gobierno griego, por su parte, es un gobierno militarista ansioso de una revancha de las armas griegas tan duramente castigadas en el Asia Menor. A través de estos gobiernos, interesados en explotar su enemistad, es imposible que Grecia y Bulgaria lleguen a entenderse. La amenaza, difícilmente sofocada hoy, quedará latente.
El blanco más débil, el lado más oscuro de la paz de Locarno no es este sin embargo. Es, como ya tuve ocasión de observarlo en un artículo sobre el debate del pacto de seguridad, su carácter de paz anti-rusa. El Occidente capitalista propugna una paz exclusivamente occidental y burguesa; fundamentalmente anti-rusa, anti-oriental, anti-asiática. Su pacto tiene por objeto evitar que por el momento se maten los alemanes y los franceses; pero no el impedir que Francia, España e Inglaterra continúen guerreando en Marruecos, en Siria, en Mesopotamia. El gobierno francés, a pesar de ser un gobierno radical-socialista, localiza y circunscribe sus anhelos de paz a Europa. En África y en Asia, se siente obligado a masacrar, -en el nombre de la civilización es cierto- a los riffeños y a los drusos.

José Carlos Mariátegui La Chira